«Nada más se ha podido averiguar sobre la terrible muerte del párroco de San Antonio de Obligado. Ese hombre tuvo una cantidad de puntos en su vida oscuros. La gente por acá cuenta de él cosas inverosímiles. No falta quienes lo tienen por una especie de santo…»[20]..
Nada diríamos acerca de la misteriosa muerte del padre Metri, que la policía jamás llegó a develar y cuya mera discusión provoca todavía en el Norte santafesino violentas pasiones, a no haber llegado a nuestro poder, por tres conductos diversos, un conjunto de datos que, armándose y urdiéndose unos contra otros, edifican una conjetura probable, apta a dejar fuera de la infamia del doble y horrendo asesinato a uno de los principales sospechados de la zona.
Era éste hombre de matar a cualquiera frente a frente, aunque fuese un cura, y abrigaba profundo fastidio al ya anciano y fatigado párroco de San Antonio de Obligado, no tanto por creerlo partidario del traidor Iturraspe, Jalas de los radicales, como se murmuraba sin verdad del viejo párroco, cuanto por las firmes filípicas que volcaba con endiablado brío desde el púlpito contra el andar sembrando hijos naturales, vicio chaqueño del que La Llana, por desgracia, supo dar extenso y longuirrepercutiente ejemplo, para decirlo con los dos adjetivos del pintoresco jeromiano. Pero matar a un hombre de frente, es una cosa, y matar a un viejito en esa forma de destroncarle la cabeza a filo de cuchillo, eso es otra cosa de las que no están en el ámbito de lo posible con don Florencio, el caudillo criollo.
Las policías bravas del Norte se embarullaban enormemente con los datos extraños del caso, a saber, el vaso vacío, la mano al ojo, los signos misteriosos del cura y las últimas palabras del tano Stéfano, más misteriosas aún. Si no hubieran espantado a la niña que encontró el cuerpo más de lo que estaba, y la hubiesen escuchado con paciencia, habrían podido columbrar de golpe la verdad, suponiendo que así lo desearan, como la columbré de golpe yo a cerca de medio siglo de distancia, apenas me contó la niña Chela, hoy respetable matrona, los datos objetivos del suceso, y los pude relacionar con otros escuchados en mi niñez de mi abuelo don Leonardo, y más tarde en mi muchachez de mi tío Celestino, gran archivo también él de leyendas y casos del Norte. Pero la policía lo que tenía delante era la posibilidad de jorobar fiero al caudillo radical —y por eso dije si lo hubiera deseado saber—, como de hecho lo reventaron en dos inicuos años de cárcel, en que no le probaron nada de nada, y de donde salió avejentado diez años y quebrado de amargura.
Porque así eran, señores míos, las policías aquel entonces, no como ahora en Buenos Aires, donde los de la justicia ya no aprisionan inocentes, ni detienen o retienen arbitrariamente, ni tratan a lo perro, ni maltratan a los detenidos, ni se mueven por política, ni son más temibles que los mismos bandoleros, ni en general hacen la menor injusticia, arbitrariedad ni brutada con los que son de gobierno y tienen buenas cuñas, ni tampoco con los otros. Que algo habemos de progresar de entonces a esta parte.
Basta de prólogo. Doña Celia tenía entonces doce años, vivía con don Leonardo, iba dos veces al día a llevarle la leche, y los miércoles y sábados a barrerle y arreglarle los ornamentos al cura. Lo quería mucho, como todos los antoñenses, pero le temía también bastante. Siempre Metri fue imponente, con aquellos ojos imperiosos con un requinte o fugaz destello de loco; pero ahora, en la vejez, se le habían ellos como ahondado en una especie de abstracción nocturnal, donde brillaban lejanos puntos dorados como estrellas, que un paisano dijo —y creo fue el indio San Pablo— que «el padre Metri anda siempre viendo cosas»; y como se rieran, diciéndole: «Vos también», completó murmurando: «No; cosas que yo no veio ni naides ve».
Celia le tenía… miedo no digamos, pero respeto, desde el extraño suceso del ataque, que creo conté en otra parte, cuando lo halló arrodillado en la iglesia un domingo, enteramente tieso y frío como muerto, pero que se recordó en cuanto lo llamó por su nombre, rogándole con fervor no lo contase a nadie —con lo cual le faltó tiempo para contarlo a medio mundo—, por donde se vino a saber, confiriendo con el indio San Pablo, que toda la noche la había pasado así, y que muchas otras lo mismo. ¿Epilepsia? Por lo demás, se sabía que nunca dormía en la cama, aunque la deshacía con ingenua picardía, y hasta trataba de ensuciarla; y que ayunaba a pura agua días arreo.
Esto, con el recuerdo de sus pasadas hazañas, las explosiones de su genio indomable y su misma sugestiva traza de hombre, nutrían en aquella gente primitiva, aunque no zonza, el temor reverencial que en Chela era casi miedo; y el mismo La Llana no era inmune.
Psicológicamente, imposible que un lugareño soñara matarlo. Tuvo que ser un extranjero. Y el que lo mató era un fanático impío y, evidentemente, cruel y bárbaro.
La mañana del 8 de diciembre de 1897, se encontró el cadáver de Metri sacrílegamente mutilado, y en la tarde del mismo día de la Purísima reventó como un tasi o una granada el tano Stéfano en su mísero rancho de las afueras, dejando como única herencia y referencia de vida aquella absurda inculpación contra el padre Metri —que en ese momento estaba amortajado en la iglesia— encerrada en las misteriosas y obstinadas palabras que le oyeron al morir, entre convulsiones de condenado: «El fraile Metri me ha matado».
Parecía hidrófobo. No tenía ninguna herida. En todo el día no había comido nada; testigo, la autopsia. Nunca se supo quién era, pues el nombre debió de ser fingido. Tenía unas manos largas de hombre fino. Le encontraron una Divina Comedia, un viejo fraque azul de seda y una vieja pistola riquísima, de mango de marfil labrado con incrustes de plata y las iniciales R. R. di B., que, aunque cargada, al gatillarla no dio fuego, de puro vieja. Como no había razón de cargar este cadáver también a La Llana, la gente dijo peritonitis… y todos contentos.
La casita parroquial, testigo de este misterio chaqueño, era de un piso, chata, adosada a la iglesia, larga más de media cuadra, un simple ringle de habitaciones enfiladas, con un gran patio-jardín adentro, que no honra mucho como arquitecto a mi abuelo don Leonardo. El despacho del cura estaba casi en la esquina de la cuadra, y tenía, además de la ventana al patio, una calle por la cual Celi vio aquella mañana trágica, a través de la muselina, las misteriosas señas, el rascarse un ojo y el vaso de cerveza primero lleno y después vacío, que a nuestro juicio son las claves de todo.
Por desgracia, la niña no entendió el mensaje; y aunque lo hubiera entendido, probablemente estaba de Dios aquel desenlace fatal. La niña vio a Metri de frente, sentado a su mesa con otro hombre que a ella le daba la espalda, hablando animadamente en una lengua críptica, y haciendo en medio de su abundosa gesticulación habitual, unas señas raras que la llenaron de pavor. Corrió en busca de don Leonardo, que estaba afuera, y anduvo buscándolo desesperadamente, sin hallarlo, hasta que al fin de una hora o algo menos —el intervalo entre primera y segunda misa— volvió azorada a la parroquial, bichó otra vez por la ventana, halló que las dos sombras habían desaparecido, y entonces entró resueltamente, movida de la alarma o el miedo mismo.
No lo hubiera hecho. ¿Qué será para una chiquilla asustada ver de golpe, en un gran cantero de lirios en medio del jardín de adentro, la cabeza del padre Metri saliendo de la tierra como un hongo diabólico de ojos enloquecidos, como si estuviera enterrado hasta el cuello?… Con razón hasta hoy no ha olvidado el menor detalle, y gracias todavía que no se volvió loca. Cayó redonda al suelo, desmayada.
Cuando la gente que estaba esperando la segunda misa, que no salía, invadió impaciente la parroquial, allí la hallaron como una muerta frente a la cabeza entre los lirios. El ingente cuerpo del pobre cura yacía escondido en la matorra: el asesino le había segado la cabeza limpia, la había parado cuidadosamente al borde del cantero y, detalle atroz, le había cortado la lengua.
Don Leonardo casi enloquece de rabia y la gente de espanto; y eso hizo perder varias horas, que hubieran sido preciosas. Mi abuelo hizo levantar el cuerpo; se precipitó a buscar un arma; requirió al sargento Cleto, al cual halló en la comisaría borracho como una uva; envió un chasque a por la policía de Ocampo; corrió al hotel a buscar a Stéfano, donde le dijeron que faltaba el extranjero del hotel y del pueblo más de un mes hacía; de donde resultó que cuando cayeron en la tapera del pescador que tenía el gringo Stéfano a la margen del Amores, era ya anochecido y encontraron al repelente forastero moribundo.
Estaba revolviéndose en una cama inmunda, donde parecía hubiera yacido abandonado por meses enteros. De hecho, la vieja bruja que le traía de comer testimonió haberlo cuidado más de dos semanas, que las pasó con mucha fiebre —«mal de hijada», decía ella— y grandísimos dolores; lo que hizo creer en una peritonitis a mi abuelo y el doctor González, que lo autopsió; —¡vaya una autopsia la que habrá hecho el gallego González, que era de aquellos medicastros españoles antiguos de ruibarbo y lavativa!…
La misma extraña exclamación con que murió el desconocido: «Metri me ha matado», sirvió a exculparlo, por demasiado absurda. Y la policía, con el juez destrucción —que así los llamaban por allá—, se precipitó contra La Liana, en cuya casa hasta el cuchillo del crimen pretendieron hallar; y ¡qué no encuentra el que quiere! El vaso de cerveza, el rascar el ojo y la pantomima contada por la huaina fueron dejados a un lado —el vaso de cerveza lleno, según la niña, que la policía encontró vacío—, dejados aparte y descartados, excepto de la memoria de mi abuelo el arquitecto, que siempre que narraba el caso —y era cada lunes y cada martes—, mencionaba los tres detalles y se quedaba meditabundo…
Encontré a doña Gelia C. de Báez en París, imagínense. Hablando, nos hallamos paisanos, y por caso me entero que era la nombrada Chela del padre Metri, tan mentada de mi pueblo. No me quería contar la muerte del padre Metri, porque la tenía su magín demasiado hincada, y cada vez que hurgaba allí, soñaba por la noche horrorosamente. Pero al fin me relató lo que aquella mañana misteriosa viera, y fue para bien de todos. Esposa de un afamado médico porteño, tenía un pisito alquilado en Campos Elíseos, cerca de la Estrella, donde iba yo los días de vacación en busca de mate; y a la vista del bosque de Boloña, podado y peinado como un Corot, me contaba visiones de la fiera jungla chaqueña, que por momentos las veía la viejita más claras que aquel bosque pintado de enfrente.
He aquí lo que vio.
Llegaba con un litro de leche a la parroquial por el lado de la iglesia, vale decir que antes tenía que pasar la ventana del despacho. La cual estaba abierta, pero con parasol de muselina. La voz del padre Metri discutiendo acaloradamente la paró curiosa, o mejor dicho, otra voz fría, lenta, implacable, como una serpiente, que se mezclaba incisiva con la rica y borbollante voz del franciscano.
Se arrimó a la cortina y miró. Era un día bochornoso del verano chaqueño; la cortina pendía lacia y tiesa; el sol tupidísimo la cribaba como un cristal; se veía clarísima la figura de Metri en el fondo, apartado de la mesa, donde estaba su pipa y un vaso lleno de cerveza —«lleno, lleno; estoy segura»—, y aquí mismo, al alcance de la mano, la espalda de un hombre inmóvil, con los brazos sobre el escritorio y alguna cosa grande y brillante en sus manos.
La niña no reconoció al hombre de espaldas —por lo demás, no conocía a Stéfano— porque su atención se hipnotizó inmediatamente en el extraño aspecto del amado párroco. Tenía el rostro desencajado, hablaba con gran pasión, vertiginosamente, en un idioma incomprensible; pero lo más sorprendente de todo eran sus manos. Sus manos, que jamás hablando él quedaban quietas —porque Metri, como buen nápoli, si lo atan de pies y manos, se queda mudo—, hacían ahora un crochet indescriptible, una serie de interminables gestitos que se perseguían unos a otros y retomaban los mismos con regularidad obsesionante: rascarse el ojo, enjugarse la cara, golpearse la sien y otros parecidos, y vuelta el mismo juego, mientras la lengua no cesaba de bailar como tarabilla. El otro hombre le daba unas como voces de mando, como serpiente, como un juez que lee una sentencia de muerte, frío, siniestro, imperturbable.
La niña se encontró de golpe temblando de miedo. Sentía algo en el aire; era como una pesadilla, dos muñecos manejados por hilos invisibles, una incomprensible maquinaria absurda… Fue a gritar, y en ese instante vio que el fraile ponía el dedo en los labios y sus ojos imperiosos la paraban; y esto se repitió cuantas veces abrió la boca para hablar, que serían tres o cuatro, y una vez que extendió la mano para correr la cortina. Entonces el miedo pudo más, y alejándose de puntillas huyó como una exhalación a buscar a don Leonardo, tropezando, cayendo, hablando sola.
Don Leonardo, doña Magdalena y Luis Héctor, su hijo, habían salido; la casa estaba sola. Solamente su hermano, el mudito Braulio, dormía plácidamente en una mecedora.
Chela corrió por los vecinos buscando al arquitecto, sin ocurrírsele en su azoramiento la sencillísima deducción que lo tuviera cerquísima, es decir, en la iglesia esperando la misa. Todo salió mal aquel día. Cuando volvió a la parroquia, el crimen estaba consumado, con rapidez febril, con astucia felina, con misterio impenetrable. La cabeza entre los lirios, con los ojos revirados.
Doña Celia me contó esto y empezó a llorar silenciosamente, llevándose la mano a los ojos, pero mirándome entre los dedos, como es costumbre mujeril. Yo la miré también, y de golpe me corrió un frío por el lomo y salté en la silla.
—¡Doña Celia! —le dije—. ¡Rásquese el ojo!… ¡Un hermano sordomudo!…
—¿Qué? —dijo ella.
—¿Sabe usté hablar por señas, a lo mudo?
—¡Es claro que sé! —me dice ella—. Desde chica.
—¿Cómo se hace la e con signo mudo? ¿No es algo como rascarse el ojo? ¿No es de este modo, índice y pulgar rozando párpado y ojera, el ojo en medio?
Hice el signo, y ella me miró petrificada. Entonces los ojos se le despalancaron.
—¡Oh, Dios mío! —dijo—. ¡Era eso mismo! ¿Qué quiere decir eso?
—Es sencillísimo —le dije, lleno de excitación—: el padre Metri le estaba trasmitiendo un mensaje mudo, al mismo tiempo que para ganar tiempo hablaba en calabrés o en tano con su asesino; lo cual elimina al criollo La Llana, ¡por Cristo! Vio su cabecita contra la muselina, y empezó a hablarle a usté por señas. Probablemente, no podía hablar de otro modo. ¡Sí!… ¿No dice usté que el otro tenía algo en las manos… algo brillante?… Sí, estaba encañonado por una pistola. De ahí sus gestos de ¡calla, calla! De ahí su vertiginoso lenguaje mudo, que el otro no podía entender; mas tampoco entendió usté, por causa del disimulo. ¡El padre Metri le estaba pidiendo auxilio!
Aquí vi cómo querían al padre Metri: apenas proferí esta imprudente revelación o conjetura, la pobre viejita había caído de bruces sobre un almohadón llorando a mares —«¡Oh idiota, oh idiota que fui! ¡Me llamaba, yo no entendí, fui la causa de su muerte!»—, afligida de una manera impresionante, que tuve miedo de algo serio, porque el corazón no lo tenía muy fuerte.
Por suerte, Dios me inspiró otra idea, que fue eficaz para consolarla. Conjeturé el mensaje, no era difícil de adivinar más o menos, con la exactísima descripción de los hechos que ella me hiciera: ese doble rasque ojo que volvía obsesionante —en menos de un padrenuestro, dos veces—, un mensaje corto, con dos e juntas repetidas a poco intervalo…
—Señora —le dije—, no se aflija ahora; usté no tuvo la menor culpa. Usté, sin saberlo, cumplió exactamente lo que Metri le pedía.
Levantó la cabeza asombrada.
—Sí, señora —le dije—; instintivamente, usté hizo lo que Metri suplicaba; fue la fatalidad lo que impidió salvarlo. ¿Qué es lo que puede haberle dicho? Estoy seguro de adivinarlo. ¿No es una cosa como ésta?
Y rememorando mis días de colegial, traduje rapidísimamente en signos de mudo el siguiente mensaje:
Avise a don Leonardo urgente. Avise a don Leonardo urgente. Avise a don…
El aspecto de la pobre vieja no lo olvidaré nunca. Se quedó tiesa mirándome como hipnotizada, asintiendo que sí con la cabeza, llorando hilo a hilo, mirando con los ojos perdidos, más allá de mi cabeza, aquella otra barbuda cabeza querida sobre el fondo del presbiterio haciéndole una cadeneta de señales desesperadas e incomprensibles, que en este momento adquirían como un milagro un sentido fulminante y trágico. ¡Pobre doña Chela! Pero fue cosa que Dios quiso.
Me faltó tiempo para contarle todo a mi tío Celestino en la hora del almuerzo. Estaban con él Toto y tía Manuelita, puesto que era huésped mío en la Rué de Grenelle esos días. Le conté mi descubrimiento y mi conjetura —que era la misma de mi abuelo— de que el gringo Stéfano había muerto al fraile en Dios sabe qué diabólica vendetta. Le reporté punto por punto la narración de doña Celia Báez, casi con sus mismas palabras. Y entonces ocurre el segundo descubrimiento. Los ojos flor de lino de mi tío en su cara regordeta y franca llamean de repente, pega un golpe en la mesa y dice todo atorado:
—¡Y ahora sé quién mató al tano Stéfano y por qué dijo al morir que había sido Metri!
—¿Quién lo mató? —pregunté.
—¡La pipa! —dijo mi tío—. ¡La pipa de Metri! ¿Estaba armada o desarmada?
—Sobre eso no me dijo nada —repuse—. Estaba al lado de un vaso de cerveza…
—¡De cerveza! ¡De nicotina, querés decir! ¿No sabes la vieja costumbre del padre Metri? ¿No te la contó nunca el nono? ¡Es clarísimo como el sol naciente!
La vieja costumbre del padre Metri era limpiar su pipa lo menos posible, cuando la nicotina ya tapaba los vericuetos de su cachimba tirolesa enorme, más parecida a un narguile turco que a cosa de Innsbruck o Trieste. Metri llenaba con alcohol puro un vaso alto, desarmaba su porcelana en diez a doce partes, y una por una las iba sumergiendo en el alcohol, que las deshollinaba químicamente o físicamente, no lo sé.
¿Supongamos que había acabado esa operación cuando entró el asesino? El vaso de cerveza era una fuerte disolución cafecha de nicotina. ¿Supongamos que el asesino, sofocado con su terrible tarea, que tuvo que cumplir en media hora, retorna anhelante y sudoroso al despacho a buscar algo: su sombrero, el cuchillo, cualquier cosa: huele el rico alcohol de caña y, borrachón como era, lo confunde con un licor y se echa al coleto una dosis de ponzoña sobrante para matar a un toro? Cuando se dio cuenta de su mortífero error, achacó perversamente al santo fraile, cuyo remordimiento le traspasaba el alma, la intención de matarlo que había sido en su alma negra el torcedor de quién sabe cuántos años, achacando a intención lo que no fue seguramente sino uno de esos casuales con que juega la ironía terrible y vengadora de la Providencia.
No quiero acabar estos descosidos, aunque verídicos relatos, sin mentar rápidamente dos secuencias de la muerte de Metri: una, ya conocida por todos en Reconquista; la otra, de nadie fuera mío conocida hasta ahora.
En la historia y la memoria de las gentes, la veneranda figura de Metri no podía desaparecer dejando esa efigie atroz de su cabeza trunca, boca sangrienta, ojos desesperados, porque para Dios eso no era decoroso. «Pretiosa va conspectu Ejas mors sanctorum Ejus». La imagen de la cabeza entre los lirios fue sustituida al poco tiempo por la imagen de Metri arrodillado que vio San Pablo.
El indio San Pablo quiso hacerse sacerdote, y dos años antes de morir Metri ingresó en el Seminario de Itatí. Como pronto se vio que para el latín era demasiado duro de boca, el ex cacique dejó los estudios y quedó allí mismo de votero o sacristán de la Virgen Negra. El día de la Purísima de 1897, el rector de Itatí lo ve de golpe entrar en su despacho muy excitado, anunciándole que había llegado el padre Metri, grande amigo suyo.
—Es imposible, porque hoy no hay tren, y además no me ha avisado nada.
Entonces el indio contó que estaba limpiando la iglesia y acababa de ver a Metri rezando delante de la Virgen; y no solamente lo vio, sino que lo oyó llamarlo dos veces, pues volvió hacia él la cabeza sonriente.
—Ahí debe de estar todavía —decía el indio muy fijo—. Tenía en la mano una cosa como una palma y al cuello un cordón colorao.
El rector salió corriendo a la capilla, y allí no había nadie, por supuesto. El indio se arrodilló en el mismo lugar donde viera a su amado padre adoptivo, cerró los ojos, y dijo:
—No lo veio más, pero oigo que me llama lo mismo, de po’ayá lejo.
La gente de Itatí que estaba en el atrio juntándose para segunda misa, no habían visto entrar ni salir a nadie. Cuando al día siguiente se supo la desgracia, la extraña visión del indio corrió por todo el Norte como una pólvora. Había tenido lugar exactamente a la hora de la muerte del jeromiano.
Yo tenía siete años cuando se la oí a la nona, y tenía que hacer esos días —la Purísima, justamente— la primera comunión. Estábamos confesándonos por primera vez con una punta de chiquilines —me acuerdo que estaban Celestino Lanteri y Tony Castellani—; era el atardecer, y yo estaba aburrido de esperar turno y de leer el letrero en negras romanas que grabado en una placa de mármol delante de mí rezaba que:
EL PADRE ERMETE CONSTANZI O. J.
MISIONERO APOSTÓLICO
DE SANTA FE Y EL CHACO
EMPEZÓ A CONSTRUIR ESTA IGLESIA
DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE RECONQUISTA…
cuando de repente vi en la semioscuridad, arriba de la placa, el retrato barbudo del misionero que estaba en la sala de mi abuelo. Sólo que éste estaba vivo, y tenía en la mano un lirio.
Yo veía que me miraba, y que los ojos se movían; y no solamente se movían, sino que me llamaban. No tenía el menor miedo; solamente no sabía adónde quería que fuese, y así se lo pregunté en voz alta, con gran regocijo de mi hermano Luis y de Celestino, que no sé por qué se pusieron a reír como locos. Después me dijeron que yo me había dormido y que había puesto una cara de pavo, y estaba hablando solo. Entonces vino el padre Olessio, y yo le conté todo, y encendió la luz, y había un gran cuadro de San José con un nardo y barba blanca.
Pero yo cierro los ojos, y veo lo que vi. Era el padre Metri de cuerpo entero, con una azucena en la mano, entre un montón de azucenas, y al fondo el paisaje oscuro y enmarañado de la selva chaqueña, que me causaba un vago miedo. Y la figura me hacía señas de que entrase con él a la selva y yo no quería y él me animaba, y en el entretanto la figura se iba diluyendo y perdiéndose poco a poco, no en la selva, sino para arriba, en una especie de faja de luz que cortaba la iglesia desde el suelo hasta el ventanal de colores, en una luz de cobalto que los vidrios, a manera de falsificados zafiros, tendían como escala de Jacob en la pobre y chata iglesia de pueblo, como una invasión del crepúsculo divino en ese instante policromando el cielo…
Y esto es lo último que se vio en este mundo del padre Metri.