Dichoso el hombre que tiene un fin imposible,
que lo único que desea no está en su mano;
dichoso el pobre lanzado fuera de lo visible
por un empujón sobrehumano;
dichoso el hombre que vio la ruta invisible,
cual paloma el rumbo del vuelo…
Y si partir para Roma es una cosa concupiscible,
¿qué será zarpar para el cielo?
He aquí la cancha líquida, la inmensa pampa salada,
la limpia línea azul en giro,
movedizo espejo de esta eterna gran llamarada
y este inextinguible zafiro.
¿Qué puede hacer más un hombre en esta soledad soleada,
sino resucitar su anhelo?…
Y acordándose de Dios, ¿cómo no va a sentir su nada,
aplastado entre mar y cielo?
Como un preso que acerca su evasión un micrón por hora,
una cuerda de reloj por lima,
esta gran libertad circular… ¿quién no va a sentir ahora
la cadena que lleva encima?
¡Oh, Dios!… no pienses que no te veo detrás de la aurora,
demasiado trasparente velo;
ni que vas a dejar de oír mi oración cual la mar sonora
que refleja como puede el cielo.
El que deja su padre y su madre, está escrito que no queda solo:
dejando ciento, encuentra Uno.
Hay un hombre que juró dejarlos; muchas veces juró sin dolo,
y espera momento oportuno.
Hay un hombre que dejó su tierra con sus pájaros y sus cánticos,
y no se despegó del suelo.
Y en el puerto ya despedido, pierde todos los trasatlánticos,
y fluctúa entre tierra y cielo.
Envío
Oh mortales viajeros todos sin cesar devorando leguas,
huérfanos en tierra de duelo:
miren el mar, el gran camino; miren el mar y no den treguas;
miren el mar de color de cielo.