El degüello de San Antonio

«Servía al mismo tiempo la capilla de vivienda y cocina al capellán. El altar era una mesa con gradas colocada contra un mojinete; al poniente estaba una especie de fogón donde cocinaba el sufrido franciscano… La batería de cocina consistía en una gran sartén de cabo corto… para que no estorbara mucho a los que entraban en día de fiesta… permanentemente colocada sobre una mesita de carpintero… El confesonario era una tapa de cajón de fusiles, en la pared del sur… con un rallador de lata agujereada en figura de cruz mal hecha…»[14].

Con este relato entramos en materia delicada y debatida. Pero sin aventurar opiniones, ni mucho menos censuras, bástenos anotar los hechos con el mayor rigor, sin apartarnos un punto de la verdad, tosa quien tosa.

Aquel domingo amaneció sofocante y bochornoso. El Norte soplando tres días seguidos, primero en ráfagas calientes y después en deshecho vendaval pulverulento, calcinaba los sembrados, caldeaba las paredes y abatía los ánimos, con la colaboración de un cielo de horno y un sol implacable.

Cuando el padre Metri se tumbó del jergón, bien antes del alba, el viento había caído y todo anunciaba próxima tormenta: el oriente de color ¡cárdeno, la pesadez del aire, su fatigada cabeza…!

A pesar de haberlo el calor desvelado, sentíase como arrancado a un sopor secular; como si hubiese dormido años y viniese de allá muy lejos, de una región profunda, llena de pesadillas irrecordables, pero henchidas de espeluzno y náusea.

Sintió un leve mareo, que atribuyó al poco sueño; pero se despabiló con un manotón de agua, abombada y oleosa. Porque tenía bastante que hacer antes de la solemne misa y bendición de San Antonio: un bautizo, confesiones, arreglar la capilla, anotar un matrimonio…

Sintió un gemido en el cuchitril del lado: el indiecito San Pablo se despertaba o soñaba. Oyó roncar a Cautivo. Se movió sin ruido hasta la iglesia. La pobre iglesia de material, con su torre cuadrada, que acababa de construirle trabajosamente don Leonardo —la primera casa bien hecha del pueblo—, estaba aún en tinieblas: en la lámpara del Sacramento chisporreaba el sebo de vaca.

Arregló el bautisterio y abrió la puerta. Una figura sombría se alzó a sus pies, en tanto que empezaba un llanto débil, blanco, mansito.

—¡Ya estás acá, india terrible, con la pobre criatura, quién sabe de qué horas de la noche!…

La Chuca no le respondió nada, fuera de mirarlo largo con sus ojazos negros, insistentes. El fraile le hizo dejar sobre unos cortinados la criatura con sus piernitas secas y sus extraños ojos, y ocuparse del arreglo del presbiterio, de las andas y del santo, hasta que viniesen los padrinos. La muchacha toba empezó a moverse sin ruido, como una onza.

Los padrinos eran el sacristán Cautivo y el capitanejo Miguel Baltasar Biguá. El cura creía estar soñando aquel extraño grupo en la semioscuridad, recortado por dos vacilantes hachones: los ojitos grises-verdosos-azulinos de la guagua negra que lloraba siempre; ojos mal puestos, como dos florcitas de lino en un sapito, como dos pupilas de cordero en un aguará pichón…

En fin, cuando lo hubo hecho cristiano, sintió un alivio… Pero todos estos mestizos, ¿qué clase de cristianos irían a dar?

La luz terrible del sol chaqueño ya estaba inundando la iglesia como una serie de explosiones. Algunos otros indios recelosamente iban cayendo. Un grupo de colonos hablaba en el atrio: conoció la voz del viejo Etwald…

—Ya están los novios, paitriólec[15] —sonó a su lado la vocecita del monaguillo San Pablo.

Era aquel día el casamiento de la hija del jefe del fortín, el mayor Ojeda, con el suizo Etwald, dueño del aserradero.

El fraile se dirigió apresuradamente al cuartucho que le servía a la vez de comedor, despacho, oratorio, biblioteca y sacristía. A la sombra del viejo guayacán, cerca de la puerta, lo esperaba la gentil pareja tomados de una mano hablándose cara a cara en amorosa y fruitiva absorción de enamorados.

Metri sintió, quién sabe por qué, una sensación aguda amarga, como sangre en la boca. Irupé era bellísima: un toque de sangre rubia —su madre era hija de alemanes— ponía en su criollez trigueña como una oculta llama, que hacía su cutis trasparente como cera; sus labios excesivamente rojos, sus cabellos llameantes a la altura del hombro de su arrogante compañero, los pies pequeñitos en botas polonesas, las manos redondas…

—No se puede negar que esto lo hace Dios —pensó el fraile bajando los ojos—; esto no es fabricación de hombres: es la tierra, el sol y el cielo quienes dan estos frutos. Pero no siendo míos, los debo respetar…

Es una chiquilina —pensó Metri; pero Etwald no era mucho más viejo.

—Y bueno, chiquillos; ¿qué hay?

—¿Nos casa, padre Metri? —dijo Etwald.

—¿Yo?… No puedo.

—¿Cómo, no puede?

—Ustedes dos se casan. Yo no soy el ministro de este sacramento. Lo presencio. Lo bendigo, en todo caso.

—¡Mire qué gracia! —dijo ella, muy rosada.

—No, m’hijita. Es la doctrina. ¿Te has olvidado ya? ¿Qué clase de madre de familia va a ser ésta, Virgen del Carmen?… Son los esposos los ministros del sacramento. Al concertarse para consentir de una vez por todas a la tendencia mayor de la Divinidad, que es dar la vida, se vuelven un poco sacerdotes, y participan de la sacrosantidad de todo lo que es eterno… Pero esto es un pedazo de mi sermón.

Suspiró cansado.

—Son dos chiquillos, ustedes —prosiguió—. ¿Quieren casarse? ¿Tanto apuro tienen? ¿No tienen lástima del pobre viejo Metri, que hoy no da más de quehacer? ¿No se interesan por toda esta indiada, que todavía no se sabe si serán fieras o cristianos? ¿En tiempos tan peligrosos y tan duros, ustedes dos quieren cuanto antes un rinconcito de paraíso terrenal para ustedes dos solos?

Habían entrado, y él se había sentado al despacho, abriendo el libraco del Registro Civil. El joven colono se adelantó dos pasos —mientras Irupé fruncía los labios con mimo y se ponía colorada por gusto—, volteó el sombrero, se pasó la zurda por la riza melena rubia, derecho y elástico como un junco, y dijo con hombría:

—Padre Metri, no hacemos daño a nadie, ni queremos mal a ninguno; al contrario, ¿verdad, Bitú? Yo soy un hombre de trabajo que no conoce más que su ocupación. El aserradero me rinde. Mi padre me ha dejado todo. He comprado una chacra de caña dulce, y voy a levantar también una estancia: ocupación para el indio y progreso para la colonia. Necesito una mujer… y Bitú me quiere. Y aunque no la necesitara, yo la quiero. Porque sí, por gusto, por lujo… y porque así lo manda Dios. Y aunque no la quisiera, yo mataría al primero que se pusiera entre ella y yo, y le hiciera solamente sombra con la punta del dedo… ¿No es cierto, Bitú? Decíselo al padre Metri.

Los dos se echaron a reír con júbilo. El fraile escribía lentamente fechas, nombres y apellidos.

—Arturo Etwald… —dijo—. Aguará Blanco, no te fiés demasiado de la vida, guardá un repuesto para los días malos, no te gastés todo.

—La vida es jodida —dijo el otro con orgullo—; pero yo sé andar por el monte… Yo creo que Dios protege al hombre que camina derecho. Usté me dijo que tenía que bautizarme y qué sé yo, y entrar en la religión católica. En Suiza son de otra ley, bastante parecida; pero no creen en el Papa. ¿Qué me importa a mí? Bitú quiere que yo sea de esta ley, y yo soy como Bitú quiere. De lo demás, ya se lo dije ayer al confesarme. No he hecho mal a nadie, defiendo lo mío, y lo ajeno no toco. Dios es bueno. Si Dios no hace más, debe de ser porque no puede.

El fraile se sentía visiblemente molesto, sin saber por qué. Había oído el silbato, que conocía de sobra: ya llegó el mayor. En ese momento vio por entre la pareja, en frente suyo, al cacique Biguá, que había abierto la puerta sin el menor ruido y desde ella los estaba cubriendo con su mirada altiva.

—Mbaé yajá icureik boma, patriólec[16]

Iborema iú —respondió el fraile con sequedad—. Estoy ocupado.

—Pobre indio precisa mucho más hablarte que esos dos, padrecito —insistió el capitán de los Lanceros de San Antonio.

—Voy pronto.

El fraile acabó de escribir, felicitó a los prometidos y se dirigió deprisa al atrio de la iglesia, donde el macizo grupo de colonos blancos rodeaba a los novios y sus familiares: la señora del mayor, grande, rubia, opulenta, de ojos claros sin vida; el viejo Etwald, socarrón y dicharachero; don Leonardo, siempre sonriente y callado… Pero el mayor, a quien buscaba, había vuelto a caballo a casa, a dar una orden.

Los indios estaban ya todos dentro de la iglesia. Entonces, con recelo recordó Metri al Biguá y su misteriosa interrupción, y lo buscó por todo. Había desaparecido también.

Sin saber por qué, entró el fraile en el segundo cuarto de su palacio, que servía de alcoba, cocina, despensa, guardarropa y depósito, adonde había pasado el indio, y abrió la alacena hecha de tablas de cajón. En efecto, allí faltaba algo. ¡Santo cielo! El Rémington, la pesada carabina 44 de caballería, que él mismo comprara en Santa Fe para el joven cacique —allá en los tiempos en que tocaba algún sueldo—, cuyo regio don le había valido el reducir toda la tribu; y que después había retirado al indio por orden del mayor, con el pretexto mal acogido de cuidársela, y con la promesa de dársela en cada cacería de yaguareté, pecarí o ciervo… El arma faltaba del rincón, como la cartuchera y todas las balas; y ese atrevimiento inaudito de su salvaje amigo no presagiaba nada bueno.

Todos sus recelos de los últimos días llamearon. Los cuchicheos de los lanceros, las bizcas trazas de Cautivo, la anemia del trabajo en el ingenio, las humaredas de consejo en el monte de tarde; y, sobre todo, la inmediata dispersión y disimulo del consejo indiano apenas él llegaba. Se hacían humo, ¡santo cielo! Encontraba un grupito de tapes muy atareados, cuereando un huasuncho, y unas cuantas chinas muy inocentes ellas; pero a él no lo engañaban.

Empezó a temer que su ceremonia de aquel día (misa de esponsales de Irupé y bendición del Tupá Antonio de los Lanceros), planeada para conciliar un poco los dos bandos adversos de su difícil grey, resultase un fracaso. Ya era tarde para volver atrás, y así comenzó trepidando la misa.

No se engañó. Resurgió otra vez la estúpida idea y eterna cuestión de las procedencias; pero en el fondo era el grave problema social y racial.

Cuando iba a llegar a la consagración, un recio altercado, un grito de ira y todo el ámbito atronado de irreverentes clamores. Allí tuvo que sufrir un poco la liturgia romana: el párroco de San Antonio de Obligado interrumpió el santo sacrificio, y revestido de blanco descendió presuroso al comulgatorio, comprendiendo de una ojeada lo que pasaba.

El señor cacique Biguá había llegado a mitad de la misa; había cruzado con estolidez arrogante el cuadro de sus lanceros, alineados de a ocho en fondo, y había ido a plantarse tranquilamente al lado del jefe militar del fortín y comandante de las Misiones, el mayor Ojeda; adelante de Irupé y su novio, el juez de Paz y las autoridades.

El jefe de los blancos y el jefe de los indios… ¿No es cierto, patriólec?… en la casa de Tupá guazú, eran iguales; y a él lo había nombrado teniente de línea el coronel Obligado.

El mayor Ojeda, blanco de ira, lo había rechazado de un empujón de arrebato; y el indio caía sobre él como un jaguar, cuando intervino don Leonardo, y el grito imperioso del padre Metri desde el presbiterio.

Aquella misa fue un desastre; jamás debió haberla empezado. La indiada se había arremolinado y los colonos formaban cerco, varones afuera, como una tropilla atacada por el puma. Menos mal que el respeto a la iglesia y la energía de Metri, recrecida de indignación, pudo parar el escándalo.

En guaraní empezó a increpar a los indios su irrespeto a la casa de Tupá guazú. Increpó duramente la falta del capitanejo; pero dijo también que el jefe blanco había hecho mal, porque allí no mandaba nadie, sino Tupá guazú solo, que estaba en el altar; y en castigo les anunció que no bendeciría el San Antonio cobrizo de la tribu, hasta que hubiesen dado su reparación. Después se volvió a los blancos y los suplicó con lágrimas en los ojos. Por último dio una orden, y los mocetones y los hombres de la Cofradía del Pan de San Antonio se desparramaron por la iglesia, dispuestos a custodiar el orden. El mayor miraba la escena con fastidiada altanería. Muchos colonos se iban.

Cuando el cura se dio vuelta al dominus, después de la comunión, vio algo asombroso: silenciosamente los indios se habían marchado todos, y la iglesia estaba casi vacía. La misa acabó sobre los bancos vacíos y dicha a las paredes rojizas, al monaguillo, la india Chuca y su desdichada criatura, y a pocas viejucas más, algún hombre y el prefecto de la cofradía.

El padre Metri comprendió que la marcha de los sucesos se escapaba hoy a sus manos. Gimió a Dios desde el fondo de su alma.

Le parecía que estaba dentro de una jaula tratando de impedir una batalla entre un león y un tigre, mano limpia en medio de los dos. Se encerró en la sacristía y trató de ordenar sus pensamientos y vencer la terrible marejada de tristeza y pánico. Su voluntad se tendía como un resorte de acero, pero no para obrar, sino para no obrar, para calmarse primero: mil cosas que hacer se le presentaban tumultuosamente. Al acabar su oración y entrar en la sacristía-comedor, se sintió con un poco de paz. Hasta se rió un poco.

No menos que un medio lechón asado, humeando en su fuente, con dos botellas de Marsala de escolta, resplandecían en su mísera mesa, rumboso obsequio del Mayor en nombre de su hija; pero mucho más resplandecían los ojos del monaguillo San Pablo y el sacristán Cautivo, que apoyados en la pared se vigilaban uno al otro, como dos perros sobre un hueso.

—¿Qué pasaría si hubiese estado uno solo? —sonrió el párroco.

En mal día llegaba el buen bocado. Metri recordó «la dura amohosada galleta diaria, que había que romper a martillo, y las piltrafas de carne de la Proveeduría, que daban un caldo negro, que para no verlo era mejor tomar de noche…» [17].

Pues bien, peor aún le sabía hoy el regalo. Tragó con esfuerzo dos o tres zoquetes y tomó un vaso entero de añejo; y después entregó el festín a sus dos seides.

No se hicieron ellos de rogar. En un santiamén, del lechón no quedaron más que los huesitos blanqueando. Del vino, no se veía ni la etiqueta. Metri miró con severidad a Cautivo, que había escamoteado las botellas limpiamente; éste se desentendió con una ojeada bizca.

No le gustaba ese mestizo. Por eso mismo quería tenerlo cerca. Lo conoció en San Javier, donde había sido criado por una familia que no podía con él. Lo trajo a San Antonio con esperanza de reformarlo. Sin gran resultado. Haragán, rencoroso, solapado; pero ahora, algo más serio. La llave de la alacena del Rémington, ¿quién la había sustraído?

Intentó en vano rezar el Breviario, esperando la hora de ver al mayor. El calor que revibraba del techo de zinc era espantoso. Sus dos aláteres roncaban. Se levantó y se fue a la iglesia, donde conocía un rincón fresco.

La lámpara del Santísimo estaba apagada. La preocupación mental le causaba una molesta agitación física. Su mente estaba obsesa por su entrevista con el militar, su proyecto de componenda, la necesidad absoluta de prever remedio hoy mismo.

La indiada no tiraba más, y solamente el mayor tenía en su mano el remedio —el remedio heroico, pero único—. Si lo persuadía, a la tarde, junto con el matrimonio de la señorita princesa Irupé, podía convocar la tribu, bendecirles la imagen patronal, comunicarles la buena nueva, salvar la volcánica situación…

Volvió sus ojos a San Antonio, su cofrade portugués, musitando oración desesperanzada. Era una gran imagen de talla del tiempo de los jesuitas, hachada a maravilla por anónimo artífice guaraní, y encontrada poco ha misteriosamente en un escondrijo del monte, sin duda trasmitido por tradición oral: un hermoso hombre de manto y sandalias, con un niñito contra el pecho, ambos rostros de indio. Las chinas lo habían bañado en el río, y don Jorge Cracogna, con purpurina y anilinas al aceite de maní, lo había vestido de chillón como un chino en día de fiesta; pero la terrible carcoma mora, que taladra el quebracho, había trabajado ominosamente el recio bulto de ñandubay.

—¡Protégeme en esta hora, franciscano de aquel tiempo! —gimió el fraile, alzándole ambos brazos; y como quien se echa en un pozo, salió con un pajizo al lago candente del sol cenital.

Al abrir la puerta, la luz le explotó en la cara como un chumbo de fusil. El mediodía lavaba el mundo con su luz clorhídrica, el aire se pegaba al rostro como una compresa, el polvo abrasaba, dormía el pueblo, la lagunita de la plaza ardía como una placa de cromo. El angustiado capellán hablaba en voz alta con el ángel de la guarda del mayor. ¡Cómo contarle lo que sabía, sin peligro de un arrebato, a aquel hombre durísimo, del cual lo menos que se contaba era la masacre de cien indios en la frontera del Sur, por una mera sospecha de motín no confirmada!…

Llegó a la comandancia haciendo etapas de sombrita en sombrita. El vastísimo local dormía.

Como había previsto, la negrita Adelaida le anunció que el mayor sestiaba; que si quería esperar, bien; que las amitas estaban acostadas; que podía sentarse por ayí…

Se recostó en un sillón mimbrero, sofocado. Oyó al lado parloteo de mujeres; la carcajada cristalina de Irupé, vistiéndose. Malició que el mayor quería humillarlo. Curioseó la vasta sala, empapelada de color de naranja, cargada de adornos y enseres de un lujo no muy fino, biombo de seda, pieles de jaguar y ciervo, armas, porcelanas charras, muchos retratos.

Reclinóse en el respaldo con fastidio, se amodorró, dormitó… y según parece, soñó.

Mucho se ha hablado de los extraños sueños présagos del padre Metri. Ellos contribuyeron capitalmente a su extraña fama, y también a su inmensa autoridad. Él lo sabía. Lo cierto es que él los narraba sin reparos, y hasta con un poco de relamio.

Es probable que su talento de narrador embelleciese bastante la realidad, por no decir exagerase. Lo que se puede presumir es que, siendo el fraile un tipo visual, un temperamento artístico nato, sus pensamientos profundos se construían durante su sueño en esa forma de cuadros vivísimos, y de ese modo se resumían y aclaraban, como es propio de la creación artística, en la cual —según dicen— el artista, al ir haciendo, va entendiendo. Pero lo que le pasó hoy, que fue el más notable de su leyenda áurea, ni fue propiamente sueño, porque no llegó a dormirse; ni fue tampoco visión, porque en suma no vio sino lo que tenía delante, es decir, el retrato de primera comunión de la niña Victoria Regia, deformado por una especie de aberración óptica…

He aquí cómo contó el fraile su caso algún tiempo después al padre Roca. Lo mejor es oírlo a él mismo:

«El retrato representaba una niña de unos doce años en pose de primera comunión, de rodillas ante una Madona, con su corona de azahares, su crucifijo, su rosa y su azucena en las manos, todo en una gran ampliación hecha en Buenos Aires e iluminada después con colores más bien charros.

«Su vista me retrajo el hilo de pensamientos de aquella mañana.

«Cuando vi la joven pareja radiante de felicidad en mi sacristía, tuve un primer pensamiento amargo que usté sabe me ha perseguido mucho, parecido a la envidia o a la tristeza, que me representaba mi vida como un error, todo lo que he hecho como un fracaso, y que hubiese hecho mejor en seguir el camino común de los hombres.

«Reprimí enseguida esa mala idea, y pensé que era hermoso también gastar la vida en proteger, sin gozarlas, las cosas humanas que Dios ha hecho hermosas, como la familia, el hogar, el amor de los hombres. “El matrimonio es un gran sacramento”, dijo San Pablo; yo pensé que no es grande si no es sacramento. El amor es una cosa hecha por Dios; pero no acabada. Dios se la da a la pareja humana para que la acaben, colaborando: a ver qué hacen. Se pueden hacer cosas inmensas, preciosidades, maravillosas; pero también se pueden hacer toda clase de porquerías, según y conforme. Lo único que no se puede hacer es jugar con eso.

«Pensé que si no es sacramento, es decir, un canal de gracia, no era hermoso. Si se reduce a la unión de dos instintos, de dos intereses, de dos egoísmos, sus frutos no eran dulces. “Para dar hijos a la Iglesia y al cielo”, dice la doctrina; no es tan fácil como dar hijos solamente. Recordé el matrimonio Ojeda, esa mujer carnosa, estólida y glotona como una vaca, y aquel jayán de mal genio del mayor, ambos sin religión prácticamente: él, iracundo y ambicioso; ella, inútil. Si al menos la hija, esta retratada niñita ya entonces pintona de gracia hechicera, hubiese cumplido su misión en la tierra; si hubiese hecho algo… Idolatrada por su padre, ¿no hubiese podido ella humanizarlo? ¡Cuánto bien se hubiera seguido!

«El fotógrafo había situado hábilmente un espejo al fondo, de modo que la esbelta figulina aparecía doble: de perfil y de frente, bellísima.

«Ya entonces sabía ella que lo era. Coqueteaba desde la primera comunión. Mi maestro de Súmulas tenía una teoría acerca de la belleza en la mujer, y, en general, toda belleza: según él, no le pertenecía como un bien “utiet abuti” a ella sola, sino que tenía una función trascendental, o qué sé yo. Algo de eso creo que hay en Platón; pero aquí no viene al caso. El caso es que yo pensé: “La coquetería es el pecado meñique de la mujer, no tiene importancia. Pero —corregí enseguida— no hay pecado tan chico que no pueda traer uno grande”. Y con esto se me fue la cabeza y me dormí.

«Le cuento esto, para explicar mi sueño, que no fue sueño: simplemente el retrato empezó a crecer, llenó mi vista y cobró vida. Vi como si dijéramos el alma de Irupé: su actitud recogida, sus manos juntas, su mirada de adoración… Vi de golpe que su mirada de adoración no adoraba a la Madona, sino adoraba otra cosa. Adoraba su propia figura del espejo. He aquí el misterio de esos ojos bellos y altivos, vueltos hacia ella, ciegos a todo lo que no fuese ella, la criatura asentada firmemente en el incestuoso contento de sí, haciendo a todo el Universo girar en su torno; la definición del pecado mortal, según San Agustín. ¡He aquí el pecado grande que el chico enlazó! ¡El primero de los Siete Capitales, en esa dura estatuita de nieve y rosa, más bella que una aurora!…

«La frivolidad incurable, la insensibilidad al dolor ajeno, el constante revoloteo de mariposa irresponsable, el hielo de ese corazón que yo había luchado por trizar, se me apareció visualmente, por así decirlo. Mi alma se encogió de aprensión. “Domine, ab occultis meis munda me, et ab alienis parce servo tuo”.

«Entonces reparé en algo horrendo. El crucifijo en las dos manos era un puñal vuelto hacia ella; la azucena sangraba, la rosa parecía un borrón de sangre.

«Yo no estaba dormido, estaba como absorto, no podía ver más que eso. Hacía enormes y vanos esfuerzos por disipar la estúpida ilusión de que era no más un corrimiento de los colores del retrato, charro. Estaba transido de miedo, horripilado. Me debatía contra un horror absurdo, como esas pesadillas en que uno ve una cosa ordinaria. El caso es que hice un esfuerzo enorme, di un grito altísimo y desperté con el mayor Ojeda parado enfrente mío, sonriendo zumbonamente…

Hasta aquí los papeles del padre Roca.

Esto narró el fraile. Pero en realidad su grito no fue más que un gemido sordo. El mayor lo chichoneó:

—Padrecito, el lechón y el Marsala hacen milagros. Hace un rato que está usted roncando y hablando solo. No me dejó dormir, ¡canejo!

Metri rompió a hablar con incoherencia:

—Su hija —dijo—. Usté tiene una hija, mayor, que tiene el deber de cuidar a costa de la vida, a costa de cualquier sacrificio. No vengo a reprocharle falta en esto, ciertamente. Pero también tiene usté… tenemos… otros deberes… hijos adoptivos…

El militar lo interrumpió con ceño:

—Padre capellán, hay una idea idiota que le ha metido a usté en la cabeza quién sabe qué india chiflada, de lo cual ya le he avisado no quiero tratar con usté, ni con nadie. ¡Y basta! Ni mentarlo, ¿comprende? Al fin y al cabo, dice el refrán: «Donde pasó una tropilla, ¿quién va a seguir un rastro?…».

El cura recapacitó. Después dijo:

—No, mayor, no me he explicado bien. No es eso. Venía a hablar de la reducción. Son como hijos adoptivos que nos confiaron Dios y el Gobierno Nacional a usté y a mí…

—Y usté es la mamá, ¿no es cierto? Y quiere caramelos para los nenes. ¡Lindos nenes también, los suyos!… ¿Qué anda queriendo ese negro jetón de Biguá con rondar por mi casa a la nochecita?… ¡Ése va a topar con la viuda, padrecito!

—Mayor, oiga. Olvide un momento los incordios de estos días. Usté es valiente; no le tema a Biguá. Vengo a pedirle colaboración, mayor. Necesito urgentemente su bondad.

—¿Qué más colaboración? Lo que usté pide ahora es imposible. ¿No le dejo hacer en paz sus gorigoris? ¿No voy a todas sus ceremonias, que no las entiendo ni medio? ¿No le salvé todos sus utensilios de iglesia y la vida también, cuando el asalto del Salteño?… Usté atienda a su tarea, que es meterles un poco de decencia en el mate a estos avestruces, que para eso tiene sueldo de suboficial.

—¡Mi sueldo! —rió Metri—. ¿Acaso no sabe, jefe, que hace tres años no veo un cobre?… Está bien, no lo necesito. Si lo percibiera, lo gastaría en escrituras de propiedad en favor de los indios más capaces, como hice en San Javier, para salvarlos del infierno del trabajo forzado que aquí se les impone. Perdón, mayor, pero hoy debe hablar con máxima claridad.

El otro tensionó lentamente sobre el sofá petiso sus miembros pesados, fornidos, engallando la pilosa cabeza negra como un felino en molestia.

—¡Apareció la viuda! —rezongó—. ¡Ah, y usté cree que me asusta hablar claro, una gran perra!… Mire, Metri; conozco sus ideas sobre los indios, y conozco también las del Gobierno. No me haga sermones. Sus ideas son buenas para la Iglesia, para los libros. En la vida real, el indio debe trabajar, y debe trabajar mucho, y trabajar a la fuerza; porque en otro estilo, no hay caso.

»Y no se le ha de dar dinero, sino vales; a no ser que quiera tenerlo borracho perdido. A la primera sospecha de rebelión, hay que menearle bala; a no ser que quiera ser madrugado a traición.

»¡Si los conoceré yo, padrecito!… ¿Ve esta cicatriz? Recuerdo de un abipón… ¿Ve esta oreja? La otra mitad… pregúntele a un pampa, si lo encuentra vivo.

»El indio es un bicho feroz de nacimiento, y no marcha sino a palos. Éste es el catecismo del indio, patriólec. No confunda con el catecismo del cristiano, el cual se hizo para el cristiano.

El misionero hizo una torsión que lo conmovió todo. Después tragó saliva, silencioso. Al fin empezó con voz demasiado mansa para ser buena:

—Mayor, no confunda usté tampoco. El indio debe nacer a la vida cristiana. ¿No me llamó madre agorita? Todo nacimiento requiere esa infinita solicitud, paciencia y complacencia que es una madre. Serán fieras en el monte, pero para la vida civil son niños, mayor, y nada más que niños. ¿Cómo quiere exigirles de golpe todos esos hábitos de trabajo y orden que a nosotros nos dio gratis la sangre heredada de siglos enteros de civilización cristiana? Al indio hay que darle tiempo, mayor, aislarlo primero, y después auparlo línea por línea, a través de generaciones, superándose. Así lo entendieron los antiguos jesuitas. Créame, mayor, yo también los conozco. No hay otro sistema.

—Y bueno, ¿en qué me opongo yo a todo eso? ¿Acaso voy a contarle al indio que en Dios hay cinco personas, en lugar de tres o dos, como usté dice? ¿Y usté qué caracho va a contarle al Biguá ese que todos somos iguales, cuando es falso que seamos iguales?

El fraile meneó la testa resignadamente y sacó del bolso unos papeles que empezó a desplegar con cachaza. Pero el otro extendió las dos manos en acto de cómica repulsa.

—¡No me venga aquí con recherches! —dijo—. Conozco su famoso Estatuto: me habló don Leonardo. Desde ya sepa que no informaré al Ejecutivo, no lo recomendaré a Obligado; y estando yo aquí, jamás se ensayará esa utopía sin nombre.

»Separar los indígenas de los blancos, darles tierras pingües en coto cerrado, con independencia total, bajo la dirección de los misioneros. ¡Cristi!… ¡Un imperio separado y enemigo, como quisieron hacer los antiguos jesuitas!… Y que el Gobierno preste mano fuerte solamente para vindicar la autoridad del misionero y los alcaldes indios, o sofocar rebeliones… Y lo más chusco es esto: que se le pague jornal de blanco, si se lo contrata, en dinero contante, que irá al fondo común del pueblo dos tercios, y un tercio al indio. ¡Qué negocito para los jeromianos!…

»Pero ¿usté no se percata… fuera de broma, padre… de los obstáculos de ese proyecto? ¿De dónde quiere que saquemos plata para esos dispendios enormes, con un aserradero incipiente, un ingenio sin utillaje, todo en construcción todavía?… ¡Jornal de blanco y en dinero contante! ¡Vamos, padre Metri!

El fraile no lo miraba. Sus ojos estaban fijos más atrás, quizá en el lujoso atalaje de la pieza; quizá en la toldería inmunda del indígena, al borde del pueblo; quizá en Santa Fe, en el general Obligado, en el presidente… La ambición maldita, la codicia de dinero, este militar de frontera valiente como un león, cumplidor como un jornalero, manirroto, aguantador, generoso… pero que quería volver a Buenos Aires, entrar en el Círculo Militar, actuar en política y tener coche en Palermo.

Y no había nada que hacer: era el hombre de confianza de Obligado, el puño de acero cuyo solo nombre hacía temblar y sosegar de un golpe a todo toba o mocoví de diez fortines a la redonda.

El fraile sentía en su corazón las convulsas bascas de la decisión extrema.

—Padre Metri, las mujeres, cuando tienen un coche o un caballo lindo y ven que la vecina tiene otro mejor, enseguida el suyo les parece feo. Usté es como las mujeres, padrecito. Usté no tiene mala intención —proseguía Ojeda, perezosamente—; sólo que no ve las realidades.

»¿Ha estado en Santa Fe? ¿No ha visto el rancherío que circunda la ciudad, lo mismo que todas las de la zona, y aun Buenos Aires?… Ese estilo es el indio, ése es el mestizo, ése es el chino. Es triste, pero es así. Es incapaz de educación, es incapaz de trabajo y progreso. Él prefiere vivir miseria, con tal de trabajar poco, tomar mate, dormir siesta, acostarse entre el perrerío y el pulguerío de un rancho tuberculoso. Sólo el colono europeo, el ingeniero norteamericano y el maestro normal salvarán la patria.

»Son las ideas de nuestro gran Sarmiento; yo mismo las he oído de su boca. El indio nuestro tiene incapacidad biológica. Hay que someterlo a una presión violenta, para que se asimile a la civilización o reviente. Si el indio rojo del Norte, que tenía más potencial biológico, hubo que exterminarlo para poder levantar una gran nación rica y progresiva… el nuestro, figúrese.

»El Cautivo y el Biguá ese, a quienes usté predica que ante Dios todos somos iguales… ¡Cristi! ¡No les vuelva a decir eso, por favor, padrecito!

El fraile se levantó de su silla lentamente, pidiendo a Dios su asistencia. Temía hablar y temía callar. Si revelaba lo que sabía de una presunta conjura, Ojeda era capaz de una represión atroz; al menos la vida del cacique era cosa más que jugada. Si callaba… Intentó el último esfuerzo:

—Mayor —peroró—, yo no he venido hoy a imponerle mi Estatuto. Sé que eso está muy lejos aún… aunque creo que es lo mejor y lo único. Yo noto a los indios soliviados, y venía a pedirle por favor, por caridad, por las llagas de Cristo, por el favor que siempre me ha testimoniado, por el amor de su dulce niña Victoria…

Se atoraba todo.

—Hay que tomar con urgencia dos o tres medidas conciliatorias —dijo—. ¡Escúcheme un minuto no más, mayor! —al ver que el otro se alzaba con fastidio—. Hay que pagar hoy mismo, todo o parte, los salarios atrasados del aserradero. Hay que reunirse en la iglesia a bendecirles el Tupá; halagar un poco a esos pobres huainos, egoístas como niños, quisquillosos como gatos, resentidos como enfermos. Y por último, hay que reparar de algún modo el daño hecho a esa mujer que anda como un demonio y como un tizón ardiendo entre la tribu, con su guagua paralítica…

—¿Qué mujer?

—La india Chuca.

El militar se puso pálido de ira.

—Hasta la vista, capellán —bramó, volviéndole las espaldas.

—¿Me echa de su casa?

—No. Pero ya se lo previne. No tengo más que decir.

El fraile permaneció un momento cabizbajo. Sus manos golpeaban perláticamente.

—Yo tengo aún algo que decir —balbuceó con ira—. Usté me dijo el catecismo del indio. Yo le diré el catecismo del poblador. El catecismo del poblador es hacerse rico el mayor Ojeda, hacerse rico el suizo Etwald y hacerse rico el proveedor Morfanti. El catecismo del poblador es hacer trabajar como burros a los abipones, y después tirarles una panocha de maíz asado; prometer sueldos a los lanceros, que después no llegan nunca; dejar que los soldados abusen de las huainas zonzas; ofender al indio con sus altanerías; tratarlo sin caridad y sin ley, como a un animal; darle una botella de caña por un kilo de pluma de garza; encadenarlo a una esclavitud peor que la muerte… Y ¡todo se sabe, mayor! —gritó, exaltándose de golpe—. ¡No hay plata para pagar los sueldos, pero hay plata para mantener queridas!

Antes de acabar este grito insensato, el fraile ya estaba arrepentido. Chismeríos de la colonia. No estaba cierto de eso. Aunque estuviera cierto, no era el momento de decirlo ni a cincuenta mil leguas. Pero palabra y piedra suelta no tienen vuelta. Ya no había compostura. Creyó que el militar le iba a pegar. Se quedó un instante mirándolo, por aquello de no parecer que le tenía miedo, y salió de la sala.

En este momento estalló la furia del yaguareté Ojeda. Rompió la fusta que tenía en las manos como si fuese un tallo. Se dirigió a la puerta lateral y escuchó un momento. Pateó un almohadón y tropezó con el sofá. En ese momento se entornó de nuevo despacio la puerta, y la cabeza barbuda del fraile hizo capolino.

—¡Mayor! —dijo—. He estado mal… Antes de irme, quería… Discúlpeme… He visto… Tengo que avisarle… Veo…

Y bruscamente saltó su brasa, su fatal recelo; dijo otra vez algo que no debió decir, o, al menos, no de esa manera.

—¡Veo toda esta casa llena de sangre! —vociferó, abrazando con un gesto todo el ámbito, en efecto, lleno de luz purpúrea—. ¡Sangre por todo en esta maldita casa!

—¡Ah! —rugió el mayor—. ¡Ahora te comprendí!

Y descolgando febrilmente sus pertrechos, sable, fusta, silbato, botas, y después de una granizada de órdenes a las mujeres, que hablaban todas juntas, salió a trancos hacia el fortín.

El fraile había salido en dirección contraria, excitado y alborotado, repitiendo entre dientes esta frase;

—¡Te di el tentetieso, te di el tentetieso!…

Se recordó de golpe frente a la puerta de cedro de la casa de don Leonardo. Se detuvo un momento y llamó. Abrieron y entró. Respiró hondo delante la familia de su mejor amigo.

Don Leonardo Castellani —no sé por qué respetos no lo voy a nombrar por su nombre— era un maestro de obras italiano medio arquitecto y medio agricultor y medio de todo. Prefecto de la cofradía, constructor de la iglesia y el brazo derecho del párroco en sus relaciones con los colonos.

Lo encontró en familia, sentado en paz, con su pipa sobre la ancha barba entrecana, mientras su mujer, doña Magdalena, apedazaba y adobaba un gran ciervo del monte —que todavía los había por el Chaco—, y su único hijo, Luis Héctor, sostenía muy ufano el magnífico Winchester del padre.

Ante esta escena de paz, le atenazó de nuevo su temor de hablar de más y precipitar alarmas. Acarició al chiquilín para disimular su turbación, diciendo:

—Don Leonardo, arquitecto cazador delante del Eterno, de usté saldrá una raza que sabrá tener a la vez el rifle y la plomada —y después le dijo que había que convocar mañana a la Cofradía del Pan de San Antonio.

—¿No será mejor ahora mismo? —dijo el italiano, sin preguntar por qué, para indicar que lo sabía.

Hay que saber que esa cofradía de beneficencia, que incluía en su seno a todos los colonos prominentes, se ocupaba de hecho de todo el régimen de la colonia: un pequeño cabildo abierto extralegal hablando en italiano, friulano, alemán, guaraní y criollo entreverado, que había enfrentado, moderado y aun doblegado más de una vez la misma rectilínea tozudez del mayor Ojeda.

—Creo que no es necesario, y podría ser dañoso —dijo Metri dubitativo—. Tengo que llegarme ahora mismo a la toldería y ver a mi indiada.

Se dirigió primero hacia la iglesia a buscar al lenguaraz Cautivo, porque sabía el guaraní-abipón, pero no el dialecto mocoví. Halló que tanto Cautivo como el niño San Pablo habían desaparecido sin rastro.

Se lanzó otra vez a la calle, cansado, con una puntada nerviosa en el pecho, lado izquierdo, y atravesó de nuevo el pueblo y la tarde aún sofocante. Cuando llegó jadeando al poblado indígena, situado en la línea de la iglesia al fortín, pero como media legua a las afueras, lo aguardaba la segunda sorpresa. Toda la indiada se había hecho humo sin ruido, lo mismo que en la misa de la mañana. Reinaba en la toldería un silencio malagüero. Los perros andaban de robo por las chozas. Entonces vio el fraile allá lejos, para el lado de la isleta El Lapacho, alzarse al cielo vesperal otra vez las humaredas del consejo.

Pegó la vuelta y agarró al trote. Pero enseguida vio que era inútil. Tanto los indios como el mayor lo habían madrugado. A menos de doscientos metros vio pasar en una nube de polvo los quince soldados del piquete, refucilando al sol las latas, seguidos del mayor en uniforme de fajina y en su soberbio oscuro cuatralbo.

Apretó el paso hacia el pueblo, con la absurda esperanza, en medio de su tremenda aprensión, de que los indios no resistieran y Ojeda se contentase con aprisionar al cacique y hacerlo moler a guascazos, como había hecho con Corpus Christi Ibarra.

Al llegar al pueblo, vio que toda la familia Tomassín, chicos y grandes, salió en procesión de su pajiza choza, hombres y mujeres con armas en las manos, y se entraban en lo de don Leonardo. Comprendió que éste también se le había anticipado y había alertado a los vecinos.

—¡Siempre llego tarde! —murmuró amargamente.

La primera precaución a tomar era abandonar los techos de paja y refugiarse en las casas de ladrillo con troneras y puertas sólidas.

El párroco cruzó las calles como una exhalación, subió a la torre y empezó a campanear a rebato, rompiéndose los brazos con su esquilón lamentable. Por fortuna, fue comprendido. Vio cómo los colonos bullían abandonando las casas inermes y concentrándose en las más fuertes, con sus armas y enseres.

Cuando cesó de repicar, agotado, el sol se ahogaba en un gran brasero de púrpura y sangre, torvo ocaso prenunciando tormenta. «Rosso al tramonto, temporale pronto». Ahora no había más que orar que Dios evitase lo peor.

Un tiro sonó a lo lejos, al ras del monte, en el horizonte rojo. ¿Una señal? Escudriñó inútilmente la lejanía, esperando ver volver al piquete. Estaba escrito que de él no volverían sino cuatro hombres, dos de ellos gravemente heridos. Entonces, como una quemazón que empieza por diez partes a la vez, ocurrió el desenlace.

La noche se venía con demasiada prisa, apagando en plomo y pluma de paloma las nubes rojas lucientes. En el monte ladró de nuevo, una, dos, tres, cuatro, hasta doce veces, toda la carga de un rifle automático, seguido de un lejano tiroteo. Como si fuese una horrenda respuesta, resonó entonces por los cuatro extremos del pueblo a la vez la gritería ensordecedora, sañuda, terrorífica del malón. ¡El malón! ¡Dios nos ampare!

Fray Demetrio Constanzi agarróse al antepecho de su alto balconaje y presenció desde allí, paralizado de horror, la ruina definitiva de su vida y de su obra, el incendio de la reducción de San Antonio de Obligado. Vio a la luz diabólica del incendio la equivocación de toda su vida. ¡Tanto había temido esta escena!… Y ahora que sucedía, no quería creerla, pesadilla insoportable, pero real.

Comprendió el ardid del indio; atraer al piquete con fogatas y retenerlo en el monte por el miedo de la noche y la emboscada, y así caer a mansalva sobre el pueblo inmunido. Vio la masa de sombras vociferantes inundar las calles, los lanceros jinetes a la cabeza, relumbrando a la luz de las teas las terribles moharras; la turba detrás, enloquecida. Empezaron a ladrar por todos lados los rifles, en la oscuridad acribillada de relámpagos, de fogonazos, de alaridos. Un momento después, las tinieblas eran literalmente barridas por una serie de explosiones inmensas: los ranchos de paja que ardían como pólvora uno tras otro, irremisiblemente. Empezó la carnicería.

La tribu había venido toda: hasta niños veía salir con despojos de los ranchos saqueados. Los guerreros y las mujeres se amontonaban temerariamente en las casas defendidas, que vomitaban mortífero tiroteo. Veía morder el polvo a los asaltantes, retirar las chinas los muertos solevados por la nuca y los garrones, los heridos en brazos, los despojos en las manos. Vio en la casa de los Binaghi ceder la ventana y arder el techo, y salir un indio con una mujer desvanecida, y después otra mujer y muchachos y niños ser amarrados a los caballos por bajo cincha.

Su corazón despavorido le parecía abarcar toda la tragedia en una sola mirada; las casas de ladrillo acribilladas a tiros, y asaltadas a fuego y ariete las puertas; la gusanera demoníaca en torno, el lancero que surgía de la sombra al galope, el que daba una voltereta limpia y rodaba, la india que huía con una cabeza en la mano.

De repente advirtió horrorizado que la casa de don Leonardo, donde la resistencia era más tenaz, iba a ceder, incendiada la puerta. Corrió a atajar, a interponerse, a morir. Pero un súbito incidente lo paró un momento, mirando.

Un hombre de uniforme blanco galopaba hacia la iglesia en un caballo de sombra, lanzando agudos silbidos, y los indios se precipitaban en pos de él abandonando todo. Descendió corriendo el fraile a abrir la iglesia, entendiendo salvar al mayor Ojeda. Fue derribado y arrinconado en la oscuridad por la muchedumbre que entró a borbollones; pero después ardió el quinqué del presbiterio, entraron antorchas, vio al sacristán Cautivo encendiendo todos los hachones y velas posibles, contempló la tribu entera amontonándose detrás de los lanceros, que, cuento en tierra, se alineaban rápidamente en formación de consejo en torno del uniforme blanco. Éste no era el mayor, sino el horrible capitán Biguá, con todas las pertenencias del jefe blanco, caballo, uniforme, silbato, sable; descalzo, desmelenado como una furia, ensangrentado un hombro, pero triunfante.

Venían como dueños. El misterio de su presencia en la iglesia y ese nocturno consejo se disipó pronto.

Venían a llevarse el San Antonio negro y a decidir allí su nuevo rumbo errabundo.

El capitanejo imperó al fraile secamente que les bendijese el Tupá indio, que ya cuatro lanceros habían levantado en andas. Parado junto al santo, el fraile sentía deseos violentos de caer sobre su ex amigo y derribarlo de un solo golpe en el entrecejo. Había que verlo también, la porra greñuda, y los pies descalzos, con un lujoso uniforme de brin blanco sobre las carnazas desnudas.

No hay para qué reproducir su discurso, floreado, rítmico y escandido al uso indio:

Mbuí embé añí potemoc ara

iú Bahé —tuy— mbaé potemoc ara uí…

La color de los blancos es una,

la color del indio es otra.

La sangre de los blancos es una,

la sangre del indio es otra.

El corazón del blanco es uno —y es malo;

el corazón del indio es otro.

El Dios del blanco es uno —¡Tupá guazú!;

el Dios del indio es también otro —¡Tupá mbaé!

Guazú le dio al blanco el río —¡que lo guarde!

Mbaé le dio al indio el monte de nuestros padres.

El monte es del indio hasta la noche buena

de echar al blanco de donde nuestros padres.

¡Añangay! Que venga el Tupai nuestro.

Huyamos del cruel Tupá de los blancos.

—¡Añangay! —vociferó la tribu entera, al acabar el recitado.

—Jamás bendeciré el santo, ni lo entregaré tampoco —barbotó el fraile con indignación— a esas manos criminales llenas de sangre.

—Cuidado, patriólec —oyó una voz conocida. Cautivo, el mestizo, lo miraba desde allá con ojos bizcos, y miraba a la vez una espléndida carabina que levantó, haciendo como que miraba la recámara. El fraile leyó en los ojos de su sacristán, ahora francos, el odio más salvaje. Nunca le había hecho sino beneficios; pero jamás había perdonado el salvaje a los blancos su cautividad de niño.

En esas naturas ruines, los beneficios aumentan el odio, al humillar al que los recibe. Pero en este momento, no era eso lo que consideraba el fraile, sino la carabina. De repente la conoció. Era la magnífica Armstrong del suizo Etwald. ¿Y Victoria? ¿Y el mayor?

Comprendió que debía parlamentar.

—Mi corazón está sangrando al ver lo que han hecho mis hijos —empezó en guaraní, con voz pausada— y quisiera morir.

»He aquí que mis hijos han arruinado mi labor en el momento que llegaba el remedio.

»Los que yo llevé en mis brazos me han traicionado y se han cavado su propia tumba.

»Han perdido su camino en la tierra y han ofendido al Dios del cielo.

»El Gran Jefe de los blancos se vengará y el Dios del cielo los castigará…

Un murmullo siniestro mostró al fraile que había errado la tecla. Los indios no venían a discutir. Pero Biguá acalló a su gente con un ademán, y contestó de acuerdo con el protocolo del consejo:

—Nosotros no queremos al Dios de los blancos; buscamos nuestro Tupá indio.

»El Tupá indio tiene un niño en la mano, y el Tupá blanco está enclavado.

»El Tupá indio cura los enfermos, y el Tupá blanco da armas a los blancos.

»¡No queremos el Tupá blanco, que le gusta hacer sufrir y tiene el corazón ensangrentado!…

El fraile se sintió horripilado de sacro horror ante la blasfemia. Clamó en la semioscuridad como un profeta, aunque se sentía desfallecer de cansancio.

—Ésas son palabras de mentira, y el indio sabe que son mentira. El Tupá negro las está dictando al indio… Añang, el dios del infierno…

Entonces una sombra de mujer se abrió paso entre dos lanceros y se encaró al fraile, desafiante. Sobre su hombro derecho se recostaba la criatura tullida, como si estuviera dormida o muerta. La Chuca, la niña morena de los ojos de fuego.

—Si el mayor Ojeda va al cielo —dijo terminantemente—, nosotros no queremos ir al cielo. Si los blancos van al cielo… ¡pobres indios!… nosotros queremos ir al infierno. ¡Añangay!

—¡Añangay!… —sonó en todo el ámbito de la muchedumbre la voz resolutoria—. Así es. Sea así.

El fraile, derrotado de nuevo, quiso negociar aún.

—Idos, pues, al monte con vuestro santo —dijo—. Yo lo bendeciré solamente si el indio promete darme lo que yo pida.

Cautivo lanzó un taco de impaciencia. Pero Biguá y los subjefes a su lado asintieron.

Patriólec no ha hecho daño al pobre indio. Lo que pide es justo. Daremos.

—Quiero la vida del mayor Ojeda, la vida de Irupé y la vida de su madre.

Ni un solo rasgo de los indios del frente se inmutó; pero en sus ojos vio danzar el pobre fraile una chispa diabólica. El cacique contestó lentamente, después de un largo silencio:

—La vida de Irupé y su madre te doy. El jefe blanco… no sé si está en mi mano. Te daré lo que pueda. Bendice, pues.

Metri vaciló todavía. Pero vio la carabina de Cautivo enderezarse lentamente. Tomó el hisopo y roció con agua bendita la alta talla sombría; mas la fórmula de la bendición se le negaba, su garganta estaba llena de las terribles maldiciones de los salmos de David, sus labios despedazaban bramidos inarticulados. Algo le decía que aún le esperaba lo más horroroso.

Cuando se volvió hacia la asamblea, oyó una voz que decía:

—El jefe indio trata bien a sus mujeres. Irupé es mi mujer, su madre es mi cautiva. Mano a mano las gané, en lucha leal con el Aguará Blanco. Aquí están los dientes del Aguará Blanco[18]. Pero la vida del Yaguareté Blanco, mi tribu la entregó a esta india.

La india Chuca se irguió como un demonio, alzando en los brazos su criatura que, agotada de cansancio, parecía muerta. Las dos piernas secas, lamentablemente delgadas, pendolaban inertes, como dos patas de tuyango muerto. La cabeza colgaba al lado; sólo los ojos azulinos vivían en ella. La madre rugió como una bestia.

—El mayor Ojeda me hizo esta criatura. Y después me echó de su casa. Y después yo lo maldije y le avisé que éste le daría muerte. Y él entonces le mandó hacer mal de ojo. ¡Mirá las piernitas, patriólec!… Pero éste le dio muerte y éste cumplió mi promesa. Patriólec… ¡mirá!

Lentamente se levantó detrás de ella el más siniestro estandarte: la cabeza del mayor Ojeda surgió de la sombra en la punta de una tacuara, revueltos los cabellos, blancas las órbitas, la barba un solo cuajaron de sangre. Las dos filas de dientes blanquísimos brillaban a la lumbre como si rieran.

Entonces ocurrió la catástrofe. El padre Metri tambaleó y su mano se crispó convulsa sobre las andas. La estatua de San Antonio se bamboleó violentamente como para caer, y la cabeza se degolló y rodó al suelo. Simplemente, San Antonio se decapitó limpio.

Sea que la carcoma hubiese reducido a aserrín el palo del cuello; sea, como parece más probable, que la cabeza fuese una pieza separada, como se ha visto en otras tallas guaraníticas, el caso es que la testa maciza del santo se inclinó, se desprendió, golpeó las andas y rodó por el suelo lúgubremente, entre el aullido de los indios despavoridos ante el milagro.

—¡El Tupá nuestro ha muerto! ¡U - eí!… ¡El Tupá de los blancos ha vencido!…

Entonces, como respondiendo al secreto deseo de morir de una vez que había centelleado en su mente, el padre Metri sintió un resplandor vivísimo y un dolor insoportable en la cabeza, barbotó un grito, manoteó en el aire y se fue de espaldas. Una bola arrojadiza lo había herido en mitad de la frente.

De este modo naufragó la reducción de San Antonio de Obligado. Destacamentos venidos de los fortines cercanos, de Abipones, El Toba, Guaycurú, Nasuhisatí, Olmos, Tres Pozos, Las Chilcas y Charrúa, intentaron inútilmente dar caza a los alzados.

Ningún cautivo se rescató, excepto el niño Juancito Levame, abandonado en el camino por enfermo.

El padre Metri, postrado en casa de don Leonardo con altísima fiebre, no pudo —como dijo él— o no quiso —como se malignó— suministrar ningún dato sobre el rumbo probable de los indios.

De Irupé no se supo nunca más nada, como si hubiese caído en el mar.

El Gobierno decidió tirar más al norte la línea de la frontera, y la reducción de San Antonio de Obligado prosperó como colonia blanca.

El padre Metri no se movió de ella hasta su muerte, excepto un fugaz viaje a Santa Fe, Nunca se recobró del todo de este golpe; quiero decir, de la herida moral insondable que abrió en él la ruina de la obra de su vida.

Una parte de los colonos, concitados por sus desgracias, lo incriminaron de culpa en el suceso con verdadera crueldad, y con evidente injusticia, por cierto. Aun defendido por el general Obligado y la casi unanimidad pública, esta sospecha le hizo un mal abominable.

¿Un mal o un bien?… Desde entonces, su vida, cruelmente contrachocada, vuelve atrás un momento, repliega, gira lenta sobre sí misma, y se lanza mansa tristemente por un cauce diverso más sosegado.

Pero eso no pertenece a este relato…