La muerte en el Majestic Hotel

«Este buen fraile, Ermete Constanzi, capellán de la frontera, nos animó, nos aconsejó, nos dio instrucciones acerca de nuestra nueva vida; nos aseguró de la protección del Superior Gobierno, recomendándonos ser buenos y firmes en nuestra fe en Dios, en el Gobierno y en nuestras mismas fuerzas, asegurándonos como resultado de esto nuestro bienestar[13]».

A principios de este siglo, el Majestic Hotel no era el inmenso rascacielos que conocemos; pero sí un amplio caserón de cuatro pisos, palaciego y suntuoso para aquel tiempo. (La increíble transformación de Buenos Aires en estos treinta años hace que no nos formemos idea ahora de lo que parecía entonces aquel rincón de Palermo, frente al lugar donde Rosas tuvo su tienda la víspera de Caseros). Tenía su gran escalera imperial con balaustres dorados, y, al lado, una gran novedad de aquel entonces: un ascensor eléctrico. Tenía un gran frontón barroco lleno de columnas falsas, capiteles inútiles, guirnaldas innecesarias y cariátides que no sostenían nada, de acuerdo con la cursi fórmula arquitectónica de nuestros padres, que podría resumirse así: «Una casa hermosa es una gran caja chata con muchos adornos afuera».

Tenía umbrales de mármol rosa, un hall de alabastro verde, y guarniciones de caoba sobre el tubo del ascensor, al cual habían pintado de dorado hasta los alambres.

Justamente delante del umbral principal hubierais visto una escena de lo más extraña, si hubieseis madrugado bastante aquel día en que la muerte hizo una pequeña incursión inesperada en el dorado hotel Majestic.

Y digo inesperada, porque ¿a quién se le ocurre pensar en la muerte en un baile de Mi-Carême?

El baile fue todo un éxito de la gerencia del hotel. Concurrió toda la crema de Buenos Aires; incluso el presidente de la Nación se dignó dejarse ver un rato, tomar parte en una cuadrilla y catar una copa de Clicquot viejo en el Ambigú. El gran salón central, decorado de escarlata y oro, parecía todavía un estuche de raso, pero un estuche ensuciado con todos los restos un poco ridículos de un amanecer de fiesta mundana. Serpentinas, botellas, trapos, colgajos chillones, alfombras a medio retirar, hicieron decorado propio al horror de la nueva escena.

Esta escena consistió en un tremendo encontronazo entre dos individuos, uno que pasaba delante el umbral muy recoleto, otro que surgió de allí como disparado por un cañonazo. El choque fue tan tremendo, que los dos rodaron; y eso que el chocado era un hombre alto y corpulento, membrudo como un oso, vestido de sayal frailuno demasiado corto. El cual se incorporó velozmente y agarró al otro por el brazo con furia.

—¿Está loco usté, para correr de ese modo? —le dijo, escudriñándole la cara.

La cara del otro desaparecía del todo entre bufanda, espejuelos y gorra. Se quería desasir cuanto antes, presa de un apuro desesperado; pero la curiosidad del aprehensor subió de punto, y lo apretó más fuerte. Entonces habló el embozado con una extraña voz, alta y aflautada.

—¡Un sacerdote! —chilló—. ¡Qué feliz azar! ¡Hay un moribundo arriba! Suba inmediatamente, mientras, yo corro al médico.

—¿Dónde, arriba? —dijo el fraile, sin soltarlo.

—Tercer piso —tartamudeó el otro, con la misma extraña voz de cabeza— pieza 312. ¡Muy urgente! Llame al portero.

El fraile se dirigió rápidamente al hall, y asombrado de hallarlo desierto, llamó al portero a gritos. Nadie respondía. Frente suyo vio la puerta abierta del ascensor y se metió adentro antes de pensarlo. Un instante luego llamaba al 312 del tercer piso, herméticamente cerrado, golpeando ruidosamente.

Nadie respondió tampoco. El fraile se sentía desasosegado, en casa ajena, intruso. Pero su instinto había olido algo serio. Golpeó de nuevo con impaciencia, y de adentro le respondieron alaridos incomprensibles; pero nadie abría. Un moribundo no se iba a levantar a abrir. Entonces empezó a maniobrar con violencia el picaporte, pensando ya en saltar la cerradura. Los clamores arreciaron, y la puerta se entornó un poquito, apareciendo un arma seguida de un brazo blanco y un gran camisón con un hombre adentro. El del camisón, al ver al fraile, dejó caer el revólver de puro asombro, mientras de atrás seguía chillando con desesperación una bronca voz femenina:

—¡Maneco, apagá la luz, te digo, y no abrás antes que te digan quién es, o si no, tirále un tiro a través de la puerta!

El fraile se dio cuenta de que se habían burlado de él y que había perturbado sin querer el sueño conyugal de un burgués asustadizo; y batió retirada a toda marcha, tan confundido, que a lo primero no bajaba el ascensor, porque olvidó cerrar la puerta.

—¡Tomá, Metri, por meterte en hoteles! —rezongaba con rabia—. Fraile de ventorro y hostel, no fíes mucho de él.

Maldecía su imprudencia y ya quería verse afuera, cuando sus ojos bajos distinguieron en el encerado blanco del ascensor, que se hundía parsimoniosamente, una, dos, tres, cuatro manchitas negras, estrelladas. Se arrodilló y las tocó con el dedo: sangre fresca. Se quedó absorto, casi en cuatro patas, pensando intensamente. Y en ese momento, el otro encontronazo.

Un hombre de librea abrió el ascensor y se le vino encima a gritos, golpeándolo con un objeto pesado y hablando en gallego a toda furia. Un solo envión del torso bastó al fraile para enviar al espacio al portero, que era flaco y petiso, trastabillando; pero el hombre seguía chillando como cuarenta loros juntos, y una multitud de mucamos y pasajeros amenazadores, también gritando, acudían de todas partes y cercaban al fraile en su jaula, que parecía un aguará entremedio una perrada. Hay que saber que había llegado ya a la planta y estaba ante el lustroso vestíbulo.

Se dio cuenta que pelear era peor y que hablar era inútil: el portero pregonaba a gritos desde lejos que aquél era un ladrón que lo había riducidu a l’imputencia de un golpe en la nuca y dejado aterecidu y asujetu de pies y manos en el cuarto de los paraguas. El fraile se adelantó tendiendo las muñecas y diciendo:

—Pueden atarme.

Tres o cuatro hombres le trabaron los brazos. Entonces aprovechó el silencio para decir con la misma voz imperiosa:

—Usté, déjese de chillar y vaya a buscar la policía.

Se volvió a la turba y clamó:

—Señores, probablemente acaban de asesinar a un hombre en esta casa. Aquí hay sangre, y hay sangre en el umbral, y sangre aquí en mi manga derecha, donde se apoyó el asesino. Dio un encontrón conmigo en la puerta de calle, y me engañó con la verdad, habilísimo. Me dijo que había un moribundo, pero me dio falso el número de la pieza. Mientras yo subía, huyó. ¡Divídanse en dos grupos! ¡Uno salga a perseguir al criminal, que no puede andar lejos, y otro recorra las piezas guiándose por los rastros de sangre! ¡Y a mí suéltenme! Yo soy fray Demetrio Constanzi, misionero del Chaco santafesino.

Hubo un momento de indecisión silenciosa. Entonces se oyó una orden seca como un baquetazo, y un hombre rasurado, bien vestido, resuelto, apareció entre la corona que se le abrió saludando respetuosamente. Su mano asestaba al prisionero una pistola ricamente repujada.

El fraile sintió que las entrañas se le bajaban a los talones y que se le enfriaban los huesos. Se quedó perfectamente inmóvil. Porque leyó en los de míster Lewis Smith Forbes, gerente y copropietario del Majestic, que no solamente era hombre para tirar del gatillo, sino que estaba a un pelo de hacerlo. El fraile sostuvo la mirada.

—Baje el arma —le dijo bajito—, no soy el ladrón.

El tipo le era conocido, como a todos en Buenos Aires. ¡Cuántas veces los diarios habíanlo retratado como el perfecto gentleman, el gran comerciante y el distinguido clubman! Llevaba el hotel con una rigidez de puritano y un porte de gran señor: era hombre capaz de alternar con un duque, como de noquear a un cocinero. Su corrección era proverbial en Buenos Aires: elevaba el escrúpulo de la respectability a una altura religiosa. De él se dijo que llegaba a las citas a minuto sonado y pagaba los pagarés con el reloj en la mano; así también los cobraba. Para completar su retrato en estilo propio, se podría añadir:

Deportes: golf, tiro al pichón.

Clubes: Golf Club, Jockey Club y Residentes Británicos.

Vacaciones: Jersey y Mar del Plata.

Estado: soltero.

Religión: presbiteriana unida.

Diarios: The Times y Buenos Aires Herald.

Estudios: M. A. Eton.

Distinciones: Foreign Service’s Commander Medal…

Mr. Lewis era en Buenos Aires el prototipo vivo de una gran nación amiga.

El fraile, en su vida selvática, había leído una decisión fatal en el tono de unos ojos o de una voz demasiadas veces, para poder dudar que aquellas claras pupilas de acero impertérrito le prometían la muerte con un furor frío. ¿Y cómo no? ¿Qué cosa podía lastimar más mortalmente la respetabilidad de míster Forbes, que aquel tremendo batifondo de borrachos a prima madrugada nada menos que en su copetudo hotel, al alba del gran triunfo social de su fiesta aristocrática? Su mano no se movió una línea cuando imperó:

—Hable usté. ¿Qué pasa?

Mas en ese instante, otra irrupción interrumpió la escena. El comisario Deza y dos agentes arribaban al remolque de un lacayo enloquecido:

—Desaparecido como el humo —decía el lacayo—. Hacia el bajo hay huellas de sangre en el suelo, hasta la tercera ventana, donde hay una mano sangrienta estampada. A dos cuadras, en la otra bocacalle, hay un guardia. Por ahí no pasó, por lo tanto. Entonces, dobló la primera bocacalle. Pero si dobló por la izquierda, lo hubiesen visto doña Remedios y sus hijas, que hace rato abrieron la merenguería. Por la derecha, tampoco; lo verían en la peluquería de Feliciano… Retrocedió el tipo, entonces… —concluyó—, o si no, se hizo humo.

—¿Que si ritrucidió? —rugió el portero, a quien, por lo visto, el chichón le escocía aún—. ¡Ciertu que ritrucidió! Comu que lu hallé yo en el ascensor borrandu la sangre. ¡No te vale el disfraz de fraile, asesinu! Comu que ahora mesmitu…

—¿Asesino a quién? —preguntó el preso con ira—. ¡Santo cielo! Están perdiendo tiempo aquí, y ¿dónde está el herido, entretanto?

La respuesta la dio un hombre que se descolgaba en ese momento a brincos por la escalera imperial, como un mono por una reja. Estaba lívido.

—¡El dos-uno-tres está muerto —gritó—, o poco le falta! ¡Es un mar de sangre!

—¿El dos-uno-tres? —preguntó el fraile, poniéndose pálido—. ¿Cómo es eso? Comisario —exclamó enseguida—, exijo que se me permita subir con usted. La víctima puede necesitar de mis auxilios.

—Este hombre es altamente sospechoso, comisario —dijo pausadamente míster Lewis—. Nadie sabe qué tenía que hacer en el hotel a estas horas. Exijo que se le arreste.

—Me quejaré al presidente de la República —exclamó el fraile, cándidamente.

Entonces se vio intervenir a un nuevo actor, asombroso. Un hombre de delantal y gorro blanco, fornido, moreno, se hizo adelante con resolución y alegó con cerrado tono napolitano:

—Puédeno largálo. Lo conozco perfetamente. E lo frate que diche la mesa nel hospedale aquí al lado. Stoy cansado de vedelo nela mesa e nel convento anque. Se yama así como lo ha dicho.

El cocinero Giacomo se ve que hacía fe en el Majestic. El gerente guardó la pistola, y seguido del comisario, más la inmensa barra de curiosos estorbones, con el fraile entre ellos, se precipitaron todos escalera y ascensor arriba al número 213.

Minutos después, la pieza 213 les descubría su secreto rojo. Pocas veces había visto el fraile tanta sangre, y desparramada de tal modo; o quizá era el efecto del contraste con las doradas molduras, las albísimas sábanas, las butacas de raso rosa, todo el lujo aparatoso de la alcoba. Y en el medio de aquella paleta de pintor que reveló la cenicienta luz del alba, en medio de un chafarrinón rojísimo, yacía un hombre gordo y en camiseta de seda, degollado horriblemente. El cuello parecía una enorme sandía. Parecía que hubiesen asperjado sangre con una jeringa.

—¡Condenación! —dijo el gerente—. ¡El doctor Barreto, justamente! —y salió a contener a la gente que se amontonaba.

El comisario levantó del suelo un enorme cuchillo de cocina, nuevo, y se volvió hacia el fraile, impacientemente:

—¡No me toque nada! —le dijo.

Mas el fraile estaba ungiendo con el pulgar la cara rechoncha del degollado, todo concentrado en decir exactamente la fórmula del eventual sacramento de los moribundos:

—Si adhuc est capax… per istam sanctam unctionem et suam piissimam misericordiam, absolvat tibi Deus quidquid… deliquisti. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.

Se volvió con la mano toda manchada en sangre, buscando dónde limpiarla. El comisario discutía vivamente con el pinche napolitano.

—¡Ma sicuro! É’no cochiyo come lo nostro.

—¿Pertenece a la cocina?

El pinche Giacomo lo empuñó tranquilamente, malgrado los horribles coágulos, y lo examinó a la luz matinal. Si antes su aspecto pareció grotesco, ahora era siniestro. Tenía una facha bruta, mal hecha, con líneas desparejas, y blandía el cuchillo con familiaridad profesional; pero en la base de la frente estrecha le lucían dos claros ojos verdes de niño.

—Eh, me pare —dijo—; é propio come lo nostro. A ver. No. Non é de lo nosotro. Tropo noevo me pare. ¡No! —exclamó, tirando al suelo el cuchillo—; esto no apartiene nada a la cuchina nostra.

—¿Pertenece o no pertenece? —sibiló el comisario.

—¡Eh! ¿qué porcaría me estai armando acá osté? —dijo Giacomo—. ¡Partenece a la porca maronna! —y se quiso marchar; pero lo paró el cabo.

El policía se volvió al cuarto y encontró al fraile lavándose tranquilamente las manos en la jofaina. Se puso furioso y empezó a increparle que le estaba embrollando las pistas. El fraile lo oyó respetuosamente, y después le dijo:

—Mire, comisario, aquí no hay pistas. Esa cajita chata, debajo de la almohada, debió de contener valores; pero juraría que el ladrón la tocó con guantes. Hubo una lucha rabiosa antes del asesinato, la víctima está herida por todo; pero fue una lucha muda, el asesino le atenazó la garganta, era un hombre fuerte… ¡Si lo sabré yo! —exclamó Metri—. Las únicas pistas aquí, las tengo yo, comisario.

—¿Dice que vio al hombre?

—No lo vi; lo sentí, comisario. Era un hombre de talla normal, vigorosísimo. Me voy, comisario.

—¿Y cuáles son sus pistas?

—La misa en el hospital, las hermanitas que me esperan… Más tarde hablaremos, comisario. Pero mire, ya que pregunta, escuche un poco: un hombre que habla con una voz científicamente desfigurada, primero; que desaparece como un humo a la puerta del hotel, segundo; y que me da el número 312 en vez del 213, ¿quién es ese hombre? Piense, comisario.

—¿Lo sabe usté? —prorrumpió el comisario.

—No sé quién es, pero sé dónde está —le susurró el fraile al oído, y se deslizó como un gato escalera abajo.

Al llegar al hall, se encontró en la mesa de entradas con el señor del camisón del tercer piso, acompañado por una señora gordita que despotricaba como una tarabilla. Había que oírla.

—Sí, señor —decía—, ahora mismo me voy; antes de una hora quiero salir de aquí, sépalo, gerente, ¡antes de una hora! No lo puedo soportar. ¡Un asesinato en el Majestic! Me voy al Ritz. ¡El pobre doctor Barreto! Ya se lo decía yo: jamás se debe llevar dinero encima; hay que dejarlo en el banco, en cheques. ¡Casi un millón de pesos, María Santísima! ¡Y pensar que vino con nosotros desde París! ¡Quién iba a pensar esta cosa atroz! Justo cuando había redondeado su fortuna. ¡Es una abominación, es diabólico, demoníaco! El gobierno debería intervenir. Estos crímenes multiplicados. Estamos viviendo entre asesinos —chillaba la buena mujer todo seguido, como una lección de memoria—. No hay temor de Dios, señor; no hay religión ni nada. No se va a poder vivir más. Este país es una porquería. Lo mejor que podemos hacer es volver cuanto antes a Francia. Te lo decía yo en Boulogne, Maneco… ¡Ay!…

Se quedó de golpe con la boca abierta, viendo al fraile que se deslizaba sigiloso hacia la puerta.

—¡Allá está! ¡Ese fraile vino a despertarnos a la medianoche! ¡Y a lo mejor es otro asesino disfrazado!

El fraile se volvió chiquito, se hundió en el sayal y se hizo humo, viento y polvo impalpable. Ni que fuera un asesino dispararía más fuerte. Porque, tímido a su manera, tenía casi más miedo a un necio que a un asesino.

—Me voy pasado mañana, quiera o no quiera usté, comisario —repitió el fraile obstinadamente—. He venido a ver al presidente, a pedirle auxilio para los Lanceros de San Antonio; pero ya que no quiere recibirme, me vuelvo a mi reducción. En este asunto no tengo nada que ver; y allá urjo…

—El famoso misionero del Chaco santafesino está a cubierto de toda sospecha —dijo el comisario—. ¡Naturalmente! Eso no obsta a que su presencia en el lugar de los hechos lo haga sumamente interesante a la pesquisa y sumamente sospechoso, diría, a muchas personas que no tienen obligación de conocerlo, o no curan de evidencias morales. Legalmente, yo podría detenerlo, aun por medio de arresto… Su terquedad en negarme los datos que dice poseer…

—¡Jesús, comisario! No, eso no puede ser exacto —gimió el padre Losada, prior del convento—. Es imposible que el reverendo padre… Yo no podría obligarlo por santa obediencia; pero yo creo que el reverendo padre… Nuestro deber es servir a la autoridad constituida. Este asunto es muy enojoso; un sacerdote no debe andar mezclado en estas cosas… Yo le suplico, señor comisario, haga todo cuanto pueda por sacar el nombre del reverendo padre Metri inmediatamente de todo este ruido y este revuelo en que se ha mezclado. ¡Señor Dios mío! ¡Qué dirá el señor arzobispo!

—Yo no me he mezclado, Dios me mezcló, y yo no tengo datos, comisario —contestó Metri, malhumorado—. Éste no es mi oficio, yo no soy policía. Este asunto no me interesa para nada. Una desdichada casualidad…

Estaban los tres en el locutorio del convento —tres días después del crimen—, una salita extraordinariamente fría y despojada, con viejas sillas de Viena y una estampa del Sagrado Corazón, que tenía aspecto de querer advertir al visitante que debía irse lo más pronto, Dios me perdone la irreverencia, pero así era. El comisario Deza se retorció una guía del bigote mosquetero, y prescindiendo del superior, replicó al misionero severamente:

—Usté dijo que sabía dónde está el asesino.

—Dónde estaba el asesino —corrigió el fraile.

—¿Y dónde estaba? —inquirió el comisario.

—Escondido entre un centenar de personas.

—¿Pero en qué lugar?

—En un lugar donde ustedes lo echarán a perder todo si se lo digo —dijo el fraile—. Mire, comisario, todo eso fue una broma. Yo no le puedo decir cosas de que no estoy seguro, y pueden causar mucho daño si me equivoco.

El comisario pensó, con amargura, que el fraile mentía. Es evidente que lo que lo cerraba era una especie de envidia profesional. Dos o tres casos misteriosos que el santo varón por azar había develado, lo habían vuelto golosísimo de esas adivinanzas truculentas que un crimen propone, por aquello de que las primeras fijaciones de un instinto determinan su desarrollo. El penetrante ingenio, a la vez especulativo y práctico, del monje misionero, se había apegado con fuerza a la solución de esos problemas psicológicos concretos. Eran su deporte. Desde chico recordaba el fraile su manía de preguntarse interminablemente cosas así; por ejemplo: la verdadera razón de un gesto raro en una persona, el significado profundo de una situación… Le ocurrió alguna vez, dos o tres años después de una palabra, caer en la cuenta de pronto del oculto motivo o sentido de la misma. Pero tenía rubor de mostrar esa su ciencia un poco esotérica. El comisario decidió sonsacarlo por las buenas.

—Muchos hilos ya están patentes —dijo como al descuido—. El criminal llevaba guantes. La puerta estaba cerrada con llave, pero no tenía cerrojo: el cerrojo estaba descompuesto. No parece que viniera decidido a matar; probablemente trajo el cuchillo para asustar a su víctima o extorsionarle el sitio del dinero. Mató porque fue atacado, o quizá reconocido. Llevaba plantillas de goma. Atacó de atrás al portero, y lo durmió de un golpe violentísimo, que no parece de puño. Era un hombre fuerte… y un hombre listo… Todo el cariz del crimen revela un hombre inteligente… desequilibrado, pero de talento… un hombre que discurre… un paranoico —concluyó el comisario, con importancia.

—Todo eso no sirve para nada, comisario —interrumpió Metri con cierto fastidio—. No es ése el camino. Ya sabemos que el criminal no es un hombre torpe; lejos de eso. Todos los pormenores están cuidados. Lo que yo quisiera saber es esto: siendo hombre tan listo, ¿por qué salía del hotel? ¿Qué necesidad tenía de correr el riesgo de ser visto y sentido, como de hecho lo fue por mí? Averígüeme esto, comisario, si puede.

—Pero ¿qué iba a hacer, entonces? ¿Quedarse adentro?

El fraile no contestó y se quedó un momento suspenso. Cuando sus ojos volvieron a mirar, tenían la alegría de un chiquilín consentido.

—¡Pero ya lo sé, comisario! Es sencillo. La sangre… se pringó sin querer… Él no había previsto eso… Salía simplemente con el fin de manchar de sangre el ascensor y el frontispicio.

—Reverendo padre —intervino el superior—, todo eso que usté dice, no nos da a nosotros mucha luz.

—¿Y para qué quiere usté la luz? —preguntó Metri cándidamente, sin sombra de ironía. El rostro del otro enrojeció—. Quisiera tenerla yo la luz —añadió Metri, cayendo en su gaffe.

—Sería muy deseable, por cierto —dijo el superior con cierto calor—. Yo no sé si usté realiza toda la importancia de este asunto, reverendo padre. El presidente de la República, dice aquí el señor comisario, está interesadísimo en el buen éxito de la pesquisa, y está apremiando al jefe de Policía. Un crimen en el principal hotel de Buenos Aires, en el centro de nuestra sociedad más dintinguida, y un crimen de esa naturaleza… compromete hasta el nombre de la nación. Y después, el doctor Barreto era una persona muy importante para la República —prosiguió obviamente repitiendo palabras ajenas—; un apellido prócer, dueño de media provincia de Buenos Aires, miembro de muchos directorios, un gran financista, una de las figuras…

—El doctor Barreto era un chancho —exclamó groseramente el padre Metri, cuyo rostro se había enrojecido paulatinamente.

El otro religioso se quedó como si hubiese visto al diablo o le hubiesen dado un puño en la plácida barriguita. El comisario rió ruidosamente.

—¡Epa, amigo! —dijo—. No se enoje, padre.

—Perdón —continuó Metri—, pero todo el mundo lo dice así, con esa palabra, y yo lo creo. No se debe hablar mal de los finados; pero la expresión que la muerte fijó para siempre en la cara de ese hombre, era de una animalidad perfecta. Sus últimas palabras fueron: «¡Socorro, policía! ¡Mi plata!».

»Era un perfecto caballero, un hombre fino, ¿verdad?… Yo también lo sería fácilmente, si no tuviese que trabajar… hombre fino. Vivía en París de las rentas de sus latifundios, los cuales tuvo el trabajo de heredar de su padre, el cual los heredó de su abuelo, el cual los obtuvo con el trabajo de alambrarlos o escriturarlos. Él vivía en París… como ustedes saben, y yo sé cómo vivían acá sus arrendatarios, y los de tantos otros como él: yo he visto el campo argentino. Venía acá a alzar dinero, y volvía allá a dejar que sus campos se avalorasen solitos, a costa del trabajo de quienes, sacrificándose, hacen aquí Argentina. No es justo. El derecho de propiedad jamás autorizó una aberración semejante.

—Bien —dijo el padre Losada con ironía—. Entonces era un chancho, el asesino hizo bien en degollarlo, y nosotros los religiosos debemos encubrirlo…

El misionero chaqueño se movió todo en su asiento, como un nadador que se da vuelta. Parecía que iba a levantarse e irse.

—No embrome, padre —gruñó—. Usté sabe que el homicidio es un gran pecado, peor que la fornicación simple y el robo. Es un gran crimen. Pero ¿acaso es el único crimen que hay en el país —exclamó, acalorándose—, para que se vuelva patas arriba la ciudad y hasta el Gobierno, como si se acabara el mundo? ¿Y mis indios del Chaco, explotados y oprimidos como animales? ¡Ustedes no ven crímenes hasta que no ven sangre! ¡Y la verán la sangre, la verán pronto, por poco que no me hagan caso, y más sangre que en ese hotel, y sangre de la mejor del país, y no de un panzudo zángano que andaba llamando sobre sí el cuchillo con el insolente exceso de su dinero injusto! ¡Sangre inocente se derramará pronto en San Antonio de Obligado! Así se lo puse en la carta al presidente… y no se dignó recibirme… «¡Está muy ocupado!»…

El padre Metri, testarudo como una mula, había caído en uno de sus humores excesivos, tan temibles al padre Losada. Por fortuna, en ese momento estalló en lo alto, como un volar de pájaros unánimes, la armoniosa campanería del convento llamando a Vísperas, mientras el esquilón de la comunidad cascabeleaba con risa de plata. Los dos frailes se alzaron al punto, y el comisario se despidió malhumorado. Mas al transitar hacia el coro los claustros profundos, el superior, que se sentía terriblemente desazonado, no pudo omitir volver a la carga.

—Reverendo padre —musitó—, creo que usté se coloca en una actitud absurda, que puede costarnos cara, y eso por una impaciencia inmotivada. El presidente sólo le ha dicho a usté que espere. El señor arzobispo me prometió, por su parte…

—Es inútil, no hay nada que hacer con ustedes —repuso el tozudo italiano, envolviendo en ese ustedes su carácter impaciente de trámites a todo el mundo jerárquico, desde el simpático comisario Deza hasta el puntilloso presidente de la Nación, realmente muy ocupado, incluyendo su viejo condiscípulo el superior Losada, perfectamente arrepentido a estas horas de haberle dado alojamiento en el convento. «Fraile comprometedor. Yo no quiero líos», pensó el padre Losada. Y Metri era el hombre de los eternos líos; o, como decía Losada, los eternos revuelos.

El canto de Vísperas calmó su humor concitado. Solía decir el padre Metri que el rezo del Breviario, que antes de ordenarse temía como una carga, había resultado su más dulce reposo. Decía que era como una devoción inventada por Dios mismo expresamente para él: una hora de oración vocal, para él, que muchos días no estaba para la mental; una devoción gravemente obligatoria, para él, cuya vida tumultuosa le peligraba las devociones libres; y una oración rítmica y poderosa de inflamada y extraña poesía siempre cambiante y nueva. La lectura pausada de los salmos de David le refrescaba el corazón, le polarizaba los pensamientos, le remansaba la meditación. Mas cuando se añadía el canto, el efecto era maravilloso.

—Me zambulle en vino, en cordial y en tila —decía el fraile.

Justamente en este momento salmodiaban los coristas el hermoso Himno del sueño de Completas:

Antes que la luz se extinga,

oh Señor de lo Creado,

cierra en torno tu carlinga,

sé mi fuerte y fiel armado.

Los lascivos sueños mata,

y el fantasma no me alarme,

y a Belial las alas ata,

que no ensucie nuestra carne.

Dánoslo, Padre piísimo,

y Tú, el Hijo, de consuno,

y Tú, Espíritu Santísimo,

que reináis los tres en uno.

Amén. Aleluya.

Se levantó pausadamente, porque le tocaba el turno. Las turbulentas emociones del día estaban en el fondo de su alma remansadas en oración y en pensamiento. Empezó a articular con voz potente el gregoriano de los rezos de ESCRITURA que constituyen el Responsorio. De repente su voz se quebró, y su alta figura se quedó inmóvil, en uno de sus súbitos y típicos pasmos. Musitaba entre dientes, todo interlocado. Un corista se movió hacia él sin ruido y le susurró al oído:

—¿Se siente mal, reverendo padre?

El extraño fraile volvió hacia el estudiante un rostro tan arrobado como el de un santo.

—Et cecidit in foveam quam fecit!

—¿Cómo?

—¡Et cecidit in foveam quam fecit!

Entonces volvió de su distracción y concluyó con voz tonante el versículo que había comenzado:

—Insidiavit pee catar justum et cecidit in foveam quam fecit. (Puso insidia el pecador al justo y cayó en la trampa que puso).

Rato después, mientras la comunidad cenaba, Metri estaba otra vez fuera de casa con gran disgusto del superior, encerrado con el comisario Deza en el juzgado, en una discusión interminable. Aseguraba que había encontrado el medio de discernir al asesino y hacerlo caer en su propia trampa, como dice la ESCRITURA, con tal que el juzgado le facilitase una maniobra que a Deza parecía absurda.

Se trataba de comenzar de nuevo los interrogatorios del hotel en presencia del fraile, incluyendo dos preguntas estúpidas que éste traía escritas. (El caso era que el dueño del Majestic ya se había quejado al ministro del Interior del desastre que representaba para su fama y su distinguida clientela la acción interminable de la policía…). Sería nunca acabar. Pero al fin aceptó Metri una transacción propuesta por el otro: expurgar la lista de los pasajeros del hotel, suprimiendo a todos los que a la hora del crimen evidentemente estaban coartados; y además, a todos los muy altos, los muy petisos, los muy gordos y los muy flacos, ya que el hombre de la voz cantarina era de mediana hechura. (¿Una mujer disfrazada de hombre? Del todo absurdo). Someter a cuestión rigurosamente todos los otros, sin exceptuar ninguno…

El comisario Deza sabía mantener al hombre más ducho en vilo y azoramiento bajo una granizada de preguntas divergentes y sardónicas, como un tigre bajo los chasquidos del látigo; era un maestro en cross-examination. Pero el mismo juego repetido docenas de veces era agobiante, aun para los escribientes y oyentes. El escribano sudaba copiosamente y le dolía la mano y la cabeza de estenografiar siempre lo mismo. El sargento se había sentado, manos en las rodillas, y cabeceaba.

Después de un día de trabajo casi ininterrumpido, la tarde caía inundando los ventanales del oeste con una luz cansada y fría, amarillenta. El comisario quemaba los trámites. Sólo el fraile clavaba en los examinados sus ojos sin pestañear, bajándolos sólo para anotar algunas palabras en una hoja. Desde el gerente del hotel hasta el último groom, sin exceptuar los viajeros copetudos que habían recibido orden de mantenerse a disposición de la policía, fueron zarandeados de nuevo. El comisario acabó con un suspiro, no sé si de fastidio o de rabia. Se volvió hacia su compañero,

—¿Y?… —dijo.

El fraile se incorporó con los puños en la mesa. Sobre ella estaban dispuestos siniestramente, por expresa exigencia suya, el rudo instrumento del crimen, la camiseta del muerto hecha un pegote negruzco, la billetera metálica, el cerrojo estropeado y otras atenencias al hecho: alucinante colección de horrores. El fraile los contempló sin verlos. Después se puso a pasear por el ancho living-room sin decir palabra. Parecía terriblemente indeciso, perplejo, improvisando.

De pronto dijo:

—Quiero que me traigan de nuevo al gerente, al lacayo que borró los rastros y al cocinero Giacomo. Ahora los tres juntos.

Enfrentó la ancha mesa. Su frente reflejaba preocupación y duda.

—Comisario —dijo—. Estoy agarrando un hilito tan delgado, que un soplo no más me lo rompería. ¿Recuerda las preguntas que le hice incluir en el interrogatorio? El número de la pieza del crimen y el lugar donde cesaban las huellas de sangre. El criminal, que al querer darme a mí un número falso, me dio el número bueno invertido, es un hombre que conoce el hotel, que es del hotel, por más que haya atacado al portero para fingir una intrusión y haya salido luego, al notarse chorreando sangre… y eso fue su pérdida… para fingir una salida. No tuvo calma para quedarse adentro a limpiarse, temeroso quizá del ruido de la lucha. Piensa estupendamente las cosas en frío, pero de golpe le falla la serenidad en caliente.

»Y bien —continuó reflexivamente—. Todo el hotel ha dado bien el número 213, menos un hombre… fíjese bien, un hombre dio mal el número… y todos han dicho que las huellas sangrientas terminaban en la ventana, menos dos hombres. Ése es el resultado de nuestro experimento.

—¡Ciento veintitrés! —saltó de golpe el escribano, excitadísimo—. ¡Sólo un hombre no ha recordado el número, y ha barajado las cifras! ¡Jesucristo! ¿Será posible? Es demasiada casualidad, Pero ¿cómo no reparar en trampa tan burda?

El fraile lo detuvo con un gesto imperioso. Ya volvía el sargento con los tres hombres. Metri se encaró con el napolitano:

—¿Recuerda usté el número de la pieza del crimen?

—¡Una altra volta! Ma qué… —dijo Giacomo—. ¡Sicuro! Duchento e treche.

—¿Y cómo al preguntarle el comisario se equivocó y dijo ciento veintitrés?

—¡Non é vero! ¡Maronna! ¡É impossíbile! Me ne ricordo bene. Tanto lo hanno dicho e ridicho e volta a dirlo…

El fraile se volvió al lacayo, consultando su papel.

—Usté ha declarado que vio huellas de sangre por la acera de la bocacalle…

—Es verdad.

—Es raro. En el momento del crimen usté afirmó que llegaban sólo hasta la ventana.

—Las vi después. Volví a mirar.

—¿Cuándo?

—A la tarde.

—¿Cómo se le ocurrió?

El lacayo vaciló.

—Me mandaron a limpiar —dijo—. Había más.

—Ninguno otro las vio, fuera de usté y el señor gerente —observó el fraile—. ¿Quién lo mandó?

El gerente, que escuchaba con visible fastidio, intervino con su voz cortante:

—¿Cuándo acabamos? ¿Y adónde van estos ejercicios de memoria?

El ensayalado juez de instrucción se volvió hacia él lentamente, como un buque que vira, y lo miró largo. Después dijo:

—El señor gerente tiene muy mala memoria. Pero tiene muy buena vista. Veremos cómo anda de oído.

Tomó de sobre la mesa una rodaja de latón, en forma de lenteja, y la introdujo en la boca. Era uno de esos chifles que se usan para mostrar a cantar los canarios. Cuando habló, su voz sonó alta, femenil, metálica, irreconocible.

—La buena vista del gerente se comprueba, porque vio las huellas de la bocacalle antes que ninguno, ya por la mañana, según consta ahí.

El inglés hizo un levísimo gesto de supremo desdén, y sin decir una palabra se volvió hacia la salida. Pero el otro se fue sobre él y lo detuvo:

—Un momento —dijo—. Es preciso que oiga.

Le hablaba con la cara encima. La vocecita aflautada chillaba de modo insoportable.

—¡Mala memoria!… El único que no recuerda el número exacto de la pieza, o al menos el orden de los números. Y en cuanto al oído…

—¡Un sacerdote, qué feliz azar! ¡El cuarto piso, la pieza 312! —chilló el fraile con insolencia.

El inglés saltó de sus quicios. Su puño se alzó como un resorte de acero, y un tremendo upper-cut bamboleó al fraile insolente, que hubiese rodado como una bolsa de papas, a no haberse asido de su terrible adversario. Éste perdió todo control entonces. Arrebató el revólver al sargento, que había saltado a separarlos, y disparó un tiro que descacharró el techo. Era uno de esos viejos revólveres Colt, puro ruido y humareda, que parecen trabucos. Cuando se disipó el humo, vieron todos que el inglés dejaba caer el arma, se agarraba la frente y miraba a todos con ojos enloquecidos.

—¡Qué he hecho!… —exclamó, y como presa de súbito ataque de pavor, echó a correr hacia la puerta, cruzó el hall y saltó el umbral y los escalones de mármol. Y en ese instante tropezó violentamente con una persona que entraba, y rodaron los dos agarrados. Este otro era un hombre grandote, vestido de un sayal oscuro.

El fugitivo dio un verdadero alarido.

—¡Condenación! —clamó—. ¡Otra vez! ¡Otra vez el fraile cortándome el camino!… ¡Pero ahora morirás, damned fool…! ¡condenado idiota!

Y lo hubiese estrangulado, si no los separan. Mas el nuevo fraile se levantó como quien duda de si sueña o vive, y exclamó despavorido:

—Soy el portero de los franciscanos y vengo a preguntar por el padre Metri, que falta del convento hace una noche y un día.

El padre Metri fue recibido al fin por el presidente de la Nación, que tenía curiosidad de verlo y el deseo de felicitarlo por su feliz actuación en uno de los sucesos más lamentables. La confesión del gerente del hotel Majestic, como autor de la muerte del doctor Barreto, dos sucesos increíbles, espantosos, inconcebibles, absurdos, cosas de pesadilla, que a él le costaba creer todavía, había puesto otra vez la opinión pública en marejada. Por eso había hecho esperar otra semana a su reverencia. Pero cuando su reverencia intentó exponerle el complicado problema de su querida Reducción de San Antonio de Obligado y convencerlo de su proyecto de solución bastante insólito, el primer magistrado se perdió varias veces y quedó un poco perplejo.

Al fin prometió encargarse del asunto, hablar al ministro de la Guerra y al del Interior, interesar al gobernador de Santa Fe, consultar con el general Obligado y ver si se podía separar al mayor Ojeda y tomar las difíciles medidas propuestas por el fraile para regularizar las relaciones entre indios y colonos.

El fraile salió bastante mohíno, y emprendió el regreso a toda velocidad y cortando camino, por haber recibido de su pueblo noticias muy alarmantes. Como había temido, en efecto, las medidas del presidente llegaron tarde, y los Lanceros de San Antonio, bruscamente sublevados, escribieron con sus lanzas una página luctuosa en la historia de las misiones chaqueñas, a la luz de un pueblo entero incendiado.

Pero ésta es otra historia.