El caso de Ada Terry es uno de los tantos que muestran al claro las dotes de hombre de acción —que ya la leyenda ha recogido y magnificado— del célebre padre Metri, misionero del Chaco santafesino y capellán de los Lanceros de San Antonio. Verdad que la revelación de la misteriosa muerte se debió en parte a la casualidad; pero, ciertamente, ni la imprudencia del comisario, ni la clave procurada por el dueño del hotel La Bella Turinesa, hubiesen desmarañado el enigma sin la fulminante intuición y actuación del jeromiano, a estar a los hechos tal como los relata mi tío Celestino, testigo presencial de ellos.
Mi tío y otros viejos que conocen el Norte, pretenden que este capítulo de novela policial no fue sino el dramático desenlace de una larga lucha espiritual entre dos hombres machazos, jefes natos ambos, que en medio del monte chaqueño se hallaban en el mismo imperativo de batalla que el perro y el gato; o, si se quiere, que el león y el tigre.
«Un misionero tiene que hacer de todo», era uno de los ritornelos del padre Metri; y se refería no sólo al arar, desmontar, hachar, sembrar, construir, cabalgar y aun domar, si a mano venga, sino también a otras cosas más serias, como el hacer justicia o el desarzonar prepotentes.
—Era triste —pensaba él ese atardecer, mientras se encaminaba a Villa Ana a defender a uno de sus pupilos, el indio San Pablo—; era triste, pero así es el monte. No hay nada que hacerle.
Se refería al estado de abandono civil de la región quebrachera.
La justicia y la autoridad no existían sinó como tenues sombras o como repugnante máscara; y en todo caso, si existían realmente, era al margen y a veces en contra de las autoridades que llevaban el nombre. Jefe político, juez de paz, comisario, receptor de rentas y hasta el maestro, y Dios quiera que el cura no, eran siervos o al menos cautivos de la política. Era proverbial la frase del juez Tobal: «¡Di’ande vas a tener razón vos, si en marzo votaste por los contrarios!»…
Cada nueva elección traía, después de la docena de desgracias entre esos hombres bravíos listos a las armas, la nueva repartida de puestos, las terribles enemistades y enconados rencores, las venganzas cruentas o insidiosas, la más cruda parcialidad en los mandones. Lo peor es que todo eso no era ya estado anormal; antes bien, lo contrario había llegado a causar extrañeza.
—¿Para qué lo hemos puesto allí, sino para que ayude a los amigos? —rezongaba la gente, si por milagro de Dios aparecía un juez o un policía con veleidades de imparcial y justo.
En ese estado de cosas —de an-arquía, en el sentido primitivo del vocablo—, el mensú, el obrajero, el peón, el bolichero y el colono perdían necesariamente la fe en la justicia; y desesperados de encontrarla donde debían, cada vez que eran víctimas de un malhecho, se veían impelidos a buscarla por su mano.
Esa misma semana, había tenido en su zona nada menos que dos casos de esos dobles homicidios frecuentísimos allí: por cuestión de terrenos, de límites, de pago de deudas, de fraudes o cualquier agravio o disputa, dos hombres se trenzaban a tiros o puñaladas —dos hombres honradísimos, decentes, trabajadores—, sabiendo segurísimo que nada había de esperar de los aves negras o politiqueros del Juzgado. Menos mal cuando venían por gracia de Dios a buscar como árbitros de sus pleitos al cura o al médico; pero el cura o el médico, que deseaban y a veces podían dar fallo justo, carecían de la autoridad para imponerlo; tesoro común que detentaba injustamente cualquier caudillejo político, parásito social inútil y dañino.
Aquí sí que aprendió incluso sociología el cura Metri, y no en sus aulas de Fiesole, en Italia.
—Aquí comprendo —solía decir él— cómo nació en Córcega la famosa y horrible institución de la Vendetta. No es un instinto criminal; es el mismísimo profundo instinto de la justicia que crea esas aberraciones, cuando ella escasea en su sede natural.
»Aquí comprendo cuán profunda es la palabra del más grande de los estadistas santafesinos, el brigadier Estanislao López: “El primer derecho de un pueblo es elegir su caudillo”. El mal es que aquí no los eligen; antes ellos se les encaraman, a veces criminalmente.
»Aquí comprendo la necesidad de los poderes extraordinarios: todo el poder, aun el de la muerte, en manos de uno solo que merezca ejercerlo… ahí está lo difícil.
»Y aun así parece poco; porque, así repartido en multitud de tinterillos ineptos o mandones sin moral, da la impresión de una fusta para contener a un toro. ¡Qué constitución ni qué macanas! Aquí se necesitan militares, pero cristianos y decentes, no como el déspota criminal mayor Ojeda. Precisaría, santo cielo, mano de acero y corazón de santo.
»Yo aquí, o dejo el oficio, o acabo mal —pensó de golpe—; pero como dejar el oficio, no puedo… será lo que Dios quiera. ¡Oh Dios, no me dejes acabar mal, si es posible!
De golpe le había venido la idea de adónde iba y la lucha que le aguardaba: iba a defender al cacique San Pablo, un pobre toba a quien él había criado entenado; a defenderlo de sí mismo también, porque era de carácter violentísimo. Había sido acusado de la muerte de la desdichada Ada Terry, decedida cinco años antes en circunstancias rarísimas; Ada Terry, la flor y el orgullo del Norte, segada de aquella terribilísima manera.
Recordaba con una tristeza honda la dulce figura infantil de aquella niña, hija de uno de los altos empleados de la Forestal, que él instruyera para la comunión —ya prenunciábase, entonces su futura extraordinaria belleza—; recordaba la expresión de adoración infinita y muda, callada como la de un perro, con que la seguían por la iglesia los ojos del muchacho toba, sacristanzuelo chúcaro; pero estaba segurísimo de que el toba, perfectamente capaz de tumbar de frente en un arranque de ira al patrón que lo explotaba o al matón que lo agraviase, era un supuesto ridículo… ¡qué!… una imposibilidad absoluta, asesinar a traición una niña… ¡y esa niña!
Cuando sucedió aquella diabólica desgracia, el cura de San Antonio sintió uno de los grandes furores y penas de su vida. Había amado como un padre a aquella criatura,
«che par che sia una cosa venuta
del cielo in terra a miracol mostrare…»
como decía él, y había sentido inquietud por la atracción terrible que desde su adolescencia empezó a ejercer con instintiva coquetería y despreocupación de reina nata.
—La belleza corporal es también un don de Dios —le decía—, pero es el más peligroso de todos. Hay que administrarlo bien.
Pero lo que había sido sobre todo vejado y maltratado en él cuando murió su pobrecita criatura, era su sentido innato y vehementísimo de la justicia y el orden. Es verdad que él había llegado, después de meditar todos los pormenores del horrendo suceso, a la opinión de un accidente, de una muerte casual; y hasta había inventado para su uso una teoría ingeniosa, que explicaba mal que bien el misterio, y la había narrado a muchos, incluso al nuevo comisario Rotbart, cuando andaban bien entre ellos todavía. Sin embargo, la gente jamás se aplacó: después de cinco años, se hablaba del suceso como si fuera ayer. Y he aquí que ahora, inesperadamente, su pobre amigo el indio San Pablo aparece inculpado del crimen, según decían, con indicios abrumadores. ¡Imposible!
—¿Qué pasa, tobiano?
Habían llegado. Era tiempo. El sol se ponía en un magno incendio de oro, el calor aflojaba, un viento fresco desarrugaba los hirsutos algarrobos, los quebrachos, los chañares y los guayabos. El caballo relinchó delante de un recio portón-tranquera de pinotea barnizada. El dueño del hotel, su compadre Carlos Buttini, cruzó corriendo el sendero para llevarlo a las casas. Pero en la mitad del camino de vuelta, los dos hombrachones, como movidos de un mismo impulso, se detuvieron, bajaron las barbudas faces y se signaron gravemente.
Allí mismo, sobre la tierra gredosa, atravesada de césped, a la altura del segundo mandarino, había yacido ensangrentada la celestial criatura que los dos solterones habían amado quizá lo más en este mundo, como un milagro de gracia y gentileza venido del cielo para suavizar con su solo aspecto las brutales mentes de los hombres, perecida en flor en aquella tierra salvaje que no la merecía…
Fue esa misma noche, en el comedor planta baja del hotel La Bella Turinesa, Villa Ana, Chaco, es decir, la noche antes de la revisión del sumario del caso de Ada Terry; es decir, exactamente cinco años después de su presunto suicidio[11]….
Suicidio, según los médicos; muerte casual, según el hotelero; homicidio, según su marido, que había renunciado su cargo de comisario departamental, desesperado de no poder hacer la luz en caso que le atañía al alma, y que era, sin duda, el más enigmático que imaginarse pueda, según todos.
Al promediar un día primaveral chaqueño, al aire abierto, en medio de un camino, a la puerta de un hotel, en plena luna de miel, diez minutos después de despedir a su marido con un gorjeado beso de inconfundible e indubitable felicidad, una niña de dieciocho años es hallada muerta de una bala en las sienes, después de retumbar el disparo de un Colt. Ésta es la imagen increíble que vio el dueño del hotel, don Carlos Buttini, un minuto después del tiro, al abrir precipitadamente la ventana de su aposento del primer piso, que dominaba el camino y el jardín. El esbelto bulto tumbado miserablemente de través, justo en la mitad del trayecto del portón exterior a la puerta de casa; la mancha graciosa del vestido de crepé claro; la mancha roja del ancho sombrero de paja, y, al lado, una mancha más roja todavía, sobre la que esplendía el acero de un gran revólver de policía…
El buen don Carlos no pudo de primero creer a sus ojos, deslumbrados de siesta y sol, y se reputó víctima de una monstruosa alucinación. Porque él reconoció inmediatamente, en aquel bulto trágico, a su gentilísima huésped de ha pocos días, a la novia cuyas bodas hacían hablar a toda la zona, a la belleza del Norte, la tirana de Villa Guillermina, la hija de su compadre el gerente Terry, la recién casada con su grande y admirado amigo el comisario Gálvez. Ella era y no podía ser ella; porque, como decía don Carlos, «si se juntase todo el mundo y se pesasen los motivos que cada uno tiene para quitarse la vida, mi ahijada tendría número cero».
Y eso no lo decía él: bastaba verlo. El paraíso en esta vida, si es posible que un ser humano lo tenga, era ella. La felicidad en estado puro, sin mezcla; la alegría imperturbable del niño sano y bien querido; la exultación serena y permanente que comunicaba a su hablar una especie de música y a su moverse una especie de danza imperceptible, era ella en pinta.
—¿Suicidarse? ¡Doctores de los demonios! Si es ésa su ciencia, la mando al diablo yo toda su ciencia, porque toda su ciencia no vale un pepino. Así como los médicos con toda su ciencia no me harán creer que el día es noche… porque si es día, no es noche… así tampoco harán creer a don Carlos Buttini, ni tampoco a una sola de las personas cuerdas de la ciudad, como a la vista estaba… ¡ni una sola!… que mi ahijada se había justamente suicidado. ¡Vamos, hombre! Hay cosas que no pueden ser, y por lo mismo que no pueden ser, no son. No me hablen.
—Se trata de un disparo casual —remataba acalorado don Carlos Buttini.
Pero el médico allí presente, mi tío Celestino, decía que era absolutamente imposible que un disparo casual taladrase limpias las dos sienes de una persona en pie.
—Usté, hotelero, se acoge a una imposibilidad psicológica; pero yo me acojo a una imposibilidad mecánica. Un revólver que, por caer al suelo o por cualquier otra causa, se dispara solo, puede dispararse en mil ángulos diferentes, pero no puede absolutamente dispararse en una línea horizontal a la altura de una sien; puede atravesar un cuerpo en todas direcciones, excepto esa sola y única dirección del eje de los temporales. Un revólver no puede mantenerse volando en el aire en posición horizontal, para darse el gustazo de que se le escape un tiro exactísimo: un pulso tiene que sostenerlo.
»Y éste es el primer imposible y el más chico, y con él basta; pero hay otro imposible peor, y es que un Colt de policía con seguro automático… he dicho un Colt de po-li-cí-a… un Colt, lo mismo que un Smith Wesson o cualquier arma decente, ni golpeado con una maza puede dispararse, si no se monta el gatillo. Es absolutamente imposible que se dispare solo, sin que un dedo levante el gatillo… cosa que sólo un dedo humano hace… y lo vuelva a dejar caer.
»Nadies estamos libres de un minuto de locura —concluía el médico—. Yo no sé por qué se mató la desdichada niña; y más, sé que nadies sabrá nunca por qué se pudo matar; pero sé con certeza física que ella fue quien se mató.
Pero los cuatro sentados a la mesa, y la corona de oyentes confluidos en torno, sabían también que el marido de la muerta, y con él todos los habitantes de la zona, afirmaban con obstinación de obsesos que «a mí nadie me quita que a ella la mataron». ¿Quién pudo matarla? Un fantasma, solamente.
En el mismo instante que sonó el fragoroso disparo, don Carlos saltó de la cama y abrió la ventana del primer piso, y el sargento de policía que había acompañado al marido de Ada, volvió corriendo y entró por el portón. Un asesino tendría que haber pasado al huir, no ya delante los ojos, sino aun encima del cuerpo del sargento o bien bajo los pies del hotelero, si es que quiso lanzarse a la calle o bien lanzarse al hotel. Y si corrió por el abierto jardín ensoleado, peor todavía. No, ése tendría que ser un hombre invisible; y no sólo invisible, sino también sin peso, sin ruido, sin cuerpo. Era absurdo; y sin embargo…
—¿Y usté qué piensa, padre Metri?
Había dos hombres silenciosos en la mesa con el médico y el hotelero. El terrible don Gaspar Rotbart, comisario regional, que justamente acababa de alborotar de nuevo el avispero, abriendo el antiguo proceso con una acusación contra un indio vagabundo que él mismo trajera preso; el otro era un fraile corpulento, atezado, de barba entrecana y negrísimos ojos, que contestó con aire vago:
—Hasta hoy pensé que fue una muerte casual.
—¿Y hoy?
—Hoy ya no lo pienso más.
—¿Creo usté que fue el cacique San Pablo?
—Estoy seguro que no fue el cacique San Pablo.
—¿Y cómo está seguro que no fue ese toba hediondo? —sonó la voz llena del comisario Rotbart.
Sus ojos azules y fríos se alzaron. Los dos se miraron de hito en hito.
—¡Porque no! —contestó rudamente el fraile.
Hubo un silencio embarazoso. No era común contestar de ese modo a Rotbart.
Entonces el hotelero se volvió al comisario:
—¿Y usté, mi comisario? ¿Usté qué piensa?
—Yo me futro en todos los indios —contestó el alemán groseramente— y en los que van a lamerles la roña. Yo no pienso, yo sé. Todo indio es un animal dañino.
Y mañana se verá que este cacique engreído, que hace mucho debería estar colgado de un árbol, es el asesino y ningún otro. Primero, porque estaba enamorado brutalmente de la muchacha; segundo, porque odiaba al blanco que se casó con ella, peor que a todos los otros blancos; tercero, porque lo vieron correr desatinado, los ojos virados, pocos minutos después del crimen, cerca del lugar del crimen; cuarto, porque días pasados se echó sobre mí como una fiera, para arrebatarme el revólver Colt que fue el útil de esa muerte, pretendiendo que esa arma era suya… ¡Por eso lo tomé! Y por último, por una razón contundente que daré mañana delante del juez de instrucción, lo que tenga la prueba material en la mano.
—¿Y cómo pudo el indio hacer ese tiro y, lo que es más, hacerse luego humo de ese modo?
—Como ellos saben malditamente hacerse humo —exclamó Rotbart—. Mi versión es ésta, y es la única posible: el indio estuvo escondido todo el tiempo en los siempreverdes del seto, junto al portón. El indio vio la despedida de Ada y su marido; vio, supongamos, caérsele el revólver del cinto al primer brinco de su brioso tostado; me vio a mí alejarme en dirección opuesta, y dio el golpe: levantó el arma, disparó, la arrojó sobre el cuerpo de su víctima y se acurrucó en su escondite hasta que nos vio a don Carlos y a mí inclinados hipnotizados sobre el cadáver. Entonces huyó, deslizándose a lo comadreja a lo largo del seto. ¡Pero alguien lo vio huir, maula! Y hay otra cosa. Yo oí el tiro de una distancia muy corta. Y bien, mi impresión clavada fue entonces, como lo dije en el sumario, y aun todavía me dura, que el tiro había retumbado no adentro, sino afuera del jardín. Entonces creí en una ilusión. Hoy comprendo.
—Pero ¿usté estuvo, comisario? —preguntó mi tío.
—El sargento que don Carlos vio entrar inmediatamente después del crimen, soy yo —dijo el comisario—. El inmundo asesino debió de creer que yo estaba lejos; pero yo me había detenido al lado de mi caballo, tapado por el verdor, a ver un nido de pajaritos.
—¿Cuánto tiempo demoró usté? —se oyó la voz pausada del fraile.
—¿Cómo sabe usté que el indio inmundo no fue el asesino? —reiteró el comisario, sin contestar, flechándolo con los ojos.
—¿Cuánto tiempo demoró usted, don Carlos —dijo el fraile, volviéndose al hotelero, sin responder tampoco—, en abrir esa ventana?… Yo leí en el diario aquel entonces que era imposible para un asesino haber salido, y creí en una muerte casual; pero ahora que oigo los testigos, me hacen dudar. Dígame, por favor, don Carlos, ¿cómo está seguro usté de que su demora…?
—¿Y cómo está seguro usté de que el cacique San Pablo no ha sido? —dijo don Carlos, con un gesto hostil.
El fraile tragó saliva y dulcificó la voz.
—Óigame, don Carlos, no se me alce. ¿Cómo está seguro usté que su ahijada no se mató sola?
—¡Porque la conocía, nada más!
—Lo mismo le digo. Yo conozco al pobre indio San Pablo desde niño. Estoy seguro de que la acusación es errónea. Por eso estoy aquí. Pero entonces todo se enreda de una manera espantosa. Y la solución debe de estar en el tiempo. Con medio minuto de diferencia, un hombre pudo haber salido…
—Es absolutamente imposible un hombre mortal haber salido —aseveró el hotelero— de mientras yo tardaba en abrir. Si hubo un asesino adentro, cuando yo vi el jardín debía de estar adentro. Y no estaba.
—¡Hum! —dijo el fraile—. No es fácil calcular el tiempo a un hombre medio dormido. Usté dormía la siesta…
—¡Falso! —clamó el turinés—. ¡Despiertísimo estaba! Estaba tumbado en la cama, de lomo, me acuerdo bien, mirando las manchas del sol en el techo, unas manchas que se movían… no olvidaré jamás aquel momento. El tiro hizo temblar la ventana; yo me incorporé de un salto. Entonces…
Entonces se interrumpió, y miró al fraile. Éste se había quedado inmóvil, con el vaso de bítter a mitad camino de la boca, en un gesto de infinito asombro. Sus ojos tenían esa expresión de vueltos hacia adentro que señalaban en él un sobresalto de pensamiento.
—¡Don Carlos! —dijo lentamente para sí mismo, como tropezando en las sílabas—. ¡Manchas que se movían! ¿Será posible? Fíjese bien en lo que dice, don Carlos; no enredemos. Usté vio en el techo de su cuarto, éste que está aquí arriba, en el primer piso, manchas moviéndose… manchas de sol moviéndose… ¿Usté vio manchas en plural, manchas, más de una mancha y no una mancha sola? ¡Santo cielo! ¡Oh Dios, que no dejas perecer al inocente, dame luz para disipar este abismo de tiniebla!
El fraile paró de golpe el vaso, y sus ojos se volvieron chispeando de nuevo al hotelero estupefacto.
—Don Carlos —dijo—, ¡quién sabe si Dios ahora no nos mandó luz! Fíjese bien en lo que voy a preguntarle. ¡No me hable! Concentre toda su atención en aquella mancha que vio hace cinco años en el techo, aquella mancha fija formada por un rayito de sol entrando por un ojuelo de la banderola abierta. ¡No me diga nada! ¡Solamente conteste con todo ajuste a mis preguntas! ¿Era una doble mancha verde, con una larga mancha amarilla?
—¿Cómo lo sabe usté? ¡Sí, perbacco! La bandera brasilera, como yo la llamaba. Un oblongo verde cortado por una linda diagonal anaranjada.
—¿Jura usté por la salvación de su alma que en esa faja amarilla vio manchas moviéndose, y que esas manchas eran más de una? ¿Jura usté que había dos manchas movibles? ¿Que no era una sola, ancha o bien doble?
—Como si lo viera. ¡No, por cierto, perbacco! —exclamó don Carlos—. Fíjese si serían dos, que eran de distinto color y se movían como persiguiéndose. Fíjese el movimiento que hacían. ¡Cristo! ¿Qué ve usté en esas manchas? ¡Siempre me quedó clavada en el alma la impresión inquietante de aquellas dos manchitas de luz tan lindas, como un remordimiento o una pregunta!
El fraile lo detuvo con un gesto y soltó un suspiro.
—Yo sé de qué color era una de ellas —siguió soñando—; era roja, un redondel colorado. Ahora a usté le toma decirme… pero no se equivoque… de cuál color era la otra; pero no me vaya a mentir, porque sería fatal.
—No precisa. Las veo ahora clarito. Y ahí está el sumario escrito, que no me dejará mentir. No sé qué me dio de contar esta tontería en el proceso. Yo sentía algo allí, aunque sin saber qué. Hay dos manchas redondas que se mueven despacio: una es roja, como usté dice, y la otra, que viene detrás y la alcanza… y se separan un momento y se rejuntan… es blanca como la nieve.
—¿Blanca? ¡No puede ser!
—¡Es blanca como la nieve!
—¿No será blanca con un carozo negro, o marrón, o gris, o de color de oro?
—¡Blanca como la nieve!
—¡Cielos!…
Otra vez los ojos del fraile se anublaron, se empañaron, se volvieron para adentro, mientras sus quijadas se asentaban y el cuerpo se contraía como en un esfuerzo. Los labios se le movían como redando. Parecía un hechicero en comunicación con los espíritus. De repente sus ojos empezaron a posarse, opacos como ojos de muerto, en cada uno de nosotros. Entonces sufrió un choque, un estremecimiento que le batió las manos. Dio un suspiro y dijo:
—Ya sé… ya veo… ¡Qué horrible!
Su rostro adquirió una expresión de alarma extrema. Sus ojos se alzaron un momento y volvieron a bajarse, y así quedaron hasta el fin, como miedosos de que leyéramos su secreto. El murmullo de sus labios se convirtió en palabra inteligible.
—Dos hombres… —musitó—. Dos hombres robustos, terribles. Furiosos como fieras. Dos hombres, por lo menos…
Su torso se tornó a mi tío:
—Celestino, ¿tenés tu pistola?
—Sí. ¿Qué pasa?
—¿Fráncil está libre? ¿Y Juan? ¿Podés ir mañana con los dos… y con más hombres, mejor… a la sala del juzgado? Lleven armas.
—¿Para qué?
—Creo que habrá que sujetar a dos tigres furiosos, dos toros, dos demonios. ¿Querés acompañarme hasta mi cuarto? Andáte allí a la puerta y esperáme. Señores, hasta mañana. Don Carlos, yo le ruego por la Virgen Annunziata que rememore exactamente durante esta noche el color de esas manchas y que no vaya a equivocarse; porque si una mancha era roja y la otra blanca, mañana puede ocurrir una catástrofe; pero si usté se equivoca, puede ocurrir una catástrofe peor todavía.
El fraile se alzó toda su estatura y salió de la sala de la siguiente manera estrafalaria: a reculones, de espaldas, sin dejar de mirarnos, tropezando con las sillas y medio encogido, escondida la cabeza, como si se hubiese vuelto loco.
Mi tío llegó la otra mañana con Fráncil y Juan al juzgado de Villa Ana, cuando el comisario Rotbart, erguido y febril, había comenzado su peroración. Notó la presencia de muchos testigos: en torno del juez de instrucción, además del torvo cacique San Pablo y el padre Metri a su lado, estaban el hotelero, el cabo y dos soldados, dos o tres desconocidos, y un joven alto, robusto y moreno, con una pinta canosa en las sienes, que le designaron como el antiguo comisario Gálvez, el desdichado viudo de la hermosa Ana, hoy algodonista.
El nuevo comisario Rotbart tenía en la mano un grueso legajo de papeles; su rostro parecía maldormido, y hablaba con aquella voz inconfundible de caudillo, a la vez imperiosa y dulce.
Su figura alta, flexible y fornida era digna de su extraña fama. Mi tío rememoró los decires en torno del prepotente alemán. Era el jefe indiscutido de la zona, no sólo el caudillo político, pero el señor de horca y cuchillo. Ni el general Obligado, ni don Florencio Llana en todo su auge, ni otro alguno que se recordara, alcanzó jamás el poder y el nombre de este estanciero bárbaro, arruinado dos veces, que había hecho todos los oficios, ávido de luchas y de aventuras, dominador nato. Él hacía en la ruda zona quebrachera, donde las naturas bravas exigían poderes absolutos —¡qué constitución argentina ni qué ocho cuartos!—, una justicia sumaria a lo don Pedro el Cruel, durísima, pero rara vez inicua; y era aceptado como una fuerza de la naturaleza temible y necesaria, como el toro, el zonda o la tormenta. Tenía la manía de aborrecer a los indios, los cuales, cuando él era muchacho, habían alanceado a su padre y a su tío en su presencia. Decía la gente que dondequiera don Gaspar hallase un indio a solas, lo bajaba de un winchestazo sin más contemplaciones, fuese quien fuese, como a una bestia. Otras anécdotas terribles se contaban de su salvaje energía. Bastardos de él había por todo: porque tenía fortuna con las mujeres. Montaba, cazaba, pescaba, tiraba y luchaba maravillosamente.
Y leía. Dicen que solía caer en accesos de melancolía, en los cuales se encerraba en un cuarto y leía interminablemente novelas y libros de todas clases. Eso explica lo bien que hablaba.
Cuando entró mi tío, estaba explicando por qué retiraba inesperadamente su acuse contra el indio.
—Anoche no dormí —dijo— pensando en este asunto, y he visto que los médicos tienen razón en rechazar la hipótesis del homicidio, y creo haber visto claro también la única solución posible de este horrendo caso. Aquí está el peritaje de los dos médicos que autopsiaron: esto me ha convencido. Un tiro a quince metros no puede dejar un gollete negro de pólvora en los labios de la herida; y el cadáver de Ada Terry lo tenía. Ella fue muerta, pues, por un tiro a quemarropa que le chamuscó la piel. Otra cosa no es posible, y es inútil cavilar más. Esto liquida el asunto.
—¿Cree usté en un suicidio, entonces, o en una muerte casual? —preguntó don Raúl Loefgren, el juez.
—Las dos cosas a la vez —contestó sonriendo el comisario—. Es una teoría extraña que me he formado. Es una teoría extraña, pero la única posible, y por tanto, la única verdadera. ¿Puedo hacer un poco de novela?
»Los médicos dicen también que es físicamente imposible una muerte casual; y don Carlos, aquí presente, pretende que un suicidio es psicológicamente imposible. Pero es la psicología justamente lo que explica todo; pero no la psicología ordinaria, sino la psicología de lo anormal. Esa niña era entonces anormalmente dichosa; y la dicha en el hombre es una borrachera. Estaba en un estado de éxtasis, de exaltación jubilosa, de arrobo… todos lo saben. Pero la felicidad excesiva es peligrosa en este mundo. ¿Cómo me explicaré?… La Biblia dice estas palabras: “Del medio de la plenitud de la vida, bajaré a las puertas de la muerte”.
El luterano miró al cura, el cual le sonrió ferozmente.
—Yo creo —prosiguió el comisario—, y, más que creo, veo que esa niña se mató jugueteando con esa arma de su marido. No hay otra solución posible. Jugueteando se bracó el arma a la sien, y por una casualidad de esas que el diablo hace, salió el tiro. Suicidio, pero suicidio casual, por decirlo así.
—Absurdo y estúpido —dijo una voz ronca del fondo de la sala.
—Gracias —dijo el alemán.
Sus ojos se hicieron duros y su mandíbula asentó. Había en su rostro ese algo de incompleto, de inacabado o informe, común a muchos rostros teutones. Rostros bellos, pero con algo pesado o empastado, como si la forma no hubiese acabado de asimilar la materia.
—Gracias. ¿Quieren dejarme hablar? ¿Puedo fantasear un momento? ¡Traten de hacerse capaces de imaginar la posibilidad interna de esta hipótesis! Esa niña despide a su esposo, a quien ama desapoderadamente; le quita del cinto el revólver o él se lo deja a guardar; lo lleva colgado del brazo como un niño tímido; va pensando lentamente por el camino oblicuo del jardín en su hombre y en su dicha; va arrobada en su dicha… ¿Quieren tratar de representarse conmigo lo que puede ser el hilo de su pensamiento? Por ejemplo, digamos así:
»“¡Qué hermoso es él! ¡Qué bueno, qué fuerte, qué guapo, qué grande y admirable es él! ¡Cómo me quiere! ¡Y es mío, mío para siempre! ¿Cuándo merecí yo ser tan feliz? ¿No será demasiada mi felicidad? ¿Es posible que esto pueda durar? ¿No dicen que no hay cielo en este mundo? ¿Es posible que él deje de quererme algún día?… ¡Ay!… ¡sin su amor yo no podría vivir!…”.
»Entonces, otra imagen subyugante pasó por su mente —prosiguió el comisario—; la imagen del posible derrumbe de su amor.
»“¿Cómo hay tantas mujeres que puedan resignarse a perder el amor de sus amados? ¡Yo morir, morir mil veces primero!… Pero ¡qué horrible debe ser morir! ¡Cómo es posible que una mujer pueda quitarse la vida a sí propia, una frágil mujer, una horrible arma como esta!… Y sin embargo, ocurre; lo vi días pasados en el diario… ¡Cómo deberán de haber sufrido! ¡Qué desesperación será ésa, para tener fuerza de levantar ese horrible instrumento de muerte a sus sienes, para apretar el dedo, para…!”.
El comisario se detuvo, dudoso. Todos estaban suspensos de sus gestos, de su actitud concentrada, de su voz que se dulcificaba y femineizaba, como si él estuviese viendo… no, como si estuviese viviendo el trágico soliloquio. El espíritu de la muerta parecía flotar sobre él, inspirándolo.
—Señores —concluyó de golpe, con un gesto cortante—, he aquí una niña aturdida y profundamente enajenada en sus pasionales pensamientos, para la cual el mundo entero desaparece. Su mano inconscientemente se ha alzado con el revólver y lo ha posado en su sien. Su índice pesa sobre el celoso gatillo, y ella no sabe nada. En ese momento, la Parca, el demonio, el genio de la Fatalidad pasó volando por el jardín; la vio en esa terrible actitud, hermosa y trágica como una estatua de la frágil felicidad humana; se enamoró de ella y la escogió como presa…
»¿Qué fue? ¿Una cotorra que lanzó un grito estridente, un perro que ladró, la caída de una rama, un resbalón del menudo pie?… Algo pasó que hizo estremecer sus dedos bruscamente, y el tiro partió. La hermosura imperial del Chaco santafesino, adorada desesperadamente por docenas de varones, ya no era de ninguno. Es una ley, señores. Ella era algo… no de este mundo; algo demasiado hermoso para ser de uno solo. Dios no hace esas hermosuras extraordinarias para que sean acaparadas en provecho de una pareja humana. Son de todos, o de nadie.
—¡Dios! —gritó otra vez la voz ronca del fondo de la sala—. ¿Dónde está Dios? ¡En el cielo, en la tierra y en todo lugar! ¡En todas partes, menos en la boca del mentiroso, del embustero y del impío!
—¡Quieto, comisario! —tronó el juez—. ¿Qué le pasa a usté, fraile? ¿Ésa es la manera de hablar en una audiencia?
El fraile se había descompuesto todo.
—¡Tú varías —gritaba—, luego no eres la verdad, como dijo el gran obispo de Meaux de la Galia Narbonense! ¡Es mentira que la belleza y la felicidad siempre tengan que traer desgracia! ¡La belleza la hizo Dios y la hizo para que corriese por su propio cauce, lo mismo que la fuerza, el saber y todo lo que es grande! ¡Pero hay otra ley que no es mentira, y es la ley de que el culpado se enreda siempre en su propio crimen! Casualidad, dicen, o destino; ¡pero se llama Providencia!
—¿Qué quiere decir con este escándalo este fraile? —gritó el juez, consternado.
—¡Las dos manchas, señor juez, las dos manchas que se mueven, una roja y la otra blanca!… Toda esa psicología estaría bien y convencería a cualquiera, a no ser por las dos manchas. Don Carlos Buttini, aquí presente, las vio; y si lo que dice es verdad, aquí llegó el momento de la justicia de Dios.
El tío cuenta que el padre Metri estaba tan agitado, que no vio un movimiento que pasó a sus espaldas, a una seña del juez o del comisario. El cabo de policía, que se mantenía en la puerta, se movió livianito como un felino y se puso sin ruido a sus espaldas, preparado. Era un magnífico mestizo retacón, vestido de brin blanco, con una hermosa cabeza redonda tocada del casco colonial de corcho, que usa por allá la policía. Pero el padre Metri había hecho ya un esfuerzo sobre sí, calmándose.
—Señor juez —dijo—, perdón; me explico al momento. Dio la casualidad que me haya alojado ayer en el cuarto del primer piso, donde estaba don Carlos el día del terrible suceso. Dejando el cuarto a oscuras para la siesta, noté una curiosa mancha de luz coloreada, hecha por un rayito de sol en el techo del cuarto. Preguntándome qué sería, suena un ladrido afuera, y veo cruzar rápida por la mancha fija verde y amarilla, una manchita redonda, de color café. Comprendí. Era una cámara aquel cuarto, una tosca cámara fotográfica reflejando todo el jardín y el camino de enfrente, las dos bandas verdes cruzadas por la faja naranja, o sea los canteros de césped y el camino. Pero don Carlos vio más que yo: ¡don Carlos vio el crimen! Usté, don Carlos, vio dos personas vistas desde arriba, cabezas de personas en forma de medallones confusos. ¿Cuántas manchitas vio, don Carlos?
—Dos manchitas distintas —dijo el hotelero.
—Luego, la desdichada niña no estaba sola, ¡no se mató sola! La manchita roja de su gran champiñón rojo fue alcanzada por otra mancha… ¿de qué color, don Carlos?
—Blanca como la nieve.
—¿Seguro, seguro?
—¡Segurísimo!
—Señor juez, un hombre que visto desde arriba refleja un medallón blanco como la nieve, ¿qué es?
—Es un anciano.
—Es un anciano —gritó el fraile—, o bien es…
En ese momento ocurrió algo violento. A una seña del comisario, el cabo situado detrás del fraile se arrojó de golpe e intentó sacarlo fuera como se arroja a un loco. Pero no contaba con su corpulencia ni con su furia repentina. Volvióse él como un puma acorralado, y después de un terrible envión y zamarreo, rodó el cabo redondo contra unas sillas volteando su casco blanco.
—¡Aquí está! —aulló el otro, levantando el casco del suelo—. ¡Una cabeza blanca o un casco blanco, un casco de policía! ¡Un casco de policía, un revólver de policía, un asesino que debe de estar adentro, y un sargento de policía que entra repentinamente en ese instante, que entra sin jamas haber salido, que se torna rápidamente y finge entrar en el momento mismo que al abrirse de una ventana lo están por divisar huyendo!
El fraile no acabó su grito, ahogado por otros dos terribles rugidos. El comisario se lanzó sobre él, y, en el mismo instante, el joven ceñudo y taciturno que señalaran como el marido de Ada Terry cayó sobre el alemán de un salto. Fue como el topetón de dos toros. Un gran revólver Colt de calibre 44 se alzó en el aire en una mano crispada, y todos los otros hombres cayeron sobre el montón a gritos. Pero la batahola duró un solo instante. Un tiro retumbó como un trueno, y el montón se desmoronó por sí mismo; y cuando todos se hicieron atrás un paso, la figura central del comisario se derrumbó sordamente, con una roja flor en las sienes.
—¿Quién ha tirado? —gritó el juez.
La figura yacente movió dos o tres veces la boca: una maldición, un gemido… o un nombre de mujer. Mi tío miró instintivamente su mano, armada de una pistola de gran calibre, intacta. Pero nadie respondió al juez. Todos los ojos estaban hipnotizados sobre aquel montón lamentable. El traje de seda cruda hacía una gran mancha blanca, de través; una mancha roja ensanchándose brotaba de sus sienes, y en medio esplendía el níquel de un gran revólver de policía. Lo mismo que en aquella terrible siesta de hace cinco años. Sólo que en vez de la mancha roja del champiñón femenino, había la mancha blanquísima del casco de corcho.
¿Homicidio, suicidio o muerte casual? Nunca se ha sabido; probablemente, nunca se sabrá… Y tal vez sea mejor que no se sepa.