Mi mal tomó condición
de desesperado asedio:
si lo callo, no hay remedio;
si lo cuento, no hay perdón.
A callar, pues, corazón,
y que la fe lo digiera,
pues la pena echada fuera
se pudre, y echada al centro,
limpia el corazón adentro
como una fiera salmuera.
Sé generoso de todo,
menos del propio dolor;
deso hay que ser guardador
y avaro en supremo modo.
Movido, se vuelve lodo;
quieto, se vuelve argentino.
Es tu tesoro divino,
que nadie puede robar,
pues cuando está quieto el mar,
lo visten de azul marino.
Te has quejado demasiado
y a muchos; y tu castigo
ha sido el tedioso amigo
y el consolador frustrado.
¡Ay, tengo sed!… y te han dado
vinagre, y jamás dan más.
El vino sólo obtendrás
de Dios, cuando Dios te encuentre
solo, y digiera tu vientre
las dos onzas de aguarrás.
Antes de ser aceptada,
la muerte es muerte; después
no sé lo que pasa; no es
ya muerte, es vida pasada.
Todo lo pasado es nada;
la sangre es nuevo bautismo.
Si te parece un abismo
tu mal, no lo dejes que hable:
del dolor, lo insoportable
es lo que pone uno mismo.
Dolor que ya reverencio,
envuélveme como una
tumba que fuera una cuna
en sudario de silencio.
Que me valga San Crescencio,
santo de mi natalicio.
Yo ordenaré mi estropicio
como un buen rompecabezas:
he visto brotar cerezas
de un montón de desperdicio.
Y si tienes que dejar
l’última esperanza a un lado,
es fácil morir callado
cuando es inútil hablar…
Es más fácil expresar
el ser en un comedido
gesto de león herido
que se tumba con desdén,
que andar a explicarse a quien
nos odia y nos ha perdido.