Para Jorge Castellani
—¡Lo que pasa, padre, es que usté nunca ha estao en la cárcel! Por eso. ¡Usté no sabe lo que son las cosas! —vociferó Enrique Hocedez, dirigiéndose al padre Metri—. ¡Por eso!
El famoso director de El Noticiero estaba mediomamao, y le había dado por agarrárselas con el fraile desconocido que sentado a la cabecera respondía a los chistes anticlericales o verdes con chunga o con rabia, mostrando una dentadura de lobo entre la espesa barba agrisada.
—Un fraile está siempre en la cárcel —contestó el jeromiano—. ¡Yo soy captivus Christi!
—¡Linda cárcel! —gritó el gordo don Laurencio, el dueño del diario—. ¡Comiendo en un fondín a las dos de la madrugada con una patota de periodistas! ¡Me gusta tu cárcel! ¡Vos sos un vago! ¡Incapaz de estar tres días quieto! ¡Linda cárcel!
—Cárcel moral, don Laurencio. Ustés no entienden de eso.
—¡Cárcel moral! —gritó Hocedez—. Y en alguna cárcel inmoral ¿no ha estado alguna vez, padrecito?
—¡Poco tiempo! ¡Me escapé! —contestó el fraile—. A mí me echan de todas partes, y me echan también del calabozo. Yo «perturbo». Yo perturbo donde hay pecao y me hago querer donde hay santidá. «Fraile perturbador» me llaman.
—¡Vos tenés una copas de más, fraile! ¡Has tomao de más! No estás acostumbrao a esto. ¡Por eso!
—No tan acostumbrao como vos… bien sabés —dijo Metri.
Los demás coreaban con carcajadas el diálogo. El coronel Ulloa se agarraba la barriga.
—Fuera bromas, padre —dijo—. ¿Estuvo preso?
—¡Me escapé! —repitió el fraile.
—¡Qué te vas a escapar!
—Sos pesao…
—Si sos brujo…
—¿En Italia?
—¡Acá!
—¡Cuente, padre! —dijo el militar.
—Macanas —dijo Metri—. Pa que usté me vuelva en chirona…
—Nunca —dijo el subjefe—. Aquí estamos entre amigos ¿verdad don Laurencio? Aquí no tengo nada que ver con la policía. El policía lo dejé en la puerta. ¿Por quién me toma?
—Macánase —dijo el fraile. Pronunciaba a la cocoliche macánase.
—¡Apuesto quinientos patacones a que se escapó! ¡Se escapó no más si él lo dice! ¡Yo lo conozco al fraile! ¡Es bárbaro este fraile! ¡Quinientos patacones y doy usura! —dijo el propietario de El Levante, don Laurencio de Vedia, acometido de un súbito prurito de bromas.
También el gordo había tomado muchísima cerveza. Y eso que era diabético.
—¡Que me tráigano un vaso de leche con paquita! —ordenó el fraile.
—¡Patrón! ¡Tráiganle la Paquita al fraile! —gritó Hocedez—. ¡Acepto la apuesta!
—Acepto —dijo Ulloa.
—Acepto —dijo el sordo Gándara, sin saber de qué se trataba.
—Yo apuesto trescientos por el fraile —dijo El Yerno.
—¡Pago! —dijeron dos o tres voces.
—¡Macánase! —decía el fraile, sorbiendo tranquilamente su vaso de leche helada.
Don Laurencio, cuando se acababa el trabajo de la redacción y estaba contento, tenía la manía de arramblar con todos los presentes y llevarlos a cenar a las tantas de la noche a la fonda «Surrentu», donde se comía muy bien; y a nadie le era permitido rehusar la invitación. El fraile hacía varios días que concurría a la redacción, por no sé qué asuntos de sus misiones del Chaco santafesino, y le había caído en gracia al Gordo. En cambio Hocedez, el director, le tenía tirria. Ese día lo llevaron a cenar casi a la fuerza, y le hicieron perder la misa, porque comió de madrugada; pero dijo que no había comido en el día, y además quería rematar el asunto, que le quedaba poco tiempo. Por supuesto que no remataron nada: se armó una trifulca verbal con Hocedez, acerca de la pena de la muerte; y de esa discusión de achispados salió la aventura más graciosa y extraordinaria del gran pionero del Chaco santafesino.
—¿Usté es partidario de la pena de muerte? —le había dicho Hocedez…
—Yo no son partidario de la muerte ni de ninguna pena. ¡Demasiado tengo, pena! Ma… la pena de muerte biene aplicada é necesaria a la società —había respondido él; y el otro se le había puesto furioso.
—¡Usté tenía que pasar tres días, nada más tres días, en la celda número cero, donde yo estuve, y entonces íbamos a ver! —decía el Enrique—. ¡No hay derecho! Entonces íbamos a ver si hay derecho a hacer eso a una criatura… A una criatura humana… personal… a una criatura personal… —gritaba—. ¡Por eso!
—¿Vos estuviste macaniador en la celda cero? —preguntó Ulloa.
—¡En la celda número cien! —dijo el gordo y todos rieron.
—En la de abajo, la dieciocho, tres días. Y lo oía gemir al que estaba arriba… la noche antes… al cufien Di Pascuale, el que lo fusilaron por el descuartizao de Palermo… Quisiera verlo a este clérigo. Yo tenía frío en los huesos.
—Yo me escapo —dijo él muy templado.
—De la celda número cero el único escape es para la Chacarita, padre —dijo Ulloa—. Es la celda donde ponen a los sentenciados a muerte. ¡Es bárbara! De ninguna de la Peni se escapa nadie; pero de ésa no se escapa ni Dios. ¿Usté ha visto la Penitenciaría?
—Yo me escapo —dijo tercamente el fraile—. Ió no respeto pela ni marco.
—Está vigilada la celda por los dos lados, en el medio de un corredor vigilado por ambos lados, en el medio de un edificio vigilado por todos lados. Está hecha científicamente; obra de Julierac: la puerta se abre con tres llaves, una de ellas en poder del alcaide. ¡Es de piedra! En la revolución del setenta allí fue donde Sarmiento lo encerró a López Jordán. Es una tumba, padre. Usté no sabe.
—¡Usté está fuera de la realidá! ¡Los frailes viven fuera de la realidá! —vociferó el dire.
—¡Salí, mamao! Yo me ha escapao de una tumba. ¡Yo me ha escapao de un campamento de indio toba con perro alrededore, pérrose, pérrose toba, mase de dieze! Yo soy profesare de teoloquía, bisoña pensare un poco, bisoña saber pensare, ¡bisoña pensare fino! ¡Bisoña! pensare má que Santo Tomá de Aquino pa entender un indio, pa saber cósa piensa un indio… cuando te mira e se caya. E últimamente, yo entiendo hasta ¡la monca! que son la cosa mase liosa que existe. La monca hay que matárlase a palo porque si no, non se muérono. E últimamente, yo he peliado ¡hasta con el diablo!
—¡Bravo! —dijo uno—. ¡Borracho del diablo! —dijo Hocedez y el coronel Ulloa muy picado:
—Padre, una cosa es el diablo y otra cosa son dos rejitas… ¡qué digo dos! ¡cuatro!… de barrotitos de fierro de dos dedos o más de diámetro… Si usté se viese allí dentro, se muere.
—Yo me escapo de allí si quiero… pero no quiero. Acá drento está una cosa máse fuerte que el fierro —tocándose la frente— acá está la lima ¡de la intelequencia, que lima pa drento y pa fuera!
—¿Y cómo pensás salir?
—No conozco. No he visto. Bisogña ver.
—¿Y qué es lo que harías?
—Pensar. Un día pensar, ver todo, por arriba abaco delante atrase. Otro día, cerrar lo oco y rezar. Al tercer día ¡afuera!; y si te han visto, no te acuerdes. Eso.
Todos se rieron sin ganas, y la cosa hubiese acabado allí, de no ser por la formidable comezón de hacer bromas y apuestas del diablo de don Laurencio. Se levantó medio inseguro y dando un golpe en la mesa, gritó:
—Mire, Ulloa. Le apuesto mil patacones contra cien a que se escapa el fraile de la celda cero si lo encerramos por broma. ¡Se escapa! ¡Apuesto al que raye!
Por supuesto que no lo pensaba. Lo que quería era embromarlo a Ulloa y crear un tema para su diario.
—Si quiero… —dijo—. Pero no quiero…
—¡No puede!
—¡Puedo! ¡Si quiero!
—¿Y cómo?
—No sé. Pensándochi sú.
Ulloa se había puesto serio. («Eso sería posible, si este bárbaro acepta; pero es imposible. Digo, si acepta la prueba. Al Jefe le haría gracia… y a todo el mundo… Lo que se divertiría el carcelero Castellani, que es garibaldino. Es claro que todos están medio borrachos, yo mismo; y el fraile, que no ha tomao más que leche, está más borracho que todos… o es loco… Una lección le vendría bien, qué diablo»…).
—¡Pago los mil pesos contra otros mil, don Laurencio! —dijo—. Me hacen falta mil pesos. Si éste se presta… ¿Qué hay, padrito?
—Por nada no me voy a prestar —dijo éste—. Yo no trabaco de balde. Tengo poco tiempo. Me esperan allá en Sant’Antonio.
—¡Se achicó! —gritó Enrique—. ¡Jarabe de pico! Decíme, fraile, ¿vos conocés a esas mujercitas de Buenos Aires que están en la vereda con un pañuelito o una cartera en la mano?
—¡Las conozco mucho tiempo antes que vos nacieras, y las he visto entre rejas, como a vos te voy a ver un día! ¡Te apuesto mil pesos que nos encierran a los dos en el número cero y yo salgo después de darte una patiadura, y vos no sabes por dónde he salido!
—¡Qué apuesten! —dijeron todos.
—Yo no soy brujo —dijo Hocedez.
—¡Se achicó!
—Apuesto los mil pesos a que usté no sale…
—¡Como no apueste lo hábito! No tengo mil pesos. Pero el que pierda, que tenga que hacer quince díase lo que le mande el otro; apostemos así, ése es trato. Si vo perdé, quince díase de obediencia ciega.
—¡Trato hecho! —dijo Hocedez—. ¿Usted se presta?
Todos se miraron suspensos.
—¡Sí! —dijo el fraile—. ¡Te voy a tener a pura agua quince días escribiendo a favor de las reducciones y en contra del general Roca!
Ulloa no quería creer a sus oídos. El cura de San Antonio se volvió y le dijo:
—Si usté me puede encerrar, yo quiero salir y salgo. No perdemo nada. Tré díase incomunicao, yo rezo por lo tré mese que no recé casi nada. ¡Pago! —y el gordo don Laurencio le guiñaba el ojo y le hacía seña que él lo iba a ayudar.
Ulloa se había puesto serio.
—¡Es una broma brava! —decía—. Pero este fraile es un toro, daño no le va a hacer. ¡Lo que se va a reír el jefe! ¿Qué diablos pensará hacer? Nada que hacer… Pero… no perdemos nada.
—¿Cuánto tiempo precisa para prepararse?
—Nada. Mañana mismo me encierra. No tengo tiempo que perder. ¿Qué día es hoy?
—Tres de marzo, jueves.
—Hoy mismo a las do de la madrugada me enciérrano —¡ya son las tres!, gritó Hocedez— pa no perder la misa del domingo.
—¡Cómo! ¿Cuántos días pide usté para escapar?
—Tré díase.
—¡Bestia! ¿Y sin preparación ninguna?
—Ninguna.
—¿Y qué pide para llevar al calabozo? Menos limas y armas, le facilitamos todo…
—Nada. Lo que llevo encima ahora.
El fraile se levantó y vació sobre la mesa dos enormes faldriqueras: un breviario, unos cuantos billetes de a peso —que no eran como los de ahora—, dos pañuelos sucios, una caja de rapé, una pipa, dos rosarios grandísimos y una botella con agua bendita…
—Si fuera quince de marzo —dijo— pedería quince día; pero siendo tré de marzo, ahora mismo.
—¿Por qué?
—Luna nueva —dijo mostrando la ventana—. No hay luna.
El coronel se rió con ganas.
—¡Pajuerano! —dijo—. Se ve que no conocés la penitenciaría. Mirá.
Volcó vino sobre la tabla y dibujó con el dedo el cuadrángulo de la penitenciaría, la lomita, la calle y la barranca.
—¿Ves estos cuatro puntos? Son cuatro potentes focos eléctricos con reflector que dejan la cárcel, el patio, las tapias externas y la barranca como si fuera de día, a yorno. En cada foco hay una garita y un centinela; de noche se dobla la guardia… —Y prosiguió haciendo con mucho entusiasmo la descripción técnica de la cafúa grande, que el fraile escuchaba con gran atención y los demás con sueño—. Dos puertas de fierro y centinela a la entrada, idem al pie de la escalera, puerta arriba para ingresar al corredor del 2.º piso, centinelas en los dos extremos, celdas con tragaluz de rejas y guardianes circulando todo el día y viendo cada momento a los presos por los tragaluces. Renuncie, Metri, mire que se va a secar tres días al cuete.
—Yo salgo por el punto más débil —dijo él muy campante—. Yo encuentro el punto débil. No hay hombre ni hay cosa que no tenga un punto débil.
—Es simplemente loco —musitó Gándara.
Y así fue como al alba de aquel día el barbudo Metri quedó encerrado en la celda número cero, adonde llegó en medio del asombro del alcaide y los carceleros en un coche abierto acompañado del subjefe de policía y unos cuantos periodistas entre dormidos y excitados. Se despidió de ellos hasta el domingo sin falta y tendiéndose en el camastro se quedó dormido profundamente, como si estuviese en su casa.
El tano carcelero dijo:
—Alfine lo agárrano a esto fraile criminale…
La famosa celda de los condenados, fabricada por Julierac, era peor que sus descripciones más exageradas. Siempre se ha hablado del horror de las celdas lóbregas, es mucho peor el horror de una prisión plenamente iluminada… «como la mente de un racionalista», pensó el fraile al despertarse a media mañana. Al ingresar en la madrugada, había ido clavando los ojos por todo donde pasaba; y sus ojos de hombre de monte habían ido registrando impresiones casi fotográficas de la serie de puertas y rejas que se abrían chirriando, del corredor blanco y desolado y de la cavidad fría, geométrica y bastante espaciosa donde lo dejaron —prometiendo volver después del mediodía— con sus dos ventanas de barrotes frente a frente, por donde entraba una luz amarillenta. Cuando a media mañana el guardián le trajo un pan y un cántaro de agua, lo encontró parado sobre el banquillo de tres patas mirando por la claraboya que daba afuera, agarrado a los barrotes. El tano lo saludó con un gruñido. El excéntrico no respondió palabra.
Por el ventano se divisaba bajo un claro sol de fin de verano el patio de tierra de los penados y las enormes tapias de tres metros coronadas de pinchos, y más allá la lomita verde de la barranca y los sauces del río. Gritos de muchachos jugando al fútbol llegaban de más allá de los tapiales y sobre su cabeza resonaban los pasos de un centinela. El guardián giró las tres llaves y sé marchó en silencio; y tampoco obtuvo una palabra del preso cuando al mediodía le trajo la comida.
Cuando a eso de las tres de la tarde llegaron sus visitantes, lo vieron por el tragaluz sentado en el banquillo, medio agachado y con la vista clavada en un rincón. No se movió al ruido de las puertas ni cuando uno tras otro lo contemplaron: parecía hipnotizado. A su lado estaban los restos del almuerzo; un trozo de queso, tocino y requechos del grueso potaje de locro con tasajo.
Cuando lo llamó Ulloa en voz alta volvió la cabeza como si despertara, y vieron con asombro dos ojos brillantes con picardía de niño y una ancha sonrisa que le partía en dos la hirsuta pelambre de la cara. Estaba contento. Entraron. Eran el alcaide, el carcelero, Ulloa, Laurencio de Vedia, Gándara y El Yerno: el centinela armado quedó fuera. No dijo una palabra. Ellos miraron sobrecogidos las peladas paredes de piedra sucia, el camastro, el cántaro y el banquillo. Nada más había allí. En el rincón del lado del corredor, el único que escapaba a la vista del tragaluz, había un ingenioso aunque sucio dispositivo de letrina. «Total —pensó Ulloa— para los tres días que pasan aquí…».
Le preguntó si desistía, guiñándole el ojo a De Vedia. El cura le rió:
—No hay nada imposible.
El alcaide estaba un poco nervioso. Había recibido la orden de internación debidamente firmada, con una severa admonición de que se trataba de un preso peligroso, del cual lo hacían personalmente responsable.
—¿Tiene algo que pedir?
—Vea, alcaide, ¿no me podría prestar un reló? —Rió pesadamente.
—¡Ah! El viejo jueguito. La cuerda de un reló con un poco de aceite convertida en lima. Pero ¿usté ha visto esos barrotes? No, queridos sacerdotes, no lo puedo complacer en eso, el reglamento prohíbe al reo todo objeto de metal o vidrio. Lo siento mucho, pero ese frasco de agua bendita que está allí, me hace el favor de pasármelo.
—Ah bandido, me dejas sin defensa contra el diablo —dijo el fraile, alcanzándoselo. Se levantó, dio dos o tres manotazos al aire como para atrapar un mosquito, cerró el puño, lo abrió, y presentó al alcaide asombrado un reló con cadena.
—Ah —dijo— estas mangas de los frailes, qué es lo que no tienen. Brujería barata —añadió sonriendo:
—Sí, le voy a pedir algo. Si no pueden dármelo, no importa, me escaparé lo mismo; pero le agradecería me proporcionara —cuestión de higiene, sabe— un cepillo de dientes y un pote dentrífico.
El alcaide anotó sonriendo un poco.
—Cepillo extraduro ¿no?; y pasta dentífrica jabonosa Calandria. De lo mejor. ¡Ah! Y por favor, me hace lustrar bien lustrados estos patrios.
Se los sacó, grandes tamangos negros groseramente claveteados. Fuera del sayal, que era siempre el mismo, la vestimenta de Metri era conocido que variaba al infinito; como que vestía lo que le regalaban las gentes. Ahora llevaba botines negros y gran chambergo negro; y cuando lo registraron, le vieron pantalones de soldado amarillos y una camisa celeste claro de lo más fino: de poplín o de seda, que chillaba de verse sobre esos pantalones.
—¿Nada más?
—Por favor, bien lustrados. Es mi único lujo. En el calzado se conoce al galantuomo.
—¿Nada más?
Nadie se reía. De Vedia le hacía señas a hurtadillas. Él le dijo:
—Apueste dos mil, don Laurencio. No es imposible nada. Se vámose a divertir.
Y cuando salían los visitantes, gritó:
—Atención, alcaide, que van a comenzar las cosas raras. Y hasta el domingo, todos; los invito a comer en el fondín Surrentu. Lleven plata para pagar…
Cuando el guardián volvió a mirar por el tragaluz, lo vio dormido sobre el camastro, con el sombrero sobre la cara y roncando sonoramente.
Y de veras empezaron las cosas raras.
Esos tres días de marzo de 19… han quedado famosos en las memorias de la cárcel, sobre todo en la memoria del tano carcelero. Se llegó a asustar de veras. Pasaron tantas cosas que pareció un lapso de quince días; y tan raras que aquello era un finimondo. Nunca se vio allí cosa igual.
Cuando le trajo los botines y el dentífrico, vio que el barbudo andaba descalzo y a cuatro patas por el calabozo. No quiso acudir al tragaluz cuando lo llamó, y el tano le tiró todo adentro y se fue a la cocina, a preparar la noche.
Cuando trajo el rancho al atardecer, el fraile estaba en el rincón de la letrina, resoplando y hablando en voz baja. Parecía que estaba sentado en el suelo, con el banquillo delante y el librote del breviario sobre él, como si leyera o escribiera. Se le divisaban solamente los dos pies descalzos, los botines estaban al lado. No acudió al llamado. El guardián tuvo que ir a buscar al centinela, que tenía la tercera llave, puesto que la del alcaide se la dejaban a él ordinariamente. El fraile dejó a un lado el rancho y se puso a hablarle, esta vez muy alegre y locuaz. Contestó a sus preguntas, y le preguntó a su vez cómo se llamaba, dónde era nacido, cuánto ganaba, cuántos hijos tenía, dónde vivía y a qué hora salía; y lo hizo hablar de lo cara que estaba la vida, y hablar mal del sargento, del alcaide y de toda la superioridad en general; y además del Gobierno y de los mitristas. De repente sacó de la manga tres patacones roñosos y una bolita blanca y blanda en forma de albóndiga y se los dio.
—Muchísimos más pesos le voy a dar —le dijo— pero muchísimos, si usté me hace este pequeño favor, que no es daño para nadie. No sé si estará en contra de sus obligaciones, usté me dirá. Esta bolita me la tira a la calle ¿no? Ahora mismo cuando salga: pero no en cualquier parte, al medio mismo de la calle, al frente de la puerta, de espaldas al centinela, a tres metros más o menos de la garita. A ver si hacemos trato y se gana una ponchada de pesos. Pero sin abrirla, ojo, ¿eh? tiene veneno.
El tano guardó los pesos y la bolita, y cinco minutos después estaban ambas cosas en la alcaidía. El alcaide desplegó el bultito y apareció un cuadradito de lienzo blanco muy compacto y fino, de ese que llaman holanda, cubierto de letras de punta a cabo: de letras sin ningún significado.
—Debe de ser latín —dijo el tano, que miraba por sobre el hombro. El otro le dio un codazo.
Las letras eran: I R T E M E L B I S O P M I A D A N Y A H O N
—¿De dónde ha sacao lápiz? —preguntó intrigado el alcaide.
—No tenía. Tampoco tenía este género, si vamos a eso. No tenía nada cuando lo registramo.
Las letras eran todas mayúsculas, gruesas y perfectamente legibles; la tinta era negra, grasosa y con un olor raro. El alcaide dijo:
—Esto no me gusta. Alguno le está dando cosas…
—¿Quién? —dijo el otro resentido.
—Vamos a verlo ahora mismo. Esto no lo tenía esta mañana.
Subieron la escalera y recorrieron el corredor de puntillas, sin encender las linternas y seguidos del centinela. El preso estaba otra vez asomado al ventano que daba al patio, trepado sobre el banquillo, recortada su enorme cabeza sobre los barrotes por la luz rojiza amarillenta de los focos de afuera; y no los sintió llegar. El alcaide aseñó silencio a sus compañeros. Se oía claramente un leve chirrido, como dos fierros rozándose. El alcaide disparó su linterna y el preso, enfocado de golpe, saltó al suelo, escondiendo las manos.
—¡Miseria! —aulló el funcionario entrando.
El preso tenía escondido un miserable pedacito de fierro en forma de media luna, con el cual estaba rascando la barra. Era una de esas piecitas de metal que se ponen en los tacos de los botines para refuerzo: el alcaide arrancó la otra del otro botín, que estaba en el suelo, y las tiró por la ventana con una carcajada. «¡Imbécil! ¡Con los dientes lo vas a aserrar antes que con esto!». En el barrote el inofensivo fierrito no había dejado ni seña.
—¿Dónde tenés el lápiz y el lienzo?
El preso le opuso un risueño silencio.
—¿Con este fierrito y con este mensaje… en latín, pensabas escaparte?
—¡No, mi capitán! —dijo el fraile.
—¿Qué pensabas entonces?
—¡Embromarlo a usté, mi capitán!
Procedieron a un nuevo registro, con bufidos de impaciencia. No había nada. La camisa del fraile era azul y no le faltaba un solo pedazo.
—Sí. Me vas a jorobar mucho. Veo que querés molestar. Podrás molestarme. Pero de ahí no pasarás.
—Pobre hombre —exclamó el centinela—. Pensar que el domingo… (El tano creía no más que era un condenado a muerte).
—Pero ni siquiera podrás molestar, mejor dicho. No. Se te acabó el tabaco. Desde ahora vas a quedarte quieto —exclamó el alcaide al salir.
Salió medio pensativo sin embargo.
Y se equivocaba. Esa misma noche… A medianoche estalló de golpe un griterío del demonio, corridas, órdenes, explicaciones a gritos. El alcaide se levantó y acudió corriendo en camisón al medio del corredor del primer piso, donde se amontonaba el personal.
El recluso N.º 18, encerrado en la celda que está justo debajo de la N.º 0, un feroz asesino acusado de haber matado una mujer de un hachazo, se había vuelto repentinamente loco.
El viernes fue el día más movido.
El recluso 18 se había callado a una paliza que le propinaron. Pero en la mañanita empezó de nuevo a gemir y a quejarse, pidiendo con lágrimas que lo sacaran de esa celda, que estaba embrujada. Que lo llevaran por amor de Dios a cualquier parte. Él era inocente, no había matado a nadie.
¡Que lo sacaran de allí! ¡Que lo sacaran de allí! No podía más.
Era un animal ceñudo y bronco, que se había cerrado desde el principio en el más obstinado silencio. Ahora era otro enteramente. Más acobardado que un perro que oye truenos.
El médico le sacó por fin el entripado. ¡Voces! ¡Voces! Oía voces siniestras y sibilantes, como de serpientes, que le decían toda la noche: «Me has matado y yo te quería. Te va a llevar el diablo».
—¡Y yo no la he matado! —decía, retorciéndose las manos.
—¿Dónde suenan las voces?
—¡De las paredes! ¡De todas partes! De las paredes, de arriba el techo y del piso. Se callan un rato y empiezan de nuevo. Y se ríen. Me dicen de todo, me insultan y me amenazan. Esto no es posible. No hay derecho. Me voy a quejar al comité de mi partido.
El médico diagnosticó delirio agudo ciclotímico con manía persecutoria, y dictaminó bromuro y cambio de celda. Lo malo es que no había más celdas libres. Había que cambiarlo con otro penado, y eso no se podía hacer sin jefatura, sin orden firmada, sin expediente y sin burocracia.
Estaban en eso muy fastidiados, cuando llegó un guardián del 2.º con la historia más inverosímil.
Según él, había mirado por el tragaluz número cero —todos andaban ya curioseando cada momento— y el barba lo llamó y le pidió que le cambiara un billete de 50 pesos. Se lo mostró, pero no se lo quiso dar: que trajera el cambio primero. Él le dijo que el reglamento prohibía tener dinero los presos. Entonces el fraile hizo lo siguiente —que el guardián empezó a narrar con mímica muy excitada, imitándolo en los gestos…:
Encerró el billete hecho una bola en el puño derecho, juntólo al izquierdo, rezó una oración, abrió las manos y no había nada. Cerró de nuevo los puños, los juntó, rezó una oración, abrió la mano izquierda y había cinco billetes de 10 pesos.
Empezó a manotear con la derecha en el aire, cerró el puño, lo abrió y había un billete de cien pesos. Abrió la mano izquierda y no había nada.
El guardia salió disparado para el alcaide. Pero agarró la dirección contraria, se topó con el centinela y le contó entrerrotamente lo que había visto. Volvieron los dos y vieron al fraile sentado en el suelo jugando a las cartas con billetes de uno, cinco, diez, cincuenta y cien pesos, poniéndolos en fila por orden de tamaño. ¡Que me caiga muerto si no lo he visto! ¡Cuando lo revisamo no tenía más que ocho pesos!
—¡Aunque sea más jesuita que don Juan Manuel de Rosas, yo lo voy a agarrar! —juró el alcaide—. Hoy es día de revisión de celdas. Vamos.
Cuando se dirigían los tres hacia la escalera empezó a chillar de nuevo el carnicero, el preso de la celda 18. Los demás presos impacientados empezaban también a los gritos y aquello se hacía un pandemónium. El alcaide renegó enérgicamente.
La revisión de celdas se hace cada semana. El alcaide, el secretario y un herrero pasan pieza por pieza golpeando con un martillo los barrotes, probando las cerraduras, examinando las puertas y tanteando las paredes y el piso. Pura rutina; pero aquel día quería aprovechar el alcaide para hacer un registro en forma… en la celda número cero.
Esa mañana lo había llamado por teléfono el coronel Ulloa.
—¿Cómo va la celda cero?
—Normal, señor. El hombre ya está abatido. Duerme o se la pasa agarrado de los barrotes, como hacen los presos antiguos. De vez en cuando se mete en el rincón y reza a gritos, con un libro de rezos que tiene. Ha hecho dos o tres cosas raras, de criatura… Pero a mí no me va a poner nervioso.
—¿Quién ha cantado?
—¿Cómo, señor?
—¿Quién es el que se ha destapado y ha hecho salir afuera las cosas de allí dentro? Sepa Ud. que los diarios están hablando… Hablando de lo que no deben saber.
—No es posible, señor.
—¡Lo tengo ante mis ojos, la edición del Noticiero de ayer tarde! Esto se nos va a volver una broma muy cara. Jamás hubiese creído que De Vedia fuese tan desleal, parlanchín lengualarga amujerado del demonio. ¡Vamos a tener baile con el ministro!…
—¡De aquí no ha salido nada, señor!
—Lo responsabilizo gravemente… —y siguió una soflama avinagrada…
El fraile estaba roncando sonoramente, con su habitual pose de sombrero en rostro. Se levantó con pereza y saludó risueño.
—Yo trabajo de noche y duermo de día —dijo con voz aflautada y mujeril.
—¡Ventrílocuo del demonio! —exclamó el alcaide—. Ya te vamos a arreglar, andar asustándome de noche el penal.
—¿Yo? —dijo con inocencia—. ¿Qué pasa? Oí un bochinche anoche.
—¡Entregue dinero, papel, pluma y tinta!
—Tómelos usté mismo no más, capitán. ¡Sírvase de todo lo mío dondequiera que lo encuentre!
—¡Y claro que lo he de encontrar! —dijo el correntino. Y empezaron la revisión.
No encontraron nada. El rincón letrinal fue examinado y golpeado. Estaba perfectamente limpio: en eso seguro gastaba el preso los cántaros de agua que pedía. Era un dispositivo inventado por Julierac, cavado en la piedra, con una cubeta hermética abajo, que se vaciaba desde fuera por un resorte mandado por el carcelero: ni un saliente, ni un repliegue donde esconder un alfiler. Pero, aquí abajo, ¿qué hay?
Un montoncito de basura. El preso, limpio como un gato, había barrido con los pies los restos de comida que el día anterior desparramara, pedazos de pan, queso y tocino. El alcaide hurgó con el pie, y el guardián, tomando su escobón, lo movió a un lado. ¿Qué hay aquí?
Atención: un agujero redondo entre dos piedras, taponado con un trozo pardo del tabardo del barbudo. Un agujero en forma de embudo oblongo.
El alcaide lanzó una exclamación de triunfo y arrancó el tapón del embudo. Metió los dedos adentro y empezó a tirar algo fuera. ¡Puah! ¡Qué asco!
Tenía en la mano una asquerosa rata muerta, sin saber dónde tirarla. El fraile dijo:
—Claro, aquí no me ponen tarro de basuras y dejan entrar ratas de noche, yo qué voy a hacer… La cacé y la maté…
Se puso a hablar volublemente:
—Letrina viene del latín latrina. Latrina viene de latro, que significa ladrón. Por la letrina se escapan los ladrones. Oiga capitán ¿puedo escribir los pensamientos ingeniosos que se me ocurren en estas paredes sucias de honguito negro? ¡Mire las zafadurías que han escrito los presos! ¡Qué escándalo! ¡Yo le voy a escribir las máximas de los Santos! Oiga, capitán. ¡Yo no puedo estar sin escribir algo!
Escritas en las elegantes versalitas que ya conocía, el alcaide vio con asombro en las paredes los siguientes letreros:
«Te odian gratis: la peor venganza es amarlos gratis».
«No te exasperes contra la ofensa: ella te enseña gratis el sutil arte de la defensa».
«Todo el mundo te desprecia para que acabes de perder el respeto que tenías al mundo».
«El segundo bien de esta vida es hacerse querer; el primero es querer».
«Haber sufrido mucho es saber muchos idiomas».
«Cuando te duermas di: NADA EXISTE; cuando te despiertes: TODO ES EXCELENTE».
«El alcaide es un buen chico: aprende del alcaide el arte de dejarse engañar».
Se quiso poner furioso; pero en ese momento, unos golpecitos en la fornida puerta de ñandubay llamaron urgente.
Era un agente que traía una pelotita de paño blanco, un poco mayor que la ya bien guardada en el bufete de su escritorio. Un centinela de terraza la había visto salir del ventano de una celda y caer al patio: se la indicó por señas al agente. Otra pelotita igual habían encontrado en el lavadero de la cocina, toda borrada por el agua caliente.
El jefe la abrió con enojo y se encontró con otro pañizuelo blanco cuajado de letras mayúsculas de todos tamaños y posiciones, sin ton ni son, como si se hubiese hecho allí prueba de una pluma o caligrafía; pero era un lápiz más bien que pluma, grueso e irregular. Mas en el medio de la sopa de letras había otra cosa: una calavera dibujada en rojo con dos tibias cruzadas y la palabra MUERTE; y abajo el nombre y apellido del alcaide, también en rojo: Celedonio Trabi.
—¡Tinta roja también! —dijo con rabia; y porque el preso lo miró humildemente; y porque recordó de golpe al coronel Ulloa, no le pegó una cachetada.
Esa noche no durmió bien Trabi. Se levantó dos o tres veces, sacó el lenzuelo de la gaveta, y quiso descifrar el mensaje, inútilmente. Para mejor, sucedieron dos cosas raras ¡dos más, Dios del cielo! La luz de los potentes focos superiores parpadeó dos veces: un simple parpadeo, un apagarse de cinco segundos; pero eso no ocurría antes. Y lo más extraordinario, la mujer que habían trasladado a la celda N° 18, una desdichada alcohólica que había muerto a su nena de una patada en el vientre, empezó a decir que también oía voces.
Lo que le decían era diferente: «Te queda poco de vida, tenés un cáncer»: una voz de mujer. ¡La Muerte!, decía ella.
—Pero ¿cómo este condenado ventrílocuo puede hacerse oír a través de un piso de cemento y pedregullo de 40 centímetros de espesor? —preguntó al guardián que informaba.
—¿Cómo? Eso no es nada. ¡El carnicero, en la otra celda donde lo pusimos, sigue oyendo lo mismo!
—Es que ése está loco.
—Es que nos vuelve loco a nosotros y a todos los presos. ¡Desde la celda última del corredor sigue oyendo las voces! ¡Y la mujer lo mismo! ¡Y yo mismo me parece que comienzo a oírlas, jefe!
—Vamos a verlo —dijo éste.
El carnicero estaba agarrado con las dos manos al tragaluz, una cara espectral. Empezó a lloriquear apenas los vio. El hombre estaba rendido.
—Confieso. Confieso todo. No me importa lo que me hagan. Yo la maté. Oigo la voz de la Ulogia. Me va a volver loco, no me deja dormir ni parar un momento. Dígale al juez que confieso todo, y que me saquen de aquí aunque sea pa ajusilarme.
—¿Ahora estás oyendo la voz?
—Ahora no, capitán, pero en cuantito ustés se vayan, recomienza de nuevo…
—¡Alucinaciones! ¡Bestia! ¿No ves que eso se te figura? Buena paliza te vas a chupar si comenzás a aullar otra vez. Pero eso sí, voy a llamar al escribano para recoger tu confesión… —El otro comenzó a lloriquear.
—¡Qué cosa cruel es una cárcel! —salió pensando el alcaide, a pesar de que tenía corazón curtido—. ¡Vaya a saber lo que vale esta confesión, después de las palizas que le han dado, y el estado en que está! Uno tiene que ser cruel por fuerza. Qué manera de destrozar y atormentar a los hombres. Es claro que es mejor la pena de muerte; se acaba pronto la tortura, aunque sea más grande por el momento; y casi todos antes de morir se vuelven mejores.
Esto pensó el alcaide al acostarse, cuando percibió el parpadeo. Estaba cansado, sentía el eco de las palabras del día y todas las cosas le parecían viejas, antiguas y como repeticiones gastadas de cosas ya sentidas.
No se imaginaba lo que iba a ver al día siguiente, la repetición de su pesadilla de esta noche.
«La pena de muerte es una cosa lamentable y terrible —rezaba el artículo de El Levante— pero es necesaria para el orden de la sociedad.
«No hemos querido darnos por entendidos hasta hoy de la campaña que por la supresión de esa antigua y terrible función jurídica lleva a tambor batiente nuestro colega El Social: pura ignorancia y sentimentalismo.
«La pena de muerte ha existido siempre, y existe hoy en todas las naciones europeas, incluso la republicana Francia, no menos que en Estados Unidos y en todo nuestro continente. Existe en los Estados Pontificios. Existió en tiempo de Cristo y existirá en tiempo del Anticristo.
«Es pura debilidad la idea de suprimirla que agitan los liberales: la cárcel perpetua no es mejor: es una mayor crueldad, aunque crueldad encubierta e invisible, no patente. Y con eso se contentan los liberales: con no ver los males. No les interesa suprimirlos. ¡No verlos!
«La cárcel perpetua pudre al hombre; la muerte lo redignifica.
«Dicen que no tiene derecho un hombre a quitar la vida a su semejante.
«Lo mismo decimos. Quisiéramos suprimir enteramente que un hombre quite la vida a su semejante: por lo tanto “¡que comiencen los señores asesinos!”, como dijo Alfonso Karr en la Cámara del Sena.
«Nosotros queremos suprimir la pena de muerte, suprimiendo el asesinato. Los liberales quieren suprimir la pena de muerte para los asesinos y mantenerla para sus víctimas, aumentada y empeorada.
«La muerte recibida por justicia y en las debidas condiciones suele dignificar y levantar al hombre, despojándolo de un manotón brutal de la venda de sus errores y vicios, como notó Schopenhauer. Ese espantoso despliegue del aparato de toda la sociedad —religión, magistratura, ejército, gobierno— que dice a una conciencia obcecada y negra: “vas a morir porque has hecho un crimen”, derriba la obstinación del criminal y lo convence de que no tenía razón, de que hizo algo horroroso, de que pecó, en una palabra; la noción religiosa de pecado y con ella toda la religiosidad ingresa de nuevo por la brecha de ese corazón roto de horror y terror. Un criminal que confiese que pecó, deja de ser criminal.
«Platón ha dicho que el castigo es un inmenso bien para el injusto cuando le hace reconocer su injusticia. He aquí un bien que no consigue la cadena perpetua y consigue de ordinario la pena de muerte.
«Nuestros adversarios parecen no tener abiertos los ojos al “bien moral”, que es el bien propio de la persona humana. Parecería no perciben sino los bienes exteriores y materiales. Y claro, entonces la muerte se les aparece como algo horroroso, y los hace temblar. ¡Por eso!
«En este país en otro tiempo se ha sabido afrontar y hasta despreciar la muerte, mirando a bienes supremos, la libertad, la honra, la conciencia.
«Pero ellos dicen: “Usté, porque nunca ha estado preso, porque no sabe lo que es una cárcel, porque nunca ha sufrido… ¡Si usté supiera!”… Son sentimentales mamaos…
El alcaide dejó caer el diario encima de los otros y se secó el sudor. El artículo continuaba media columna más, enumerando las condiciones del ejercicio justo de esa terrible función de la autoridad —cuyo abuso, claro está, podía ser espantoso—, y al final firmaba: «Hermete Constanzi, O. J. — De la Penitenciaría, a 4 del mes de marzo, celda N.º 0»…
—¡Malditos diarios! —bramó el capitán Trabi.
Habían armado un trepe del demonio y alborotado a la gran aldea. Y no se sabía cómo. El alcaide empezó a examinarlos de nuevo.
El jueves 3 a la noche el Noticiero había publicado un filete anunciando que un preso misterioso había ingresado a la celda 0, donde los sentenciados esperan su última hora: que se creía era un cabecilla revolucionario de Corrientes o del Chaco, que iban a fusilar en secreto. «Tendremos al tanto a nuestros lectores».
Cuando leyó este filete, el subjefe Ulloa tiró el diario, maltrató fieramente de palabra a la señora madre de don Laurencio de Vedia y tomando el teléfono habló unas palabras con el director del diario oficialista. La mañana siguiente La Gaceta desmentía rotundamente la noticia del Noticiero, negaba que en la celda cero hubiese ningún alojado, y atribuía la especie a una maniobra maligna de la oposición.
Por la tarde el Noticiero arrojó un tarro de dinamita: una historia fantástica llena de detalles intrigosos acerca del preso de la celda 0, con nombres, pelos y señales que acreditaban la veracidad de la información. Lo notable era que no contaba la historia de la noche del 2, la apuesta y el viaje a la cárcel, cosa notoria a Laurencio y sus compinches; sino todo lo que éstos no podían saber; es decir, lo que había pasado en la cárcel; el preso que se volvió loco, los mensajes en lienzo y lápiz, el soborno frustrado y el truco de los dineros; y hasta el chasco del alcaide cuando metió la mano en una cueva y sacó un ratón muerto. Entonces fue cuando Ulloa, enojado de veras, interrogó a Trabi sobre el «que había cantado».
El sábado de mañana La Gaceta sacó otro desmentido tan solemne y categórico que se veía a la legua que era mentira; y terció en la contienda El Levante. El diario oficialista apelaba al patriotismo de los argentinos y a la memoria del general José de San Martín para que no dieran el menor crédito a las «versiones» alarmantes y «deleznables» que gentes de mentalidad averiada y «aviesa» propalaban con fines «inconfesables»; pero con la intención manifiesta, maligna y calumniosa de desprestigiar al ilustrado y progresista ciudadano que la Providencia había colocado al frente de los destinos del país; en el sentido de atribuirle actos dictatoriales y antidemocráticos como sería el fusilar a sus enemigos políticos sin previa formación de causa. Otro párrafo tan elocuente como éste ridiculizaba la noción de que un diario cualquiera pudiese tener noticia de lo que pasara en la celda fatídica de los fusilados, dado el riguroso sigilo a que estaban obligados los empleados por reglamento. Finalmente en el último párrafo, «clamoreante y encendido», estaba la apelación al patriotismo de los argentinos para que no creyeran al Noticiero y creyeran a La Gaceta.
Pero lo malo fue que en la misma mañana El Levante publicó el artículo La pena de muerte firmado por Metri en la celda o con fecha del día anterior; ofreciendo a la comprobación de sus ilustrados lectores el original manuscrito con la típica caligrafía del misionero, si por caso se llegara a abrigar dudas: «Está en redacción, Corrientes 454, a disposición de nuestros ilustrados lectores».
Esta nota al pie fue la que hizo sudar al alcaide; apretó el timbre de llamar al jefe de guardianes. En ese momento sonó el del teléfono y estuvo con él la voz seca y cortante del coronel Ulloa.
—¿Qué está pasando allí, dígame, alcaide? ¿Qué hace el preso número cero? ¡Me va a hacer perder la apuesta y hundirme en un enredo bárbaro!
—Enteramente normal, jefe. Está tendido en el camastro, durmiendo toda la mañana. Se ha rendido, jefe.
—¿Seguro?
—Seguro. Naturalmente, ha perdido la apuesta; y ya se ha dado cuenta, si es que alguna vez pensó otro… Dos o tres tentativas pueriles… de evasión, algunos chistes, y molestar un poco… bastante; y nada más.
—¿Qué tentativas de evasión? Ud. está nervioso, Trabi. No lo niegue.
—Una grosera tentativa de soborno, una tentativa demente de limar un barrote, dos o tres tentativas de enviar afuera un mensaje cifrado y unos juegos de prestidigitación barata…
—Eso de los mensajes… ¿usté leyó el Noticiero de hoy?
—Sí, jefe. Mistificación. Artículo escrito por el director y el dueño del diario, ese De Vedia, evidente.
—Hm… ¿usted lo cree? Es el estilo exacto del fraile, su modo de hablar; y repite literalmente la discusión de la noche del 2, metiendo incluso las muletillas y frases de cajón del dire Hocedez…
—¿Ellos estaban allí, no es así? Los dos. ¡He ahí!
—Pero es que, querido, ellos ignoran a Platón y no saben nada de Schopenhauer…
—Eso se pregunta. Créame, jefe; es imposible que de aquí haya salido nada. Imposible escribirlo, imposible sacarlo, imposible remitirlo. No creemos en los espíritus, al fin y al cabo, ni yo ni usté, coronel.
—Bien. Dentro de un momento lo sabré. He mandado al oficial mayor al diario para que constate la existencia del «manuscrito»; tengo una carta de puño de Metri, podemos comparar las letras. Dígame ahora ¿de dónde sacó la tinta y el lino de los mensajes cifrados? ¿Ésos existen, no?
—Eso, jefe, lo sabré hoy. Todavía no he podido explicármelo. Pero los mensajes no salieron.
—¿Qué sabe usted? ¿Cómo sabe cuántos mandó?
—Es imposible, jefe —tartamudeó el Trabi.
—Si le es posible escribirlos, ¿por qué no le será mandarlos? Disculpe, pero allí hay descuido, y descuido muy peligroso, cumpa. No son los mil pesos de la apuesta; es el descrédito que va a caer sobre usté y sobre mí. Si un preso se escapa en tres días de la celda mejor hecha de la cárcel —y estos imbéciles del Noticiero lo saben todo, no puedo entender cómo— eso no puede ser, eso significa que hay en la institución un desquicio enorme, una corrupción total. ¿Se da cuenta? Me ha atrapado ese maldito Laurencio. La broma se me está encrespando.
—Pero ¿usté teme eso, jefe? ¿Que se escape?
—¿Y usté no teme? ¡Diga la verdad! ¡Un momento! Aquí ha llegado el oficial que fue al diario. No corte. Espere un minuto.
—Vea, capitán, lo siento; pero esto es muy serio. El escrito ha salido de allí. Es la firma indudable del fraile Metri y encima tiene sus impresiones digitales ¡impresas con el moho verduzco de la pared de la celda!
—¿El moho? —exclamó Trabi—. ¡A lo mejor de allí ha sacado la tinta!
—No. El original está escrito en tinta colorada sobre papel de seda muy fino. Eso no puede ser, dice usté; pero ES. Voy al momento hacia allá, es menester que yo tome cartas en el asunto. Algo está fallando y he de saberlo.
Media hora después el subjefe de policía, encargado del régimen carcelario, desembocaba ante la celda N.º 0; seguido del alcaide y un soldado con bayoneta.
—¿Qué es esto?
—El sombrero del preso. El tragaluz tapado.
El alcaide dio un puñetazo al sombrero y de adentro le respondió un sonoro ronquido. Vieron al preso tendido en la cama, al parecer dormido.
—No duerme nada —dijo Trabi—. Está embromando. Zás. Me olvidé la llave en el escritorio.
Salió corriendo para abajo, y los otros se quedaron mirando el cuerpo yacente del fraile, con el coco hacia ellos. De repente sonó un alarido allá lejos.
—Es el loco del 18 —dijo el tano con un temblor—. Ve fantasma. Este bruco de aquí le ha tirado una escomúnica e lo hace vedere lo fantasma.
—¿Cómo es eso?
—¡La escomúnica, quefe! ¿Osté no sabe? La escomúnica que tiran lo cura. Debería decarlo de una vé. Sofre mucho. Yo le hai pedido que lo deque, que le retire la escomúnica; el tipo se ríe. ¡Coidao con la escomúnica, quefe!
Abrieron la puerta y Ulloa sacudió al reo, que se levantó haciéndose más dormido de lo que estaba. Ulloa le dijo:
—Vea, padrito, entregue el papel, el lápiz, y la tinta por las buenas; ya ve usted que es inútil. Si yo lo registro, no va a esconder nadita.
—¡A sus órdenes, coronel! —dijo Metri; y empezó a tirar manotazos con la diestra, hasta que abriéndola en una de esas, mostró una pelota de lienzo blanco, que entregó enseguida.
—¿No tiene más?
—¡Vamos a ver! —La misma operación y otra bolita menor—. ¡No! ¡Ya no hay más!
—Ahora la tinta, o el lápiz.
El fraile fingió un rato extraerla del aire, hasta que dijo:
—Se acabó la tinta. No tengo más. Ni la necesito, vaya.
—Desnúdese.
El jefe escudriñó despaciosamente las ropas del fraile, que envuelto en una cobija se reía muy alegre. De repente, dijo el coronel:
—¡Pucha, que somos sonsos, alcaide! Es decir, sonso fue usté, para ser más exactos. Aquí está. Mire la camisa. Estas camisas finas tienen un refuerzo, un relleno de lienzo en la pechera y el cuello. Mire cómo ha descosido aquí abajo y ha ido sacando trozos de tela a medida que se le antojaba. Ahora vamos a encontrarle la tinta colorada, el papel y el lápiz.
El fraile rió:
—No hay más —dijo—. Se acabó. No precisa tampoco.
Efectivamente, el escudriñamiento del camastro y las ropas no dio el menor resultado. El coronel estaba nervioso y al alcaide se lo llevaba el diablo.
El fraile comenzó a recitar al pie de la letra el comienzo del artículo La pena de muerte. El jefe dijo:
—Algún día lo vamos a saber.
—Sí, mañana mismo, en la comida se los voy a decir: invítelo al alcaide, jefe.
—Eso es. Mañana a las 4, a las 72 horas justas de haberte entrado, te voy a venir a sacar.
—No se moleste, jefe. Yo ya estaré fuera. Usté recibirá una nota mía con el anuncio en el momento que yo salga. Esta noche. Vaya tranquilo. Duerma bien.
—¡Sacramento! —gritó el alcaide.
—Hasta mañana todos —dijo el preso—. Dejemén dormir, que esta noche tengo mucho que hacer.
Los dos carceleros creyeron que el barbudo estaba blufando; y estaba no más blufando, pero no donde ellos creían. El arte del ilusionista consiste en dos cosas: engañar con la verdad, y hacer mirar al espectador hacia donde no está la trampa. Toda esa tarde lo vieron al fraile durmiendo; y de vez en cuando oían sus fuertes ronquidos. Una sola cosa pasó rara: al caer la noche, el guardián encontró el tragaluz tapado con una cutícula amarillenta; la manotió, y se encontró con que era un biombo delgado de hojas de breviario pegadas con goma. Miró adentro y el fraile comenzó a roncar. «¿De dónde sacaste la goma?» le gritó y el fraile siguió roncando.
El alcaide se estaba acostando, tranquilizado por los informes, cuando sucedió el despatarro, que fue el principio del fin.
La luz de los faros de arriba empezó a parpadear dos, tres, cuatro veces, y se extinguió de golpe. La ventana iluminada de la alcoba se eclipsó de repente… Sonaron voces de alerta y alarma por todas partes. El alcaide salió corriendo y paró al primer soldado que corría.
—Un contacto, señor. Se han quemao los faros.
—Hay que arreglar eso inmediatamente.
—¿Y cómo? Si cambiamos los carbones y no encontramos el contacto, se queman de nuevo. El electricista no viene hasta el lunes.
—Hay que encontrar la avería.
—¿Y cómo, jefe?
—Llamen a la central eléctrica.
—¿A esta hora? Cerrada, señor.
El alcaide entró indignado y telefoneó al guardia-capo.
—Imposible hasta mañana, señor. Buscar un contacto recorriendo los cables en la oscuridad, es exponer a los agentes a una muerte casi segura.
—Pero ¿no ven que esta noche justamente no puedo consentir… que tengo un compromiso espantoso?
—¿Y qué le va a hacer, señor? No es posible.
—Veremos.
Llamó al diario Noticiero, que trabajaba de noche, y pidió por favor prestado el electricista, explicando a toda prisa el desperfecto. Oyó una risita en la otra punta y le pareció voz conocida:
—¿Quién es el que habla?
—El cajero, señor.
—¿No es don Laurencio?
—Se ha retirado, señor.
—¿Quién manda allí ahora?
—Soy yo, señor. Lo voy a complacer con gusto en servicio de la patria. Pero para eso que dice necesita cinco hombres, señor. Le voy a mandar ahora mismo cinco obreros. Pero ¿cómo les doy salvoconducto?
—Diga los nombres de los cinco.
—No los sé todavía. Mejor es esto: el electricista es un gordo alto, que llevará su libreta de enrolamiento y responderá por los otros cuatro. ¡No vaya a dejar entrar más de cinco, señor! ¡Cinco y no seis! ¡Cinco con traje azul de obrero!
—¡Que entren seis si pueden, la cuestión aquí es salir! —dijo el alcaide con sorna. E inmediatamente dio las órdenes a la portería.
La oscuridad reinaba sobre la cárcel, una oscuridad llena de sigilosos rumores. De repente un centinela nervioso daba un alerta, que era coreado. El capitán Trabi bajó tropezando y se encaminó a la entrada, a dar órdenes personalmente; y volvió a su despacho al lado del teléfono, el centro nervioso del inmenso establecimiento. Un rato después, que le pareció un siglo, recibió noticia de que los obreros del Noticiero habían ingresado y puéstose al trabajo. La noche se le hizo interminable, la oscuridad lo impacientaba y el silencio lo sofocaba. A eso de las tres, las luces se encendieron de golpe, con un salto del jefe, que dormitaba. Un rato después le telefonearon el informe:
«El preso de la celda cero sigue durmiendo, señor. Todo normal»…
En ese momento, pidieron refuerzos de guardia abajo, porque numerosos grupos de personas se amontonaban en la puerta de la cárcel para curiosear lo que pasaba, alertados por los diarios y la noticia de la curiosa apuesta. Al poco tiempo empezaron a llegar coches, y de ellos bajó ruidosamente la pandilla de don Laurencio con el coronel Ulloa, que entraron sin dificultad en la cárcel; lo raro es que tras ellos siguieron dos desconocidos, embozados hasta los ojos con ponchitos de vicuña, que para entrar no hicieron más que decir una palabra al portero, que se les cuadró rígido como una piedra.
La comitiva desembocó en el despacho del alcaide, riendo a carcajadas; los dos embozados se instalaron en un rincón.
—¡Capitán Trabi! ¿Qué ha hecho? —gritó Ulloa.
—¡He cumplido, señor!
—El preso número cero…
—Está en su celda, señor.
—¿Sí? Y esto ¿qué significa?
El alcaide recibió un trozo de papel fino y se puso pálido. En todas mayúsculas y letras coloradas, en la característica caligrafía y con la inconfundible firma del padre Metri, se leían estas palabras:
JEFE: ACABO DE SALIR DE LA CELDA DE LA MUERTE. GANÉ LA APUESTA. NOS ENCONTRAREMOS EN EL DESPACHO DEL ALCAIDE. SERVIDOR SUYO METRI…
—Acabo de recibir por un mensajero este papel hace un momento —bramó Ulloa.
El alcaide alzó los brazos como un loco y gritó:
—¡Acaban de verlo acostado allí en este momento; no creo en los espíritus, canejo! —y quería salir corriendo para el piso dos; pero se encontró en la puerta con los cinco obreros que venían caminando en fila, encabezados por el gordo don Laurencio vestido de obrero, y detrás del quinto obrero venía otro obrero barbudo vestido también de azul. Eran seis obreros.
El alcaide se quiso desmayar y empezó a gritar: «¡Imposible! ¡Imposible! ¡Un mellizo!» y quería salir como un loco corriendo para la celda. Pero fue interrumpido de nuevo por uno de los embozados, alto y arrogante, que adelantándose y sacándose el chalín, dejó al descubierto una conocidísima cabeza calva de ojos de carbón y pera blanca.
—¡Lo felicito, padre Metri. Es usted un mago. Ya nos contará cómo lo ha hecho!
Era el presidente de la Nación, general Julio Argentino Roca.
Y volviéndose hacia el alcaide, le dijo:
—Trabi estrábico: vos ves la paja en el ojo ajeno y no ves la trabe en el propio.
Un momento después todos estaban en el tragaluz de la celda, Trabi el primero. Envuelto en un tabardo pardo, con la barba escapando debajo el sombrero y los gruesos tamangos de punta, reposaba un cuerpo. El padre Metri se abrió paso diciendo: «Déjeme ver a mí también… Dejen que despierte a mi mellizo».
Entró en la celda antes que todos, y dirigiéndose al camastro tiró por todos lados una barba postiza, un sombrero negro, un hábito relleno de almohadas y sábanas y dos tamangos vacíos. Después agarró un cabo de la cobija y dijo, mirando a su auditorio como un prestidigitador en escena: «Atención aquí, señores. ¡Vean mi arsenal!».
Tiró de un saque la cobija, y aparecieron debajo de ella y sobre el colchón:
Una rata podrida, un librito de papel de fumar, tres limas triangulares, una sierrita sutil de acero Schneider, una palanqueta, un rollo de liñada, un carrete de seda, un cepillo de dientes, un pomo de pasta vacío, cinco metros de cuerda fuerte, una lapicera, un frasquito de goma y una pistola Browning con un montón de cartuchos…
Levantó la pistola y dijo guiñando el ojo:
—Por si había que matar a un centinela…
Apuntó a los barrotes del ventano exterior a boca de jarro.
¡Paf, paf, paf!: llenó de humo la celda.
A cada tiro un barrote se desprendió del ventano y cayó para fuera con estrépito. Estaban limpiamente aserrados y pegados con jabón dentífrico.
—¡Demonio! —exclamó el presidente—. ¡Notable!
El fraile levantó el sombrero y saludó inclinándose como un artista a un aplauso.
—¡Viva la República Argentina! —dijo.
Y después tomó los tamangos y se sentó en la cama.
—Estos zapatos de goma que me trajo don Laurencio me están apretando una cosa bárbara —dijo—. Perdón ustedes. Me lastimé un talón al saltar, la cuerda era muy corta. Como San Juan de la Cruz…
Se descalzó y empezó a recalzarse diciendo:
—Lo más difícil de todo, ¿saben qué fue? Pegar de nuevo los barrotes con una mano y con la otra colgado del borde de la ventana, agarrado a la cuerda. El centinela por poco me siente y me manda un chumbo.
—Pero este arsenal aquí, ¿cómo diablos lo entró? —preguntó Ulloa con brío—. ¿Cómo lo hizo?
—¿No se dan cuenta? —le guiñó el ojo a don Laurencio—. ¡Al mediodía les cuento todo! Ahora tengo que decir la misa.
Y añadió riendo:
—Perdonen que tenga que hacer novelas policiales para ganarme la vida.
El almuerzo de aquel día en el fondín Surrentu fue honrado con la presencia nada menos del presidente de la República —el cual, aunque masón, había ido también a la misa del padre Metri—, y de un batallón de gente que espiaba por la ventana, incluso damas de la aristocracia. Los comensales estaban bastante cortados; y el alcaide Trabi contrariado aunque no corrido; porque era buen perdedor, y el presidente le había dicho que su fracaso no significaba nada y no tendría consecuencias. Lindo señor el Zorro Roca.
Se había convenido que no se relataría nada hasta los postres. El fraile Metri comía como un sabañón, resarciéndose de la cárcel; Hocedez bebía con gran parsimonia; don Laurencio estaba exuberante y don Ulloa mordaz. El sordo Gándara gritaba de vez en cuando: «¡Eh! ¿Cómo dijo?», creyendo que le hablaba el presidente. Roca estaba sencillo y campechano. Sólo un momento se formalizó, y su figura tomó el gesto altivo y dominador que era tan conocido.
En la mitad de la divertida explicación del fraile hubo una interrupción que De Vedia llamaba después el «Paréntesis Personal».
—A mí no me gustan los curas, usted sabe, padre —interrumpió Roca— pero usté me gusta.
El otro cerró los ojos.
—A lo mejor le gusta lo que hay de malo en mí —dijo— y le disgusta lo que hay de bueno en los otros.
Roca lo miró con cierta dureza y no dijo nada.
—Todo puede ser —continuó el cura—. Pero, fíjese, excelencia: Ud. no se guía por sus gustos o disgustos. Usté es un político: usté se guía por el peso de las personas, por decirlo así; por lo que representan para Ud. en la continua acción de mover cosas en que está empeñada su vida. Para usté, las personas son como cosas y lo que a usté le importa, es el peso. Ahora bien, yo no peso nada.
—Aunque no lo sigo muy bien —dijo el magnate con despego— todo puede ser, como usté dice.
—Bueno —dijo el cura—; yo soy diferente. Yo me guío por mis gustos y disgustos; y soy capaz de perder horas con un perfecto desconocido de quien no puedo esperar utilidad alguna, solamente por el antojo de conocerlo; de hacerme una pintura de él; de su carácter, se entiende.
—Curioso —dijo el magnate—. Pero vea; con usté a mí me está pasando eso mismo ahora, por primera vez…
Y después añadió sin consecuencia:
—Hoy día están irritadas con la Iglesia Católica incontables personas.
Luego pensó en voz alta:
—No creo que el papa actual crea en Dios.
Y finalmente:
—Mañana hablaremos de todo esto. Tengo una cosa que preguntarle.
Hubo un instante de curiosa abstracción durante este diálogo: como si todos hubiesen sido trasladados un momento a otro piso. Don Laurencio que era un poco místico a su manera —con una mística más bien temeraria— solía decir más tarde que el Zorro Roca tuvo aquella vez una ocasión de salvar su alma y la perdió… perdió la ocasión, se entiende.
El cura no pudo verlo al día siguiente, aunque esperó cuatro horas en antesalas. Después no volvió más. Cuando quisieron acordarse de él, estaba en Salta.
En cuanto a cómo lo hizo —«cómo p… lo hizo» que decía Hocedez—, no le interesaba más, aparentemente; narraba como por fuerza.
—Vean, al mediodía me di cuenta que era posible escapar; cuando ustedes vinieron yo tenía mi plan: había descubierto entonces mismo una vía de comunicación y un mensajero: con eso bastaba.
»Estaba comiendo y vi en frente mío una cosa movediza y plomiza: ¡un ratón! que se deslizaba cautamente hacia una cáscara de queso. Me moví y desapareció. Paré las dos orejas.
»Una serie de inferencias surgió como un relámpago: había una salida en la celda; esa salida daba al río, se trataba de un ratón de agua, de esos lindos celestes, no era una rata parda casera; el conducto era familiar para las ratas; al lado del río había chicos jugando al fútbol…
—Efectivamente —interrumpió Ulloa—, hemos encontrado un caño abandonado de las cloacas viejas, las que yo hice cambiar cuando me recibí del cargo.
—Usté no me avisó deso, jefe —masculló Trabi sentido.
—Ni yo lo supe hasta hoy —se excusó éste—. Descuido de esos brutos de albañiles o plomeros.
—Aprendan la lección —dijo la figura de la cabecera—. Siga, padre.
—Enseguida pensé en un mensaje. El papel, Ulloa sabe de dónde lo saqué. Del refuerzo de la camisa.
—¿Y la tinta?
—El betún de los botines, disuelto en agua con un poco de jabón dentrífico…
—¡Ay! ¿Y la pluma?
El cura se inclinó y levantó una especie de palito.
—¿Usté ha visto esos chufletes de lata que ponen en la punta de los cordones para botines? Con los dientes se los puede volver una pluma bastante aceptable. Cuando ustedes me registraron yo ya la tenía abajo de la lengua. Después don Laurencio me mandó una pluma fuente…
Don Laurencio soltó la carcajada.
—¡Por eso no hablaste! ¡Yo esperaba que me ibas a decir algo a escondidas, cuando te visitamos!
—Tenía un medio mucho más seguro. Después de comer cacé dos ratones. Sumamente fácil, atraerlos con queso y cerrarles la retirada. Uno de ellos me mordió, de ahí salió la tinta colorada con que hice el dibujo del pañito que ustedes encontraron segundo. La maté al defenderme; y con esa rata taponaba yo el agujero. Estuvieron a punto de descubrirlo todo. Si hubiesen metido los dos dedos… hubiesen encontrado un caño de pipa con un cordel atado, que de mi celda iba a la orilla del río… un telégrafo, o mejor dicho, un minúsculo funicular.
Laurencio rió de nuevo. Trabi dijo mohíno:
—Tengo horror a las ratas; y usté me distrajo con su charla.
—El ilusionista charla por los codos cuando viene el momento de apuro: es increíble lo que atrae la voz humana —continuó Metri—. Escribí un mensaje cifrado con instrucciones para don Laurencio, Añadí cinco pesos y otro mensaje no cifrado que decía: «Se ruega al que lo encuentre lo lleve dirección el Noticiero, donde le darán otros diez pesos. Importante y urgente».
Ulloa sacó dos pañizuelos y los pasó al presidente.
—Ésos son borradores —dijo Metri—. Y me sirvieron para poner nervioso al alcaide. Usted perdonará, capitán. Poner nervioso al enemigo pertenece al arte de la guerra…
—El juego es el juego. Cuando se juega, hay uno que pierde… —masculló Trabi mohíno.
—¿Qué dice aquí?
—Simplemente escribí en vesre. NO HAY NADA IMPOSIBLE, METRI. —Sonrieron.
—Yo —dijo don Laurencio— recibí la carta a las ocho, y al día siguiente cumplí las instrucciones.
—Yo había roto la pata al ratón para que no pudiese disparar y se arrastrase en busca del agua. Le até bien visible la correspondencia en el lomo, de modo que no pudiese roerla con los dientes. Era imposible que alguno no reparase…
—Un chico me la trajo, y yo me hice acompañar enseguida al lugar donde lo encontró —interrumpió riendo don Laurencio—. Poco trabajo fue encontrar la boca de la cloaca, al pie de la barranca. Compré en el mercado una rata blanca y los muchachos me cazaron un ratón del río. Cargué a la rata blanca con un mensaje y un fajo de dinero, y la solté en el caño, largándole detrás al ratón celeste, al cual le até a la pata un hilo de seda, empardándoselo con alambre: yo sabía que iba a perseguir rabiosamente al congénere dis-génere, sobre todo si yo lo irritaba con tirones del hilo. Cuando salieron del otro lado, Metri tiró despacito de la hebra de seda, a la cual até la punta de mi piolín fuerte. Una vez que recibió el piolín… todo lo demás fue fácil.
—Menos las voces —dijo Metri—: Ahí creí que nos pillaban, cuando el loco de abajo las confundió con fantasmas. A don Laurencio se le ocurrió hablar pegando la boca al embudo y yo la oreja en el otro: resultó espléndido y simplificó muchísimo… hasta que al bestia de abajo se le ocurrió convertirlas en la voz de su conciencia. Cuando pudimos hablar directo, el cordel sirvió solamente para trasportar cositas… dinero, limas, una barba postiza, una pistola Browning desarmada pieza por pieza…
—No sé cómo no lo pillaron haciendo tantas maniobras.
—No me expuse nunca. Era cuestión de atiempar; calcular las coyunturas y hacer las cosas a su tiempo. Eso dicen fue el secreto de Napoleón, la coordinación de los movimientos. Pensarlo el total primero y dejar cada cosa para su coyuntura… como dice la Escritura.
—¿Y si hubiesen registrado la celda el sábado por la tarde?
—No era probable. Para eso provoqué por la mañana un registro que salió ridículo. Los cansé.
—¿Y si nadie hubiera pillado al ratón mensajero?
—¡Uf! Casi imposible. Y yo tenía ya preparado otro.
—¿Cómo sabía usté que iban a mandar los electricistas del Noticiero justamente?
—Yo no sabía nada. Dicté a don Laurencio: «Arréglese para entrar esta noche con los electricistas. Traiga otro traje de obrero encima. Yo estaré en la mitad del muro sur, al pie, tendido en el suelo».
—Yo me arreglé —rió don Laurencio—. Por un porsiacaso, hablé a los dos diarios que trabajaban de noche, imitando la voz del jefe Ulloa, que si había una petición de obreros desde la cárcel, la remitieran al Noticiero… Pero llamaron al Noticiero, de entrada, por suerte.
—Todo estaba previsto —comentó Metri.
—¿Y si le faltaba el tiempo?
—Me sobró tiempo… hasta para hacer bromas. El único apuro fue anoche, cuando no podía provocar el contacto. Ustedes han adivinado que lo hice con la hoja del cortaplumas atado a un alambre de fardo; yo había visto enseguida que los dos cables eléctricos corrían abajo la cornisa a menos de dos metros del ventano. Si no hubiese sido por la sierrita alemana —mírela, es una joya—, con las limas solas no acabo en toda la noche. Con la sierra, me sobró tiempo para pegar de nuevo los barrotes con jabón dentrífico… el cual me sirvió maravillosamente también para apagar el chirrido.
—¿Y si no hubiese habido ni caño ni ratones? —preguntó el presidente.
—Hubiese elegido otro plan. Hay por lo menos tres absolutamente infalibles, en mi conocimiento.
—¡No! —exclamó él.
—Sí, general. El plan de San Juan de la Cruz, el plan de Benvenuto Cellini y el plan de Harún-el-Raschid.
—No embrome —dijo el presidente—. Fue una casualidad. —Y después añadió, parodiando a Alejandro:
—Si no fuera presidente, quisiera ser misionero.
—Yo, ni uno ni otro —dijo Metri—: Cuando era chico soñaba con ser presidente, pero después… se me han pasao las ganas…
—¿Desde cuándo?, diga, Metri —dijo Roca.
—No sé… Desde… desde…
—¡Desde que gobierno yo! —dijo Roca.
Ermete Constanzi rió modestamente.