«… Y sabrá S. E. que aquí, a causa de las deficiencias de la justicia regular, la gente se la toma ut sólitum por su mano, y hay muchos crímenes y homicidios…»[5].
—Sí; es la muerte más insólita y desconcertante que ha ocurrido en el mundo —dijo don Pedro Cormicq, el juez de instrucción—. El doctor Peñalba fue muerto por un fusil que se disparó solo mientras él dormía en cuarto cerrado a llave de una casa desierta. ¿Qué me dice? ¿Lo conoció usté?
Su acompañante era un fraile grande, fornido, de barba negra, vestido bastante irregular: una especie de grueso sayal jeromiano, pantalones blancos de soldados, botines patrios con polainas y un chambergo de paja. Pero era hombre tan bien conformado —alto, hombros anchos, cabos finos— y se movía tan flexible, que su irregular vestimenta no lo hacía ridículo, a modo de esas mujeres a quienes cualquier trapo les cae bien. O sería que toda la gente de la zona norte santafesina estaba ya habituada a verlo de patrio y a mirar con buenos ojos al gran misionero.
—Lo conocí de fama —contestó éste—, la cual no era muy buena.
—Pamplinas de la gente —dijo el juez—. Peñalba era buen amigo, hombre de mucha pericia en su profesión. Se vino de Cuba, a causa de la guerra que allá estalló contra los españoles. Era español, del Rif. Aquí siempre marchó derecho.
—Tuvo que ver con la policía de Buenos Aires, creo.
—Es falso —contestó secamente el magistrado—. Ésta es la casa. He dejado todas las cosas tal cual desde anteayer… menos el cadáver, naturalmente… sabiendo que estaba al caer el fraile amigo de los crímenes. Usté verá si éste no es despampanante.
—¡Cuidado! —dijo el otro, alzando un dedo—. No amigo de los crímenes, sino de las adivinanzas. No confundamos.
Habían llegado a un portal de hierro que por un caminito entre rosales daba entrada a un altillo; casita acomodada de pueblo: simplemente, un cubo revocado en cemento, con un balconcito en el segundo piso. El jardinillo se prolongaba a los lados de la casa, y terminaba en el fondo de la posesión, que era larga y estrecha, en una caballeriza y un alfalfar, tupido éste como una verde alfombra de pana. Detrás de la casa y a su derecha había una especie de glorieta hecha por cinco palmeras, entre cuyos troncos se había tendido un parral de esa uva dulce y un poco salvajina, que llaman uva americana, cuajada ahora de racimos negros y hojas verdeseco en aquel otoño chaqueño, plácido y triste como un desangrarse de algo, como un error sin remedio.
Al llamado del juez, un criollo viejo de barba entrecana, gordo y retacón él, se levantó de un banco de la glorieta y vino a abrir con pachorra. Era el jardinero.
—¿Ha pasado algo?
—Nada, doctor. Lo que hay es que yo quisiera recibir relevo, doctor.
—¿Qué te duele?
—Es muy triste esta casa, doctor. Hay algo negro y pesao aquí, doctor. Y yo tengo también que rebuscarme trabajo.
Abrió el portón sin prisa. Añadió después de vacilar un momento, con risita tímida:
—Esta madrugada me supe despertar de golpe, doctor, y andaba el muerto por mi cuarto con la boca abierta. ¡Patente, doctor! Me pareció, doctor. Usté puede reírse no más. Venga usté a dormir aquí entonce, dotor.
El juez de instrucción rió alegremente.
El nuevo amigo del padre Metri era un mozo excesivamente alto y flaco, medio encorvado y embarullado de miembros, de líneas angulares, movimientos a escuadra, con unos grandes quevedos de carey que le daban una gravedad humorosa. Traía un libraco en pasta española con un dedo adentro a guisa de señal, y accionaba con él acompasadamente.
Don Pedrito Cormicq llegó a miembro de la Suprema Corte; pero ahora era aquel muchacho macaneador y alborotado, lector infatigable, paseante solitario, pescador excéntrico, que Metri encontrara un día a punto de ahogarse en el Riacho Grande.
—Mirá —dijo al jardinero—, andá a buscar el ama de llaves del doctor a su casa. Decíle que la necesito. Y después te podés marchar. Mañana quedás libre, si llega, como tiene que llegar, a hacerse cargo el sobrino de Buenos Aires. Por acá está el despacho, padre Metri, el lugar de la tragedia. Atención, que voy a abrir la ventana sobre el jardín.
La tibia luz de una siesta de otoño se colaba por las rendijas y entró a raudales por la puerta, tiñéndose de un tono azulado. El despacho era una estancia empapelada celeste, grandísima; pero había tantas cosas en ella, y sobre todo tan desordenadas, que daba la impresión de no poder uno ni moverse. Las paredes azules desaparecían casi debajo de vitrinas con aves y alimañas embalsamadas, algunas de las cuales pendían del techo o encombraban las mesas; una biblioteca con volúmenes desparejos, un anaquel con instrumental quirúrgico, frascos, papeles y muebles heteróclitos. Pero lo más asombroso era una cantidad de armas de fuego de todas clases, de tipos antiquísimos, que llenaban los lienzos del muro en panoplias y rodelas arregladas de cualquier modo.
—Casa de viejo solterón —musitó Metri,
—De excéntrico —dijo don Pedrito.
Metri levantó con aprensión un estrafalario instrumento de fino acero con tres patas y una especie de monstruosa tenaza triple al otro lado.
—Sí… —musitó—. También esto me han dicho…
—¿Qué es eso? —preguntó el juez.
—¿No conoce? Es un basiotripsor.
—¿Cosa de médicos?
—O de asesino, según… —contestó Metri, meditabundo—. Un arma más alevosa que todas éstas juntas… a veces. ¿Usté no recuerda lo que dice José De Maistre?
—¿De Ma-ístre? —dijo Pedrito, con gran aspaviento—. ¿De Ma-ístre? ¿Ese autor que lee Gollán? ¡Ni me lo nuembre a De Ma-ístre, padre Metri! ¡Estoy harto de ese Ma-ístre!
—De Maistre dijo: «Tengo más terror de un médico impío que de un pistolero: porque del pistolero me puedo defender, y además el pistolero a veces va a parar a la horca».
—Mi desdichado amigo no fue un bandolero —protestó don Pedrito—. ¿Se da cuenta qué colección?
—Debió de tener plata…
—Parece. Son todas armas antiguas, estrafalarias, como usté ve. Una de ellas, peor que estrafalaria, ¡siesta! Debió de ser…
—¿Cuál fue? —preguntó el fraile.
—Mire, ¿quiere encontrarla? Acomódese en ese sillón tal y como estaba el muerto, y vamos a reconstruir policíacamente el caso.
El fraile retiró con una vaga sensación de asco la mano del respaldo de un viejo sillón de mimbre, y observó que la había tenido sobre un grueso coágulo obscuro con —¡Jesús!—, un trozo de cuero cabelludo. Todo el respaldar estaba cruentado horrorosamente, y dos o tres gruesas roturas marcaban allí el paso de voluminosos proyectiles. El juez cubrió con hojas de diario esas señales siniestras. El fraile se sentó con aprensión.
—Vuelva la cabeza a la derecha, como quien duerme. El brazo derecho caído, con un cigarro en la mano. Los pies dentro de este fuentón con agua tibia. Aquí está a mano todavía la caja de cigarros. Abra los ojos, ahora.
El fraile, al obedecer, vio asestada contra su cabeza la negra boca de un enorme mosquete suspendido de la pared frontera. Danzó una exclamación de asombro. La pared estaba ennegrecida por el fatal fogonazo.
—Es un arma inverosímil —dijo—… ¿Por qué estaba cargada?
—Tenía la manía de cargarlas y disparar con ellas, para desesperación de los vecinos —contestó el otro—. Muchas otras lo están todavía. La carga de ésta era formidable: recortados de plomo, bulones, remaches y tuercas. Una carga de trabuco con un cuartillo de pólvora. El efecto fue horripilante. La mandíbula fue hecha trizas, un proyectil salió por la nuca, encontramos, un diente en la masa encefálica… ¡Pobre Peñalba!
El fraile se había puesto de pie y contemplaba con ojos como dormidos el fuentón de zinc, el sillón, la caja de habanos y la cenicita a mano derecha.
—Accidente casual, imposible… —murmuró—. Una casualidad puede inflamar un arma, y otra casualidad puede apuntar un caño, y otra casualidad marcar el tiempo; pero tantas casualidades no andan nunca en yunta. Es simplemente absurdo. El fusil no tiró solo.
—Lo malo aquí es que otra suposición cualquiera es más absurda todavía —añadió el juez vivamente—. Fíjese, padre Metri. El doctor Peñalba se recostaba aquí cada día a las once de la mañana, con las pantorrillas en un baño tibio de sublimado… para curarse una linfagitis… y un habano en la boca. A veces se dormía. La mujer que cuidaba la casa entraba entonces a ver si faltaba algo, y cerrando la puerta con llave, se iba después adonde su hija hasta la una, hora en que volvía a servirle el almuerzo.
»Sucedió que anteayer el doctor le dio franco la tarde, por tener ella su hija enferma, moribunda mismo. De hecho murió aquella noche también ella, la hija. Así que entró la mujer, preguntó si faltaba algo, cerró con llave y se marchó. Antes de una hora después suena adentro un cañonazo. El jardinero, que estaba allá mismo ocupándose de aquella jaula de bicharracos, se vino corriendo a la puerta, cerrada; llamó a gritos a los vecinos, y dejando entonces dos de ellos de guardia se fue a buscar la llave de la puerta, muy alarmado. Cuando abrieron, encontraron… lo que le dije.
»Si el fusil no tiró solo, entonces lo dispararon desde lejos, por medio de alguna magia o brujería. Mire, Metri, yo he leído…
—¿Y el cigarro? —interrumpió éste.
—¿Qué cigarro?
—El pucho del cigarro. ¿Dónde estaba el pucho del cigarro?
—¡Qué pucho! ¡Ah, entonces usté no sabe! Éstos son habanos Monterrey, padrecito, puros de hoja, ochenta pesos la caja. Usté no sabe lo que es bueno. Un cigarro de éstos se quema hasta lo último, dejando apenitas unos grumos de ceniza blanca. ¡Qué cigarros!…
Tomó un grueso puro de la caja con cierta duda. Lo crujió con la uña, lo olió, le mordió la punta, lo sujetó en los labios.
—En servicio de mi amigo, y para que usté vea… —dijo.
Lo encendió, parpadeando los dos ojos y soplando suavemente —un viejo tic que tenía—, y tumbándose en una butaca, se puso a dar nerviosas chupadas, ennubolándose como una chimenea.
—Puro aroma y humo —decía—; cigarros hechos de puro humo, de aroma, de ilusión, de ensueño y de pereza en las tardes nubladas y frías… ¿Quiere uno? ¿Usté no fuma?
El fraile estaba entretanto al lado de la monstruosa arma homicida, descolgando una a una la panoplia. Sacó una rica pistola morisca de largo cañón damasquinado y culata de marfil; luego, un pistolón brutal hecho en herrería campestre, un Colt americano de caño aserrado… La colección estaba hecha sin inteligencia alguna; simplemente se habían adquirido armas viejas y raras. Cuando alcanzó a descolgar el mosquetón, Metri se hizo cruces.
—Esto es asombroso —dijo—. Es un arma viejísima, una especie de arcabuz con cazoleta o un fusil de chispa; esto es del tiempo de la Independencia o más… ¡Qué! ¡Mucho más! Parece un arma del tiempo de Carlos Quinto, de esas que se disparaban sobre un trípode, aplicando una mecha al oído. Sí, aquí está la horquilla agarrada al garfio; ella fue la que sujetó el arma en el disparo, y con eso y todo, casi descuaja el garfio el coso este. ¡Qué cosa bárbara! Se necesita ser loco para tener este armatoste cargado… y para suicidarse de ese modo.
El juez lo miraba sonriendo, sentado en la ventana, entre aromática niebla.
—El doctor ha sido asesinado —dijo.
—¿Y cómo?
—¡Eso quería yo saber! ¡Por medio de un disparo a distancia! Fíjese, éste es el libro de las memorias de Gaboriau, jefe de policía de París. Está lleno de crímenes raros, pero que después parecieron sencillos. Una vez un tipo mató a otro disparando desde una ventana una pistola que estaba en la mesa, por medio de un doble hilo de seda invisible que enrolló al gatillo y retiró después tirando de un cabo, para hacer creer en un suicidio…
El fraile estaba manejando el pesado arcabuz, examinándolo, oliéndolo y creo que hasta lamiéndolo casi.
—Sí —dijo sin volver la cabeza—; pero esto no se dispara con un gatillo; esto, no lo olvide, es una pequeña pieza de artillería ligera… ¿Y la llave? —dijo de pronto.
—¿Cuál llave?
—La de la mujer. ¿No la habrá podido dar a otro?
El otro guiñó los dos ojos y emitió un suave silbido o soplido de impaciencia.
—Lo he considerado —dijo—. No puede ser. Una llave la tenía el doctor, está aquí; la otra la llevaba la mujer en un llavero al cinto; estuvo cuidando a su hija entre una punta de gente, todos la veían. Y además… ¡una gran siesta!… como diría Gollán… ¿no ve usté que si alguno hubiese entrado, lo hubieran pillado al salir? ¿Por dónde salió, después del tiro?
El otro no lo oía más, ocupado otra vez en examinar el arma sobre la mesa. El juez charlaba, entretanto.
—Otra vez —dijo—, volviendo a Gaboriau, un arma se disparó por un rayo de sol que pasó por una jarra de agua, la cual hizo de lente ustoria. Pero un tipo había preparado antes la combinación fotogénica matemáticamente. Aquí no hay nada. Aquí tienen que haber sido los rayos del gringo Marconi…
Miró a su desatento compañero —que había metido la nariz en la cazoleta del arcabuz y fruncía toda la jeta, como un perdiguero que estudia un rastro—, el cual se volvió súbito hacia él y le dijo con brusquedad:
—¿Quiere apagar ese cigarro y tirarlo? Me está estorbando.
El otro obedeció con sorpresa, maquinalmente.
—¡La gran siesta!… como diría Gollán —rezongó.
El fraile volvió con afán a su extraño manipuleo.
—Como le iba diciendo, hay un italiano en Londres que inventó un telégrafo sin alambre, con el cual puede disparar desde una legua de distancia un tiro o dar un ñoqui a otro tipo que está en la loma del diablo, adentro de un calabozo. La Nación lo dice.
—Patrañas de los diarios —repuso el fraile, sin interrumpir su examen.
—Son ondas de electricidad, por supuesto, como en el telégrafo; sólo que no precisan alambre y se vienen no más solitas por el aire para donde quiera el ingeniero.
—Patrañas para los bobos —gruñía el fraile—. El aire no atraviesa paredes. Non datur actio in distans, como dicen los filósofos. Eso es imposible. Déjeme en paz con esas patrañas. Para ir de un extremo a otro hay que pasar por un medio, dice Aristóteles. Eso no tiene sentido común…
—¿Y eso qué tiene que ver? —insistía el otro, muy picado—. La ciencia moderna…
Pero en este instante el fraile alzó algo de sobre la mesa, olió, y se volvió al otro con un aspecto tan excitado como si le hubiesen pegado. Los ojos casi cerrados echaban chispas. La voz sonó alta y trémula.
—Don Pedro —barbotó—, esto es algo de lo más raro y de lo más simple. Era verdad que el mosquete disparó solo. ¿Tiro a distancia, dice usted? Mucho más fácil que eso. ¿Qué le parece si dijéramos tiro a plazo?
—¿Cómo tiro a plazo?
—Sí. Figúrese que yo agarro y le digo a esta culebrina: «Usté quédese aquí sólita, y de aquí a una hora revienta y me destroza aquel fulano»…
El juez empezó a parpadear y sopló como cinco veces. Un rayo de luz cruzó su mente y se perdió, se apagó de nuevo. El padre Metri se había interrumpido, inmovilizados de sorpresa sus ojos sobre dos personas que ingresaban al atrio rápidamente:
—¡Bárbara Marchesi! —exclamó—. ¡Usté!… ¡Es posible!…
—Ésta es la persona que hacía la limpieza —anunció bruscamente el jardinero—. Buenas —y se marchó sin más cumplidos.
La mujer era una señora de negro, de talla mediana, joven aún, a pesar de mechones pálidos en la opulenta cabellera bronceada, que mal contenía un pañuelo de seda. Aun vestida con suma pobreza, había un sutil aire de suma distinción en ella. Parada en el umbral, había roto en sollozos exagerados.
—Padre Metri —balbuceó—. ¡Mi hija! ¡Qué me dice usté de mi hija!
El sacerdote se volvió al otro y le dijo:
—Voy a hablar con ella.
—¿La conocía usté? —dijo el juez.
—¡Figúrese! —replicó el otro—. Su finado marido fue mi mayor bienhechor y amigo. Su padre fue como hermano conmigo.
Y antes que el juez pudiera protestar, se alejaron dos figuras hacia la glorieta, ella sollozando sin cesar, él monologando gravemente. Allá se dejó caer la mujer sobre el banco, y el fraile permaneció de pie ante ella, apoyado en una palma. A la luz mate del cielo nublado, en medio del jardín viejo y desolado, sobre la alfombra flava de las hojas secas, las dos oscuras figuras decían de una dramática tristeza sin esperanza.
—¡Pamplinas! —dijo Pedrito Cormicq, lleno de impaciencia.
Encendió otro cigarro, se sentó en el poyo de la ventana y se enfrascó en la lectura del tomo de Gaboriau resueltamente.
Cuando salió de ella, había consumido el cigarro y más de medio libro; miró, y las dos figuras no se habían mudado, pero ahora dialogaban con animación.
—¡Eh, vamos, es para hoy esto o vamos a pasar la noche! —les gritó con impaciencia; pero ellos no dieron la menor señal de oírle.
Tuvo un impulso de agarrar y marcharse; pero la curiosidad lo retenía.
—¡Una gran siesta!… como diría Gollán.
Agarró otro cigarro de la caja, guardándolo cuidadosamente en el bolsillo del chaleco. Tomó de nuevo el libro, acercó una butaquita, reclinó la cabeza en la reja y empezó a devorar páginas. Pero esta vez el tirón fue más breve; un momento después se levantó a mirar con impaciencia.
Las dos figuras venían hacia él lentamente, departiendo con gravedad.
—¡Acabáramos! Una confesión general —dijo, arrufado—. Para eso está la Iglesia. No te digo nada; ni que fueran los pecados míos, que deben de ser muchos más que los de doña Bárbara.
El fraile empezó solemnemente.
—La señora doña Bárbara Marchesi de Bengoa ha comunicado su decisión de partir a Corrientes, donde está su otra hija, cuanto antes pueda. ¿Puede hacerlo hoy mismo, don Pedro?
—¿Por qué no? Nadie más libre de sospecha que usté, señora —dijo el juez, compasivamente—. Y le conviene huir el recuerdo de estos horribles sucesos, olvidar a su pobre hija…
—¿Sabe usté de qué murió? —inquirió el fraile.
—Sí; es decir… Creo que del corazón, insuficiencia.
—Así es —respondió gravemente el otro—. ¿Quiere hacerme el favor de acompañar a esta señora?
Había ya un ancho crepúsculo dorado, triste. Los crepúsculos de otoño en Reconquista encienden medio cielo en una polvorosa purpurina tan espesa, que parece como si un gran navío blanco, rojo y turquí pudiese navegar en ella. Pero la nebulosidad de este día sólo dejaba colar una luz cenicienta y mate, inmaterial y opresiva. La mujer lloraba de nuevo. El juez se sentía oprimido.
—Hay algo negro y pesado aquí —repitió, como el jardinero; pero de súbito recordó y dijo—: Antes acabe, padre, lo que estuvo diciendo. ¿Cómo fue eso del tiro a plazo?
El fraile titubeó un rato, mirándolo con embarazo:
—¡Ah, si! —dijo—. Bueno. Eso es. Ahora caigo. El tiro a plazo. No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. Es un refrán español. Quería decir yo que cuando hay deuda de sangre con Dios, ésta se paga al llegar el plazo, aunque un fusil tenga que tirar solo. Sí, el pecado es una especie de fusil que tira solo…
Y girando sobre sus talones, se largó a los trancos.
Y de la otra, que había recaído en su mutismo, el juez no logró sacar nada, fuera de llorosos monosílabos.
Tres o cuatro años más tarde, don Pedrito Cormicq era juez de primera instancia en Santa Fe, puesto bien merecido, por su decencia y talento… y conseguido por una buena cuña. Supo que estaba en el colegio de los jesuitas el padre Metri, haciendo un retiro espiritual o algo así, y convaleciendo por orden del obispo de una seria caída.
Se fue a visitarlo. Entró en el histórico colegio de Garay y Hernandarias; la portería estaba aún en la parte antigua. Contempló los pesados porches, los arcos bajos, los muros macizos, el patio de los naranjos, el claustro sin adornos, cluido de sombra fresca y recogimiento; y vio después el nuevo colegio cabalgando encima y devorando al otro, ramplón y cuadrado galpón con adornitos charros, casillero incómodo y chato, sin confort ni belleza, disparate arquitectónico y práctico del costo de un millón de pesos.
Los nuevos jesuitas de ahora no poseían la vitalidad de los antiguos, al menos a juzgar por… La fealdad es mala seña: dondequiera hay falta de belleza, hay falta de vida. Sea moral, sea intelectual, sea física. La ley es ésa, es una ley biológica, ¡la gran siesta!…
Interrumpió sus reflexiones acres la callada llegada del padre Metri. Cuando lo vio, las exclamaciones efusivas que traía en la lengua se le atracaron. El misionero estaba mudado, avejentado, medio canoso, con una figura de agobio. Le dio una impresión de lástima. Se demoró en preámbulos de cordialidad; pero al cabo, después de largos rodeos vacilantes, el juez se dirigió a su tema.
—¿Ha olvidado el caso del doctor Peñalba? ¡Cómo va a olvidar! ¿Recuerda lo que me dijo del disparo a plazo? Yo caí después en lo que usté quiso decir: una mecha, es evidente. Era un fusil de mecha. Ahora, quién la puso, el doctor o algún otro, y por qué motivo, nunca se supo.
El fraile empezó a hablar débilmente a sí mismo.
—Ya se acaba tu carrera, Metri. Descargarte de tus secretos. Esta historia ya no puede dañar a nadie. Le conviene al juez conocerla —dijo.
Levantó la voz y encontró de nuevo su antiguo tono de narrador que tantos triunfos le diera, esa voz monótona, incisiva, prieta de emoción represada y rompiendo en clarazones imprevisibles.
—Una vez —dijo— hubo una joven viuda con dos hijas, la menor de las cuales era excesivamente hermosa. Codiciada, por tanto. Se casó muy bien. La casé yo. Se casó con el mejor partido del pueblo, un gallardo hombre de gran fortuna, hijo de un poderoso estanciero de la zona. Había sido un poco calavera; o mucho, lo mismo da; chinero, como dicen allá; mujeriego hasta decir basta. Son cosas de jóvenes, usté sabe; la juventud tiene que divertirse. Sirve hasta para adquirir experiencia de padre de familia. Al fin y al cabo, esos que han echado un poco el cohuelmo son después los mejores maridos.
»Ella era casi una niña, Martha Bengoa Marchesi; la veo todavía… Que se recuerde, jamás hubo en Goya boda más lucida, ni pareja mejor concertada, ni madre más feliz, ni novia más bella; y la unanimidad del regocijo popular en torno a ella fue cosa nunca vista…
—¡Ah, viejo! No me venga aquí a hacer propaganda del Santo Sacramento —dijo don Pedrito, con un aspaviento inverosímil de sus largos brazos. Ya sabe qué yo nací para buey suelto, como diría Gollán.
—Espere. Unos meses más tarde la volví a ver de paso en Vera, y la encontré desmejorada; más aún, marchita. Estaba pálida y con dos suaves ojeras violetas. Parecía que una helada… Parecía talmente que una helada hubiese pasado sobre un duraznero en flor. ¿Sabe qué había pasado?
—No sé.
—Este… contaminada.
—¡Ah!
—Se supo después. Ella lo atribuía al anuncio de su próxima maternidad, que la llenaba de ilusión. Dio a luz antes de término; se encontró en la cunita blanca, digamos llena de encajes y tules, con un monstruo lamentable, con un pequeño horror que había costado mucho y había que hacer desaparecer cuanto antes en secreto y bajo tierra.
—Evidente —dijo el otro—. Está bien. Pero no poetice, padre. Eso es más común de lo que usté cree.
—El contragolpe moral fue aterrador. Nadie lo supo bien, fuera de la madre de ella. Una esperanza inmensa tronchada en seco, una ilusión segada al ras de la carne viva. Pues bien; ese suceso horroroso se repitió cinco, seis… yo no sé cuántas veces.
»La consternación de la joven crecía hasta la desesperación. Usté figúrese. Ansiaba dar un hijo a su marido, a quien amaba siempre más, con un apego increíble; lo deseaba para ella, con esa ansia de ensueño que nosotros no creo podamos nunca mensurar… es cosa de las mujeres. Y vez a vez ese resultado atroz; y la esperanza que renace después más desesperadamente hambrienta y avasalladora. Y con esto, celos del marido y un amor indomable.
—¿Y el otro, qué? —inquirió el juez.
—Volvió a las andadas, a correr tras las polleras; eso sí, con mayor precaución y cierta decencia relativa. Cazaba en coto ajeno, si podía. Se creyó sano, por un tratamiento de tres meses de un médico judío…
»Lo raro del caso es que cuando todo el mundo conocía la tragedia y estigmatizaba al canalla, su mujer no sabía nada, creía estar enferma del corazón, hacía tratamientos y viajes periódicos a Buenos Aires, y tenía a su marido en un nicho en lugar de Dios. ¿Cómo explica usté esto?
—Y… como diría Gollán: así son nomás las mujeres. No las comprende ni Aristóteles.
—Hay mujeres —expresó el fraile reflexivamente— que comunican a su amor una especie de calidad religiosa, una especie de infinitud mística desmesurada. Tal vez haya hombres también, pero son más raros. Lo que nosotros decimos de la tendencia primordial e incontenible de la voluntad hacia el Último Fin… sí, eso es. Normalmente, ella debe desdoblarse en una tendencia absoluta y trascendente hacia arriba, al Ser Supremo, y en varios arroyuelos diferentes, hacia los seres creados. Aquí se da una involucración, una mixtura bárbara y turbia del amor místico y del amor profano; adoptan hacia un hombre las actitudes de adoración, de total sujeción y de aniquilamiento de la personalidad que sólo Dios merece, ¡pobres almas! Se ponen de rodillas delante de un ídolo, incondicionalmente…
—Dostoiewski —exclamó el otro, que seguía la divagación con ojos perdidos, ensimismado—. Las heroínas de Dostoiewski. El mismo caso.
—No conozco esa familia —replicó el fraile muy serio.
El hermano portero, un leguito menudo, delgado, de cabeza grande, viveza ratonil y grandes ojos de niño, entró titubeando en la salita adornada del retrato de don Patricio Cullen y buscó en la semioscuridad a los huéspedes. Encendió la luz y dijo:
—Padre Constanzi, ¿usté preguntaba por el padre Roca?
—Sí —dijo el misionero.
—Ha vuelto del médico; está a su disposición en su aposento.
—Gracias, hermanito. Voy enseguida —dijo el fraile.
Miró a su visitante, y preguntó:
—¿En qué estábamos?
—En el crimen —dijo el otro—. En la muerte del médico Peñalba. ¿Qué tiene que ver con todo esto el fusil que tira solo?
—Y bien —prosiguió el cura—; ella fue la última que lo supo, si es que una vez lo supo; quiero decir, la causa verdadera de sus incurables y multiformes achaques, de su horroroso martirio de cuerpo y alma. El amor le vendaba los ojos. Es decir, a lo mejor hubiese sido un golpe tan sobre todas fuerzas humanas, que misericordiosamente la naturaleza le hacía cerrar los ojos a la verdad ultraevidente. Sí, creo que nunca lo supo hasta que murió. Murió como una santa, Dios sea loado. Su madre fue quien lo supo la penúltima.
—¿Y el doctor Peñalba?
—¿Comprende usté la infinita indignación de esa madre al conocer la infamia que se había cometido con su hija? Le digo a usté que el Norte santafesino es una selva bruta, no hay ley ni orden, se vive al albur del azar o de la Providencia…
—La infamia cometida por el yerno… —apuntó don Pedrito, atento a no dejar divagar.
—El yerno ya estaba en el manicomio, atacado de parálisis general —dijo el otro incisivamente—. Había otro culpable, tan culpable como el otro a los ojos de la madre ofendida. Era el médico de la casa, que sabía y calló, que dejó hacerse las bodas, que cerró la boca, ¿entiende usté? —y su voz se levantaba en tonos agudos—, por dejadez o interés, la boca cerrada con esa sonrisa cínica, con ese rictus de mofa o desprecio, que lo hacía tan repelente. Pudo prever el desastre, lo vio venir, y lo dejó llegar despiadadamente.
Don Pedrito no pudo retenerse. Silbó dos o tres veces, guiñando los ojos; se alzó y dio dos o tres vueltas en redondo. Se sentó de nuevo y preguntó con dureza.
—Esa mujer que parecía una santa, doña Bárbara… premeditó una atroz venganza y la puso por obra con habilidad demoníaca. ¡La gran siesta! Ni un solo instante sospeché de ella. ¡Brava la mujer, caramba!
—No —dijo el fraile—, no es así, no premeditó nada. Sus sentimientos religiosos a la larga hubieran sofocado su rencor, si una maldita casualidad no la hubiese tentado sobre sus fuerzas. Estaba de sirvienta en casa del médico… Otra desdicha. Se les derrumbó la fortuna cuando la crisis, como usté sabe, como a tantos otros. Tuvo que entrar a trabajar. Y de repente, supo. Cuando supo, su humillación la enconó más, la humillación de servir al malvado. El día que iba a morir su pobre criatura, estaba fuera de sí, y fue presa del antiguo demonio llamado Némesis. Al entrar al despacho de su malhechor, lo vio dormido, un cigarro humeando a su lado, y asestado casi sobre él un mosquete que ella viera cargar y también disparar por medio de una mecha. La acción criminal fue instantánea y no duró ni un minuto: tomar del suelo el cigarro y colocarlo punta arriba en la cazoleta cebada de pólvora, corregir la puntería… Una hora después, su acción instantánea era irremediable. Dos horas después estaba arrepentida, pero inútilmente.
El juez de instrucción se había puesto a trotar en redondo por la habitación en gesto de asombro, castañeteando los dedos de su larga diestra, que parecía un aspa.
—¡Siesta! —decía—. ¡Qué cosa bárbara! ¡Una mujer! ¡En el Norte no hay justicia! ¡Andamos con la ley de la jungla, como fieras! ¡Hay que volver a la religión católica, a la monarquía… y a la pena de muerte, como diría Gollán!
Se encaró con el fraile y preguntó:
—¿Dónde está ahora ella?
—Fuera de sus garras, don Pedrito.
—No… No piense mal de mí. Ni por asomo se me ocurre. Curiosidad no más era. Dios la debe de haber perdonado.
—Volvió a su tierra natal. Está en Europa. Debe de estar de lega visitandina en algún oculto convento de Italia.
El padre Metri se levantó pesadamente, suspirando, y se encaminó a la puerta. Al llegar a ella se volvió y envió a don Pedrito un extraño saludo con la mano, acompañado de una prolongada sonrisa triste, y se fue.
Algún tiempo después, don Pedrito descifró que aquel amigable y ceremonioso saludo quiso decir que no se volverían a ver más en la tierra. Algún tiempo después, quiero decir, al suceder la postrera muerte del padre Metri.