«El autor del horrendo crimen del Cerro está a punto de caer y no escapará ya de las manos de la policía, las cuales ha burlado dos veces, que se están cerrando sobre él. Felicitamos al comisario Prendes y nos congratulamos junto con la justicia de la rápida “reivindicación” de este suceso luctuoso que ha enlutado un sector distinguido de la sociedad montevideana…» decía la prensa del sábado 11.
El fraile que leía este recorte, sentado ante una mesita de pino blanco cubierta de papeles, dio una especie de gruñido o quejido y dejó caer las manos sobre ellos. Era el famoso Metri, jeromiano de fantasía.
A su vuelta de Italia había sido castigado por sus superiores por un escándalo que promovió en el buque. El castigo no fue cosa mayor, una semana de ejercicios espirituales y tres meses de reclusión en el convento de Montevideo, la hermosa capital, donde el misionero del Chaco tenía amigos, como en todas partes —y enemigos—. Uno de ellos —un amigo— lo tenía en preocupación grave. Perseguido por asesinato. Nada menos que el doctor Werne. El barbudo sayal salió de su abatimiento, como quien se sacude y siguió leyendo recortes: «Éstos son anteriores», musitó entre dientes.
«La policía de Buenos Aires ha identificado el reloj del feroz asesino que el pueblo ha dado en llamar la bestia argentina. Prácticamente la investigación está terminada. El paradero se ignora, pero no puede ser por mucho tiempo. Del país no puede salir, ni siquiera de la ciudad; y la campaña está vigilada. Tendremos al tanto a nuestros lectores… Cuando se sepa quién es, el mundo quedará atónito. No podemos decir más por ahora», informaban los diarios del domingo 5.
El tercer recorte, roto nerviosamente con los dedos y no recortado, era intermedio (miércoles 8) y decía:
«El sujeto buscado por la justicia como responsable de la muerte violenta del Lalo Ordóñez Siqueira, cuyos horrendos detalles conocen nuestros lectores, ha burlado por segunda vez a la policía. Había llevado su audacia hasta esconderse como enfermero en el Hospital de la Merced. Se trata de un ser diabólico. Se sospecha que tiene amigos en el establecimiento y aun en toda la ciudad. El grueso reloj de oro con las iniciales C. H. W. ha sido enviado a Buenos Aires para su identificación…».
El jeromiano dejó escapar una risa sardónica. El doctor Werne (¡la bestia argentina!) era uruguayo y conocidísimo en Montevideo, aunque ejerciera desde mucho ha en la Argentina. El fraile recordó la entrevista febril y terrible del día anterior. No reconoció al principio a su amigo a través de su hábil disfraz y sobre todo de su terrible demudación: parecía realmente un enfermo —y sin duda lo estaba—. No podía hablar. Le puso el paquete de papeles en la mano y le rogó con voz ronca que lo salvara. El locutorio era terriblemente abierto, y un delgadísimo tabique tan sólo lo separaba del refectorio; y aquel hombre se ponía a hablar y gritaba. Para mejor el lego portero tenía la manía de bichar. Pero el aspecto y los gestos del extraño visitante eran más elocuentes que toda narración, y en los papeles estaban todos los datos. ¡Werne! ¡La distinción y la corrección en persona, el gran clínico y académico! ¡Perseguido y acorralado por la policía, sospechado de un crimen inverosímil!
El fraile empezó a leer de nuevo la documentación del absurdo asesinato. Tenía todos los datos, Una pesquisa es una investigación científica. Nada importaba que no pudiera salir, al contrario; se trataba de meditar; y estaba ahora obligado a meditar cinco horas por día en el silencio profundo de «los ejercicios de la comunidad», así se lo había explicado al hombre de la faz desencajada, el cual sin embargo no quería aquietarse… El fraile suspiró al levantar una hoja de papel de oficio garrapateada: Informe del comisario Prendes.
Debajo una mano febril había escrito con lápiz:
«Conseguí este borrador a precio de oro. Aquí está todo…».
El fraile leía esta vez rápidamente, saltando frases enteras, los trazos toscos, confusos y caóticamente tachados, interlineados y corregidos:
«… Este crimen es un cúmulo de absurdos, de los cuales el principal es el siguiente: parece cometido a la vez por un gigante y un enano.
«El cadáver tiene arañazos, repelones y mordiscos; y ha sido muerto por dos golpes violentísimos, hercúleos, uno en la sien derecha y otro en el vientre, los dos mortales de necesidad.
«Los mordiscos son de una bestia (¿coatí?, ¿mono?, ¿gato onza?) en el antebrazo la oreja, la mejilla derecha. Por desgracia son indistintos, aunque se notan perfectamente los dos caninos de arriba. Los moldes de cera no han resultado…
«¿Qué hacen un enano y una bestia donde luchan dos gigantes? El Lalo Ordóñez era formidable y se defendió con desesperación. Las malezas están hechas pedazos en torno, el terreno trillado y pulverizado. Maldita la lluvia que borró las huellas… Aunque no todas, por suerte. Para matar a un atleta, un gigante sólo es más eficaz que un gigante y un enano: el enano estorba.
«¿El móvil fue la venganza o el robo? En los bolsillos del interfecto se hallaron dos libras esterlinas y dos billetes argentinos de cien falsificados (asunto del comisario Lastiri) y en el barro del campo de batalla la rastreada encontró tres objetos de oro: un arete de mujer, una medalla de la Virgen y un estuche en forma de lapicero que contiene un termómetro y una fina lanceta.
«¿Por qué el atacado no hizo uso del revólver que llevaba? ¿Por qué no huyó? ¿Por qué no gritó? En el rancho de los Maquenna, a 500 metros del lugar del suceso, oyeron al anochecer agudos chillidos de animal; ningún grito humano. El padre ausente, la mujer supersticiosa se asustó y se encerró con los chicos.
«¿Por qué el asesino eligió para su hecho un lugar tan ostensible, casi la cumbre del cerro, entre los dos caminos de acceso? ¡Poco más, la plaza pública! Sin embargo, nadie lo vio bajar. Desierto a causa de la tormenta que se venía ¿o exitosa cautela de un malhechor avezado?
«Sin embargo, el crimen fue premeditado y alevoso. La víctima no esperaba a nadie, se había echado a descansar en el pasto; cama de hierba a pocos pasos con señas de cuerpo humano claras.
«Huellas del asesino: un reloj de oro antiquísimo, modelo alemán, grandote, con cadena corta y maciza, muy valioso; un trozo de camisa de seda en el puño apretado del muerto; una pisada de hombre, zapato gastado fino, que se salvó por chiripa de la lluvia al lado de una roca, por venir la lluvia de soslayo. Esto basta. Cuando lo hayamos agarrado, explicará él todos los misterios, no hay que afligirse. Lo haremos cantar.
«Buscar por el lado del circo Sarrasani, un animal como comadreja, o gato onza, y un atleta. El golpe de puño en el vientre denota un boxeador experto; es uno de los golpes prohibidos, para el cual prácticamente hay que tirarse al suelo. Muy peligroso para el que lo da, si yerra. El golpe de la sien está hecho con un objeto duro, piedra, bastón o puño de hierro.
«¿Cómo se concilian estos golpes mortales que parecen dados a un dormido, con los arañazos y mechones de pelo arrancados, y la violenta lucha que aconteció sin lugar a dudas?
«El muerto está semidesnudo, en mangas de camisa, y ésta, como los pantalones, desabrochada y rota. Tiene lastimados los nudillos del puño derecho y roto un dedo. Debe haber señalado terriblemente a su agresor. Se defendió con furor; pero ¿por qué en silencio y a mano limpia? Le iba la vida ¿y guardó las leyes del boxeo, como en un ring? Extraña gentil hombría. Espíritu deportivo fuera de sitio. Generosidad incomprensible; y más en un “nene” como el muerto.
«El ensañamiento del asesino denota móvil venganza. Los objetos valiosos desparramados, móvil robo. La lógica diría ambos juntos. Pero la forma y circunstancias del acto excluyen los dos. Esto no es el hecho de un criminal sino de una bestia.
«Antecedentes del muerto, pésimos. Capaz de cualquier cosa. Señor de horca y cuchillo en su estancia del Cuareim, patotero distinguido, tres entradas por tumulto, lesiones y embriaguez, acusado de homicidio y absuelto por defensa propia… o coima; sospechado de contactos con los monederos falsos, relacionado con el hampa, copropietario de un pasquín en Buenos Aires.
«Buscar por el lado de los peringundines del puerto; hacer hablar a las mujeres…
«Comunicar todo esto a la policía de Buenos Aires; colaboración… Seguían unas líneas confusas.
El cura, después de musitar para sí dos o tres cosas, quedó pensativo; después se levantó y fue a cerrar su puerta con llave: había sonado una campana estridente… «¡Lectura espiritual! —dijo—; ¡valiente es la que estoy haciendo!…».
Tomó de sobre la mesa una carta sin firma.
«¡Sálveme, padre Metri!
«Estoy perseguido por asesinato. Las circunstancias deponen contra mí, como verá usted en la relación adjunta; y aunque nada probarán fuera de ellas si me prenden, mas solamente que estuve cerca del cadáver, como es verdad; con todo debo obligadamente esconderme. En estos momentos sería desastrosa para mí la prisión.
«Verá Ud. lo que ha pasado.
«Vine a Buenos Aires en busca de mi novia —si tengo derecho a llamarla así— la doctora Virginia, de la cual me ha oído hablar. Me comunicaron que había desaparecido de su casa y me alarmé mucho. Le he contado a usted sus dos “fugas” anteriores, cuando huyó de casa de su padre en Rosario para venir a estudiar medicina en Buenos Aires, siendo jovencita; y una vez que tenía que operar con Houdais y desapareció presa de pánico y la encontraron después en Punta del Este inmémor de todo.
«Esta mujer es el todo para mí, padre. Algún día la verá y lo comprenderá. Es una mujer extraordinaria. No haga caso de lo que ha oído decir al vulgo grosero y maldiciente. Les parece machona porque simplemente es un ser humano completo; y esa excentricidad de sus gestos y gustos varoniles es accidental en ella, solamente una pose para desafiar la imbécil opinión provinciana, adoptada desde niña contra la resistencia a su genio del medio chato y rutinario; a mí esos gestos me parecen no ya disculpables sino admirables; la verdad es que estoy como loco por ella. Es una real mujer.
«Perderla ahora sería peor que la muerte, no hay palabras para decir eso, mi caro amigo y hermano. No me quiere todavía, por desgracia, o no lo deja ver, o yo no estoy seguro; somos dos buenos camaradas de profesión y dos buenos amigos. Ya no somos jóvenes los dos, aunque viejos tampoco. Es la solución del problema bravo de mi existencia, el descanso al fin. La conocí poco antes de exiliarme a Buenos Aires, después de mi fracaso político y fue el deslumbramiento; la conocí de cerca, quiero decir ¿quién no conocía de nombre, o de mal nombre, a la famosa médica feminista? Pero conocerla de cerca es todo lo contrario. Lo más extraordinario en ella es su modestia, si no fuera su caridad, su humanidad, o como dicen ahora, su humanismo; o su talento. En fin, no quiero hacer su loa, que usted reputará chochera. Pero decirle que para mí es la vida, la riqueza y el edén, es poco.
«Toda mi vida ha sido un continuo conato, una lucha y una especie de defensa: usted sabe bien lo que he sufrido, o mejor dicho, nadie lo sabe. He subido a la honorable situación que gozo —que gozaba— a costa de un esfuerzo ininterrumpido de muchos años y contra los mayores contrastes del medio ambiente, del azar, del despotismo y de la envidia. Ahora llegaba para mí la felicidad, y un premio mayor de lo que se puede soñar y he aquí esta diabólica combinación de muerte, una bestia que irrumpe, una muerte, una fatalidad. Dios no me quiere.
«Pero noto que estoy hablando de mí —¿qué importo yo?— estoy olvidando la narración del suceso, que es adonde iba. Prosigo.
«Vine, pues, a Montevideo y vi a la tía de Virginia, que me había telegrafiado: faltaba hacía tres días de casa y no se daba con ella. Tranquilicé como pude a sus familiares, aunque yo estaba más inquieto, volví al hotel y me puse a buscarla febrilmente con la imaginación y a hacer planes para el día siguiente. Al día siguiente, marzo 1, miércoles —no lo olvidaré— que fue, como recordará, el día del “crimen del Cerro”, amanecí enfermo. Cólico hepático. Impotente en la cama toda la mañana, retorciéndome de impaciencia. No quería confiarme a mis primos ni a mis amigos por no descubrir esa debilidad de mi futura —que Dios lo haga— que indica una ligera diátesis epiléptica, esa fuga inexplicable. Yo solo había de encontrarla; y cuanto antes.
«Al mediodía me levanté, presa de una irresistible necesidad de acción; recorrí las casas de varios amigos míos y de ella, buscando datos, hasta el atardecer; y entonces movido de un impulso oscuro, me dirigí al Cerro por el camino más largo; y me senté un largo rato en la cima. La tarde era pesada y nublada y se preparaba tormenta. Cavilé largamente, avizoré la ciudad y el puerto, y al crepúsculo emprendí la bajada por el otro camino. A poco rato de andar, una mirada casual a un lado me hizo descubrir el cadáver del perdulario ese, que ahora los imbéciles de la policía me cargan encima.
«Estaba en un matorral, a la izquierda, unos 50 metros, los dos pies entresalían. Al llegar al sitio, la vista espantosa me devolvió toda mi lucidez. Estaba despatarrado en actitud convulsa, como un energúmeno, las facciones descompuestas en un rictus de fiera. Lo exploré todo sin tocar nada, todo lo que el comisario con mucha exactitud dice en su informe. Mi habitud de clínico me dijo muchas cosas… Había habido una lucha corta y violentísima, incruenta. La mente se me llenó de pavor. Allí había pasado algo infame. No podía separar los ojos de la horripilante vista. Cuando me arranqué y empecé a descender, otra vez no era dueño de mí. Me perdí, empezó a llover a baldes, sin truenos ni relámpagos, como si el cielo se viniera abajo en medio de espesas tinieblas. La lluvia me cegaba.
«Tropecé y caí varias veces, así se me cayó el reloj que el emperador Guillermo regaló a mi abuelo como veterano de las tres guerras prusianas. No sé cómo llegué al hotel. Al día siguiente me entero por el diario que los polizontes habían hallado las huellas mías y era buscado. Temí y me escondí. No pude soportar la idea de que me vinieran a estorbar torpemente mi suprema tarea de hallar a Virginia. ¿Qué tengo yo que ver con ellos? Que se fastidien.
«No me encontrarán. Tengo aquí muchos amigos y recursos. Soy tan hábil por lo menos como el sagaz Prendes. Lo espantoso es la interrupción forzosa de mis búsquedas. ¿Qué será de ella entretanto? Fiaba de usted; pero usted me dice que no puede salir del convento durante siete días. Respeto su decisión, pero por Dios, padre, si me quiere, no me abandone, en nombre de nuestra amistad.
«Por la fe común que profesamos le ruego que me salve de este trance de muerte, es decir, que salve a Virginia Caylus. De nuevo repito que yo, mi buen nombre, y aun mi misma felicidad, importan menos. Tengo confianza en usted, en su inteligencia, en su energía formidable y en su gran corazón; y sobre todo tengo confianza ilimitada en la Providencia del Dios de que es usted ministro… Le adjunto todos los papeles que pueden informarle de los sucesos. Usted tiene aquí buenos amigos, amigos poderosos…
«Espero en usted ciegamente».
El fraile suspiró y sin más trámites empezó a revolver otros papeles; billetes, programas, recortes de diario con noticias sobre la brillante y azarosa carrera del gran clínico y jefezuelo del Partido Blanco, uno de los fundadores de la Escuela de Medicina; y de la otra médica que había venido a irrumpir como un bólido en su vida. Levantó uno donde estaba su retrato, y lo miró largamente.
Parecía inglesa o nórdica, alta; esbelta, aunque no frágil, sino más vale al contrario, cabellos rubios platinados («teñidos», musitó el fraile) los ojos orgullosos, la cabeza echada para atrás, bombachas blancas de pelotari, una raqueta en la mano.
Al fraile no le gustaban —como a nadie— las mujeres modernas; y menos las masculinas. Era la crónica de un campeonato de pelota, escrita en cursi y rimbombante estilo periodicastro… La primera mujer en Sudamérica graduada en medicina —los uruguayos son los primeros en todo, sobre todo en las cosas raras— aunque ésta era uruguaya de adopción, hija de Rosario de Santa Fe; había ganado varios partidos contra hombres avezados, al final había jugado uno que perdió, a mano limpia sin paleta, linda manera de hacerse mano de cirujano. Fumaba y bebía, andaba a caballo a horcajadas, había fundado el partido feminista uruguayo. Ganaba dinero, se metía en negocios. Nunca había querido dedicar su profesión a mujeres solas o a niños, atendía todo. Chocaba a muchos y estridía en el ambiente de la pequeña ciudad, a pesar del avanzado cosmopolitismo y la modernidad de la Perla del Plata; pero era respetada y admirada en su ambiente de médicos, de universitarios y de poetisas. Cosa rarísima, de sus costumbres nunca se habían atrevido a murmurar nada; ruidosamente, al menos. La tenían por una excéntrica simplemente, de origen inglés o noruego, a juzgar por su apellido, y por su apostura tiesa y distante. La silueta no era ciertamente hombruna y las facciones no eran anormales ni asimétricas, aunque sí un poco tiradas y extrañas. «Picante», murmuró el fraile. «No es linda, sino graciosa; éstas son las peores».
Se levantó pesadamente porque había sonado la campana llamando a puntos. «Bonitos ejercicios estoy haciendo —dijo— que Dios me perdone. Estoy desobedeciendo cínicamente y eso es un castigo impuesto por desobediencia; pero ¿puedo hacer otra cosa? Aunque quisiera pensar en el “Principio y Fundamento” no podría. Soy un animal. Pero ¿puedo faltar a las leyes de la amistad? Ésas son leyes de Dios mismo, Cristo se sometió a ellas. Lo malo es que voy a un fracaso seguro, si Dios no hace un milagro. Santo Cristo de Fiesole, ¿qué puedo hacer en este caso? Pensar solamente; y con pensar solamente no se puede apagar una vela. Dios es grande. Tengo siete días. En siete días no fusilarán a mi ansioso enamorado, aunque mucho me temo que lo pillen. ¡Este Prendes!… El doctor Quesada… Pero ¿querrá el doctor Quesada? ¿Y podrá? Sí; poder puede todo. ¡Glorioso Patriarca San José, un milagrito! No hay duda que es inocente; pero para probarlo debo encontrar sin salir de aquí al verdadero culpable».
El milagrito sucedió.
Unos diez días más tarde salían de un lujoso despacho el franciscano y su amigo el doctor alemán despedidos ceremoniosamente por un gran señor de bigotes entrecanos, hombros anchos y varonil apostura. El doctor tropezó en el dintel, estaba pálido y azorado. El fraile dijo al dueño de casa al darle la mano:
—Confiamos en usted, pues. Palabra de caballero.
—¡Palabra de vicepresidente de la Banda Oriental! —dijo sonriendo el otro—. Es lo mismo, por otra parte. Sí. Me ha convencido usted. Sepultaremos todo. Es lo mejor. Pero usted no me falle.
—Gracias —dijo el doctor alemán, más con los ojos y el enérgico apretón de manos que con la voz.
Y la puerta del despacho senatorial se cerró para siempre sobre el misterio del crimen del Cerro y la bestia argentina. De no haber sido por el Cuaderno del padre Metri…
El hombre se volvió hacia el fraile con la misma expresión de patético reconocimiento, mezclada ahora a la de incertidumbre.
—No sé qué hacer —dijo—. No debería irme.
—Si no se va, no respondo de nada —dijo el cura—. Créame a mí. Yo hallaré a la mujer y se la mandaré también a la otra banda. Tarea de niños. Casi sé ahora a priori adonde está.
—Mi deber es hallarla. Póngase en mi caso.
—Su deber es no estorbar.
El otro tragó saliva. El fraile empezó a hablar volublemente.
—Estos gobiernos sudamericanos tienen esa ventaja. Suerte que la dictadura en este caso ha servido para hacer una tremenda justicia —para ocultar una tremenda justicia hecha por Dios, mejor dicho—. Es que ha sido suerte también que éste fuera a la vez el juez, y que yo lo haya tratado tanto en Paraná. Buen hombre, ¿no? Un poco altanero al principio, creí que nos salía mal, usted también no debía haber hablado; y dejarme a mí. Pero bastó que entendiese que se trataba del honor de una mujer… Un verdadero hidalgo español, de esos de antes. ¡Y mis «meditaciones»! A medida que las iba leyendo se le iluminaba el rostro, se rió varias veces. Son buena gente estos uruguayos, gente noble. Es la mejor provincia argentina, dicen.
—Somos ingobernables.
—Por eso mismo.
—Lo asombroso es que haya llegado usted a la verdad por ese camino, sin moverse. Usted es un genio desconocido, padre.
—La verdad que me ocultó usted… Hizo muy mal… aunque con ese concepto del honor… tenía que hacerlo. Usted es otro calderoniano, como este Quesada…
—¿Cómo podía hablar? Pero yo adiviné todo enseguida. Naturalmente. Yo tenía datos que usted no tenía. Yo fui al cerro ex profeso. Y yo conocía la medallita y el estuche de oro. Pero mi deber era callar.
—Y fastidiar a su propio fraile. ¡Dios mío! Nunca he pensado tanto en mi vida. ¡Y qué insomnios! Pero ha sido divertido. Me valieron las súmulas de Pedro Lombardo. Desde luego, comprendí que el golpe en la sien era un puntapié, un zapato puntiagudo. Pero ¡qué vericuetos! ¡Y qué suma de horrores! Tengo la mente manchada.
—¡Qué infamia, padre! Parece mentira que existan hombres tan perversos. Hay muchos asaltos de esos ahora, es alarmante.
—Viciosos. Se vuelven bestias. «La bestia argentina». No era usted, por suerte… y por de contado. Pero el vulgo no se engañó en el apelativo, aunque mal aplicado. Descanse en paz… si puede. Borracho estaba, sin duda. De no ¿cree usted que no se sale con la suya?
—Ni nombrar eso, padre. ¡Qué espanto!
—Ya se acabó la pesadilla. Ahora tomamos un coche y el vaporcito esta noche. ¿Tiene el salvoconducto?
—Me lo mandarán a bordo… el mismo Prendes, por cierto. ¡Qué hombre! Parece un lebrel.
—¡Y pensar que estaba revolviendo el puerto y enloqueciendo al circo Sarrasani!
—Y yo en la casa de Gobierno. He tenido verdadero miedo, padre.
—¿Por usted? —dijo el otro con malicia.
—De sobra sabe usted que no… Ahora mismo tengo miedo… no viviré hasta que no vuelva a ver a Virginia… Creo que es cobardía que huya.
—Déjela de mi cuenta. Yo me encargo.
—¡Dios mío, si ella me quisiera!
—Eso corre de cuenta suya… de usted. Bastante maltratado tendrá ahora su orgullo.
—No es orgullosa, padre, es todo lo contrario. No la conoce usted. Es independiente y valiente. No está bien que yo la alabe… demasiado valiente.
—Demasiado para mi gusto, no me gustan las mujeres modernas. ¡Como para encontrarse con la niña en descampado!
—A usted no le gusta ninguna, moderna o no.
—Es verdad. Me dan rabia. Dan trabajo. O será que me gustan demasiado. Los extremos se tocan. Pero todas en general, ¿eh? Así no hay peligro.
El otro sonrió.
—¿Ha visto la Pietá que había en el despacho del vice? —cambió el fraile la conversación.
—¿La qué? Para fijarme en nada estaba yo.
—Esa Mater Dolorosa tallada en nogal de Italia que está en el fondo. Gran estatua. La Virgen sosteniendo el cuerpo de su Hijo muerto. Ésa es la verdadera mujer fuerte… moderna.
—Sí. La he visto muchas veces antaño. Una talla de Bartoli. La trajo de Roma el vice.
—El cuerpo de Cristo con la lasitud de la muerte y el dolor infinito, los brazos que cuelgan yertos sostenidos por las manos de ella; cabeza contra cabeza, una echada atrás inerte, la otra al lado inclinada adelante con una expresión de energía dolorosa, de tristeza firme, inquebrantable. Todo está consumado, la paz después del sacrificio. Las rodillas del Hijo sobre las rodillas de ella, los dos cuerpos como haciendo uno y ella dando de nuevo la vida, la sangre, el alma… la esperanza de la resurrección.
—Ponga eso también en sus «meditaciones», padre.
—No embrome.
—¿Me las da? Déme el cuadernito.
—¿Para qué?
—Recuerdo imborrable… prenda de amistad para leérselas a mis hijos… futuros. Me pertenecen. Me salvaron.
—Son un batiburrillo de cosas, un garabatal. Ni las va a entender, son casi ilegibles.
—¡Cómo que nos las entenderé! Venga el cuadernito, padre. Ninguno más interesado que yo en que nadie más las vea. Por eso no tema usted.
—Ahí va, pero mucho cuidado. La verdad es que yo necesito pavonearme ante mis amigos. El hombre necesita tener ante quien pavonearse, así como necesita alguien ante quien poder llorar. Yo no tengo mujer ante quien pavonearme; me dio por pavonearme ante mi comunidad y me fue mal; pero pavonearse por escrito es todavía peor…
—Son asombrosas, padre. Yo no sé cómo pudo llegar en tan breve tiempo a la verdad. Son deliciosas, la parte que le leyó al Vice. Vaya a saber si muertos nosotros, algún loco de verano no las publica, para la posteridad…
—Dios nos libre y guarde. Pero, en fin, muertos nosotros…
Domingo 12, a las 9
Principio y fundamento; el hombre es creado para conocer, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante eso, salvar su ánima; y todas las cosas creadas sobre la faz de la tierra…
Ahora tengo que salvar estas dos anímulas vágulas blándulas. ¿Qué voy a hacer? Si puedo. He leído todos esos papeles horrorosos. Tengo que pensar, sólo así puedo ayudarlos. Mi cabeza está embotada y cansada, tengo que escribir para pensar. Lo que vaya saliendo. No podría pensar a derechas sin el estímulo y el freno de la pluma.
Una pesquisa es una investigación científica y no otra cosa. Una vez que se tienen todos los datos hay que pensar. Algunos piensan moviéndose, pero Ampère una vez que tenía todos los datos se pasaba días enteros metido en la cama. Ése era un sabio. Toda búsqueda de cosas concretas a partir de hechos, desde la invención de un plato de cocina hasta la victoria de una guerra es una investigación científica… pero con más arte que ciencia, eso sí, y los otros nombres que les dan no son más que motes. Esos papeles que me han dado son un verdadero logogrifo; pero ahí está todo, y por tanto de ahí tengo que sacar la verdad… hacerla. Hacer la luz, como dicen. La luz desde el caos la hizo el intelecto de Dios… el Verbo. Este crimen es demasiado contradictorio, absurdo. No se ve luz alguna. Son puros choques. Pero en fin, de los choques surgen las chispas.
Primera chispa: este crimen debe ser muy simple. La imagen que da a primera vista es demasiado estrafalaria: gigantes, enanos, bestias, comportamientos idiotas. Luego es una imagen radicalmente falsa: y en su raíz hay un falso supuesto. ¿Cuál es el falso supuesto que subtiende la imagen formada por el comisario Prendes?
He ahí la clave del asunto. No veo nada.
Tengo que contemplar largamente los hechos y formar imágenes, formar imágenes cada vez más ajustadas y comprensivas. Ponerme en el lugar y en la piel de los personajes, que son pocos.
Al diablo las tablas de Stuart Mill. Nadie ha inventado ni encontrado nada con ellas. Aplique usted las «tablas de presencia, ausencia, variación y residuo» a estos hechos. Más aceite da un ladrillo. Imágenes… ¿Pero son las de Stuart Mill o las de Bacon? Poco importa, diablos.
No puedo hacer ninguna imagen coherente con estos datos. Pero eso mismo es algo. Estoy parado en un falso supuesto, que da absurdos.
Ésta es la primera chispa: Estoy mirando las cosas del revés.
Domingo 12, a las 11
Los tres pecados: el pecado de los Ángeles, el pecado de Adán y el pecado de un hombre que está en el infierno con menos pecados que yo…
El padre Francisco Suárez explica el misterio de la Eucaristía, bendito sea, diciendo que hay allí una nueva creación del cuerpo y el alma de Cristo y una aniquilación de la substancia del pan. Al diablo. Es la explicación más simple; pero después rinde una cantidad de absurdos. Santo Tomás dice simplemente que hay una transformación, pero ¿qué transformación? Luego opina que hay una transformación accidental, un nuevo ubi; Suárez, que hay una transformación trascendental, una creación nada menos. ¿Dios no puede crear? Esto parece hasta más devoto, más digno de Dios.
Sí, pero luego salen absurdos. El teólogo Arriaga, explanando la teoría de Suárez, se ve obligado a conceder que Dios puede aniquilar un batallón entero y crearlo de nuevo convertido en un solo hombre; aniquilar a un hombre que se ha condenado y crearlo de nuevo de modo que se salve, y sea el mismo. Vamos. Ésos son imposibles.
Suárez parte de un falso supuesto; así por lo menos nos explicaba el maestro de Prima. Toma como un principio metafísico absoluto este principio: En toda transformación hay mutación de los dos términos. Éste es un principio sacado por inducción de las transformaciones sensibles. No es un principio «analítico», notum quoad se.
Aquí pasa lo mismo. He leído de nuevo los papeles… que ya sé de memoria. Hay un falso supuesto, tan sencillo que no se ve. Pero ahí está. ¿Dónde?
Conclusión: hay que desmontar todos los absurdos uno por uno. Pensar lo contrario de lo que parecen.
Domingo 12, a las 17
Los pecados propios: Hacer una especie de examen de conciencia sintético de toda la vida…
Los pecados de toda mi vida. Sintéticos. Que se los pregunten al padre Losada. Me revienta este jesuita. Dicen que es un gran orador y un gran psicólogo. Pero a mí me revienta. No me gustan los oradores.
Por lo demás, durante todos los «puntos» no hago más que pensar en mi caso. Por eso quizá me revienta; me estorba pensar.
En vez de pensar en el «primer pecado» he estado pensando en el primer absurdo. Tiene razón Prendes. Me he puesto a contemplar un gigante y un enano acollarados en un homicidio. Qué imagen. El enano desaparece. Después desaparece el gigante. Se anulan. O mejor, se recortan y combinan y sale un hombre medio. Pero la verdad es que sólo un niño, y no un hombre, acomete a otro a arañazos y repelones; y un niño no da un golpe oblicuo mortal al hipocondrio, un rodillazo o un puñetazo. Prendes lo juzgó un boxeador.
Santo Cristo de Fiesole. Duns Scoto decía que ve nuestro intelecto directamente la esencia de las cosas concretas. Si así es, lo debería ver de golpe a este matador como es, y no lo veo; Santo Tomás en cambio dice que el intelecto humano ve lo concreto «per conversionem ad phantasma» —pero no dispongo de ninguna fantasma— que limitándose más y más llegan a definir un individual: «Sócrates es un hombre calvo, gordito, filósofo, hijo de Sofonisba, amigo de Alcibíades…».
Estas dos notas gigante y enano juntas no van. Hay que fundirlas en una.
Santo cielo. ¿Qué es un hombre pequeño con las fuerzas de un gigante?
Conclusión de hoy provisoria: el matador es un loco.
Lunes 13, a las 11
No dormí anoche. Me dormí hoy en la capilla, y ronqué. Mala suerte… para el prior. Pobre padre Losada.
He estado anoche mirando «la bestia». No hay tal bestia. La bestia estorba más que el enano. Desentona. No entra. Este Prendes lee demasiado novelas policiales. Apostaría que ha leído a Poe.
Los mordiscos proceden del matador. También los chillidos. Son chillidos de loco. Es un hombre al cual le faltan los incisivos, y tiene una boca chica. La causa final de los mordiscos es desconocida, pero la causa eficiente es clara. Mordió lo mismo que arañó, rodaron por el suelo.
Bonita figura haría por las calles de Montevideo, y eso de noche, un hombre desgreñado y ensangrentado con un coatí o un gato onza a cuestas. Como para pasar desapercibido.
Este Prendes no tiene sentido común, que es el principio de la metafísica, y de todo bien.
Conclusión: un ser humano sin incisivos, con dos agudos caninos.
Martes 14, a las 17
Ayer no pude hacer nada. Abatimiento y embolismo de cabeza. Dios mío, esto no marcha.
Los incisivos son los últimos en caer. ¿Un viejo? ¿Un boxeador? No puedo ver bien a este mellado siniestro. Me estoy melodramatizando como Prendes. Mi imagen está tan inverosímil como la de él. ¿Está? Todavía no. Es una sombra.
Pero las conclusiones son lógicas. Seguir sacando chispas. La esencia y la existencia.
Martes 14, a las 24
Hay que seguir añadiendo notas generales hasta llegar al singular; Santo Tomás tiene razón contra Scoto, por lo menos en este caso: loco, mellado, boxeador… Hay que completar la imagen, aunque ya veo que es falsa; porque en ella late el falso supuesto. Es una imagen en negativo; para hacerla servir hay que concluirla… y darla vuelta.
Maldito falso supuesto. Allí está; por momentos lo rozo… y no puedo echarle mano. A dormir… si puedo. Tomaré bismuto… o como se llame: eso que me dio el médico.
Miércoles 15, a las 12.30
Esto va mal. Tengo que hablar por teléfono al doctor Quesada, lo que yo no quería aún. Han prendido al enamorado y esta vez no se les escapa. Hablaré a escondidas, ahora que están comiendo.
Hoy me tiraron por la banderola una pelotita de papel: «Me han descubierto y estoy cercado. Estoy frito. Apure». Abrí de golpe la ventana y un pilluelo astroso, un canillita, se alejaba silbando muy tranquilo, a las patadas con un troncho de repollo a guisa de pelota. Menos mal. Si se ingenió a hacerme llegar la noticia, que se ingenie a romper el cerco. No es tonto el alemán.
Miércoles 15, a las 17
Meditación del Hijo Pródigo.
Quesada me promete estar atento. No me entendió bien, pero lo convencí. Me quedan tres días. Novena a San José. No puedo pensar.
A ver. El otro absurdo idiota: un hombre que tiene un revólver cargado —y sabe servirse de él, achidente— que atacado por un loco furioso que al fin le da muerte, se defiende a golpes de puño y pata y se contenta con arrancarle un trozo de camisa. (Este loco usa camisas de seda… como el Dr. Werne). Camisa de hombre.
Lo menos que pudo hacer era huir o gritar. ¿Qué hice yo cuando me acometió el loco Rotbar? Si llego a quitarle el revólver, le pego un tiro.
¿Qué razón podía haber para que yo en ese trance callara la boca?
Vamos a ver… ¡Ah! La misma que tuvo el indio San Pablo. Ya está.
Ese hombre tenía una razón perentoria, de vida o muerte, para no entrar en contacto con los transeúntes, no digamos con la policía, aun con peligro de su vida.
Conclusión: el muerto necesitaba ocultarse.
Jueves 16, a las 20
Este crimen es bárbaro. Anoche soñé con el cadáver. Qué violencia inaudita, como diría Gollán.
Nada hay de humano o simpático en este sórdido drama del hampa. Todo es bajo. De esas bestialidades del puerto que la policía ni siquiera anota. Pero entonces ¿por qué tan hermético?
Un asesinato se hace por robo, venganza o pasión. No conozco otros motivos. Aquí no calza ninguno de los tres. Claro: No hay motivo. El asesino es un loco.
Alto ahí. Eso es un errar. Los locos obran por motivos; sólo que no son motivos cuerdos. Sin motivo no hay activo. Omne aliquid est propter aliquid. La causa final es la madre de todas las causas, y sin fin no hay retintín. No me vengan a contar a mí que este loco no tuvo motivo.
Es un loco que se hizo humo. Nadie lo vio ni lo ha vuelto a ver. La policía agarró a Werne, que es inteligentísimo; y este loco está libre incluso de sospechas. Es un loco con método. Es un loco inteligente. Un loco puede serlo. ¿Qué tiene que ver? Yo conocí un loco que era más inteligente que yo.
Alto ahí: Otro error. Dejémonos de agudezas. Inteligente y loco se destruyen.
Lo mismo que enano y gigante. Si es enano no es… Combinar. Punto medio. Si es loco no es…
¡Ah! ¡ah, ah, ah, ah!
En-lo-que-ci-do. Un ser débil enloquecido tiene la fuerza de un gigante. Repentinamente enloquecido pero muy inteligente de suyo. Un type affolé, que diría Gollán. Claro. En cuanto acabó, recobró la mente.
¿Un ser débil? ¡Pistolas! No me quisiera encontrar con él en descampado.
Conclusión: se trata de un tipo inteligente, débil, sin dientes, muy chillón, muy excitable… súbitamente «energumenizado».
Jueves 16, a las 9
Es raro; pero me está pasando algo raro. Se me está haciendo sin querer simpático el asesino y antipático el muerto.
Un hombre de pésimos antecedentes. Estos bichos mueren a manos de la policía o de otro con antecedentes pessimiores que él.
Por eso el crimen fue tan brutal, la lucha tan violenta; y el ensañamiento de patearlo después de muerto. Dos bestias, agredido y agresor.
¡Ojo!
¿Qué impide que los dos hayan sido agresores? Atención, Si el agredido hubiese estado dormido o no más echado en la cama de hierbas que notó la policía, ¿habría podido haber lucha?
Doble agresión. Se vieron y se lanzaron uno contra otro como fieras. Leyó en la cara del otro la intención, cada uno de los dos. Evidente.
Uno ya venía enloquecido o se enloqueció allí. Lugar demasiado inverosímil y riesgoso si lo hubiese premeditado.
¡Qué motivo bárbaro tiene que haber surgido allí para enloquecerlo así de golpe!
Conclusión: crimen no premeditado; frenesí repentino; vio o sufrió algo que lo trastornó de súbito. Muy posiblemente… No. No sé.
Jueves 16, a las 9
Juro a Dios que hoy voy a pasar todo el día en oración, por mucho apuro que tenga el maldito alemán de los demonios. Estoy embalado, mi cabeza funciona en círculo, como mula al pértigo. Voy a dejar el maldito asunto del todo en manos de Dios, o mejor dicho de San José y Santa Tais de Alejandría y de San Luis Gonzaga… y San Ignacio, no menos que de San Judas Tadeo y la Virgen de Luján.
Me estoy volviéndo beata. Tengo anteojeras. No veo nada. ¿Y habrá algo que ver?
¿Y si lo mató Werne no más? No.
Juro a Dios que no voy a pensar nunca más en crímenes ni asesinos. Estoy mal. Yo soy sacerdote y no debo andar ensuciando mi mente con esas cosas. Nuevas seculares oídas fuera no se cuenten vanamente y sin fruto. El chiste en la boca del sacerdote es blasfemia… dice San Bernardo. ¡Qué individuo ese San Bernardo! Quién me mete a mí con los bajos fondos de la sociedad, como diría el padre Losada, confesor de la aristocracia.
Confesor de Alvearas y Pereas.
¿Quién confiesa las viejas y las feas?
Los que están enamorados que se las arreglen: que se casen o se embromen —las dos cosas juntas—. Si soy infiel a Dios dejando la oración, me puede pasar algo —y me pasará—. Me horrorizo de pensar en un día sin oración, dice Tertuliano. ¡Qué tipo este otro también!
No debo meterme con los bajos fondos… con los bajos fondos… ni pensar en cosas malas. Las doce dan, ya me duermo. Pero esas cosas existen, y son ellas la que se meten conmigo, qué diantres les voy a hacer. Pero esto no lo entienden los de mi comunidad… El culpable…
Bueno. No pienso más. No hay tal culpable. El culpable soy yo.
Dos horas después, entre sueños
¡¡¡El falso supuesto!!!
La imagen del revés. El agredido es agresor y el agresor agredido.
El arete de mujer. Todo el tiempo allí la verdad, y yo ciego. Si seré idiota. Un ladrón no saca a su víctima tres objetos de oro y luego los deja tirados. Y un asesino, menos que menos.
Mañana me escapo del convento. Total, por un día menos… ¡Y para los ejercicios espirituales que yo he hecho…!
¡Se equivocó el Concilio de Trento!
¡Viva Santa Juana de Arco y el Zar Menelik…!
Mi corazón es un muerto que espera resucitar.
Es un cofre de tesoros hundido al fondo del mar.
Es un pellejo de acíbar y una vejiga de hiel
Que el que la bebe sana de la escarlatina…
Sarmiento la trajo, trájola
Libertad, de pensamiento
Y hora es prohibido pensare
Libremente de Sarmiento
Yo sono un buen torero
Nacido a Catanzaro
Me lo sóltano al bicho, lo sóltano
E me le voy derecho… al alambrado.
Si estuvierais en el locutorio de las clarisas de Montevideo, hubierais oído a un fraile nervioso, cantando coplas de aquel tiempo y bufando como una mula. El cura Metri era imposible para hablar con monjas.
Las clarisas de Montevideo —todo esto pasó en otra ciudad, donde hay un cerro. Pero lo hemos puesto en Montevideo para despistar… y hacer enojar, si a mano viene, a mis amigos los uruguayos— es un clásico convento colonial color amarillo, con un inefable hálito de eternidad, andalucismo y virreyes, con un portalón de talla que es un primor y los bárbaros de los munícipes lo están dejando carcomer, con el cerro verde al fondo cerrando la calle, una verdadera vista. El fraile ni vio la obra de arte. «Yo no me enternezco ante los vegetales», solía decir cuando le mostraban un paisaje. «Mi dominio son los animales».
Se había peleado con la lega portera, que lo había hecho rabiar. Casi doblado en dos, con la cabeza metida en el hueco del torno, que era bajo, la monja invisible le había hecho un sermón. El sermón versó sobre las prerrogativas de la señorita por quien preguntaba —la cual no estaba—, la «médica», que las atendía a ellas gratis, hacía donaciones a la Iglesia, y había salvado de la muerte a la madre Gertrudis de San Juan de la Cruz. Y después le negó la visita que solicitaba. Primeramente, la persona que dice no está aquí, no la conocemos (es la médica de aquí, mentirosa del diablo, primera mentira, las monjas son mentirosas, liosas y rencorosas, decía fray Plácido de la Paz). No querrá venir al locutorio, ella misma ha dado orden… (segunda mentira). No puedo llevarla esa carta sin que la abra la superiora. La superiora está en maitines —no es hora de maitines—. En Cuaresma no recibimos visitas —una verdad por fin.
El fraile dio por fin en el clavo.
—Si no tuviera usted ese maldito torno, vería que soy sacerdote y jeromiano, achidente, más «clariso» que ustedes. Su caridad tome este papelito que dice: «Me han descubierto» y dígale a esa persona —que yo sé que está a priori— que el cuyo es esa letra le manda la carta que he pasado a su caridad hace un momento.
Y no me la pierda, ¡achidente! ¡Si su caridad no raja inmediatamente a lo que digo, la voy a maldecir y la voy a excomulgar por falta grave de caridad, porque tengo facultad del preste Juan y del protonotario apostólico de excomulgar ipsofacto a todos los que resisten a la moción inmediata del Espíritu Santo!
Se oyó ruido de vestidos y de una puerta que se abría con presteza. El fraile gritó:
—A las monjas yo las hago bajar a la realidad de la vida.
Salió bufando de la portería.
Al rato de esperar, que no hacía más que bufar y cantar de rabia en la silla renga del locutorio, se oyeron pasos y una vocecita; y después:
—Alabado sea el Santísimo Sacramento.
—¿Quién es?
—Una indigna esclava de Nuestro Amo el Santísimo Corazón de Jesús…
—A las monjas yo las hago bajar a la realidad de la vida. Tengo que hablar urgente con la señora Virginia Caylus. Soy capaz de excomulgar a todos los que resistan a la obediencia.
Se oyó como una risita ahogada detrás del pesado cortinón de sarga; y una nueva voz medio masculina dijo:
—¿Usted es el cura loco de verano?
—¿Y usted es la nena que no tiene dientes, la nena de las patadas?
—No estoy para burlas.
—Lo sé todo.
—¿Usted es el padre que me escribió mi…? ¿El padre heroico?
—El mismo que usted dijo primero: el loco. No me burlo. Estoy alegre… y apurado. Su novio…
—Mi camarada.
—Su futuro el doctor Casimiro Werne…
—Le repito que es sólo un amigo…
—Bueno… Un buen amigo. Mío también. Casimío podía llamarlo usted en lugar de Casimiro. Si las conoceré yo a ustedes.
—Después de lo que ha pasado, jamás me casaré con nadie, padre. Lo juro.
—No juremos, niña mía,
No juremos, no juremos,
Desta agua no beberé
Por si alguna vez bebemos.
—¿Ud. es el fraile misionero del Chaco que una vez se comió la firma de un pagaré para salvar a un amigo de una estafa?
—Así dicen. No me acuerdo.
—Qué bárbaro; Ud. se parece a mí, padre…
—No tan bárbaro como eso, «Virginia querida».
—¿Querida? Nadie me quiere a mí, padre…
—Mirenlá. Quiere que le endulcen los oídos…
—… como yo quiero ser querida.
—Eso sí, yo lo sé, como una diosa. Todas son iguales. Pero ya andamos por ahí cerca… como comprobará Ud. en breve. Vengo a sacarla del claustro, y ponerla en el Artigas.
—¿Ahora? Imposible, padre. No saldré de aquí.
—Es preciso que viaje a Buenos Aires. Absolutamente necesario. Lo he prometido a… un alto personaje.
—No iré a Buenos Aires. Ud. no sabe…
—¿Aunque fuese necesario para salvar la vida de su… camarada?
Silencio de nuevo. El cura empezó a cantar los gozos de San Roque, tal como los había oído una vez por allá por el Mocoretá:
So-so-so-berano San Roque
De-de-de-devino señor
Que-que-que-que juiste legido
Pa-pa-pa-pa madre de Dios
—Estamos perdiendo tiempo —dijo.
—No puedo salir.
Se levantó y cerró la puerta:
—¿Tiene compañera?
—Sí.
—Despáchela.
—No puedo. Soy novicia ya.
—«El matador dio al muerto (recitando) una patada en la sien cuando estaba ya muerto… o desvanecido; estaba fuera de sí de miedo y rabia; perdió su dentadura postiza y varios objetos de oro…».
—¡Dios mío! ¿Qué es eso, padre?
—Una novela policial.
—No lea esas cosas, padre.
—No las leo. Las escribo.
—¿Ahora está escribiendo… aquí?
—¿Y qué voy a hacer si Ud. no responde? ¿Es eso cortesía religiosa?
—Ya le he dicho que…
—Llámeme a la superiora.
—No.
—Voy yo.
—Está enferma. Estoy terriblemente impresionada, padre. Déjeme resollar. No se enoje. No sé qué hacer. Déjeme. Mañana. Estoy enferma.
—Es que no hay tiempo, hija. Las papas queman. ¡Hoy me escapé del convento y me andan buscando! Ud. no sabe lo que ha pasado. Han prendido al doctor Werne…
—¡Dios mío!
—Sospechoso de asesinato. Murió el animal aquel, con el cual tenía no sé qué vieja deuda…
—Sí, yo lo sé. ¡Qué horror! Pero ¿es posible? Tengo que salir a salvarlo, pase lo que pase. Ahora mismo.
—Calma. Ahora mismo y de cualquier manera, no. Ahora es Ud. la apurada. Hemos de hablar. Despacito y buena letra.
—¡Qué despacito! Está en peligro. Sus enemigos de acá… Por mi culpa. ¿Cómo ha sido? ¿Cómo estaba él aquí?
—Fue al Cerro en busca de Ud… y encontró un cadáver. La había rastreado a Ud.
—Estaba terriblemente nerviosa, al borde de un ataque. Un choque con mi tía. Es una mujer terrible. Hay que conocerla. Como yo me conozco, salí de casa, me fui a una fonda; y ese día subí al Cerro sola…
—Sé toda la historia.
—¡Qué vergüenza! ¿Cómo lo supo?
—Me lo contó la lógica…
—¿Quién?
—Lo saqué yo sólo tirando de los cabitos: bastante estúpidamente por cierto. Estaba allí patente.
—¡Pobre de mí!
—¿Por qué?
—¡Qué vergüenza!
—Bueno. Vemos que el muchachote pelotari se vuelve fémina. Ya tiene vergüenza. Alabado sea Dios.
—No vergüenza por lo que Ud. cree, padre.
—Yo no creo nada. Lo sé todo.
—Estamos perdiendo tiempo, padre. ¡Dios mío! ¿Cómo hago yo ahora para salir?
—Saliendo. ¿Qué la come?
—No puedo. Mire, padre.
Oyó que se levantaba pesadamente dando un gemido y un momento después se corrió vacilantemente la gran cortina oscura. No había monja alguna. A través del enrejado de madera vio el fraile impaciente un fantasma. Doblada, toda llena de vendas y bizmas, que incluso desfiguraban los vestidos, una mano envuelta y un pie hecho bola de vendajes; la oreja tura, la cara con cardenales, sin la dentadura postiza, el labio superior quedaba detrás del inferior hinchado. La médica enmedicada. Una vieja. Una vieja… gallega.
—¡Achidente!
La otra quiso sonreír.
—Lo que no comprendo es cómo pudo llegar aquí… inobservada.
—Un feliz accidente de auto en la falda misma. Cómo andaría yo. Me arrolló un auto.
—Ya lo veo. Así parece.
—No. No me hizo nada. Pero me alzaron y creyeron…
—Juro a Dios que Ud. lo provocó adrede…
—No diré que no. Mi subconciencia…
—¡Qué subconciencia! Ud. es más viva que un gato.
—Gracias. ¿Cómo me presento yo ahora? No lo veré más, padre. No puedo volverlo a ver en la vida.
—¡Lindo! ¡La gran feminista! Toda la vida haciendo macanas masculinas y ahora salimos con escrupulitos de monja. ¿Qué culpa tiene Ud.?
—Tuve culpa, padre. Grande culpa. Enorme. Toda mi vida. Con esas macanas que Ud. dice. Lo que hice sufrir a mi pobre madre. Desacredité a mis hermanas. Aquella huida de casa de padre. Él vino después y me perdonó, pero yo no cedí. Nos constreñía demasiado mi padre. Éramos seis hermanas y un hermano, para él eran todos los mimos. Mi padre era uno de esos gallegos antiguos, muy rígido, recio: esa idea que tienen de las mujeres. Para ir a tomar el tranvía a dos cuadras, había que salir acompañada. Yo… mi hermana Thea…
Se echó a llorar desconsolada. El cura vio a la gallega, toda su pose de nórdica desaparecida. El rubio platinado de los cabellos se volvía castaño sucio. Su altiva máscara de inglesa se había derretido. Una verdadera «Cándida», en pinta. La hija del almacenero Caylus.
—No se haga ahora demasiado culpable. Está bajo el influjo de un choque. Todo eso de su vida se explica, si no todo se excusa: temperamento, ambiente familiar adverso, una diátesis… nada grave. Nadie la condena. Yo la condeno, sí, teóricamente hablando; pero ¡achidente! me he encontrado con un defensor suyo…
—¿Él me perdona?
—Creo que mismo la admira más por todo eso. Así somos. Es zonzo el cristiano hombre, cuando el amor lo domina.
—Yo soy otra, padre, enteramente otra. No soy aquélla. Todo aquello era tonteras. Este encuentro con el demonio me ha cambiado… decisivamente. Y del todo. No me reconozco.
—Pero Ud. no es para monja, hija. Tampoco para líder político y luchador social. Créame. Si lo fuera, se lo diría… Ud. es para casada.
—¡Ay, padre, qué vergüenza! Si lo supieran las monjitas…
—¡Las monjitas! Ecco la solución que andaba buscando. Listo. Un hábito. Busque un hábito de clarisa… y al vapor. Pida…
—Lo tengo ya, padre. Pero tengo miedo. Las clarisas no salen nunca y viajan de a dos.
—¿Qué sabe de eso la gente?
—¿La gente de Montevideo? ¡Cómo que no! Lo sabe perfectamente.
El fraile hizo un gesto de impaciencia y luego soltó la carcajada.
—Y… Me vestiré yo también de monja, si es preciso.
La otra se alzó de nuevo con trabajo y se aproximó a la reja. Pasó las dos manos por dos agujeros y quiso besar la del fraile, pero no pudo. Lo miró con la cara pegada a la reja y con un ojo empavonado. El otro comenzó a cohibirse bajo el un ojo ardiente y lloroso. Entonces ella le dijo bajito, con la voz cortada de una extraña emoción.
—Bendito sea Dios, padre. El infame solamente me rompió una oreja.
Después de esta aventura, el fraile Metri viajó a San Lorenzo, y luego al Chaco, huyendo de aventuras y decidido a pasar el resto de sus días en paz y gracia de Dios. Pero le salieron al paso otras, y el barbudo ¿qué iba a hacer? A nadie le pasan cosas terribles si se lleva adentro algo terrible. Pero esas otras no las contaremos ya, pues «sería necesario un gran libro para contar toda la vida, azarosa y excéntrica, de aquel eficaz varón», como dice en sus memorias don Manuel Roselli, senior.