«… sine templo et domo, sub diu, sine pecunia, adustus ardore diei et frigore noctis…»[4].
Lector amigo:
En una gran sala rococó caoba y oro, amueblada con lujo pretencioso y que oscilaba lentamente como una muelle hamaca, había una vez un polichinela, un pierró, una colombina, cowboys, marqueses versallescos, gauchos con chiripá de percal, muchas damas en decolleté francés, algunos smokings en inglés, camareros de fraque, un demonio, un gracioso disfrazado de fraile… Y en una mesita rinconera había un hombre que sería máscara o no —no lo sé—, pálido como un pierró de mármol o un reo en el banquillo, sentado con rigidez delante de… ¡un fraile auténtico!
Lo más raro del caso es que el fraile auténtico era mucho más raro —y por supuesto, más gracioso— que el fraile disfrazado. De modo que yo nunca lo creyera auténtico, a no ser por este diálogo camareril sorprendido:
—Pero ¿es fraile de veras, tú?
—¡Y tantu! Si es el capellán de tercera, chicu. Como lo han dejau entrar… ¡esu!…
—¿Estará bebío, dime?
—No. Todos son así, chicu. Sólo que éste es más desembozadu que los otrus. ¿Qué te piensas tú que no son de carne y hueso comu nusotrus?
Una pareja empezó a bailar un tango, y después otra, y otra. Los sentados en mesitas estallaban petardos rompiendo paquetes-obsequio con caramelos y chucherías, y además tiraban confettis, reían a carcajadas, se calaban bonetes de tonis y hacían mil pavadas, con una desesperada voluntad de estar o parecer alegres. El fraile estaba perfectamente dormido al alboroto, con los ojitos vivos estudiando al hombre enfrente, como si soñara. A veces repetía meditabundo:
—¡Chiquilines! ¡Son todos chiquilines! ¡Chiquilines y nada más! Dios lo permite así…
Resonaba el lustroso local como un loquero; y la discordante gritería («¡divinar!» «¡divino!» «¡colosal!» «¡estupenda!» «¡bestial!»), mezclada a los dulces valses de Viena y a los tangos argentinos, hacían un efecto en el alma como huevos quimbos con salsa de tomate.
Entró una fila de cuarenta hombres de mandil blanco, precediendo a cuatro que traían en andas, como imagen de procesión, una enorme bandeja de helados con un cubo de champaña; pero venían los cuarenta dando pasos de baile, sonando chirimbainas y cantando en alemán, con esa poca gracia que tiene el alemán para los chistes, algunos tiznados de carbón, otros con escobas a guisa de fusil, todos con capacetes de papel-seda, y el jefe de fila, que era el steward, con caballito de palo y gorro con plumas bellaqueando a lo loco con una espada de lata.
—¡Pero esto es un cuento de hadas!
Lector, ¡un momento! Esto pasaba en una como tibia caja de peluche y oro, la cual estaba inclusa en un inmenso cascarón de hierro, el cual a su vez estaba suspendido en el espacio entre dos abismos infinitos. ¡Oye, no te vayas! El primer abismo era de color morado, inquieto y rugiente arriba, y recorrido en su seno de monstruos enormes y de cadáveres de antiguas naves despanzurradas. En cuanto al otro abismo, más importante todavía, él era un cóncavo y altísimo cristal azul-laqué, con millares de ojitos parpadeantes que miraban imperturbablemente el cascarón mecánico cargado de insectos, en ese mismo instante en trance de cruzar la línea imaginaria —¿y por qué la llamarán imaginaria?— que corta perpendicular al eje la esfera terrestre, dividiéndola en dos hemisferios…
—¡Hombre! ¡Es el salón de invierno de un gran trasatlántico la noche de la fiesta llamada de «La Línea», es decir, a diez días de Londres y a dos días de Río!
—Exacto. Pero ¿te parece posible, amigo lector, que hombres y mujeres grandes hagan cosas como las mentadas?
—Perfectamente. Es lo más lógico del mundo.
—Me alegro. Porque entonces aceptarás… veo que tienes tragaderas… como posible lo que hicieron y dijeron esa noche el fraile y el hombre pálido, lo cual fue bastante increíble. Pero lo tengo de una persona que lo vio con sus propios ojos.
«El fraile era un hombre fornido y malhábil, con cerquillo entrecano, barba cuadrada, manos y pies grandotes en sandalias enormes, todo saliendo desgarbosamente de un gran sayal jeromiano. Le oí ser llamado padre Metri. El otro, que calló su nombre… llamémosle Viajero… era de esos que no recuerda uno cómo estaban vestidos, de tan bien que lo están. Pero lo que importa aquí era una mano nerviosa y larga, y una cabeza notablemente inteligente, de frente abombada y ojos claros, delineada debajo por una regia curva de barbilla oval, demasiado dulce para ser de un enérgico, pero demasiado pura para ser de un cualquiera. Entre los dos había dos tazas de té intactas y, cosa rara, un tosco crucifijo. Hablaban a cuatro ojos, casi sin gestos. Tan claro los veo, que prefiero hacerlos hablar a ellos.
«VIAJERO. —¿Me va a entregar?
«FRAILE. —Puede. Depende. ¿Qué obligación tengo yo de eso? No es mi oficio.
«VIAJERO. —No entiendo cómo supo.
«FRAILE. —Ingenuamente usté me lo dijo.
«VIAJERO. (Ligero sacudón). —Ingenuo… Ingenuo es usté, que piensa que me tiene en sus manos. Se equivoca.
«FRAILE. —En las manos de Dios estamos todos; y usté y yo terriblemente en esta hora. Antes de una hora, uno de los dos habrá cambiado…
«(El Fraile habla siempre soñando, los ojos fijos en las cuatro extrañas flores del centro de mesa. El otro se calla, muy abiertos los ojos, y el cigarrillo que tiembla un poquito en sus dedos de duque. El suelo se empieza a inclinar, a inclinar de lado, como un “slogan”. Los danzantes prorrumpen en chillidos y fintas de caerse. Pero el buque se endereza de golpe, con vasto tintineo de tazas, mientras una enorme ola se rompe con un bandazo tremendo, salpicando con cascadas de espuma las ventanas. Despiertan los dos duelistas, y de aquí adelante el salón de baile con todo su estrépido desaparece para ellos y para nosotros).
«VIAJERO. —¿Cambiado? ¿Yo me volveré fraile, seguro?
«FRAILE. —Esto es como una capilla. Aquí está Dios. Hoy aquí se decide su destino para siempre.
«VIAJERO. —¿Por qué no me llamó a su capilla? ¿Es aquí el lugar para una conversación secreta?
«FRAILE. —Justo aquí, hijito. ¿No ves que esta gente me es precisa para poder hablar en secreto?
«VIAJERO. —No tengo tiempo para chistes.
«FRAILE. —No es chiste. Con un hombre como vos, creés que voy a elegir tu camarote o el mío para hablar de… ¿lo digo?
«VIAJERO. —¿De qué?
«FRAILE. —De tu crimen. Ha llegado el momento de confesarlo, amigo.
«(Silencio. El Viajero no se mueve y el Fraile espera. Una camarera, al pasar entre los dos la bandeja, roza casi con la mejilla al hombre pálido, mientras le susurra algo al oído. Entonces pasa algo mágico. La cara ceniza se congestiona rojísima y el asa del pocillo que sostiene la mano fina se hace polvo, mientras el Viajero susulta en una silenciosa vibración de ira. La muchacha se aparta vivamente).
«VIAJERO. —¿Qué quiere usté de mí?
«FRAILE. —Cuéntame todo.
«VIAJERO. —¿No lo sabe usté? ¿Y qué le importa? Le advierto que lo único sano para usté ahora es salir de aquí y olvidar todo lo que sabe, sea lo que sea.
«FRAILE. —¿Por qué no sales tú, en vez? ¿Quién te sujeta? ¿Quién te forzó a venir?
«VIAJERO. —Solamente la curiosidad. No le tengo miedo, cura… y le ruego a usté que no me tutee. Ni a usté, ni a Dios; sépalo, cura. ¡Detective aficionado! Solamente la curiosidad de saber cómo hizo para desmayarme aquella noche, y qué pretende con su ridículo mensaje y su pretenso secreto…
«FRAILE. —No es ya secreto para mí… La noche de la tormentita en el Cantábrico, a dos días de Southampton, desapareció un pasajero. Un rasgón de casimir en un garfio indicó el lugar de su caída al mar. Todo sugería un suicidio. Así se creyó, en efecto. Fue un asesinato.
«VIAJERO. —No fue un asesinato. Tenga cuidado. Miente usté, y mintió en ese aviso idiota que me dirigió dándome cita. He acudido sólo para exigir silencio. No saldré de aquí sin formal juramento suyo de sepultar en secreto de confesión lo que una maldita casualidad le ha hecho creer no sé cómo. ¡Guay de usté, si intenta bromear conmigo!
«(El Fraile calla. Mira como distraído un número del diario de a bordo Fahrt Nachrichten Zeitung, donde al lado del programa de la fiesta resalta un extraño aviso con letras rojas).
«AVISO IMPORTANTE: AL ASESINO EL FANTASMA DEL MUERTO LO CITA AL LIVING DE PRIMERA LA NOCHE DEL BAILE DE LA LÍNEA. DISFRAZ DE FRAILE CON BARBA. SERÁ UNA TAL FIESTA QUE OLVIDARÁ TODO Y POR CONVENIENTE PRECIO SE OBTENDRÁ ETERNAL SILENCIO.
«FRAILE. (Risita traviesa). —Sabía que vendrías. ¡Y pensar que si no venías, jamás conociera yo al matador de Francis Campbell!
«VIAJERO. —¡Maldición! ¡Entonces dice usté que… no me conocía!
«FRAILE. —No tuve tiempo de fijar tu aspecto. Al rodar sobre la banqueta hiciste tal bochinche, que yo huí a mi cabina, sintiendo venir al sereno. Te has traicionado tres veces. Eso prueba que sí, es verdad, no sos “quizá… propiamente”… un asesino. En alma proterva no hay remordimiento.
«VIAJERO. (Tono profundo y llano, casi quejumbroso). —Acorralar a un hombre como yo es lo peor que hay… Silencio y mar… Él debía morir… El espectro, el vampiro de mi vida… Y se llamaba amigo, “mi mejor amigo”… Entre mi felicidad y la mujer amada.
«FRAILE. —Apareció ella.
«VIAJERO. (Acre). —Usté no sabe lo que es eso. ¡Cállese! Usté no puede comprender eso, y motivadamente son incapaces de matar a un hombre, porque son incapaces de amar a una mujer. Se pasan la vida rezando y temblando.
«FRAILE. —En efecto.
«VIAJERO. (Soñando y quejándose de nuevo). —Era algo tan execrable ese hombre pesando como un anatema sobre mi vida, reja de cárcel delante mi dicha allí a un paso, y yo, malaventurado, muerto de hambre y sed… Insoportable sed. Sin quererlo ni saberlo él mismo… esto es lo más terrible… él era la reja. Romperla de una vez, todo salvado. Así lo creí. Volado el obstáculo, todo debía aclararse; y he aquí que todo se enturbia. ¡Canalla, no quiere desaparecer! Parece que estuviera agarrado al mundo por innumerables raíces, y al arrancarlo yo de la tierra se llevó un terrón macizo y dejó un boquete hacia el cual yo pendo… ¡maldito sea!
«FRAILE. —El homicidio es un pecado grave, hijo. Después de los Tres de la Primera Tabla, es el más grave. Todo pecado grave abre un boquete en la tierra, hacia el cual, quiera o no quiera, el criminal pende como un árbol hachado.
«VIAJERO. —Ahogado el grito por el ruido de la maquinaria. Costumbre de inclinarse cada noche sobre la borda allí mismo. Fuera de la vista de toda ventana. Lejos de los extremos del corredor. Ocasión única, única, única. Hay que tomar una determinación. Mi vida empantanada atascada. ¡Maldita sea mil veces mi estrella! ¡Un fraile bruto, el más estúpido animal del mundo, por arte del demonio sospecha de mí, me tiende una trampa, y yo…!
«FRAILE. (Como un relámpago). —¡Un momento, hijo! ¿Quieres dejarme ver tu mano izquierda? Si no la sacas, grito. Eres zurdo ¿verdad? ¡Las dos manos sobre la mesa!
«VIAJERO. (Obedece). —¿Cómo sabe que soy zurdo?
«FRAILE. —Así, querido. Si quieres que hablemos, las dos manitas bien quietitas sobre la mesa… siempre.
«VIAJERO. —No intentaba nada.
«FRAILE. —Pero la gente nos ve. La gente nos ve, hijito, nos ve. ¿Ves mi picardía en traerte aquí? ¡Oh, frailecito Metri, te valen tus mañas chaqueñas! ¡No por nada has domado indios! No hay animal más bicho que el indio, y más zonzo, al mismo tiempo… como vos… m’hijito… lo mismo… con perdón de la franqueza. Estoy aquí más seguro que entremedio un coro de ángeles. ¡Todos éstos son ángeles, arcángeles y querubines, como dicen los gozos de San Antonio, y aquí está Dios, y hasta la Virgen María, hijo, entremedio el batifondo!
Y un amigo mío querido que no quiere echar el veneno, que prefiere que lo descubra ahora mismo a aquel señor grandote… ¿Lo ves, m’hijito?… allá, al lado del capitán… míralo disimulado… aquel señor grandote que se hace el zonzo. ¡Siendo así que no es zonzo!… ¡Y prefiere callarse, o bien matarse, o bien matarme a mí, que quiero no más su bien, así Dios me salve, lo juro por la salvación de mi alma!… ¡Oh Dios, cuándo acabaré de tratar con indios bozales! ¡Creen que uno los confiesa para hacerles daño!… ¡Acaba, hijo, tu confesión, que después te haré yo la mía! Amor con amor se paga.
«VIAJERO. (Mirando magnetizado al interlocutor increíble). —Ya está todo. Fuimos compañeros de colegio. Él, de poco ingenio y estudio, pero avispado, vividor, de recursos. Yo, terriblemente concentrado, soñador y estudioso. Primer premio en matemáticas, cero en por la vida… Yo, afectuoso y débil; él, sanguíneo, instintivamente egoísta y aprovechador. Juntos por la vida, como dos mellizos. Él me prestaba su despejo y osadía, yo pensaba por los dos. Subió, triunfó, escaló posiciones pingües, gracias a mí. Yo gozaba viéndolo subir con lo mío, en trabajar por él, en respaldarlo. Yo con mis libros, mi música, mi vida dormilona… ¡Viví siempre dormido, lo vi de un golpe el día que vino Ella!… No tenía ambición ninguna, tenía un pasar en el banco para todo evento… él me explotaba sencillamente. Lo vi claramente. Y antes lo veía también vagamente; pero el cauce era ya viejo, la rutina antigua. Mas aquel día cambió todo. La vida se me reveló infinitamente apetecible, fuerte, magnífica, desmedida, inconmensurable. Yo soy casto, fui casto, nunca las mujeres… Pero Ella…
(La vista del Viajero se clavó enfrente con fijeza repentina. El Fraile volvió la cabeza medio sin querer, y vio allá enfrente una bellísima muchacha en atavío de baile —o por lo menos supuso que era bellísima—; una especie de relámpago de blanco, rosa y oro, brazos y garganta desnudos, riendo a carcajadas).
«VIAJERO. —¿No es divina?
«FRAILE. Supongo… Del momento que te has ido al infierno por eso… ¡Qué no hacen los hombres por alcanzar ese bien!… No se puede negar que es un bien; pero… (Muy serio) es un bien que se acaba… ¡Vaya un bien!… ¡Y se me hace que no es muy inteligente, viéndola así de golpe! No hay que ser mal juzgado, pero… Tiene medio cara de ternera. Y la mujer que se enamora de un buen mozo… Porque vos sos un buen mozo y nada más. No te ilusiones: un buen mozo y un chiquitín y basta; no te ofendas, hijo… La mujer que se enamora de un hombre hermoso sólo porque es hermoso, ¡puah!… es casi como si de otra mujer se enamorase. Ésas no son mujeres cabales. Pero ¡basta de mujeres! Entonces, ella lo prefirió al otro; y entonces, naturalmente, hay que asesinarlo, ¿no? ¡La felicidad! ¡Imbéciles!
«VIAJERO. (Sumiso). —No. Es prima de él. Él es casado… Era casado, con hijos. Esto es lo espantoso. Por el mero hecho de existir, me impedía llegar a ella. La reja… usté no puede comprender. ¿No ve que sin él era yo subjefe de compras? Y sin mí, jamás él hubiera llegado. Y la familia de ella me tenía por loco bohemio soñador papaviento inútil… y ella estaba acostumbrada a una vida de lujo… y toda la riqueza del canalla me la debía, era mía… y de golpe esa riqueza que yo cedí a la amistad se volvió el precio sacrosanto del amor… y ¡maldito sea mil veces!… el canalla me dio la increíble, la enorme, la monstruosa patada. Hizo algo digno de muerte. Yo lo juzgué y lo condené. Juez fui, que no asesino. Juez justiciero y estricto. Ni en el cielo ni en la tierra acepto otro juez de mi vida.
«FRAILE. (Meditabundo). —“La mujer a los veinte años es una ilusión; pero a los cuarenta es una necesidad”… ¡Nunca me olvidaré de esa frase de mi padre instructor! “No se fíen ni aunque sean viejos”, nos decía el buen Poulier. No hay amor más volcánico que el amor de un casto. ¡Pero nunca, te hubiera pasado, de haber tenido fe en Dios, incauto! ¡Ni tampoco eras casto de veras, presumo! Acidia es lo que tenías; “acidia”, que es uno de los vicios capitales…
«VIAJERO. —¿Acidia?
«FRAILE. —Pereza intelectual, peor que la corporal. Candela debajo del celemín, habías puesto tu sede en lo mediocre, ¡y creías que Dios te iba a dejar dormir! Te creías honesto, porque no robabas; y noble, porque tenías sentimientos finos… ¡y he aquí que ahora has matado, has robado y has perjurado! ¡Dejaste pudrir tu inteligencia, hecha para la creación estética o la acción política, en estériles placeres egoístas, y ahora tenés cara todavía de llamarte casto!
«VIAJERO. (Silbando muy bajito). —¿Y usté qué puede saber de eso, pedazo de memo?
«FRAILE. —Concedido. No sé nada. Absolutamente nada. Pas du tout! (Barriendo el aire con un vasto gesto). Absolutamente incapaz de amar ninguna cosa. Incapaz de ver siquiera una mujer. Las veo como bultos de colores, miope que soy; como bichos raros, como crisálidas de abejas de las que criaba en Fiesole: absolutamente la misma formita de guitarra redondeada, cintura estrangulada. Así son. Así están hechas y así están pintadas.
Tienen esa forma y esos colores. ¿Y de ahí? ¿Enseguida hay que matarse por eso? Yo no conozco el corazón humano, pero debe ser bastante zonzo, para quien lo conozca. ¡Yo soy un pedazo de palo, un triquitraque con cuerda, eternamente ocupado en hablar latín, decir gorigoris y disparar del infierno! ¡Y miedoso, sobre todo! ¡Y propenso al mareo en el mar, mareado la mitad de los días! ¡Y las noches! Y la noche entera que pasé en el ansia… me ahogo en la cabina, salgo al fresco, medianoche era por filo… ¡y veo de golpe, a la luz de mi Galex, un fantasma en la baranda mirando el mar, justo en el sitio en que se suicidó el finado Francis Campbell, que Dios tenga!
«VIAJERO. —¡Sinvergüenza! ¿Me golpeó la cabeza, diga?…
«FRAILE. —¡No! ¡Me asusté yo, eso es lo que pasó! ¡Válgame que yo he sido profesor de lógica, por suerte! Ese fantasma acodado tiene que ser dos cosas —me dijo enseguida la lógica—: o es el fantasma de un suicida, o el bulto de un asesino. ¡Silogismo disyuntivo, amigo! Pero dijo Roger Bacon, fraile inglés muy vivo, que no hay silogismo seguro sin la experiencia. La experiencia fue fácil, yo soy travieso como un indio. Me encogullé hasta la barba, abrí las dos ojeras, puse atrás la linternita, y mojando la mano en agua, te la pasé despacito en la nuca. ¡San Francisco me valga! ¡Qué respingo y qué dando! Con la zurda me manoteaste, resbalaste en el piso de cabeza contra una banqueta, y quedaste seco. Yo temí y escondí el bulto, viendo venir al sereno. Al otro día, mareo de nuevo. Pregunto al sereno a quién había levantado anoche, y el gallego se me cierra el negao, creyendo guardar reserva profesional sobre la curda de un señorón de primera. Resultado: necesidad del inocente lazo del aviso rojo. Ésa es la historia. A la semana del crimen, te vendiste tres veces. Una yendo de noche al sitio. Dos, asustándote de un falso duende. Tres, viniendo mansito aquí a confesar conmigo. No sirves para criminal. Por eso, justamente, hijo mío, pensé en invitarte a dejar de serlo.
«VIAJERO. (Con los ojos de loco y un tartamudeo ronco, atropellado, hondo). —¿Cuánto quiere?
«FRAILE. (Sonriente). —Mucha plata, mucha plata; más de lo que piensas. Pero no más de lo que puedes, Dios ayudando… Es necesario, hijo. Es para tu bien. ¿Has leído a Platón? Dice Platón en el Gorgias… Parte Segunda, número 438… que es un bien para el criminal ser descubierto y castigado. Parece mentira, pero un crimen impune es más desastre para el mismo culpable que un crimen punido. Mi oficio no es castigar, sino absolver. Eso quisiera, amigo mío. Pero… no se puede absolver de cualquier modo, has de comprenderlo.
«VIAJERO. —No quiero bromas. Si no jura usté que guardará en secreto de confesión…
«FRAILE. —Depende de si aceptas la penitencia.
«VIAJERO. —¿Tres padrenuestros al Sagrado Corazón de Jesús?
«FRAILE. —¡No blasfemes, desdichado! Eso es más de lo que yo te pido; pero no puedes darlo, porque no tienes fe. En la Iglesia primitiva se daban penitencias bien fuertes. La mía es dura, pero justa. Es el precio inexorable de mi silencio. Está aquí, en estos dos papeles. Éste es para firmarlo vos; y éste, para anotar yo los tres puntos de la penitencia, tal como ahora lo hago…
«VIAJERO. —A ver.
«FRAILE. —Primer punto: mañana romperás tus relaciones con la muchacha rubia de allá atrás. Le dirás que eres indigno de ella, lo cual es la pura verdad.
«VIAJERO. (Con furor). —¡Jamás!
«FRAILE. (Impertérrito). —Segundo: el sábado, al llegar a Buenos Aires, monetizarás tu fortuna y harás llegar de modo conveniente y oculto a la familia del muerto los dos tercios de ella.
«VIAJERO. —Pero ¡está loco!…
«FRAILE. —Tercero: renunciarás a tu posición en la Salt-Beef Anglo Argentino Company; emigrarás a Europa, y a ganar tu vida con tu sudor, como un pobre obrero. Salar tu alma estancada y tu cuerpo muelle en el amargor del trabajo y el destierro, para redimirlos…
«VIAJERO. (Lívido, crujiendo los dientes). —¿Y… si… me… nie… go?
«FRAILE. (Tranquilo). —El hombre grandote allá al lado del capitán. El detective del buque. Él fue quien me facilitó el aviso rojo. Me basta una sílaba…
«VIAJERO. (Lívido y escarlata por momentos). —¡Pruebas… pruebas!… ¡No tienen pruebas!
«FRAILE. —Te equivocas. Tan tonto no soy.
«VIAJERO. —Un momento. (En los ojos una luz refucilante que se ahogó al punto, extendiendo la larga diestra a través de la mesa hasta tocarlo). Entendido. Acepto. Le estoy inmensamente agradecido. Haré todo al llegar. Me haré católico. Daré limosnas al clero; a su convento, principalmente. Jure usté silencio sobre este crucifijo.
«FRAILE. —De buena gana. Pero antes firmá vos este otro papel.
«VIAJERO. —¿Qué es eso?
«FRAILE. —Seguridad para mí de que cumplirás la penitencia en la cual yo te conmuto, creyendo hacer un bien, ante Dios y mi conciencia, los estériles años de Ushuaia. Simplemente, una confesión detallada de tu crimen dirigida al juez de instrucción de la Capital. La romperé el día que hayas cumplido tu penitencia.
«VIAJERO. (Lívido como la cera, como si hubiese recibido un baldazo de agua, crispado en la silla hasta hacerse chiquito la mitad de su tamaño, el blanco de los ojos revirado en relámpagos, las manos golpeando como un parkinsónico). —Bien. Aquí tengo mi pluma fuente. Un segundo…
Éste es el fin del diálogo entre Fraile y Viajero; al menos, del diálogo público. Aquí volvieron a entrar en escena los coros, al estruendo tronituante que siguió a la palabra segundo. Un solo segundo tardó el fraile en darse cuenta de su distracción, y ya brilló en la zurda del otro un objeto negrito, brillante, cilíndrico. El segundo siguiente habían volado por el aire tazas, florero y bandeja, rodado mesa y sillas, y un fraile macizo aferrando la zurda de un energúmeno que lo aporreaba con la derecha cayó como un bólido entre las parejas de fox-trot despavoridas. Todos corrieron. Mas el fraile, sin soltar presa, los detuvo con un grito de clown y un jadeante y grotesco monólogo acompasando sus forcejeos:
—¡Quietos! —decía con voz de máscara—. ¡Es una broma! ¡Es carnaval, carnaval todo! ¡Un ataque de yiuyitsu! ¿No ven como pega despacio, y eso que pega derechazos? ¡No me lo toquen, que ya es mío! ¡Atención a la torsión del brazo! ¡Piu-ju-jui, machito! ¡Kikirikí!… canta el gallo…
¡Kikirikí!… canta el gallo suicida;
¡kikirikí!…
canta queriendo quitarse la vida
de miedo a mí, de miedo a mí…
Era una escena tan absurda como una pesadilla. No se sabía si era lucha o si era broma. El fraile había acogotado al viajero. El otro rugía y forcejeaba. Mas cuando el capitán se aproximó a trancos, diciendo «¡Basta, esto es inaceptable!», ya uno de los contendientes estaba contra la mesa, escondida la cabeza y sacudido en sollozos, que parecían verdaderos. Pero lo asombroso era el fraile. Con los brazos abiertos, cubriendo al otro frente al público amontonado, cantaba a lo loco —mientras simulaba una especie de danza india— algo parecido a esto:
Déjenlo llorar, déjenlo llorar.
Es el pobre mío;
déjenlo sollozar, sollozar
más lágrimas que el vasto mar,
es un pobre crío.
Éste es el carnaval de la vida,
déjennos llorar.
Les dejamos la rica comida,
regalamos la risa fingida,
la plata, la mujer escogida,
nos quedamos con el cielo y mar.
Déjennos ir por el camino oscuro,
opacos al humano mirar,
visibles a Dios solo justo y puro,
descalzos sobre el ripio duro,
desnudos entre cielo y mar.
Y así siguió payaseando, hasta que levantó al otro payaso por los hombros, y llevándolo contra sí como a un enfermo, cabeza contra cabeza, salieron del salón de primera, para no dejarse ver más en todo el viaje. Cosa curiosa, una preciosa Browning de señora, pavón negro, fue hallada al día siguiente en la alfombra, y no fue reclamada por nadie.
Esta escena intemperante, que guillotinó la fiesta, y junto con la desaparición del otro Campbell fue escándalo y comidilla de todo el resto del viaje, ocasionó la persistente sospecha del desequilibrio mental del padre Metri, el cual fue acusado de imprudencia a Roma, y más tarde, no habiendo sabido sincerarse, desposeído del cargo que traía de visitador general en las misiones chaqueñas. Y esta escena fue también la primera de todas las peloteras incomprensibles que lo hicieron cada vez peor visto de su comunidad, hasta su exclaustración, después de la cual se convirtió en el extraordinario misionero ambulante y fundador de pueblos que todos conocen y está retratado en la historia, la tradición y la leyenda del Chaco santafesino.