Asesinato frustrado

«Como no llega todavía el momento de la acción, me limitaré a ligeras indicaciones. Aunque no sea usted el Coloso de Rodas, entre cuyas piernas pasaban los mares, tenga un pie en cada margen del río, eche una mirada a las colonias, reúna cerca de la costa las fuerzas que pueda economizar, y tenga siempre en vista que puede ser necesaria su presencia con fuerzas en Corrientes o Santa Fe. Su gloria estará en acudir rápidamente a uno u otro punto y salvar la situación.

»Es un dolor que nos hagan interrumpir nuestra bella obra de la frontera…; pero qué hacer contra los vicios de nuestra situación y de nuestra historia…».

SARMIENTO [1]

Lo más difícil de este relato es comenzarlo; es decir, justificar cómo y por qué estaba fray Demetrio Constanzi[2], misionero, a la orilla del Alto Paraná en la histórica noche del 6 de octubre de 18… Supongamos que fue la Providencia, junto con su afición a la pesca grande y con una de esas inexplicables melancolías que de tanto en tanto le hacían buscar la soledad y hundirse en el tempestuoso mar de sus pensamientos. El caso es que ésta fue la noche en que el gobernador de Corrientes, Rosas Chico (don Pedro Lozas Rico), cruzó el Paraná a cola de caballo a la altura de Goya, llegó medio muerto a Reconquista, y con un piquete de línea y algunos voluntarios en dos balleneras alcanzó a los cabecillas Robertson y los derrotó y apresó en medio del Gran Río, regresando así como triunfador a la ciudad de donde huyera aquel día como prófugo. Pero todo esto pertenece a la historia. Lo que ésta no sabe es el crimen del padre Metri, a no ser por la leyenda.

Aquel hombre lo sabía contar con un temblor en las manos, diciendo que fue la noche más negra de su vida, a pesar de una clara luna; en que dos veces estuvo a punto de matar y tres veces de ser muerto, y cuatro veces fue auxiliado por el ángel de la guarda en forma de un caballo blanco. Este caballo apareció como un dragón marino o como un fantasma infernal en el medio del Río-Como-Mar, y fue el primer espanto de aquellas fiebrosas veinticuatro horas; y lo más enloquecedor fue que el padre Metri creyó que lo traía enganchado de su anzuelo, como si diabólicamente el seno fangoso del río estuviese recorrido por tropas de equinos de abracadabra, con montura y todo.

Era noche plenilunar, con nubarrones vagabundos que operaban una continua alternativa escenográfica, como a golpes de conmutador. El gran espejo alumínico del río se empañaba de golpe, y las limpias siluetas negras de los árboles se difuminaban en fantasmas difusos, para volver al rato a su ser primero. Noche oscura y plenilunio se alternaban brusca e imprevistamente, lo mismo que en la vida del fraile —pensaba él medio dormido—, formada de grandes ímpetus hazañosos cortados de atroces intervalos de confusión, abulia y melancolía.

Estaba por dormirse del todo, cuando sintió el gran chapoteo hacia la derecha y que la gruesa liñada se le iba de las manos. Empezó a recoger con furia y sintió el peso de la presa, al mismo tiempo que el chapoteo se hacia enorme; y cuando creyó ver aparecer por el recodo algún surubí de dos metros o un yacaré suicida, casi se cae de susto al ver surgir del río y venir hacia él, tranquilamente, un enorme caballo tordillo, que abordó cerca de él dando un relincho. Pero lo que había pinchado su anzuelo, era nada más que una gran rama de ceibo. El caballo venía detrás, acezando.

Cuando agarró las riendas del bruto, los dos temblaban. El animal temblaba de dolor de una enorme herida que tenía en la paleta izquierda, ancha y honda como dos puños, de donde corría, como doble cincha, una oscura faja de sangre aguada, y hacia la cual volvía con impaciencia la cabeza y los belfos temblones. El fraile se quedó mirándola hipnotizado. Ni una bomba era capaz de hacer eso. La carne había sido como macheteada, pedazos de cuero y músculos pendían deshilacliados.

—¡Palometas!… —dijo el fraile, y empezó a verter en el cruento hoyo el contenido de media lata de sardinas, al cual añadió su pañuelo hecho un bollo y empapado en vino, y una capa de tierra greda para sostenerlo, mientras su cerebro pensaba a toda marcha.

Las palometas no iban a morder a un caballo nadando, y menos en la paleta; a no ser que… Apartó rápidamente el apósito y examinó el boquete.

—¡Eso es! —dijo.

En el centro de él se hundía un cráter pequeño, un agujero de bala. La sangre de esa herida inicial había atraído a las feroces pirañas del río, que habían empezado a devorar vivo al noble bruto.

Un momento después, la verdad empezó a estallar en el cerebro del fraile como una serie de explosiones. El matraqueo lejano de aquel atardecer, que él creyó escopetazos de cazadores… La revolución de Corrientes, que les contó el chasque en el camino… La noticia de que Rosas Chico huía por agua a Santa Fe, a buscar las fuerzas del interventor nacional… La montonera a caballo que se había visto cerca de Ocampo cruzar dos veces el Amores…

El fraile vio como un relámpago que descubre un abismo el mensaje desastroso de aquel caballo herido.

Sin duda posible, el eximio gobernador de Corrientes había sido asaltado y vencido, quizá ejecutado, en mitad del río y de aquella noche propicia al asalto: la sublevación de los feroces hermanos Robertson era entonces un hecho irremediable. Este pensamiento lo puso sobre el caballo de un salto: desorden, ambición, codicia, despotismo, venganzas y revueltas sin término; eso era lo que significaba la sublevación victoriosa: ruinas y ruinas y más ruinas en el Norte santafesino.

—¡Zanazzi! ¡Zanazzi!

Su compañero no daba señas. Se había marchado en la canoa, a pesar de la prohibición.

Metri vaciló. Empezó a examinar los anillos de su deducción instantánea. Un caballo herido de bala no se va a tirar al río: luego, fue herido en mitad del río. Un tiroteo en mitad del río entre una lancha y hombres a caballo es un tiroteo a muerte. El jinete del tordillo había vencido y abordado la lancha; de otro modo, no lo hubiera abandonado: se hubiera aferrado a las riendas y salvado o hundido con él. Y además, no hubiera retirado las pistolas de la cuja ni sacado el lazo, puesto que el lazo aparecía limpiamente cortado. Entonces, la triste conclusión se imponía: el enérgico Rosas Chico, el pacificador y ordenador implacable y tenaz de la provincia vecina, había sido asaltado y vencido. Estaba perdido, y con él, veinte años de obra civilizadora.

—¡Zanazzi! —gritó el fraile, desesperado.

Y al no obtener la menor respuesta, tomó la dura decisión: hacer a revientacaballos las cincuenta leguas a Reconquista y avisar del suceso al capitán del 11 de infantería que allí hacía de jefe, en nombre del interventor nacional… Casi antes de decírselo, había pisado el ligero y lujoso estribo chorreando agua y puesto el caballo al galope corto.

La luna se apagó de nuevo. El fraile no era jinete grande, pero sabía sostenerse y tenía mucho aguante. Refrenó su inquietud y la del caballo, sabiendo la jornada enorme. Se acomodó en la incómoda monturita inglesa, empapada. Andaba sin talares, con un simple traje obrero de lona azul. Rumbeó el camino, taloneó al montado y se sumió en sus preocupaciones. Sintió que tenía el deber de avisar a toda costa. Se sintió capaz de morir en la empresa, su rabiosa pasión por el orden social inflamada de golpe a la idea del triunfo de los agitadores. Se paró a arrancar una rama espinosa para rebenque, previniendo apremios, y entonces oyó detrás el galope de otro caballo, y escudriñó la oscuridad recelosa: era seguido.

Al principio solamente oyó los cascos y vio una mancha blanca y espectral que se le venía a la altura del pecho. Parecía como una gran lechuza con las alas abiertas parada sobre un caballo invisible, pensó el fraile. La lechuza detuvo a su misma anca, y entonces vio el gran bulto de un caballo oscuro como el demonio, con un hombre de negro en mangas de camisa. No era Zanazzi.

—¿Quién es?

Silencio. El incógnito lo único que hizo fue mantener su caballo al anca del otro, desasosegado. El fraile vio que en la mano le lucía un arma. Reiteró su pregunta, sin resultado. Puso en marcha su montado, y el otro lo galopó como su sombra, parando cuando él paró de nuevo. De nuevo increpó, enojado. Entonces salió la luna, y Metri examinó suspenso la facha bruta del extraño compañero.

Estaba empapado de arriba abajo, desde el cabello y barba negrísimos hasta el pie desnudo, pegada la camisa, una manga arrancada, sin montura ni estribos, descalzo. Los ojos le ardían en la oscuridad con una furia lívida. Sus labios rezongaban en lo oscuro: «¡Maldita pistola! ¡Maldita pistola!», y su derecha sostenía una enorme arma de fuego, como un rifle de caballería o un Rémington-Colt, que parecía a punto de descargar sobre su compañero.

El fraile se vio muerto y castigó de golpe. Saltó el animal y se puso a la carrera. Sintió el estampido del disparo detrás suyo, y un momento después la persecución desenfrenada. Se agachaba sobre el cuello, esperando el otro tiro que no vino. Vino una voz confusa:

—¡Párese o lo mato! ¡Párese o lo mato! ¡Párese o lo mato!

Había perdido los estribos, sentía que estaba por rodar, el otro caballo ganaba distancia. Se paró… ¿qué iba a hacer? El otro venía ciego de furor, lo encañonó un largo rato, se hizo un hielo el corazón de Metri delante del segundo cañón de una enorme pistola Montecristo. Clamó:

—¡Alto! Soy el padre Metri, soy un sacerdote. ¡Por Dios, no tire!

Pero le esperaba otra suerte. El bandolero lo desvió del camino monte adentro, y haciéndolo desmontar, lo amarró duramente con su propio rendaje a un guayacán, manos detrás y pies maneados.

Hay que saber que el camino pantanoso del puerto de Reconquista estaba aquel entonces bordeado de frecuentes islas de arbolado, como la que hoy llamamos Carbonera. Como a doscientos metros del camino amarró el bandolero al otro, que parecía más bandolero que él, y después hizo esta terrible e incoherente escena, que heló hasta la médula de los huesos del aventuroso fraile, sujetado al palo.

Se le plantó delante, pistola en mano izquierda. Se santiguó lentamente y empezó a rezar.

—Encomendáte a Dios —le dijo—, porque llegó tu hora.

Cambió de mano la pistola, la montó cuidadosamente y se la asestó al corazón, pronunciando en voz muy alta estas horribles palabras:

—En nombre de Dios Omnipotente y por mi propia autoridad, yo te juzgo y ajusticio por rebelde a la autoridad legítima, ambicioso, asesino, inobediente, ser socialmente dañino y depravado. Y que Dios te ayude.

¡Tupé guazú —gritó el fraile con un alarido de terror— ina yutori ume ume ntende!

Dos veces gritó la súplica guaraní. Pero el tiro no partió. Clicó el gatillo siniestramente tres o cuatro veces, pero la carga debía de estar mojada. El bandido la arrojó con rabia, y se abalanzó sobre los dos caballos, diciendo:

—Ya lo preveía yo. Por eso te até primero. Quería ahorrarte la horrible muerte que te espera ahora, si Dios no te libra. No puedo hacer otra cosa, y te la mereciste. Que Dios te ayude, si quiere; yo tengo mi quehacer delante.

Y ante la desesperación del fraile enmudecido, el siniestro barbudo saltó al oscuro y se perdió en la noche, llevando al tordillo de cuartago. El preso hizo un esfuerzo desesperado por romper sus ataduras. A lo lejos ladró el aguará dos veces. Salió la luna.

Las grandes crisis pasionales son sencillas y complicadas. Toda el alma profunda rebalsa a la conciencia derretida en afectos múltiples; pero hay uno de ellos que impera y a los otros digiere y subyuga. En las horas en que el fraile se agotó debatiéndose contra sus ligaduras, su alma no era miedo, ni tristeza, ni desesperación, sino una formidable cólera desatada y rugiente como lava. Todo su cuerpo era como un dolor difuso; pero su alma era como un palpitante hervor de impaciente impotencia: la rabia del vencido. Y su odio inconmensurable enfocaba a aquel horroroso desconocido negro, que aparecía a su rencor como un vivo símbolo del desorden y el mal que más había odiado en su vida.

Todos saben que la vida vehemente del padre Metri se agotó en una serie de comenzar grandes empresas malogradas: militar en Francia, fraile jeromiano, profesor de teología en Fiesole, misionero exclaustrado, párroco de San José de Flores, fundador de los Lanceros de San Antonio y cura de San Antonio de Obligado. Este continuo iniciar proezas sin rematarlas ha sido achacado a un desequilibrio nativo de su poderoso carácter, a algo de morboso y excesivo en ese temperamento cuasi doble, que habiendo heredado a la vez por junto las dotes del hombre de acción y el hombre de ciencia, parecía no haber podido llegar nunca a completarlas, ni menos a armonizarlas.

—Es hombre nacido para abrir picadas, y no para trillar caminos —decía de él su gran amigo el arquitecto— colono don Leonardo Castellani.

—Parece un tigre atado corto que se lastima por soltarse —dijo una vez de él un criollo; metáfora que en este momento era verdad literalmente.

Por supuesto que sus enemigos lo tenían por loco de atar; y aun sus mismos amigos, en algunos momentos.

No he dudado nunca que hubo algo de anormal en él —al menos, si se entiende por anormal el no haber realizado en sí esa potente armonía de fuerzas dispares que, cuando milagrosamente se logra, constituye el genio—; pero estoy cierto que al «fracaso de su vida», como él decía amargamente, contribuyó en gran parte el ambiente: Italia liberal y burguesa del siglo XIX, Chaco de principios del XX. Ninguno de los dos medios biológicos era para dar un gran conductor, un gran obispo, por ejemplo; ni sabrían qué hacer con un gran obispo, uno por chato y el otro por caótico. Lo único que podían dar y pedir era un pioneer, un bandeirante vagabundo y solitario, una especie de sir Galaad, o de Quijote, o de fray Castañeda, o de Savonarola —sin la religión, fuera un Robin Hood o un Diego Corrientes—; un alma desesperada que se rompiese contra una muralla de desorden insuperable, para dejar en ella una mancha de sangre… y la forma del orden futuro. Un sembrador de ideas inflamadas, traducidas en gestos extraordinarios; y extravagantes, de puro cuerdos. Un actor instintivo y potente de parábolas en acción. He dicho el nombre: un poeta de su propia vida. Pero un poeta trágico.

Esta definición la he hecho para mostrar cuál era el odio que en este momento lo arrastraba, y que explica, si no excusa, su momentáneo extravío. Era el odio inconmensurable —no en balde le llaman odium teologicum— a la injusticia metafísica, al desorden esencial, sobre el que surgía esta sociedad de la cual él era outlaw y que hacía derrumbar como arena la materia de sus creaciones.

Sus construcciones se derrumbaban, no por ruines, sino por grandes; no por culpa del plano o los materiales, sino por lo deleznable del cimiento: su obra religiosa no prosperaba, por falta de base natural. La fe supone la razón, la sobrenatura presupone la natura, el apostolado exige un mínimo de compostura social y orden político; no se puede enseñar a volar al que ni anda todavía. Así que la lucha del fraile no era contra la carne y sangre, sino contra las esencias invisibles y los espíritus rectores de la tierra que andan en el viento, contra las fuerzas tentaculares que rigen el orden moral indivisiblemente. Nada extraño, pues, que al verlo dar mandobles al aire, el patán muchas veces lo tuviese por alucinado.

El demonio horrible de la ambición, encarnado en aquel siniestro bandolero, veía el fraile en este momento: el vicio capital que mantenía el Norte en estado constante de motín, inseguridad, inquietud, esterilizándolo todo; el apetito del poder por el poder; la sensualidad del ordeno y mando; la odiosa insubordinación y caciquismo, hija corrupta de la antigua altanería española, que era la úlcera endémica de aquella tierra tropical y excesiva.

La visión de ese espíritu malo que desde que llegó a la Argentina se le había plantado enfrente y malignamente había insidiado su afanosa obra de apóstol, adquirió en esos momentos contornos casi tangibles. Estaba allí atado y derrotado para siempre: moría a sus manos. Y lo que es peor, moría también el gobernador Rosas Chico, don Pedro Lozas, el gran civilizador, el creador de Corrientes, alma gemela de la suya. Nunca lo había visto, y no lo conocía sino a través de su fama; pero la misteriosa voz de la sangre le había dicho con certeza, al oír sus hechos, que aquel machito admirado y odiado era de su misma raza.

Se sacudió con rabia sobrehumana. Temblaba de fiebre. Probó una vez más a romper sus grillos. Era inútil. Una manea trababa los pies y una soguita de cáñamo estrangulaba las muñecas, ya desolladas, y después enrollaba concienzudamente su cuerpo como una morcilla. Sudaba copiosamente; y el pensamiento se le iba, se le perdía en imágenes incoherentes. Entonces se puso a rezar el rosario y se durmió.

Había pasado veinticuatro horas sin sueño; y esto de ahora no fue sueño, sino una sucesión de semilúcidas pesadillas. Le pareció de golpe que estaba en las montañas de su infancia en Ramicale, Veneto, y caminaba en un caballo blanco por un pretil angostísimo, al borde de un precipicio; se sentía sudar de miedo, y el caballo resbalaba al borde mismo del negro abismo, mientras el temeroso resalto se iba angostando por momentos, hasta que llegó un punto en que dar un paso más era muerte segura.

No pudiendo por la estrechura volver grupas, se tiró al suelo por ellas, para retroceder a pie limpio; pero le cerró el camino un repugnante negro, que era el mismísimo demonio, con un cañón de escopeta puesto al rojofuego que lo aterecía de angustia. Iba a saltar sobre él, presa de golpe de una desesperada ira; pero una mano lo sujetó de atrás, diciendo: «No matar. Es tu hermano»… ¿Era un ángel? ¿Era su madre?

El caballo habíase trasfigurado en una figura blanca. Se sintió sujeto fuertemente e izado en el aire por debajo de los brazos; y un sentimiento refrescante de libertad comenzó a invadirlo. Pero la mano que lo agarraba oprimíalo hasta la asfixia, le cortaba las carnes, le aplastaba el pecho…

Dio un grito y abrió los ojos. No quiso creer lo que ellos vieron.

El gran tordillo herido estaba de nuevo a su lado, apoyando en su pecho la cabezota blanca. ¿Cómo se había escapado? ¿Por qué lo había buscado? ¿Qué hacía?

El animal hizo un violento envión con la testa, y el hombre atado sintió que todas sus ligaduras se apretaban cruelmente y sus costillas crujían. Dos ideas igualmente fantásticas cruzaron su fiebre como centellas: una, que la bestia era realmente un ser inteligente que estaba probando desatarlo, agarrando la soga con los dientes; otra, que el caballo era un espíritu maligno, ocupado sobre él en una misteriosa tortura. Pero en ese momento la luna llena bañó de nuevo el paisaje en su plácido mar de clara de huevo, como una buena hada con una linterna fosfórica, y el cautivo comprendió con un grito de alegría.

El animal sangraba otra vez cruelmente del cuello; y ¡oh asombro!… el rolo del freno se le había enredado de la soguilla que engarabitaba al fraile. Sin duda había venido a frotarse contra suyo, buscando que lo medicaran de nuevo —caído el rústico apósito—, y en ésas el freno, que era de filete, se le había enganchado.

Y ¿qué hacía el noble bruto? Como si tuviera inteligencia, estaba cortando la soguilla. Así como una cabra sabe roer una cuerda y un toro partirla a fuerza bruta, un caballo mañero sabe desgastarla rozándola contra la arista filosa de un poste.

Un rato después, que al fraile pareció un siglo, este angelito, que era canchero, consiguió su objeto. Sintió aquél un chasquido y que el atroz lazo de las manos se aflojaba de golpe; se dejó caer y soltó la manea de abajo incontinenti, y un minuto después estaba montado, pagando al pobre tordillo su milagrosa intervención con bárbaros guascazos.

No había un minuto que perder. Debía alcanzar al sublevado, debía matarlo en el camino, debía salvar al gobernador de Corrientes. Su mano apretaba por el cañón, como una maza, el enorme pistolón de cabo de hueso y plata que el otro abandonara.

El fraile Metri supo decir después que aquella noche descomunal aprendió él a andar a caballo, ¡amén de otras muchas cosas! Había puesto su montado al galope y no rodaba; y no sólo no rodaba, pero se hamacaba en la silla, castigando metódicamente y cantando una vieja canción italiana que habían encontrado sus labios, y que traducida venía a decir, más o menos:

El budista se circunscribe,

pero el musulmán va a La Meca:

el que no hace nada, no peca;

pero lo que se mueve, vive…

¡Ayayay!… que dijo el panzudo;

yo soy hombre correcto y recto,

porque no hago nada.

Pero ríe el diablo coludo

que va montado en un insecto

y comiendo una empanada…

Y entonces fue cuando casi rodó, y se topó con la parte más horrorosa de sus aventuras.

El caballo se había parado en seco, y olfateaba rumorosamente, las orejas tiradas atrás en viva alarma. Lo castigó con furor, y el animal se espeluzó sin moverse, y juntó las patas, pronto a encabritarse. A sus pies se extendía un charco ancho, pantanoso, sucio, y más allá, hasta la lejanía, una serie de charquitos con camalotes y juncales, cortados de trozos de barrial luciente, poblado todo del cantar interminable de las ranas. Todo eso invitaba más vale a caminar por encima, como una alfombra, campo liso y mojado, en vez de las horribles güeyas gredosas del terraplén.

Siguió la vista del caballo y vio, a los treinta metros en frente, un bulto negro sospechoso a modo de osamenta. Miró al cielo y esperó un momento que se descapuzase la luna. Pero la luna, al salir, le hizo una horrible mueca, se empezó a reír como una calavera y a gritarle desde allá lejos:

—¡Corrientes! ¡Muerte! ¡Perdón! ¡Me hundo! ¡Horrible! ¡Por Jesucristo! ¡Padre Metri!

Y la voz demoníaca bajó y se posó en el bulto allá enfrente. Era otra vez en esa noche el bulto de un caballo viniendo sobre el agua; pero era un caballo negro, y junto a su cabeza había una cabeza de hombre, barbuda. El fraile agarró con las dos manos la suya próxima a estallar; y un momento después la luz se hacía en él.

—¡El pozo de Estero Villaco! —dijo—. ¡Desdichado, estás perdido! ¡Ahora comprendo cómo se te fue el caballo blanco!

Del Estero Villaco no queda en el camino que va de Reconquista al puerto más que el nombre. Pero en aquel entonces era un peligrosísimo tremedal alimentado de filtraciones del agua subsuelina, más las lluvias del cielo. Excepto en el tiempo de seca, animal que entrara en el tembladeral hasta las rodillas, estaba perdido, pues no se lo podría salvar ni con lazo; y a veces estaba tan hondo, que literalmente lo engullía de a poquito hasta la cuerna, que ni la osamenta quedaba. Allí había caído el bandolero; y miraba llegar la muerte más atroz sosteniéndose como en una mísera isla sobre la cabalgadura enterrada.

—¡Socorro, socorro, socorro!… —de allá venía una lamentable salmodia ininteligible, como un canto fúnebre ahogado por el croar insoportable de las ranas.

El fraile consideró la situación fríamente. Materialmente no tenía medio alguno de salvar aquel prójimo; aunque lo tuviera, ello implicaría pérdida de horas que le faltaban a él para alcanzar al capitán Diez su vital mensaje; y aunque por imposible hubiera tenido lazo y tiempo, tan atroz era la ira que albergaba contra aquel protervo, que es posible…

Pero no queramos entrar en corazón ajeno. Nosotros no sabemos lo que Metri sintió, sino lo que Metri hizo.

Y lo que hizo, fue gritar al desdichado casi las mismas palabras que él usara un momento antes, al abandonarlo a su suerte:

—¡Ojalá pudiera librarte de esa horrible muerte! No puedo hacer otra cosa, y la has merecido. Te dejo al juicio de Dios. Yo tengo mi deber en otra parte.

»¡Tupá guazú — ina yutori ume ume ntende!

Y cerrando sus ojos a la horrible visión de lo que iba a pasar, soltó sobre el lomo las riendas, confiándose al instinto del caballo.

No se equivocó. El animal viró a la izquierda y empezó a rodear la ciénaga tentando cuidadosamente con las patas el barro chirle.

—Sin duda —pensó el fraile— este bruto es de por aquí, y tiene conocido ya este camino y este peligro. Su seguridad, a la cual debo dos o tres veces la vida, no se explica de otro modo.

Entonces el caballo empezó a trotar, y viose que salía otra vez al terraplén, sobre el que galopó pesadamente, acezando. Mas la luna se cubrió entonces, y el jinete sintió que la noche descendía también sobre su corazón, húmeda y triste. Quiso cantar, y no pudo.

No estaba seguro de haber obrado bien…

El extraordinario proceso anímico que culminó en una alucinación al pie de un espinillo y que ocupó lo que podríamos llamar el tercero y último galope del tordillo herido, es bien difícil de poner en palabras. El poco hábil jinete estaba cansadísimo y afiebrado; y el alma y cuerpo se le mezclaban en una única angustia, a la vez moral y física.

«Toda mi conciencia estaba concentrada —escribirá más tarde— en el estribo izquierdo, que arreo se me quería perder, a causa de la mala andadura del caballo, el cual, herido y exhausto, galopaba sólo con los cuartos traseros, trotando con las manos y martillándome el c… sobre el duro recado atrozmente. El cuerpo lo sentía como un dolor difuso. De vez en cuando, un mal paso del galope me ramaleaba un pinchazo agudo, que de la nalga me subía a la nuca, como un relámpago de fuego. Pero lo peor de todo era el torcedor de mi conciencia…».

Este «torcedor de su conciencia» consistía en definitiva en preguntarse si tenía derecho de matar a un hombre en algún caso y por ninguna causa, por importante que fuese.

En vano se respondía él que no había podido salvarlo. Lo que sentía allá dentro era que de cualquier modo había querido matarlo, si es que no lo había muerto de terror con aquellas palabras inexorables con que lo abandonó a su suerte.

El fraile había sufrido una temporada de su juventud la enfermedad psíquica de los escrúpulos; y ahora trataba de persuadirse que esta terrible tristeza y agitación que lo inundaba por momentos no era más que un idiota escrúpulo. Pero en vano: toda su subconciencia embestía contra su razón. Y lo más curioso es que a causa de su estado psíquico exhausto —fiebre, sueño, fatiga— todo este proceso de remordimientos se desenvolvía, no en la forma abstracta en que lo pongo, sino en semialucinaciones auditivas y visuales[3].

La primera alucinación fue ver de golpe que el tordillo que montaba volvía hacia él la testa y le decía con toda formalidad: «No lo mates: es tu hermano». Un momento después comprendió que era su fantasía la que había hablado —¡tan fuerte, Jesucristo!— y que los belfos del tordillo adonde tendían era hacia la pobre herida del cuello, inflamada como un flemón cárdeno.

Después vio con toda precisión en su mente un libro abierto, y conoció hasta la página y el párrafo: era la Moral de Bucceroni, donde estaba el problema de cuándo y cómo se podía infligir la muerte a un hombre —«nunquam privata sed publica quidem auctoritate»—; y al mismo tiempo, las palabras misteriosas del desconocido: «Por mi propia autoridad y delante de Dios te ajusticio», le retañían en los oídos como si las estuviese oyendo.

—¿Qué autoridad pública desempeño yo, para fallar que un hombre debe morir, por culpable que sea, aunque sea para salvar una provincia y un mundo?… Por otra parte, ¿no conviene que un hombre muera para salud de todo un pueblo?…

—Pero ¡horror!… éstas son las palabras que dijo el hipócrita Caifás para condenar a Jesucristo.

—¡Es que yo no puedo, no puedo hacer por él absolutamente nada! —balbuceó el fraile con angustia; y en el mismo instante, su cerebro cansado le trajo vivísima una imagen del buen samaritano, alguna oleografía chillona que vio antaño quién sabe dónde.

Todas estas imágenes se sucedían en su mente en tumulto tal, que ni siquiera notó que su caballo ya aflojaba el andar y sólo trotaba penosamente. Lo castigó fuerte, y la única respuesta fue un ronquido estertoroso. Lo miró, y comprendió que el nobilísimo bruto estaba reventado. Entonces otra imagen alucinante, la más viva de todas, lo deslumbró. Vio dos caballos igualitos en todo, alzada, raza y hechura, pero uno blanco y otro negro, que eran un ángel y un demonio: el blanco le había salvado la vida y el negro había hundido —¿qué tengo yo que ver con eso?— a su desdichado jinete en la ciénaga…

En este momento, su caballo se paró del todo en la mitad del camino, y gimió.

Las narices le sangraban tocando el suelo y los cuartos traseros temblaban convulsos, mientras el tórax hipaba como un fuelle.

—¡Adiós mi plata! —dijo el fraile, y se preparó a desmontar; pero inesperadamente el animal viró y se dispuso a bajar el terraplén en dirección al agua que resplandecía allá al costado.

El cura conoció que estaba a la entrada del pueblo, cerca del Rancherío, en la alcantarilla del «Pozo donde se ahogó Serafín», así llamado. Pero antes de poder resolver o prever nada, vino el derrumbe: cedieron las rodillas del noble potro, y rodó lastimosamente terraplén abajo con jinete y todo. Vio éste millones de centellas repentinas, y se sintió volar, caer, hundir interminablemente con muelle lasitud en el abismo blando, de olor a chinche y menta, mientras su mente se abandonaba en un deseo invencible de acabar de una vez y dormir para siempre.

Así se durmió sin querer el padre Metri por segunda vez aquella insomne noche.

«—Si se fijan bien —decía Metri más tarde, contando el caso—, verán que el tordillo, al lanzarme de cabeza contra el tronco de un espinillo, me hizo la cuarta merced de aquella noche: porque me proporcionó el sopor restaurante que mi testa a la deriva reclamaba. Yo no sé cuánto dormí desmayado en el suelo: creo que como dos horas de absoluta inconsciencia, pues cuando abrí los ojos se venía el alba. Entonces, la última imagen que me estaba obsesionando al caer, volvió a mi mente; pero esta vez mi mente estaba fresca, y vio lo que la imagen quería decir, y fue la salvación de todos».

El alba abría el cielo azulejo allá al este en una amplia laja roja. El enfermo se alzó pesadamente y miró el cadáver del tordillo. Recordó otro cadáver, y el problema sordo que lo venía trabajando se formuló con rapidez en sus labios. ¿Por qué aquel caballo se precipitó a la ciénaga y este otro supo evitarla? Entonces la luz obvia y sencilla, facilísima, evidente, rompió por todos lados en su alma, y el fraile comprendió de un solo tiro todos los enigmas de aquella noche.

—¡Es un correntino! —gritó—. ¡Es inocente! ¡He matado a un inocente!

Si estuvierais allí, hubierais visto la cosa más graciosa del mundo: un hombre embarrado y sucio, arañado, ensangrentado, con un horrible vestido de dril azul, ponerse a correr a los gritos alzando las manos como si el mundo se viniera abajo, mientras el mundo se abría riente al frescor de la mañanita con cantos de pájaros y rumoreo de hojas. Es que comprendió de golpe que un caballo se había encenagado con su jinete porque ninguno conocía la región, porque eran los dos puebleros, forasteros; y que su tordillo lo había salvado porque era paisano, y por lo tanto era de un bandolero y el otro era un escolta correntino. El barbudo, que él reputara un chasque de los sublevados, era en realidad un hombre del gobernador. Pero en este punto el fraile detuvo su carrera loca, se paró y pensó de nuevo penosamente.

—¡Era él! —exclamó—. ¡Era él! No puede ser más que él… ¡Dios me conceda salvarlo todavía! ¡Ese gesto es de él y de ningún otro!…

La comprobación de la verdad le produjo lo que un baldazo de agua fría a un borracho: ella implicaba volver camino y empezar ya exhausto otro arduo trabajo físico. Pero nada hay tan reconfortante como la certidumbre. El fraile volvió atrás al trotecito, recordando haber oído ladridos de perros allí cerca, a la izquierda, allá en medio del sonambulismo de su noche agitada.

En efecto, a poco andar dio allí mismo con una chacra; pero casi lo come vivo un enorme mastín barcino, por saltar la tranquera sin llamar, a causa del apuro. Tuvo que trepar la tranquera de nuevo y pedir auxilio a los gritos.

Salió allá una escopeta por una ventana de la cuadrada casita de material, de donde partiera el perrazo, preguntando quién era. Después se abrió la puerta y salió una mujer con dos criaturas agarradas a la falda y una magnífica arma europea empuñada con una visible pericia que no se prestaba a bromas. Hizo ella algunos pasos y gritó esta ingenua mentira:

—Mi marido está dentro, armado. No venga con bromas y váyase al momento, que no tenemos dinero ni nada que dar a nadie.

El otro comprendió que con su desastroso talante su identificación era casi imposible, y el auxilio que necesitaba con urgencia…

Con una súbita inspiración sacó su viejo crucifijo de bronce y un escapulario del pecho, y empezó a perorar con la elocuencia de la desesperación:

—Buena mujer, alma de Dios, que Jesucristo la salve; yo soy el padre Metri, el misionero: ¿no ha oído hablar del crucifijo del padre Metri? Me encuentro en la mayor aflicción y en tremendo apuro. Un hombre se ha hundido por mi culpa allá en Estero Villaco, y si ya no ha muerto, está en peligro horroroso. Y ese hombre es el gobernador de Corrientes, don Pedro Lozas. Necesito dos caballos y un lazo. Usté tendrá su recompensa, mayor de la que puede pensar, si nos auxilia. Pero si se niega, sepa que la maldición de Dios caerá sobre usté y sobre sus hijos; y sobre mí, desdichado, para toda la vida… sobre mí, desdichado —concluyó, sollozando.

Media hora después salía Metri en un caballo fresco del todo aperado, llevando de cuarta otro caballito montado por el hijo mayor de la casera, un avispado chirú de diez años, mientras una chiquilina de ocho salía en un petiso a toda guasca a buscar al padre, que estaba afuera desbichando.

A las leguas de camino tropezaron los brutos la ciénaga y empezó el prolijo rodeo capaz de enloquecer de impaciencia a un santo. Cuando llegaron a la mitad de él, el fraile empezó a llorar de alegría y a gritar como un descompuesto:

—¡Don Pedro Lozas! ¡Gobernador! ¡Un momento más y está salvo! ¡Perdón, gobernador, por lo que dije! Yo lo creí un bandolero…

Sobre la faz horrenda del pantano emergía el busto de un hombre, cuya cabeza había cambiado de color y estaba blanca como la nieve. Su cabalgadura se había hundido del todo, sirviéndole de pedestal subterráneo. Sus manos se aferraban desesperadamente de un manojo de paja, desollándose. No dio señal de reaccionar a los gritos, hasta que la armada de un lazo cayó cerca de él; entonces tan sólo pareció despertar de un fatídico éxtasis, y se agarró de ella con un manotazo de animal.

El fraile había entrado como quince metros en el pantano con el caballo, que se resistía con toda su alma al terrible castigo, atado con el lazo a los tientos del caballito del niño, allá en la orilla. Después cincharon los dos despacio, y brotó con el ruido de un árbol que se desarraiga el otro hombre —o lo que de él quedaba— enyesado en un bloque de barro chirle. Patinó penosamente hacia fuera, medio hundido, abandonado y laxo. Antes de salir, se revolcó en el agua verdosa de la chacra. Sus primeras palabras fueron:

—Perdóneme usté, padre Metri. No sé cómo no lo maté… ¡Cómo hay que pensarlo bien antes de matar a un hombre!

El chiquilín había traído una muda de ropa, y allá en su casa aguardaba al resucitado una batea llena de agua tibia. Cuando salió limpio, parecía otro hombre, aunque la palidez mortal de su rostro y sus movimientos exangües atestiguaran de su aventura. Durmió dos horas, mientras el puestero volaba en su mejor flete a enterar de todo al capitán Diez en Reconquista. Cuando lo despertaron, tomó casi medio litro de caña, y dijo:

—He bajado hasta las puertas del infierno, como dice la Biblia; pero ¿qué importa, si el triunfo es mío? ¿A que no sabe, mi amigo, cómo descubrí que usté era realmente el padre Metri, a pesar de que todo y todo lo acusaba, desde el caballo blanco que yo mismo balié, hasta sus gestos de culpable y su sospechoso continente?… Lo descubrí demasiado tarde, cuando me engulleron los labios inmundos del infernal barrial. Allí estuve pidiendo a Dios perdón de su muerte… y de todas las muertes precipitadas que a lo mejor he hecho en mi vida… y pidiéndole el milagro de no morir de aquel modo.

—¿Cómo lo supo? —interrumpió el fraile, viendo que el otro empezaba a temblar de nuevo, pero con sacudones totales que tenían de convulsión y de bramido.

—Por su exclamación guaraní, antes de quererse morir —dijo—, que se me quedó en el oído retiñendo como una trompeta. Me di cuenta que era latín, y no guaraní; que es el principio del rezo del Breviario: «Deus in adjutorium meum intende». Sólo usté, fraile chúcaro, dijo Tupá Guazú, en vez de Deus, y lo pronunció medio en italiano, medio en toba. Yo he estudiado latín con los jesuitas de Santa Fe —dijo—. Allí también hice mi derecho.

Lo que siguió es sabido de todos. Postrado y medio muerto, el gobernador Lozas persiguió a sus enemigos con las dos balleneras y el piquete del capitán Diez; los cazó frente a Corrientes, hacia la costa de Barranqueras, y los aniquiló en pocos momentos.

El menor de los hermanos Robertson murió en la acción; el otro fue procesado en Corrientes, habiéndose opuesto redondamente Rosas Chico a que fuese ajusticiado sobre el tambor, como pedían la ley marcial y todo el piquete a gritos. Condenado por los tribunales, fue indultado por el gobernador, pero finalmente fusilado por el gobierno federal, con la convicción de crímenes comunes.

Rosas Chico se retiró de la vida pública y vino a Buenos Aires, con la intención de educar a sus hijos. De él es el folleto titulado LA MUY NOBLE CIUDAD DE SANTA MARÍA Y SAN JUAN DE VERA Y ARAGÓN DE LAS SIETE CORRIENTES, casi agotado hoy, que conocen como golosina y presa regia los bibliógrafos.

En cuanto a su eventual compañero y enemigo de una noche, el padre Metri, cuando llegó a Reconquista el presente de quinientos pesos fuertes y una vaca mestiza que envió el gobernador como limosna a sus misiones, ya se había cortado el fraile para quién sabe dónde, y ninguno daba razón de dónde andaba.