Capítulo 25

Sparhawk se sentía insólitamente fatigado aquella noche. Finalmente, los rigores de lo acontecido en Rendor parecían desatar sus consecuencias. Sin embargo, pese al cansancio que lo invadía, se revolvía espasmódicamente sobre el estrecho camastro de su austera habitación. La pálida luz de la luna llena atravesaba la angosta ventana y se proyectaba directamente sobre su rostro. Murmuró un agrio juramento y luego se cubrió la cabeza con la manta para protegerse los ojos del resplandor.

Permaneció adormilado al borde del sueño durante un espacio de tiempo que se le antojó varias horas; pero, por más que intentaba abandonarse al dulce sopor, no lo lograba. Resignado, apartó las mantas y se sentó.

Era primavera. El invierno le había parecido interminable, pero ¿qué había conseguido realmente? El transcurso de los meses había mitigado el hálito vital de Ehlana. ¿Se hallaba cercano el momento de liberarla de su túmulo de cristal? Bajo la gélida luz de la luna de medianoche, su mente se vio súbitamente asaltada por un pensamiento estremecedor. Tal vez los planes y las complicadas urdimbres de Annias y Martel fueron ideados con un solo objeto: demorarlo, mantenerlo ocupado con una actividad sin sentido el tiempo que le quedaba de vida a Ehlana. Desde su retorno a Cimmura, había corrido de un lugar a otro apremiado por el curso de los acontecimientos. Acaso las artimañas de sus enemigos no habían sido tramadas para ser ejecutadas, sino con el único propósito de retrasar sus pasos. Sentía que de algún modo lo utilizaban, y que el instigador de aquellas acciones se regodeaba enormemente al contemplar su rabia y su frustración, y se divertía con aquel juego cruel. Volvió a recostarse para reflexionar sobre tal posibilidad.

Una repentina gelidez lo hizo despertar; el frío parecía penetrar hasta sus huesos. Incluso antes de abrir los ojos sabía que había alguien más en la estancia.

Al pie de la cama se erguía una figura vestida con armadura; sobre el negro acero esmaltado refulgían los rayos de la luna. El conocido hedor de osario llenó el recinto.

—Despertad, sir Sparhawk —ordenó el aparecido, con un tono paralizadoramente inexpresivo—. Deseo hablar con vos.

Sparhawk se incorporó de un salto.

—Estoy despierto, hermano —repuso. El espectro se levantó la visera y mostró un semblante conocido por Sparhawk—. Me apena veros en estas circunstancias, sir Tanis —agregó.

—Todos los hombres perecen —canturreó el fantasma—, y mi muerte sirve a un noble fin. Únicamente ese pensamiento me aporta consuelo en la morada de los muertos. Prestad atención, Sparhawk, pues el tiempo que os acompañaré será breve. Os traigo instrucciones. Mi condición de mensajero es la causa inmediata de mi fallecimiento.

—Os escucho, Tanis —le prometió Sparhawk.

—Acudid esta misma noche a la cripta que se halla bajo la catedral de Cimmura. Allí encontraréis otra alma en pena que os expondrá con más detalle el curso que deben tomar vuestros actos.

—¿A qué espectro os referís?

—Lo reconoceréis, Sparhawk.

—Obraré según vuestro consejo, hermano.

El fantasma desenvainó la espada.

—Debo dejaros, Sparhawk —anunció—. He de hacer entrega de mi espada antes de regresar al eterno silencio.

—Lo sé —dijo Sparhawk con un suspiro.

—Adiós, hermano —concluyó el espectro—. Tenedme presente en vuestras plegarias. —La silueta revestida con la armadura se giró y salió silenciosamente de la habitación.

Las torres de la catedral de Cimmura se alzaban en el cielo estrellado, y la pálida luna, que se cernía a poniente, bañaba las calles de luz plateada y negras sombras.

Sparhawk se aproximó sigilosamente a una angosta travesía y se detuvo ante la impenetrable oscuridad que rodeaba la boca. Se hallaba justo a una calle de la entrada principal de la catedral. Bajo su capa de viaje llevaba la cota de malla y la espada de hoja ancha prendida a su cintura.

Experimentó una curiosa indiferencia al percibir al otro lado de la vía a un par de soldados eclesiásticos que montaban guardia en la puerta del templo. Las túnicas rojas aparecían descoloridas por el blanquecino fulgor. Los centinelas se recostaban con desgana sobre las piedras de los muros de la catedral.

Sparhawk consideró la situación. La puerta custodiada constituía el único acceso a la cripta, puesto que, sin duda, las demás estarían cerradas con llave. No obstante, la tradición, que contradecía en este caso la normativa de la Iglesia, prohibía que se cerrasen las puertas principales de los templos.

Los soldados debían de hallarse amodorrados y ajenos a cualquier sospecha. La calle no era ancha. Seguramente una veloz carrera solventaría el inconveniente de su presencia. Sparhawk tensó los músculos mientras se disponía a desenvainar la espada, mas de repente se contuvo. Presintió que no era ésta la manera correcta de franquearse el paso. No lo detenía el temor, sino la certeza de que no debía acudir a aquella cita con las manos manchadas de sangre. Después pensó que, además, dos cadáveres tendidos sobre las escaleras de la catedral anunciarían notoriamente que alguien se había tomado grandes molestias para penetrar en el recinto sagrado.

Sólo precisaba un minuto para poder cruzar la calle y deslizarse por la puerta. Reflexionó un instante. ¿Qué suceso provocaría más fácilmente que los soldados abandonasen su puesto? Consideró media docena de posibilidades antes de hallar finalmente la más conveniente. Su rostro se iluminó con una sonrisa mientras maduraba la idea. Repasó mentalmente el hechizo para asegurarse de que no había olvidado las palabras y después comenzó a murmurar quedamente en estirio.

El encantamiento era bastante largo y contenía un buen número de detalles que quería plasmar de manera exacta. Una vez finalizado, levantó la mano y lo liberó.

Al final de la calle se materializó la silueta de una mujer. Llevaba una capa de terciopelo y una rubia cabellera al descubierto le cubría los hombros. Su rostro era de una belleza increíble. Caminó resueltamente hacia las puertas de la catedral con una gracia seductora y, al llegar a las escaleras, se detuvo para observar a los dos soldados, que se habían despertado totalmente. No dijo nada. Las palabras hubieran complicado innecesariamente el hechizo, y aquella mujer no necesitaba utilizar el arma de la conversación. Lentamente, deshizo el nudo de su capa, la apartó y mostró su cuerpo desnudo.

Sparhawk oyó claramente la acelerada respiración de los dos guardias.

Después, con miradas incitadoras dirigidas por encima del hombro, la muchacha comenzó a alejarse por la calle, seguida por la atenta mirada de los soldados. A continuación, éstos, tras consultarse con la vista, atisbaron los alrededores para cerciorarse de que no los espiaba nadie. Apoyaron las picas contra la pared y bajaron velozmente las escaleras.

La mujer, que se había detenido bajo el resplandor de la antorcha de la esquina, les hizo nuevamente señas y luego se perdió entre las sombras al tomar una calleja lateral.

Los guardias corrieron tras ella.

Sparhawk salió de su escondrijo en la boca del callejón antes de que el par de incautos hubiera doblado la esquina. En pocos segundos atravesó la calle, subió los escalones de dos en dos, tomó la pesada mano de una de las grandes puertas arqueadas y tiró de ella para penetrar en el templo. Sonrió levemente para sí mientras se preguntaba durante cuánto tiempo buscarían los soldados la aparición, ya desvanecida, que él había creado.

El interior de la catedral, húmedo y frío, estaba impregnado de olor a incienso y cera quemada. Dos solitarios cirios, vacilantes a causa de la breve ráfaga de aire nocturno que había seguido a Sparhawk hasta la nave, ardían a ambos lados del altar. Su luz apenas representaba más que dos temblorosas puntas de alfiler que se reflejaban tenuemente en las gemas y el oro que ornaban el ara.

Sparhawk avanzó silenciosamente por la nave central, con los hombros tensos y la mirada alerta. Pese a lo avanzado de la hora, cabía la posibilidad de que uno de los numerosos eclesiásticos que vivían dentro de los confines de la catedral estuviera despierto y rondara por el recinto. Sparhawk prefería mantener su visita en secreto, para evitar encuentros que sembrarían la alarma.

Se arrodilló mecánicamente ante el altar y, después de incorporarse, se encaminó al oscuro corredor cercado de celosías que conducía al presbiterio.

Más adelante se advertía un resplandor de luz tenue pero constante. Sparhawk se movió con sigilo, sin despegarse de la pared. Ante él se abría un dintel arqueado del que pendían unos cortinajes púrpura, que separó cuidadosamente con un dedo para observar.

El primado Annias, ataviado con un austero hábito de monje en lugar de sus habituales ropajes de satén, se arrodillaba delante de un pequeño altar de piedra ubicado en el interior del santuario. Sus demacradas facciones se hallaban distorsionadas por la angustia de la autodegradación y sus manos se estrechaban entre sí con tal ímpetu como si quisiera arrancarse los dedos. Las lágrimas corrían abundantemente por su rostro y su respiración se percibía áspera y alterada.

A Sparhawk se le demudó el semblante, y su mano aferró maquinalmente la empuñadura de la espada. Los soldados que guardaban la puerta del templo al fin y al cabo eran sangre inocente. Su muerte no hubiera tenido ningún sentido. En cambio, Annias pertenecía a una ralea muy distinta. El primado estaba solo. Unos pasos veloces y un simple movimiento de su brazo librarían para siempre a Elenia de su infecta influencia.

Durante un momento la vida del primado de Cimmura pendió de un hilo, pues Sparhawk, por primera vez, consideraba la posibilidad de asesinar deliberadamente a un hombre desarmado. De pronto le pareció escuchar una voz ligera de muchacha y contempló una cabellera rubia y un par de ojos grises de mirada fija delante de él. Pesaroso, soltó la aterciopelada tela y se aprestó a servir a su reina, quien, incluso en su sueño, había acudido a salvar su alma.

—Otra vez será, Annias —musitó para sí.

Prosiguió su camino por el corredor hasta la entrada de la cripta. Ésta se encontraba debajo de la catedral y para llegar a ella había que descender unas escaleras de piedra. Una única vela de sebo, engastada en un candelabro de pared impregnado de grasa, se derretía en el rellano. Con sumo cuidado, para no producir el menor ruido, Sparhawk partió la vela en dos, volvió a encender el fragmento que quedaba en el candelabro y se dirigió abajo manteniendo la luz en alto.

La puerta situada al final de las escaleras era de pesado bronce. Sparhawk cerró el puño en torno al pestillo y giró con suma lentitud hasta sentir que cedía el cerrojo. Después, pulgada a pulgada, abrió la imponente entrada. El leve crujido de los goznes parecía estrepitoso en medio del silencio, pero Sparhawk estaba seguro de que el sonido no llegaría hasta el piso superior. Por otra parte, Annias se hallaba demasiado sumido en su propia angustia para percibirlo.

El interior de la cripta estaba constituido por una vasta y fría cámara de techo bajo que exhalaba olor a humedad. El círculo de luz amarillenta que provenía del pedazo de vela alumbraba un escueto retazo, más allá del cual reinaba la oscuridad más profunda. Los arqueados contrafuertes que sostenían el techo aparecían tapizados de telarañas, y los irregulares rincones, invadidos por espesas sombras. Sparhawk apoyó la espalda contra la puerta de bronce y la cerró de nuevo muy lentamente. El ruido que originó al encajarse resonó por la sala como un hueco crujido de muerte.

El recinto se extendía más allá de la nave de la catedral. Bajo el techo abovedado yacían los antiguos gobernantes de Elenia. Hilera tras hilera, cada uno de ellos permanecía encerrado en una desconchada tumba de mármol con una polvorienta efigie de plomo reposando en el cabezal. Doscientos años de historia elenia descansaban y se enmohecían paulatinamente entre el polvo de aquel húmedo subterráneo. Los malvados yacían junto a los virtuosos, los estúpidos se entremezclaban con los sabios. El igualador universal los había traído a todos al mismo lugar. Las habituales esculturas funerarias, que decoraban las paredes de piedra y los ángulos de muchos de los sarcófagos, conferían un aire aún más lúgubre a las silenciosas tumbas.

Sparhawk se estremeció. El contacto con la sangre, los huesos, la carne y el reluciente y afilado acero le resultaban familiares, pero no aquel gélido y polvoriento silencio. No sabía exactamente cómo proceder, puesto que el espectro de sir Tanis apenas le había indicado ningún detalle. Dubitativamente, siguió cerca de la puerta de bronce, a la espera. Consciente de la inutilidad de ese gesto, rodeó con la mano el puño de la espada para sentir su contacto reconfortante, aunque no albergaba ninguna duda de la ineficacia del arma en aquel espantoso lugar.

El sonido pareció primero un simple susurro, un tenue movimiento del aire estancado de la cripta. Después volvió a producirse de una forma más perceptible.

—Sparhawk —volvió a llamar el susurro.

—Estoy aquí.

—Acercaos.

La voz procedía de alguna de las tumbas recientemente ocupadas. Se aproximó a ellas mientras adquiría mayor seguridad a medida que avanzaba. Finalmente, se detuvo junto al último sarcófago, en el que estaba grabado el nombre del rey Aldreas, el padre de la reina Ehlana. Permaneció ante la efigie de plomo del anterior monarca, un hombre al que había jurado servir, pero al que había profesado muy poco respeto. El escultor que había reproducido su busto había intentado insuflar cierta dignidad a los rasgos de Aldreas; sin embargo, su expresión ligeramente desolada y su barbilla desprovista de firmeza delataban su debilidad.

—Salud, Sparhawk. —El susurro no surgía de la forma esculpida sobre la losa de mármol, sino de la misma tumba.

—Salud, Aldreas —respondió Sparhawk.

—¿Aún me tenéis como enemigo y me guardáis rencor, mi paladín?

Un centenar de ofensas e insultos asaltaron la mente de Sparhawk. Rememoró brevemente los años de humillaciones y afrentas causadas por el hombre cuya alma flagelada hablaba desde los vacíos confines de su sepulcro de mármol. Pero ¿de qué serviría clavar un cuchillo en el corazón de alguien que ya estaba muerto? Mansamente, Sparhawk concedió el perdón a su rey.

—Nunca os consideré como tal, Aldreas —mintió—. Vos erais mi rey. Era cuanto debía tener presente.

—Sois muy generoso, Sparhawk —suspiró la hueca voz—, y vuestra gentileza destroza mi insustancial corazón mucho más que cualquier rechazo.

—Lo siento, Aldreas.

—Yo no representé la persona idónea para llevar la corona —admitió la sepulcral voz con melancólica añoranza—. Ocurrían tantas cosas que no comprendía y había tanta gente en torno a mí que consideraba amigos míos y no lo eran…

—Lo sabíamos, Aldreas, pero no disponíamos de ningún medio para protegeros.

—Yo no podía imaginar las tramas que se urdían a mi alrededor, ¿cómo podría haberlo sospechado, Sparhawk? —El fantasma demostraba un desesperado afán de justificar los actos de Aldreas en vida—. Me educaron para que adorase a la Iglesia, y confié en el primado Annias por encima de todo. ¿Cómo iba a recelar de sus palabras zalameras?

—No podíais, Aldreas. —No le resultó difícil aceptarlo. Aldreas ya no era su enemigo, y si unas pocas frases podían confortar a su fantasma acosado por la culpa, únicamente le costaban el esfuerzo de pronunciarlas.

—No obstante, no debí haberle dado la espalda a mi única hija —declaró Aldreas con una voz henchida de pesar—. Esa decisión es la que me conduce con más dolor al arrepentimiento. El primado me predispuso contra ella, mas tenía que haber desoído su falso consejo.

—No os aflijáis, Aldreas —adujo Sparhawk—. Ehlana comprendía que el enemigo era Annias, no vos.

Se abrió una larga pausa.

—¿Qué ha sido de mi muy querida hermana? —Las palabras del monarca salieron como obstruidas por unas mandíbulas fuertemente apretadas por el odio.

—Todavía se encuentra en el monasterio de Demos, Majestad —informó Sparhawk con el tono más neutral del que fue capaz—. Morirá allí.

—Cuando suceda, enterradla allí, mi paladín —ordenó Aldreas—. No profanéis mi sueño al traer junto a mí a mi asesina.

—¿Asesina? —preguntó Sparhawk, estupefacto.

—Mi vida se había convertido en una carga para ella. Su amante y sicofante, el primado Annias, dispuso los preparativos para enviármela en secreto. Me sedujo con el mayor de los abandonos, con una clase de entrega que nunca había visto en ella. Exhausto, tomé una copa de su mano y bebí de ella, y aquel líquido provocó mi muerte. Ella se mofaba de mí. De pie, sobre mi moribundo cuerpo, con su flagrante desnudez y el rostro distorsionado por el odio, me insultaba. Vengadme de mi alocada hermana y de su malvado consorte, mi paladín, pues ellos me han llevado a la ignominia y han desposeído a mi heredera legítima, la hija que ignoré y desdeñé en el transcurso de su infancia.

—Si Dios me da fuerzas, haré lo que me ordenáis, Aldreas —prometió Sparhawk.

—Cuando mi pálida hijita ascienda por propio derecho al trono, os ruego que le comuniquéis que, en el fondo de mi corazón, le profesaba un gran amor.

—Si Dios desea que llegue ese momento, se lo diré. Perded cuidado, Aldreas.

—Así debe ser, Sparhawk. De lo contrario, todo lo que Elenia ha representado quedaría reducido a la nada. Únicamente Ehlana es la verdadera heredera del trono de Elenia. Yo os encomiendo que no permitáis que la corona sea usurpada por el fruto de la ilegítima copulación de mi hermana y el primado de Cimmura.

—Mi espada lo impedirá, Majestad —juró solemnemente Sparhawk—. Los tres yacerán bañados en su propia sangre antes de que esta semana toque a su fin.

—Y vuestra vida finalizará también por vuestro apresuramiento. Entonces, ¿de qué manera vuestro sacrificio podría restaurar a mi hija en el cargo que le corresponde?

Sparhawk llegó a la conclusión de que Aldreas mostraba mucho más discernimiento en la muerte del que había hecho gala en vida.

—La venganza llegará en la hora apropiada, mi paladín —le aseguró el fantasma—. No obstante, mi principal demanda consiste en que devolváis el trono a Ehlana. Con ese fin, me es permitido revelaros ciertos detalles. Ninguna panacea ni ningún talismán de escaso valor podrán curar a mi pequeña. Solamente el Bhelliom será capaz de retornarla a la vida.

El corazón de Sparhawk dio un vuelco.

—No os desalentéis, Sparhawk, pues se acerca el momento propicio para que el Bhelliom emerja del lugar donde ha permanecido oculto y vuelva a conmover la tierra con su poder. La gema obra de acuerdo con sus propios objetivos, y ésta es la época esperada, puesto que los acontecimientos han situado a la humanidad en el punto exacto en que podrá cumplir su cometido. Ninguna fuerza del orbe puede impedir que el Bhelliom surja nuevamente a la luz. Naciones enteras aguardan su advenimiento. Sin embargo, debéis ser vos quien la encuentre, porque sólo en vuestras manos se liberará la totalidad de su poder, capaz de hacer retroceder la oscuridad que comienza a enseñorearse de la tierra. Os habéis convertido en el paladín de la tierra, Sparhawk. Si vuestra misión fracasa, nuestro mundo morirá.

—¿Dónde debo buscarlo, Majestad?

—Tengo prohibido revelarlo. Sin embargo, puedo confesaros cómo despertar su poder una vez que se halle en vuestra mano. El anillo de piedra roja que adorna vuestra mano y el que lucía la mía durante mi vida son más antiguos de lo que habíamos imaginado. Fueron creados por el mismo ser que forjó el Bhelliom. Son las llaves que franquean el poder de la joya.

—Pero vuestro anillo se ha perdido, Aldreas. El primado de Cimmura revolvió el palacio de arriba abajo para hallarlo.

Una fantasmagórica risa ahogada surgió del interior del sarcófago.

—Todavía lo conservo, Sparhawk —confesó Aldreas—. Después de que mi querida hermana me hubiera dedicado su último beso fatal antes de alejarse, tuve un momento de lucidez y oculté el anillo para impedir que quedara en posesión de mis enemigos. A pesar de los desesperados esfuerzos del primado de Cimmura, fue enterrado conmigo. Haced memoria, Sparhawk. Recordad las viejas leyendas. Cuando mi familia y la vuestra establecieron lazos mediante esos anillos, vuestros antepasados entregaron a los míos su lanza de combate en prueba de su vasallaje. Ahora os la devuelvo.

Una fantasmagórica mano que agarraba una lanza de corta asta y ancha hoja se alzó del sarcófago. La simbólica importancia de aquella arma antiquísima había permanecido en el olvido durante siglos. Sparhawk la tomó de manos del espectro.

—La llevaré con orgullo, Majestad —anunció.

—El orgullo es un sentimiento vacuo, Sparhawk. El significado de esta lanza es mucho más profundo. Separad la hoja del asta y mirad en su interior.

Sparhawk depositó la vela en el suelo e hizo girar la madera del palo. Con un chirrido seco, ésta se desprendió del metal. Al mirar en la oquedad de la hoja, le sorprendió el brillo rojizo del rubí.

—Debo haceros una última advertencia, mi paladín —prosiguió el fantasma—. Si Dios permitiera que vuestra búsqueda finalice después de que mi hija se reúna conmigo en la morada de los muertos, recae sobre vos la tarea de destruir el Bhelliom, aunque seguramente tal tarea os cueste la vida.

—Pero ¿por qué destruir un objeto de tamaño poder? —protestó Sparhawk.

—Guardad mi anillo en el lugar donde yo lo escondí. Si el desenlace de vuestra misión es satisfactorio, devolvédselo a mi hija cuando ocupe de nuevo el trono con todo su esplendor; pero si ella muriera, continuad la búsqueda del Bhelliom, si es necesario, durante el resto de vuestros días. En el momento en que lo encontréis, tomad la lanza con la mano en que lleváis vuestro anillo y clavadla en el corazón del Bhelliom con todas vuestras fuerzas. La joya quedará destruida, al igual que los anillos. También en ese acto perderéis vos la vida. No dejéis de obedecerme, Sparhawk, pues un sombrío poder cabalga por la tierra y el Bhelliom no debe caer en sus manos.

—Seguiré vuestras órdenes, Majestad —prometió Sparhawk con una reverencia.

Un suspiro brotó del sarcófago.

—He terminado —musitó Aldreas—. He hecho cuanto he podido para ayudaros. Así he concluido la tarea que quedó inacabada. No me decepcionéis. Adiós, Sparhawk.

—Adiós, Aldreas.

La cripta permanecía gélida y vacía, a excepción de las hileras de túmulos reales. El cavernoso susurro había cedido paso al silencio. Sparhawk reunió las partes de la lanza y después alargó la mano hasta rozar el corazón de la efigie de plomo.

—Descansad en paz, Aldreas —dijo suavemente.

Después, tras aferrar la antigua lanza, se volvió y se alejó lentamente de la tumba.