El viaje a través de la boca del estrecho de Arcium transcurrió sin incidentes. Navegaban con rumbo nordeste bajo cielos despejados, impulsados por una brisa constante y arropados por la protectora cercanía de los otros barcos de la flotilla de Voren.
El tercer día de viaje Sparhawk salió a cubierta a reunirse con Sephrenia, que, en compañía de Flauta, contemplaba las olas.
—¿Todavía estáis enfadada conmigo? —le preguntó.
—Supongo que no —respondió la estiria con un suspiro.
Puesto que no sabía cómo expresar con palabras la vaga sensación de malestar que lo embargaba, Sparhawk acometió indirectamente la cuestión.
—Sephrenia —dijo—, ¿no tuvisteis la impresión de que todo sucedió demasiado favorablemente en Dabour? Me acucia la sospecha de que me han tendido una trampa.
—¿A qué os referís, exactamente?
—Sé que aquella noche favorecisteis en varias ocasiones la disponibilidad de Arasham. ¿Intentasteis algo similar con Martel?
—No. De haberlo percibido, se habría esforzado por contrarrestar mi influjo.
—Me lo imaginaba. ¿Qué ocurría, entonces?
—Me parece que no os entiendo.
—Se comportó casi como un colegial. Ambos conocemos a Martel y estimamos su inteligencia y su astucia. Mi intención resultaba tan evidente que habría debido captarla enseguida; y, sin embargo, no reaccionó, sino que se limitó a quedarse de pie como un idiota y contemplar cómo desmontaba su estrategia delante de sus propios ojos. Me preocupa este éxito demasiado fácil.
—No esperaba vernos aparecer en la tienda de Arasham, Sparhawk. Tal vez la sorpresa le restó perspicacia.
—Martel no se deja sorprender con tanta sencillez.
—No —admitió la mujer, con el entrecejo fruncido—. Es cierto. —Meditó un momento—. ¿Recordáis lo que dijo lord Darellon antes de que abandonáramos Cimmura?
—No exactamente.
—Consideraba que Annias se había comportado neciamente cuando expuso su caso ante los reyes elenios, pues anunció la muerte del conde Radun sin haber verificado realmente si su afirmación era cierta.
—Oh, sí. Y vos conjeturasteis que la totalidad del ardid, el intento de asesinar al conde y acusar de ello a los pandion, posiblemente había sido ideado por un mago estirio.
—Quizás ambas actitudes posean un origen aún más remoto. Martel ha mantenido contactos con un damork, de lo que se deduce que Azash ha intervenido de algún modo. Azash siempre ha tratado con estirios y, por ello, apenas ha tenido ocasión de experimentar la sutileza de las mentes elenias. Los dioses estirios actúan sin sutilezas, y raramente se preparan para afrontar imprevistos, probablemente a causa de la simplicidad de las mentes de sus seguidores. El propósito de la conspiración en Arcium y en Rendor se dirige a mantener alejados de Chyrellos a los caballeros de la Iglesia durante la elección. Annias obró en palacio de la misma manera en que se hubiera conducido un estirio, al igual que Martel en la tienda de Arasham.
—Encuentro algunos puntos inconexos, Sephrenia —arguyó Sparhawk—. Por una parte, tratáis de convencerme de lo poco alambicados que son los estirios, y, por otra, os extendéis en una explicación tan complicada que apenas logro seguiros. ¿Por qué no expresáis llanamente lo que pensáis?
—Azash ha dominado siempre la mente de sus fieles —contestó ella—, los cuales, en su mayor parte, han sido estirios. Si tanto Annias como Martel comienzan a actuar como si pertenecieran a esta raza, se derivan algunas conclusiones francamente interesantes, ¿no os parece?
—Lo siento, Sephrenia, pero no puedo aceptar vuestro razonamiento. Por más cargos que puedan levantarse contra ellos, Martel es un elenio, y Annias, un eclesiástico. Ninguno de los dos entregaría su alma a Azash.
—Tal vez no conscientemente. Sin embargo, Azash sabe cómo trastornar el juicio de la gente que puede resultarle útil.
—¿Adónde nos conducen estas consideraciones?
—Aunque no puedo asegurarlo, parece que Azash posee motivos para desear que Annias ocupe la archiprelatura. En el futuro debemos tener en cuenta que si Azash controla la mente de ambos, razonarán como estirios, los cuales, de acuerdo con un rasgo racial característico, reaccionan lentamente ante los imprevistos. Posiblemente, la sorpresa constituirá nuestra mejor arma a partir de ahora.
—¿Vuestro enfado también se relacionaba con el desconcierto que os produjo mi actuación?
—Por supuesto. Creía que lo sabíais.
—La próxima vez intentaré avisaros.
—Os lo agradecería mucho.
Dos días más tarde, el barco se adentró en el estuario del río Ucera, en dirección a la ciudad elenia de Vardenais. Cuando se aproximaban al puerto, Sparhawk advirtió el acecho del peligro. Hombres ataviados con túnicas rojas patrullaban los muelles.
—¿Qué hacemos? —preguntó Kurik a Sparhawk y a Sephrenia, que se encontraban agazapados detrás de una cabina de cubierta para evitar ser reconocidos.
—Podríamos bordear y desembarcar en territorio arciano.
—Si vigilan los puertos, también deben custodiar la frontera. Aguzad vuestro pensamiento, Sparhawk.
—Quizá logremos escabullimos durante la noche.
—La misión que hemos de cumplir posee una importancia demasiado vital para abandonarnos a los albures del quizá —comentó mordazmente Kurik.
Sparhawk comenzó a proferir juramentos.
—Tenemos que llegar a Cimmura —declaró—. Se acerca el momento de la muerte de otro de los doce caballeros y no sé hasta qué punto Sephrenia podría resistir un nuevo peso. Piensa, Kurik. Siempre has demostrado mayor sagacidad que yo en las cuestiones tácticas.
—Esa habilidad se deriva del hecho de no llevar armadura. La sensación de invencibilidad produce curiosos efectos en el cerebro de los hombres.
—Gracias —respondió secamente Sparhawk.
Kurik frunció el entrecejo, y se sumió en cavilaciones.
—¿Se te ocurre alguna idea? —inquirió impaciente Sparhawk.
—Dejadme pensar. No me apuréis.
—Cada vez nos aproximamos más al puerto, Kurik.
—Ya lo veo. ¿Registran alguno de los barcos?
Sparhawk asomó la cabeza por encima de la cabina.
—Parece que no.
—Mejor. Así no necesitamos tomar decisiones apresuradas. Podemos ir abajo y asentar las ideas.
—¿Tienes alguna propuesta?
—Resultáis demasiado insistente, Sparhawk —lo reprendió Kurik—. Como sabéis, constituye uno de vuestros mayores defectos. Siempre queréis emprender la acción sin haber estudiado previamente un plan.
Su embarcación atracó junto a un muelle infestado de olor a alquitrán y los marineros echaron las amarras a los estibadores de la orilla. A continuación, tendieron la pasarela y comenzaron a descargar cajas y bultos.
Se oyó un repiqueteo de cascos y Faran emergió a la cubierta. Sparhawk observó atónito a su caballo. Flauta, sentada con las piernas cruzadas sobre la espalda del poderoso ruano, tocaba su caramillo. La melodía que interpretaba poseía un ritmo extrañamente soporífero, parecido al de una nana. Antes de que Sparhawk y Kurik pudieran interceptarles el paso, golpeó el lomo de Faran con el pie y el animal atravesó plácidamente la pasarela en dirección al muelle.
—¿Qué hace? —exclamó Kurik.
—No acierto a aventurar respuesta alguna. Ve a buscar a Sephrenia. ¡Rápido!
Una vez en tierra, Flauta cabalgó directamente hacia la patrulla de soldados situados a unos metros. Los militares, que se dedicaban a inspeccionar minuciosamente a todos los marinos y pasajeros, no le prestaron interés. La niña pasó provocativamente varias veces delante de ellos y luego volvió grupas. Pareció mirar fijamente a Sparhawk y, todavía acompañada por el mismo sonido, levantó la manita e hizo una señal.
Sparhawk la observó atentamente.
La pequeña esbozó una mueca y, después, cabalgó deliberadamente por entre las filas de soldados. Éstos se apartaron distraídamente a su paso, pero ninguno de ellos dio muestras de la más leve alteración.
—¿Qué sucede abajo? —preguntó el caballero cuando Sephrenia y Kurik se reunieron con él en cubierta.
—No estoy totalmente segura —respondió Sephrenia, arrugando el entrecejo.
—¿Por qué no se fijan en ella los soldados? —inquirió Kurik mientras Flauta pasaba por entre la multitud de túnicas rojas.
—Imagino que son incapaces de verla.
—Pero si pasa delante de sus propias narices.
—Al parecer, ese detalle resulta irrelevante. —La cara de Sephrenia adquirió progresivamente una expresión de estupor—. Había oído hablar de ese fenómeno, pero creía que sólo se trataba de un viejo cuento. Tal vez me equivoqué. —Se volvió hacia Sparhawk—. ¿Ha dirigido la mirada alguna vez hacia aquí después de desembarcar?
—Me ha indicado que la siguiera —repuso.
—¿Estáis seguro?
—Yo lo he interpretado así.
Sephrenia hizo acopio de aire.
—Supongo que sólo existe una manera de comprobarlo.
Sin darle tiempo a Sparhawk para retenerla, se levantó y se alejó del amparo de la cabina.
—¡Sephrenia! —la llamó.
Sin embargo, ella continuó su avance como si no lo hubiera oído. Cuando llegó a la pasarela, permaneció inmóvil allí.
—Se exhibe ante todos los soldados —exclamó Kurik con voz estrangulada.
—Ya lo veo.
—No cabe duda de que los centinelas disponen de una descripción detallada de su aspecto. ¿Acaso ha perdido el juicio?
—No lo creo. Mira. —Sparhawk señaló las tropas apostadas en el puerto. Pese a que Sephrenia permanecía perfectamente visible, no parecían advertir su presencia.
Flauta, que la había observado, realizó otro de sus imperativos gestos.
Sephrenia dejó escapar un suspiro y miró a Sparhawk.
—Aguardad aquí —dijo.
—¿Dónde?
—A bordo. —Tras esta orden, se giró y atravesó la pasarela.
—Va a estropearlo todo —sentenció Sparhawk mientras se ponía en pie y desenvainaba la espada. Realizó un rápido cálculo del número de soldados emplazados en el puerto—. No son tan numerosos —le comunicó a Kurik—. Si los atacamos por sorpresa, disponemos de alguna posibilidad.
—Ciertamente, no muy halagüeña, Sparhawk. Esperemos un momento y veamos qué sucede.
Sephrenia caminó a lo largo del muelle y se detuvo delante de la patrulla.
Los soldados no se inmutaron en absoluto.
La estiria les dirigió la palabra.
Los interpelados parecieron no haberla escuchado.
Entonces se volvió hacia el barco.
—Vía libre, Sparhawk —anunció—. No pueden vernos ni oírnos. Desembarcad los caballos y los bultos.
—¿Magia? —preguntó Kurik, asombrado.
—Es un truco que yo desconocía completamente —repuso Sparhawk.
—Debemos obedecer sus instrucciones —aconsejó Kurik—. Apresurémonos, pues detestaría encontrarme en medio de esos soldados cuando el hechizo pierda su efecto.
Supuso una extraña experiencia atravesar la pasarela a la vista de todos y caminar tranquilamente por el muelle hasta enfrentarse cara a cara con los soldados. Éstos, con el aburrimiento pintado en el rostro, no demostraron percibir nada fuera de lo habitual y, aunque detenían a todos los marinos y pasajeros recién desembarcados, no prestaron ninguna atención a Sparhawk, ni a Kurik ni a sus monturas. Sin recibir ninguna orden de su cabo, los militares les abrieron paso y cerraron nuevamente filas una vez que se hubieron alejado en dirección a las calles de la ciudad.
Sin pronunciar palabra, Sparhawk bajó a Flauta del lomo de Faran y luego ensilló el caballo.
—Bien. ¿Cómo lo ha hecho? —preguntó a Sephrenia cuando hubo finalizado.
—Según el método común.
—Pero si no habla, ¿cómo ha podido invocar el hechizo?
—Con la flauta, Sparhawk. Pensaba que ya os habíais percatado de que ella realiza los conjuros con el caramillo en lugar de utilizar palabras.
—¿Es posible? —El tono de su voz denotaba incredulidad.
—Acabáis de comprobarlo.
—¿Vos lograríais imitarla?
—Poseo un pésimo sentido musical, Sparhawk —confesó—. Apenas alcanzo a distinguir una nota de otra, y la melodía debe reproducirse de forma precisa. ¿Proseguimos?
Remontaron las callejuelas que partían del puerto de Vardenais.
—¿Todavía somos invisibles? —preguntó Kurik.
—Si fuéramos realmente invisibles no podríamos vernos entre nosotros —replicó Sephrenia, al tiempo que cubría con su capa a Flauta, la cual todavía interpretaba la misma soñolienta melodía.
—No entiendo nada.
—Los soldados han percibido nuestra presencia, Kurik. Se han apartado para cedernos el paso, ¿recuerdas? Simplemente han decidido no fijarse en nosotros.
—¿Decidido?
—Tal vez no me haya expresado adecuadamente. Más bien han sido instados a no prestarnos atención.
Después de trasponer la puerta septentrional de Vardenais sin que los guardias apostados allí les interceptaran el paso, continuaron por la carretera de Cimmura. El tiempo había cambiado desde que abandonaran Elenia varias semanas antes. La gelidez del invierno se había esfumado y las primeras hojas de la primavera despuntaban en las ramas de los árboles que bordeaban la ruta. Los campesinos trabajaban laboriosamente los campos surcados por los arados. Las lluvias habían cesado y el rotundo azul del cielo sólo se veía interrumpido por pequeñas manchas blancas de nubles algodonosas. La brisa era fresca y acariciadora, y la tierra exhalaba aromas de vida renovada. Pese a que antes de desembarcar habían abandonado sus ropajes rendorianos, Sparhawk aún sentía demasiado calor con la cota de malla y la túnica acolchada.
Kurik contemplaba con ojos de profesional los campos acanalados que hallaban en su camino.
—Espero que los chicos hayan terminado de arar nuestras tierras —comentó—. Me resulta odiosa la perspectiva de dedicarme a ello cuando regrese a casa.
—Aslade se encargará de que lo hagan —le aseguró Sparhawk.
—Probablemente tenéis razón. —Kurik torció el gesto—. Si soy sincero, ella resulta una granjera mucho más eficiente que yo.
—Las mujeres siempre efectúan mejor la labor del campo —opinó Sephrenia—. Ellas sintonizan más fácilmente con el ritmo de las lunas y las estaciones. Entre los estirios, existe la costumbre de que las mujeres se ocupen de las faenas propias del cultivo.
—¿Y los hombres?
—El ocio consume la mayor parte de su tiempo.
Tardaron casi cinco días en llegar a Cimmura. Una tarde de primavera Sparhawk refrenó el caballo en la cima de una colina, aproximadamente a media milla al oeste de la ciudad.
—¿Puede conseguir de nuevo aquel efecto?
—¿Quién?
—Flauta. ¿Puede lograr nuevamente que la gente nos ignore?
—No lo sé. ¿Por qué no se lo preguntáis?
—¿Por qué no se lo consultáis vos? Me parece que no le inspiro simpatía.
—¿Quién os ha metido esa idea en la cabeza? La niña os adora. —Sephrenia se inclinó ligeramente y dijo algo en estirio a la pequeña, que reposaba en sus brazos.
Flauta asintió con la cabeza y luego trazó un misterioso gesto circular con una mano.
—¿Qué significa?
—Aproximadamente, que el castillo de los pandion se encuentra al otro lado de la ciudad. Sugiere que la rodeemos en lugar de atravesar las calles.
—¿Aproximadamente?
—Se pierden muchos matices al traducirlo.
—De acuerdo. Seguiremos su consejo. Francamente, no me resultaría placentero que Annias se enterase de que hemos regresado.
Cabalgaron alrededor de la ciudad entre campos y bosques dispersos, a fin de mantenerse alejados de las murallas. Sparhawk meditó sobre el escaso atractivo de la ciudad. La singular combinación de su ubicación y el clima reinante parecía capturar los humos de sus cientos de chimeneas y retenerlo en un perpetuo dosel que se cernía sobre los tejados. Aquella cortina gris confería al lugar un eterno aspecto de suciedad.
Finalmente llegaron a un bosquecillo situado a un cuarto de milla del castillo. El terreno se hallaba jalonado por multitud de campesinos laboriosos, y el camino que partía de la Puerta del Este se alegraba con los floridos atuendos de los viajeros.
—Comunicadle que ha llegado el momento —indicó Sparhawk a Sephrenia—. Me imagino que un buen número de esas gentes prestan servicios a Annias.
—Ya lo sabe, Sparhawk. No es estúpida.
—No. Sólo un poco caprichosa.
Después de dirigirle una mueca, Flauta comenzó a tocar la misma melodía letárgica, casi soñolienta, que había interpretado en Vardenais.
Comenzaron a cruzar el campo y se encaminaron hacia las escasas casas edificadas en las inmediaciones de la fortaleza. Pese a tener la seguridad de que la gente no repararía en ellos, Sparhawk tensaba instintivamente la musculatura a cada encuentro.
—Relajaos, Sparhawk —ordenó secamente Sephrenia—. Dificultáis su tarea.
—Lo siento —murmuró—. Supongo que se debe a la fuerza de la costumbre.
No sin cierto esfuerzo, logró serenar su actitud.
Algunos hombres arreglaban el pavimento del camino que conducía a las puertas del castillo.
—Espías —gruñó Kurik.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Sparhawk.
—Observad de qué manera colocan los adoquines, Sparhawk. No tienen ni la más leve idea de cómo debe realizarse este trabajo.
—Parece que el resultado delata bastante negligencia —acordó Sparhawk tras mirar apreciativamente el trecho de piedras recién alineadas mientras cabalgaban inadvertidos entre los operarios.
—Annias debe de estar haciéndose viejo —observó Kurik—. Antes solía actuar con más disimulo.
—Quizá su pensamiento esté ocupado con demasiados asuntos.
Atravesaron ruidosamente el puente levadizo y prosiguieron hasta el patio, donde pasaron ante los indiferentes caballeros que hacían guardia a la entrada.
Un joven novicio que intentaba sacar agua del pozo situado en el centro del patio, hacía girar trabajosamente el herrumbroso torno. Flauta coronó su interpretación con una floritura final.
El novicio exhaló estupefacto un juramento y se llevó la mano a la espada. El torno dejó escapar un chirrido al tiempo que el cubo se desplomaba nuevamente en el agua.
—Calma, hermano —le dijo Sparhawk antes de desmontar.
—¿Cómo habéis cruzado la puerta? —preguntó el novicio.
—Si os lo cuento, no me creeríais —le respondió Kurik, a la vez que descendía del mulo.
—Excusadme, sir Sparhawk —tartamudeó el novicio—. Me habéis sorprendido.
—No tiene importancia —replicó el caballero—. ¿Ha regresado Kalten?
—Sí, mi señor. Llegó hace unos días, acompañado de los caballeros de las otras órdenes.
—Estupendo. ¿Sabéis dónde puedo encontrarlos?
—Creo que se hallan en el estudio de lord Vanion.
—Gracias. ¿Querréis ocuparos de nuestros caballos?
—Por supuesto, sir Sparhawk.
Tras penetrar en el edificio, recorrieron el pasadizo central en dirección al ala sur. A continuación, ascendieron el angosto tramo de escaleras que conducía a la torre.
—Sir Sparhawk —saludó respetuosamente uno de los jóvenes guardias—, informaré de vuestra llegada a lord Vanion.
—Gracias, hermano —repuso éste.
El centinela llamó a la puerta con los nudillos antes de abrirla.
—Sir Sparhawk está aquí, mi señor —anunció a Vanion.
—Por fin. —Sparhawk escuchó la voz de Kalten desde el interior de la habitación.
—Dignaos entrar, sir Sparhawk —pidió el joven caballero, al tiempo que le cedía el paso con una reverencia.
Vanion se encontraba sentado junto a la mesa. Kalten, Bevier, Ulath y Tynian se habían levantado de las sillas para salir a recibirlos. Berit y Talen se hallaban instalados en un banco de una esquina.
—¿Cuándo habéis llegado? —preguntó Sparhawk a Kalten mientras éste le estrechaba rudamente la mano.
—A principios de la semana pasada —respondió su amigo—. ¿Qué os demoró tanto?
—Debimos recorrer un largo camino, Kalten —protestó Sparhawk. Estrechó mudamente las manos de Tynian, Ulath y Bevier. Luego se inclinó ante Vanion—. Mi señor —dijo.
—Sparhawk —respondió éste con un asentimiento.
—¿Habéis recibido mis mensajes?
—Concretamente, dos.
—Perfecto. En ese caso, estáis bastante bien informado de lo que nos ha acontecido.
Vanion había centrado su atención en Sephrenia.
—Tenéis mala cara, pequeña madre —apuntó.
—Ya repondré mis fuerzas —replicó la mujer, pasándose con gesto fatigado la mano sobre los ojos.
—Sentaos —la invitó Kalten, que le acercó una silla.
—Gracias.
—¿Qué ocurrió en Dabour, Sparhawk? —inquirió Vanion, con la mirada atenta.
—Encontramos a aquel médico —explicó éste—. Comprobamos que, efectivamente, curó a algunas personas que habían sido envenenadas con la misma sustancia que hizo ingerir Annias a la reina.
—¡Dios sea loado! —exclamó Vanion, aliviado.
—No os precipitéis, Vanion —advirtió Sephrenia—. Sabemos en qué consiste el remedio, pero tenemos que encontrarlo para poder aplicárselo.
—No os entiendo.
—Ese veneno resulta extremadamente virulento. Sólo la magia puede contrarrestar sus efectos.
—¿Os confió el médico el hechizo que él había utilizado?
—Al parecer, no se precisan conjuros. En el mundo existen algunos objetos imbuidos de un enorme poder curativo; debemos dar con alguno.
—Vuestra propuesta podría representar una larga búsqueda —declaró Vanion, frunciendo el entrecejo—. La gente suele ocultar ese tipo de cosas en previsión de posibles robos.
—En efecto.
—¿Tienes absoluta certeza de haber identificado correctamente el veneno? —preguntó Kalten a Sparhawk.
Éste asintió con la cabeza.
—El propio Martel me lo confirmó —puntualizó.
—¿Martel? ¿De veras le permitiste tiempo para hablar antes de darle muerte?
—No lo maté. No resultaba el momento adecuado.
—Cualquier ocasión es propicia para la justicia, Sparhawk.
—Yo tuve el mismo pensamiento al verlo, pero Sephrenia nos convenció para que guardáramos las espadas.
—Me siento terriblemente decepcionado con vos, Sephrenia —afirmó Kalten.
—Tendríais que haber estado presente para comprenderlo —replicó la mujer.
—¿Por qué no habéis traído el remedio que utilizó aquel médico para tratar a sus pacientes? —inquirió Tynian.
—Porque lo molió hasta convertirlo en polvo, lo mezcló con vino y se lo dio a beber a los enfermos.
—¿Debía proceder de esa manera?
—Realmente no. Sephrenia lo reprendió con bastante dureza por ese detalle.
—Creo que conviene que nos lo expliquéis todo desde el principio —propuso Vanion.
—De acuerdo —aprobó Sparhawk, al tiempo que tomaba asiento. Refirió brevemente lo relativo al «sagrado talismán» de Arasham y la estratagema que les permitió acceder al interior de la tienda del anciano.
—Utilizasteis con gran ligereza el nombre de nuestro monarca, Sparhawk —objetó Tynian.
—No tenemos por qué informarle de esa pequeña libertad, ¿no os parece? —repuso Sparhawk—. Necesitaba mencionar un reino alejado de Rendor. Probablemente Arasham ni siquiera tiene una noción aproximada de dónde está Deira.
—En ese caso, ¿por qué no dijisteis que proveníais de Thalesia?
—Dudo mucho de que Arasham haya oído hablar de esa región alguna vez. De todas formas, lo cierto es que el «sagrado talismán» resultó ser falso. Martel, que se hallaba presente, trataba de convencer al viejo lunático de que pospusiera el levantamiento hasta el momento de la elección del nuevo archiprelado. —Prosiguió su relato y describió los medios de que se había valido para desbaratar los planes del antiguo pandion.
—Amigo mío —exclamó Kalten con admiración—, me siento orgulloso de ti.
—Gracias, Kalten —replicó modestamente Sparhawk—. Realmente, los acontecimientos resultaron muy favorables.
—No ha cesado de celebrar su ingenio desde que salimos de la tienda de Arasham —apuntó Sephrenia. Entonces dirigió la mirada a Vanion—. Kerris ha muerto —anunció tristemente.
Vanion realizó un gesto afirmativo con semblante apesadumbrado.
—Lo sé —dijo—. ¿Cómo os enterasteis?
—Se nos apareció su espectro y entregó la espada del caballero a Sephrenia —explicó Sparhawk—. Vanion, debemos intentar ayudarla. No puede continuar soportando la carga de esas espadas y lo que éstas simbolizan. Cada vez que recibe otra se debilita aún más.
—Me encuentro perfectamente, Sparhawk —insistió la mujer.
—Siento tener que llevaros la contraria, pequeña madre, pero no me cabe duda de que os resentís del enorme peso que habéis asumido. En estos momentos, tan sólo podéis conseguir mantener la cabeza erguida. Dos nuevas espadas os postrarían de rodillas.
—¿Dónde se hallan esas armas? —inquirió Vanion.
—Las hemos traído a lomos de una mula —contestó Kurik—. Están en una caja con el resto de los bultos.
—¿Me haréis el favor de ir a buscarlas?
—Enseguida —repuso Kurik y se encaminó hacia la puerta.
—¿Qué os proponéis? —preguntó Sephrenia con suspicacia.
—Voy a desviar hacia mi persona la imposición de ese lastre. —Dijo Vanion, encogiéndose de hombros.
—No podéis hacerlo.
—Yo también estuve en la sala del trono y sé qué hechizo se ha de utilizar, Sephrenia. No es imprescindible que seáis vos la única que lo sostenga. Cualquiera de los reunidos puede sustituiros.
—No sois lo bastante fuerte, Vanion.
—Podría sustentaros a vos y toda vuestra sobrecarga. Además, actualmente, vuestro bienestar es más importante que el mío.
—Pero… —comenzó a protestar ella.
—La discusión ha terminado, Sephrenia —zanjó Vanion, con la mano en alto—. Yo soy el preceptor. Con vuestro permiso, o sin él, voy a libraros de esas espadas.
—No sabéis lo que conlleva, querido. No os lo permitiré. —Su rostro se había bañado súbitamente de lágrimas mientras se retorcía las manos agitada por una inusitada emoción—. No os lo permitiré.
—No podéis impedírmelo —arguyó Vanion con dulzura—. Si es necesario, puedo invocar el hechizo sin vuestra ayuda. Si queréis mantener el secreto de vuestros encantamientos, pequeña madre, no tendríais que pronunciarlos en voz alta. Después de tanto tiempo, ya deberíais conocer mi excelente retentiva.
—Me desconcertáis, Vanion —declaró Sephrenia, al tiempo que lo miraba de hito en hito—. No resultabais tan rudo en vuestra juventud.
—La vida está repleta de pequeñas decepciones, ¿no es cierto? —contestó educadamente el preceptor.
—¡No puedo deteneros! —gritó—. ¡Sin embargo, olvidáis que soy muchísimo más resistente que vos! —Su voz aguda contenía una nota de triunfo.
—Por supuesto que lo sois. Por ese motivo, tal vez me vea obligado a solicitar ayuda. ¿Aceptaríais recitar el conjuro con diez caballeros al unísono? ¿O con cincuenta? ¿O con un centenar?
—¡Hacéis trampa! —exclamó ella—. No sospechaba que osaríais llegar tan lejos, Vanion. Os había otorgado mi confianza.
—Habéis obrado perfectamente, querida —replicó, a la vez que asumía de pronto el papel de superior—, porque no voy a consentir que os autoinmoléis. Os obligaré a obedecer mi decisión, ya que la razón se halla de mi lado. Vais a transferirme vuestra carga porque sois completamente consciente de que la tarea que debéis emprender representa algo fundamental en estos momentos. Por otra parte, seguramente estaríais dispuesta a cualquier sacrificio con tal de intentar conseguir el éxito de la única posibilidad que nos queda.
—Querido —empezó a objetar Sephrenia, con voz preñada de angustia—. Mi más querido amigo…
—Ya he tomado una determinación —la atajó—, la discusión ha finalizado.
Siguió un largo y embarazoso silencio durante el cual Sephrenia y Vanion se observaron atentamente.
—¿Os dio alguna pista el médico de Dabour sobre los objetos que podrían curar a la reina? —preguntó Bevier, un tanto incómodo.
—Mencionó una lanza ubicada en Daresia, varios anillos en Zemoch, un brazalete en algún punto de Kelosia y una joya de la corona real de Thalesia.
—El Bhelliom —gruñó Ulath.
—Eso resuelve el problema —intervino Kalten—. Vamos a Thalesia, le pedimos prestada la corona a Wargun y regresamos con ella.
—No está en poder de Wargun —lo disuadió Ulath.
—¿Qué queréis decir? Es el rey de Thalesia, ¿no?
—Esa corona se perdió hace quinientos años.
—¿Cabría alguna posibilidad de encontrarla?
—Supongo que no existe nada imposible —replicó el fornido thalesiano—. Sin embargo, la gente la ha buscado constantemente durante cinco siglos. ¿Disponemos de un tiempo tan dilatado?
—¿Cómo es exactamente el Bhelliom? —inquirió Tynian.
—Según las leyendas, un zafiro muy grande moldeado con la forma de una rosa. Se supone que está imbuida con la fuerza de los dioses troll.
—¿Es cierto?
—No lo sé. Nunca la he visto. Ya os he indicado que se perdió.
—Tienen que existir otros objetos —declaró Sephrenia—. El mundo en que vivimos está rodeado de magia. Supongo que en todas las épocas, desde el inicio de los tiempos, los dioses han ido realizando ciertas creaciones a las que han conferido el poder que necesitamos.
—¿Por qué no los imitamos? —preguntó Kalten—. Reunimos a un grupo de gente y hacemos que invoquen un hechizo sobre una joya, una piedra preciosa o un anillo.
—Ahora comprendo por qué no destacasteis nunca en el aprendizaje de los secretos —suspiró Sephrenia—. No entendéis siquiera los principios básicos. La magia procede de los dioses, no de los humanos. Ellos nos conceden el beneficio de ciertas capacidades si se las solicitamos de la manera adecuada, pero jamás nos permitirían invocar el tipo de fuerza que precisamos en este caso. El poder que poseen esos objetos forma parte de los propios dioses, y ellos no aceptarían perder sus cualidades de ninguna forma.
—Oh —exclamó el caballero—. No lo sabía.
—Sin embargo, os lo expliqué cuando teníais quince años.
—He debido de olvidarlo.
—Nuestra única posibilidad consiste en iniciar la búsqueda —propuso Vanion—. Enviaré informes a los demás preceptores, para que los caballeros de todas las órdenes nos ayuden.
—Yo mandaré mensajes a los estirios de las montañas —añadió Sephrenia—. Existen algunos fenómenos que sólo son conocidos por nuestra raza.
—¿Ocurrió algún incidente en Madel? —preguntó Sparhawk a Kalten.
—De escaso interés —repuso éste—. Vimos a Krager en algunas ocasiones, pero siempre a cierta distancia. Al acercarnos a donde se encontraba, siempre conseguía despistarnos. Es una comadreja tramposa.
—Su forma de escabullirse fue la que me hizo sospechar que lo utilizaban como cebo. ¿Tienes alguna idea de a qué se dedicaba?
—No. Nunca llegamos a aproximarnos lo suficiente. No obstante, supongo que tramaba algo, pues corría por todo Madel como un ratón en una casa donde se fabrican quesos.
—¿Adus desapareció?
—Talen y Berit lo vieron una vez cuando él y Krager abandonaban la ciudad.
—¿Hacia dónde se dirigían? —preguntó Sparhawk al chiquillo.
—Cabalgaban hacia Borrata —respondió Talen, encogiéndose de hombros—. Pero después quizá modificaron su rumbo.
—El más alto llevaba vendada la cabeza y un brazo en cabestrillo, sir Sparhawk —informó Berit.
—Parece que tus golpes fueron más rigurosos de lo que pensábamos, Sparhawk —dijo Kalten, riendo.
—Al menos ésa era mi intención —contestó sombríamente Sparhawk—. Uno de los principales objetivos de mi vida radica en limpiar el mundo de la presencia de Adus.
Se abrió la puerta para dar paso a Kurik, que acarreaba la caja de madera con las espadas de los caballeros fallecidos.
—¿Insistís en efectuar la transferencia, Vanion? —preguntó Sephrenia.
—No existe otra posibilidad —respondió éste—. Vos debéis recuperar vuestras fuerzas para poder trasladaros de un lugar a otro. Yo puedo realizar mi trabajo sentado o tumbado en la cama o, si fuera necesario, muerto.
Sephrenia movió casi imperceptiblemente los ojos. Miró durante un brevísimo instante a Flauta y la pequeña asintió gravemente con la cabeza. Sparhawk estaba seguro de que nadie más había advertido el intercambio de gestos, el cual, pese a desconocer el motivo, le produjo una gran inquietud.
—Tomad las espadas una a una —aconsejó Sephrenia a Vanion—. Su peso es considerable y necesitaréis tiempo para acostumbraros a él.
—He sostenido espadas anteriormente, Sephrenia.
—No como éstas. No me refería al peso del metal, sino a la carga que conllevan.
Tras abrir la caja, Sephrenia extrajo el arma de sir Parasim, el joven caballero que Adus había abatido en Arcium. A continuación la agarró por la hoja y, con serio semblante, tendió la empuñadura a Vanion.
Éste se puso en pie y la tomó.
—Corregidme si me equivoco —le indicó, antes de comenzar a salmodiar en estirio.
Sephrenia se unió a él, si bien su entonación delataba menos firmeza y la duda velaba sus ojos. El encantamiento alcanzó su punto culminante y Vanion se tambaleó al tiempo que su tez adquiría un tono mortecino.
—¡Dios! —exclamó jadeante, mientras intentaba no soltar la espada.
—¿Estáis bien, querido? —preguntó repentinamente Sephrenia, tras acercarse a él para tocarlo.
—Concededme un minuto para recobrar el aliento —pidió Vanion—. ¿Cómo podéis soportarlo, Sephrenia?
—Todos cumplimos el deber que se nos ha destinado —repuso—. Ya me encuentro mucho mejor, Vanion. No es preciso que carguéis con las otras dos espadas.
—Debo hacerlo. Dentro de poco tiempo vamos a perder a uno más de los doce caballeros, y su espectro os hará entrega de su arma. Me esforzaré para que os halléis libre cuando llegue ese momento. —Enderezó su apostura—. Bien —dijo inflexiblemente—, dadme la siguiente.