Capítulo 22

El sol había adoptado una tonalidad ígnea en el cielo de poniente cuando Sparhawk y Sephrenia entraron en la plaza central de Dabour. Los reflejos de la luz del atardecer bañaban las paredes de los edificios y los rostros de los viandantes con su resplandor rojizo. Sephrenia llevaba el brazo izquierdo apoyado en un rudimentario cabestrillo, y Sparhawk la sujetaba solícitamente al caminar.

—Se encuentra cerca —indicó en voz baja mientras señalaba con la cabeza el otro extremo del recinto.

Antes de atravesar la multitud que se arremolinaba en el centro de la plaza, Sephrenia se ajustó el velo sobre la faz.

De trecho en trecho, apoyados en los muros de las construcciones, contemplaban a encapuchados nómadas del desierto que, ataviados con oscuros ropajes, escrutaban atentamente cada rostro con la mirada impregnada de sospecha.

—Verdaderos creyentes —murmuró sarcásticamente Sparhawk—. En todo momento se dedican a acechar los pecados de los demás.

—Siempre se han producido situaciones similares, Sparhawk —replicó la mujer—. El fariseísmo, pese a ser la menos atractiva, es una de las características más frecuentes del hombre.

Después de pasar delante de uno de los vigías penetraron en la maloliente botica. El boticario era un mofletudo hombrecillo con ademanes aprensivos.

—No sé si accederá a atenderos —declaró cuando preguntaron por el doctor Tanjin—. Como sabéis, lo espían.

—Sí —respondió Sparhawk—. Hemos descubierto a varios centinelas afuera. Os ruego le informéis de nuestra presencia. Mi hermana se ha roto el brazo y necesita atención médica.

El nervioso boticario se escabulló hacia el interior a través de una entrada protegida con cortinas. Al cabo de unos instantes había regresado.

—Lo siento —se disculpó—. No desea visitar a ningún paciente nuevo.

—¿Cómo puede negarse un médico a atender a un herido? —exclamó con tono indignado Sparhawk—. ¿Acaso su juramento profesional pierde valor en Dabour? En Cippria, los médicos se comportan más honorablemente. Mi buen amigo, el doctor Voldi nunca desdeñaría prestar su ayuda a un enfermo o a un accidentado.

Después de un momento de tensión, las cortinas se abrieron. El hombre que asomó la cabeza entre ellas poseía una prominente nariz, un fláccido labio inferior, grandes orejas y unos ojos débiles y acuosos.

—¿Habéis mencionado al doctor Voldi? —inquirió con voz aguda y nasal—. ¿Lo conocéis?

—Desde luego —respondió Sparhawk—. Se trata de un hombre bajito que está quedándose calvo y se tiñe el pelo, pero pese a ello, tiene un alto concepto de su propia persona.

—En efecto, ése es Voldi. Traed a vuestra hermana aquí atrás rápidamente. Nadie debe veros.

Sparhawk tomó el brazo derecho de Sephrenia y la condujo a la trastienda.

—¿Alguien os ha visto entrar? —preguntó azorado el narigudo individuo.

—Creo que un considerable número de personas —repuso Sparhawk con un encogimiento de hombros—. Se alinean en las paredes de la plaza como buitres para tratar de detectar algún olor pecaminoso.

—En Dabour resulta peligroso hablar de ese modo, amigo mío —le advirtió Tanjin.

—Tal vez. —Sparhawk miró en torno a sí. Un completo desorden reinaba en la estancia, cuyos rincones se hallaban repletos de cajas de madera abiertas y libros apilados. Un obstinado abejorro daba cabezazos contra los sucios cristales de la única ventana de la pieza. El mobiliario se componía de un camastro junto a una pared, varias sillas de respaldo rígido y una mesa de madera en el centro—. ¿Queréis que os informe del objeto de nuestra visita, doctor Tanjin? —sugirió.

—De acuerdo —accedió el médico, luego indicó a Sephrenia—. Sentaos aquí y os echaré un vistazo a ese brazo.

—Si os resulta gratificante, podéis examinarlo, doctor —repuso ésta, al tiempo que tomaba una silla y liberaba el brazo del cabestrillo. Se arremangó y mostró un brazo sorprendentemente juvenil.

El doctor miró dubitativamente a Sparhawk.

—Comprenderéis que este gesto no indica un atrevimiento con vuestra hermana, sino un procedimiento necesario para el examen.

—Por supuesto, doctor.

Tras tomar aliento, Tanjin inclinó arriba y abajo la muñeca de Sephrenia varias veces. Luego deslizó suavemente los dedos por el antebrazo y le dobló el codo. Tragó saliva y palpó la parte superior de la extremidad. Luego le hizo subir y bajar el brazo, y, finalmente, le tocó levemente el hombro. Entornó los ojos.

—Su brazo está en perfecto estado —dictaminó en tono acusador.

—Por cierto, sois muy amable con vuestro diagnóstico —murmuró Sephrenia antes de alzarse el velo.

—¡Madame! —exclamó desconcertado el médico—. ¡Cubríos el rostro!

—Oh, seamos serios, doctor —concluyó la mujer—. No hemos venido aquí para buscar consejo sobre brazos o piernas.

—¡Sois espías! —jadeó.

—En cierta manera —respondió plácidamente la estiria—. Pero incluso los espías tienen derecho a consultar a los médicos.

—Marchaos inmediatamente —les ordenó.

—Acabamos de entrar —objetó Sparhawk mientras se bajaba la capucha—. Adelante, hermana —indujo a Sephrenia—. Explicadle a qué se debe nuestra visita.

—Decidme, Tanjin —comenzó la mujer—, ¿significa algo para vos el nombre «darestim»?

El hombre retrocedió atemorizado, aproximándose a las cortinas.

—No seáis modesto, doctor —intervino Sparhawk—. Corre el rumor de que vos curasteis al hermano del rey y a varios de sus sobrinos de un envenenamiento con darestim.

—No existe ninguna prueba de ello.

—Yo no preciso ninguna. Necesito una cura. Una amiga nuestra sufre el mismo mal.

—No existe ningún antídoto ni tratamiento que frene la acción del darestim.

—En ese caso, ¿cómo sigue todavía con vida el hermano del rey?

—Trabajáis para ellos —los acusó el doctor mientras señalaba vagamente en dirección a la plaza—. Intentáis tenderme una trampa para que confiese.

—¿Quién sospecháis que ha comprado nuestros servicios?

—Los fanáticos seguidores de Arasham. Tratan de probar que practico la brujería.

—¿Es cierto?

El médico se encogió sobre una silla.

—Idos, os lo ruego —imploró—. Estáis poniendo mi vida en grave peligro.

—Como seguramente habréis deducido, doctor —señaló Sephrenia—, no somos rendorianos. Nosotros no compartimos los prejuicios de vuestros conciudadanos y, por ello, no nos ofende el uso de la magia. En nuestro país de origen su práctica se halla muy extendida.

El hombre pestañeó, indeciso.

—La amiga que he mencionado antes es una persona muy importante para nosotros —le explicó Sparhawk—. Estamos dispuestos a cualquier cosa con tal de hallar un remedio contra ese veneno. —Para dar énfasis a sus palabras, abrió su sayo—. Cualquier cosa.

El doctor Tanjin observó pasmado su cota de malla y la espada envainada.

—No es necesario amenazar al doctor, querido hermano —opinó Sephrenia—. Estoy convencida de que nos describirá gustosamente la cura que descubrió. Después de todo, es un médico.

—Señora, no sé a qué os referís —exclamó desesperadamente Tanjin—. No se ha hallado ningún remedio contra el darestim. No sé dónde habréis escuchado esos rumores, pero puedo aseguraros que son completamente falsos. Yo no practico la magia. —Dirigió otra rápida y furtiva mirada hacia las cortinas.

—Pero el doctor Voldi de Cippria nos aseguró que devolvisteis la salud a los miembros de la familia real.

—Supongo que sí, pero habían tomado otro veneno.

—¿Cuál era?

—Hum… Creo que porgutta —mintió ostensiblemente.

—En ese caso, ¿por qué el rey os mandó llamar a vos, doctor? —lo acorraló la mujer—. Una sencilla purga dejaría el cuerpo limpio de porgutta. Cualquier aprendiz podría haberlo solucionado. Por tanto, no se trataba de una intoxicación común.

—Hum…, quizá no recuerde exactamente la pócima utilizada.

—Me parece, querido hermano —señaló Sephrenia a Sparhawk—, que el buen doctor necesita alguna prueba concreta que le confirme que puede confiar en nosotros y que, realmente, no tiene nada que temer. —Miró al irritante abejorro que todavía insistía en abrirse camino a través del cristal—. ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué no se ven nunca abejorros por la noche, doctor? —preguntó al asustado médico.

—Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Tal vez os resultaría útil. —Entonces comenzó a murmurar unas palabras en estirio mientras sus dedos se movían para formar un hechizo.

—¿Qué hacéis? —exclamó Tanjin—. ¡Deteneos! —Se aproximó a ella con la mano extendida, pero Sparhawk lo contuvo.

—No intervengáis —le advirtió el fornido caballero.

En ese momento, Sephrenia alargó el dedo y liberó el conjuro.

Al zumbido de las alas de un insecto se sumó de pronto una vocecilla aflautada que cantaba alegremente en una lengua desconocida para los hombres. Sparhawk miró rápidamente a la ventana velada por el polvo. El abejorro había desaparecido y en su lugar revoloteaba una diminuta figura de mujer; el ser que describían las leyendas folklóricas súbitamente se había materializado. Rubios cabellos caían en cascada sobre sus hombros, entre las translúcidas alas. Su minúsculo cuerpo desnudo estaba configurado con armonía y la belleza de su cara dejaría a un hombre sin aliento.

—Ése es el aspecto que creen tener los abejorros —declaró plácidamente Sephrenia—. Quizá su aspiración sea real: de día, vulgares insectos, pero maravillosas criaturas durante la noche.

Tanjin, boquiabierto y con los ojos desorbitados, se había desplomado sobre su enmarañado lecho.

—Ven aquí, hermanita —canturreó Sephrenia con la mano extendida en dirección al fantástico ser.

El hada descendió veloz, y, mientras agitaba sus transparentes alas, su escuálida voz comenzó a elevarse. Después se sentó delicadamente sobre la palma de Sephrenia, la cual se volvió y estiró la mano hacia el azorado médico.

—¿No es hermosa? —preguntó—. Si os place, podéis sostenerla, pero sed cauteloso con su aguijón. —Señaló la diminuta varilla que el hada empuñaba.

Tanjin se echó atrás y escondió las manos.

—¿Cómo habéis conseguido que apareciera este ser? —inquirió con voz trémula.

—¿Vos no podéis crear algo semejante? En ese caso, deben de ser falsas las acusaciones de que sois objeto, pues se trata de un hechizo muy sencillo, incluso bastante rudimentario.

—Como podéis ver, doctor —indicó Sparhawk—, no somos aprensivos en lo que respecta a la magia. Podéis hablar libremente con nosotros sin temor a que os denunciemos a Arasham o a uno de sus secuaces.

Tanjin selló los labios y continuó con la atención fija en el hada, que, sentada tranquilamente en la palma de Sephrenia, todavía batía sus alas.

—No seáis obstinado, doctor —le aconsejó Sephrenia—. Sólo tenéis que decirnos cómo curasteis al hermano del rey y luego saldremos de aquí.

Tanjin comenzó a retroceder para alejarse de ella.

—Me parece, querido hermano, que desperdiciamos nuestro tiempo en este lugar —dijo a Sparhawk—. El buen doctor se niega a colaborar. —Levantó la mano—. Vuela, pequeña hermana —indicó al hada, y la liviana criatura alzó nuevamente el vuelo—. Ahora nos vamos, Tanjin —anunció.

Sparhawk hizo ademán de poner objeciones, pero la mujer lo contuvo con un gesto y comenzó a avanzar hacia la puerta.

—¿Qué pensáis hacer con este ser? —gritó Tanjin mientras señalaba al hada, que trazaba círculos en el aire.

—Nada, doctor —sentenció Sephrenia—. Se encuentra muy feliz aquí. Alimentadla con azúcar y ponedle un platito de agua para que beba. A cambio, os deleitará con su canto. Debo avisaros de que no tratéis de atraparla, pues la enfureceríais en gran manera.

—¡No podéis dejarla en este cuarto! —exclamó angustiado—. Si alguien la viera, me enviarían a la hoguera por brujería.

—Acierta rápidamente las conclusiones, ¿eh? —señaló Sephrenia a Sparhawk.

—Ésa constituye la característica de las mentes científicas —respondió Sparhawk sonriente—. ¿Salimos?

—¡Aguardad! —chilló Tanjin.

—¿Habéis cambiado de opinión, acaso? —inquirió parsimoniosamente Sephrenia.

—De acuerdo, os ayudaré, pero debéis jurar que mantendréis el secreto de lo que os cuente.

—Por supuesto. Seremos como una tumba.

Tanjin respiró ávidamente y dio un vistazo tras las cortinas para cerciorarse de que no había nadie tras ellas. Después se giró y les indicó con señas que se situaran en un rincón apañado de la habitación, donde les habló con un ronco susurro.

—El darestim resulta tan virulento que no existe ningún remedio ni antídoto natural —preludió.

—Expresáis el mismo criterio que nos ha expuesto el doctor Voldi —confirmó Sparhawk.

—Habréis reparado en que me he referido a algún remedio o antídoto natural —prosiguió Tanjin—. Hace unos años, durante mi época de estudiante, encontré un libro muy antiguo y peculiar. Su impresión era anterior a la llegada de Arasham; es decir, había sido escrito antes de que sus prohibiciones entraran en vigor. Al parecer, los primitivos curanderos de Rendor habitualmente utilizaban la magia en el tratamiento de sus pacientes. A veces obtenían el efecto esperado y otras no; sin embargo, habían efectuado algunas curas sorprendentes. Existen ciertos objetos, cuyo poder es enorme, utilizados por los médicos de la antigüedad para sanar a la gente.

—Sé a qué aludís —intervino Sephrenia—. Los curanderos estirios también recurren en ocasiones a métodos similares.

—Tales prácticas resultan bastante comunes en el Imperio Tamul del continente daresiano —continuó Tanjin—, pero han caído en el olvido en Eosia. Los médicos eosianos prefieren la ciencia, pues, además de ser más efectiva, los elenios siempre han mantenido ciertas sospechas en torno a la magia. Sin embargo, el darestim es tan potente que ninguno de los antídotos habituales sirve para contrarrestarlo. Los objetos mágicos constituyen el único remedio posible.

—¿Qué utilizasteis para curar al hermano y a los sobrinos del rey? —preguntó Sephrenia.

—Una gema sin tallar con un color peculiar. Creo que originariamente procedía de Daresia, aunque no estoy seguro. Según tengo entendido, los dioses tamules le infundieron su poder.

—¿Dónde se encuentra ahora esa gema? —inquirió Sparhawk con inquietud.

—Ha desaparecido. Tuve que triturarla hasta convertirla en polvo, mezclarla con vino y dársela a los familiares del rey.

—¡Sois un necio! —estalló Sephrenia—. Un objeto con esas características no debe emplearse de esa forma. Sólo se precisa tocar con él el cuerpo del paciente e invocar su poder.

—Soy un médico experto —replicó Tanjin altivamente—. No puedo convertir insectos en hadas, ni levitar, ni levantar conjuros contra mis enemigos. Según las prácticas normales de mi profesión, el enfermo debe ingerir la medicación.

—¡Habéis destruido una piedra que hubiera podido curar a cientos de personas en beneficio de unos pocos! —No sin ciertas dosis de esfuerzo, logró controlar su ira—. ¿Conocéis algún otro objeto con propiedades similares?

—Muy pocos —respondió Tanjin con un encogimiento de hombros—. Existe una enorme lanza en el palacio imperial de Tamul y varios anillos en Zemoch, aunque dudo que contengan suficiente poder para realizar curaciones. También circulan rumores sobre un brazalete con piedras preciosas en algún lugar de Kelosia, pero posiblemente se trate solamente de un mito. La espada del rey de la isla de Mithrium tenía fama de poseer enormes facultades, pero Mithrium la arrojó al mar hace siglos. Asimismo, he oído que los estirios disponen de algunas varillas mágicas.

—Esa información forma parte de una leyenda —adujo Sephrenia—. La madera constituye un material demasiado frágil para imbuirla de semejante poder. ¿Sabéis de algún otro?

—El único que conozco es la joya de la corona real de Thalesia; sin embargo, ha permanecido en paradero desconocido desde los tiempos de la invasión zemoquiana. —Frunció el entrecejo—. No creo que esto pueda servir de gran ayuda —añadió—, pero Arasham posee un talismán que reivindica como la cosa más sagrada y poderosa de la tierra. Nunca he llegado a verlo, por tanto, no puedo dar fe de su poder. Por otra parte, Arasham no está tan asentado en sus cabales como para considerarlo una autoridad en la materia. De todas formas, no lograríais que os lo prestara.

Sephrenia volvió a atarse el velo para cubrirse la parte inferior del rostro.

—Gracias por vuestra franqueza, doctor Tanjin —dijo—. Podéis estar seguro de que no comunicaremos a nadie vuestro secreto. —Reflexionó un instante—. Me parece que deberíais entablillármelo —agregó, al tiempo que tendía el brazo—. Así demostraríamos a los curiosos que teníamos un motivo legítimo para visitaros, con lo que vos mismo quedaríais protegido.

—Es una buena idea, señora. —Tanjin preparó un par de tablillas y una larga banda de algodón blanco.

—¿Os importa que os dé un consejo de amigo, Tanjin? —preguntó Sparhawk.

—Os escucho.

—En vuestras condiciones, yo recogería mis pertenencias y marcharía a Zand. En ese lugar el rey puede protegeros. Abandonad Dabour ahora, pues los fanáticos pasan muy fácilmente de la sospecha a la certeza, y no os serviría de consuelo que se demostrara vuestra inocencia después de que os hayan quemado en la hoguera.

—Todo cuanto poseo se halla aquí.

—Seguramente lo detestaréis todo cuando empiecen a arderos los dedos de los pies.

—¿De veras creéis que estoy expuesto a tal peligro? —inquirió Tanjin con un hilo de voz mientras levantaba la cabeza.

—Ésa es mi opinión —asintió Sparhawk—. A mi entender, podréis consideraros afortunado si decidís quedaros en Dabour y permanecéis aún vivo dentro de una semana.

El médico comenzó a temblar violentamente mientras Sephrenia deslizaba de nuevo el brazo entablillado en el cabestrillo.

—Esperad un minuto —pidió el doctor cuando se dirigían a la puerta—. ¿Qué debo hacer con ella? —preguntó, al tiempo que señalaba al hada, que revoloteaba en el aire cerca de la ventana.

—Oh —exclamó Sephrenia—. Perdonad. Casi la había olvidado. —Musitó unas palabras y después realizó un gesto vago.

El abejorro volvió a golpear la cabeza contra el cristal.

Había anochecido cuando salieron a la plaza, que ahora aparecía casi solitaria, procedentes de la botica.

—No hemos realizado un gran avance —comentó dubitativo Sparhawk.

—Hemos conseguido una información más fiable. Ahora sabemos cómo curar a Ehlana. Sencillamente, debemos buscar uno de esos objetos.

—¿Podríais determinar si el talismán de Arasham posee realmente algún valor?

—Creo que sí.

—Bien. Perraine nos indicó que Arasham predica cada noche. Vayamos a escucharlo. Estoy dispuesto a soportar una docena de sermones con tal de hallar un remedio efectivo.

—¿Cómo os proponéis arrebatárselo?

—Ya pensaré la manera.

Un hombre vestido de negro les cono súbitamente el paso.

—Deteneos —les ordenó.

—¿Qué sucede, compadre? —inquirió Sparhawk.

—¿Por qué no os encontráis postrados a los pies del santo Arasham? —preguntó acusadoramente el sujeto.

—Ahora nos dirigíamos a rendirle homenaje —respondió Sparhawk.

—Todo Dabour sabe que Arasham habla a las multitudes a la caída del sol. ¿Por qué os habéis demorado deliberadamente?

—Hoy mismo hemos llegado a la ciudad y tenía que proveer atención médica a mi hermana, que se ha roto el brazo —explicó Sparhawk.

El intolerante personaje miró con suspicacia el cabestrillo de Sephrenia.

—¿No habréis ido a consultar a ese brujo de Tanjin? —preguntó con tono ultrajado.

—Cuando a uno lo aqueja el dolor, no se preocupa en investigar las credenciales del médico —repuso Sephrenia—. No obstante, puedo aseguraros que el doctor no utilizó ningún método mágico; simplemente, devolvió el hueso quebrado a su lugar y lo entablilló de la misma manera que lo hubiera hecho cualquiera de sus colegas.

—Los fieles no tienen trato con los brujos —declaró obstinadamente el celoso individuo.

—Os propongo algo, compadre —intervino complaciente Sparhawk—. ¿Por qué no os rompo el brazo? Así podréis visitar vos mismo al doctor. Si lo observáis con atención, seréis capaz de detectar si utiliza algún truco.

El fanático retrocedió con aprensión.

—Vamos, amigo —lo animó entusiasmado, Sparhawk—, sed valeroso. No os dolerá mucho, y, además, estoy convencido de que el santo Arasham apreciará positivamente vuestro celo en erradicar la abominable práctica de la brujería.

—¿Seríais tan amable de indicarnos dónde alecciona el santo Arasham a las multitudes? —interrumpió Sephrenia—. Estamos ansiosos por escuchar sus palabras.

—Por allí —señaló el hombre nerviosamente con el dedo—. Donde se percibe la luz de las antorchas.

—Gracias, amigo —dijo Sparhawk mientras se inclinaba levemente. Arrugó el entrecejo—. ¿Por qué no habéis acudido vos al acto esta noche?

—Yo…, eh…, me ocupo de una tarea más ardua —declaró el sujeto—. Debo encontrar a quienes se hallan ausentes sin motivo y entregarlos para ser juzgados.

—Ah —contestó Sparhawk—. Comprendo. —Se volvió y luego giró nuevamente sobre sí—. ¿Estáis seguro de que no queréis que os quiebre el brazo? Sólo perderíamos un minuto.

El fanático se alejó apresuradamente de ellos.

—¿Tenéis que amenazar a todas las personas que encontráis a vuestro paso, Sparhawk? —preguntó Sephrenia.

—Sus modales me irritaban.

—Sois muy susceptible, ¿no os parece?

—Sí —admitió Sparhawk después de considerar la acusación—. Supongo que sí. ¿Vamos?

Cruzaron las oscuras callejuelas de Dabour hasta llegar a las tiendas instaladas en las afueras. A cierta distancia, en dirección sur, un resplandor rojizo se alzaba hacia las estrellas. Orientados por el lugar, avanzaron tranquilamente a través del campamento.

Las vacilantes antorchas estaban prendidas a altos postes que rodeaban una especie de anfiteatro natural situado en el extremo meridional de la ciudad. La oquedad se hallaba repleta de seguidores de Arasham; el venerado predicador se encontraba de pie encima de un gran canto rodado en la ladera de una de las colinas. Su figura alta y demacrada lucía una larga barba gris y enmarañadas cejas negras. Su voz sonaba con estridencia mientras arengaba a sus seguidores, pero sus palabras resultaban casi incomprensibles debido a la práctica inexistencia de dientes en su boca. Cuando Sparhawk y Sephrenia se sumaron a la multitud, el anciano se extendía interminablemente sobre el enrevesado tema de una prueba del favor especial de Dios, a la que, según declaró, le había sido dado acceder a través de un sueño. Su argumentación adolecía de una lógica medianamente coherente y denunciaba con harta evidencia el azaroso concepto de la fe extendido en Rendor.

—¿Tiene algún sentido su perorata? —susurró Sephrenia a Sparhawk, al tiempo que se desprendía de las tablillas y del cabestrillo.

—Por lo que alcanzo a detectar, no —musitó él en respuesta.

—Lo imaginaba. ¿Realmente el dios elenio promueve este tipo de galimatías histérico?

—A mí nunca me ha inspirado tales reacciones.

—¿Podemos acercarnos más?

—Me temo que no. La muchedumbre se arremolina en torno a él.

Arasham pasó entonces a una de sus cuestiones favoritas: una denuncia de la Iglesia. Sostenía que la religión elenia organizada era expresamente condenada por Dios debido a su negativa a reconocer su privilegiada condición de portavoz elegido y predilecto del Altísimo.

—¡Pero los malvados serán castigados! —balbuceó, al tiempo que arrojaba salivazos por la boca—. ¡Mis seguidores son invencibles! ¡Tened un poco de paciencia y yo alzaré mi sagrado talismán y os conduciré a la guerra contra ellos! ¡Enviarán a sus condenados caballeros de la Iglesia a intentar sojuzgarnos, pero no les temáis! ¡El poder de esta venerable reliquia los barrerá de nuestra vista como paja azotada por el viento! —Por encima de su cabeza mostró un objeto que mantenía fuertemente agarrado en su puño—. ¡El espíritu del bendito Eshand me lo ha confirmado!

—¿Qué os parece? —inquirió Sparhawk.

—Se halla demasiado alejado —murmuró Sephrenia—. No puedo percibir nada. Tendremos que aproximarnos. Ni siquiera he podido observar en qué consiste el talismán.

La voz de Arasham descendió hasta un áspero murmullo conspiratorio.

—Éste es mi anuncio, oh bienamados fieles, y la verdad ilumina mis palabras. La voz de Dios me ha revelado que en estos momentos nuestro movimiento se expande a través de los campos y forestas de los reinos del norte, pues sus habitantes, nuestros hermanos y hermanas, están cansados de aguantar el yugo de la Iglesia y se unirán a nuestra sagrada causa.

—Martel debe de ser su informador —musitó Sparhawk—, y si lo considera un mensajero de Dios está aún más loco de lo que pensaba. —Se puso de puntillas y contempló las cabezas de la gente concentrada. A unos metros se alzaba un amplio pabellón rodeado por una empalizada de sólidos troncos—. Trataremos de abrirnos camino entre el gentío —propuso—. Creo haber localizado la tienda del anciano.

Se retiraron lentamente hasta una parte del terreno más despejada. Arasham continuó su incoherente arenga, pero sus incomprensibles palabras se perdieron con la lejanía y los murmullos de sus adeptos. Sparhawk y Sephrenia se deslizaron bordeando la muchedumbre en dirección a la empalizada y el oscuro pabellón que ésta protegía. Cuando se hallaban a unos veinte pasos de distancia, Sparhawk rozó el brazo de Sephrenia y ambos se detuvieron. A la entrada del cerco se apostaban varios hombres armados.

—Habremos de esperar a que termine su sermón —murmuró Sparhawk.

—¿Os importaría explicarme el plan de actuación que habéis ideado? —pidió la mujer—. Odio las sorpresas.

—Intentaré que nos permita pasar a su tienda. Si ese objeto posee verdaderamente algún poder, resultaría difícil quitárselo en medio de esa multitud.

—¿Cómo os proponéis lograrlo, Sparhawk?

—Me parece que probaré la adulación.

—¿No entraña demasiado peligro ponernos en evidencia de esa forma?

—Por supuesto, pero debemos obrar sin disimulos cuando se trata con individuos que han perdido el juicio. No disponen de suficiente concentración para captar las sutilezas.

La voz de Arasham se elevó progresivamente hasta un culminante chillido, y sus seguidores saludaron con ovaciones el final de cada una de sus casi ininteligibles pronunciaciones. Después concedió su bendición y el público comenzó a dispersarse. Rodeado por un grupo de celosos discípulos, el venerable anciano empezó a caminar parsimoniosamente entre la barahúnda circundante en dirección a su aposento. Sparhawk y Sephrenia salieron a su paso.

—¡Apartaos! —les ordenó uno de los acompañantes.

—Disculpadme, eminente discípulo —dijo Sparhawk con voz lo suficientemente alta para ser oído por el tambaleante predicador—, pero traigo un mensaje del rey de Deira para el santo Arasham. Su Majestad envía sus saludos a la verdadera cabeza de la Iglesia elenia.

Sephrenia exhaló un imperceptible sonido estrangulado.

—Al santo Arasham no le impresionan los reyes —repuso con arrogancia el discípulo—. Ahora, salid de nuestro camino.

—No os precipitéis, Ikkad —murmuró Arasham con voz sorprendentemente débil—. Escucharemos más detalles sobre ese mensaje de nuestro hermano de Deira. Quizá se refería a esa noticia cuando Dios me habló la última vez.

—Venerado Arasham —dijo Sparhawk con una profunda reverencia—, Su Majestad, el rey Obler de Deira, os manda un saludo de hermano. Nuestro monarca es muy anciano, y la edad siempre va acompañada de la sabiduría.

—Ciertamente —acordó Arasham, al tiempo que señalaba su larga barba gris.

—Su Majestad ha meditado durante largo tiempo acerca de las enseñanzas del bendito Eshand —prosiguió Sparhawk— y también se ha mantenido ansiosamente al corriente de vuestras enseñanzas aquí en Rendor. Su desaprobación a ciertas actividades de la Iglesia ha ido en aumento. Opina que los eclesiásticos son hipócritas y egoístas.

—Su pensamiento concuerda con el mío —declaró Arasham, extasiado—. Yo mismo he pronunciado esas palabras cientos de veces.

—El rey reconoce que vos constituís su fuente de inspiración, santo Arasham.

—Estupendo —replicó Arasham mientras se pavoneaba ligeramente.

—Cree que ha llegado el momento de purificar la Iglesia elenia y está convencido de que Dios os ha elegido para lavar la afrenta de sus pecados.

—¿Habéis escuchado mi sermón de esta noche? —preguntó vivamente el anciano—. Ha versado sobre ese tema.

—Desde luego —respondió Sparhawk—. Me ha asombrado sobremanera comprobar la gran coincidencia que existe con las palabras pronunciadas por Su Majestad cuando me encomendó la tarea de traeros este mensaje. No obstante, debéis saber, venerable Arasham, que el monarca pretende suministraros una ayuda que rebasa el mero consuelo de su saludo y su respetuoso afecto. Sin embargo, la explicación de sus intenciones sólo debe ser escuchada por vos. —Dirigió suspicazmente la vista hacia la multitud que se apiñaba a su alrededor—. Entre una muchedumbre de tal dimensión, podrían infiltrarse diversos individuos al servicio de otras ideas, y si lo que debo comunicaros llegara a oídos de la jerarquía de Chyrellos, la Iglesia concentraría todos sus esfuerzos en entorpecer los designios de Su Majestad.

Arasham trató infructuosamente de adoptar un semblante astuto.

—Vuestra prudencia os honra, joven —convino—. Entremos en mi pabellón para que podáis expresar libremente los objetivos de mi querido hermano Obler.

Tras apartar a los oficiosos discípulos, Sparhawk se abrió camino entre sus filas para ofrecer el soporte de su brazo y su hombro al senil predicador.

—Venerable —le dijo con tono servil—, no temáis sosteneros en mí, puesto que, como nos ordenó el bendito Eshand, es deber del joven y fuerte servir al sabio anciano.

—Vuestras palabras son acertadas, hijo mío.

De este modo, cruzaron la puerta de la estacada y el trecho de arena, manchado de excrementos de cordero, que se extendía frente a la vivienda.

El interior de la carpa de Arasham presentaba un lujo mucho mayor que lo que cabía esperar al contemplar su sobrio aspecto exterior. Una única lámpara, alimentada con aceite de primera calidad, iluminaba el recinto, tapizado con alfombras de precio incalculable. La parte posterior del pabellón estaba aislada por cortinas de seda, detrás de las cuales sonaban ahogadas risitas de adolescentes.

—Sentaos, por favor, y acomodaos a vuestro gusto —invitó expansivamente Arasham antes de desplomarse sobre un montón de cojines de seda—. Tomemos un refresco y después me relataréis los planes de mi querido hermano Obler de Deira. —Batió las palmas y un muchacho de mirada esquiva salió de entre los paneles de seda.

—Traednos un poco de melón fresco, Saboud —le mandó Arasham.

—A vuestras órdenes, santo Arasham.

El efebo se retiró con una reverencia al recinto posterior.

El anciano se arrellanó en los cojines.

—No me sorprende en absoluto la información que me habéis traído referente a la creciente simpatía por nuestra causa en Deira —explicó entre balbuceos a Sparhawk—. Me han llegado noticias de que tales sentimientos no resultan infrecuentes en los reinos del norte. Precisamente, he recibido recientemente uno de estos comunicados. —Se detuvo, pensativo—. Esta coincidencia me hace pensar, tal vez a instancias del propio Dios, quien siempre comparte conmigo sus ideas, que tal vez conozcáis al otro mensajero. —Se volvió hacia las cortinas y descubrió el otro compartimiento, que se hallaba medio en penumbras—. Acercaos, mi amigo y consejero. Observad el rostro de nuestro noble visitante de Deira y decidme si os resulta conocido.

Tras las telas se agitó una sombra. Pareció titubear por un momento, pero finalmente se aproximó a la luz alguien vestido con un largo sayo con capucha. Aquel hombre era casi tan alto como Sparhawk y sus anchas espaldas delataban su condición de guerrero. Al descubrirse la cabeza, mostró sus penetrantes ojos negros y una espesa cabellera completamente blanca.

Asaltado por un curioso sentimiento de indiferencia, Sparhawk se preguntó por qué no había desenvainado la espada al instante.

—En efecto, santo Arasham —afirmó Martel con su voz profunda y cavernosa—. Sparhawk y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.