Capítulo 21

Abandonaron sigilosamente la casa de Voren alrededor de media hora más tarde. Sparhawk observó detenidamente a Sephrenia mientras subían de nuevo a sus monturas. A pesar de haber transcurrido sólo medio día, ya parecía fatigada.

—¿Podría ese ser que nos persigue generar una tromba de agua en el río? —le preguntó.

La mujer arrugó el entrecejo.

—Es difícil saberlo —replicó—. A mi juicio, no hay suficiente agua. No obstante, las criaturas del inframundo tienen poder para infringir ciertas leyes naturales según sus deseos. —Reflexionó un momento—. ¿Qué anchura alcanza el río? —inquirió.

—Escasa —respondió Sparhawk—. No existe bastante agua en todo Rendor para generar un solo río ancho.

—Las orillas del río le dificultarían en gran medida la dirección de la tromba —comentó pensativamente—. Recordad el errático rumbo de la que destruyó el barco de Mabin.

—Dadas las circunstancias, debemos arriesgarnos —decidió Sparhawk—. Estáis demasiado exhausta para cabalgar hasta Dabour. Además, hacia el sur, el calor aumentará.

—No os expongáis a peligros innecesarios por mi causa, Sparhawk.

—Vos no constituís el único motivo —replicó—. Ya hemos perdido mucho tiempo, y el barco resulta más veloz que los caballos. Permaneceremos cerca de las riberas del río por si debemos abandonar la embarcación apresuradamente.

—Obrad según creáis más conveniente —concluyó la mujer, mientras se arrellanaba livianamente en la silla.

Atravesaron las bulliciosas calles, donde los nómadas del desierto, vestidos con atuendos negros, se entremezclaban con los habitantes de la ciudad y los mercaderes de los reinos norteños, todos ellos ataviados con colores más alegres. Reinaban el ruido y los peculiares aromas rendorianos: especias, perfumes, además del persistente olor del humeante aceite de oliva.

—¿Quién es esa Lillias? —preguntó curiosamente Kurik mientras se encaminaban al río.

—Alguien de quien no tenemos por qué preocuparnos —respondió escuetamente Sparhawk.

—Si esa persona puede ser peligrosa, yo opino que resulta bastante importante saber quién es.

—Lillias no representa el peligro al que aludes.

—En todo caso, es una mujer, ¿verdad?

Era evidente que Kurik no tenía intención de cejar en el empeño. A Sparhawk se le agrió la expresión.

—De acuerdo —dijo—. Permanecí diez años en Jiroch. Voren me instaló una pequeña tienda que atendía con el nombre de Mahkra, con la finalidad de disfrazar mi identidad de manera que no pudieran localizarme los secuaces de Martel. Para que la situación fuera verosímil, tenía que parecerme a los comerciantes normales. Como todos poseen alguna amante, yo también necesitaba una. Era Lillias. ¿Satisfecho?

—Perfectamente resumido. La dama tiene mal genio, ¿no es cierto?

—No exactamente, Kurik. Sencillamente, pertenece a ese tipo de mujeres a quienes les encanta sentirse eternamente agraviadas.

—Oh, ya comprendo. Me gustaría conocerla.

—Te aseguro que luego lo lamentarías. No creo que te agradara soportar sus gritos y sus escenas.

—¿Tan insoportable es?

—¿Por qué imaginas que me escapé en plena noche? ¿Qué te parece si cambiamos de tema?

Kurik comenzó a reír entre dientes.

—Excusad mi risa, mi señor —se disculpó—. Recordaba que, cuando os confesé mi indiscreción con la madre de Talen, tampoco os mostrasteis desbordante de simpatía.

—Bien. Entonces, estamos en paz. —Sparhawk apretó los labios y aceleró el paso para tratar de alejarse de las risitas de Kurik.

Los muelles que sobresalían por encima del fangoso curso del río Guie constituían una plataforma insegura recubierta de malolientes redes. Allí atracaban docenas de barcos de ancha manga que cubrían el recorrido entre Jiroch y Dabour. Sobre sus cubiertas vagaban marineros de piel atezada vestidos con taparrabos y tocados con telas enrolladas en la cabeza. Sparhawk desmontó y se aproximó a un individuo tuerto de mala catadura arropado con una amplia túnica rayada. El hombre, desde la cubierta, gritaba órdenes a un trío de marineros con aspecto de haraganes embarcados en una chalana manchada de barro.

—¿Es éste vuestro barco? —inquirió el caballero.

—¿Por qué os interesa saberlo?

—¿Lo alquiláis?

—Depende del precio.

—Podemos acordarlo luego. ¿Cuántos días calculáis que tardaría en llegar a Dabour?

—Tres, quizá cuatro, según sople el viento. —El capitán evaluó con su ojo sano el aspecto de Sparhawk y sus acompañantes, y, a continuación, su desabrido semblante mudó de expresión al tiempo que esbozaba una zalamera sonrisa—. ¿Por qué no hablamos del precio, noble señor? —sugirió.

Tras un rápido regateo, Sparhawk hurgó en la bolsa de monedas que le había entregado Voren y contó las piezas de plata antes de depositarlas en la mugrienta mano del barquero, cuya mirada había quedado iluminada al contemplar el portamonedas.

Embarcaron y ataron los caballos en medio del barco mientras los tres marineros soltaban las guindalezas, empujaban la embarcación hacia la corriente e izaban la sesgada vela. Las aguas discurrían perezosas y la fuerte brisa procedente del estrecho de Arcium los impulsaba río arriba con una velocidad aceptable.

—Estad alerta —murmuró Sparhawk a sus compañeros cuando desensillaban las monturas—. Nuestro capitán parece un negociante independiente atento a las oportunidades. —Caminó en dirección a popa, donde permanecía el tuerto junto al timón—. Intentad manteneros lo más cerca posible de la orilla —les advirtió.

—¿Para qué? —El capitán se mostró súbitamente cauteloso.

—Mi hermana le tiene miedo al agua —improvisó Sparhawk—. En caso de que os lo indique, aproximad el bote a la ribera para que pueda bajar.

—Vos pagáis el viaje. —El capitán se encogió de hombros—. Se hará según vuestros deseos.

—¿Navegáis de noche? —le preguntó Sparhawk.

El hombre realizó un gesto negativo.

—Algunos lo hacen, pero yo no. Para mi gusto, existen demasiados troncos y piedras sumergidos, por lo que, al anochecer, atracamos en la orilla.

—Perfecto. Valoro positivamente la prudencia en un marino, pues añade seguridad a la navegación. A propósito de seguridad… —Abrió la pechera de su sayo para mostrar su cota de malla y la pesada espada de hoja ancha prendida en un costado—. ¿Comprendéis lo que intento expresar? —preguntó.

El rostro del capitán se ensombreció de disgusto.

—No tenéis derecho a amenazarme en mi propio barco —tronó.

—Tal como habéis comentado, soy yo quien paga. Vuestra tripulación no me parece de fiar y vuestra propia cara tampoco inspira precisamente confianza.

—No necesitáis mostraros insultante —protestó el capitán, con rostro sombrío.

—Si finalmente llego a la conclusión de que os he juzgado mal, os presentaré mis excusas. Viajamos con algunas pertenencias y preferimos que continúen en nuestro poder. Mis amigos y yo dormiremos en proa. Vos y vuestros hombres podéis estiraros en el lado de popa. Espero que esta disposición no os cause ninguna molestia.

—¿No extremáis las precauciones?

—Vivimos tiempos ajetreados, compadre. Recordadlo, cuando amarremos en la ribera para pasar la noche, haced que vuestros hombres permanezcan en popa y advertidles contra el sonambulismo. Aparte de que una embarcación puede resultar un lugar bastante peligroso para tal práctica, yo tengo el sueño ligero. —Se volvió y regresó junto a sus compañeros.

Las márgenes del río se cubrían de una espesa y exuberante vegetación; no obstante, las colinas que se alzaban detrás de aquellas estrechas franjas de verdor aparecían yermas y rocosas. Sparhawk y sus amigos se hallaban sentados en la cubierta de proa y, sin perder de vista al capitán y a los marineros, vigilaban cualquier movimiento inusual en el agua. Flauta, que permanecía sobre el bauprés, tocaba su instrumento mientras Sparhawk conversaba tranquilamente con Sephrenia y Kurik. Puesto que ésta ya conocía las costumbres del país, las instrucciones del caballero iban dirigidas principalmente al escudero. Le advirtió de las múltiples actitudes que podían ser tomadas como un insulto, y de algunas que eran consideradas como sacrílegas.

—¿Quién se inventó todas esas estúpidas reglas? —preguntó Kurik.

—Eshand —repuso Sparhawk—. Como cualquier demente, hallaba un gran consuelo en los rituales.

—¿Algo más?

—Otro pequeño detalle: si topas por azar con algún cordero, debes hacerte a un lado.

—Repetidme eso —pidió Kurik con tono de incredulidad.

—Representa una norma muy importante, Kurik.

—¡No hablaréis en serio!

—Totalmente. En su juventud, Eshand era un pastor de ovejas y solía enfurecerse cuando alguien pasaba a caballo entre su rebaño. Al llegar al poder, anunció que Dios le había revelado que los corderos eran animales sagrados y, por tanto, todo el mundo debía cederles el paso.

—Eso es una locura —protestó Kurik.

—Por supuesto. Sin embargo, aquí constituye una ley.

—¿No sorprende asimismo que las revelaciones de los dioses elenios siempre parezcan coincidir con los prejuicios de sus profetas? —murmuró Sephrenia.

—¿Estas gentes se comportan en alguna ocasión como personas normales? —inquirió Kurik.

—En realidad, pocas.

A la caída del sol, el capitán atracó el barco en la orilla, y él y sus marineros tendieron camastros en la parte de proa. Sparhawk se levantó y se encaminó hacia el centro de la embarcación para acariciar el cuello de Faran.

—Quédate despierto —indicó al ruano—. Si observas algún movimiento, avísame.

Faran enseñó los dientes y giró sobre sí hasta encararse resueltamente hacia proa. Sparhawk le dio una palmada en las ancas y volvió a reunirse con sus amigos.

Tras tomar una cena fría consistente en pan y queso, tendieron las mantas sobre la cubierta.

—Sparhawk —llamó Kurik cuando ya se había acostado.

—¿Qué, Kurik?

—Acaba de ocurrírseme una idea. ¿Resulta frecuente que la gente entre y salga a caballo de Dabour?

—Normalmente, sí. La presencia de Arasham suele atraer a las multitudes.

—Lo suponía. ¿No pasaríamos más inadvertidos si bajáramos del barco a unas millas de Dabour y entráramos en la ciudad en compañía de uno de los grupos de peregrinos?

—Piensas en todo, ¿eh, Kurik?

—Queda incluido en el precio de mis servicios. A veces los caballeros no atendéis a las cuestiones prácticas. La función de un escudero consiste en prever los contratiempos.

—Te lo agradezco, Kurik.

—No es preciso que aumentéis mi paga —espetó el escudero.

La noche transcurrió sin incidentes y, al alba, los marineros desataron los cabos e izaron nuevamente la vela. Aproximadamente a media mañana atravesaron la ciudad de Kodhl y siguieron la travesía hacia la ciudad santa de Dabour. No parecía existir ningún tipo de reglamentación para el tráfico de navíos, por lo que algunos de ellos chocaban entre sí. Tales sucesos solían ir acompañados de un intercambio de maldiciones e insultos.

Al mediodía del cuarto día Sparhawk se dirigió a popa para hablar con el capitán tuerto.

—Nos hallamos cerca de nuestro destino, ¿no es así? —preguntó.

—A unas cinco leguas —respondió el capitán mientras giraba ligeramente el timón para esquivar un bote—. ¡Sarnoso hijo de asno! —bramó en dirección al timonel de la otra embarcación.

—¡Ojalá le salgan verrugas a tu madre! —replicó, divertido, el otro.

—Creo que mis amigos y yo desembarcaremos antes de llegar a la ciudad —informó Sparhawk al capitán—. Queremos merodear libremente antes de encontrarnos con alguno de los seguidores de Arasham, y es muy probable que los muelles estén estrechamente vigilados.

—Constituye una estrategia prudente —acordó el hombre—. Además, tengo la impresión de que posiblemente provocaríais algún alboroto, en el que preferiría no verme envuelto.

—En consecuencia, resulta conveniente para ambos, ¿no es cierto?

A primera hora de la tarde el capitán dirigió la proa del barco hacia una estrecha franja de playa arenosa.

—Es un lugar adecuado para fondear —explicó a Sparhawk—. Más arriba las orillas se vuelven cenagosas.

—¿Qué distancia debemos recorrer hasta Dabour desde aquí? —le preguntó Sparhawk.

—Unas cuatro millas.

—Queda bastante cerca.

Los marineros tendieron la pasarela y Sparhawk y sus amigos hicieron bajar a los caballos y la mula hasta la playa. Apenas hubieron llegado a tierra firme, la tripulación retiró la pasarela e impulsó el bote hacia el centro del cauce con largas pértigas. A continuación el capitán comenzó la maniobra para regresar río abajo. No hubo intercambio de despedidas.

—¿Vais a poder seguir? —preguntó Sparhawk a Sephrenia, cuyo rostro permanecía demacrado, si bien las ojeras habían comenzado a difuminarse.

—Estoy bien, Sparhawk —le aseguró la mujer.

—Sin embargo, si perecieran otros caballeros, os resentiríais aún más, ¿verdad?

—No lo sé a ciencia cierta —respondió—. Nunca me he encontrado en una situación similar a ésta. En fin, vayamos a Dabour para entrevistarnos con el doctor Tanjin.

Abandonaron a caballo la playa y, después de atravesar los enmarañados arbustos que la bordeaban, pronto llegaron al polvoriento camino que conducía a Dabour. Otros viajeros, en su mayoría nómadas de hábitos negros cuyos oscuros ojos refulgían de fervor religioso, transitaban la ruta. En una ocasión, se vieron obligados a aproximarse a los márgenes para dejar pasar un rebaño de ovejas. Los pastores, montados en mulas, cabalgaban arrogantemente y bloqueaban deliberadamente la vía con sus animales. Su expresión representaba un claro desafío a quien osara expresar alguna objeción.

—Nunca me han gustado mucho las ovejas —murmuró Kurik—, y aún menos los pastores.

—Es preferible que no perciban tu aversión —le aconsejó Sparhawk.

—En esta región la carne de cordero constituye el alimento principal, ¿no?

Sparhawk asintió mudamente.

—¿No resulta poco congruente sacrificar y comer animales sagrados?

—La coherencia no es una de las características más destacables de la mentalidad rendoriana.

Mientras pasaba el rebaño, Flauta tomó su caramillo e interpretó una melodía peculiarmente disonante. Repentinamente, las ovejas enloquecieron y, tras arremolinarse durante un instante, partieron en estampida hacia el desierto perseguidas a la carrera por los ansiosos pastores. Flauta se tapó la boca para contener una risita.

—Deja de tocar esos sonidos estridentes, Flauta —la reprendió Sephrenia.

—¿Ha ocurrido de veras lo que yo he creído ver? —inquirió asombrado Kurik.

—A mí no me sorprende tanto —repuso Sparhawk.

—¿Sabéis que aprecio mucho a esa niñita? —indicó Kurik, sonriente.

Prosiguieron el camino detrás de una multitud de peregrinos. Poco después, al coronar un altozano, divisaron la ciudad de Dabour a sus pies. Estaba compuesta por las habituales casas encaladas que se arracimaban junto al río, además de una gran extensión de espaciosas tiendas negras que cubrían una explanada. Sparhawk se protegió los ojos de la luz con la mano y examinó la población.

—Los corrales se encuentran por ese lado —informó, al tiempo que señalaba los límites orientales de la ciudad—. Supongo que ahí encontraremos a Perraine.

Al descender la colina, evitaron la cercanía de los edificios y tiendas de la parte meridional de Dabour. Cuando se disponían a atravesar un campamento de nómadas que los separaba de los establos, un hombre barbudo con una cadena de bronce adornada con un pedazo de cristal colgada del cuello surgió de detrás de una tienda para cortarles el paso.

—¿Adónde pensabais ir? —preguntó. A un imperioso gesto realizado con la mano, doce hombres, vestidos como él de negro y armados con largas picas, se reunieron en torno a él.

—Debemos atender unos negocios en la zona de los establos, noble señor —respondió suavemente Sparhawk.

—Oh, ¿de veras? —dijo despectivamente—. No veo vacas por ningún sitio. —Miró a sus seguidores con una afectada sonrisa de autoestima, como si se hallara terriblemente satisfecho por su agudeza.

—Las vacas aparecerán un poco más tarde, noble señor —explicó Sparhawk—. Nosotros nos hemos adelantado para realizar los preparativos.

El sujeto del colgante se rascó las cejas mientras se esforzaba en encontrar alguna objeción.

—¿Sabéis quién soy yo? —preguntó finalmente en tono beligerante.

—Me temo que no, noble señor —se disculpó Sparhawk—. No he tenido el placer de conoceros.

—Os creéis muy listo, ¿eh? —indicó el oficioso individuo—. Vuestras melifluas respuestas no me engañan.

—No era mi intención engañaros, compadre —replicó Sparhawk, con la voz próxima a alterársele—. Me limitaba a guardar los modales de cortesía.

—Yo soy Ulesim, discípulo favorito del santo Arasham —anunció el hombre de la barba, al tiempo que se golpeaba el pecho con el puño.

—Me complace sumamente el honor de haberos encontrado —aseguró Sparhawk, con una inclinación.

—¿Eso es cuanto tenéis que decir? —exclamó Ulesim, con los ojos desorbitados ante el imaginario insulto.

—Tal como os he confesado, me siento sumamente honrado. No esperaba ser recibido por una personalidad tan ilustre.

—Mi presencia aquí no responde a ningún tipo de formalidad, guardián de vacas. He venido para tomaros bajo mi custodia. Bajad de los caballos.

Sparhawk evaluó la situación con una larga mirada. Luego descendió del caballo y ayudó a desmontar a Sephrenia.

—¿Qué significa toda esta comedia? —le preguntó ella al oído mientras depositaba a Flauta en el suelo.

—Supongo que se trata de un fanfarrón que intenta darse aires de importancia —susurró Sparhawk—. Como no nos conviene provocar altercados, haremos lo que nos mande.

—Llevad a los prisioneros a mi tienda —ordenó con grandilocuencia Ulesim tras unos instantes de indecisión, pues, al parecer, el discípulo favorito de Arasham no sabía qué disposición tomar a continuación.

Los lanceros se aproximaron con aire amenazador y uno de ellos los condujo a una tienda coronada por un desmayado pendón confeccionado con un sucio trapo de color verde.

Kurik presentaba un semblante airado.

—Aficionados —murmuró—. Llevan esas picas como si fueran cayados de pastor. Además, ni siquiera nos han registrado para comprobar si vamos armados.

—Serán unos aficionados, Kurik —concedió quedamente Sephrenia—, pero han logrado apresarnos.

—No por mucho tiempo —gruñó Kurik mientras hacía ademán de empuñar la daga que llevaba bajo el sayo—. A través de un agujero en la tienda podremos reemprender nuestro camino.

—No —se mostró en desacuerdo Sparhawk—. Si escapáramos, tendríamos todo un ejército de enfurecidos fanáticos que, en menos de dos minutos, seguirían nuestros pasos para darnos caza.

—¿Pretendéis que permanezcamos sentados tranquilamente? —preguntó Kurik con incredulidad.

—Deja que yo me encargue de este asunto, Kurik.

Soportaron la sofocante tienda durante el transcurso de unos minutos.

Después, entró Ulesim, seguido de cerca por dos de los hombres de su séquito.

—Vais a decirme vuestro nombre, guardián de vacas —anunció con arrogancia.

—Me llamo Mahkra, señor Ulesim —respondió dócilmente Sparhawk—, y éstos son mi hermana, su hija y mi sirviente. ¿Puedo preguntaros por qué hemos sido detenidos?

—Algunas personas rehúsan aceptar la santa autoridad de Arasham —declaró Ulesim tras entornar los ojos—. Yo, Ulesim, su discípulo predilecto, me he propuesto acabar con esos falsos profetas y enviarlos a la hoguera. El bendito Arasham ha depositado por completo su confianza en mí.

—¿Todavía existen rebeldes? —inquirió Sparhawk con leve sorpresa—. Creía que toda oposición a Arasham había sido desterrada hace décadas.

—¡No del todo! ¡No del todo! —casi chilló Ulesim—. Aún hay conspiradores escondidos en el desierto o que merodean por las ciudades. No descansaré hasta haber exterminado a cada uno de esos criminales y haberlos entregado a las llamas.

—No debéis sospechar de mí ni de mis acompañantes, señor Ulesim —le aseguró Sparhawk—. Nosotros reverenciamos al sagrado profeta de Dios y le brindamos homenaje en nuestras plegarias.

—Vuestras palabras no representan ninguna prueba, Mahkra. ¿Podéis demostrarme vuestra identidad y garantizar que habéis venido con legítimas intenciones a la ciudad sagrada? —El fanático personaje sonrió a sus dos escoltas como si acabara de realizar un tremendo descubrimiento.

—Oh, sí, señor Ulesim —repuso tranquilamente Sparhawk—, creo que puedo hacerlo. Hemos venido a parlamentar con un comprador de ganado llamado Mirrelek. ¿Acaso lo conocéis?

—¿Por qué motivo el discípulo favorito de Arasham ha de tener trato alguno con un vulgar comprador de vacas? —replicó Ulesim, henchido de orgullo.

Uno de los subalternos del discípulo se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. La expresión de Ulesim perdió su firmeza y, finalmente, expresó cierto asomo de temor.

—Mandaré aviso a ese mercader de reses que habéis mencionado —declaró de mala gana—. Si confirma vuestra versión, vuestros problemas habrán finalizado; en caso contrario, os llevaré hasta el propio Arasham para que os juzgue.

—Como desee el señor Ulesim —accedió Sparhawk con una reverencia—. Si diéseis instrucciones a vuestro mensajero de que comunicara a Mirrelek que Mahkra está aquí y le envía saludos de la pequeña madre, estoy convencido de que vendrá a aclarar este asunto.

—Será preferible para vos —sentenció con tono amenazador el barbudo discípulo. Se volvió en dirección al ayudante que le había murmurado al oído—. Id a buscar a ese Mirrelek. Repetidle las palabras que ha pronunciado este vaquero e indicadle que yo, Ulesim, discípulo predilecto del santo Arasham, le ordeno que se presente aquí inmediatamente.

—Inmediatamente, agraciado por el profeta —replicó el individuo antes de salir de la tienda.

Ulesim lanzó una mirada furiosa a Sparhawk y después se retiró, seguido del otro sicofante.

—Todavía conserváis vuestra espada, Sparhawk —señaló Kurik—. ¿Por qué no se la habéis clavado a ese charlatán? Yo podría haberme ocupado de los otros dos.

—No era necesario —respondió Sparhawk, al tiempo que se encogía de hombros—. Conozco lo bastante a Perraine como para suponer que habrá logrado convertirse en alguien indispensable para Arasham. Dentro de poco estará aquí y pondrá en su lugar al petulante discípulo predilecto del santo Arasham.

—¿No os arriesgáis demasiado, Sparhawk? —preguntó Sephrenia—. ¿Qué sucedería si Perraine no reconoce el nombre de Mahkra? Según creo, vos os encontrabais en Jiroch, y él ha permanecido en Dabour durante años.

—Quizá no recuerde el nombre que yo utilizaba en Rendor —contestó Sparhawk—, pero sin ningún asomo de dudas quedará alertado por el vuestro, pequeña madre. Es una contraseña muy antigua. Los pandion la usan desde hace tiempo.

—Me siento muy halagada —exclamó la mujer tras un parpadeo—, pero ¿por qué no me lo había dicho nadie?

Sparhawk se volvió hacia ella sorprendido.

—Todos pensábamos que ya lo sabíais.

Había transcurrido un cuarto de hora aproximadamente cuando Ulesim entró escoltando a un hombre delgado y taciturno ataviado con una túnica a rayas. Los modales del discípulo eran obsequiosos y su semblante reflejaba preocupación.

—Éste es el individuo al que os hacía referencia, honorable Mirrelek —informó servilmente.

—Ah, Mahkra —saludó Mirrelek, adelantándose para estrechar cálidamente la mano de Sparhawk—. Cuánto me alegra volver a veros. ¿En qué consiste ese problema que os ha detenido?

—Un ligero malentendido —respondió Sparhawk mientras realizaba una leve inclinación dirigida a su compañero pandion.

—Bien, ahora ya se ha solucionado. —Sir Perraine dirigió la mirada al discípulo predilecto—. ¿No es cierto, Ulesim?

—D… desde luego, honorable Mirrelek —tartamudeó Ulesim, con el rostro ostensiblemente pálido.

—¿Qué demonios os poseyeron para detener a mis amigos? —inquirió Perraine con tono suave, que, sin embargo, denotaba cierta aspereza.

—Yo… yo sólo trato de proteger al santo Arasham.

—¿Os ha solicitado él vuestra protección?

—Bueno, no constituyó una petición explícita.

—Comprendo. Os habéis comportado como un valiente, Ulesim. No obstante, no ignoráis qué piensa el santo Arasham de los que actúan independientemente, sin recibir instrucciones suyas. Muchos de ellos han sido decapitados por haber obrado libremente.

Ulesim comenzó a temblar violentamente.

—De todas formas, estoy convencido de que os perdonará cuando le relate este incidente. Un hombre de menor categoría hubiera sido enviado al patíbulo inmediatamente, pero vos sois su discípulo predilecto, ¿no es cierto? ¿Tenéis algo más que añadir, Ulesim?

El hombre sacudió mudamente la cabeza con el rostro mortalmente descolorido.

—Puesto que la situación se ha aclarado, mis amigos y yo partiremos ahora. ¿Venís, Mahkra? —Sir Perraine avanzó hacia la salida.

Mientras cruzaban el campamento de tiendas que se habían asentado a las afueras de Dabour, Perraine les expuso con detalle la catastrófica situación actual del mercado de reses. Las tiendas que contemplaban parecían haber sido instaladas al azar, sin ninguna distribución semejante a un trazado de calles. Bandadas de chiquillos desaliñados corrían y jugaban en la arena, mientras alicaídos perros se levantaban del lado sombreado de cada una de las tiendas junto a las que pasaban para ladrarles con indiferencia unas cuantas veces antes de volver a tenderse a siestear.

La morada de Perraine se situaba en un edificio cuadrado ubicado en el centro de un solar invadido de malas hierbas que se extendía más allá del campamento.

—Entrad —les indicó el caballero al llegar a la puerta—. Quiero que me expliquéis detenidamente todo lo relacionado con ese rebaño de vacas que está en camino.

El interior de la casa, compuesto de una única habitación, resultaba fresco y umbrío. A un lado se veían rudimentarios instrumentos de cocina, y al otro, una cama deshecha. Un buen número de cántaros porosos que pendían de las vigas del techo chorreaban gotas de agua que formaban pequeños charcos en el suelo. El centro de la estancia lo ocupaban una mesa y un par de bancos.

—Realmente no destaca por su lujo —se disculpó Perraine.

Sparhawk miró significativamente hacia la solitaria ventana de la parte trasera, pues no se hallaba cerrada totalmente.

—¿Podemos hablar sin peligro? —preguntó en voz baja.

—Oh, sí, Sparhawk —replicó Perraine con una carcajada—. En mis ratos libres me he entretenido en cultivar un espino fuera de la ventana. Os sorprendería comprobar su altura y las espinas tan largas que posee. Tenéis buen aspecto, amigo mío.

Perraine hablaba con una leve huella de acento extranjero. A diferencia de la mayoría de los pandion, de procedencia elenia, él provenía de un lugar perdido en las vastas llanuras de Eosia central. Desde siempre, Sparhawk le profesaba un gran aprecio.

—Observo que os habéis habituado a hablar, Perraine —puntualizó Sephrenia—. Antes, por lo general, permanecíais en silencio.

—Era debido a mi acento, pequeña madre —repuso con una sonrisa—. Temía que la gente se riera de mí. —Tomó las muñecas de la mujer y, tras besarle las palmas, le pidió su bendición.

—¿Os acordáis de Kurik? —indicó Sparhawk.

—Por supuesto —respondió Perraine—. Él me entrenó en el manejo de la lanza. Hola, Kurik. ¿Cómo está Aslade?

—Muy bien, sir Perraine —contestó Kurik—. Le diré que os habéis interesado por ella. ¿Qué diantre significaba la escena que habéis representado con Ulesim?

—Se trata de uno de los numerosos aduladores entrometidos que se han unido a Arasham.

—¿Es realmente discípulo suyo?

Perraine soltó un bufido.

—Dudo incluso de que Arasham conozca su nombre —explicó—. Aunque, en ciertos días, Arasham ni siquiera recuerda el suyo. Existen docenas de tipos como Ulesim. Se autodenominan discípulos y se dedican a importunar a las gentes honestas. Probablemente ahora se encuentra a varias millas de distancia, en rápida marcha hacia el desierto. Arasham se conduce rígidamente con las personas que propasan el discreto grado de autoridad que les otorga. ¿Por qué no tomamos asiento?

—¿Cómo habéis conseguido acumular tanto poder, Perraine? —inquirió Sephrenia—. Ulesim se comportaba como si vuestras palabras tuvieran un carácter regio.

—No me ha resultado difícil —respondió—. Arasham sólo tiene dos dientes en la boca, que, además, se encaran entre sí. En determinadas ocasiones le regalo un tierno ternero de leche como prueba de mi inexpresable fervor por su persona. Los ancianos prestan gran atención a las necesidades de su estómago, y, en consecuencia, Arasham me agradece profusamente estos detalles. Los discípulos, al percibir este trato favorable, me dispensan una cierta deferencia. Ahora contadme qué os ha traído a Dabour.

—Voren nos sugirió que acudiéramos a vos —le informó Sparhawk—. Necesitamos contactar con una persona de la ciudad y no deseamos levantar sospechas.

—Mi casa es vuestra —declaró irónicamente Perraine—, por muy humilde que sea. ¿Con quién deseáis encontraros?

—Con un médico llamado Tanjin —repuso Sephrenia, al tiempo que se quitaba el velo.

Perraine la miró con detenimiento.

—Ciertamente estáis demacrada, Sephrenia —apuntó—, pero ¿no podríais haber encontrado un médico en Jiroch?

—No deseo que me examine a mí, Perraine —lo disuadió—. Buscamos su opinión en relación a otra persona. ¿Conocéis al tal Tanjin?

—Es muy conocido aquí, en Dabour. Pese a que su consulta se halla en una rebotica del mercado central, su casa permanece bajo vigilancia. Corren rumores de que realiza prácticas mágicas en algunas ocasiones, y los fanáticos tratan de atraparlo en una de esas situaciones.

—Será preferible caminar hasta la plaza, ¿no os parece? —propuso Sparhawk.

Perraine asintió.

—Aguardaremos a la caída del sol —agregó Sparhawk—; así dispondremos de la oscuridad precisa en el caso de que nos sea necesaria.

—¿Queréis que os acompañe? —preguntó Perraine.

—Conviene que vayamos Sephrenia y yo solos —replicó Sparhawk—. Vos debéis permanecer en este lugar, nosotros no. Si Tanjin está considerado como una persona poco recomendable, visitarlo podría menoscabar vuestra reputación.

—Manteneos alejado de los callejones, Sparhawk —gruñó Kurik.

Sparhawk hizo una señal a Flauta y la pequeña se le acercó. El caballero le puso las manos sobre los hombros y la miró fijamente a la cara.

—Quiero que te quedes aquí con Kurik —le advirtió.

La niña lo observó gravemente y después torció impúdicamente la mirada.

—Escúchame bien, señorita —le ordenó—. Hablo en serio.

—Debéis pedírselo, Sparhawk —le aconsejó Sephrenia—. No intentéis imponérselo.

—Por favor, Flauta —imploró—. ¿Serás tan amable de quedarte aquí?

La pequeña sonrió dulcemente y, tras unir las manos, esbozó una reverencia.

—¿Veis lo fácil que resulta? —indicó Sephrenia.

—Ya que tenemos tiempo suficiente, os prepararé algo de comer —anunció Perraine mientras se ponía en pie.

—¿Sabéis que tenéis todas las botellas agujereadas, sir Perraine? —observó Kurik, a la vez que señalaba las vasijas prendidas de las vigas.

—Sí —respondió Perraine—. A pesar de que ensucian el suelo, ayudan a refrescar el ambiente. —Se acercó al hogar y, con ayuda de pedernal, eslabón y yesca, encendió una pequeña hoguera que alimentó con ramitas y retorcidos troncos de arbustos del desierto. A continuación, puso una olla al fuego, tomó una sartén y, tras verter aceite en ella, la depositó sobre las brasas. Cuando el aceite comenzó a humear, echó varios trozos de carne en el recipiente—. Siento no poder ofreceros más que cordero —se disculpó—. No esperaba ninguna visita. —Sazonó abundantemente la carne con especias para mitigar su aroma y luego llevó los platos a la mesa. Regresó junto a la chimenea y abrió una vasija de barro, de donde tomó una pizca de té que tiró en una taza. Después abocó en ella la olla de agua caliente—. Para vos, pequeña madre —declaró, presentándole la taza con un florido ademán.

—¡Qué detalle más encantador! —agradeció la mujer—. Sois muy gentil, Perraine.

—Mi vida está consagrada al servicio del prójimo —sentenció con grandilocuencia. Llevó higos frescos y una porción de queso a la mesa y, después, situó la humeante sartén en el centro.

—Os habéis equivocado de oficio, amigo mío —le comunicó Sparhawk.

—Hace mucho tiempo que aprendí a cocinar para mí. Podría pagar a un criado, pero no me fío de los desconocidos. —Se sentó—. Tened mucho cuidado ahí afuera, Sparhawk —le previno cuando se disponían a comer—. Los seguidores de Arasham tienen serrín en el cerebro y están obsesionados con la idea de atrapar a alguien que cometa alguna infracción, por insignificante que sea. Arasham predica todas las tardes, después de la caída del sol, y, de algún modo, siempre logra inventar una nueva prohibición.

—¿Cuál es la última? —preguntó Sparhawk.

—Matar moscas. Asegura que son los mensajeros de Dios.

—¿En serio?

Perraine se encogió de hombros.

—A las graves limitaciones de su imaginación, hay que añadir que se le están agotando los objetos de prohibición. ¿Queréis un poco más de cordero?

—Gracias, Perraine —repuso Sparhawk, quien, en su lugar, tomó un higo—, sin embargo, me resultaría imposible ingerir más de una tajada de cordero.

—¿Una al día?

—No. Una por año.