Capítulo 20

—Sephrenia, ¿tenéis que hurgar hasta el fondo? —se quejó Sparhawk con gesto mohíno.

—No os comportéis como un niño —le contestó la mujer mientras proseguía con la tarea de sacarle con una aguja la astilla de la mano—. Si no la extraemos entera, os supurará.

Después de dejar escapar un suspiro, apretó con fuerza la mandíbula para permitir que Sephrenia continuara tanteando bajo su piel. Observó a Flauta, que se tapaba la boca con las manos, como si quisiera contener la risa.

—¿Lo encuentras divertido? —le preguntó, iracundo.

La pequeña tomó su caramillo y comenzó a interpretar un trino burlesco.

—He reflexionado, Sparhawk —dijo el abad—. Si Annias dispone de tantos agentes en Jiroch como aquí, en Cippria, ¿no sería más prudente sortear la ciudad para evitar la posibilidad de ser reconocidos?

—Creo que deberemos correr el riesgo, mi señor —contestó Sparhawk—. Tengo un amigo en Jiroch con el que necesito hablar antes de remontar el río. —Bajó la vista hacia su sayo negro—. Esta vestimenta nos ayudará a pasar inadvertidos.

—Me parece peligroso, Sparhawk.

—Si actuamos con cuidado, disminuiremos el riesgo.

Kurik, que se había dedicado a ensillar los caballos y distribuir los fardos sobre la mula de carga que le había regalado el abad, entró en la estancia. Llevaba una larga y estrecha caja de madera.

—¿De veras tenéis que acarrear este bulto? —preguntó a Sephrenia.

—Sí, Kurik —respondió entristecida—. Estoy obligada a ello.

—¿Qué hay dentro?

—Un par de espadas. Forman parte del peso que debo soportar.

—Su anchura es demasiada para tan sólo dos espadas.

—Me temo que llegarán otras. —Suspiró, y luego se dispuso a vendar la mano de Sparhawk con una tira de lino.

—No es necesario cubrirla —objetó éste—. Sólo se trata de una astilla.

La estiria le dirigió una larga e intensa mirada.

—De acuerdo —concedió—. Obrad según os parezca más aconsejable.

—Gracias —dijo Sephrenia, que ataba los cabos de la tela.

—¿Enviaréis un mensaje a Larium, mi señor? —preguntó Sparhawk al superior.

—En el próximo barco que salga del puerto, sir Sparhawk.

—No creo que regresemos a Madel —anunció Sparhawk después de meditar unos instantes—. Algunos compañeros permanecieron allí, alojados en la casa del marqués Lycien.

—Lo conozco —afirmó el abad con un gesto.

—¿Podríais hacerles llegar una misiva también a ellos? Decidles que si las cosas se desarrollan en Dabour según lo previsto, regresaríamos a casa desde allí; por tanto, pueden esperarme en Cimmura.

—Me encargaré de ello, Sparhawk.

El caballero pandion tiró con aire pensativo del nudo del vendaje.

—No lo toquéis —le advirtió Sephrenia.

—No intento indicar a los preceptores cómo deben actuar —aseguró Sparhawk tras apartar la mano—, pero podríais sugerir en vuestra carta que si varios contingentes reducidos de caballeros de la Iglesia circularan por las calles de las ciudades rendorianas, podrían recordar a la población el mal cariz que pueden tomar los acontecimientos si prestan demasiada atención a todos esos rumores.

—De esa forma, podríamos prevenir la necesidad de enviar ejércitos enteros más tarde —se mostró conforme el abad—. Podéis estar seguro de que lo mencionaré en mi informe.

Sparhawk se puso en pie.

—Me hallo nuevamente en deuda con vos, mi señor abad —declaró—. Siempre os hallo dispuesto a tenderme una mano cuando la preciso.

—Servimos al mismo señor, Sparhawk —replicó el abad. Después esbozó una sonrisa—. Además —añadió—, me gustan vuestros modales. Aunque los pandion no os comportáis siempre del mismo modo que nosotros, obtenéis resultados, que es lo que importa realmente, ¿no os parece?

—En esta ocasión esperamos que así sea.

—Sed cauteloso en el desierto, amigo mío, y que la suerte os acompañe.

—Gracias, mi señor.

Descendieron hacia el patio central cuando las campanas comenzaban a lanzar su llamada para la plegaria matutina. Kurik sujetó la caja de Sephrenia a la silla de la mula y después montaron todos. Salieron por la puerta principal mientras el sonido de las campanas poblaba el aire del entorno.

Sparhawk mostraba un aire taciturno cuando llegaron al polvoriento camino costero y se desviaron hacia el oeste en dirección a Jiroch.

—¿Qué ocurre, Sparhawk? —inquirió Sephrenia.

—He escuchado ese tañido durante diez años —respondió—. De algún modo, intuía que algún día regresaría a ese monasterio. —Se incorporó en la silla—. Resulta un lugar agradable —agregó—. Me apena dejarlo atrás, pero… —Se encogió de hombros y continuó la marcha.

El sol matinal resplandecía intensamente. Su brillo cegador se reflejaba en los eriales de piedra, arena y grava que se extendían al margen izquierdo de la ruta. A la derecha, un abrupto terraplén desembocaba en una playa blanca que preludiaba las intensas aguas azules del Mar Interior. Al cabo de una hora la temperatura era tibia, mas, un rato después, el calor arreciaba.

—¿No existe el invierno en estas latitudes? —preguntó Kurik, al tiempo que se enjugaba el rostro sudoroso.

—Ahora es invierno, Kurik —le respondió Sparhawk.

—¿Cómo es el verano, entonces?

—Terrible. Obliga a viajar de noche.

—¿A qué distancia queda Jiroch?

—A unas quinientas leguas.

—Tardaremos tres semanas en llegar, como mínimo.

—Me temo que sí.

—Deberíamos haber tomado un barco, con trombas marinas o sin ellas.

—No, Kurik —se mostró en desacuerdo Sephrenia—. Ninguno de nosotros sería útil a Ehlana desde el fondo del mar.

—¿Ese ser que nos persigue no utilizará, de todas maneras, artes mágicas para encontrarnos?

—Al parecer, no posee esa habilidad —replicó la mujer—. Cuando buscaba a Sparhawk diez años antes, tuvo que interrogar a la gente, lo que indica que no puede localizarlo por sí solo.

—Había olvidado ese detalle —admitió.

Cada mañana se levantaban temprano, incluso antes de que se apagaran las estrellas. Forzaban a los caballos durante aquellas primeras horas matinales, en previsión de la dureza sofocante del sol de mediodía. Cuando el calor se intensificaba, reposaban a la exigua sombra de la tienda que el abad había insistido en entregarles, mientras sus monturas pacían decaídas el escaso forraje disponible bajo el sol cegador. En el momento en que éste descendía hacia poniente, reemprendían la marcha, y, habitualmente, no se detenían hasta bien entrada la noche. Ocasionalmente, encontraban algún oasis, invariablemente rodeado de lujuriosa vegetación. A veces se quedaban allí durante una jornada para dar descanso a los caballos y reponer fuerzas antes de enfrentarse de nuevo al sol implacable.

En uno de aquellos oasis, en el que, de una pendiente rocosa, brotaba un manantial de agua cristalina que iba a acumularse en una balsa azulada circundada de palmeras, recibieron la visita de un caballero pandion de negra armadura. Sparhawk, vestido únicamente con un taparrabos, acababa de surgir chorreante del agua cuando divisó al jinete que se aproximaba por el oeste. Aun cuando el sol permanecía detrás de él, no proyectaba sombra alguna, y Sparhawk percibía claramente las colinas que se alzaban detrás del hombre y su montura. Una vez más, advirtió el mismo hedor de osario. A medida que se aproximaba la figura, pudo comprobar que el caballo era poco más que un esqueleto de cuencas vacías. No efectuó ningún intento de empuñar un arma, sino que permaneció temblequeante de pie, a pesar del tórrido calor. El espectro avanzó hacia ellos y, a pocos metros de distancia, refrenó a su famélica montura y, con una lentitud mortal, desenvainó la espada.

—Pequeña madre —dijo con voz hueca a Sephrenia—, he hecho cuanto he podido. —Se llevó la empuñadura del arma hacia la visera a modo de saludo y luego volvió la hoja para ofrecer el puño con su intangible brazo.

Pálida y tambaleante, Sephrenia cruzó la ardiente grava en dirección al caballo y tomó el arma con ambas manos.

—Este sacrificio será recordado —anunció con voz trémula.

—¿Qué significa el recuerdo en la morada de los muertos, Sephrenia? Actué según lo que el deber me ordenaba. Ese esfuerzo representa mi único solaz en el eterno silencio. —Entonces volvió su semblante oculto tras la visera hacia Sparhawk—. Salud, hermano —dijo con el mismo tono ausente—. Sabed que vuestro rumbo es certero. En Dabour hallaréis la respuesta que necesitamos. Si salís victorioso de vuestra misión, os saludaremos con nuestras vacías ovaciones desde la morada de los muertos.

—Salud, hermano —replicó Sparhawk con voz perpleja—. Id con Dios.

A continuación el fantasma se esfumó.

Con un largo y estremecedor gemido, Sephrenia se desvaneció. Parecía que el peso de la espada súbitamente materializada la hubiera fulminado.

Kurik corrió hacia ella, enlazó su ligero cuerpo con sus brazos y la trasladó de nuevo a la sombra de las palmeras.

Sin embargo, Sparhawk caminó con paso resuelto, haciendo caso omiso de la ardiente grava bajo sus pies desnudos, hacia el punto donde había caído la mujer, para recoger la espada de su malogrado compañero.

Tras él oyó el sonido del caramillo de Flauta, que entonaba una melodía nunca escuchada por él hasta entonces. Tenía un halo inquisitivo y estaba impregnada de una profunda tristeza y una especie de doloroso anhelo. Giró sobre sí mismo con la espada en la mano. Sephrenia yacía sobre una manta junto al remanso. Su rostro presentaba un aspecto demacrado y bajo sus ojos cerrados habían aparecido repentinamente unas profundas ojeras. Kurik estaba arrodillado ansiosamente junto a ella, y Flauta, que se encontraba sentada con las piernas cruzadas a pocos pasos, con el caramillo en los labios, lanzaba al aire su extraña canción, similar a un himno.

Después de atravesar la arena, Sparhawk se detuvo bajo la sombra. Kurik se levantó y se unió a él.

—No podrá continuar el viaje hoy —aseveró el escudero—, quizá mañana tampoco.

Sparhawk asintió con la cabeza.

—Esta situación la debilita terriblemente, Sparhawk —prosiguió gravemente Kurik—. Cada vez que fallece uno de esos doce caballeros, parece languidecer un poco más. ¿No sería mejor que regresara a Cimmura cuando lleguemos a Jiroch?

—Seguramente, pero se negará.

—Probablemente estéis en lo cierto —acordó sombríamente Kurik—. No obstante, sabéis perfectamente que ambos podríamos avanzar con mayor rapidez si no nos acompañaran ni ella ni la niña, ¿no es así?

—Sí, pero ¿qué haríamos sin ella al llegar a nuestro destino?

—Tenéis razón. ¿Habéis reconocido al fantasma?

—Sir Kerris —repuso lacónicamente mientras asentía.

—No llegué a conocerlo íntimamente —admitió Kurik—. Parecía siempre un tanto rígido y ceremonioso.

—A pesar de ese carácter, era un buen hombre.

—¿Qué os ha dicho? Me hallaba demasiado alejado para oírlo.

—Que nuestro rumbo era certero y que en Dabour hallaremos una respuesta.

—Bueno —dijo Kurik—. Esa afirmación infunde ánimos, ¿no? Casi me temía que fuéramos en pos de una sombra.

—La misma impresión tenía yo —reconoció Sparhawk.

Flauta había dejado a un lado su instrumento y ahora estaba sentada al lado de Sephrenia. Alargó el brazo y tomó entre las suyas la mano de la mujer desvanecida. Aparte de su semblante grave, no reflejaba ninguna otra emoción.

Una idea asaltó a Sparhawk. Se acercó al lugar donde permanecía postrada Sephrenia.

—Flauta —dijo en voz baja.

La pequeña levantó la mirada hacia él.

—¿Puedes ayudar a Sephrenia?

Flauta sacudió la cabeza con cierta tristeza.

—Está prohibido. —La voz de Sephrenia se elevaba poco más que un susurro; sus ojos permanecían cerrados—. Únicamente aquellos que estuvimos presentes en el ritual podemos acarrear esa carga. —Respiró profundamente—. Id a poneros alguna ropa encima, Sparhawk —indicó—. No caminéis con ese reducido atuendo delante de la niña.

Permanecieron al resguardo de la sombra junto al remanso durante el resto de ese día y también el siguiente. A la mañana del tercer día, Sephrenia se levantó y comenzó a recoger resueltamente sus pertenencias.

—El tiempo no detiene su curso, caballeros —declaró con tono tajante—. Todavía nos queda buena parte del recorrido.

Sparhawk la observó detenidamente. Su rostro todavía aparecía macilento y las ojeras aún enmarcaban sus ojos. Cuando ella se inclinó para alcanzar el velo, advirtió varias hebras plateadas en su resplandeciente cabellera negra.

—¿No sería preferible que nos quedáramos otra jornada para que repusierais vuestras fuerzas completamente? —le preguntó.

—No lo lograría de manera apreciable, Sparhawk —replicó con voz cansada—. Mi estado no puede mejorarse con el reposo. Debemos partir. Queda mucho camino hasta Jiroch.

Al principio cabalgaron a paso lento, pero, al cabo de pocas millas, Sephrenia habló con cierta dureza:

—Sparhawk —dijo—, vamos a emplear todo el invierno si continuamos con esta velocidad de paseo.

—De acuerdo, Sephrenia, como vos queráis.

Habían transcurrido unos diez días cuando llegaron a Jiroch. Al igual que Cippria, la ciudad portuaria de la zona occidental de Rendor estaba formada por una explanada con casas bajas de gruesas paredes y techos llanos, recubiertas de argamasa blanca. Sparhawk los condujo a través de una serie de tortuosos callejones hacia un barrio cercano al río. En esa zona, si bien no eran del todo bien recibidos, se toleraba la presencia de extranjeros. Pese a que la mayoría de los transeúntes eran rendorianos, entre la muchedumbre se observaba una considerable proporción de cammorianos ataviados con vivos colores, un buen número de lamorquianos y, además, algunos elenios. Sparhawk y sus acompañantes mantuvieron las capuchas levantadas y cabalgaron lentamente para no llamar la atención.

A última hora de la mañana llegaron a una modesta casa situada a cierta distancia de la calle. Su propietario era sir Voren, un caballero pandion, aunque ciertamente poca gente en Jiroch conocía ese detalle. La mayor parte de los habitantes de la ciudad lo consideraban un mercader elenio moderadamente próspero. Efectivamente, se dedicaba al comercio e, incluso, algunos años atrás, había obtenido algunas ganancias nada desdeñables. No obstante, el verdadero objetivo de la presencia de sir Voren en Jiroch no respondía a una cuestión de negocios. Bastantes caballeros pandion vivían anónimamente mezclados con la población, y Voren era su único contacto con la casa principal de Demos. Todos los comunicados e informes pasaban por sus manos antes de viajar ocultos en las cajas y balas de mercancías que embarcaba en el puerto.

Un sirviente de labios fláccidos y ojos indiferentes y apagados los condujo a un jardín cercado con paredes y sombreado por higueras, donde manaba el agua de un surtidor de mármol. Junto al muro se extendían parterres de flores primorosamente atendidas, cuyos botones constituían un auténtico agasajo de color para la vista. Voren se encontraba sentado en un banco al lado de la fuente. Era un hombre alto y delgado, y poseía un sarcástico sentido del humor. Los años de residencia en aquel reino sureño habían bronceado su piel hasta dotarla del mismo color que el de una vieja silla de montar. Pese a haber superado los cincuenta años, las canas no habían asomado en su cabello. Sin embargo, su rostro curtido se hallaba profusamente surcado de arrugas. En lugar de jubón, llevaba una camisa de lino de cuello abierto. Se puso en pie al verlos entrar en el jardín.

—Ah, Mahkra —saludó a Sparhawk, al tiempo que dirigía una breve mirada de soslayo al sirviente—; me alegra volver a veros, viejo amigo.

—Voren —respondió Sparhawk con una reverencia a la usanza de Rendor, un sinuoso movimiento parecido a una genuflexión.

—Jintal —dijo entonces Voren al criado—, sed buen muchacho y entregad esto a mi administrador del muelle. —Entregó una hoja de pergamino doblada al atezado sirviente.

Aguardaron hasta que el sonido de la puerta principal al cerrarse anunció su partida.

—Es un buen tipo —observó Voren—. Desde luego, totalmente estúpido, pues siempre pongo especial cuidado en contratar a sirvientes que no se distinguen por una mente avispada. Un criado inteligente normalmente es un espía. —Entonces entornó los ojos—. Esperadme aquí un momento —pidió—. Quiero cerciorarme de que ha salido realmente de la casa. —Cruzó el jardín y penetró en el interior.

—No lo recordaba tan suspicaz —comentó Kurik.

—Esta zona del mundo tensa los nervios a cualquiera —repuso Sparhawk.

Voren regresó al cabo de un momento.

—Pequeña madre —saludó afectuosamente a Sephrenia antes de besarle las palmas de las manos—. ¿Me otorgaréis vuestra bendición?

La mujer sonrió y, mientras le tocaba la frente, pronunció unas palabras en estirio.

—Lo echaba de menos —confesó—, últimamente mis acciones no me han convertido en un acreedor de bendiciones. —Entonces la observó con más detención—. ¿No os encontráis bien, Sephrenia? —le preguntó—. Vuestro rostro está muy pálido.

—Tal vez se deba al calor —respondió ella, al tiempo que se pasaba lentamente la mano por los ojos.

—Sentaos aquí —indicó Voren, señalando el banco de mármol—. Es el lugar más fresco de todo Jiroch. —Sonrió sardónicamente—. Por desgracia, no significa una garantía de bienestar.

Sephrenia tomó asiento en el banco y Flauta subió a gatas a su lado.

—Bien, Sparhawk —dijo Voren al estrechar la mano de su amigo—, ¿qué ha provocado vuestro regreso a Jiroch? ¿Olvidasteis algo, tal vez?

—Nada que me impida vivir —replicó secamente Sparhawk.

Voren soltó una carcajada.

—Sólo para demostrarte mi amistad, no repetiré tus palabras a Lillias. Hola, Kurik. ¿Cómo está Aslade?

—Bien, mi señor Voren.

—¿Y vuestros hijos? Tenéis tres, ¿no es cierto?

—Cuatro, mi señor. El último nació después de que abandonarais Demos.

—Mis felicitaciones —exclamó Voren—, aunque sean algo tardías; de todos modos, me alegro sinceramente.

—Gracias, mi señor.

—Necesito hablar con vos, Voren —indicó Sparhawk; su intervención interrumpió los agasajos—. No disponemos de mucho tiempo.

—Yo quería convencerme de que esta visita obedecía a las buenas costumbres —suspiró Voren.

Sparhawk no atendió la réplica.

—¿Vanion ha conseguido enviaros noticias de los últimos incidentes acaecidos en Cimmura?

La sonrisa ligeramente irónica se desvaneció del rostro de Voren, mientras asentía gravemente.

—Ése es uno de los motivos por los que me ha sorprendido veros —explicó—. Tenía entendido que os dirigíais a Borrata. ¿Obtuvisteis algún resultado de los especialistas?

—No totalmente satisfactorio, pero logramos una pista y esperamos llegar a buen fin. —Apretó las mandíbulas—. Voren —dijo sombríamente—, Ehlana fue envenenada.

El presunto comerciante lo miró por un instante y luego soltó una imprecación.

—Me pregunto cuánto tiempo me llevaría regresar a Cimmura —conjeturó con voz helada—. Creo que me encantaría arreglar un poco el físico de Annias. Su porte descabezado resultaría atractivo, ¿no os parece?

—Tendríais que apuntaros en la lista que agrupa al menos a una docena de personas que abrigan la misma idea, mi señor Voren —le aseguró Kurik.

—De cualquier modo —prosiguió Sparhawk—, hemos averiguado que se trata de una sustancia de origen rendoriano y nos han informado de que un médico de Dabour probablemente conoce un antídoto; por tanto, nos dirigimos a esa ciudad.

—¿Dónde están Kalten y los demás? —inquirió Voren—. Vanion me comunicaba en su misiva de que os acompañaban él y varios caballeros de las otras órdenes.

—Los dejamos en Madel —respondió Sparhawk—. Ni su aspecto ni sus modales eran propios de un rendoriano. ¿Habéis oído hablar del doctor Tanjin de Dabour?

—¿Aquel de quien se rumorea que curó al hermano del rey de alguna misteriosa dolencia? Desde luego. Sin embargo, es posible que no quiera hablar de aquel asunto, pues circulan ciertas sospechas acerca del método que utilizó para devolver la salud a sus pacientes, y ya sabéis qué opinión tienen los rendorianos de la magia.

—Lo convenceré para que nos ayude —aseveró Sparhawk.

—Tal vez os arrepintáis de haber dejado atrás a Kalten y al resto —apuntó Voren—. En estos momentos, Dabour constituye un lugar muy poco hospitalario.

—Tendré que arreglármelas solo. Les he enviado un mensaje desde Cippria para avisarles que vuelvan a casa y me esperen allí.

—¿De qué persona en Cimmura os podéis fiar tanto como para confiarle ese tipo de encargo?

—Fui a visitar al abad de aquel monasterio arciano del lado este de la ciudad. Hace muchos años que lo conozco.

Voren lanzó una carcajada.

—¿Todavía intenta ocultar que es un cirínico?

—¿Lo sabéis todo, Voren?

—Me destinaron a este lugar para recabar todo tipo de noticias. Es un buen hombre. Emplea unos métodos bastante pedestres, pero consigue sus propósitos.

—¿Qué sucede en Dabour? —preguntó Sparhawk—. No me gusta ignorar totalmente la situación que me voy a encontrar.

Voren se tendió en el césped a los pies de Sephrenia, y cruzó las manos en torno a una rodilla.

—Dabour ha sido siempre un sitio extraño —declaró—. Debido a que Eshand proviene de esa población, los nómadas del desierto la consideran como una ciudad santa. En cualquier momento podrían contarse aproximadamente doce facciones enfrentadas entre sí por hacerse con el control de los lugares sagrados. —Sonrió sarcásticamente—. ¿Me creeréis si os digo que existen treinta y tres tumbas en ese lugar que pretenden ser el sepulcro definitivo de Eshand? Seguramente la mayoría son falsas, a menos que hubieran desmembrado al líder tras su muerte y lo hubieran enterrado por partes.

—Podría constituir una explicación —contestó Sparhawk tras sentarse en la hierba junto a su amigo—. Si nos dedicamos a conjeturas, ¿estaría a nuestro alcance apoyar clandestinamente a una de las facciones para minar la posición de Arasham?

—Pese a ser una estupenda propuesta, por el momento es irrealizable, pues no existen otras facciones, Sparhawk. Después de recibir su epifanía, Arasham se volcó durante cincuenta años a exterminar a todo posible rival. En el centro de Rendor se produjo un baño de sangre de proporciones colosales. En esa zona el desierto está atestado de pirámides de esqueletos. Finalmente, logró el control de Dabour y gobierna allí con tal despotismo que, a su lado, Otha de Zemoch parece una autoridad condescendiente. Dispone de miles de fanáticos seguidores que responden ciegamente a cada uno de sus lunáticos designios. Vagan por las calles con cerebros desecados por el sol y los ojos ardientes en busca de alguna infracción de oscuras leyes religiosas. Hordas de apestosos y piojosos individuos sólo azarosamente humanos acechan por las calles la oportunidad de mandar a sus vecinos a la hoguera.

—Resulta una descripción poderosamente directa —aseveró Sparhawk. Dirigió la mirada a Sephrenia. Flauta había empapado un pañuelo en la fuente y se afanaba en mojar suavemente el rostro de la mujer con él. Sorprendentemente, Sephrenia tenía la cabeza apoyada sobre el hombro de la pequeña como si ella fuera la niña—. Entonces, ¿Arasham ha reunido un ejército? —preguntó a Voren.

Este respondió con un resoplido.

—Sólo un idiota llamaría a eso un ejército. No pueden emprender ningún tipo de marcha, porque cada media hora tienen que rezar. Además, obedecen ciegamente incluso las más descabelladas órdenes de ese anciano senil. —Rió ásperamente—. A veces, Arasham sufre dificultades con el lenguaje, lo cual no produce extrañeza, puesto que probablemente es hijo de un cruce con beduino. En una ocasión, durante su campaña en el interior, dio una orden. Quería decir: «Caed sobre el enemigo». En lugar de ello, pronunció: «Caed sobre las espadas», y los tres regimientos acataron fervientemente su mandato. Aquel día Arasham volvió solo a casa mientras intentaba figurarse dónde podía estar el error.

—Habéis permanecido demasiado tiempo en estos parajes —rió Sparhawk—. Rendor comienza a agriaros el carácter.

—No puedo soportar la estupidez y el desaliño, Sparhawk, y los seguidores de Arasham creen devotamente en la santidad de la ignorancia y la suciedad.

—Sin embargo, empezáis a desarrollar un fino olfato para la retórica.

—El desdén es un poderoso acicate para la elección de las propias palabras —admitió Voren—. En Rendor no puedo expresar abiertamente lo que pienso, lo que me permite disponer de tiempo sobrado para pulir mis frases en privado. —Su semblante se tornó serio—. Tened mucho cuidado en Dabour, Sparhawk —le aconsejó—. Arasham cuenta con una veintena de discípulos; incluso reconoce a alguno de ellos. Éstos son quienes controlan realmente la ciudad, al tiempo que compiten en demencia con su maestro.

—¿Tan pésima se presenta la situación?

—Probablemente.

—Debo agradeceros el que siempre procuréis infundirme ánimos, Voren —declaró secamente Sparhawk.

—Admito mi defecto: siempre intento ver el lado positivo. ¿Ha ocurrido algo en Cippria que yo deba saber?

—Tal vez os interese una noticia —repuso Sparhawk tras arrancar unas hierbas—. Determinados extranjeros se esfuerzan en propagar la creencia de que el campesinado de los reinos elenios del norte está a punto de rebelarse abiertamente contra la Iglesia inducido por las mismas razones que alienta el movimiento eshandista.

—He escuchado algunos rumores al respecto —confesó Voren—. Aquí, en Jiroch, todavía no se han extendido demasiado.

—Me parece que es sólo cuestión de tiempo. Quien ha planeado el infundio lo ha organizado muy bien.

—¿Tenéis alguna noción de quién está detrás?

—Martel, y todos sabemos para quién trabaja. Su objetivo es exhortar a los habitantes de las ciudades para que se unan a Arasham en un levantamiento contra la Iglesia. La rebelión debe coincidir con el momento en que la jerarquía se reúna en Chyrellos para votar al nuevo archiprelado, pues los caballeros de la Iglesia estarían obligados a acudir a Rendor para apaciguar la situación, con lo que Annias tendría el camino libre y prácticamente segura su elección. Hemos informado de ello a las órdenes militares para que tomen las medidas pertinentes. —Sparhawk se levantó del suelo—. ¿Cuánto tiempo tardará vuestro sirviente en cumplir el recado? —preguntó—. Supongo que conviene que nos hayamos marchado antes de que regrese. Posiblemente es un zoquete, pero mi trato con los rendorianos me ha demostrado que acostumbran ser aficionados a los cotilleos.

—Creo que aún disponéis de un rato más. La marcha más rápida de Jintal suele ser la de un placentero paseo. Podéis comer algo y, además os suministraré comida fresca.

—¿Existe algún lugar de confianza para hospedarse en Dabour? —inquirió Sephrenia.

—Ningún lugar es completamente seguro en Dabour, Sephrenia —repuso Voren. Miró a Sparhawk—. ¿Os acordáis de Perraine? —preguntó.

—¿Un tipo delgado y de pocas palabras?

—El mismo. Se encuentra en Dabour, donde representa el papel de comprador de reses. Se hace llamar Mirrelek y tiene una casa cerca de los almacenes de ganado. Las gentes del desierto lo necesitan, a menos que quieran comerse todo su propio ganado por lo que goza de relativa libertad para moverse por la ciudad. Os proporcionará alojamiento y os evitará problemas. —Voren sonrió maliciosamente—. A propósito de problemas, Sparhawk —indicó—. Os aconsejo seriamente que salgáis de Jiroch antes de que Lillias se entere de vuestra presencia aquí.

—¿Todavía se siente desgraciada? —preguntó Sparhawk—. Pensaba que ya habría encontrado a alguien que la consolara.

—Estoy convencido de que ya lo ha hallado, y, probablemente, a varios, pero ya conocéis a Lillias: es rencorosa.

—Le dejé todos los derechos sobre la tienda —arguyó Sparhawk, un tanto a la defensiva—. Si presta atención al negocio, no debe tener dificultades económicas.

—Me han informado de que se desenvuelve bien, pero ésa no es la cuestión. La afrenta consistió en que le dijisteis adiós y le donasteis vuestro legado por escrito. No le disteis ocasión para gritar, sollozar y amenazaros con suicidarse.

—Imagino que no hubiera podido soportarlo.

—Os habéis comportado con una terrible descortesía hacia ella, amigo mío. A Lillias le encantan las situaciones dramáticas; cuando os escabullisteis a media noche, le robasteis una formidable oportunidad de hacer gala de sus dotes histriónicas. —Voren sonreía abiertamente.

—¿Es verdaderamente necesario que continuéis con ese tema?

—Solamente, como amigo, pretendo poneros sobre aviso, Sparhawk. En Dabour tendréis que enfrentaros a varios miles de fanáticos exacerbados. Aquí, en Jiroch, contáis con Lillias como adversario, y ella resulta doblemente peligrosa.