Capítulo 19

El doctor Voldi era un nervioso hombrecillo de unos sesenta años. Tenía una incipiente calvicie en la coronilla, que trataba de ocultar peinándose los cabellos hacia adelante. También resultaba evidente que se los había teñido para disimular sus profusas canas. Al quitarse su oscura capa, Sparhawk advirtió que vestía un sayo de lino blanco. Olía a productos químicos y hacía gala de una encumbrada autoestima.

Era ya bastante tarde cuando el médico fue introducido en el desordenado estudio del abad. En vano intentaba contener la irritación que le había producido que requirieran sus servicios a una hora tan intempestiva.

—Mi señor abad —saludó rígidamente al eclesiástico de negra barba con una reverencia espasmódica.

—Ah, Voldi —dijo el abad, al tiempo que se ponía en pie—, habéis sido muy amable en venir.

—Vuestro religioso aseguró que se trataba de un asunto urgente, mi señor. ¿Puedo examinar al paciente?

—No, a menos que estéis dispuesto a emprender un largo viaje, doctor Voldi —murmuró Sephrenia.

Voldi la observó larga y apreciativamente.

—No parecéis rendoriana, señora —apuntó—. A juzgar por vuestros rasgos, yo me inclinaría a pensar que sois estiria.

—Vuestras apreciaciones son atinadas, doctor.

—Seguramente recordaréis a este hombre —indicó el abad en dirección a Sparhawk.

El médico miró inexpresivamente al caballero pandion.

—No —respondió—, me parece que… —Entonces arrugó el entrecejo—. Dejadme pensar —añadió mientras se pasaba con aire ausente la palma de la mano por el cabello—. Habrán transcurrido unos diez años, ¿no es cierto? ¿No erais vos a quien habían apuñalado?

—No os falla la memoria, doctor Voldi —lo felicitó Sparhawk—. No deseamos reteneros mucho tiempo, así que lo mejor será que vayamos al grano. Un médico de Borrata nos dio vuestras señas. Tiene en gran estima vuestra opinión respecto a ciertas áreas. —Sparhawk escrutó con rapidez el semblante del hombrecillo y decidió utilizar juiciosamente ciertas dosis de adulación—. Por supuesto, probablemente hubiéramos acabado por acudir a vos de todos modos —agregó—, ya que vuestra reputación ha rebasado ampliamente las fronteras de Rendor.

—Estupendo —exclamó Voldi, a la vez que se pavoneaba levemente. Entonces asumió una expresión modesta—. Resulta gratificante comprobar que mis esfuerzos en favor de los enfermos han recibido un pequeño reconocimiento.

—Lo que necesitamos, buen doctor —intervino Sephrenia—, es vuestro consejo acerca del tratamiento idóneo para una amiga nuestra que ha sido envenenada recientemente.

—¿Envenenada? —inquirió vivamente Voldi—. ¿Estáis segura?

—El médico de Borrata se mostró convencido al respecto —respondió—. Le describimos los síntomas con lujo de detalles y diagnosticó su mal como fruto de los efectos de un raro veneno rendoriano llamado…

—Por favor, señora —la interrumpió el galeno tras levantar una mano—. Prefiero dilucidar yo mismo sobre los casos que me presentan. Describidme los síntomas.

—Desde luego.

Sephrenia repitió pacientemente la información que había proporcionado a los médicos de Borrata.

Mientras la escuchaba, el pequeño doctor paseaba de un lado a otro de la habitación con las manos entrecruzadas en la espalda y la vista fija en el suelo.

—Creo que podemos descartar de entrada la epilepsia —musitó cuando ésta hubo concluido—. Sin embargo, existen otras enfermedades que producen convulsiones. —Afectó una expresión de experto—. La clave crucial radica en la combinación de la fiebre con el sudor —informó con cierta pedantería—. La enfermedad de vuestra amiga no es una dolencia natural. Mi colega de Borrata no se equivocó en su diagnóstico. Vuestra amiga ha sido envenenada, y yo conjeturaría que el veneno utilizado fue el darestim. Los nómadas del desierto de Rendor lo llaman la «hierba de la muerte», por sus efectos letales tanto en los animales como en las personas. Resulta un veneno bastante raro, dado que los pastores arrancan de cuajo cualquier ejemplar que encuentran a su paso. ¿Concuerda mi diagnóstico con el de mi colega cammoriano?

—Exactamente, doctor Voldi —exclamó admirativamente Sephrenia.

—Entonces, ya está resuelto el caso. —Recogió su capa—. Me alegra haberos servido de ayuda.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sparhawk.

—Iniciar los preparativos para un funeral —repuso Voldi con un encogimiento de hombros.

—¿No existe ningún antídoto?

—No. Me temo que vuestra amiga está condenada a muerte. —Se percibía una ligera e irritante presunción en su tono—. Al contrario de la mayoría de los venenos, el darestim ataca al cerebro en lugar de la sangre. Una vez ingerido… —chasqueó los dedos—. Vuestra amiga debe contar con ricos y poderosos enemigos, pues ese veneno es muy caro.

—El acto contra su persona responde a una motivación política —repuso con tristeza Sparhawk.

—Ah, la política —dijo riendo Voldi—. Esos sujetos disponen de abundante dinero, ¿no es así? —Frunció el entrecejo—. Me parece que no… —Hizo una pausa y volvió a mesarse el cabello—. ¿Dónde lo escuché? —Se rascó la cabeza, con lo que enmarañó sus hebras de pelo cuidadosamente distribuidas. Después chasqueó los dedos de nuevo—. Ah, sí —exclamó triunfalmente—. Ya lo tengo. Me han llegado noticias de que un médico de Dabour ha efectuado algunas curas en miembros de la familia real de Zand. Entended bien que sólo se trata de rumores. Normalmente, dicha información hubiera sido divulgada inmediatamente entre los médicos, pero abrigo ciertas sospechas sobre la cuestión. Conozco a ese individuo, y hace años que circulan algunas oscuras historias respecto a él entre mis colegas de profesión. Algunos sostienen que sus aparentemente milagrosas curas son el resultado de determinadas prácticas prohibidas.

—¿Qué tipo de prácticas? —inquirió directamente Sephrenia.

—Magia, señora. ¿Qué otra cosa podría ser? Mi amigo de Dabour sería decapitado de inmediato si se hiciera público que utiliza la brujería.

—Comprendo —dijo Sephrenia—. ¿Esos informes os han llegado por una sola fuente?

—Oh, no —repuso Voldi—. Un considerable número de personas me lo ha comentado. El hermano del rey y varios sobrinos suyos cayeron enfermos. Ese médico de Dabour, cuyo nombre es Tanjin, fue llamado a comparecer en palacio. Confirmó que habían sido todos envenenados con darestim y consiguió curarlos. Movido por la gratitud, el rey omitió la descripción de los métodos exactos de que se sirvió y, además, emitió un edicto de perdón en favor de Tanjin para asegurarse. —Esbozó una afectada sonrisa—. No obstante, su gesto no resulta un salvoconducto válido, puesto que la autoridad del rey apenas supera los muros de su propio palacio de Zand. De todas maneras, cualquiera que disponga de un conocimiento mínimo de medicina, sabe qué técnica utilizó. —Adoptó una expresión arrogante—. Personalmente, no me rebajaría a emplear tales métodos —declaró—, pero todo el mundo conoce la fama de codicioso del doctor Tanjin. Imagino que el rey debió recompensarlo generosamente.

—Gracias por vuestra colaboración, doctor Voldi —intervino entonces Sparhawk.

—Siento lo de vuestra amiga —respondió Voldi—. Me temo que en el tiempo que tardéis en ir y regresar de Dabour, ya habrá muerto. El darestim actúa lentamente, pero siempre con un efecto fatal.

—Al igual que el de una espada clavada en el vientre —contestó ferozmente Sparhawk—. Al menos, nos queda la esperanza de vengarla.

—¡Qué horribles propósitos! —exclamó Voldi, con un estremecimiento—. Parecéis familiarizado con el tipo de perjuicio que produce una espada en una persona.

—Íntimamente —replicó Sparhawk.

—Por supuesto, no podía ser de otro modo. ¿Queréis que examine esas viejas heridas?

—Gracias, doctor, pero ahora ya están curadas.

—Espléndido. Me siento bastante orgulloso de la manera en que las traté, ¿sabéis? Un médico menos avezado no os hubiera salvado la vida. Bien, ahora debo partir. Mañana me espera un largo día. —Se envolvió con la capa.

—Gracias, doctor Voldi —dijo el abad—. El hermano que escolta la puerta os acompañará hasta vuestra casa.

—Ha sido un placer, mi señor abad. Hemos disfrutado de una estimulante conversación. —Con una reverencia, Voldi abandonó la habitación.

—Un pomposo y ridículo hombrecillo, ¿no os parece? —opinó Kurik.

—En efecto —acordó el superior—; sin embargo, es un buen profesional.

—Nos hallamos en una difícil situación, Sparhawk —declaró con un suspiro Sephrenia—. Únicamente disponemos de rumores, y no tenemos tiempo para perseguir quimeras.

—Tal vez no sea tan complicado como estimáis, lady Sephrenia —la reconfortó el abad—. Conozco muy bien a Voldi, y no confirmaría algo que no hubiera comprobado por sí mismo. Por otra parte, también han llegado a mí noticias relativas a la enfermedad y posterior curación de algunos miembros de la familia del rey de Rendor.

—Tal eventualidad configura nuestra última esperanza —concluyó Sparhawk—. Debemos intentarlo.

—La vía más rápida para llegar a Dabour es bordear la costa por mar y remontar el río Guie —sugirió el abad.

—No —replicó con firmeza Sephrenia—. La criatura que ha tratado de matar a Sparhawk probablemente se habrá dado cuenta de que erró su propósito. No creo que deseemos viajar con la amenaza de una tromba marina.

—De todas formas, para ir a Dabour debéis pasar por Jiroch —explicó el clérigo—. Es imposible alcanzar ese objetivo por tierra. Nadie osa cruzar el desierto que separa Cippria de Dabour, ni siquiera en esta época del año. Resulta totalmente infranqueable.

—Si no tenemos otra posibilidad, lo atravesaremos —sentenció Sparhawk.

—Extremad la cautela allí —le previno seriamente el abad—. Los rendorianos están muy agitados en estos tiempos.

—Constituye lo habitual en ellos, mi señor —contestó Sparhawk.

—Esta vez es distinto. Arasham se encuentra en Dabour y predica una nueva guerra santa.

—La vaticina desde hace veinte años, ¿no es cierto? Enciende los ánimos de las gentes del desierto en invierno y en verano todos regresan a sus rebaños.

—Ahí estriba la diferencia actual, Sparhawk. Nadie presta gran atención a los nómadas, pero, de algún modo, ese viejo lunático ha comenzado a ejercer su influencia en los habitantes de las ciudades, lo que aumenta las preocupaciones. Por supuesto, Arasham está loco de alegría y retiene con firmeza a los nómadas del desierto en Dabour. Dispone de todo un ejército.

—Los habitantes de las ciudades no son tan estúpidos. ¿Qué les ha impresionado tanto?

—Me han comentado que ciertas personas se dedican a propagar rumores: informan a las gentes de que existe un amplio sentimiento de simpatía hacia el resurgimiento del movimiento eshandista en los reinos del norte.

—Eso es absurdo —se burló Sparhawk.

—Sin duda, pero han logrado convencer a un numeroso grupo de personas aquí, en Cippria, de que por primera vez, después de tantos siglos, la rebelión contra la Iglesia tiene alguna posibilidad de éxito. Además, se han filtrado en el país copiosos cargamentos de armas.

Una sospecha comenzó a fraguarse en la mente de Sparhawk.

—¿Tenéis idea de quién ha hecho circular esas noticias? —preguntó.

—Mercaderes, viajeros procedentes del norte y personajes similares, todos extranjeros. Suelen hospedarse en el barrio próximo al consulado elenio.

—¿No es curioso? —musitó Sparhawk—. La noche en que me atacaron me habían mandado llamar del consulado. ¿Todavía Elius es el cónsul?

—Ah, sí. ¿Qué insinuáis, Sparhawk?

—Una última pregunta, mi señor. ¿Vuestros hombres, por casualidad, han descubierto a un hombre de pelo blanco que entre y salga con frecuencia del consulado?

—No podría responderos con certeza. No les di instrucciones para que repararan en ningún individuo en especial. Os referís a alguien en concreto, ¿no es cierto?

—Oh, efectivamente, mi señor abad. —Sparhawk se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro—. ¿Qué os parece si pongo nuevamente a prueba la lógica elenia, Sephrenia? —indicó mientras se disponía a enumerar con los dedos las distintas premisas—. Primero: el primado Annias aspira al trono del archiprelado. Segundo: las cuatro órdenes militares se oponen a él, lo que podría representar una traba para sus ambiciones. Tercero: para acceder a dicho cargo debe desprestigiar o distraer la atención de los caballeros de la Iglesia. Cuarto: el cónsul elenio en Cippria es su primo. Quinto: el cónsul y Martel han mantenido tratos con anterioridad; tuve personalmente alguna prueba hace diez años.

—No sabía que Elius fuera pariente del primado —comentó el abad, algo sorprendido.

—Ellos no lo consideran incompatible con el desempeño de su función —replicó Sparhawk—. Ahora bien —prosiguió—, Annias desea que los caballeros de la Iglesia se hallen ausentes de Chyrellos cuando llegue el momento de elegir un nuevo archiprelado. ¿Qué harían las órdenes militares en caso de producirse un levantamiento en Rendor?

—Descenderíamos sobre el reino en orden de batalla —declaró el abad, olvidando que la elección de sus palabras confirmaba claramente las sospechas de Sparhawk acerca de la naturaleza de su orden.

—Con esa circunstancia, los caballeros de la Iglesia no podrían participar en el debate previo a la elección en Chyrellos, ¿me equivoco?

—¿Qué clase de persona es el tal Elius? —inquirió Sephrenia en dirección a Sparhawk.

—Un ser ruin y rastrero, corto de inteligencia y carente de imaginación.

—No parece muy competente.

—Así es.

—En ese caso, alguien debe de darle las instrucciones, ¿no?

—Exactamente. —Sparhawk se volvió nuevamente hacia el superior—. Mi señor —dijo—, ¿tenéis algún sistema para enviar mensajes al preceptor Abriel, sin riesgo de ser interceptados, a vuestro castillo principal de Larium?

El abad le dirigió una gélida mirada.

—Acordamos hablar con franqueza, mi señor —le recordó Sparhawk—. No intento poneros en un aprieto, pero se trata de una cuestión urgente.

—De acuerdo, Sparhawk —replicó el religioso, un tanto envarado—. Sí, puedo ponerme en contacto con lord Abriel.

—Bien. Sephrenia conoce todos los detalles y os pondrá al corriente de ellos. Kurik y yo debemos ocuparnos de un asunto.

—¿Qué os proponéis? —preguntó el abad.

—Voy a visitar a Elius. Él sabe realmente lo que sucede aquí, y seguramente lograré convencerlo para que comparta sus conocimientos conmigo. Necesitamos confirmar nuestras conjeturas antes de enviar el mensaje a Larium.

—Resulta demasiado peligroso.

—Menos que la perspectiva de que Annias pueda alcanzar la archiprelatura, ¿no es cierto? —Sparhawk reflexionó un instante—. ¿Por azar disponéis de una celda segura en algún lugar? —inquirió.

—Tenemos una celda de penitente en el sótano. Supongo que la puerta puede cerrarse con llave.

—Estupendo. Creo que traeremos a Elius aquí para interrogarlo. Después podréis dejarlo encerrado allí. No puedo dejarlo en libertad una vez que sepa que me encuentro en Cippria, y Sephrenia aborrece los asesinatos útiles. Si desaparece, simplemente no quedará constancia de lo que en verdad le ha ocurrido.

—¿No armará un escándalo cuando lo hagáis prisionero?

—Es harto improbable, mi señor —aseveró Kurik, al tiempo que desenvainaba su pesada daga. Golpeó con fuerza su hoja contra la palma de la mano—. Puedo garantizaros prácticamente que estará dormido.

Las calles se hallaban en calma. Los nubarrones que habían oscurecido el cielo durante la tarde se habían retirado y las estrellas relucían intensamente sobre sus cabezas.

—No hay luna —anunció quedamente Kurik mientras él y Sparhawk caminaban precavidamente por las solitarias callejas—. Así, nuestro asunto será más fácil.

—Las tres últimas noches se ha levantado tarde —le informó Sparhawk.

—¿Cuánto nos queda?

—Disponemos de un par de horas.

—¿Podremos haber regresado ya al monasterio?

—No nos queda alternativa.

Sparhawk se detuvo justo antes de llegar a un cruce y atisbó al otro lado de la esquina. Un hombre con capa corta, que llevaba una lanza y una pequeña linterna, recorría la calle. Sus pies se arrastraban soñolientos.

—Un centinela —susurró Sparhawk.

Se refugiaron en la sombra de un profundo portal.

El centinela pasó delante agitando su linterna, cuya luz se proyectaba rodeada de sombras en las paredes de los edificios.

—Debería mostrarse más alerta —gruñó Kurik con desaprobación.

—En estas circunstancias, tu sentido de lo idóneo parece mal enfocado.

—Lo que es correcto no depende de la situación, Sparhawk —repuso con obstinación el escudero.

Al perder de vista al vigilante, se deslizaron hacia la calle.

—¿Vamos a caminar hasta la puerta del consulado? —inquirió Kurik.

—No. Cuando nos acerquemos, saltaremos a los tejados.

—No soy un gato, Sparhawk. No me resulta nada divertido deslizarme por las alturas.

—En esta parte de la ciudad las casas se hallan pegadas entre sí. El avance resultará casi tan cómodo como si recorriéramos una calzada.

—Oh —gruñó Kurik—, de acuerdo.

El consulado del reino de Elenia era una construcción de considerables dimensiones circundada por un alto muro de argamasa blanca. Había antorchas prendidas sobre largas vigas en cada una de las esquinas y un estrecho callejón lateral.

—¿Rodea ese callejón todo el tramo de pared? —preguntó Kurik.

—Si no lo han modificado desde la última vez que estuve aquí, sí.

—En ese caso, vuestro plan tiene un fallo evidente, Sparhawk. Yo no puedo saltar desde uno de estos tejados hasta el muro.

—Creo que yo tampoco podría. —Sparhawk frunció el entrecejo—. Comprobemos la disposición del otro lado.

Caminaron sigilosamente por una serie de callejuelas a las que daban las partes traseras de las casas cuya fachada se encaraba a la pared del consulado. Apareció un perro y comenzó a ladrarles hasta que Kurik le arrojó una piedra. El animal soltó un gemido y se alejó cojeando.

—Ahora comprendo lo que debe experimentar un ladrón —musitó Kurik.

—Allí —señaló Sparhawk.

—¿Dónde?

—Allá arriba. Algún providencial individuo realiza reparaciones en el tejado. ¿Ves ese montón de vigas apoyadas contra el costado de la pared? Observemos su longitud.

Cruzaron el callejón hasta donde se encontraba el material de construcción. Kurik midió meticulosamente las vigas con los pies.

—Son muy justas —determinó.

—No podemos estar seguros hasta que no las hayamos probado.

—De acuerdo. ¿Cómo las subimos?

—Apoyaremos las vigas contra la pared. Si las inclinamos de manera adecuada, podremos trepar por ellas y luego izarlas con un tirón.

—Me alegro de que no tengáis que construir los mecanismos de asedio, Sparhawk —indicó agriamente Kurik—. Bien. Intentémoslo.

Entre sudores y blasfemias, Kurik ganó el tejado.

—Todo en orden —susurró desde el alero—. Subid.

Al trepar Sparhawk detrás de él, se clavó, sin mayores consecuencias, una enorme astilla de uno de los troncos. Después, ambos izaron trabajosamente las vigas y las transportaron una a una hacia el extremo del tejado más próximo al consulado. Las parpadeantes antorchas que sobresalían del muro proyectaban un mortecino resplandor sobre las techumbres. Cuando trasladaban el último puntal, Kurik se detuvo súbitamente.

—Sparhawk —llamó en voz alta.

—¿Qué?

—Dos tejados más allá hay una mujer acostada.

—¿Cómo sabéis que se trata de una mujer?

—Porque está completamente desnuda.

—Oh —exclamó Sparhawk—, es una costumbre rendoriana. Espera a que salga la luna. Aquí poseen la superstición de que los primeros rayos de la luna sobre el vientre de una mujer aumentan su fertilidad.

—¿No nos verá?

—No dará la alarma. Está demasiado ocupada con su quehacer. Apresúrate, Kurik. No te quedes pasmado mirándola.

Forcejearon con denuedo mientras empujaban las vigas a través del estrecho callejón en una tarea que se tornaba más dificultosa a medida que disminuía su punto de apoyo. Finalmente el pesado tronco chocó sobre la parte superior de la pared del consulado. Por encima de él, deslizaron varios más y luego los hicieron rodar para formar un estrecho puente. Mientras empujaban el último, Kurik se detuvo de pronto y contuvo un juramento.

—¿Qué ocurre? —inquirió Sparhawk.

—¿Cómo hemos llegado a este tejado, Sparhawk? —preguntó cáusticamente el escudero.

—Trepando sobre una viga inclinada.

—¿Qué nos proponíamos?

—Alcanzar la pared del consulado.

—Entonces, ¿por qué precisamente construir un puente?

—Porque… —Sparhawk titubeó, al tiempo que se sentía repentinamente estúpido—. Podríamos haber apoyado simplemente un tablón contra el muro del consulado, ¿no?

—Mis felicitaciones, mi señor —exclamó sarcásticamente Kurik.

—El puente parecía una solución tan perfecta al problema… —se excusó Sparhawk.

—Pero resultaba completamente innecesaria.

—De todas formas, no queda realmente invalidado este dispositivo, ¿no es cierto?

—Desde luego que no.

—¿Por qué no lo atravesamos?

—Id delante. Creo que iré a charlar un rato con la dama desnuda.

—Perderás el tiempo, Kurik. Está pendiente de otros asuntos.

—Si el tema que le preocupa es la fertilidad, ha encontrado a un experto.

—Será mejor seguir con nuestro objetivo, Kurik.

Cruzaron la rudimentaria pasarela hasta el remate del muro del consulado y luego se arrastraron sobre él hasta un punto donde las ramas de una esplendorosa higuera sobresalían de la oscuridad del suelo. Después de bajar por el árbol, permanecieron inmóviles un momento mientras Sparhawk se orientaba.

—¿Sabéis, por casualidad, dónde se halla el dormitorio del cónsul? —susurró Kurik.

—No —repuso quedamente Sparhawk—, pero puedo imaginármelo. Todos los edificios oficiales de construcción elenia reproducen una disposición similar. Los aposentos privados deben de hallarse arriba, en la parte trasera.

—Muy bien, Sparhawk —dijo secamente Kurik—. Eso reduce considerablemente las posibilidades. Sólo debemos revisar aproximadamente una cuarta parte de la casa.

Se deslizaron a través de un oscuro jardín y entraron por una puerta trasera. Después cruzaron una cocina sumida en sombras antes de pasar a la penumbra de la entrada principal. De pronto, Kurik hizo retroceder de un empellón a Sparhawk en dirección a la cocina.

—¿Qué…? —comenzó a objetar Sparhawk en un ronco susurro.

—¡Shhh!

Afuera, en la entrada, brillaba la vacilante luz de una vela. Una mujer de edad, un ama de llaves o tal vez la cocinera, avanzaba directa hacia donde se encontraban. Sparhawk se agazapó, al tiempo que la matrona se plantaba en el umbral. Luego empuñó la manilla y cerró con firmeza la puerta.

—¿Cómo sabías que venía? —musitó Sparhawk.

—No lo sé —respondió Kurik—. Lo presentí. —Pegó la oreja a la puerta—. Se aleja —informó en voz baja.

—¿Por qué seguirá levantada a estas horas?

—¿Quién sabe? Quizá se dedique a cerciorarse de que todas las puertas estén cerradas. Aslade lo hace cada noche. —Volvió a aplicar el oído—. Ahá —exclamó—, acaba de cerrar otra puerta y no oigo sus pasos. Me parece que se ha ido a la cama.

—Las escaleras tendrían que estar justo enfrente de la entrada principal —murmuró Sparhawk—. Subamos al segundo piso antes de que aparezca alguien más.

Salieron disparados hacia la sala de entrada y ascendieron al piso superior por unas amplias escalinatas.

—Busca una puerta ornamentada —susurró Sparhawk—. El cónsul es el amo de la casa, y probablemente ocupará la habitación más lujosa. Ve por ese lado y yo investigaré por el otro.

Tras separarse, caminaron de puntillas en sentido opuesto. Al final del corredor, Sparhawk descubrió una puerta finamente labrada, decorada con pintura dorada. La abrió cuidadosamente y atisbó el interior. A la luz difusa de una lámpara de aceite, percibió a un fornido hombre de rostro colorado, de unos cincuenta años, acostado de espaldas en el lecho. Sparhawk lo reconoció de inmediato. Cerró silenciosamente la puerta y partió en busca de Kurik, al cual halló al final de las escaleras.

—¿Qué edad tiene el cónsul? —inquirió Kurik.

—Unos cincuenta años.

—Entonces, no era él el hombre que vi. Al fondo hay una puerta labrada. Compartían la cama un joven de unos veinte años con una mujer mayor que él.

—¿Han percibido tu presencia?

—No. Estaban muy ocupados.

—Oh. El cónsul duerme solo. Se encuentra al final del corredor.

—¿Creéis que la mujer que había en el otro extremo es su esposa?

—Ese asunto no nos concierne, ¿no te parece?

Se dirigieron sigilosamente hacia la puerta de dibujos dorados. Sparhawk la abrió cautelosamente y, tras penetrar, ambos cruzaron la estancia hasta el lecho. Sparhawk tomó al cónsul por la espalda.

—Excelencia —murmuró quedamente mientras sacudía al hombre.

El cónsul abrió súbitamente los ojos; su mirada se tornó vidriosa y luego quedó en blanco al propinarle Kurik un golpe seco detrás de las orejas con la hoja de su daga. Envolvieron al inconsciente diplomático con una manta oscura, y Kurik, sin ceremonias, cargó el bulto a la espalda.

—¿Necesitamos alguna otra cosa de este lugar? —preguntó.

—Ya tenemos cuanto precisamos —repuso Sparhawk—. Vamos.

Bajaron las escaleras y se encaminaron de nuevo a la cocina. Sparhawk cerró cuidadosamente la puerta que daba a la parte principal de la casa.

—Espera aquí —susurró a Kurik—. Voy a inspeccionar el jardín. Silbaré si no hay peligro.

Se escabulló hacia las sombras y se desplazó sigilosamente de un árbol a otro con los sentidos alerta. De pronto, advirtió que estaba disfrutando enormemente con aquella situación. No se había divertido tanto desde su infancia, cuando Kalten y él se escapaban a hurtadillas de la casa de su padre a media noche para realizar alguna travesura.

Su silbido apenas alcanzó a ser un remedo del canto del ruiseñor.

Después de un momento, oyó el ronco murmullo de Kurik procedente de la cocina.

—¿Sois vos?

Por un instante, estuvo tentado de responder «No», pero consiguió recuperar el control.

Representó una ardua tarea subir el cuerpo inerte del cónsul por el ramaje de la higuera, para lo cual tuvieron que hacer uso de toda su fuerza. Después cruzaron el improvisado puente y volvieron a colocar las vigas en el tejado.

—Todavía está allí —musitó Kurik.

—¿Quién?

—La dama desnuda.

—Está en su azotea.

Después de arrastrar las vigas hasta el otro lado del tejado, las bajaron de nuevo. A continuación, Sparhawk saltó al suelo y recogió el cuerpo del cónsul que le tendía Kurik. El escudero se reunió con él al momento y ambos apoyaron una vez más los tablones contra la pared.

—Hemos realizado un trabajo limpio —afirmó Sparhawk con satisfacción mientras se frotaba las manos.

Kurik volvió a cargarse el hombre a la espalda.

—¿No lo echará de menos su mujer? —inquirió.

—Si era la que estaba en el dormitorio del otro extremo del pasillo, sospecho que no demasiado. ¿Por qué no regresamos al monasterio?

En media hora, alcanzaron las afueras de la ciudad, después de sortear a diversos centinelas. Cuando el cónsul, embozado en la manta sobre los hombros de Sparhawk, gimió y se agitó levemente, Kurik volvió a golpearlo en la cabeza.

Al entrar en el estudio del abad, el escudero depositó con desenfado al inconsciente diplomático en el suelo, y, tras mirar a Sparhawk un momento, ambos rompieron a reír con incontrolables carcajadas.

—¿Qué os divierte tanto? —inquirió el abad.

—Deberíais habernos acompañado, mi señor —jadeó Kurik—. No había disfrutado tanto desde hacía años. —Comenzó a reír nuevamente—. Creo que el puente ha sido lo mejor.

—A mí me ha gustado más la dama desnuda —disintió Sparhawk.

—¿Habéis bebido? —preguntó con suspicacia el religioso.

—Ni una gota, mi señor —respondió Sparhawk—. Sin embargo, ahora aceptaría una copa, en caso de que no resulte una molestia. ¿Dónde está Sephrenia?

—La convencí de que convenía que ella y la niña se acostaran. —El abad guardó un instante de silencio—. ¿A qué os referíais al aludir a una dama desnuda? —inquirió, con los ojos brillantes de curiosidad.

—Encontramos a una mujer tendida sobre un tejado; realizaba uno de esos rituales de fertilidad —explicó Sparhawk, riendo aún—. Digamos que logró distraer la atención de Kurik durante un par de momentos.

—¿Era hermosa? —preguntó el abad a Kurik con una sonrisa.

—No podría asegurarlo, puesto que no me he fijado en su cara.

—Mi señor abad —dijo entonces Sparhawk en tono algo más serio, pese a que todavía se sentía exultante—, interrogaremos a Elius tan pronto como vuelva en sí. Os ruego que no os alarméis por algunas de nuestras preguntas.

—Lo comprendo, Sparhawk —replicó el superior.

—Bien. Vamos, Kurik, despertemos a Su Excelencia y veamos qué está dispuesto a contarnos.

Kurik destapó el inerte cuerpo del cónsul y comenzó a pellizcarle las orejas y la nariz. Pasado un momento, el hombre comenzó a parpadear y luego abrió los ojos con un gemido. Los observó desconcertado durante un instante y después se sentó rápidamente.

—¿Quiénes sois? ¿Qué significa esto? —preguntó.

Kurik le propinó un tortazo en la cabeza.

—Podéis observar cuál es vuestra situación, Elius —le instó con calma Sparhawk—. No os molesta que os llame Elius, ¿no es cierto? Posiblemente os acordéis de mí. Me llamo Sparhawk.

—¿Sparhawk? —preguntó boquiabierto el cónsul—. Os creía muerto.

—Ese rumor resulta exagerado, Elius. Os hemos secuestrado porque tenemos que formularos unas cuantas preguntas. Todo será más simple si las respondéis de buen grado. De lo contrario, os auguro una pésima noche.

—¡No osaréis utilizar malos tratos conmigo!

Kurik volvió a abofetearlo.

—¡Soy el cónsul del reino de Elenia! —vociferó Elius mientras intentaba protegerse la nuca con ambas manos—, ¡y el primo del primado de Cimmura! No podéis comportaros de este modo conmigo.

—Quiébrale algunos dedos, Kurik —sugirió Sparhawk con un suspiro—, sólo para demostrarle que sí podemos.

Kurik afianzó un pie sobre el pecho del diplomático, lo derribó al suelo y agarró la muñeca derecha del indefenso cautivo.

—¡No! —chilló Elius—. ¡No me hagáis eso! Os confesaré cuanto deseéis saber.

—Ya imaginé que cooperaría, mi señor —comentó locuazmente Sparhawk al abad, mientras se desprendía de su sayo rendoriano y descubría su cota de malla y el cinto con la espada—. Ya ha comprendido la gravedad de la situación.

—Obráis con métodos muy directos, sir Sparhawk —observó el abad.

—Soy un hombre sencillo, mi señor —replicó Sparhawk, al tiempo que se rascaba el brazo a través de la malla de metal—, y suelo apartarme de las sutilidades. —Asestó un puntapié al prisionero—. Vamos a ver, Elius, voy a simplificar el interrogatorio. En un principio solamente tendréis que confirmar unas cuantas aseveraciones. —Acercó una silla y se sentó con las piernas cruzadas—. Primera, vuestro primo, el primado de Cimmura, aspira a acceder al trono del archiprelado, ¿no es así?

—No disponéis de ninguna prueba que demuestre esa afirmación.

—Rómpele el dedo pulgar, Kurik.

Kurik, que aún mantenía firmemente sujeta la muñeca del hombre, lo forzó a abrir el puño y le aferró el pulgar.

—¿Por cuántos sitios, mi señor?

—Por todos los que puedas, Kurik. De ese modo podrá pensar en algo.

—¡No! ¡No! ¡Es verdad! —gritó Elius, con los ojos desorbitados de terror.

—Por fortuna, realizamos grandes progresos —anotó Sparhawk con una sonrisa relajada—. La siguiente. Habéis mantenido contactos con un sujeto de pelo blanco llamado Martel, el cual trabaja para vuestro primo de vez en cuando. ¿Me equivoco?

—N… no —tartamudeó Elius.

—¿Veis como es más fácil a medida que avanzamos? De hecho, colaborasteis en el ataque que Martel y sus secuaces me prepararon en una noche hace ahora diez años, ¿no es cierto?

—Fue idea suya —protestó rápidamente Elius—. Había recibido órdenes de mi primo para que lo ayudase en sus propósitos. Él sugirió que os mandara llamar aquella noche. No imaginé que deseaba acabar con vos.

—En ese caso, sois muy ingenuo, Elius. Últimamente, cierto número de viajeros procedentes de los reinos norteños han hecho circular rumores en Cippria acerca de que en los reinos septentrionales existe una actitud muy favorable respecto a las aspiraciones rendorianas. ¿Está Martel involucrado de algún modo en esta campaña?

Elius lo miró con fijeza, pero mantuvo los labios apretados.

Lentamente, Kurik comenzó a doblarle de nuevo el pulgar.

—¡Sí! ¡Sí! —gritó Elius, encorvado a causa del dolor.

—Estabais a punto de dejar el buen camino, Elius —lo reprendió Sparhawk—. En vuestro lugar, yo me andaría con más cuidado. El objetivo final de Martel en este país es persuadir a los habitantes de las ciudades de Rendor para que se unan a los nómadas del desierto en un levantamiento eshandista contra la Iglesia. ¿Me equivoco?

—Martel no confía tanto en mí como para revelarme sus intenciones, pero supongo que ésa constituye su meta.

—Además, suministra armas a los amotinados, ¿no es verdad?

—Lo he oído.

—El siguiente punto es más complicado, Elius, así que os conviene poner atención. El verdadero objetivo que persigue al soliviantar los ánimos consiste en que los caballeros de la Iglesia se vean en la necesidad de acudir a pacificar el país, ¿no es así?

Elius asintió sombríamente con la cabeza.

—Martel no me lo ha planteado de ese modo, pero mi primo me confió el secreto en su última carta.

—Además, el levantamiento está programado para coincidir con la elección del nuevo archiprelado en la basílica de Chyrellos.

—Desconozco esa circunstancia, sir Sparhawk. Os ruego que me creáis. Posiblemente estéis en lo cierto, pero no puedo afirmarlo.

—Dejaremos este punto por el momento. Me muerde la curiosidad por saber dónde está Martel ahora.

—Ha ido a Dabour para hablar con Arasham. El anciano intenta enardecer a sus seguidores para que empiecen a quemar iglesias y expropiar los terrenos eclesiásticos. Martel se molestó mucho al enterarse y se apresuró a partir hacia Dabour para tratar de contenerlos.

—¿Probablemente porque se han adelantado a sus planes?

—Creo que sí.

—Me parece que habéis confirmado completamente mis sospechas, Elius —aseguró benévolamente Sparhawk—. Deseo daros las gracias por vuestra colaboración esta noche.

—¿Vais a dejarme en libertad? —preguntó incrédulamente el cónsul.

—Me temo que no. Debido a la vieja amistad que nos une a Martel y a mí, quiero darle una sorpresa cuando llegue a Dabour: por tanto, no puedo correr el riesgo de que le aviséis de mi llegada. En el sótano del monasterio queda una celda vacante. Estoy convencido de que en estos momentos estáis en condiciones de arrepentiros de vuestros actos, y deseo ofreceros la oportunidad de reflexionar sobre vuestros pecados. Según me han informado, la celda resulta bastante confortable. Tiene una puerta, cuatro paredes, un techo e, incluso, un suelo. —Dirigió una mirada al abad—. Tiene suelo, ¿no es cierto?

—Oh, sí —confirmó el religioso—, un hermoso y fresco suelo de piedra.

—¡No podéis hacerme esto! —protestó con voz aguda Elius.

—Sparhawk —se mostró de acuerdo Kurik—, verdaderamente no podéis confinar a un hombre en una celda de penitente en contra de su voluntad. Violamos las leyes de la Iglesia.

—Oh —exclamó irritado Sparhawk—. Supongo que tienes razón. Sólo pretendía evitarte ese tipo de trabajo. Adelante pues, toma la otra opción.

—Sí, mi señor —aceptó respetuosamente Kurik al tiempo que, desenvainaba la daga—. Decidme, mi señor abad —inquirió—, ¿tenéis un cementerio en vuestro monasterio?

—Sí, un camposanto bastante cuidado.

—Oh, estupendo. Odio tener que arrastrarlos al exterior y dejarlos a la intemperie a merced de los chacales. —Agarró al cónsul por los cabellos y le echó la cabeza hacia atrás. Luego dispuso el filo de su daga contra la garganta del rastrero personaje—. No durará ni un momento, Su Excelencia —lo consoló con tono profesional.

—Mi señor abad… —imploró Elius.

—Me temo que este asunto queda fuera de mi competencia, Su Excelencia —contestó el superior, con piedad burlona—. Los caballeros de la Iglesia siguen sus propias leyes y no se me ocurriría interferir en sus acciones.

—Por favor, mi señor abad —rogó Elius—. Confinadme en la celda de los penitentes.

—¿Os arrepentís sinceramente de vuestras faltas? —preguntó el abad.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Me siento realmente avergonzado!

—A mi pesar, sir Sparhawk, debo interceder en favor de este pecador —declaró el abad—. No puedo permitiros que le deis muerte hasta que haya hecho las paces con Dios.

—¿Es vuestra decisión final, mi señor abad? —inquirió Sparhawk.

—Me temo que sí.

—De acuerdo. Cuando haya completado su penitencia, comunicádnoslo. Entonces lo mataremos.

—Desde luego, sir Sparhawk.

Después que un par de fornidos monjes hubo retirado al tembloroso Elius, los tres hombres comenzaron a reír.

—Una genial interpretación, mi señor —felicitó Sparhawk al abad—. Habéis utilizado exactamente el tono adecuado.

—No soy un completo novato en este tipo de asuntos, Sparhawk —respondió el clérigo. Miró astutamente al monumental pandion—. Los pandion tenéis fama de comportaros brutalmente…, en especial en lo que concierne a los prisioneros.

—Yo mismo creo haber escuchado rumores de esa clase —admitió Sparhawk.

—Pero, realmente, no les infligís ningún daño, ¿no es cierto?

—Generalmente, no. Sin embargo, esa reputación induce a la gente a cooperar. ¿Tenéis idea de lo duro e inconveniente que es torturar a alguien? Los miembros de nuestra orden fueron los que comenzaron a difundir tales rumores acerca de nosotros. Después de todo, ¿qué necesidad hay de trabajar cuando no se precisa?

—Opino exactamente lo mismo, Sparhawk. Y ahora —dijo ansioso el abad—, ¿por qué no me contáis el incidente de la dama desnuda y del puente, así como cualquier otro suceso que os haya acontecido? Explicádmelo con lujo de detalles. Yo sólo soy un pobre monje enclaustrado que goza de escasas diversiones en esta vida.