Capítulo 18

El capitán Sorgi inspeccionó las aguas donde flotaban los restos del barco de Mabin hasta después de anochecer, pero no encontró ningún superviviente. Después, desvió tristemente su bajel rumbo sudoeste, hacia Cippria.

—Vayamos abajo —pidió con un suspiro Sephrenia mientras se apartaba de la barandilla.

Sparhawk la siguió hasta las escaleras.

Kurik había encendido una lámpara de aceite que colgaba de una viga del techo; su resplandor llenaba de sombras danzantes el pequeño y oscuro compartimiento. Flauta se había despertado y permanecía sentada junto a la mesa en el centro de la cabina. Miraba con suspicacia el bol situado frente a ella.

—Sólo es estofado, pequeña —le explicaba Kurik—. No va a hacerte ningún daño.

Introdujo delicadamente los dedos en la espesa salsa y levantó un rezumante pedazo. Lo olisqueó y dirigió una mirada inquisitiva al escudero.

—Cerdo en salazón —señaló éste.

Con un estremecimiento, la niña volvió a depositar la carne en la salsa y luego empujó resueltamente la escudilla.

—Los estirios no comen cerdo, Kurik —le informó Sephrenia.

—El cocinero del barco ha indicado que es la comida de los marineros —contestó Kurik, a la defensiva. Entonces miró a Sparhawk—. ¿Se ha encontrado algún superviviente del otro barco?

—Aquella tromba lo ha despedazado por completo —respondió Sparhawk mientras sacudía la cabeza—. Lo mismo debe de haberle ocurrido a la tripulación.

—Por fortuna, cambiamos de embarcación.

—En efecto —acordó Sephrenia—. Las trombas marinas son como tornados. No aparecen en cielos completamente despejados, ni se mueven en dirección contraria al viento, y mucho menos cambian de rumbo como lo hacía ésta. Estaba dirigida conscientemente.

—¿Magia? —inquirió Kurik—. ¿De veras es posible invocar un fenómeno meteorológico de tal envergadura?

—No creo que yo lo consiguiera.

—¿Quién lo originó, pues?

—No lo sé a ciencia cierta. —Sus ojos, sin embargo, reflejaban alguna sospecha.

—No seáis tan recelosa, Sephrenia —propuso Sparhawk—. Tenéis vuestras suposiciones al respecto, ¿no es así?

—A lo largo de los últimos meses nos hemos encontrado en diversas ocasiones con un encapuchado estirio. Vos lo visteis en Cimmura e intentó tendernos una celada de camino a Borrata. Raramente los estirios se cubren el rostro. ¿No habíais reparado en esa costumbre?

—Sí, pero no percibo la conexión.

—Ese ser que oculta su faz no es humano, Sparhawk.

—¿Estáis segura? —preguntó éste, al tiempo que la observaba fijamente.

—Hasta que no le vea la cara, no; pero ¿no os parece que todo apunta a esa conclusión?

—¿Llegaría el poder de Annias a tales extremos?

—No es el primado. Aunque conozca determinados rudimentos mágicos, no lograría invocar un fenómeno semejante. Azash es el único que osa llamar a tales entes. Los dioses menores no lo harían, y los restantes dioses mayores han renunciado hace tiempo a esa práctica.

—¿Por qué querría matar Azash al capitán Mabin y a su tripulación?

—El barco ha sido destruido porque la criatura creía que nosotros viajábamos a bordo.

—Esa suposición resulta algo descabellada, Sephrenia —objetó escépticamente Kurik—. Si es tan poderosa, ¿cómo hundió el navío equivocado?

—Las criaturas del mundo de las sombras no se destacan por su inteligencia, Kurik —repuso la mujer—. Seguramente nuestra sencilla estratagema la ha engañado. El poder y la sabiduría no siempre están asociados. Muchos grandes magos de Estiria eran unos auténticos zoquetes.

—No acabo de comprenderos —admitió Sparhawk, frunciendo desconcertado el entrecejo—. Nuestra misión no tiene ninguna relación con Zemoch. ¿Por qué Azash habría de desviar su atención para acudir en ayuda de Annias?

—Tal vez no exista ninguna conexión. Azash siempre posee sus propios motivos. Probablemente sus actos no se relacionen en absoluto con Annias.

—Vuestras razones no encajan, Sephrenia. Si estáis en lo cierto respecto a ese ser, es él quien trabaja para Martel, y Martel está a las órdenes de Annias.

—¿Estáis seguro de que esa criatura sigue las instrucciones de Martel y no es al contrario? Azash puede penetrar el futuro. Uno de nosotros podría representar un peligro para su continuidad. Puede que la aparente alianza entre Martel y ese ente no pase de ser una cuestión de conveniencia.

—Sólo necesitaba otra cuestión de la que preocuparme —afirmó Sparhawk, que comenzó a morderse inquieto las uñas. Entonces se le ocurrió una idea—. Aguardad un minuto. ¿Recordáis que el espectro de Lakus anunció que la oscuridad se cernía sobre el mundo y que Ehlana constituía nuestra única esperanza de luz? ¿Podría aludir a Azash?

—Es posible —asintió Sephrenia.

—Por consiguiente, ¿no trataría de destruir a Ehlana? A ella la protege esa urna de cristal que la envuelve, pero si algo nos sucediera a nosotros antes de hallar la manera de curarla, también moriría. Quizás eso explique por qué Azash une sus fuerzas a las del primado.

—¿No van demasiado lejos vuestras conjeturas? —preguntó Kurik—. Basáis un buen número de especulaciones en un único incidente.

—Conviene prepararse ante las eventualidades, Kurik —respondió Sparhawk—. Odio las sorpresas.

—Debéis estar hambrientos —indicó el escudero mientras se levantaba—. Iré a la cocina a buscar la cena. Continuaremos la charla mientras coméis.

—Nada de cerdo —advirtió Sephrenia.

—¿Pan con queso y algo de fruta? —sugirió el escudero.

—De acuerdo, Kurik. Traed también algo para Flauta. Estoy convencida de que no probará el estofado.

—Conforme —acordó Kurik—. Me lo comeré yo. No tengo los mismos prejuicios que los estirios.

Tres días más tarde, cuando llegaron al puerto de Cippria, el cielo estaba encapotado. La capa de nubes era alta y delgada, sin trazas de humedad. La población se componía de achaparradas edificaciones blancas, arracimadas para proteger a sus moradores del calor del sol. Los muelles que rodeaban la bahía habían sido construidos con piedra, debido a la escasez de árboles característica del clima de Rendor.

Mientras los marineros atracaban el navío del capitán Sorgi en el embarcadero, Sparhawk y sus compañeros salieron a cubierta vestidos con oscuros atuendos con capucha y ascendieron los tres escalones que conducían al alcázar para visitar al marino de pelo rizado.

—¡Poned defensas al lado del barco! —gritaba Sorgi a la tripulación. Sacudió la cabeza disgustado—. Tengo que repetírselo cada vez que llegamos a puerto —murmuró—. En lo único que aciertan a pensar en tales casos es en salir cuanto antes hacia la cervecería más cercana. —Dirigió la mirada a Sparhawk—. Bien, dom Cluff —dijo—, ¿habéis cambiado de parecer?

—Me temo que no, capitán —repuso Sparhawk, tras depositar en el suelo el fardo donde llevaba la ropa de recambio—. Me gustaría haceros ese servicio, pero la dama de quien os hablé parece haber depositado todas sus expectativas en mí. En realidad, sólo trato de preservar mi libertad de acción. Si aparecierais en su casa con una carta de presentación mía, tal vez sus primos intentaran haceros revelar mi paradero, y posiblemente no repararían en los medios empleados. No quiero correr ningún riesgo.

Sorgi respondió con un gruñido y luego los observó con curiosidad.

—¿De dónde habéis sacado esos ropajes rendorianos?

—El otro día me dediqué a regatear un rato en vuestro castillo de proa —explicó Sparhawk con un encogimiento de hombros—. A algunos de vuestros hombres les gusta pasar inadvertidos en este país.

—Lo sé —aseguró Sorgi con ironía—. La última vez que estuvimos en Jiroch tardé tres días en encontrar al cocinero del barco. —Miró a Sephrenia, que también vestía de negro y, además, llevaba un pesado velo en la cara—. Ninguno de mis marineros posee una talla tan menuda.

—Es una hábil costurera —replicó Sparhawk, que no creyó necesario explicar con detalle cómo había modificado Sephrenia el color de su vestido blanco.

—Que me aspen si entiendo por qué los rendorianos se empeñan en vestir con ropajes oscuros —comentó Sorgi, al tiempo que se rascaba su enrulada cabeza—. ¿Acaso no saben que producen más calor?

—Tal vez no se han percatado todavía —repuso Sparhawk—. Para empezar, los rendorianos no se distinguen por su brillantez mental, y, por otra parte, hay que tener en cuenta que sólo llevan quinientos años aquí.

—Quizá tengáis razón —agregó Sorgi riendo—. Que la suerte os acompañe en Cippria, dom Cluff —le deseó—. Si por azar me encontrara con uno de esos primos, negaré haber oído nunca vuestro nombre.

—Gracias, capitán —dijo Sparhawk mientras le estrechaba la mano—. No podéis imaginaros cuánto os lo agradezco.

Hicieron bajar los caballos por la inclinada pasarela y, a instancias de Kurik, cubrieron las sillas con mantas para no delatar su hechura exótica. Luego ataron los bultos, montaron y se alejaron del puerto con paso reposado. Las calles rebosaban de gente. Algunos habitantes llevaban vestimentas de colores algo más vivos, pero los moradores del desierto vestían de riguroso negro y tocaban sus cabezas con capuchas. Encontraron escasas mujeres a su paso, y todas cubrían su rostro con un velo. Sephrenia cabalgaba servilmente detrás de Sparhawk y de Kurik, con la capucha levantada y el velo fuertemente atado para ocultar la nariz y la boca.

—Veo que conocéis bien las costumbres locales —indicó Sparhawk por encima del hombro.

—Estuve aquí hace muchos años —repuso la estiria; luego cubrió las rodillas de Flauta con su túnica.

—¿Cuántos años han pasado desde vuestra visita?

—¿Os gustaría que os contara que Cippria no era entonces más que un villorrio de pescadores compuesto por unas veinte cabañas de barro? —inquirió maliciosamente.

—Sephrenia, Cippria es una de las ciudades portuarias más importantes desde hace quinientos años —replicó Sparhawk tras girarse para mirarla.

—Vaya —exclamó la mujer—, ¿han transcurrido tantos decenios? Parece como si hubiera acontecido ayer mismo. ¡Qué rápido pasa el tiempo!

—¡Eso es imposible!

—Qué crédulo sois en ocasiones, Sparhawk —afirmó la estiria, riendo alegremente—. Sabéis sobradamente que no voy a contestar a ese tipo de preguntas. ¿Por qué os empeñáis entonces en formulármelas?

—Supongo que de nuevo me he puesto en evidencia, ¿no? —admitió Sparhawk, súbitamente abochornado.

—Sí, en efecto.

Kurik sonreía divertido.

—Vamos, dilo de una vez —le instó sarcásticamente Sparhawk.

—¿Decir qué, mi señor? —preguntó el escudero, con expresión inocente.

Se alejaron del puerto para pasar a confundirse con los nativos rendorianos en las angostas y tortuosas callejas. A pesar de las nubes que velaban el sol, Sparhawk podía sentir como antaño las radiaciones de calor que emanaban de las encaladas paredes blancas de las casas y los comercios. Asimismo, volvía a percibir los familiares aromas de aquel país. El aire, sofocante y polvoriento, estaba impregnado del persistente olor a carne de cordero frita con aceite de oliva y sazonada con potentes especias, al cual se imponía, entremezclado con la empalagosa fragancia de densos perfumes, el fuerte hedor del ganado.

Cerca del centro de la ciudad, pasaron ante la boca de un callejón. Sparhawk se estremeció y, de pronto, tan claramente como si sonaran realmente, pareció escuchar nuevamente la llamada de las campanas.

—¿Ocurre algo? —inquirió Kurik al advertir el semblante de su señor.

—En ese callejón vi por última vez a Martel.

—Es bien estrecho —observó el escudero.

—Su angostura me salvó la vida —respondió Sparhawk—. No podían atacarme al unísono.

—¿Adónde vamos, Sparhawk? —preguntó Sephrenia desde atrás.

—Al monasterio donde me refugié cuando me hirieron —repuso—. No estimo conveniente que nos vean en la calle. El abad y la mayor parte de los monjes son ancianos y saben guardar un secreto.

—¿Seré acogida de buen grado allí? —inquirió dubitativamente la mujer—. Los monjes árdanos son un tanto conservadores y sostienen ciertos prejuicios respecto a los estirios.

—Este abad en concreto posee una mentalidad más cosmopolita —le aseguró Sparhawk—. Por otra parte, abrigo algunas sospechas concernientes a ese monasterio.

—¿Sí?

—No creo que esos religiosos sean lo que aparentan, y no me sorprendería hallar un arsenal oculto dentro del convento, lleno de armaduras barnizadas, sobre vestes azules y una gran variedad de armas.

—¿Cirínicos? —preguntó Sephrenia algo asombrada.

—Los pandion no son los únicos a quienes interesa obtener información fidedigna sobre lo que acontece en Rendor —replicó.

—¿De dónde proviene ese olor? —inquirió Kurik cuando se aproximaban a los arrabales occidentales de la urbe.

—De los corrales —respondió Sparhawk—. Desde Cippria se exporta una importante cantidad de reses por mar.

—¿Tenemos que traspasar alguna puerta para salir?

Sparhawk hizo un gesto negativo.

—Las murallas de la ciudad fueron abatidas durante la represión de la herejía eshandista, y sus habitantes no se han molestado en reconstruirlas.

Tras salir de la angosta calle por donde cabalgaban, recorrieron una gran extensión de terreno ocupada por establos atestados de mugientes y achaparradas vacas. Al avanzar la tarde, los nubarrones habían adquirido un brillo plateado.

—¿Cuánto falta hasta la abadía? —quiso saber Kurik.

—Alrededor de media milla.

—Queda bastante alejado del callejón de la trifulca.

—Ya reparé en ello hará unos diez años.

—¿Por qué no os guarecisteis en otro lugar más cercano?

—No podía considerarme a salvo en ningún sitio. Oía las campanas del monasterio y me limité a seguir en dirección a ese sonido. Mi atención pareció quedar embotada.

—Podríais haber muerto desangrado.

—Esa noche el mismo pensamiento recorrió mi mente unas cuantas veces.

—Caballeros —los interrumpió Sephrenia—, ¿no podríamos aligerar un poco el paso? Anochece con rapidez aquí, en Rendor, y, después de la caída del sol, en el desierto hace mucho frío.

El monasterio se alzaba más allá de los almacenes de ganado, sobre una elevada y rocosa colina. Se encontraba rodeado por una gruesa muralla y tenía las puertas cerradas. Sparhawk desmontó junto a ellas y tiró de una recia cuerda que pendía a un lado. En el interior del recinto sonó una campanilla. Tras un momento, se abrió el postigo de una estrecha ventana que horadaba la piedra; por ella asomó el rostro indiferente de un monje con barba.

—Buenas tardes, hermano —saludó Sparhawk—. ¿Podría hablar con vuestro abad?

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Sparhawk. Seguramente me recordará. Hace unos años me alojé durante una temporada en este lugar.

—Aguardad —contestó bruscamente el hombre y volvió a cerrar el postigo.

—No es muy cordial, ¿eh? —apuntó Kurik.

—Los religiosos no gozan de grandes simpatías en Rendor —repuso Sparhawk—. Resulta natural que se comporten con cautela.

Esperaron en la penumbra del crepúsculo. Al cabo de unos instantes, la ventana se abrió de nuevo.

—¡Sir Sparhawk! —tronó una voz, más adecuada para actos de gala que para una humilde comunidad religiosa.

—Mi señor abad —respondió Sparhawk.

—Un momento, abriremos las puertas.

Siguió el rechinar de cadenas y el sonido de una pesada barra de metal al ser extraída de los anillos de soporte. A continuación, el abad salió a recibirlos. Era un hombre gallardo, de apariencia campechana y rostro rubicundo, encuadrado por una imponente barba negra. Su estatura era considerable, así como la anchura de sus espaldas.

—Me alegra volver a veros, amigo —saludó a Sparhawk mientras apretaba con fuerza su mano—. Tenéis buen aspecto. Parecíais un poco pálido y apagado cuando os marchasteis.

—Han transcurrido diez años desde entonces, mi señor —señaló Sparhawk—. Durante ese tiempo, un hombre se recupera o muere.

—En efecto, sir Sparhawk. Entrad y haced pasar a vuestros acompañantes.

Sparhawk guió a Varan a través de la puerta; de cerca lo seguían Kurik y Sephrenia. En el interior encontraron un patio circundado de muros tan recios como los que protegían el monasterio. A diferencia de la práctica habitual en los edificios rendorianos, la piedra se mostraba al desnudo, exenta de la típica argamasa blanca, y las ventanas que la traspasaban poseían una abertura algo más estrecha de lo que hubieran dictado los cánones de la arquitectura monástica. Sparhawk observó, con mentalidad de profesional, que podrían servir como excelentes y ventajosas posiciones para los arqueros.

—¿En qué puedo seros de utilidad, sir Sparhawk? —inquirió el abad.

—Necesito que me acojáis de nuevo entre estas paredes, mi señor abad —respondió Sparhawk—. Parece que me he acostumbrado a ellas, ¿verdad?

—¿Quién os persigue en esta ocasión? —preguntó sonriendo el dirigente de la comunidad.

—Nadie a quien yo conozca, mi señor, y con el que ciertamente preferiría mantener las mismas distantes relaciones. ¿Disponéis de alguna cámara donde podamos hablar en privado?

—Desde luego. —El abad se volvió hacia el barbudo monje que se había asomado al postigo—. Ocupaos de sus caballos, hermano. —Lejos de expresar una petición, sus palabras adoptaron la rigidez de un mandato militar.

El monje se enderezó perceptiblemente, si bien no llegó a realizar un saludo.

—Entremos pues, sir Sparhawk —tronó el abad mientras palmeaba el hombro del caballero con su carnosa mano.

Después de desmontar, Kurik acudió en ayuda de Sephrenia. Ésta, tras entregarle a Flauta, descendió del caballo.

El abad los condujo a través de un sombrío corredor abovedado, iluminado a intervalos por pequeñas lámparas de aceite, cuyo aroma quizás era la causa de que el lugar exhalara una peculiar sensación de santidad y de amparo. Súbitamente volvió a la mente de Sparhawk el recuerdo de aquella noche en que había penetrado en el edificio diez años antes.

—Este lugar apenas ha cambiado —apuntó, al tiempo que observaba a su alrededor.

—La Iglesia es eterna, sir Sparhawk —replicó el abad con tono sentencioso—, y sus instituciones tratan de imitar dicha cualidad.

Al final del corredor, el abad abrió una sencilla puerta que daba acceso a una habitación de techo alto y paredes ocultas tras innumerables hileras de libros; en un rincón se veía un brasero de carbón apagado. La estancia parecía bastante confortable, al menos sensiblemente más que los estudios de los abades de los monasterios norteños. Las ventanas, cuya luz velaban unos cortinajes azules, estaban construidas a base de emplomar piezas triangulares de cristal. El suelo se hallaba tapizado con blancas alfombras de lana, y la cama adosada a un lado resultaba algo mayor que las que acostumbraban utilizarse en los centros monásticos. Las estanterías de libros llegaban hasta el techo.

—Sentados, por favor —indicó el abad, a la vez que señalaba varias sillas situadas frente a una mesa, sobre la que se apilaban una gran cantidad de documentos.

—¿Todavía os dedicáis a intentar actualizarlos? —preguntó con una sonrisa Sparhawk mientras apuntaba a los documentos.

—Les concedo una ojeada aproximadamente una vez al mes —respondió el abad, luego torció su rostro—. Sencillamente, algunos hombres no han sido engendrados para cuestiones de papeleo. —Miró agriamente el desorden reinante en el escritorio—. En ocasiones, pienso que un incendio podría resolver el problema. Estoy convencido de que los escribanos de Chyrellos no echarían en falta mis informes. —Observó con curiosidad a los amigos de Sparhawk.

—Mi escudero Kurik —presentó Sparhawk.

—Kurik —repitió el abad con un gesto de asentimiento.

—La dama es Sephrenia, la instructora de los pandion en el dominio de los secretos.

—¿La propia Sephrenia en persona? —El hombre abrió desorbitadamente los ojos y se puso respetuosamente en pie—. Hace años que escucho historias protagonizadas por vos. Tenéis una magnífica reputación —añadió, dirigiéndole una amplia sonrisa a modo de bienvenida.

—Vuestras palabras son muy amables, mi señor —replicó la mujer; luego apartó el velo y sonrió a su vez.

Después tomó asiento y depositó a Flauta en su regazo. La pequeña se arrellanó en él y miró fijamente al abad con sus oscuros ojos.

—Una niña preciosa, lady Sephrenia —declaró el abad—. ¿Es por azar vuestra hija?

—Oh, no, mi señor —repuso ésta riendo—. Es una expósita estiria. La llamamos Flauta.

—Qué nombre más curioso —murmuró el abad. Después volvió la mirada hacia Sparhawk—. Habéis aludido a un asunto que queríais exponer a nivel confidencial —dijo con curiosidad—. ¿Por qué no me explicáis de qué se trata?

—¿Os llegan noticias frescas acerca de lo que sucede en el continente, mi señor?

—Me mantienen informado, sí —respondió cautelosamente el abad.

—En ese caso, debéis de conocer la actual situación en Elenia.

—¿Os referís a la enfermedad de la reina y a las ambiciones del primado Annias?

—Exacto. El asunto se relaciona con sus intenciones. No hace mucho, Annias tramó un complicado plan para desacreditar a los pandion. Por fortuna, conseguimos desbaratarlo. Después de un encuentro general en palacio, los preceptores de las cuatro órdenes se reunieron en sesión privada. Annias ansía ocupar el trono del archiprelado y sabe que las órdenes militares se opondrán a su pretensión.

—Con espadas, si fuese menester —convino fervientemente el abad—. Personalmente, me gustaría enfrentarme a él —añadió. Entonces reparó en que tal vez se había expresado con demasiado entusiasmo—. Desde luego, mi adscripción a una orden de clausura me lo impide —apostilló con poca convicción.

—Os comprendo perfectamente —aseveró Sparhawk—. Los preceptores dirimieron la cuestión y llegaron a la conclusión de que el poder del primado y las expectativas que alimenta acerca de Chyrellos se cimentan en la posición de autoridad que ocupa en Elenia, la cual podrá mantener mientras la reina Ehlana permanezca indispuesta. —Esbozó una mueca—. Acabo de decir una idiotez, ¿no lo creéis? Apenas conserva un hálito de vida, y describo su estado como una mera indisposición. En fin, ya sabéis a lo que me refiero.

—Todos nos enredamos de vez en cuando, Sparhawk —lo excusó el abad—. Ya estoy informado de la mayor parte de los detalles. La semana pasada recibí un mensaje del patriarca Dolmant en el que me ponía al corriente de las novedades. ¿Qué averiguasteis en Borrata?

—Al consultar a un médico, éste nos confesó que los síntomas indicaban que la reina Ehlana había sido envenenada.

De pronto, el superior se puso en pie y comenzó a soltar una sarta de blasfemias como si fuera un pirata.

—¡Vos sois su paladín, Sparhawk! ¿Por qué no regresáis a Cimmura y traspasáis a Annias con la espada?

—Me sentí tentado a hacerlo —admitió Sparhawk—, pero decidí que, dadas las circunstancias, resultaba más importante encontrar un antídoto. Dispondré de tiempo necesario para ocuparme de Annias, y, llegado el momento, preferiría no actuar con precipitación. El médico de Borrata cree que el veneno procede de Rendor. Nos facilitó las señas de un par de colegas suyos residentes en Cippria para que nos dirigiésemos a ellos.

El abad empezó a caminar arriba y abajo, con la cara aún congestionada por la rabia. Cuando se decidió a hablar, su voz se hallaba desprovista de todo resto de humildad monacal.

—Si no me equivoco, Annias habrá intentado interceptar vuestro camino cuantas veces haya tenido la oportunidad, ¿no es cierto?

—Vuestras sospechas no andan desencaminadas.

—Tal como pudisteis comprobar hace ahora diez años, las calles de Cippria no se caracterizan por su seguridad. Ante esta situación —dijo resueltamente—, debemos actuar con cautela. Annias sabe que viajáis en busca de consejo médico, ¿no es así?

—Lo contrario indicaría que se ha quedado dormido.

—Exactamente. Si vais a visitar a un médico, seguramente necesitaréis vos mismo su asistencia; por tanto, no voy a permitir que realicéis esa consulta.

—¿Os oponéis, mi señor? —inquirió suavemente Sephrenia.

—Dispensad —musitó el abad—. Tal vez no he utilizado bien las palabras. Lo que quería decir es que no resulta conveniente que os paseéis por la ciudad. Opino que sería preferible enviar a algunos monjes en busca de los doctores. De este modo, podríais hablar con ellos sin arriesgaros a recorrer las calles de Cippria. Después pensaremos en la manera más adecuada para que podáis abandonar la ciudad sin contratiempos.

—¿Accederá un médico elenio a visitar en su domicilio a un paciente?

—Si le preocupa su propia salud, sí —respondió sombríamente el abad. Luego pareció algo avergonzado—. Mi conducta no se aviene con mi condición monacal, ¿no os parece? —se disculpó.

—Oh, no sé —dijo condescendiente Sparhawk—. Hay muchas clases de monjes.

—Mandaré a varios hermanos a la ciudad para que los traigan aquí de inmediato. ¿Cuáles son los nombres de esos doctores?

Sparhawk extrajo de un bolsillo el pedazo de pergamino que le había entregado el achispado especialista de Borrata y lo entregó al clérigo.

—Al primero ya lo conocéis, Sparhawk —indicó el abad—. Es el mismo que os trató la última vez que estuvisteis aquí.

—¿Sí? La verdad es que no reparé en su nombre.

—No me sorprende en absoluto. Delirabais casi todo el tiempo. —Escrutó el pergamino—. El otro falleció hace un mes aproximadamente —anunció—, pero probablemente el doctor Voldi tendrá respuesta a cualquier pregunta que queráis formularle. Pese a su engreimiento, es el mejor médico de Cippria. —Se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió. Un par de jóvenes monjes permanecían apostados afuera. Según observó Sparhawk, recordaban a los pandion que normalmente montaban guardia a las puertas del estudio de Vanion en el castillo de la orden en Cimmura—. Vosotros —les ordenó secamente el abad—, id a la ciudad y traedme al doctor Voldi. No aceptaré que rehúse la invitación.

—A la orden, mi señor —repuso el monje.

Sparhawk advirtió con cierto regocijo que ambos jóvenes refrenaban con esfuerzo la tendencia automática a entrechocar los talones. El abad cerró la puerta y volvió a tomar asiento.

—Según mis cálculos, tardarán alrededor de una hora. —Advirtió la sonrisa de Sparhawk—. ¿Encontráis algo que os resulte divertido, amigo mío? —inquirió.

—En absoluto, mi señor. Sencillamente, pensaba en los ademanes bastante rígidos de vuestros monjes.

—¿Tanto se nota? —preguntó el superior, algo desconcertado.

—Sí, mi señor, sobre todo si uno sabe lo que significan.

—Afortunadamente, las gentes de aquí no están familiarizadas con este tipo de apreciaciones. Confío en que haréis un uso discreto de vuestro descubrimiento, Sparhawk.

—Por supuesto, mi señor. Pese a hallarme bastante seguro de cuál era la naturaleza de vuestra orden cuando salí de aquí la última vez, todavía no lo he comentado con nadie.

—Debí haberlo sospechado. Los pandion soléis distinguiros por ser buenos observadores. —Se puso de pie—. Encargaré que nos traigan la cena. En los alrededores se cría una perdiz de considerable tamaño, y poseo un espléndido halcón para cazarlas. —Soltó una carcajada—. En lugar de preparar los informes que se supone debo enviar a Chyrellos, me dedico a esas actividades. ¿Qué os parecería un poco de asado de aves?

—Creo que no nos vendrá mal —respondió Sparhawk.

—Mientras tanto, ¿puedo ofreceros a vos y a vuestros amigos una copa de vino? No es tinto arciano, pero su calidad no es mala. Lo elaboramos en nuestras bodegas. El suelo de estas regiones no es propicio para muchos cultivos, aparte de las viñas.

—Gracias, mi señor —repuso Sephrenia—, pero ¿podríamos tomar leche la niña y yo?

—Me temo que sólo disponemos de leche de cabra, lady Sephrenia —se excusó.

—La leche de cabra resulta muy apropiada, mi señor. La de vaca es demasiado ligera para el paladar de los estirios.

Sparhawk se estremeció.

El abad envió a otro joven monje a la cocina para que trajera la leche y la cena, y luego sirvió tres copas de vino tinto. A continuación, se reclinó en la silla y comenzó a manosear el pie de su recipiente.

—¿Puedo hablaros con franqueza, Sparhawk? —preguntó.

—Por supuesto.

—¿Recibisteis noticias en Jiroch sobre lo acontecido en estos parajes después de vuestra partida?

—No —repuso Sparhawk—. Durante esa época me mantuve al margen de los acontecimientos.

—¿Sabéis qué opinan los rendorianos del uso de las artes mágicas?

Sparhawk asintió con la cabeza.

—Según recuerdo, lo denominan brujería.

—En efecto, y lo consideran un crimen más grande que el asesinato. Lo cierto es que, justo después de vuestra marcha, tuvo lugar un incidente de este cariz. Yo mismo participé en la investigación, dada mi condición de eclesiástico de más alto rango en la zona. —Sonrió irónicamente—. La mayoría de las veces, los rendorianos escupen a mi paso, pero en cuanto alguien susurra la palabra brujería, corren a buscarme con el rostro demudado y los ojos desorbitados. Habitualmente, las acusaciones son completamente falsas. El rendoriano medio sería incapaz de recordar las palabras estirias necesarias para el más simple de los hechizos aunque de ello dependiera su vida. Sin embargo, de vez en cuando se presentan cargos de mayor envergadura, normalmente basados en despechos, celos y odios mezquinos. No obstante, en esa ocasión, el asunto poseía características distintas. Existían pruebas reales de que alguien utilizaba en Cippria una magia con un considerable grado de sofisticación. —Dirigió la mirada a Sparhawk—. ¿Alguno de los hombres que os atacaron aquella noche practicaba en alguna medida los secretos?

—Uno de ellos, sí.

—Quizás ese dato proporcione una respuesta a la cuestión. El conjuro parecía formar parte de un intento de localizar algo o a alguien. Tal vez constituyerais vos el objeto de dicha búsqueda.

—Habéis hablado de sofisticación, mi señor abad —intervino atentamente Sephrenia—. ¿Podríais ser más específico?

—Se produjo una ardiente aparición que caminaba por las calles de Cippria —explicó—. Parecía parapetarse tras un escudo de rayos.

—¿Cómo se comportó exactamente dicha aparición? —preguntó la estiria tras inspirar profundamente.

—Se dedicó a hacer averiguaciones. Ninguna de las personas pudo recordar con posterioridad lo que le había preguntado; pero, al parecer, el interrogatorio resultó bastante severo. Vi con mis propios ojos las quemaduras que había producido ese ente en su piel.

—¿Quemaduras?

—La criatura, al agarrar a la persona que deseaba, le producía con su contacto quemaduras. Una pobre mujer tenía una herida que le rodeaba enteramente el antebrazo; parecía la forma de una mano, si no fuera porque las huellas delataban más de cinco dedos.

—¿Cuántos?

—Nueve, y dos pulgares.

—Un damork —dedujo Sephrenia con un silbido.

—Creí que habíais concluido que los dioses mayores habían desposeído a Martel del poder de invocar a tales criaturas —comentó Sparhawk.

—No fue Martel quien lo invocó —replicó Sephrenia—. Alguien lo envió para que actuara bajo sus órdenes.

—Viene a ser lo mismo, ¿no?

—No exactamente. El damork sólo se mantiene marginalmente bajo el control de Martel.

—Pero todo esto ocurrió hace diez años —restó importancia Kurik—. ¿En qué modifica la presente situación?

—Olvidáis un detalle, Kurik —respondió gravemente la mujer—. Nosotros pensábamos que el damork había aparecido recientemente, y ahora poseemos la certeza de que ya estuvo en Cippria diez años atrás, antes de que emprendiéramos esta aventura.

—No acabo de comprender —admitió Kurik.

—Os busca a vos, querido —declaró Sephrenia con una siniestra y tranquila voz mientras miraba a Sparhawk—. No nos persiguen a mí, ni a Kurik ni a Ehlana, ni siquiera a Flauta. Los ataques del damork han sido dirigidos especialmente contra vos. Debéis tener mucho cuidado, Sparhawk. Azash intenta daros muerte.