Capítulo 17

El aura purpúrea del crepúsculo descendía sobre las estrechas callejuelas de Madel y las estrellas comenzaban a poblar el firmamento. Sparhawk, Kalten y Talen recorrían los sinuosos tramos, cambiando frecuentemente de dirección e, incluso, en ocasiones, desandando el camino para despistar a los posibles espías apostados para seguir todos sus movimientos en la ciudad.

—¿No nos comportamos con excesiva prudencia? —preguntó Kalten al cabo de media hora.

—Prefiero no correr riesgos con Martel —respondió Sparhawk—. Lo considero capaz de empujar a la muerte a unas cuantas personas si atisba la mínima posibilidad de darnos caza. No me gustaría despertar a media noche y comprobar que la casa de Lycien está rodeada de mercenarios.

—Supongo que tienes razón.

Traspasaron sigilosamente la Puerta del Oeste al anochecer.

—Ocultémonos aquí —indicó Sparhawk al pasar junto a un bosquecillo unos metros más allá—. Esperaremos un rato para asegurarnos de que no nos sigue nadie.

Agazapados entre los susurrantes árboles, espiaron el camino de salida de la población. Un soñoliento pájaro exhaló un quejido entre los matorrales y luego se oyó el crujir de un carro de bueyes que rodaba en dirección a Madel.

—Resulta poco probable que alguien vaya a abandonar la ciudad cuando falta tan poco para que caiga la noche, ¿no te parece? —observó Kalten.

—Precisamente por ese motivo a cualquiera que lo haga lo moverá una intención concreta —repuso Sparhawk.

—Con la cual nosotros estamos relacionados, ¿no es así?

—Posiblemente.

Del lado de la muralla llegó un sonido, al que siguió el retumbar de pesadas cadenas chirriantes.

—Acaban de cerrar las puertas —susurró Talen.

—Nuestra espera se ha acabado —declaró Sparhawk, al tiempo que se levantaba—. Vamos.

Salieron de la espesura y continuaron su ruta. A ambos lados del camino surgía de la penumbra reinante la silueta amenazadora de grandes árboles, y matorrales de imprecisos contornos señalaban la presencia de campos cuyas lindes no se alcanzaban a ver. Talen, nervioso, caminaba pegado a los dos caballeros y lanzaba furtivas miradas en torno.

—¿Qué te pasa, muchacho? —le preguntó Kalten.

—Nunca había estado en el campo después de anochecer —explicó Talen—. ¿Siempre está tan oscuro?

—Claro, la noche es ausencia de luz —respondió, encogiéndose de hombros, el caballero.

—¿Por qué no se le ha ocurrido a nadie poner antorchas? —protestó Talen.

—¿Para qué? ¿Para que los conejos puedan ver mejor por dónde pasan?

La mansión de Lycien se hallaba envuelta en sombras, a excepción de una tea prendida junto a la puerta. Talen se mostró visiblemente aliviado cuando llegaron al patio.

—¿Ha habido suerte? —inquirió Tynian, que apareció en ese momento en la entrada.

—Hemos tenido alguna sorpresa —respondió Sparhawk—. Entremos.

—Os avisé de que deberíais habernos permitido acompañaros —indicó acusadoramente el caballero alcione.

—La situación no ha presentado tanta gravedad —aseveró Kalten.

Los demás los aguardaban en la amplia estancia adonde los había conducido Lycien inicialmente. Sephrenia, tras ponerse en pie, observó atentamente las manchas de sangre que salpicaban las capas de los dos pandion.

—¿Estáis bien? —preguntó, con un tono de preocupación en la voz.

—Topamos con un grupo de deportistas —replicó jocosamente Kalten. Dirigió la vista a su capa—. Nos dejaron el recuerdo de su sangre.

—¿Qué ha sucedido? —dijo la mujer a Sparhawk.

—Adus nos ha tendido una emboscada en la posada —le explicó—. Lo acompañaba un grupo de matones. —Hizo una pausa para meditar—. Como sabéis, hemos encontrado a Krager con bastante frecuencia. —Comenzó a caminar arriba y abajo, con la vista fija pensativamente en el suelo—. Tal vez podríamos utilizar su estrategia. —Dirigió la mirada a Kalten—. ¿Por qué no te dejas ver en las calles de Madel? —sugirió—. No es necesario que te arriesgues, basta con que la gente se entere de que estás en la ciudad.

—¿Por qué no? —contestó Kalten con gesto indiferente.

—A los demás, Martel y sus secuaces no nos conocen; por tanto, podemos callejear detrás de Kalten sin llamar la atención. ¿Es ésa la idea? —preguntó Tynian.

Sparhawk asintió con un gesto.

—Si imaginan que Kalten va solo, podrían aventurarse a un ataque directo. Los juegos de Martel empiezan a hartarme, así que quizás, ha llegado el momento de comenzar a confundirlo por nuestra parte. —Miró al primo de Bevier—. ¿Cómo reaccionan las autoridades locales ante las reyertas callejeras? —preguntó.

—Debido a la condición portuaria de Madel —repuso Lycien con una carcajada—, se han acostumbrado a las inevitables peleas entre marineros. Los gobernantes no dedican gran atención a las riñas de poca monta, excepto para recoger los cadáveres, por supuesto. Deben atender a la salud pública.

—Bien. —Sparhawk contempló a sus amigos—. Aunque no logréis dar con Krager o con Adus, al menos podréis dividir la atención de Martel. Quizás así Sephrenia y yo consigamos embarcar inadvertidos. Preferiría no tener que vigilar constantemente a mis espaldas cuando estemos en Cippria.

—El único punto delicado consistirá en llegar al muelle sin ser vistos —dijo Katten.

—No será necesario ir hasta el puerto —indicó Lycien—. Poseo algunos almacenes junto al río a unas cuatro millas de aquí. Un buen número de capitanes independientes me entregan allí sus cargamentos; estoy convencido de que podréis pactar vuestro pasaje sin necesidad de atravesar la ciudad.

—Gracias, mi señor —dijo Sparhawk—. Nos habéis resuelto un problema.

—¿Cuándo tenéis intención de partir? —inquirió Tynian.

—No existen motivos para demorarnos.

—¿Mañana, entonces?

Sparhawk hizo un gesto afirmativo.

—Tengo que hablar con vos, Sparhawk —anunció Sephrenia—. ¿Os importaría acompañarme a mi habitación?

Ligeramente intrigado, el caballero salió de la estancia detrás de ella.

—¿Se trata de un asunto que no podemos tratar delante de los demás? —preguntó.

—Es mejor que no nos oigan discutir.

—¿Acaso vamos a hacerlo?

—Probablemente.

Abrió la puerta de la habitación y le hizo pasar. Flauta estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama. Sus oscuras cejas parecían casi unidas debido a la concentración que le exigía su ocupación: tejía una intrincada y compleja malla con hilo de lana. Levantó la vista, les sonrió y alargó las manos para mostrarles con orgullo su obra.

—Va a venir con nosotros —declaró Sephrenia.

—¡De ningún modo! —replicó secamente Sparhawk.

—Ya os he anticipado que podíamos sostener distintos pareceres.

—Es una idea absurda, Sephrenia.

—Todos cometemos actos ilógicos, querido —contestó con una sonrisa afectuosa.

—No hace falta que sonriáis —le espetó—. No vais a convencerme de esa manera.

—No os esforcéis, Sparhawk. La conocéis lo bastante como para saber que siempre cumple sus decisiones, y quiere acompañarnos a Rendor.

—Si puedo impedirlo, no lo permitiré.

—El punto central de la cuestión, Sparhawk, reside en que no podéis evitarlo. Estáis ante un fenómeno que sois incapaz de comprender. De todos modos, al final nos seguirá. ¿Por qué no cedéis airosamente?

—La elegancia es una de mis debilidades.

—Ya me había percatado.

—Bien. Sephrenia —dijo directamente—, ¿quién es esta niña? Vos la reconocisteis en cuanto la visteis por primera vez, ¿no es cierto?

—Desde luego.

—Para mí no resulta tan evidente. Sólo tiene seis años y vos habéis permanecido con los pandion durante varias generaciones. ¿Cómo podríais haberos encontrado con anterioridad?

—La lógica de los elenios siempre ensombrece la comprensión de lo intangible —repuso la estiria con un suspiro—. La pequeña y yo estamos emparentadas de un modo singular y nos conocemos mutuamente de un modo que vos no acertarías a captar.

—Gracias —dijo secamente el caballero.

—No menosprecio vuestra inteligencia, querido —puntualizó—, pero existe una parte de la vida de los estirios que no podéis aceptar porque no estáis preparados ni intelectualmente ni desde un punto de vista filosófico.

—De acuerdo, Sephrenia —concedió Sparhawk con el entrecejo fruncido y los ojos entornados en actitud pensativa—, permitidme poner a prueba esa lógica elenia que tanto os gusta denostar. Flauta es una niña de muy corta edad.

La pequeña le hizo una mueca.

—Apareció de repente en una región deshabitada cerca de la frontera de Arcium, lejos de cualquier tipo de habitáculo humano. Intentamos dejarla en aquel convento al sur de Darra, y, no sólo consiguió escapar, sino que nos adelantó considerablemente aunque avanzábamos al galope. Después, de un modo u otro, logró convencer a Faran de que le permitiera montar sobre su grupa, pese a que el caballo no se lo permite a nadie excepto a mí, a menos que yo se lo ordene. Cuando conoció a Dolmant, la faz del patriarca evidenciaba que había percibido algo insólito en ella. Por otra parte, vos imponéis vuestra autoridad con temple de sargento entre caballeros adultos; mas, sin embargo, cada vez que Flauta toma alguna decisión o desea ir a algún sitio, cedéis sin objeciones. ¿No os parece que todos estos detalles la caracterizan como a una niña fuera de lo común?

—Sois vos quien ejercita la lógica. No tengo ninguna intención de interferir en su desarrollo.

—Bien, veamos entonces adónde nos conduce esta línea de pensamiento. He conocido a numerosos estirios y, aparte de vos y de otros magos, resultan bastante primitivos y cortos de entendederas. Por supuesto, no trato de ofenderos en absoluto.

—Por supuesto —repitió la mujer, con expresión divertida.

—Dado que hemos establecido que Flauta no es una niña normal, ¿qué conclusión podemos extraer?

—¿Cuál es vuestra opinión, Sparhawk?

—Que nos hallamos ante un ser especial. Entre los estirios, tal afirmación puede tener un único significado: es una criatura conectada con la magia. De otra manera no podrían explicarse sus particularidades.

—Excelente, Sparhawk —lo felicitó irónicamente Sephrenia mientras aplaudía.

—No obstante, sólo es una niña. Es imposible que haya tenido tiempo para aprender los secretos.

—Algunos elegidos nacen con ese saber. Además, es mayor de lo que aparenta.

—¿Cuántos años tiene?

—Sabéis bien que no os lo voy a confesar. El conocimiento del momento exacto del nacimiento de una persona puede constituir una poderosa arma en manos de un enemigo.

Un perturbador pensamiento acudió a la mente de Sparhawk.

—Os preparáis para la hora de vuestra muerte, ¿no es así, Sephrenia? Si no cumplimos con éxito nuestra empresa, los doce pandion que participaron en el conjuro de la sala del trono morirán uno tras otro y después pereceréis también vos. Intentáis aleccionar a Flauta para que os suceda en vuestro cometido.

—Magnífica ocurrencia, querido Sparhawk —declaró divertida la estiria—. Dada vuestra mentalidad elenia, me sorprende que hayáis llegado a esa conclusión.

—Últimamente habéis adquirido un hábito bastante molesto, ¿sabéis? No tratéis de confundirme con misterios y dejad de hablarme como si fuera un chiquillo sólo porque soy un elenio.

—Me esforzaré en no olvidarlo. ¿Accedéis a que venga con nosotros, entonces?

—¿Dispongo de otra opción?

—En realidad, no.

Al día siguiente se levantaron al alba y se reunieron en el patio, empapado de rocío, al que daba la fachada principal de la casa de Lycien. El sol, al filtrar su luz entre los árboles, proyectaba las peculiares sombras azuladas propias de la aurora.

—Os enviaré noticias periódicamente —prometió Sparhawk a quienes iban a permanecer en Madel.

—Ten cuidado en esa región sureña, Sparhawk —aconsejó Kalten.

—Siempre tomo precauciones —replicó Sparhawk, al tiempo que subía a lomos de Faran.

—Buen viaje, sir Sparhawk —le deseó Bevier.

—Gracias, Bevier. —Sparhawk posó la mirada sobre los restantes caballeros—. No os mostréis tan taciturnos, caballeros —les dijo—. Con un poco de suerte, regresaremos pronto. —Volvió a centrar la vista en Kalten—. Si te encuentras con Martel, dale recuerdos de mi parte.

—¿Te parece bien un hachazo en plena cara? —contestó Kalten.

El marqués Lycien montó un caballo y comenzó a cabalgar hacia el camino. La mañana era fresca, aunque no gélida. Sparhawk pensó que la primavera se aproximaba. Movió los hombros ligeramente. El sobrio jubón de comerciante que le había prestado Lycien no acababa de ajustarse a su cuerpo; en algunos lugares le apretaba y en otros le iba demasiado holgado.

—Nos desviaremos allí —informó Lycien—. Hay un sendero entre los bosques que conduce a mi embarcadero y a la pequeña población que se ha formado a su alrededor. ¿Queréis que me encargue de vuestros caballos después de que zarpéis?

—No, mi señor —respondió Sephrenia—. Creo que nos los llevaremos a Rendor. Realmente, ignoramos lo que puede acaecernos allí. Tendríamos que alquilar monturas, y ya he tenido la ocasión de comprobar la naturaleza de lo que consideran un buen caballo en Cippria.

Lo que Lycien había denominado modestamente «pequeña población» se transformó ante su vista en un pueblo de notables dimensiones, provisto de astilleros, casas, posadas y tabernas. Había una docena de bajeles atracados en los muelles, y multitud de estibadores trajinaban en las cubiertas.

—Advierto que tenéis buenas ideas, mi señor —comentó Sparhawk mientras avanzaban hacia el río a través de una fangosa calle.

—Me han ido bastante bien los negocios —respondió Lycien, sonriendo humildemente—. Además, los beneficios de las tarifas de amarre me permiten amortiguar holgadamente el costo de las instalaciones. —Miró en torno a sí—. ¿Por qué no entramos en aquella taberna, sir Sparhawk? —señaló—. La mayoría de los capitanes independientes la frecuentan.

—De acuerdo —aceptó Sparhawk.

—Os presentaré como dom Cluff —anunció Lycien mientras descendía del caballo—. Admito que es un nombre un tanto anodino, pero en ello radica su interés. He observado que los marinos son muy locuaces. Sin embargo, no son muy selectivos al escoger su auditorio. Supongo que preferiréis mantener vuestros asuntos en un plano confidencial.

—Admiro vuestra perspicacia, mi señor —replicó Sparhawk tras desmontar a su vez—. Me demoraré poco tiempo —informó a Kurik y a Sephrenia.

—¿No fueron ésas las mismas palabras que pronunciasteis la última vez que os dirigisteis hacia Rendor? —preguntó Kurik.

—No existen motivos para pensar que esta vez pasarán diez años.

Lycien lo introdujo en una taberna portuaria de ambiente singularmente sosegado. Tenía el techo bajo y oscuras y pesadas vigas decoradas con linternas de barco. Cerca de la puerta un amplio ventanal permitía la entrada a los dorados rayos de sol de la mañana, que arrancaban destellos de la paja fresca esparcida por el suelo. Varios hombres de mediana edad y aspecto adinerado se encontraban sentados junto a la ventana, alrededor de una mesa llena de rebosantes jarras de cerveza. Levantaron la mirada al acercarse el marqués.

—Mi señor —lo saludó respetuosamente uno de ellos.

—Caballeros —dijo Lycien—, éste es dom Cluff, un conocido mío que me ha solicitado ser presentado.

Todos los presentes observaron inquisitivamente a Sparhawk.

—Tengo un pequeño problema, señores —comenzó a hablar Sparhawk—. ¿Me permitís compartir vuestra mesa?

—Tomad asiento —le invitó uno de los capitanes, un hombre de recia constitución y rizados cabellos surcados de canas.

—Yo debo retirarme, señores —se despidió Lycien—. Tengo que atender un asunto. —Inclinó levemente la cabeza, se volvió y salió del establecimiento.

—Probablemente quiere indagar si hay alguna manera de aumentar las tarifas de amarre —apuntó irónicamente uno de los marinos.

—Me llamo Sorgi —se presentó el capitán de pelo rizado—. ¿Cuál es ese problema que habéis mencionado, dom Cluff?

—Bueno —empezó Sparhawk tras una tosecita de fingido embarazo—, todo empezó hace unos meses. Oí hablar de una dama que vive en un lugar no demasiado distante. —A medida que desarrollaba su relato lo embellecía—. Su padre es viejo y muy rico, por lo que dicha dama, sin duda, heredará una considerable fortuna. Una de mis preocupaciones constantes ha consistido en que poseo unos gustos un tanto refinados que mi bolsa no me permite satisfacer. Se me ocurrió pensar que solventaría ese obstáculo si me desposaba con una mujer acaudalada.

—Un buen razonamiento —aprobó el capitán Sorgi—. En mi opinión, constituye el único motivo sensato que puede conducir al matrimonio.

—Estoy totalmente de acuerdo —replicó Sparhawk—. En consecuencia, le escribí una carta simulando que teníamos amigos comunes, y, para mi sorpresa, la dama me respondió con cierto grado de entusiasmo. Progresivamente nuestras misivas adquirieron un cariz más íntimo, y finalmente me invitó a visitarla. Aumenté la cifra de mis deudas con el sastre y me dirigí a la casa de su padre con el ánimo exaltado y flameantes ropajes recién estrenados.

—Según parece, todo funcionaba según vuestro plan, dom Cluff —dijo Sorgi—. ¿En qué estriba pues vuestro problema?

—Ahora llegaremos a ese punto, capitán. La dama es de mediana edad y muy rica. Imaginé que si su aspecto hubiera sido medianamente presentable, alguien la habría conquistado hace años; por ello, no me había hecho grandes esperanzas a este respecto. Asumí que debía de ser poco atractiva, incluso feúcha, mas nunca llegué a pensar en una apariencia horrorosa. —Fingió un estremecimiento—. Caballeros, me resulta completamente imposible describírosla. Pese a su cuantiosa fortuna, no tendría que haberme levantado aquella mañana. Conversamos unos instantes, no recuerdo si acerca del tiempo, y luego me marché tras presentar mis excusas. Como no tiene hermanos, no me preocupaba la posibilidad de que alguien viniera a importunarme por mis malos modales. No obstante, no conté con sus primos, un batallón entero, que se han dedicado a seguirme los pasos durante las últimas semanas.

—¿No querrán mataros? —inquirió Sorgi.

—No —repuso Sparhawk con tono angustiado—. Quieren obligarme a casarme con ella.

Los capitanes prorrumpieron en carcajadas al unísono, al tiempo que golpeaban la mesa con regocijo.

—Me parece que habéis querido pasaros de listo, dom Cluff —apuntó uno de ellos mientras se enjugaba las lágrimas vertidas en su hilaridad.

—Ahora soy consciente de ello —admitió Sparhawk—. En todo caso, creo que ha llegado el momento de abandonar el país hasta que sus parientes dejen de buscarme. Tengo un sobrino que vive en Cippria, en Rendor, y la fortuna no le ha sido adversa. Estoy seguro de que me dará cobijo hasta que pueda circular de nuevo con libertad. ¿Alguno de vosotros zarpa pronto con ese destino? Querría reservar pasaje para mí y para un par de criados de la familia. Si no fuera por el temor a que me descubran los primos, acudiría a los muelles de Madel.

—¿Qué opináis, caballeros? —preguntó expansivamente el capitán Sorgi—. ¿Vamos a sacar del atolladero a este buen hombre?

—Yo no podré hacerlo —tronó la áspera voz de uno de los marinos—. Están raspando el casco de mi barco. Sin embargo, puedo daros un consejo. Si esos primos vigilan el puerto de Madel, probablemente también controlarán estos embarcaderos. Los muelles de Lycien son sobradamente conocidos en la ciudad. —Se acarició el lóbulo de la oreja—. En otro tiempo, cuando los precios eran más elevados, había ayudado a escabullirse a algunos pasajeros. —Dirigió una mirada al capitán que debía partir hacia Jiroch—. ¿Cuándo zarpáis, capitán Mabin?

—Con la pleamar del mediodía.

—¿Y vos? —preguntó el voluntarioso capitán a Sorgi.

—Igual que él.

—Bien. Si esos parientes acechan estos muelles, intentarán contratar un barco para seguir a este galán. Embarcadlo abiertamente en vuestro buque, Mabin. Luego, cuando os hayáis alejado lo bastante como para que no se os pueda divisar desde la orilla, transportadlo al barco de Sorgi. Si los familiares de la dama decidieran zarpar tras él, Mabin los conduciría en dirección a Jiroch y dom Cluff llegaría a buen recaudo a Cippria. A mi juicio, es lo más conveniente.

—Sois muy ingenioso, amigo —lo felicitó Sorgi entre risas—. ¿Estáis seguro de que sólo habéis embarcado pasajeros a hurtadillas en otro tiempo?

—Todos hemos burlado a los aduaneros en algunas ocasiones, ¿no es cierto, Sorgi? —respondió el capitán de voz ronca—. Nosotros vivimos en el mar. ¿Por qué tenemos que financiar los impuestos de los que viven en tierra? Pagaría gustosamente la tasa al rey de los océanos, pero no he logrado encontrar su palacio.

—¡Cuánta razón tenéis, amigo! —aplaudió Sorgi.

—Caballeros —dijo Sparhawk—, estaré eternamente en deuda con vosotros.

—No por demasiado tiempo, dom Cluff —adujo Sorgi—. Un hombre que confiesa padecer dificultades monetarias paga el pasaje antes de embarcar. Al menos, en mi barco.

—¿Aceptaríais la mitad ahora y el resto al llegar a Cippria? —propuso Sparhawk.

—Siento rechazar vuestra oferta, amigo mío. Os encuentro simpático, pero debéis comprender mi posición.

—Llevamos caballos —advirtió Sparhawk con un suspiro—. Supongo que me cobraréis un suplemento por ellos.

—Naturalmente.

—Me lo temía.

La carga de Faran, del palafrén de Sephrenia y del robusto mulo de Kurik se ejecutó al amparo de una vela que remendaban ostensiblemente los marineros de Sorgi. Poco antes de mediodía, Sparhawk y Kurik, al subir al barco con destino a Jiroch, recorrieron tranquilamente la pasarela, seguidos de Sephrenia, que llevaba a Flauta en brazos.

El capitán Mabin los recibió en el alcázar.

—Ah —saludó con una sonrisa—, aquí está nuestro remilgado pretendiente. ¿Por qué no paseáis con vuestros amigos por cubierta antes de zarpar? Así daréis oportunidad a esos primos para que os descubran.

—He reflexionado sobre la situación, capitán Mabin —respondió Sparhawk—. Si mis perseguidores alquilan un barco y dan alcance al vuestro, advertirán que he dejado vuestra compañía.

—Nadie podrá ni siquiera acercarse, dom Cluff —replicó riendo el capitán—. Poseo el bajel más veloz del Mar Interior. Además, observo que, evidentemente, no conocéis el código de los navegantes. Nadie aborda el barco de otro hombre en alta mar a menos que esté dispuesto a iniciar una batalla, lo cual resulta extremadamente infrecuente.

—Oh —exclamó Sparhawk—. No lo sabía. De acuerdo, nos dejaremos ver en cubierta.

—¿Pretendiente? —murmuró Sephrenia mientras se alejaban del capitán.

—Es una larga historia —repuso Sparhawk.

—Al parecer, últimamente sois aficionado a las largas historias. Un día deberemos sentarnos un buen rato y me las contaréis todas.

—Tal vez en otra ocasión.

—Flauta —llamó con firmeza Sephrenia—, baja de ahí.

Sparhawk levantó la vista. La pequeña se hallaba encaramada a una escalera de cuerda que se extendía de la barandilla al peñol. Hizo pucheros unos instantes, pero acabó por obedecer la orden.

—Siempre sabéis dónde se encuentra exactamente, ¿no es cierto?

—Siempre —afirmó la mujer.

El traspaso de pasajeros de uno a otro barco se efectuó en pleno río, a algunas millas de distancia de los embarcaderos de Lycien, y fue encubierto por una febril actividad en ambas embarcaciones. El capitán Sorgi los condujo inmediatamente bajo cubierta para ocultarlos y luego ambos buques prosiguieron parsimoniosamente río abajo; su rumbo paralelo recordaba a dos matronas que regresaran de la iglesia.

—Pasamos ante los muelles de Madel —les informó el capitán Sorgi desde la escalera de toldilla poco después—. No se os ocurra asomaros, dom Cluff, o pronto tendríamos la cubierta invadida por futuros primos políticos.

—Este asunto comienza a intrigarme de veras, Sparhawk —declaró Sephrenia—. ¿No podríais darme una pequeña pista?

—Me inventé una historia —respondió con un encogimiento de hombros—. Su atractivo consiguió cautivar la atención de un grupo de marinos.

—Sparhawk siempre ha alardeado de facilidad para imaginar relatos —observó Kurik—. Cuando era un novicio, ese hábito solía causarle contratiempos, de los que se deshacía por medio de otro embuste. —El escudero se hallaba sentado en un banco, con Flauta dormida en su regazo—. Nunca tuve una hija —dijo con voz pausada—. Huelen mejor que los niños, ¿verdad?

—No se lo comentéis a Aslade —lo previno Sephrenia con una carcajada—. Quizá decidiera probar suerte.

—Otra vez no —rehusó Kurik, a la vez que giraba los ojos hacia arriba, consternado—. No me importa que los niños correteen por la casa, pero no soportaría de nuevo sus mareos matinales.

Alrededor de una hora después, Sorgi descendió la escalera.

—Estamos saliendo de la boca del estuario —explicó—, y no se divisa un solo barco a nuestras espaldas. Conjeturo que habéis escapado airosamente, dom Cluff.

—Gracias a Dios —replicó fervientemente Sparhawk.

—Decidme, amigo —inquirió pensativo Sorgi—, ¿es tan horrible esa dama como la pintáis?

—No os lo podéis ni imaginar.

—Tal vez seáis demasiado exigente, dom Cluff. Cada vez noto más el frío en alta mar. Mi barco se vuelve viejo y cansado, y las tormentas de invierno me despiertan el reuma. Podría soportar un elevado grado de fealdad si la heredad de esa señora se elevara tan respetablemente como afirmáis. Incluso podría considerar la posibilidad de devolveros parte de vuestro pasaje a cambio de una carta de presentación. Posiblemente no percibisteis sus cualidades y virtudes.

—Supongo que podríamos tratar ese asunto —concedió Sparhawk.

—Debo volver arriba —anunció Sorgi—. Ya nos hemos alejado lo bastante de la ciudad como para que podáis salir a cubierta.

Tras estas palabras, se volvió y subió nuevamente la escalera de toldilla.

—Me parece que puedo ahorraros el trabajo de relatarme esa larga historia que habéis mencionado antes —sugirió Sephrenia—. ¿No habréis echado mano de aquella vieja y manida fábula de la rica heredera, verdad?

—Como asegura Vanion, las más antiguas son las mejores —respondió Sparhawk con indiferencia.

—Oh, Sparhawk, me decepcionáis. ¿Cómo vais a escabulliros de confesar al pobre capitán el nombre de esa imaginaria dama?

—Ya pensaré algo. ¿Por qué no salimos al aire libre antes de que el sol se oculte?

—Creo que la niña está dormida —susurró Kurik—. No quiero despertarla. Id vosotros dos.

Sparhawk asintió con la cabeza y escapó con Sephrenia de la exigua cabina.

—Es el hombre más amable y de mejor corazón que conozco —le comentó a Sephrenia—. Si no existieran las diferencias de clases, constituiría un caballero casi perfecto.

—¿Tiene tanta importancia la cuestión del linaje?

—Para mí no, pero yo no he establecido las normas.

La cubierta se hallaba bañada por los oblicuos rayos del sol de la tarde. El fresco viento que soplaba de la costa mordía las crestas de las olas, y las convertía en resplandeciente espuma. El buque del capitán Mabin se inclinaba bajo la brisa en dirección oeste a través del ancho canal del estrecho de Arcium. Sus velas, con una tonalidad blanca como la nieve, se hinchaban a la luz del atardecer y evocaban las alas de un ave que volara a ras de la superficie marina.

—¿Qué distancia calculáis que debemos recorrer hasta Cippria, capitán? —preguntó Sparhawk cuando subían al puente de mando.

—Unas setecientas cincuenta millas, dom Cluff —repuso Sorgi—. Si continúa la fuerza del viento, tres días.

—Es una buena marcha.

—Podríamos navegar más rápidamente si este viejo cascarón no hiciera tanta agua —gruñó Sorgi.

—¡Sparhawk! —gritó Sephrenia, al tiempo que lo agarraba con apremio por el brazo.

—¿Qué ocurre? —preguntó mientras observaba preocupado la palidez mortal que había inundado el rostro de la mujer.

—¡Mirad! —señaló.

A alguna distancia del lugar donde el gracioso bajel del capitán Mabin surcaba las aguas del estrecho de Arcium, se había formado una solitaria y densa nube que destacaba en el despejado cielo. Sorprendentemente, parecía avanzar contra el viento. Por momentos su tamaño aumentaba y se tornaba más ominosamente negra. Luego comenzó a agitarse en remolino, pesadamente al principio y después a una velocidad progresivamente mayor. Mientras giraba, un largo y oscuro dedo negro surgió debajo de su punto central y se estiró hasta tocar la ondulada superficie del estrecho. Las turbulentas fauces aspiraron de pronto toneladas de agua, al tiempo que el vasto embudo se desplazaba erráticamente sobre el ondulado mar.

—¡Una tromba marina! —gritó desde el mástil el vigía.

Los marineros corrieron hacia la barandilla para contemplar horrorizados el fenómeno.

Inexorablemente, la enorme masa de agua alcanzó el indefenso barco de Mabin, que se transformó de súbito en un bote infinitamente pequeño, y lo englutió en su agitado conducto. Los tarugos y pedazos de su cuaderna salieron despedidos de la descomunal tromba y, tras alcanzar una altura de cientos de metros, volvieron a la superficie con desmayada lentitud. Un desnudo retazo de vela se posó sobre el agua como una blanca ave abatida.

A continuación, tan repentinamente como había aparecido, la negra nube y la tromba marina se desvanecieron.

También se había esfumado la embarcación de Mabin.

La superficie del mar se hallaba cubierta de despojos. Al punto una bandada de blancas gaviotas se abalanzó sobre los restos del naufragio, como si acudieran al funeral del navío.