Capítulo 16

—Porque vuestra apariencia no podría confundirse fácilmente con la de un rendoriano —les aseguró Sparhawk—. Los extranjeros suscitan mucha atención en aquella región, la cual, en muchas ocasiones, se transforma en suspicacia hostil. Yo puedo hacerme pasar por un nativo en Cippria, y Kurik no despertaría recelos. Las mujeres rendorianas llevan velo, con lo que el aspecto de Sephrenia no representa ningún problema, pero, lamentablemente, el resto de vosotros deberá quedarse atrás.

Se hallaban reunidos en una amplia estancia del piso superior de la posada cercana a la universidad. La habitación carecía de mobiliario, aparte de los bancos adosados a las paredes, y su estrecha ventana no tenía cortinas. Sparhawk acababa de relatar su conversación con el achispado médico, de la que había destacado el que, de nuevo, Martel había recurrido a otro tipo de presión y había soslayado la confrontación física.

—Podríamos ponernos algo en el cabello para cambiarle el color —protestó Kalten—. ¿No pasaríamos más inadvertidos de esa forma?

—Es una cuestión de aspecto, Kalten —explicó Sparhawk—. Podrías teñirte de verde y la gente descubriría enseguida tu procedencia elenia. Con los demás ocurriría lo mismo. Todos tenéis la apostura de caballeros y uno tarda años en desprenderse de ella.

—Entonces, ¿queréis que permanezcamos aquí? —inquirió Ulath.

—No. Podéis acompañarnos hasta Madel —decidió Sparhawk—. Si nos acaeciera algún imprevisto en Cippria, podría haceros llegar un mensaje con mayor rapidez.

—Me parece que olvidas algo, Sparhawk —señaló Kalten—: Martel merodea por estos parajes y probablemente nos espía constantemente. Si salimos a caballo de Borrata ataviados con armadura, estará informado de nuestra partida antes de que hayamos recorrido dos millas.

—Peregrinos —gruñó crípticamente Ulath.

—No comprendo vuestra sugerencia —dijo Kalten mientras fruncía el entrecejo.

—Si trasladamos nuestras armas en un carromato y nos vestimos con ropajes sombríos, podemos unirnos a un grupo de peregrinos sin que nadie se moleste en pasar dos veces la mirada sobre nosotros. —Se volvió hacia Bevier—. ¿Conocéis bien la ciudad de Madel? —preguntó.

—Nuestra orden posee un castillo allí —repuso éste—. De vez en cuando la visito.

—¿Existe algún santuario o lugar sagrado?

—Varios. Sin embargo, no suelen ser visitados en invierno.

—Si se les paga estarán dispuestos a viajar. Contrataremos a unas cuantas personas para que formen una procesión y a un clérigo para que entone himnos por el camino.

—Puede dar buen resultado, Sparhawk —opinó Kalten—. Martel no sabe a dónde nos dirigiremos cuando abandonemos Borrata y, en consecuencia, deberá apostar espías en todas las salidas.

—¿Cómo reconoceremos a ese sujeto llamado Martel? —preguntó Bevier—. Me refiero a la posibilidad de que topemos con él mientras estáis en Cippria.

—Kalten lo conoce —respondió Sparhawk— y Talen lo ha visto en una ocasión. —Entonces recordó algo y miró al muchacho, que se dedicaba a fabricar una cunita para entretener a Flauta—. Talen —lo llamó—, ¿podrías dibujar los rostros de Martel y Krager?

—Desde luego.

—Mientras tanto, nosotros podemos conjurar la imagen de Adus —agregó Sephrenia.

—No representa ninguna dificultad figurarse el aspecto de Adus —intervino Kalten—: basta con imaginar un gorila vestido con armadura.

—De acuerdo, lo haremos de este modo —decidió Sparhawk—. Berit.

—¿Sí, mi señor Sparhawk?

—Buscad una iglesia, preferiblemente pobre, y hablad con el vicario. Decidle que financiaremos una peregrinación a los santuarios de Madel. Pedidle que seleccione a una docena de personas entre sus parroquianos más necesitados y que los traiga aquí mañana por la mañana. Comunicadle asimismo que deseamos que él también nos acompañe para que alguien cuide de nuestras almas. No olvidéis añadir que ofreceremos un considerable donativo a su iglesia si accede a nuestra petición.

—¿No hará preguntas acerca de los motivos que nos impulsan, mi señor?

—Respondedle que hemos cometido un horrible pecado y que queremos expiarlo —resolvió tranquilamente Kalten—. Por supuesto, debéis evitar ser demasiado específico respecto a la naturaleza de nuestra falta.

—¡Sir Kalten! —exclamó indignado Bevier—. ¿Seríais capaz de mentir a un clérigo?

—No se trata exactamente de una mentira, Bevier. Todos hemos pecado en alguna ocasión. Yo mismo me he dejado vencer por las tentaciones al menos seis veces en esta semana. Además, el vicario de una modesta parroquia no indagará demasiado si puede perder una posible ofrenda.

Sparhawk extrajo una bolsa de cuero de su túnica y la agitó varias veces, lo que produjo un inconfundible tintineo metálico.

—Bien, caballeros —dijo al abrirla—, hemos llegado a la parte del servicio que a todos nos resulta más placentera: el ofertorio. Dios aprecia a los fieles generosos, no seáis tímidos. El vicario necesitará una atractiva suma para reclutar a los peregrinos —observó, y comenzó a hacer correr el recipiente.

—¿Crees que Dios aceptaría la promesa de un billete? —inquirió Kalten.

—Dios, tal vez, pero yo no. Pon algo más consistente en el interior, Kalten.

La gente que se reunió al día siguiente en el patio constituía un grupo homogéneo de desharrapados: viudas vestidas con luctuosos andrajos, artesanos sin trabajo y varios famélicos mendigos. Todos montaban fatigados rocines o mulas de ojos adormilados. Sparhawk los contempló desde la ventana.

—Pide al posadero que les dé de comer —indicó a Kalten.

—Son bastantes, Sparhawk.

—No quiero que desfallezcan de hambre a tan sólo una milla de la ciudad. Ocúpate de ellos mientras voy a hablar con el vicario.

—Lo que tú digas —aceptó Kalten con un encogimiento de hombros—. ¿Deseas que los bañe también? Algunos parecen bastante desaseados.

—No es necesario. Alimenta bien a los caballos y a las mulas.

—¿No estaremos comportándonos con excesiva generosidad?

—¿Te encargarás tú de arrastrar a las monturas que se desmoronen a medio camino?

—Haré lo posible por evitarlo.

El sacerdote de la modesta parroquia era un hombre delgado de mirada ansiosa que debía de aproximarse a los sesenta años. Tenía los cabellos plateados y rizados y su ajada cara mostraba los surcos de pronunciadas arrugas de preocupación.

—Mi señor —saludó a Sparhawk con una profunda reverencia.

—Por favor, buen vicario —corrigió Sparhawk—, sólo aceptaré el tratamiento de peregrino. Todos somos iguales a los ojos de Dios. Mis compañeros y yo únicamente deseamos unirnos a vuestros humildes y piadosos feligreses y viajar hasta Madel para poder rendir culto a los lugares sagrados que hay allí. Deseamos hallar solaz para nuestras almas y el convencido conocimiento de la misericordia de Dios.

—Hermosas palabras…, eh…, peregrino.

—¿Querréis acompañarnos a la mesa, respetado vicario? —ofreció Sparhawk—. Debemos recorrer muchas millas antes de la caída de la noche.

—Lo haré encantado, mi señor…, eh, peregrino —respondió el sacerdote, con el rostro súbitamente iluminado.

La alimentación de los indigentes cammorianos y sus monturas se alargó considerablemente, incluso amenazó con acabar con las existencias de la cocina y del almacén de grano de la posada.

—Jamás había visto comer tanto a alguien —comentó Kalten mientras montaba a las puertas del establecimiento, vestido con una tosca capa.

—Estaban hambrientos —los disculpó Sparhawk—. Al menos podremos saciar su apetito adecuadamente durante el trayecto.

—¿Intentáis alardear de caridad, sir Sparhawk? —inquirió Bevier—. ¿Esa acción no queda fuera de lugar? Los hoscos pandion no destacan precisamente por su tierna sensibilidad.

—Bien poco los conocéis —murmuró Sephrenia.

Después subió a lomos de su blanco palafrén y alargó los brazos en dirección a Flauta, pero la pequeña realizó un gesto negativo, se aproximó a Faran y tendió hacia arriba sus diminutas manos. El poderoso ruano bajó la cabeza y dejó que la niña acariciase su aterciopelado hocico. Sparhawk sintió cómo su montura se estremecía de una forma peculiar. Entonces, gravemente, Sparhawk se inclinó hacia Flauta, que dirigía insistentemente sus manitas hacia el fornido pandion, la izó hasta su habitual acomodo en la parte delantera de la silla y la tapó con la falda de su capa. La pequeña se arrellanó contra su cuerpo, sacó su flauta y comenzó a interpretar la misma ligera melodía que interpretaba el día en que la vieron por primera vez.

A la cabeza de la columna, el vicario entonó una breve plegaria para invocar la protección del Dios de los elenios durante el transcurso del viaje. Aquel acto de fe se vio punteado por los inquisitivos, e incluso escépticos, gorjeos del caramillo de Flauta.

—Compórtate —le susurró Sparhawk—. Se trata de un buen hombre que se conduce según sus creencias.

La pequeña hizo girar los ojos con aire picaruelo y, con un bostezo, se arrebujó más cerca de él. Al poco rato, cayó dormida.

Salieron de Borrata en dirección sur bajo el claro palio del cielo matinal, acompañados por el traqueteo producido por los carros que transportaban las armaduras en la retaguardia. La brisa, racheada, agitaba la andrajosa vestimenta de los peregrinos, quienes avanzaban pacientemente y con paso lento detrás de su vicario. Del lado oeste se alzaba una hilera de montañas cuyos picos, cubiertos de nieve, relumbraban a la luz del sol. A Sparhawk se le antojaba pausado el ritmo de la marcha, incluso lánguido; no obstante, la respiración jadeante de las escuálidas monturas de los feligreses demostraba con nitidez que las bestias caminaban casi al límite de sus posibilidades.

Hacia el mediodía, Kalten cabalgó hacia él desde su posición, al final de la columna.

—Nos sigue un grupo a caballo —informó en voz baja, para no alarmar a los parroquianos cercanos—. Se acercan con un trote rápido.

—¿Tienes idea de quiénes pueden ser?

—Van vestidos de rojo.

—Entonces son soldados eclesiásticos.

—¿Habéis reparado en su agilidad mental? —preguntó Kalten a sus compañeros.

—¿Cuántos son? —inquirió Tynian.

—Parece un pelotón bien guarnecido.

Bevier desató su hacha de la silla.

—Guardad eso —le advirtió Sparhawk—. Todos debéis ocultar también vuestras armas. —Levantó la voz—. Buen vicario —llamó—, ¿qué os parece si entonamos algún himno? El camino se haría más llevadero si lo amenizásemos con música sacra.

El sacerdote se aclaró la garganta y comenzó a cantar con voz ronca y desafinada. Aunque fatigados, maquinalmente los peregrinos respondieron a su pastor y se unieron a él.

—¡Cantad! —ordenó Sparhawk a sus compañeros, y éstos elevaron sus voces para seguir el conocido cántico.

Mientras tanto, Flauta se llevó el caramillo a los labios e interpretó un ligero y burlón contrapunto.

—Interrumpe esa melodía —le murmuró Sparhawk—. Si hay problemas, baja y corre hacia ese campo.

La niña giró nuevamente los ojos.

—Haz lo que te indico, jovencita. No quiero que te pisen si se produce una pelea.

Sin embargo, los soldados de la Iglesia adelantaron a la comitiva de peregrinos sin dedicarles apenas una mirada, y pronto su imagen se disolvió en el horizonte.

—El peligro ha pasado —exclamó Ulath.

—En efecto —acordó Tynian—. Aunque hubiera resultado interesante intentar luchar en medio de una turba aterrorizada.

—¿Creéis que iban en nuestra busca? —inquirió Berit.

—Es difícil adivinarlo —replicó Sparhawk—. Además, no estaba dispuesto a pararlos y preguntárselo.

Prosiguieron la ruta hacia Madel sin forzar la marcha, a fin de no maltratar a las penosas monturas de los parroquianos. Llegaron a las afueras de la ciudad portuaria al mediodía de la cuarta jornada de viaje. Al avistar la población, Sparhawk cabalgó hacia adelante para reunirse con el vicario, a la cabeza de la comitiva, y entregar al buen hombre una bolsa llena de monedas.

—Nos separaremos aquí —anunció—. Hemos tenido noticia de un asunto que reclama nuestra atención.

—Toda esta situación no ha sido más que un disfraz, ¿no es cierto, mi señor? —preguntó gravemente el sacerdote, al tiempo que le dirigía una mirada inquisitiva—. Aun cuando únicamente sea el pastor de un templo invadido por la pobreza, reconozco los modales y el porte de los caballeros de la Iglesia sólo con verlos.

—Perdonadnos, buen vicario —repuso Sparhawk—. Llevad a vuestra gente a los santuarios de Madel. Haced que recen y proveedlos de alimentos. Luego regresad a Borrata y disponed según os parezca del dinero sobrante.

—¿Puedo servirme de él con la conciencia limpia, hijo mío?

—Por supuesto, honorable pastor. Mis amigos y yo trabajamos al servicio de la Iglesia en una cuestión de máxima prioridad, y vuestra colaboración será apreciada por los miembros de la jerarquía, al menos por buena parte de ellos. —Entonces Sparhawk volvió grupas y retrocedió junto a sus compañeros—. Listos, Bevier —exclamó—. Conducidnos al castillo de vuestra orden.

—He reflexionado sobre esa decisión, sir Sparhawk —replicó Bevier—. Nuestro castillo se halla estrechamente vigilado por las autoridades locales e, incluso con estas vestiduras, espías de todos los bandos nos reconocerían.

—Seguramente tenéis razón —gruñó Sparhawk—. ¿Se os ocurre alguna alternativa?

—Creo que la opción que he pensado podría funcionar. Tengo un pariente, un marqués de Arcium, que posee una villa en las afueras de la ciudad. Hace años que no lo veo, debido a que nuestra familia desaprueba su dedicación a los negocios, pero tal vez se acuerde de mí. Es un hombre de buenos sentimientos y, si voy a visitarlo, probablemente nos ofrecerá su hospitalidad.

—Merece la pena intentarlo. De acuerdo. Llevadnos allí.

Atravesaron los arrabales occidentales de Madel hasta llegar a una opulenta mansión cercada por una pared baja construida con la arenisca propia de la zona. La casa se hallaba rodeada de plantas de hoja perenne y primoroso césped. Desmontaron junto a la entrada, en un patio cubierto de grava. Con presteza, apareció un sirviente y se acercó a ellos con expresión inquisitiva.

—¿Seríais tan amable de advertir al marqués de que su primo segundo, sir Bevier, y varios amigos suyos desearían hablar con él? —solicitó cortésmente el caballero cirínico.

—Inmediatamente, mi señor.

El sirviente se volvió y penetró en el edificio. El hombre que salió al cabo de un momento era corpulento y de tez sonrosada. En lugar del habitual atuendo arciano, compuesto de jubón y calzas, vestía una abigarrada túnica de seda propia de Cammoria. El marqués les dedicó una franca sonrisa de bienvenida.

—Bevier. —Saludó a su primo con un cálido apretón de manos—. ¿Qué os ha traído a Cammoria?

—Buscamos un refugio, Lycien —respondió Bevier—. Sé que la familia os ha tratado injustamente —añadió, con su joven rostro momentáneamente ensombrecido—; por tanto, comprendería vuestra reacción si ahora me negarais vuestra acogida.

—Tonterías, Bevier. Yo tomé la decisión de dedicarme a los negocios, pese a ser perfectamente consciente de lo que pensaba el resto de la familia al respecto. Estoy encantado de volver a veros. ¿Habéis mencionado la palabra refugio?

Bevier asintió con la cabeza.

—Hemos venido aquí para resolver un asunto eclesiástico bastante delicado —explicó—, y en esta ciudad demasiados ojos se encuentran pendientes del castillo de los cirínicos. Aunque se trate de una petición un tanto osada, ¿podemos contar con vuestra hospitalidad?

—Por supuesto, muchacho, por supuesto. —El marqués Lycien dio unas palmadas y surgieron varios mozos de cuadra de las caballerizas—. Ocupaos de las monturas de estos caballeros y de sus carromatos —ordenó antes de posar su mano en el hombro de Bevier—. Pasad —invitó al grupo de visitantes—. Consideraos en vuestra propia casa. —Después se giró, y traspasó el arqueado umbral y penetró en la casa. Una vez en el interior, lo siguieron hasta una acogedora habitación amueblada con sillones cubiertos de cojines, en la que crepitaba un fuego—. Sentaos, por favor, amigos —rogó. Después los observó especulativamente—. Debe de tener una especial importancia el asunto eclesiástico al que aludíais, Bevier —apuntó—. Por lo que se deduce de sus rasgos, imagino que vuestros amigos representan a las cuatro órdenes militares.

—Vuestra sospecha es atinada, marqués —indicó Sparhawk.

—¿Va a acarrearme problemas vuestra presencia? —inquirió Lycien con una amplia sonrisa—. Podéis estar seguro de que no me preocupa en absoluto; no obstante, prefiero estar preparado ante las eventualidades.

—Es poco probable —le aseguró Sparhawk—. Especialmente si logramos finalizar con éxito nuestra misión. Decidme, mi señor, ¿tenéis contactos con los marinos del puerto?

—Muy abundantes, sir…

—Sparhawk —le informó el pandion.

—¿El paladín de la reina de Elenia? —Lycien pareció sorprendido—. Había oído que habíais regresado de vuestro exilio en Rendor; pero, habéis viajado bastante lejos desde entonces, ¿no? ¿No deberíais hallaros en Cimmura para tratar de desbaratar los intentos del primado Annias para desbancar del poder a vuestra señora?

—Estáis bien informado, mi señor —afirmó Sparhawk.

—Cuento con numerosos agentes comerciales —indicó Lycien, encogiéndose de hombros—. Esos contactos provocaron mi caída en desgracia ante los ojos de la familia —agregó, con un guiño dirigido a Bevier—. Mis delegados y los patrones de mis barcos se enteran de muchas noticias mientras cierran los tratos.

—Me da la impresión de que no profesáis gran simpatía por el primado de Cimmura, mi señor.

—Ese hombre es un canalla.

—Coincidimos plenamente con vos —convino Kalten.

—Perfecto, mi señor —agregó Sparhawk—. Estamos empeñados en contrarrestar la creciente influencia de Annias. Si nuestras acciones llegan a buen término, podremos acabar con él. Os explicaría más abiertamente la situación si no constituyera un peligro para vos conocer demasiados detalles.

—Me honráis, sir Sparhawk —repuso Lycien—. Decidme, ¿en qué puedo ayudaros?

—Tres de nosotros debemos viajar a Cippria —contestó Sparhawk—. Por motivos relacionados con vuestra propia seguridad, sería preferible que embarcáramos con un capitán independiente en lugar de en uno de vuestros buques. Si pudierais indicarnos uno de estos capitanes y entregarnos una discreta carta de presentación, nosotros nos encargaríamos del resto.

—Sparhawk —exclamó de pronto Kurik, al tiempo que recorría la estancia con la mirada—, ¿dónde está Talen?

—Pensaba que venía detrás de nosotros cuando hemos entrado —respondió el caballero mientras mostraba una viva reacción.

—Yo también lo creía.

—Berit, id a buscarlo —le encargó Sparhawk.

—Ahora mismo, mi señor —repuso el novicio con premura.

—¿Algún contratiempo? —inquirió Lycien.

—Un díscolo chiquillo, primo —le explicó Bevier—. Por lo que he observado, se le debe mantener bajo constante vigilancia.

—Berit lo encontrará —afirmó riendo Kalten—. He depositado una gran confianza en ese joven. Posiblemente Talen regresará con unos cuantos chichones y contusiones, pero estoy convencido de que le resultarán muy educativos.

—Bien, si este imprevisto está controlado —sugirió Lycien—, ¿por qué no aviso al personal de la cocina? Seguramente todos estáis hambrientos. Entretanto, ¿qué os parece un poco de vino? —Adoptó una piadosa expresión que, sin duda, era fingida—. Sé que los caballeros de la Iglesia son abstemios; sin embargo, según me han dicho, un traguito de vino favorece la digestión.

—También ha llegado a mis oídos la misma opinión —acordó Kalten.

—¿Podría persuadiros de que encarguéis una taza de té y un poco de leche para la niña, mi señor? —preguntó Sephrenia—. No creo que el vino nos sentara bien.

—Desde luego, señora —replicó jovialmente Lycien—. Perdonadme por no reparar antes en ese detalle.

A media tarde Berit regresó arrastrando a Talen.

—Lo he encontrado cerca del puerto —informó el novicio mientras sujetaba todavía con firmeza al muchacho por el cuello de la túnica—. Lo he registrado cuidadosamente. Aún no había tenido tiempo de robar a nadie.

—Sólo quería contemplar el mar —protestó el chiquillo—. Nunca lo había visto.

Kurik comenzó a desabrocharse con aire amenazador el ancho cinturón de cuero que llevaba.

—Eh, aguardad un momento, Kurik —exclamó Talen, al tiempo que trataba de zafarse de las garras de Berit—. No os propondréis lo que me imagino, ¿verdad?

—Lo vas a comprobar.

—He conseguido información —se apresuró a argumentar Talen—. Si me azotáis, no se la contaré a nadie. —Miró suplicante a Sparhawk—. Es importante —agregó—. Haced que vuelva a ponerse la correa y os diré lo que he averiguado.

—Está bien, Kurik —intercedió Sparhawk—. Dejadlo… por ahora. —Entonces dirigió una severa mirada al muchacho—. Será mejor que traigas noticias interesantes —lo amenazó.

—Os lo aseguro, Sparhawk. Creedme.

—Relátalas.

—Cuando bajaba por esta calle, pues, como he dicho antes, quería ver el puerto y los barcos, al pasar delante de una vinatería vi salir a un hombre.

—Asombroso —bromeó Kalten—. ¿De veras frecuentan las vinaterías las gentes de Madel?

—Los dos conocéis a ese hombre: era Krager, el tipo al que seguíais en Cimmura. Se dirigió a una destartalada posada que está cerca de los muelles. Si lo deseáis, os puedo conducir al lugar.

—Vuelve a ponerte la correa, Kurik —ordenó Sparhawk.

—¿Disponemos de tiempo para acercarnos hasta allí? —preguntó Kalten.

—Creo que deberíamos permitírnoslo. Martel ya se ha interpuesto en nuestro camino en un par de ocasiones. Si fue Annias quien envenenó a Ehlana, tratará por todos los medios a su alcance de evitar que encontremos un antídoto. En consecuencia, lo más probable es que Martel intente llegar a Cippria antes que yo. Si conseguimos agarrar a Krager, haremos que confiese cuáles son sus planes.

—Os acompañaremos —se ofreció el impaciente Tynian—. Nos ahorraremos dificultades si neutralizamos a los agentes que ha enviado Annias a Madel.

—No estimo que sea aconsejable —rechazó Sparhawk después de reflexionar unos instantes—. Martel y sus secuaces nos conocen a Kalten y a mí, pero no al resto de vosotros. Si nosotros no logramos dar con él, vosotros deberéis recorrer toda la ciudad hasta encontrarlo, lo que os resultará más sencillo si él desconoce vuestro aspecto.

—Vuestro razonamiento tiene cierta lógica —concedió Ulath.

—A veces pensáis demasiado, Sparhawk —le reprochó Tynian, profundamente decepcionado.

—Constituye una de sus particularidades —le confesó Kalten.

—¿Llamarán demasiado la atención nuestras capas en las calles de Madel, mi señor? —preguntó Sparhawk al marqués.

—Nos hallamos en una ciudad portuaria, por lo que es visitada por gente de todos los lugares del mundo —respondió Lycien con un gesto negativo—. Un par más de extranjeros no levantarán sospechas.

—Estupendo —exclamó Sparhawk, y comenzó a caminar hacia la puerta seguido de Kalten y Talen—. Si no hay contratiempos, no tardaremos en volver —informó.

Se dirigieron a pie a la ciudad. Madel estaba situada en un estuario y los aromas que acarreaba la brisa tierra adentro estaban fuertemente impregnados de olor a mar. Las calles, angostas y sinuosas, se tornaban más ruinosas a medida que se aproximaban a la zona portuaria.

—¿Queda muy alejada la posada? —inquirió Kalten.

—No demasiado —aseveró el muchacho.

—¿Has tenido ocasión de echar una ojeada por los alrededores después de que Krager entrara? —preguntó Sparhawk al muchacho.

—No. Cuando me disponía a inspeccionar el lugar, Berit me atrapó.

—¿Por qué no lo haces ahora? Si Kalten y yo nos dirigimos a la puerta principal y, por azar, Krager está a la expectativa, saldrá por la puerta trasera antes de que hayamos entrado en el edificio. Ve a comprobar si existe otro acceso a la posada.

—De acuerdo —dijo Talen, con los ojos chispeantes de excitación; después se escabulló calle abajo.

—Es un buen chaval —apreció Kalten—, a pesar de sus malas costumbres. —Arrugó el entrecejo—. ¿Por qué imaginas que esta casa tiene una puerta trasera? —preguntó.

—Resulta habitual en todas las posadas, Kalten. Se utiliza en caso de incendio, además de otras aplicaciones eventuales.

—No me lo había planteado nunca.

De regreso, Talen corría con todas sus fuerzas. Unos diez hombres lo perseguían; Adus, en cabeza, rugía ininteligiblemente.

—¡Cuidado! —gritó Talen al pasar ante ellos.

Sparhawk y Kalten desenvainaron las espadas, las extrajeron de debajo de sus capas y dieron unos pasos para enfrentarse a los atacantes. Los hombres que conducía Adus vestían harapos y llevaban toda suerte de armas: espadas herrumbrosas, hachas y mazas.

—¡Matadlos! —bramó Adus, al tiempo que aminoraba ligeramente el paso y hacía una señal a sus secuaces.

La pelea no se alargó demasiado. Los agresores constituían una pandilla de ordinarios matones de los barrios bajos y no se hallaban a la altura de los dos avezados caballeros. Cuatro de ellos ya estaban abatidos antes de advertir que habían subestimado a sus víctimas. Cuando emprendieron la retirada, ya habían caído dos más.

Sparhawk saltó por encima de los cadáveres y avanzó hacia Adus. La bestia contuvo el primer asalto; luego agarró la empuñadura de la espada con ambas manos y la agitó en dirección a Sparhawk. Éste esquivó fácilmente su acometida y contraatacó con destreza para infligir profundos cortes y magulladuras en las costillas y en los hombros cubiertos de malla de su oponente. Tras un momento, Adus huyó a la carrera mientras se apretaba con una mano el costado ensangrentado.

—¿Por qué no lo has perseguido? —inquirió Kalten, jadeante tras el ascenso por la calleja; llevaba la espada moteada de sangre todavía en la mano.

—Porque las piernas de Adus son más veloces que las mías —contestó Sparhawk con un encogimiento de hombros—. Lo conozco desde hace años.

Talen reapareció casi sin resuello y contempló admirativamente los acuchillados y sangrientos cuerpos tendidos sobre el empedrado.

—Buen trabajo, mis señores —los felicitó.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Sparhawk.

—Primero he pasado por delante de la posada —respondió Talen— y luego la he rodeado. Ese grandullón que acaba de escaparse estaba escondido con los otros en el callejón. Ha intentado atraparme, pero he logrado zafarme y después he escapado rápidamente.

—Has hecho bien —declaró Kalten.

—Salgamos de aquí —propuso Sparhawk, a la vez que envainaba la espada.

—¿Por qué no intentamos seguir a Adus? —quiso saber Kalten.

—Porque se dedican a tendernos trampas. Martel utiliza a Krager para conducirnos a donde desea. Seguramente por eso nos encontramos con él con tanta frecuencia.

—Eso significa que también conocen mi identidad —se sorprendió Talen.

—Probablemente —repuso Sparhawk—. Debieron de averiguar que trabajabas para mí en Cimmura, ¿recuerdas? Supongo que Krager adivinó que lo seguías y describió tu aspecto a Adus, quien, a pesar de ser un idiota integral, posee una vista muy agudizada. —Murmuró una blasfemia—. He infravalorado la inteligencia de Martel, y su juego comienza a cansarme.

—Ya era hora —musitó Kalten mientras tomaban la tortuosa calle.