—Sea como fuere —prosiguió sir Tynian con el relato notoriamente embellecido de ciertas aventuras de su juventud—, los barones de Lamorkand se cansaron de aquellos bandidos y acudieron a nuestro castillo a solicitar nuestra ayuda para exterminarlos. Como estábamos bastante aburridos de patrullar la frontera con Zemoch, accedimos a su demanda. Francamente, nos tomamos el asunto como una especie de ejercicio: tras unos días a caballo, esperábamos una estimulante pelea final.
Sparhawk dejó de prestarle atención. Prácticamente, Tynian no había cesado de hablar desde que abandonaron Chyrellos y cruzaron la frontera del reino sureño de Cammoria. Si bien en un principio sus narraciones resultaban divertidas, finalmente terminaron por sonar reiterativas. Si sus palabras fueran ciertas, Tynian habría participado en todas las batallas y en cada una de las escaramuzas menores que habían acaecido en el continente Eosiático en el transcurso de los últimos diez años. No obstante, Sparhawk llegó a la conclusión de que, aun cuando podría ser tildado de inveterado fanfarrón, no era más que un ingenioso fabulador que colocaba siempre a su persona en el centro de cualquier acontecimiento para conferirle un carácter de inmediatez. Por tanto, representaba un pasatiempo inofensivo que ayudaba, además, a hacer más llevadero el camino que les separaba de Borrata.
El sol lucía con más fuerza en las tierras que atravesaban que en Elenia y la brisa que esparcía los nubarrones en el brillante cielo azul transportaba aromas que auguraban la pronta llegada de la primavera. Tynian era casi tan despreocupado como Kalten. No obstante, su poderoso torso y la manera profesional de empuñar su arma indicaban que sería un eficaz luchador si se presentaba la ocasión de demostrarlo. Bevier poseía una personalidad más nerviosa. A los caballeros cirínicos se les tachaba de ser muy formales y piadosos, además de susceptibles. Esas características recomendaban tratar con cuidado a Bevier. Sparhawk decidió hablar a solas con Kalten. Sería preferible que su amigo reprimiera un poco su gran afición a las bromas en lo que concernía a Bevier. Sin embargo, el joven cirínico podía representar una gran ayuda en caso de eventuales contratiempos.
Ulath era un enigma. Poseía una reputación intachable, pero Sparhawk apenas había tenido contacto con los caballeros genidios del lejano reino norteño de Thalesia. Se les reputaba de temibles guerreros, pero el que sólo llevaran cota de malla en lugar de armadura de acero preocupaba ligeramente a Sparhawk. Resolvió sondear al fornido thalesiano al respecto. Refrenó levemente a Faran para permitir que Ulath le diera alcance.
—Bonita mañana —comentó amigablemente.
Ulath respondió con un gruñido. Sparhawk consideró difícil propiciar una conversación con él, mas, de pronto, sorprendentemente, comenzó a hablar.
—En Thalesia la tierra aún está cubierta por dos pies de nieve —dijo.
—Debe de ser terrible.
—Uno se acostumbra —replicó Ulath, al tiempo que se encogía de hombros—. Por otra parte, con la nieve, se encuentra buena caza: jabalíes, ciervos, trolls, ese tipo de animales.
—¿De veras cazáis trolls?
—A veces. En ciertas ocasiones algún troll enloquece y, si baja a los valles habitados por los elenios y empieza a matar vacas o personas, debemos capturarlo.
—He oído decir que son muy grandes.
—Sí. Bastante.
—¿No resulta un poco peligroso enfrentarse a uno de esos seres protegido solamente con una cota de malla?
—No demasiado. Únicamente utilizan garrotes. Pueden romperle las costillas a un hombre, pero no suelen causar más daños.
—¿No sería más seguro llevar armadura?
—No es conveniente cuando se deben cruzar ríos, y en Thalesia hay muchos. Uno puede desprenderse de la cota de malla aunque esté sentado en el fondo de un lecho, pero difícilmente podría contener la respiración el tiempo que tarda en quitarse toda una armadura.
—Es una explicación convincente.
—Así nos lo pareció. Hace tiempo tuvimos un preceptor que decidió que debíamos llevar armaduras al igual que el resto de las órdenes, simplemente por cuestión de apariencia. Para mostrarle su error arrojamos a uno de nuestros hermanos vestido con cota de malla a la bahía de Emsat. Se deshizo de ella rápidamente y en menos de un minuto ya había alcanzado la superficie. El preceptor llevaba una armadura completa y, cuando lo tiramos al agua, no consiguió salir. Quizá descubrió algo interesante en el fondo.
—¿Ahogasteis a vuestro preceptor? —preguntó perplejo Sparhawk.
—No —lo corrigió Ulath—. La armadura hizo que se ahogara. Después elegimos a Komier como sustituto. Tiene más sentido común y no se le ocurren ese tipo de sugerencias estúpidas.
—Los genidios constituís una orden un tanto independiente. ¿Realmente escogéis a vuestros preceptores?
—¿No lo hacéis vosotros así?
—No exactamente. Nosotros enviamos una lista de nombres a la jerarquía y sus miembros toman la decisión.
—Nosotros les facilitamos la tarea. Sólo les proporcionamos un nombre.
Kalten se aproximó a medio galope. Durante un rato había cabalgado a un cuarto de milla de distancia del resto para detectar posibles peligros.
—Ocurre algo extraño allá delante, Sparhawk —informó con nerviosismo.
—¿A qué te refieres al decir extraño?
—Se divisa un par de caballeros pandion en la cima de la próxima colina.
La voz de Kalten sonaba ligeramente tensa y su rostro aparecía perlado de sudor.
—¿Quiénes son?
—No he ido a preguntárselo.
—¿Qué sucede? —inquirió Sparhawk, al tiempo que miraba fijamente a su amigo.
—No estoy seguro —repuso Kalten—. He tenido el presentimiento de que no debía acercarme a ellos. Creo que quieren hablar contigo, pero no me preguntes cómo he llegado a esa conclusión.
—De acuerdo —dijo Sparhawk—. Iré a su encuentro.
Espoleó a Faran y ascendió al galope la extensa ladera que se extendía bajo la cumbre del montículo. Los dos hombres, montados a caballo, llevaban la armadura de los pandion, pero no realizaron ninguno de los habituales gestos de saludo al aproximarse a ellos Sparhawk, y tampoco se alzaron la visera. Sus monturas parecían especialmente demacradas, casi esqueléticas.
—¿Qué ocurre, hermanos? —preguntó Sparhawk tras detener a Faran a pocas yardas de la pareja.
De pronto, percibió una momentánea oleada de pestilente olor acompañada de una sensación de gelidez que le recorrió todo el cuerpo.
Una de las figuras encubiertas con la armadura se volvió levemente y apuntó su brazo rodeado de acero hacia el otro valle. No pronunció palabra alguna, sino que se limitó a señalar un grupo de desnudos olmos que se levantaban junto al camino a una media milla de distancia aproximadamente.
—No alcanzo a… —comenzó a decir Sparhawk.
Entonces advirtió el súbito destello del sol reflejado en el acero pulido entre el tortuoso ramaje del bosquecillo. Captó un indicio de movimiento y un nuevo destello de luz.
—Comprendo —dijo gravemente—. Gracias, hermanos. ¿Deseáis acompañarnos para desenmascarar a esos rufianes?
Durante un largo momento, ninguna de las dos siluetas de negra armadura respondió; finalmente, una de ellas inclinó la cabeza a modo de asentimiento. A continuación, ambos se movieron, y se situaron uno a cada lado del camino como a la espera de algo.
Desconcertado por su extraño comportamiento, Sparhawk retrocedió para reunirse con el resto de la comitiva.
—Nos aguardan problemas al otro lado de la colina —informó—. Hay un grupo de hombres armados ocultos en una arboleda del valle.
—¿Una emboscada? —inquirió Tynian.
—La gente no suele esconderse si no tiene intenciones hostiles.
—¿Podríais aventurar cuántos son? —preguntó Bevier, al tiempo que desataba el hacha del arzón de su silla.
—No.
—Sólo hay una manera de averiguarlo —decidió Ulath, que a su vez desprendió el hacha.
—¿Quiénes son esos dos pandion? —preguntó ansioso Kalten.
—No lo han dicho.
—¿Te provocaron la misma sensación que a mí?
—¿Qué tipo de sensación?
—Como si la sangre se me hubiera helado en las venas.
—Algo parecido —admitió Sparhawk, a la vez que asentía con la cabeza—. Kurik —dijo a continuación—, vos y Berit llevaréis a Sephrenia, Flauta y Talen a un lugar donde no puedan ser descubiertos.
El escudero hizo un gesto afirmativo.
—Bien, caballeros —concluyó Sparhawk—, vayamos a investigar.
Los cinco partieron al trote montados en sus caballos de guerra con sus múltiples y temibles armas dispuestas para atacar. En lo alto del cerro, los dos silenciosos caballeros de armadura negra se unieron a ellos y, una vez más, Sparhawk percibió aquel hedor y sintió un frío extraño en su interior.
—¿Tiene alguien un cuerno? —preguntó Tynian—. Deberíamos anunciarles nuestra llegada.
Ulath desató la hebilla de una de sus alforjas y extrajo de ella un cuerno curvado y retorcido bastante grande y con la boquilla de bronce.
—¿Qué tipo de animal posee unos cuernos como éste? —inquirió Sparhawk.
—El ogro —respondió Ulath antes de llevarse el singular instrumento a la boca para arrancar de él un estruendoso toque.
—¡Por la gloria de Dios y el honor de la Iglesia! —exclamó Bevier mientras se izaba sobre los estribos blandiendo su hacha.
Sparhawk afirmó la espada en su mano y clavó las espuelas en los flancos de Faran. El poderoso caballo, con las orejas abatidas hacia atrás y los dientes apretados, emprendió entusiasmado el galope.
De entre los olmos surgieron gritos contrariados cuando los caballeros de la Iglesia arremetieron colina abajo azotando las altas hierbas a su paso. Luego, unos dieciocho hombres armados salieron de su escondrijo y cabalgaron al encuentro de la carga.
—¡Quieren pelea! —gritó con júbilo Tynian.
—¡Vigilad vuestra espalda al enfrentaros con ellos! —avisó Sparhawk—. ¡Tal vez se escondan más hombres en el bosque!
Ulath alargó el sonido del cuerno hasta el último momento.
Después lo depositó velozmente en la alforja y comenzó a hacer girar su enorme hacha de guerra por encima de su cabeza.
Tres de los emboscados que habían quedado rezagados, en el instante anterior al inicio de la contienda, volvieron grupas y salieron de estampida, presa del pánico.
El primer choque hubiera podido oírse a una milla de distancia. A lomos de Faran, Sparhawk conducía la carga. Sus compañeros, tras él, se abrían en abanico hasta dibujar una disposición en forma de cuña. Sparhawk se enderezaba y apoyaba su peso en los estribos para impartir amplios estoques a diestra y siniestra entre los desconocidos. Después de hendir un yelmo, vio cómo se desparramaban la sangre y el cerebro de uno de los adversarios y cómo su cuerpo caía pesadamente de la silla. Su siguiente mandoble atravesó un escudo levantado; el propietario lanzó un grito al sentir la mordedura de la hoja de la espada en el brazo. Tras él se reproducían los sonidos de arremetidas y alaridos provocados por sus amigos, que luchaban denodadamente.
La acometida de los caballeros de la Iglesia abatió a diez hombres, que yacían muertos o tullidos. Cuando giraban para atacar de nuevo, del bosquecillo surgió media docena de enemigos con la intención de asaltarlos por la espalda.
—¡Avanzad! —gritó Bevier, al tiempo que hacía volverse a su montura—. ¡Yo los mantendré a raya mientras acabáis con éstos! —propuso y, de inmediato, los embistió con el hacha en alto.
—¡Ayúdalo, Kalten! —indicó Sparhawk a su amigo y, acompañado de Tynian, Ulath y los dos misteriosos caballeros, continuó su arremetida contra los aturdidos supervivientes.
La espada de Tynian poseía una hoja mucho más ancha que la de los pandion y, por consiguiente, su peso era considerablemente mayor, con lo que su contundencia se veía terriblemente incrementada. Además, Tynian la hundía con igual desenvoltura en la carne que en el metal de las armaduras. Ulath no alardeaba en absoluto de ningún tipo de refinamiento ni sutilidad en el manejo del hacha, y golpeaba los cuerpos humanos como si se tratara de talar árboles.
Sparhawk desvió brevemente su atención hacia uno de los herméticos pandion en el momento en que éste se incorporaba sobre su montura para descargar su arma. Sorprendido, advirtió que lo que empuñaba la mano del caballero oculta bajo el guantelete no era una espada, sino una reluciente aureola parecida a la que el insustancial espectro de sir Lakus había entregado a Sephrenia en el destartalado apartamento de Chyrellos. El alargado nimbo parecía atravesar completamente el tronco del rudo mercenario que tenía enfrente. El rostro del hombre adquirió una mortal palidez al mirar horrorizado su pecho, del que no manaba ni una gota de sangre y cuya herrumbrosa protección metálica permanecía intacta. Con un chillido de terror, arrojó su espada y echó a correr. Tras observar la escena, Sparhawk se centró en un enemigo al que debía atender personalmente.
Cuando hubieron exterminado al primer grupo de emboscados, Sparhawk hizo girar a Faran para acudir en auxilio de Bevier y Kalten; sin embargo, comprobó que su ayuda resultaba innecesaria. Tres de los hombres que habían surgido posteriormente de la maleza habían exhalado ya su último suspiro; otro permanecía doblado sobre el caballo mientras se comprimía con las manos el vientre, y los otros dos trataban de contener desesperadamente las estocadas de Kalten y los golpes de hacha de Bevier. Kalten hizo un amago de bajar la espada para poder arrebatar hábilmente el arma de su oponente en el preciso instante en que Bevier descabezaba a su adversario con una certera descarga de su hacha.
—¡No lo mates! —gritó Sparhawk a su amigo cuando éste elevaba la espada.
—Pero… —protestó Kalten.
—Quiero interrogarlo.
El rostro de Kalten se ensombreció de decepción. Sparhawk se aproximó, sorteando los cadáveres que cubrían el suelo.
—Bajad del caballo —ordenó Sparhawk al extenuado y amedrentado cautivo.
El hombre obedeció. Al igual que la de sus compañeros, su armadura, oxidada y mellada en los bordes, se componía de una amalgama de piezas de diversa procedencia. Por el contrario, la espada de que se había incautado Kalten se mostraba afilada y reluciente.
—Al parecer, sois un mercenario —le dijo Sparhawk.
—Sí, mi señor —murmuró el sujeto con acento kelosiano.
—Esta correría no os ha salido como esperabais, ¿no es cierto? —preguntó Sparhawk casi con camaradería.
—No, mi señor —respondió el hombre, con una risa nerviosa, al tiempo que observaba los despojos tendidos a su alrededor—, el resultado ha sido muy distinto de lo que preveíamos.
—Sin embargo, habéis demostrado valor —lo consoló Sparhawk—. Ahora, necesito que me digáis cómo se llama la persona que os contrató.
—En este tipo de asuntos, no suelen salir a relucir los nombres.
—Describidnos su aspecto, entonces.
—No puedo, mi señor.
—Me temo que esta entrevista va a tomar un cariz menos agradable —dijo Kalten.
—Atadlo a una hoguera —propuso Ulath.
—Yo me inclino por verter lentamente resina hirviente dentro de su armadura —agregó Tynian.
—También podemos aplicarle las empulgueras —sugirió sir Bevier.
—Ya veis cuántas sugerencias he recibido, compadre —señaló Sparhawk al prisionero, cuyo semblante se había demudado por completo—. Os obligaremos a colaborar. El hombre que compró vuestros servicios no se halla aquí. Quizás os amenazó con todo tipo de torturas, pero nosotros estamos dispuestos a realizarlas; por tanto, responded a mis preguntas y os ahorraréis muchas molestias.
—Mi señor —gimoteó el hombre—, no puedo, aunque me atormentéis hasta darme muerte.
—Oh, basta de tonterías —intervino Ulath; después descendió del caballo y se aproximó al servil mercenario.
Tendió la mano con el dorso extendido por encima de la cabeza del cautivo y habló en una discordante lengua que Sparhawk no comprendía y le produjo la impresión de no pertenecer a un humano. El prisionero puso los ojos en blanco y se postró de rodillas. Tartamudeó y, con voz totalmente inexpresiva, comenzó a responder en la misma lengua utilizada por el caballero genidio.
—Le han atado la lengua con un hechizo —explicó Ulath—. No habríamos podido sonsacarle ni una palabra con ningún castigo que le hubiéramos infligido.
El prisionero continuó su confesión en aquel horrible idioma, y cada vez se expresaba a mayor velocidad.
—Lo contrataron dos personas —tradujo Ulath—, un estirio cubierto con una capucha y un hombre de pelo blanco.
—¡Martel! —exclamó Kalten.
—Es muy probable —convino Sparhawk.
El mercenario continuó su delación.
—El estirio le lanzó el encantamiento —informó Ulath—. Se trata de un hechizo con el que no estoy familiarizado.
—Creo que yo también lo desconozco —admitió Sparhawk—. Tal vez Sephrenia pueda identificarlo.
—Oh —añadió Ulath—, hay otro dato: este ataque iba dirigido contra ella.
—¿Cómo?
—Estos hombres tenían órdenes de matar a la mujer estiria.
—¡Kalten! —gritó Sparhawk.
Sin embargo, su compañero ya espoleaba a su caballo.
—¿Qué hacemos con este hombre? —inquirió Tynian, señalando al cautivo.
—Dejad que se marche —exclamó Sparhawk mientras galopaba detrás de Kalten—. ¡Venid!
Al ascender el cerro, Sparhawk dirigió la vista atrás y advirtió que los dos extraños pandion habían desaparecido. Poco después los descubrió más arriba. Un grupo de hombres había rodeado el rocoso montículo donde Kurik había conducido a Sephrenia y al resto de la comitiva. Los dos caballeros de negra armadura, que permanecían tranquilamente sentados sobre sus monturas, cerraban el paso a los atacantes. No mostraban ninguna intención de iniciar la lucha, sino que se limitaban a no ceder terreno al adversario. Uno de los enemigos lanzó una jabalina que atravesó el cuerpo de uno de los pandion, mas éste no se mostró afectado en absoluto.
—¡Faran! —rugió Sparhawk—. ¡Corre!
Raramente instaba al caballo a que corriera, y ahora confiaba más en su lealtad que en su entrenamiento. El potente ruano se estremeció ligeramente y luego forzó sus posibilidades para emprender una veloz carrera que le hizo tomar la delantera.
Los atacantes eran unos diez aproximadamente. Con visible aprensión retrocedían ante los dos espectrales pandion que se interponían en su camino. Uno de ellos, al otear en torno a sí y advertir que Sparhawk descendía al galope seguido de los otros caballeros, lanzó un grito de alerta. Tras un momento de sorpresa, los desharrapados mercenarios partieron en estampida. Sólo en raras ocasiones Sparhawk había observado en unos profesionales el espantoso terror que aguijoneaba la huida de aquellos hombres. A continuación, ascendió la loma; las herraduras de Faran soltaban chispas al tomar contacto con las piedras. Justo antes de coronar la cima, aminoró la marcha.
—¿Estáis todos bien? —preguntó a Kurik.
—Sí —respondió el escudero, al tiempo que se asomaba por encima del parapeto de piedras que entre él y Berit habían erigido apresuradamente—. Sin embargo, el peligro era inminente hasta que llegaron esos dos caballeros.
Los ojos de Kurik se extraviaron un tanto al dirigirse a la pareja de pandion que los habían protegido de los asaltantes. Sephrenia surgió tras él con el rostro mortalmente pálido.
—Creo que ha llegado el momento de presentarnos, hermanos —anunció Sparhawk, a la vez que se giraba hacia los dos extraños personajes—. Os debemos una explicación.
Los interpelados no ofrecieron respuesta alguna. Los escrutó con detenimiento. Sus monturas tenían una apariencia aún más esquelética. Con un estremecimiento, Sparhawk advirtió que los animales tenían las cuencas de los ojos vacías y que sus cuerpos parecían osamentas envueltas en pellejo. De repente, los dos caballeros se quitaron el yelmo. Sus caras presentaban un aspecto luminoso pero indefinido y, al igual que los caballos, también carecían de ojos. Uno de ellos, cuyo cabello recordaba el color claro de la miel, parecía muy joven. Él otro era viejo, con el pelo blanco. Sparhawk retrocedió un paso. Conocía a ambos; sabía que los dos habían fallecido.
—Sir Sparhawk —dijo el fantasma de Parasim con voz cavernosa e impasible—, proseguid vuestra búsqueda con diligencia. El tiempo no se detendrá para vos.
—¿Por qué habéis regresado de la morada de los muertos? —les preguntó Sephrenia con voz trémula.
—Nuestro juramento tenía el poder de concedernos el retorno del mundo de las sombras en caso necesario, pequeña madre —explicó el espectro de Lakus con la misma voz lúgubre y desprovista de emoción—. También perecerán otros y nuestra compañía se incrementará progresivamente hasta que la reina recobre la salud. —La sombra de cuencas vacías se volvió hacia Sparhawk—. Proteged a nuestra bien amada madre, Sparhawk, pues la acecha un grave peligro. Si ella cayera, nuestras muertes habrían resultado inútiles y nuestra soberana fallecería.
—Lo haré, Lakus —prometió Sparhawk.
—Un último aviso: debéis saber que con la muerte de Ehlana no perderíais sólo a una reina. La oscuridad se cierne sobre nosotros, y Ehlana constituye nuestra única esperanza para sostener el reino de la luz.
Ambas siluetas despidieron una luz tenue antes de desvanecerse.
En el instante siguiente los otros cuatro caballeros ascendieron la ladera al galope y refrenaron sus caballos. Kalten tenía el rostro demudado y temblaba perceptiblemente.
—¿Quiénes eran? —inquirió.
—Parasim y Lakus —repuso con calma Sparhawk.
—¿Parasim? Está muerto.
—Al igual que Lakus.
—¿Fantasmas?
—Eso parece.
Tynian desmontó y se desprendió de su macizo casco. También había palidecido y sudaba copiosamente.
—En algunas ocasiones he tenido contactos con la nigromancia —declaró—, aunque, por lo general, contrariamente a mi propia voluntad. Normalmente, hay que invocar a los espíritus, pero a veces aparecen sin necesidad de inducirlos a ello, especialmente cuando han dejado inacabado algún cometido importante.
—Ahora poseían un motivo de vital importancia —afirmó sombríamente Sparhawk.
—¿Existen otros aspectos de los que debáis informarnos, Sparhawk? —preguntó entonces Ulath—. Creo que habéis omitido proporcionarnos algunos detalles.
Sparhawk dirigió la mirada a Sephrenia. Ésta no se había recobrado de su palidez cadavérica, pero enderezó la cabeza y realizó un gesto afirmativo.
—Ehlana estaría muerta —comentó Sparhawk después de inspirar profundamente—, de no ser por el hechizo que mantiene activo su flujo vital mediante una envoltura de cristal. El encantamiento fue ejecutado a través de los esfuerzos conjuntos de Sephrenia y doce caballeros pandion.
—Sospechaba una explicación de ese tipo —comentó Tynian.
—Existe un inconveniente —prosiguió Sparhawk—. Los caballeros perecerán uno tras otro hasta que únicamente quede viva Sephrenia.
—¿Qué ocurrirá después? —inquirió Bevier con voz temblorosa.
—Entonces yo también moriré —respondió Sephrenia simplemente.
—No, mientras quede un hálito de vida en mí —replicó el joven cirínico, al tiempo que contenía un sollozo.
—Sin embargo, alguien intenta acelerar el proceso —continuó Sparhawk—. Desde que abandonamos Cimmura, ésta es la tercera ocasión que pretenden atentar contra la vida de Sephrenia.
—No obstante, he salido indemne —adujo la mujer, como si quisiera restarle importancia—. ¿Habéis podido averiguar quién preparó este ataque?
—Martel y algún estirio —repuso Kalten—. El estirio se encargó de sellar sus lenguas con un hechizo para que no pudieran delatarlos, pero Ulath lo ha neutralizado al interrogar a un prisionero en una lengua que desconozco por completo. El hombre le ha respondido en ese mismo idioma.
Sephrenia miró inquisitivamente al caballero thalesiano.
—Hemos utilizado el lenguaje de los trolls —explicó Ulath, encogiéndose de hombros—. Como no es una lengua humana, he podido burlar el encantamiento.
—¿Habéis apelado a los dioses troll? —preguntó Sephrenia, horrorizada.
—A veces es necesario, señora —replicó Ulath—. Si se toman las precauciones adecuadas, no entraña demasiado peligro.
—Con vuestra venia, mi señor Sparhawk —intervino Bevier, con el rostro anegado de lágrimas—, deseo proteger personalmente a lady Sephrenia. Permaneceré constantemente al lado de esta valerosa dama y os prometo por mi vida que, si se producen nuevos enfrentamientos, saldrá ilesa de ellos.
El semblante de Sephrenia reflejó brevemente la consternación antes de observar a Sparhawk como si quisiera solicitar su ayuda.
—Probablemente es una idea acertada —replicó éste tras desatender la muda súplica—. De acuerdo, Bevier. Cuidad de ella.
Sephrenia lo fulminó con la mirada.
—¿Vamos a enterrar a los muertos? —inquirió Tynian.
—No disponemos de tiempo para hacer de sepultureros —contestó Sparhawk—. Mis hermanos aguardan la muerte y a Sephrenia le espera idéntico final si no conseguimos evitarlo. Si encontramos a algún campesino, le informaremos de dónde hallar los cadáveres. El botín que puede reunir le compensará del trabajo de cavar. Ahora, emprendamos la marcha.
Borrata constituía una ciudad universitaria que había crecido a la sombra de los majestuosos edificios del más antiguo centro de enseñanza de Eosia. En siglos pasados, la Iglesia había solicitado insistentemente el traslado de la institución a Chyrellos, pero la facultad había rehusado siempre, pues sin duda deseaba mantener su independencia frente a la supervisión eclesiástica.
Al llegar a la ciudad a la caída de la tarde, Sparhawk y sus compañeros alquilaron varias habitaciones en una posada. El establecimiento era más cómodo y más aseado que los que jalonaban el camino que habían recorrido desde Cimmura.
A la mañana siguiente, Sparhawk se vistió con una cota de malla y su pesada capa de lana.
—¿Quieres que te acompañemos? —preguntó Kalten cuando apareció su amigo en el comedor de la posada.
—No —repuso Sparhawk—. No conviene hacer ninguna ostentación. La universidad está cerca y yo mismo puedo cuidar de Sephrenia durante el camino.
Sir Bevier se dispuso a protestar esta decisión, ya que se había tomado muy en serio su papel de protector de Sephrenia, y raras veces, durante el viaje hasta Borrata, se había distanciado de ella más de unos pies. Sparhawk dirigió la mirada al aplicado caballero cirínico.
—Sé que habéis hecho guardia ante su puerta cada noche, Bevier —afirmó—. ¿Por qué no vais a dormir un poco? Ni a ella ni al resto de nosotros nos seréis de gran ayuda sobre el caballo si tenéis que luchar con el sueño.
Bevier adoptó una expresión tensa.
—Sparhawk no intentaba ofenderos, Bevier —intervino Kalten—. Lo que sucede es que nuestro amigo todavía no ha logrado desentrañar el significado de la palabra diplomacia. No obstante, todos conservamos la esperanza de que algún día su mente se ilumine con ese conocimiento.
Bevier sonrió levemente y después soltó una carcajada.
—Me parece que necesito algún tiempo para acostumbrarme a la personalidad de los pandion —indicó.
—Podéis considerarlo como un progreso educativo —sugirió Kalten.
—Supongo que sois consciente de que si vos y la dama lográis hallar una cura, seguramente deberemos enfrentarnos a todo tipo de contratiempos durante el regreso a Cimmura —insinuó Tynian a Sparhawk—. Probablemente nos toparemos con ejércitos enteros que intentarán cerrarnos el paso.
—Madel —apuntó crípticamente Ulath—, o Sarrinium.
—No acabo de comprenderos —admitió Tynian.
—Esas tropas que habéis mencionado tratarán de interceptar la ruta hacia Chyrellos para impedir que sigamos nuestro camino de regreso a Elenia. Si cabalgamos en dirección sur hacia uno de esos puertos, podemos alquilar un barco y navegar hasta Vardenais, en la costa occidental de Elenia. Además, viajar por mar implica recorrer la distancia más rápida y cómodamente.
—Decidiremos sobre esa cuestión cuando dispongamos de un remedio eficaz —respondió Sparhawk.
—¿Estáis preparado? —inquirió Sephrenia después de bajar las escaleras en compañía de Flauta.
Sparhawk asintió con la cabeza.
La mujer habló brevemente con la niña y, tras realizar un gesto afirmativo, ésta cruzó la estancia para sentarse junto a Talen.
—Te ha elegido, Talen —anunció Sephrenia al muchacho—. Cuida de ella mientras yo esté ausente.
—Pero… —comenzó a objetar Talen.
—Haz lo que te pide, Talen —ordenó Kurik con impaciencia.
—Iba a salir a dar una vuelta.
—No —dijo su padre—, en realidad, no ibas a ningún sitio.
—De acuerdo —aceptó con expresión sombría Talen, mientras Flauta se instalaba en su regazo.
Dado que se hallaban a tan corta distancia de la universidad, Sparhawk optó por caminar. Sephrenia miraba con interés a su alrededor.
—Hacía mucho tiempo que no visitaba este lugar —murmuró.
—No puedo imaginar qué atractivo puede tener una universidad para vos —inquirió Sparhawk con una sonrisa—, sobre todo si se considera vuestra opinión respecto a la lectura.
—No vine aquí para estudiar, Sparhawk, sino para ejercer de profesora.
—Debí sospecharlo. ¿Cómo va vuestra relación con Bevier?
—Aparte de que me ha privado casi por completo de la libertad de decisión, bien. Además, no ceja en su intento de convertirme a la fe elenia —respondió la menuda mujer, con tono ligeramente cáustico.
—Sólo trata de protegeros, y de salvar vuestra alma.
—Supongo que bromeáis.
Sparhawk prefirió no continuar con aquel tema.
Los alumnos y miembros de la universidad de Borrata paseaban con aire contemplativo entre los cuidados parterres del recinto bellamente ajardinado.
—Perdonad, compadre —interrumpió Sparhawk a un joven ataviado con un jubón verde—, ¿podríais indicarme dónde se encuentra el colegio médico?
—¿Estáis enfermo?
—Yo no, un amigo.
—Ah. Los médicos ocupan aquel edificio de allí —respondió el estudiante, al tiempo que señalaba una estructura achaparrada de piedra gris.
—Gracias, compadre.
—Espero que vuestro amigo se mejore pronto.
—También lo deseamos nosotros.
Al penetrar en la maciza construcción, hallaron a un corpulento hombre vestido con hábito negro.
—Dispensad, señor —le dijo Sephrenia—. ¿Sois médico?
—En efecto.
—Estupendo. ¿Disponéis de un momento para atendernos?
—Lo siento —respondió tras haber mirado detenidamente a Sparhawk—. Estoy ocupado.
—¿Podríais remitirnos a uno de vuestros colegas?
—Probad en cualquiera de estas puertas —repuso el médico, y a continuación se alejó con un gesto de despedida.
—Una actitud un tanto insólita en un curandero —comentó Sparhawk.
—Toda profesión cuenta con unos cuantos miembros gandules —replicó Sephrenia.
Después de cruzar la antecámara, Sparhawk llamó a una puerta pintada de oscuro.
—¿Quién es? —inquirió una voz cansina.
—Necesitamos consultar a un médico.
—Oh, de acuerdo —respondió la voz al cabo de una larga pausa—, pasad.
Sparhawk abrió la puerta y cedió el paso a Sephrenia.
El individuo sentado ante el desordenado escritorio que ocupaba el cubículo presentaba profundas ojeras en torno a sus ojos y su aspecto indicaba que habían transcurrido semanas desde la última vez que se afeitara.
—¿Cuáles son las características de vuestra enfermedad? —se dirigió a Sephrenia, con un tono de voz rayano en la extenuación.
—Yo no soy la enferma —contestó la mujer.
—¿Él, entonces? —inquirió, a la vez que apuntaba hacia Sparhawk—. Parece poseer una constitución bastante robusta.
—No —explicó Sephrenia—. Él tampoco es el paciente. Venimos en nombre de una amiga.
—No acostumbro realizar visitas fuera de la facultad.
—No pretendemos pediros que lo hagáis —puntualizó Sparhawk.
—Nuestra amiga vive bastante lejos —informó Sephrenia—. Pensamos que si os describíamos su estado, tal vez podríais aventurar una sugerencia respecto al mal que la aqueja.
—Detesto las sugerencias —la atajó—. ¿Qué síntomas presenta?
—Muy similares a los de la epilepsia —respondió Sephrenia.
—Entonces, ésa es la enfermedad que padece. Vos misma habéis establecido el diagnóstico.
—No obstante, existen algunas diferencias.
—Bien. Describidme esas peculiaridades.
—Tiene fiebre, bastante elevada, y suda profusamente.
—Esas características se excluyen mutuamente. La piel se mantiene seca cuando existe fiebre.
—Sí, ya lo sé.
—¿Tenéis algún tipo de formación médica?
—Estoy familiarizada con ciertos remedios populares.
—Según mi experiencia, la medicina popular mata a más personas de las que sana —aseguró el médico, airado—. ¿Qué otras observaciones habéis realizado?
Sephrenia describió meticulosamente la dolencia que había conducido a Ehlana a un estado de coma.
Sin embargo, el doctor no parecía prestarle demasiada atención, sino que, por el contrario, examinaba detenidamente a Sparhawk. En su semblante se dibujó un repentino interés, y sus ojos entornados adoptaron una expresión taimada.
—Creo que convendría que volvierais a visitar a vuestra amiga. Los síntomas que habéis expuesto no corresponden a ninguna enfermedad conocida —afirmó con un tono seco, casi brusco.
Sparhawk tensó la musculatura y apretó sus puños, pero Sephrenia le puso la mano sobre el brazo.
—Gracias por dedicarnos parte de vuestro tiempo, instruido señor —se despidió conciliadoramente—. Vamos —añadió hacia Sparhawk.
—Hemos topado con dos elementos idénticos —murmuró Sparhawk cuando se hallaban nuevamente en el corredor.
—¿Cómo?
—Me refiero a que ninguno de los dos conocía los buenos modales.
—Tal vez resulta habitual.
—No os comprendo.
—La gente que imparte enseñanzas comparte ciertas actitudes arrogantes.
—Vos nunca os mostrasteis soberbia.
—Porque controlo mis inclinaciones. Probad en otra puerta, Sparhawk.
En el transcurso de las dos horas siguientes, hablaron con seis médicos, y cada uno de ellos, tras observar cuidadosamente el rostro de Sparhawk, se excusó con el argumento de ignorar la naturaleza de la enfermedad.
—Esta situación comienza a ser sospechosa —gruñó el caballero al salir de otro consultorio—. Me dirigen una mirada y, de pronto, se vuelven estúpidos. ¿Poseo una imaginación demasiado suspicaz?
—Yo también he reparado en esa coincidencia —replicó pensativamente la mujer.
—Ya sé que mi cara no puede alardear de belleza, pero nunca hasta ahora había provocado ataques de idiotez.
—Vuestro rostro es perfectamente normal, Sparhawk.
—Además, sirve para cubrir la parte delantera de mi cabeza. ¿Qué otra utilidad debería tener?
—Los galenos de Borrata parecen mucho menos avezados de lo que nos habían inducido a creer.
—¿Opináis que nos hemos dedicado a perder el tiempo?
—Todavía no hemos acabado. No abandonéis la esperanza.
Finalmente llegaron ante una pequeña puerta sin pintar, adosada contra un tosco nicho. Sparhawk dio unos golpes en ella.
—Marchaos —respondió alguien que articulaba con dificultad las palabras.
—Necesitamos vuestra ayuda, sabio doctor —declaró Sephrenia.
—Id a importunar a otro. En estos momentos estoy ocupado emborrachándome.
—¡Es el colmo! —rugió Sparhawk mientras empuñaba la manilla y empujaba.
Al hallar la puerta cerrada con llave, irritado, la abrió de un puntapié que desencajó el marco.
El hombre sentado en el minúsculo cubículo parpadeó mientras los observaba. Era de baja estatura, tenía la espalda encorvada, los ojos acuosos y un aspecto generalizado de dejadez.
—Llamáis con mucha insistencia, amigo —afirmó antes de lanzar un eructo—. Bien, no os quedéis plantados ahí. Pasad.
Apenas si lograba mantener la cabeza erguida. Su atuendo era casi andrajoso y los mechones de su fino cabello gris apuntaban en todas direcciones.
—¿Tiene algún ingrediente especial el agua de estos parajes que induzca a la gente a comportarse de modo tan grosero? —preguntó agriamente Sparhawk.
—No sabría responderos —replicó el descuidado sujeto—. Nunca bebo agua —explicó, y, a continuación, sorbió ruidosamente de una desconchada jarra.
—Evidentemente.
—¿Vamos a pasarnos el resto del día con el intercambio de insultos o preferís informarme acerca de vuestro problema? —atajó el médico al tiempo que escrutaba con ojos de miope el rostro de Sparhawk—. De modo que vos sois el personaje —apuntó.
—¿El personaje?
—El individuo con quien se supone que no debemos hablar.
—¿Seríais tan amable de explicaros?
—Hace pocos días apareció un hombre y prometió que cada médico de este edificio recibiría cien monedas de oro si vos partíais sin conseguir la información que buscabais.
—¿Cuál era su aspecto?
—Tenía porte de militar y el pelo blanco.
—Martel —dijo Sparhawk a Sephrenia.
—Deberíamos haberlo sospechado inmediatamente —indicó la estiria.
—No os descorazonéis, amigos —exclamó de forma expansiva el desordenado hombrecillo—. Habéis hallado el doctor más capacitado de Borrata. —Esbozó una mueca—. Todos mis colegas emprenden vuelo hacia el sur en otoño en compañía de los patos. Cuá, cuá, cuá. Ninguno de ellos podría proporcionaros una respuesta médica cuerda. El hombre de pelo blanco apuntó que describiríais algunos síntomas. Tengo entendido que en algún lugar existe una dama gravemente enferma, y vuestro amigo, al que habéis denominado Martel, prefiere que no recobre la salud. ¿Por qué no desbaratamos su propósito? —sugirió, y se dispuso a tomar un largo trago de la jarra.
—Vuestra profesión debe enorgullecerse de que seáis uno de sus miembros, doctor —lo felicitó Sephrenia.
—No. Simplemente soy un viejo borrachín de mente retorcida. ¿Queréis saber por qué razón estoy dispuesto a socorreros? Porque me divertiré enormemente al escuchar los gritos angustiados que mis colegas lanzarán cuando adviertan que todo ese dinero se les escapa de las manos.
—Supongo que constituye un motivo honrado como cualquier otro —comentó Sparhawk.
—En efecto —acordó el ligeramente achispado médico; con sus ojos de miope miró la nariz de Sparhawk—: ¿Por qué no os la hicisteis enderezar cuando se rompió? —inquirió.
—Estaba ocupado con otros asuntos —respondió Sparhawk, a la vez que se tocaba la nariz.
—Puedo arreglárosla, si lo deseáis. Sencillamente, volvería a quebrarla con un martillo y después podría ponerla en su sitio.
—Ya me he acostumbrado a ella, pero gracias, de todos modos.
—Como queráis. Bien, ¿cuál es la descripción de los síntomas?
Una vez más, Sephrenia detalló los datos.
El doctor permaneció sentado mientras se rascaba la oreja y entornaba los ojos. Tras la exposición, buscó desordenadamente en un montón de papeles apilados sobre el escritorio y entresacó un grueso libro cubierto con unas gastadas tapas de piel. Durante unos momentos lo hojeó y luego lo cerró de golpe.
—Lo que pensaba —anunció triunfalmente, antes de volver a eructar.
—¿Y bien? —inquirió Sparhawk.
—Vuestra amiga fue envenenada. ¿Ha muerto ya?
—No —respondió Sparhawk, al tiempo que sentía una tenaza en el estómago.
—El desenlace está próximo —explicó el médico, encogiéndose de hombros—. Se trata de un raro veneno procedente de Rendor que, invariablemente, tiene unos efectos fatales.
—Voy a regresar a Cimmura a arrancarle las entrañas a Annias. —Hizo rechinar los dientes—. Con un cuchillo de hoja embotada —añadió.
El diminuto médico de aspecto lamentable mostró un repentino interés.
—Hacedlo así: realizad una incisión lateral justo debajo del ombligo y luego tumbadlo boca abajo. De esa manera se vaciará totalmente —sugirió.
—Sin duda.
—No vaciléis en darle muerte. Detesto a los envenenadores.
—¿Existe algún antídoto? —preguntó Sephrenia.
—Ninguno, que yo sepa. Os podría indicar que acudáis a varios colegas que conozco en Cippria, pero vuestra amiga habrá fallecido antes de que logréis regresar.
—No —disintió Sephrenia—. Hemos logrado preservar su vida temporalmente.
—Me gustaría saber cómo lo habéis hecho.
—La dama es estiria —aclaró Sparhawk— y tiene acceso a ciertas prácticas infrecuentes.
—¿Magia? ¿De veras tiene efectos prácticos?
—A veces sí.
—De acuerdo. En ese caso, tal vez dispongáis de tiempo. —El desastrado doctor rasgó una esquina de las hojas dispersas sobre su escritorio e introdujo una pluma en un tintero casi seco—. Los dos primeros nombres corresponden a un par de expertos de Cippria bastante aceptables —informó mientras garabateaba en el papel—. La última palabra es el nombre del veneno. —Entregó el retazo de hoja a Sparhawk—. Ahora salid de aquí, para que pueda continuar con el entretenimiento anterior a que propinaseis un puntapié a mi puerta.