Capítulo 13

Era casi mediodía cuando Sparhawk regresó al castillo. Aunque había cabalgado lentamente por entre las bulliciosas calles de la ciudad santa, prestó escasa atención a las afanosas multitudes que las transitaban. El deterioro del archiprelado Cluvonus lo había entristecido. A pesar de haber escuchado los últimos rumores, lo había conmocionado observar de cerca el estado del anciano.

Se detuvo ante el portalón y siguió con indiferencia los pasos del ritual de entrada. Kalten lo esperaba en el patio.

—¿Cómo ha ido? —inquirió su amigo.

Sparhawk desmontó pesadamente y después se quitó el yelmo.

—No estoy seguro de que hayamos influido sobre quienes no comparten nuestros criterios —repuso—. Los patriarcas que respaldan a Annias continúan fieles en su apoyo; los que se oponen a él se mantienen de nuestro lado, y los neutrales siguen sin decantarse.

—¿Ha resultado una pérdida de tiempo, entonces?

—Creo que no completamente. Después de esta reunión, a Annias le será más difícil captar nuevos votos.

—Falta congruencia entre las dos opiniones que expones. —Kalten miró con detenimiento a su amigo—. Estás de mal humor. ¿Qué ha ocurrido realmente?

—Cluvonus estaba presente.

—Asombroso. ¿Qué aspecto tenía?

—Desastroso.

—Tiene ochenta y cinco años, Sparhawk. No podías esperar que presentara una imagen imponente. Por si no lo recuerdas, la gente envejece.

—Ha perdido el control de su mente, Kalten —le informó con tristeza Sparhawk—. Parece haber regresado a la infancia. Dolmant cree que no va a durar mucho.

—¿Tan mal está?

Sparhawk cabeceó a modo de asentimiento.

—En consecuencia, necesitamos llegar a Borrata y regresar con toda la celeridad posible, ¿no es cierto?

—Es urgente —acordó Sparhawk.

—¿Crees que deberíamos adelantarnos? Los caballeros de las restantes órdenes pueden darnos alcance posteriormente.

—Me gustaría poder hacerlo. Odio pensar en Ehlana sentada sola en aquella sala del trono, pero estimo que es preferible aguardar. Komier tenía razón al referirse a una muestra de fuerza conjunta. Por otra parte, en ocasiones las otras órdenes se han mostrado algo susceptibles. No conviene comenzar nuestra alianza con una ofensa.

—¿Habéis hablado tú y Dolmant con alguien respecto a Arissa?

—El patriarca de Vardenais se encargará del caso.

—Por lo tanto, sientes que has desperdiciado el día.

—Quiero sacarme esto de encima —declaró Sparhawk con un gruñido, mientras repiqueteaba con los nudillos el peto de su armadura.

—¿Te desensillo el caballo?

—No, volveré a salir. ¿Dónde está Sephrenia?

—Creo que en su habitación.

—Ordena que ensillen su caballo.

—¿Va a ir a algún sitio?

—Probablemente —respondió Sparhawk antes de encaminarse a las escaleras para entrar en el edificio.

Un cuarto de hora después llamó a la puerta de la cámara de Sephrenia. Se había desprendido de la armadura y llevaba una cota de malla bajo una anodina capa gris que no lucía ninguna insignia de su rango ni de su orden.

—Soy yo, Sephrenia —dijo a través de los paneles de la puerta.

—Entrad, Sparhawk —respondió la mujer.

Avanzó con calma hacia el interior de la habitación.

Sephrenia se encontraba sentada en una amplia silla, con Flauta arrellanada en su regazo. La pequeña dormía con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

—¿Ha sido favorable la visita a la basílica? —preguntó.

—No sabría concretarlo —repuso—. Los eclesiásticos son muy hábiles para ocultar sus emociones. ¿Averiguasteis algo ayer, cuando Kalten os acompañó, sobre los estirios que han acudido a Chyrellos?

La mujer realizó un gesto afirmativo.

—Están concentrados en el barrio contiguo a la Puerta del Este. Comparten en comunidad una casa allí. No obstante, no logramos encontrarla.

—¿Por qué no intentamos localizarla? —sugirió Sparhawk—. Necesito ocupar mi tiempo. Me siento intranquilo.

—¿Intranquilo vos, Sparhawk? ¿El hombre de piedra?

—Supongo que se debe a la impaciencia. Querría partir de inmediato hacia Borrata.

Sephrenia asintió con la cabeza. Después se levantó y depositó suavemente a la niña sobre el lecho y la cubrió amorosamente con una manta de lana gris. Flauta abrió brevemente sus oscuros ojos, sonrió y volvió a conciliar el sueño. La mujer besó la menuda cara y se volvió hacia Sparhawk.

—¿Vamos, pues?

—Le tenéis mucho cariño a la pequeña, ¿verdad? —preguntó Sparhawk mientras recorrían el pasillo que daba al patio.

—Se trata de un sentimiento más profundo. Tal vez lo comprenderéis algún día.

—¿Tenéis algún indicio de dónde puede hallarse ese albergue de estirios?

—Hablé con un tendero del mercado situado cerca de la Puerta del Este. Vendió un buen número de lonjas de carne a los estirios. El recadero que las entregó sabe dónde se encuentra la casa.

—¿Por qué no se lo preguntasteis?

—Ayer no estaba allí.

—Quizás hoy haya acudido al trabajo.

—Podemos intentarlo.

Entonces Sparhawk se detuvo y la observó fijamente.

—No es mi intención tratar de sonsacaros los secretos que habéis decidido no revelar, Sephrenia, pero ¿podríais distinguir entre un ordinario campesino estirio y un zemoquiano?

—Es posible —admitió—, a menos que hayan tomado medidas para ocultar su verdadera identidad.

Descendieron hasta el patio, donde Kalten los aguardaba con Faran y el blanco palafrén de Sephrenia. El festivo caballero mostraba una expresión de enfado en su rostro.

—Tu caballo me ha mordido, Sparhawk —dijo con tono acusador.

—Lo conoces bastante bien como para no darle la espalda. ¿Te ha lastimado?

—No —admitió Kalten.

—Entonces, sólo jugaba. Demuestra el afecto que siente por ti.

—Gracias —respondió Kalten secamente—. ¿Quieres que os acompañe?

—No. Queremos pasar inadvertidos, y en ciertas ocasiones tienes dificultades para actuar con discreción.

—Me conmueve lo encantador que resultas a veces, Sparhawk.

—Hemos jurado decir siempre la verdad —replicó éste mientras ayudaba a alzarse a Sephrenia; a continuación, montó él—. Si no hay contratiempos, volveremos antes de que anochezca.

—Por mí no os apresuréis.

Seguido de la menuda mujer estiria, Sparhawk atravesó el portal y se adentró en la calleja a la que se abría.

—Bromea con todo, ¿eh? —observó Sephrenia.

—En efecto, desde chiquillo, en la mayoría de las ocasiones, se ríe de todo el mundo. Me parece que esa razón explica mi apego hacia él. Mis opiniones acostumbran ser algo más sombrías, y su punto de vista me ayuda a equilibrar la perspectiva.

Cabalgaron por las agitadas calles de Chyrellos. Muchos de los comerciantes locales adoptaban el sobrio color negro de los religiosos, pero, habitualmente los visitantes no los imitaban, con lo cual la comparación de los atuendos provocaba un fuerte contraste. En especial destacaban los viajeros de Cammoria, puesto que sus atavíos de seda no perdían color con el paso del tiempo y conservaban la pureza del tinte.

La plaza del mercado adonde lo condujo Sephrenia se encontraba algo alejada del castillo de la orden y tardaron aproximadamente tres cuartos de hora para llegar a ella.

—¿Cómo encontrasteis a ese tendero? —preguntó Sparhawk.

—La dieta de los estirios se compone de ciertos alimentos básicos —respondió Sephrenia—, y algunos de ellos los elenios los consumen raramente.

—Creo que habéis mencionado que ese recadero les llevó unas lonjas de carne.

—Carne de cabra, Sparhawk. En general, a los elenios no les agrada.

Sparhawk se encogió de hombros.

—Qué provincianos sois —lo acusó con ligereza—. Si no proviene de una vaca, no la coméis.

—Supongo que se trata simplemente de una costumbre.

—Será mejor que vaya a la tienda sola —afirmó la mujer—. En ciertas ocasiones, vuestra presencia logra intimidar. Si queremos que el recadero responda a nuestras preguntas, tal vez no éste dispuesto a colaborar si lo asustáis. Vigiladme el caballo.

A continuación, le tendió las riendas y penetró en la plaza. Sparhawk la observó mientras atravesaba el concurrido mercado para hablar con un individuo de aspecto desharrapado que llevaba un sayal de lona manchado de sangre. Cuando regresó al poco rato, Sparhawk descendió del caballo y la ayudó a montar.

—¿Os ha informado sobre la casa? —inquirió.

—No está lejos, se halla cerca de la Puerta del Este.

—Vayamos a explorar.

Al reemprender la marcha, Sparhawk tuvo un gesto infrecuente en él.

—Os amo, pequeña madre —dijo, al tiempo que tomaba las manos de Sephrenia entre las suyas.

—Sí —replicó ella con calma—. Lo sé. Sin embargo, me agrada escucharlo de vos. —Entonces esbozó una sonrisita irónica que, de algún modo, le recordó a Flauta—. No obstante, debéis aprender que cuando se trata con mujeres, no conviene decirles muy a menudo: «Os amo» —añadió.

—Lo tendré en cuenta. ¿La advertencia también es aplicable a las mujeres elenias?

—A todas las mujeres, Sparhawk. La distinción de razas pierde importancia en esta cuestión.

—Seguiré vuestro consejo, Sephrenia.

—¿Habéis vuelto a leer poesía medieval?

—¿Yo?

Atravesaron el mercado y se adentraron en el antiguo suburbio colindante con la Puerta del Este. Aunque su aspecto no era tan ruinoso como el de los barrios bajos de Cimmura, aquella parte de la ciudad sagrada distaba mucho de poseer la opulencia de la zona que bordeaba la basílica. Las túnicas de los hombres que encontraban a su paso lucían un color pardusco, y los pocos mercaderes presentes entre la multitud vestían atuendos raídos y descoloridos, si bien hacían gala del aire de importancia que adoptan todos los comerciantes, tanto los que han hecho fortuna como los pobres. De pronto, al final de la calle, Sparhawk divisó a un hombre de baja estatura abrigado con un sayal de lana cruda y apelmazada.

—Un estirio —avisó.

Sephrenia asintió con la cabeza y alzó la capucha de su vestido blanco para cubrirse el rostro. Sparhawk se enderezó en la silla para asumir previsoramente una expresión de arrogancia y condescendencia, la característica de los que sirven a personajes importantes. Al adelantar al estirio, éste se apartó precavidamente sin prestarles atención. Al igual que todos los miembros de su raza, el hombre tenía el cabello oscuro, casi negro, y la tez pálida. Su estatura era más baja que la de los elenios que se cruzaban con él, y los huesos de su cara, no exentos de cierta tosquedad, resultaban prominentes.

—¿Zemoquiano? —inquirió Sparhawk tras unos pasos.

—Es imposible determinarlo —respondió Sephrenia.

—¿Encubren su identidad con algún hechizo?

—No existe modo de saberlo, Sparhawk —declaró Sephrenia, a la vez que extendía las manos con impotencia—. O se trata de un ordinario estirio de un lugar remoto sin más preocupaciones que las de llevarse algo a la boca, o bien hemos hallado a un mago extraordinariamente sutil que representa el papel de patán para no ser reconocido.

Sparhawk profirió una blasfemia para sus adentros.

—Puede que no sea tan sencillo como pensaba —indicó—. Prosigamos, quizás averigüemos algo.

La casa que habían indicado a Sephrenia se encontraba al fondo de un corto callejón sin salida.

—Parece difícil espiar discretamente —opinó Sparhawk mientras se adentraban lentamente en la boca de la angosta calle.

—Menos de lo que imagináis —se mostró en desacuerdo Sephrenia, al tiempo que refrenaba su palafrén—. Debemos hablar con aquel tendero de la esquina.

—¿Queréis comprar algo?

—No exactamente, Sparhawk. Venid y observad.

Después desmontó y ató las riendas de su delicado caballo blanco en un poste situado fuera de la tienda. Luego miró fugazmente a su alrededor.

—¿Servirá vuestro poderoso caballo de batalla para intimidar a quien quisiera robar mi gentil corcel? —preguntó tras acariciar con afecto el cuello de su alba montura.

—Le advertiré al respecto.

—¿De veras?

—Faran —dijo Sparhawk al feo ruano—, quédate aquí y protege a la yegua de Sephrenia.

Faran hizo una mueca y enderezó entusiasmado las orejas.

—Viejo estúpido —bromeó Sparhawk, riendo.

El caballo intentó morderlo, pero sus dientes entrechocaron a escasas pulgadas de la oreja de Sparhawk.

—Pórtate bien —murmuró el caballero.

En el interior de la estancia dedicada a la exposición de muebles de bajo precio, Sephrenia adoptó una actitud zalamera, inusitadamente sumisa incluso.

—Buen mercader —saludó con un tono peculiar de voz—, servimos a un importante noble kelosiano que ha venido a Chyrellos para buscar el solaz de su alma en la ciudad santa.

—No tengo tratos con estirios —respondió rudamente el vendedor, al tiempo que dirigía una mirada furiosa a Sephrenia—. Ya hay demasiados ejemplares harapientos de vuestra raza pagana en Chyrellos —agregó, con una expresión de supremo desagrado, mientras trazaba unos gestos que Sparhawk reconoció como intentos infructuosos de protección contra la magia.

—Veamos, mercachifle —dijo el caballero, con un porte insultante y un deje kelosiano—, no os sobrevaloréis. Debéis tratar con respeto a la doncella de mi señor y también a mí, a pesar de vuestra alocada intolerancia.

—¡Cómo…! —bramó el tendero, congestionado de rabia.

Sparhawk convirtió en astillas la madera que componía una mesa de baja calidad con un solo golpe de su puño. Luego agarró al hombre por el cuello y lo atrajo hacia sí para mirarlo fijamente a los ojos.

—¿Vamos a entendernos, sí o no? —susurró con tono amedrentador.

—Lo que necesitamos, buen señor —intervino Sephrenia conciliadoramente—, es un buen aposento con vistas a la calle, pues a nuestro amo le agrada contemplar el fluir de las multitudes. —Entornó las pestañas con modestia—. ¿Tenéis un lugar que pueda servir a ese propósito en el piso de arriba?

El rostro del tendero expresaba una mezcolanza de emociones contradictorias, no obstante, giró y comenzó a ascender las escaleras.

Las habitaciones del piso superior estaban destartaladas y, por lo que podía deducirse, incluso infestadas de ratas. En algún tiempo lejano habían sido pintadas, pero la capa verde se había levantado y ahora colgaba en largos jirones de las paredes. Sin embargo, la apariencia general no les interesaba a Sparhawk y a Sephrenia. De inmediato, centraron su atención en la sucia ventana situada en la parte frontal de la habitación principal.

—Posee otras ventanas, señora —indicó el vendedor, con ademán más respetuoso que en un principio.

—Podemos inspeccionarlo nosotros mismos, buen mercader —replicó la mujer, a la vez que erguía ligeramente la cabeza—. Creo haber escuchado los pasos de un cliente procedentes de la habitación del piso de abajo.

El tendero pestañeó y se apresuró a descender las escaleras.

—¿Se observa desde aquí la casa del fondo de la calle? —inquirió Sephrenia.

—Es necesario limpiar los cristales —respondió Sparhawk antes de levantar el dobladillo de su capa para sacar el polvo y la mugre.

—No sigáis —advirtió Sephrenia—. Los estirios tienen una vista muy aguzada.

—De acuerdo —dijo Sparhawk—. Intentaré espiar a su través. Los elenios también poseemos buena vista. ¿Os encontráis con incidentes de este tipo cada vez que salís? —preguntó.

—Sí. A los elenios ordinarios no los caracteriza una inteligencia más aguda que la de los estirios normales. Francamente, prefiero tener una conversación con un sapo que con individuos de esta clase, sean de una raza u otra.

—¿Los sapos hablan? —inquirió Sparhawk un tanto sorprendido.

—Si se sabe lo que se quiere escuchar, sí. No obstante, no resultan muy locuaces.

La casa del final de la calle no se distinguía por una apariencia imponente. La planta baja estaba construida con toscas piedras superpuestas, y el segundo piso, con vigas rudamente trabajadas. Sin embargo, parecía misteriosamente aislada, como si estuviera apartada de los edificios que la rodeaban. Mientras la observaban, avanzó hacia ella un estirio vestido con la lana tejida a mano propia de su gente. Antes de entrar miró en torno a sí con disimulo.

—¿Qué opináis? —preguntó Sparhawk.

—No sabría concretarlo —respondió Sephrenia—. Ocurre lo mismo que con el que nos topamos en la calle. O es un simple personaje o es un hábil experto.

—Este reconocimiento podría alargarse mucho.

—Si no me equivoco, sólo hasta la caída de la noche —objetó la mujer mientras acercaba una silla a la ventana.

Durante las siguientes horas, un número considerable de estirios penetraron en el edificio, y cuando el sol comenzaba a esconderse tras unos densos nubarrones, comenzó a llegar mucha más gente. Un cammoriano ataviado con un hábito de brillante seda amarilla recorrió furtivamente el callejón y se le concedió entrada de inmediato. Un lamorquiano calzado con botas y protegido con una coraza de reluciente acero, acompañado de dos hombres armados con ballestas, caminó con porte arrogante hacia las puertas de la casa y fue admitido con idéntica rapidez. Al caer el helado crepúsculo invernal sobre Chyrellos, apareció en el centro de la calle una dama con un brillante vestido púrpura, que caminaba con paso rígido y abstraído seguida de un fornido sirviente vestido con la pesada armadura comúnmente utilizada por los kelosianos. Su mirada parecía perdida, y sus movimientos, espasmódicos. Sin embargo, su rostro expresaba un inefable éxtasis.

—Extraños visitantes para una morada estiria —comentó Sephrenia.

Sparhawk asintió y recorrió con la mirada la habitación en penumbra.

—¿Queréis que encienda una vela? —preguntó.

—No. No conviene que nos vean. Seguramente alguien vigila la calle desde el piso superior de la casa. —Entonces se inclinó hacia él y las ventanas de su nariz se impregnaron con la fragancia boscosa de su cabello—. No obstante, podéis darme la mano —ofreció—. Por algún motivo, siempre he sentido un cierto temor ante la oscuridad.

—Desde luego —aceptó Sparhawk, al tiempo que tomaba la menuda mano de la mujer entre la suya.

Permanecieron sentados durante aproximadamente un cuarto de hora mientras la noche se hacía más cerrada en el exterior.

De pronto, Sephrenia exhaló un amortiguado grito de angustia.

—¿Qué ocurre? —inquirió Sparhawk, alarmado.

En lugar de responder, la estiria se levantó con las manos en alto, mostrando las palmas. Una oscura silueta, compuesta más bien de sombra que de sustancia, se perfilaba de pie ante ella. Un tenue resplandor se extendía, como un puente, entre sus manos enguatadas. La silueta adelantó lentamente aquel fulgor plateado en dirección a Sephrenia. El resplandor incrementó momentáneamente su brillo hasta solidificarse, al tiempo que la sombra se desvanecía. Sephrenia volvió a sentarse en la silla y recogió el largo y estilizado objeto mientras realizaba una especie de reverencia dolorida.

—¿Qué ha sido eso, Sephrenia? —inquirió Sparhawk.

—Ha fallecido otro de los doce caballeros —anunció ella con un gemido—. Esta es su espada, una parte de mi carga.

—¿Vanion? —preguntó Sparhawk con voz casi estrangulada por un opresivo sentimiento.

Los dedos de la mujer tantearon la cresta de la empuñadura de la espada y recorrieron sus trazos en la oscuridad.

—No —respondió—. Era Lakus.

Sparhawk sintió una oleada de dolor. Lakus era uno de los pandion más veteranos. A aquel hombre con cabello blanquecino y rostro severo rendían admiración, tanto como maestro como compañero, todos los caballeros de la generación de Sparhawk.

Sephrenia hundió la cara en el hombro de Sparhawk y rompió en sollozos.

—Lo conocía desde que era un chiquillo, Sparhawk —se lamentó.

—Regresemos al castillo de la orden —sugirió suavemente el caballero—. Podemos dedicarnos a esta tarea otro día.

—No —rechazó con firmeza Sephrenia, después enderezó la cabeza y se enjugó los ojos—. Esta noche en esa casa sucede algo que tal vez no se repita durante un tiempo.

Sparhawk iba a poner objeciones a la decisión de la mujer, pero entonces percibió un opresivo peso que se localizaba justo detrás de sus orejas. Parecía como si alguien le hubiera puesto el dorso de la mano detrás de la cabeza y la impulsara hacia adelante. Sephrenia se inclinó rápidamente.

—¡Azash! —musitó.

—¿Cómo?

—Han invocado el espíritu de Azash —afirmó con un terrible tono de apremio en la voz.

—Ya hemos logrado una prueba suficientemente comprometedora, ¿no es cierto? —concluyó Sparhawk, al tiempo que se erguía.

—Sentaos, Sparhawk. Todavía queda mucho por presenciar.

—No debe de participar mucha gente en ese acto.

—¿Qué averiguaríais si bajáis a la calle y destrozáis el edificio y acabáis con la gente del interior? Sentaos, observad y aprenderéis algo.

—Estoy obligado a enfrentarme a ellos, Sephrenia. Mi juramento como caballero incluía ese compromiso. Hemos reaccionado así durante quinientos años.

—Olvidad ese juramento. Esto es más importante.

Sparhawk se desplomó en la silla, atribulado e indeciso.

—¿Qué pretenden? —inquirió.

—Ya os lo he dicho: llaman al espíritu de Azash, lo que implica, sin duda, que son zemoquianos.

—¿Por qué han entrado entonces esos elenios? El cammoriano, el lamorquiano y la mujer de Kelosia.

—Creo que reciben instrucciones. Los zemoquianos no vinieron aquí para aprender sino para impartir enseñanzas, lo cual reviste una especial gravedad, Sparhawk. Significa el peligro más mortífero que podríais llegar a imaginar.

—¿Qué hacemos?

—Por el momento, aguardar aquí sentados y observar.

Sparhawk sintió nuevamente la misma presión detrás de las orejas, en la nuca, y luego un fuerte hormigueo que pareció recorrerle las venas.

—Azash ha respondido a su llamada —declaró tranquilamente Sephrenia—. Resulta de gran importancia que permanezcamos tranquilos y mantengamos neutrales nuestros pensamientos. Azash puede captar la hostilidad que va dirigida hacia él.

—¿Por qué participan los elenios en un ritual dedicado a Azash?

—Seguramente por las recompensas que esperan conseguir por adorarlo. Cuando lo desean, los dioses mayores siempre agradecen generosamente los servicios prestados.

—¿Qué tipo de don podría compensar la pérdida de la propia alma?

—Tal vez la longevidad —repuso Sephrenia, encogiéndose casi imperceptiblemente de hombros en medio de la creciente oscuridad—. Riqueza, poder y, en el caso de la mujer, belleza. También podrían obtener otras gracias que no oso atraer a mi mente. Azash es retorcido y tergiversa rápidamente la personalidad de quienes le rinden culto.

Abajo, en la calle, un trabajador arrastraba sobre los adoquines una carretilla traqueteante y llevaba una antorcha en la mano. Tomó una tea apagada del carro y, tras introducirla en un anillo de hierro adosado a la pared de la tienda, la encendió.

—Estupendo —murmuró Sephrenia—. Así podremos verlos cuando salgan.

—Ya los hemos visto antes.

—Me temo que ahora tendrán un aspecto distinto.

Se abrió la puerta de la morada estiria y en su umbral apareció el cammoriano de atavíos de seda. Cuando cruzó el círculo de luz que despedía la antorcha, Sparhawk advirtió la palidez de su rostro y el horror que inundaba sus ojos.

—Ése no volverá —aseguró Sephrenia con calma—. Probablemente durante el resto de su vida intentará expiar su incursión en el mundo de las sombras.

Minutos después, el lamorquiano de acerada coraza salió al callejón. Tenía la mirada ardiente y una expresión de crueldad salvaje deformaba su cara. Sus guardaespaldas caminaban impávidos junto a él.

—Perdido —anunció con un suspiro Sephrenia.

—¿Cómo?

—Él lamorquiano se ha perdido. Azash ha tomado posesión de él.

Entonces salió de la casa la dama kelosiana. Su vestido púrpura aparecía negligentemente abierto y dejaba al descubierto su cuerpo desnudo. Al aproximarse a la luz, Sparhawk contempló sus ojos vidriosos y las manchas de sangre que salpicaban su piel. Su robusto ayudante trató de cerrar la parte delantera de su atuendo, pero la mujer musitó algo, le apartó la mano y continuó a través de la calle, mostrando ostentosamente su desnudez.

—Esa mujer está definitivamente perdida —comentó Sephrenia—. A partir de ahora será peligrosa. Azash la ha recompensado con poderes. —Frunció el entrecejo—. Me siento tentada a proponeros que la sigamos y le demos muerte.

—No estoy seguro de que pueda matar a una mujer, Sephrenia.

—Ya no es una mujer. No obstante, al decapitarla, provocaríamos cierto alboroto en Chyrellos.

—¿Hemos de decapitarla?

—Sólo así tendríamos la certeza absoluta de su muerte. Me parece que hemos presenciado lo suficiente, Sparhawk. Regresemos al castillo para hablar con Nashan. Creo que mañana deberíamos informar de lo sucedido a Dolmant. La Iglesia dispone de medios para contrarrestar este tipo de peligros —dijo antes de levantarse.

—Permitid que os lleve la espada.

—No, Sparhawk. Yo debo soportar su peso —afirmó, a la vez que ocultaba el arma bajo los pliegues de su vestido. A continuación se dirigió hacia la puerta.

Bajaron las escaleras y el vendedor salió de la trastienda frotándose las manos.

—¿Alquilaréis las habitaciones? —inquirió animosamente.

—Resultan completamente inadecuadas —respondió despectivamente Sephrenia—. No instalaría ni al perro de mi amo en un lugar semejante —añadió con semblante pálido, mientras temblaba perceptiblemente.

—Pero…

—Abrid el cerrojo, compadre —ordenó Sparhawk—, y nos pondremos en camino.

—Entonces, ¿por qué os habéis demorado tanto en su inspección?

Sparhawk asestó al tendero una fría y dura mirada que le hizo tragar saliva, antes de encaminarse a la puerta.

Afuera, Faran permanecía en actitud protectora junto al palafrén de Sephrenia. Sobre el empedrado, bajo sus cascos, se veía un pedazo rasgado de burda tela.

—¿Han surgido problemas? —inquirió Sparhawk.

Faran resopló burlonamente.

—Ya veo —dijo Sparhawk.

—¿De qué hablabais? —preguntó cansinamente Sephrenia cuando Sparhawk la ayudaba a montar.

—Alguien intentó robar vuestro caballo —explicó, con un encogimiento de hombros—. Faran lo convenció de la inconveniencia de tal acto.

—¿De veras podéis comunicaros con él?

—Conozco de manera aproximada lo que piensa. Hemos pasado mucho tiempo juntos.

Después saltó sobre el caballo y salieron de la calle en dirección al castillo de los pandion.

Habían recorrido alrededor de media milla cuando Sparhawk tuvo un presentimiento. Instantáneamente su reacción consistió en arrimar a Faran contra el blanco palafrén. El caballo de menor envergadura dio un bandazo en el preciso momento en que una saeta de ballesta hendió rauda el espacio donde se hallaba Sephrenia un instante antes.

—¡Galopad, Sephrenia! —gritó, mientras la flecha se clavaba en la pared de la casa de enfrente.

Miró hacia atrás y desenvainó la espada. Sephrenia aguijoneó los flancos de su blanca montura y salió de estampida con un ruidoso galope. Sparhawk, que la seguía, le cubría la espalda con su propio cuerpo.

Tras haber atravesado varios cruces, Sephrenia aminoró la marcha.

—¿Lo habéis visto? —preguntó a la vez que empuñaba la espada de Lakus.

—No era necesario. Una ballesta implica que el atacante era lamorquiano. Sólo ellos utilizan ese tipo de arco.

—¿El mismo que ha estado en la casa con los estirios?

—Probablemente, a menos que últimamente hayáis cambiado vuestro habitual comportamiento y os dediquéis a ofender a otros lamorquianos. ¿Cabe la posibilidad de que Azash o alguno de sus zemoquianos hayan percibido vuestra presencia?

—Es posible —concedió Sephrenia—. Nadie conoce de manera cierta hasta dónde alcanza el poder de los dioses mayores. ¿Cómo habéis sabido que iban a atacarnos?

—Me imagino que la intuición se desarrolla con la práctica. He aprendido a detectar cuándo me apuntan con un arma.

—Creí que iba dirigida contra mí.

—Resulta similar, Sephrenia.

—Bueno, erraron el tiro.

—Esta vez. Le diré a Nashan que os consiga una buena cota de malla.

—¿Os habéis vuelto loco, Sparhawk? —protestó—. El peso me tumbaría de espaldas, y no podría soportar ese horrible olor.

—Es preferible sufrir el peso y la pestilencia que una flecha clavada en la espalda.

—Rehúso totalmente llevarla.

—Veremos. Guardad la espada y proseguiremos. Necesitáis descansar, y, además, quiero que os halléis a salvo en el castillo antes de que a alguien se le ocurra dispararos nuevamente.