Abandonaron la granja de Kurik al despuntar el día siguiente. Aslade y sus cuatro hijos permanecían en la puerta y agitaban la mano para decirles adiós. Kurik, que se quedó atrás un momento para despedirse con más intimidad, prometió darles alcance al poco rato.
—¿Vamos a cruzar la ciudad? —preguntó Kalten a Sparhawk.
—No nos conviene —repuso Sparhawk—. Podemos tomar el camino que la rodea por el norte. Seguramente también nos descubrirán, pero no tenemos por qué facilitarles el trabajo.
—¿Te importaría si expreso una observación personal?
—Probablemente no.
—Deberías pensar en permitir que Kurik tome el retiro. Envejece y debería pasar más tiempo con su familia en lugar de seguirte adondequiera que vayas. Además, por lo que tengo entendido, eres el único caballero de la Iglesia que todavía dispone de escudero. Los otros hemos aprendido a arreglárnoslas sin ellos. Proporciónale un buen retiro y deja que disfrute ahora la compañía de los suyos.
Sparhawk entrecerró los ojos, heridos por el sol, pues el astro ascendía por detrás de la colina boscosa que se alzaba al este de Demos.
—Quizá tengas razón —acordó—, pero ¿cómo podría decírselo? Mi padre puso a Kurik a mi servicio antes de que completara mi noviciado. Su función está relacionada con el cargo hereditario de paladín de la casa real de Elenia. —Sonrió con ironía—. Es un antiguo título que va acompañado de hábitos arcaicos. Considero a Kurik más un amigo que un escudero y no estoy dispuesto a herir sus sentimientos al insinuarle que es demasiado viejo para prestar ayuda.
—Constituye un problema, ¿verdad?
—Sí —respondió Sparhawk—, lo es.
Kurik se unió a ellos mientras pasaban junto al convento donde permanecía recluida la princesa Arissa. Su rostro aparecía un poco taciturno, pero enderezó la espalda y adoptó una expresión seria.
Sparhawk observó gravemente a su amigo mientras trataba de imaginar la vida sin él y luego sacudió la cabeza. Le resultaba imposible.
La ruta que conducía a Chyrellos atravesaba un bosque de árboles de hoja perenne. El sol se filtraba entre las ramas y pintaba formas doradas en el suelo. El aire era fresco y limpio, pero no había escarcha. Después de haber cabalgado una milla, Berit volvió a tomar el curso de su narración.
—Mientras los caballeros de la Iglesia consolidaban su posición en Rendor —explicó a Talen—, llegaron noticias a Chyrellos de que el emperador Otha de Zemoch había reunido un importante ejército que marchaba en dirección a Lamorkand.
—Un momento —lo interrumpió Talen—. ¿Cuándo ocurrió todo eso?
—Hace aproximadamente unos quinientos años.
—Entonces no era el mismo Otha del que hablaba Kalten el otro día, ¿verdad?
—Hasta donde alcanza nuestro conocimiento, sí.
—Eso es imposible, Berit.
—Otha debe de tener novecientos años de edad —informó Sephrenia al chiquillo.
—Creía que el relato se basaba en hechos históricos —acusó Talen— y no en cuentos de hadas.
—Cuando Otha era un muchacho, entró en contacto con el dios mayor Azash —le explicó la mujer—. Los dioses mayores de Estiria poseen extraordinarios poderes que no se sujetan a ninguna clase de moralidad. Uno de los dones que pueden conceder a sus seguidores consiste en alargar enormemente la duración de la vida. Ése es el motivo por el que algunos hombres se avienen a acatar sus deseos.
—¿Inmortalidad? —le preguntó Talen, escéptico.
—No —lo corrigió—, no exactamente. Ningún dios puede conceder la inmortalidad.
—El dios de los elenios sí puede —afirmó Dolmant—, desde un punto de vista espiritual, por supuesto.
—Su Ilustrísima alude a una interesante cuestión teológica —replicó Sephrenia con una sonrisa—. Algún día podríamos discutirla. Cuando Otha accedió a adorar a Azash —prosiguió—, el dios le otorgó poderes soberbios y Otha llegó a ser finalmente emperador de Zemoch. Los estirios y los elenios de Zemoch han mezclado sus sangres, pero los zemoquianos no, con lo que realmente no pertenecen a ninguna de las dos razas.
—Hecho que aparece como una abominación a los ojos de Dios —apostilló Dolmant.
—Los dioses estirios comparten ese sentimiento —convino Sephrenia antes de mirar nuevamente a Talen—. Para comprender a Otha y a Zemoch, uno debe entender lo que representa Azash: es la fuerza más maligna de toda la tierra. Los ritos de su culto son obscenos. Se deleita con la perversión y la sangre, y con la agonía de las víctimas que le ofrecen en sacrificio. Al adorarlo, los zemoquianos perdieron casi todo vestigio de humanidad, y su incursión en Lamorkand ocasionó horrores indecibles. No obstante, si el ejército invasor hubiera contado únicamente con zemoquianos, habría podido ser derrotado con fuerzas convencionales, pero Azash lo había reforzado con criaturas del mundo oculto.
—¿Trasgos? —inquirió Talen, incrédulo.
—No exactamente; pero supongo que se podría utilizar esa palabra. Me ocuparía casi toda la mañana el describir la veintena de criaturas inhumanas que trabajan a las órdenes de Azash, y no creo que te gustara escuchar sus características.
—Esta historia se transforma en algo más inverosímil con cada minuto que pasa —observó Talen—. Disfruto con la narración de las batallas, pero cuando empezáis a tratar de trasgos y hadas comienzo a perder el interés. Después de todo, ya no soy un niño.
—A su debido tiempo llegarás a comprenderlo y me creerás —afirmó Sephrenia—. Proseguid con el relato, Berit.
—Sí, señora —respondió éste—. Cuando la Iglesia tuvo conciencia de la naturaleza de los ejércitos que invadían Lamorkand, mandaron regresar de Rendor a los caballeros eclesiásticos. Sumaron otros caballeros y soldados ordinarios a los rangos de las cuatro órdenes hasta que las fuerzas de Occidente alcanzaron aproximadamente el mismo número que las de la horda zemoquiana de Otha.
—¿Entonces se produjo un gran combate? —inquirió Talen, ansioso.
—El mayor que recuerda la humanidad —repuso Berit—. Los dos ejércitos se enfrentaron en los llanos de Lamorkand, cerca del lago Randera. El encuentro físico fue sobrecogedor, pero la lucha sobrenatural tuvo dimensiones extraordinarias. Olas de oscuridad y lenguas de fuego barrieron el campo, el cielo relampagueaba, batallones enteros fueron engullidos por la tierra o reducidos a cenizas por un fuego repentino. El rugido de los truenos no cesaba de retumbar desde todas las direcciones del horizonte y el propio suelo se agitaba con terremotos y erupciones de abrasadoras rocas líquidas. Constantemente las artes diabólicas de los sacerdotes de Zemoch se neutralizaban con la magia concertada de los caballeros de la Iglesia. Después de tres días en que ambos ejércitos se mantuvieron enzarzados en la lucha, por fin los zemoquianos comenzaron a retroceder. Su retirada adquiría progresivamente mayor velocidad y terminó por convertirse en una caótica huida al romper filas las hordas de Otha y escapar apresuradamente hacia la frontera.
—¡Magnífico! —exclamó Talen, excitado—. ¿Y a continuación nuestros ejércitos invadieron Zemoch?
—Se encontraban demasiado exhaustos —le explicó Berit—. Habían ganado la batalla, pero sufrieron grandes pérdidas. La mitad de los caballeros de la Iglesia yacían sobre el campo de batalla, y entre las fuerzas de los reyes elenios se contaban los muertos por centenas.
—Hubieran podido intentar algo, ¿no?
Berit cabeceó para asentir.
—Cuidaron de los heridos y enterraron a los muertos. Después regresaron a sus casas.
—¿Ése fue el final? —preguntó incrédulamente Talen—. Ésta no es una buena historia si se limitaron a eso.
—No tenían alternativa. Habían reclutado a todos los hombres capaces de los reinos occidentales, con lo que habían dejado los campos abandonados. El invierno acechaba y no tenían alimentos. Lograron salir con vida de aquella estación, pero habían perecido demasiados hombres y muchos otros quedaron lisiados, de forma que, cuando llegó la primavera, no había suficientes brazos, ni en Occidente ni en Zemoch, para plantar las nuevas cosechas. El resultado de aquella situación fue la miseria. Durante un siglo, la única preocupación en Eosia consistió en poder llevar un bocado a la boca. Se relegaron las espadas y las lanzas, y los caballos de guerra sirvieron de mulos de carga.
—En los relatos que he escuchado nunca se describían ese tipo de desgracias —comentó sarcásticamente Talen.
—Porque sólo eran cuentos —explicó Berit—. Lo que te narro sucedió realmente. Lo cierto es —continuó— que la guerra y el hambre consiguiente provocaron grandes cambios. Las órdenes militares se vieron obligadas a trabajar la tierra junto a la plebe y gradualmente se distanciaron de la Iglesia. Excusadme, Su Ilustrísima —dijo a Dolmant—, pero, en aquel tiempo, la jerarquía se hallaba demasiado apartada de la problemática del pueblo como para comprender y compartir sus sufrimientos.
—No es necesario que os disculpéis —respondió tristemente Dolmant—. La Iglesia ha reconocido abiertamente los errores en que incurrió durante ese período.
—Paulatinamente los caballeros de la Iglesia se secularizaron —continuó Berit—. El objetivo original de la jerarquía había aspirado a que los caballeros fueran monjes armados y que, cuando no se dedicaran a la guerra, vivieran en sus castillos conventuales. Esa idea comenzó a difuminarse. Las enormes bajas producidas entre sus miembros hacían necesario hallar una nueva fuente de reclutamiento. Los preceptores se desplazaron a Chyrellos para exponer el problema. El principal obstáculo que frenaba a todos los que aspiraban a pertenecer a las órdenes había sido siempre el voto de celibato. Ante la insistencia de los dirigentes, se accedió a retirar esa normativa y permitir que los caballeros de la Iglesia pudieran casarse y tener hijos.
—¿Estáis casado vos, Sparhawk? —preguntó de repente Talen.
—No —repuso el caballero.
—¿Por qué no?
—No ha encontrado a ninguna mujer tan tonta como para estar dispuesta a aguantarlo —explicó Kalten riendo—. En primer lugar, no resulta nada atractivo, y, además, tiene muy mal genio.
Talen miró a Berit.
—¿Has finalizado la historia? —preguntó descontento—. Un relato ha de tener siempre un desenlace, algo como «y vivieron felices hasta el fin de sus días». El vuestro termina sin llegar a una conclusión.
—La historia no se detiene nunca, Talen, y por eso no tiene fin. Actualmente las órdenes militares están más comprometidas con los asuntos políticos que con el gobierno de la Iglesia, y nadie puede prever qué les depara el futuro.
—Vuestras palabras son demasiado ciertas —convino Dolmant con un suspiro—. Preferiría que las cosas hubieran sucedido de otro modo, pero tal vez Dios tenga sus motivos para disponer los acontecimientos de esta manera.
—Un momento —objetó Talen—. Todo esto empezó cuando intentabais explicarme quién era Otha y dónde estaba Zemoch. No habéis mencionado ninguno de los dos nombres en la última parte de la narración. ¿Por qué os preocupan ahora?
—Otha ha vuelto a movilizar sus ejércitos —le respondió Sparhawk.
—¿Y qué medidas ha tomado al respecto nuestro bando?
—De momento, observamos sus movimientos. Si ataca de nuevo, le haremos frente como lo hicimos anteriormente. —Sparhawk miró las hierbas amarillentas que reflejaban a su alrededor el brillo del sol de la mañana—. Si queremos llegar a Chyrellos antes de que acabe el mes, debemos avanzar un poco más deprisa —añadió, al tiempo que espoleaba a Faran.
Cabalgaron en dirección este durante tres días, y cada noche se albergaban en posadas de viajeros. Sparhawk experimentaba un cierto regocijo tolerante cada vez que Talen, inspirado por las enseñanzas de Berit sobre historia antigua, descabezaba cardos con un palo a su paso.
Mediada la tarde del tercer día coronaron una larga colina que dominaba la vasta extensión ocupada por Chyrellos, la sede de la Iglesia elenia. La ciudad no formaba parte de ningún reino específico y se asentaba en la intersección de las fronteras de Elenia, Arcium, Cammoria, Lamorkand y Kelosia. Constituía, con diferencia, la mayor ciudad de Eosia. Debido a su condición de ciudad religiosa, se alzaban los campanarios y domos por doquier, y, a determinadas horas del día, las campanas llenaban el aire con su tañido para llamar a plegaria a los fieles. No obstante, ninguna urbe tan importante podía estar totalmente consagrada al culto. El comercio, casi de forma equiparada a la religión, dominaba la sociedad, y los palacios de los ricos mercaderes rivalizaban en esplendor y opulencia con los de los patriarcas de la Iglesia. Sin embargo, el núcleo central de la población lo ostentaba la basílica de Chyrellos, una enorme catedral de rutilante mármol erigida para glorificar a Dios. El incalculable poder que emanaba de la basílica repercutía en las vidas de todos los elenios, desde los habitantes de los yermos helados del norte de Thalesia a la gente de los desiertos de Rendor.
Talen, que hasta entonces no había salido nunca de Cimmura, contemplaba boquiabierto la magnífica ciudad que se extendía ante ellos, resplandeciente bajo el sol invernal.
—¡Dios me valga! —musitó casi con reverencia.
—Sí —asintió Dolmant—. Dios es bondad y ésta es una de sus más espléndidas obras.
Por su parte, Flauta no parecía impresionada en absoluto; por el contrario, tras llevarse su instrumento a los labios, comenzó a interpretar una pequeña melodía burlona como si quisiera restar valor a la magnificencia de Chyrellos.
—¿Deseáis ir directamente a la basílica, Su Ilustrísima? —inquirió Sparhawk.
—No —respondió Dolmant—. El viaje ha sido agotador y necesito restablecer el pleno rendimiento de mis facultades antes de exponer este asunto a la jerarquía. Annias dispone de muchos amigos en los consejos superiores de la Iglesia y no van a escuchar de buen grado mis noticias.
—No pueden dudar de vuestras palabras, Su Ilustrísima.
—Tal vez no, pero pueden intentar tergiversarlas. —Dolmant se acarició pensativo el lóbulo de la oreja—. Creo que mi informe tendría más peso si alguien lo corroborase. ¿Qué tal se os dan las apariciones en público?
—Sólo le interesan si en ellas tiene la oportunidad de practicar con la espada —repuso Kalten.
—Venid a mi casa mañana, Sparhawk —pidió Dolmant con una leve sonrisa—. Consideraremos la orientación de vuestro testimonio.
—¿Vuestra propuesta entra dentro de la absoluta legalidad, Su Ilustrísima? —preguntó Sparhawk.
—No intentaré que mintáis bajo juramento, Sparhawk. Lo único que deseo sugeriros es la manera de formular las respuestas a ciertas cuestiones. —Sonrió de nuevo—. No quiero que me deis una sorpresa delante de la jerarquía. Odio los imprevistos.
—De acuerdo pues, Su Ilustrísima —aprobó Sparhawk.
Descendieron hasta las grandes puertas de bronce de la ciudad sagrada. Los guardianes saludaron a Dolmant y les franquearon el paso sin formularles preguntas. Más allá de la entrada, la carretera se convertía en una amplia calle que bien podía denominarse un bulevar. Enormes mansiones que se alzaban a ambos lados parecían confabuladas en la tarea de atraer la atención de los viandantes. La avenida se mostraba atestada de gente, de la cual, aunque muchos lucieran los sayales pardos propios de los trabajadores, la mayoría llevaba sobrios atavíos eclesiásticos negros.
—¿Todos los habitantes son religiosos? —inquirió Talen.
Los ojos del chiquillo se abrían desmesurados ante las maravillas de Chyrellos. El cínico ratero de las callejuelas de Cimmura había encontrado finalmente algo que lo impresionaba de veras.
—No —repuso Kalten—, pero en Chyrellos, las personas imponen más respeto si tienen aspecto de ser miembros de la Iglesia, por eso todo el mundo viste ropajes negros.
—Francamente, no me molestaría contemplar un poco de color en las calles de Chyrellos —confesó Dolmant—. La monotonía del negro me deprime.
—¿Por qué no iniciáis una nueva tendencia, Su Ilustrísima? —sugirió Kalten—. La próxima vez que aparezcáis en la basílica os ponéis un hábito rosa, o quizás el verde esmeralda sería más apropiado.
—La catedral se escandalizaría con mi osadía —respondió Dolmant con ironía.
A diferencia de gran parte de los palacios de otras autoridades eclesiásticas, la morada del patriarca se mostraba simple y austera. Quedaba ligeramente apartada de la vía principal y se hallaba rodeada por arbustos y una verja de hierro.
—Continuaremos hasta el castillo de la orden, Su Ilustrísima —indicó Sparhawk cuando se detuvieron ante su puerta.
—Os veré mañana —se despidió el patriarca.
Sparhawk saludó con un gesto y luego condujo al resto de la comitiva calle abajo.
—Es un buen hombre, ¿verdad? —apuntó Kalten.
—Uno de los mejores —convino Sparhawk—. La Iglesia tiene suerte de contar con él.
El castillo de los caballeros pandion de Chyrellos era un edificio de piedra de apariencia fría situado en un tramo lateral poco frecuentado. Al contrario que el de Cimmura, no estaba aislado por un foso, sino por altos muros que lo cercaban y por una entrada protegida con una formidable puerta. Sparhawk siguió el ritual que les franqueaba el acceso al interior. Cuando desmontaron en el patio, el gobernador de la fortaleza, un hombre corpulento llamado Nashan, acudió con premura a recibirlos.
—Nuestra casa se honra con vuestra visita, Sparhawk —saludó, estrechando la mano del fornido caballero—. ¿Qué rumbo han tomado los acontecimientos en Cimmura?
—Conseguimos pararle los pies a Annias —replicó Sparhawk.
—¿Cuál fue su reacción?
—No demostró mucha alegría.
—Bien. —Nashan se volvió hacia Sephrenia—. Sed bienvenida, pequeña madre —la saludó, y luego le besó las palmas de las manos.
—Nashan —advirtió gravemente la mujer—, advierto que no os perdéis ni una comida.
—Todo hombre necesita mantener uno o dos vicios —respondió riendo Nashan mientras se palmeaba la panza—. Entrad. He hecho llegar clandestinamente un odre de tinto arciano a la casa…, para cuidar mi estómago, por supuesto. Podemos tomar un par de copas.
—¿Ves cómo funcionan las cosas, Sparhawk? —observó Kalten—. Puedes saltarte las reglas con las personas adecuadas.
El estudio de Nashan estaba tapizado de rojo y la ornamentada mesa de trabajo tenía incrustaciones de oro y perlas.
—El entorno cuenta con algunos detalles vanos —les previno a modo de disculpa, al tiempo que los hacía pasar a la estancia—. En Chyrellos, debemos rendir pequeños honores a la opulencia para salvaguardar nuestro prestigio.
—No os preocupéis, Nashan —lo tranquilizó Sephrenia—. No os eligieron gobernador de esta casa por vuestra humildad.
—Hay que mantener las apariencias, Sephrenia —declaró Nashan antes de dejar escapar un suspiro—. Nunca me comporté como un caballero digno de admiración —admitió—. Si me permitís un poco de benevolencia, soy mediocre en el manejo de la lanza y la mayor parte de mis conjuros tienden a desmoronarse sobre mí a mitad de la invocación. —Respiró profundamente y miró a su alrededor—. Sin embargo, soy un buen administrador. Conozco la Iglesia y su modo de actuar y puedo prestar un mejor servicio a la orden y a lord Vanion en este campo que en el de batalla.
—Todos nos esforzamos cuando podemos —dijo Sparhawk—. Según me han enseñado, Dios aprecia nuestra dedicación.
—A veces pienso que lo he decepcionado —confesó Nashan—. En lo más recóndito de mi interior creo que podría haber cumplido objetivos más elevados.
—No os autoflageléis, Nashan —aconsejó Sephrenia—. Al dios elenio se lo caracteriza por estar siempre abierto al perdón. Vos os habéis conducido según vuestras posibilidades.
Tomaron asiento alrededor de la suntuosa mesa de Nashan y éste llamó a un acólito y le encargó que trajera unas copas y el odre de vino. A petición de Sephrenia, solicitó también té para ella y leche para Flauta y Talen.
—No tenemos por qué mencionar esto a lord Vanion necesariamente, ¿no creéis? —preguntó el gobernador a Sparhawk cuando llenaba los recipientes.
—Ni un caballo salvaje lograría hacerme confesarlo, mi señor —respondió Sparhawk tras alzar la copa.
—Y bien —intervino Kalten—, ¿cómo es la situación en Chyrellos?
—Corren tiempos agitados, Kalten —repuso Nashan—. Es una mala época. Mientras el archiprelado envejece, la ciudad entera se mantiene en suspenso y trata de anticipar el momento de su muerte.
—¿Quién ocupará el cargo tras él? —inquirió Sparhawk.
—Por ahora resulta imposible saberlo. Cluvonus no se halla en condiciones de designar a su sucesor y Annias gasta el dinero como si fuera agua para comprar el trono.
—¿Dolmant tiene posibilidades de acceder a él? —preguntó Kalten.
—Me temo que es demasiado modesto —respondió Nashan—. Se ha consagrado tanto a las funciones de la Iglesia que carece del sentimiento de vanagloria personal necesario para aspirar a ocupar el trono de oro de la basílica. Por otra parte, lo que más lo perjudica es que se ha procurado enemigos.
—A mí me gusta tener adversarios —señaló Kalten con una mueca—. Esa circunstancia proporciona motivos para conservar bien afilada la espada.
—¿Ha acontecido algún suceso especial entre los estirios? —preguntó Nashan en dirección a Sephrenia.
—¿A qué os referís exactamente?
—La ciudad se ha visto repentinamente inundada de estirios —aclaró el gobernador—. Afirman que acuden a recibir las enseñanzas de la fe elenia.
—Esa explicación es absurda.
—Opino lo mismo que vos. La Iglesia ha intentado desde hace más de tres siglos convertir a los estirios y nunca lo ha conseguido. Ahora vienen en bandadas a Chyrellos sin que nadie los fuerce y piden ser convertidos.
—Ningún estirio en su sano juicio haría tal cosa —insistió la mujer—. Nuestros dioses son muy celosos y castigan severamente la apostasía. —Entrecerró los ojos—. ¿Ha identificado alguno de esos peregrinos su lugar de procedencia? —inquirió.
—Yo no he tenido noticias de ello. Parecen estirios ordinarios de las zonas rurales.
—Tal vez hayan efectuado un viaje más largo de lo que pretenden revelar.
—¿Creéis que podrían ser zemoquianos? —le preguntó Sparhawk.
—Otha ya ha infestado el este de Lamorkand con sus agentes —repuso la estiria—. Chyrellos es el centro del mundo elenio, un punto clave para espionaje y agitación. —Reflexionó un instante—. Posiblemente permaneceremos unos cuantos días aquí —observó—. Debemos aguardar la llegada de los caballeros de las otras órdenes. Quizá dedicaré algún tiempo a investigar la naturaleza de estos insólitos postulantes.
—Personalmente no puedo involucrarme mucho en esa cuestión —disintió Sparhawk—. Otros asuntos reclaman mi atención. Ya nos encargaremos de Otha y sus zemoquianos cuando llegue el momento. Actualmente debo concentrar mis esfuerzos en restaurar a Ehlana en el trono y prevenir la muerte de algunos amigos.
Hablaba con rodeos, pues había tomado la decisión de no revelar los detalles que le había explicado Sephrenia acerca de lo acaecido en la sala del trono de Cimmura.
—No os preocupéis, Sparhawk —lo apaciguó ella—. Comprendo vuestro desasosiego. Kalten me acompañará y trataremos de desvelar el misterio.
Pasaron el resto del día conversando tranquilamente en el lujoso estudio de Nashan. A la mañana siguiente, ataviado con una cota de malla y un sencillo hábito con capucha, Sparhawk se dirigió a la mansión de Dolmant, donde ambos examinaron minuciosamente los acontecimientos sucedidos en Cimmura y Arcium.
—Resultaría útil levantar cargos directos contra Annias —opinó Dolmant—. Por ello es preferible omitir cualquier referencia a su nombre o al de Harparín. Debemos presentar el asunto como una confabulación destinada a desacreditar la orden de los pandion, sin acusar a nadie. La jerarquía sacará sus propias conclusiones. —Sonrió entre dientes—. La más inocua de sus deducciones consistirá en advertir que Annias se puso en evidencia en público. Aunque fuera nuestro único logro, podría contribuir a decantar los votos de los patriarcas neutrales cuando sea necesario elegir al nuevo archiprelado.
—Al menos habremos conseguido algo —admitió Sparhawk—. ¿Vamos a mencionar en esta ocasión el supuesto matrimonio de Arissa?
—No es conveniente —replicó Dolmant—. No es una cuestión tan relevante como para someterla a la consideración de la jerarquía en pleno. Las declaraciones concernientes a la soltería de Arissa podrían remitirse al patriarca de Vardenais. La boda alegada tuvo lugar en su distrito y es lógico que él se pronuncie sobre su veracidad. Además —añadió, con una sonrisa que iluminaba su ascético rostro—, es amigo mío.
—Muy inteligente —indicó Sparhawk admirativamente.
—A mí tampoco me parece un planteamiento inapropiado —repuso Dolmant con modestia.
—¿Cuándo nos reuniremos con la jerarquía?
—Mañana por la mañana. Si dilatamos el encuentro, proporcionaríamos a Annias la posibilidad de avisar a la facción que lo apoya en la basílica.
—¿Queréis que venga hasta aquí y os acompañe al templo?
—No. Hemos de acudir por separado, para que no intuyan el menor indicio de cuál es nuestro propósito.
—Estáis muy versado en las argucias políticas, Su Ilustrísima —lo halagó Sparhawk.
—Desde luego. ¿Cómo creéis que llegué a convertirme en un patriarca? Apareced en la basílica durante el transcurso de la tercera hora después de la salida del sol, así dispondré de tiempo para presentar primero mi informe y responder a todas las preguntas y objeciones que sin duda formularán los partidarios de Annias.
—Muy bien, Su Ilustrísima —dijo Sparhawk, al tiempo que se levantaba de la silla.
—Sed cautelosos mañana, Sparhawk. Intentarán confundiros. Y, por amor de Dios, no perdáis los estribos.
—Trataré de no olvidarlo.
Al día siguiente, Sparhawk se vistió con esmero. Su armadura relucía, y su capa y la sobreveste plateadas estaban recién planchadas. Faran, también acicalado, lucía la piel brillante y los cascos rutilantes, gracias al aceite con que los habían frotado.
—No dejes que te acorralen en un rincón —le advirtió Kalten mientras él y Kurik le ayudaban a montar—. Los eclesiásticos pueden ser muy retorcidos.
—Sabré cuidarme bien —los tranquilizó Sparhawk, después tomó las riendas y espoleó a Faran.
El imponente ruano cruzó pavoneándose las puertas del castillo y las transitadas calles de la ciudad sagrada.
Construida sobre un altozano, la basílica, que se elevaba en dirección al cielo y destellaba bajo el pálido sol de invierno, dominaba toda Chyrellos. Los guardas apostados junto al portal de bronce admitieron respetuosamente a Sparhawk y éste desmontó al pie de la escalinata de mármol que conducía al templo. A continuación cedió las riendas a un monje, ajustó las correas de su escudo y subió las escaleras con un tintineo producido por las espuelas. En el rellano superior, un eficiente y joven religioso ataviado con un hábito negro le cerró el paso.
—Caballero —protestó el joven—, no podéis entrar armado.
—Estáis equivocado, Su Reverencia —objetó Sparhawk—. Esa normativa no es aplicable a los caballeros de la Iglesia.
—Nunca he oído hablar de tal excepción.
—De ahora en adelante ya no podréis aducir vuestra ignorancia. No quiero discutir con vos, amigo, pero he venido a instancias del patriarca Dolmant y me propongo entrar.
—Pero…
—Existe una biblioteca muy completa en este edificio. ¿Por qué no vais a revisar las reglas? Estoy convencido de que os daréis cuenta de que desconocéis algunas. Ahora apartaos de mi camino.
Tras estas palabras pasó junto al religioso y penetró en el recinto impregnado de incienso de la catedral. Realizó la habitual reverencia ante el altar recubierto de joyas incrustadas y avanzó por la nave central bañada por la luz multicolor que se filtraba por las vidrieras. Al lado del altar, un sacristán pulía vigorosamente un cáliz de plata.
—Buenos días, amigo —lo saludó Sparhawk en voz baja.
Al hombre casi se le resbaló la copa de las manos.
—Me habéis sorprendido, caballero —dijo, riendo nerviosamente—. No he oído vuestros pasos.
—Las alfombras amortiguan el sonido —explicó Sparhawk—. Tengo entendido que los miembros de la jerarquía están reunidos.
El sacristán asintió con la cabeza.
—El patriarca Dolmant requirió mi presencia para testificar en una cuestión que va a exponer esta mañana. ¿Podríais indicarme dónde se encuentran?
—Creo que en la sala de audiencias del archiprelado. ¿Queréis que os guíe hasta ella, caballero?
—Conozco el camino. Gracias, compadre.
Sparhawk se dirigió a una puerta lateral que daba a un resonante corredor de mármol. Allí se quitó el yelmo y, tras ponérselo bajo el brazo, prosiguió hasta desembocar en una amplia estancia, donde una docena de eclesiásticos se hallaban sentados ante escritorios cubiertos de montones de documentos. Uno de los presentes advirtió su presencia bajo el dintel y se levantó.
—¿Puedo serviros en algo, caballero? —preguntó.
—Mi nombre es Sparhawk, Su Reverencia. El patriarca Dolmant me mandó llamar.
—Ah, sí —asintió el religioso—. El patriarca me informó de que esperaba vuestra visita. Iré a comunicarle vuestra llegada. ¿Deseáis tomar asiento mientras tanto?
—No, gracias, Su Reverencia. Permaneceré de pie. Resulta incómodo sentarse con una espada prendida a la cintura.
—Ignoro lo referente a esos detalles —declaró el eclesiástico con una sonrisa soñadora—. ¿Qué dificultad existe?
—La diferencia de altura entre la espada y la silla —contestó Sparhawk—. ¿Seréis tan amable de dar el recado al patriarca?
—De inmediato, sir Sparhawk. —El hombre atravesó la habitación hasta la puerta opuesta y regresó al cabo de un momento—. Dolmant os pide que entréis directamente. El archiprelado preside la sesión.
—Sorprendente. Me habían comentado que estaba enfermo.
—Creo que hoy tiene uno de sus mejores días —le confesó el religioso mientras conducía a Sparhawk a la puerta y le franqueaba la entrada.
La sala de audiencias estaba flanqueada por diversas hileras de bancos de alto respaldo, en los cuales se hallaban sentados eclesiásticos de avanzada edad, sobriamente vestidos de negro, que conformaban la jerarquía de la Iglesia elenia. En la parte frontal de la estancia, ubicado sobre una tarima, se alzaba un amplio trono de oro que ocupaba el archiprelado Cluvonus, quien lucía una túnica de satén blanco y una mitra también de oro. El anciano dormitaba. En el centro se erguía un lujoso atril ante el que se encontraba Dolmant leyendo una hoja de pergamino apoyada sobre él.
—Ah —exclamó—, sir Sparhawk. Sois muy amable al aceptar mi convocatoria.
—Es un placer para mí, Su Ilustrísima —replicó Sparhawk.
—Hermanos —dijo Dolmant, dirigiéndose a los restantes miembros de la jerarquía—. Tengo el honor de presentaros al caballero pandion sir Sparhawk.
—Hemos oído hablar de él —repuso fríamente un patriarca de rostro enjuto sentado en la primera fila a la izquierda—. ¿Para qué ha venido aquí, Dolmant?
—Para prestar declaración sobre la situación que dirimimos, Makova —repuso Dolmant con distanciamiento.
—Ya he escuchado bastante.
—Quiero hacer constar que esa actitud no la compartimos todos —observó un hombre obeso de aspecto jovial situado en las gradas de la derecha—. Las órdenes militares constituyen el brazo de la Iglesia y sus miembros son siempre bien recibidos en nuestras deliberaciones.
Ambos hombres entrecruzaron miradas airadas.
—Dado que sir Sparhawk se encargó de desvelar y desbaratar esa estratagema —indicó Dolmant, conciliador—, he creído que su testimonio podría resultar clarificador.
—Oh, acabad de una vez, Dolmant —espetó irritado el patriarca de rostro enjuto—. Tenemos asuntos mucho más importantes que discutir esta mañana.
—Se hará como desea el estimado patriarca de Coombe —asintió Dolmant con una reverencia—. Sir Sparhawk —agregó entonces—, ¿prestáis juramento como caballero de la Iglesia sobre la veracidad de vuestro testimonio?
—Sí, Su Ilustrísima —afirmó Sparhawk.
—Dignaos explicar a la asamblea cómo tuvisteis noticias de la confabulación.
—Con mucho gusto, Su Ilustrísima —accedió Sparhawk, y pasó luego a relatar buena parte de la conversación sostenida entre Harparín y Krager; no obstante, en su explicación omitió cualquier nombre, ni siquiera hizo referencia al del primado Annias o al de la reina Ehlana.
—¿Acostumbráis escuchar indiscretamente conversaciones ajenas, sir Sparhawk? —preguntó Makova malévolamente.
—Cuando en ello está en juego la seguridad de la Iglesia o del Estado, sí, Su Ilustrísima. Estoy obligado bajo juramento a defender a ambos.
—Ah, sí. Había olvidado que también sois el paladín de la reina de Elenia. Vuestra lealtad no se siente dividida a veces entre uno y otra, ¿sir Sparhawk?
—Nunca me he encontrado en una situación semejante, Su Ilustrísima. En raras ocasiones los intereses de la Iglesia y los del Estado son irreconciliables en Elenia.
—Bien dicho, sir Sparhawk —aprobó el obeso patriarca de la derecha.
El representante de Coombe se inclinó para susurrar algo al eclesiástico de tez cetrina sentado junto a él.
—¿Qué hicisteis después de enteraros de la existencia de la conspiración, sir Sparhawk? —inquirió entonces Dolmant.
—Reunimos nuestras fuerzas y cabalgamos hasta Arcium para interceptar a los hombres que iban a realizar el ataque.
—¿Y por qué no informasteis al primado de Cimmura de esa supuesta confabulación? —preguntó Makova.
—La trama implicaba un ataque a una casa de Arcium, Su Ilustrísima —respondió Sparhawk—. El primado de Cimmura no ostenta ninguna autoridad en ese territorio y, por consiguiente, el asunto no le concernía.
—Desde el mismo punto de vista, a los pandion tampoco. ¿Por qué no os limitasteis a alertar a los caballeros cirínicos para que ellos se ocupasen de los asaltantes? —espetó Makova, que después miró con suficiencia a los compañeros cercanos, como si hubiera asestado un golpe mortal.
—El plan estaba destinado a desacreditar a nuestra orden, Su Ilustrísima. Creímos que esta razón era suficiente para contrarrestarlo nosotros mismos. Por otra parte, los cirínicos tienen sus propias preocupaciones y no queríamos molestarlos con un asunto de tan poca envergadura.
Makova carraspeó agriamente.
—¿Qué ocurrió después, sir Sparhawk? —continuó Dolmant con el interrogatorio.
—Los hechos se sucedieron tal como habíamos previsto. Previnimos al conde Radun y luego, cuando llegaron los mercenarios, caímos sobre ellos por la espalda. Muy pocos lograron escapar.
—¿Los atacasteis por la retaguardia sin previo aviso? —El patriarca Makova parecía escandalizado—. ¿Esa acción responde al famoso heroísmo de los caballeros pandion?
—No tratéis de desviar la atención, Makova —le advirtió con un bufido el hombre de aspecto jovial sentado en el ala opuesta—. Vuestro preciado primado Annias se comportó como un idiota. Para intentar disculparlo agredís a ese caballero y os esforzáis por impugnar su testimonio —entonces dirigió una astuta mirada a Sparhawk—. ¿Podríais aventurar alguna sospecha con respecto a los instigadores de la conspiración?
—No estamos aquí para escuchar especulaciones, Emban —intervino Makova rápidamente—. El testigo sólo puede declarar lo que conoce, no lo que supone.
—El patriarca de Coombe está en lo cierto, Su Ilustrísima —corroboró Sparhawk, dirigiéndose a Emban—. He jurado decir la verdad, y las sospechas suelen caer fuera de este concepto. La orden de los pandion se ha procurado bastantes enemigos a lo largo del último siglo. A veces nos comportamos como un grupo de hombres exacerbados, altaneros y rencorosos. Muchos detestan estas características, y los viejos odios tardan en desaparecer.
—Ciertamente —concedió Emban—. No obstante, si se tratara de defender la fe elenia, preferiría confiar en los altivos pandion que en otros personajes que podría mencionar. Ciertamente, los viejos odios se difuminan lentamente, pero los que han surgido recientemente son incluso más dañinos. Me han llegado noticias sobre lo que acontece en Elenia y no resulta difícil adivinar quién saldría beneficiado si los pandion cayeran en desgracia.
—¿Osáis acusar al primado Annias? —gritó Makova, al tiempo que se ponía de pie con los ojos desorbitados.
—Oh, sentaos, Makova —le recomendó Emban, molesto—. Vuestra sola presencia tiene un efecto contaminante sobre nosotros. Todos los ocupantes de la sala saben perfectamente quién dirige vuestras actuaciones.
—¿Deseáis deshonrar mi persona?
—¿Quién financió el nuevo palacio que os habéis hecho construir? Hace seis meses vinisteis a pedirme dinero y ahora parecéis andar sobrado de él. ¿No es un tanto curioso? ¿Quién os subvenciona, Makova?
—¿A qué vienen esos gritos? —preguntó una débil voz.
Sparhawk dirigió la vista al trono dorado que ocupaba el ala frontal de la estancia. El archiprelado Cluvonus se había despertado y parpadeaba confuso mientras miraba a su alrededor. La cabeza del anciano se tambaleaba sobre su escuálido cuello y sus ojos aparecían nublados.
—Se trata de una discusión animada, Su Santidad —le informó Dolmant suavemente.
—Os habéis atrevido a despertarme —protestó petulantemente el archiprelado—, con el sueño tan agradable de que disfrutaba.
Después levantó la mitra, la arrojó al suelo y se volvió a arrellanar en su sillón haciendo pucheros.
—¿El archiprelado nos concedería unos momentos para escuchar el asunto de que versa la conversación? —inquirió Dolmant.
—No —espetó Cluvonus—. Ya es suficiente.
A continuación prorrumpió en una risa aguda, como si su pataleta infantil hubiera sido un magnífico chiste. Después las carcajadas se amortiguaron, y, finalmente, observó a los presentes con el entrecejo fruncido.
—Quiero volver a mi habitación —declaró Cluvonus—. Salid todos de aquí.
La jerarquía se puso en pie y comenzó a desfilar.
—Vos también, Dolmant —insistió el archiprelado con voz excitada—. Enviadme a la hermana Clentis. Es la única persona que se preocupa realmente por mí.
—Como desee Su Santidad —se resignó Dolmant mientras ejecutaba una reverencia.
—¿Cuánto tiempo hace que se comporta de este modo? —preguntó Sparhawk a Dolmant cuando se encontraban afuera.
—Un año, aproximadamente —repuso el patriarca con un suspiro—. Su mente se enturbiaba paulatinamente, pero hasta hace un año su senilidad no había alcanzado estos extremos.
—¿Quién es la hermana Clentis?
—Su enfermera. En realidad, su dueña.
—¿El pueblo es consciente de su estado?
—Corren algunos rumores al respecto: sin embargo, hemos conseguido mantenerlo en secreto —explicó Dolmant, suspirando de nuevo—. No lo juzguéis sólo por su reciente actuación, Sparhawk. Cuando era más joven, hizo honor al cargo que ocupa.
—Lo sé —asintió Sparhawk—. ¿Cómo se encuentra físicamente?
—Bastante mal. Está muy débil. No durará mucho tiempo.
—Tal vez por ese motivo Annias ha puesto en acción sus recursos con tanta rapidez —apuntó Sparhawk mientras cambiaba de mano su plateado escudo—. Lo cierto es que el factor tiempo le favorece.
—Sí —acordó Dolmant, con semblante sombrío—. Por esa razón el resultado de vuestra misión resulta crucial.
—Muy bien, Dolmant —dijo otro eclesiástico que se unió a ellos—. Ha sido una mañana muy interesante. ¿Hasta qué punto estaba Annias involucrado en la confabulación?
—No he mencionado para nada al primado de Cimmura, Yarris —protestó Dolmant con burlona inocencia.
—Aunque hayáis evitado aludirlo, todo lo expuesto concurre con nítida claridad hacia su persona. No creo que a ningún miembro del consejo le haya pasado inadvertido el trasfondo.
—¿Conocéis al patriarca de Vardenais, Sparhawk? —preguntó Dolmant.
—Hemos coincidido en alguna ocasión —respondió Sparhawk, al tiempo que se inclinaba levemente ante el eclesiástico, acompañado del ruido metálico producido por la armadura—. Su Ilustrísima —lo saludó.
—Me alegra volver a veros, Sparhawk —replicó Yarris—. ¿Cómo se desarrollan los acontecimientos en Cimmura?
—De manera forzada —repuso Sparhawk.
—Supongo que habéis previsto que Makova informará de todo lo ocurrido esta mañana a Annias —indicó Yarris a Dolmant.
—Mi intención no se dirigía a mantenerlo en secreto. Annias se puso en ridículo. Si consideramos sus aspiraciones, este aspecto de su personalidad resulta relevante.
—En efecto, Dolmant. Os habéis procurado un nuevo enemigo en esta sesión.
—De todos modos, Makova no me ha profesado nunca gran aprecio. Por cierto, Yarris, Sparhawk y yo desearíamos tratar con vos de cierta materia.
—¿Sí?
—Está relacionada con otra de las estratagemas del primado de Cimmura.
—No debemos escatimar esfuerzos para desbaratársela.
—Estaba seguro de que responderíais así.
—¿Qué se propone en esta ocasión?
—Presentó un certificado de matrimonio falso al consejo real de Cimmura.
—¿Quién se ha casado?
—La princesa Arissa, y con el duque Osten.
—Esa pretensión es ridícula.
—La princesa Arissa la consideró de la misma forma.
—¿Estáis dispuesto a jurarlo?
Dolmant hizo un gesto afirmativo.
—Mi testimonio será corroborado por Sparhawk —añadió.
—Sospecho que su meta se orienta a legitimizar a Lycheas.
Dolmant asintió nuevamente.
—Bien, veamos si podemos frustrar su objetivo. Vamos a hablar con mi secretario para que extienda el documento pertinente. —El patriarca de Vardenais ahogó una risita—. A Annias no le sonríe la suerte desde hace una temporada. Con éste serán dos los planes fallidos. Conservad la armadura, muchacho —le sugirió a Sparhawk—. Annias podría decidir decoraros con una daga la zona que media entre vuestras paletillas.
Tras haber realizado el informe relativo a la afirmación de la princesa Arissa, se separaron del patriarca de Vardenais y caminaron por el corredor hasta la nave de la basílica.
—Dolmant —dijo Sparhawk—, ¿podríais explicar el motivo de la presencia de tantos estirios en Chyrellos?
—Me han llegado noticias. Se comenta que han venido para ser educados en nuestra fe.
—Sephrenia afirma que esa excusa es absurda.
—Probablemente tiene razón —asintió Dolmant con tristeza—. Pese a haber dedicado a ello toda mi vida, hasta el momento no he conseguido convertir ni a un solo estirio.
—Se hallan muy vinculados a sus dioses —arguyó Sparhawk—. No es mi intención ofenderos, Dolmant, pero al parecer existe una estrecha relación personal entre los estirios y sus dioses. Tal vez nuestro Dios es más remoto.
—Hablaré de ello con el Altísimo en nuestra próxima conversación —prometió Dolmant con una sonrisa—. Estoy convencido de que tiene en cuenta nuestras opiniones.
—Una afirmación un tanto presuntuosa, ¿no creéis? —señaló Sparhawk, riendo.
—Sí, en efecto. ¿Cuánto tiempo calculáis que deberéis esperar antes de partir hacia Borrata?
—Varios días. Odio perder el tiempo, pero los caballeros de las otras órdenes deben cubrir un largo recorrido para llegar a Chyrellos, y debo aguardarlos. Esta espera comienza a impacientarme; sin embargo, me temo que no existe alternativa —apretó los labios—. Creo que dedicaré mi tiempo a merodear un poco; así permaneceré activo. Además, esa oleada de estirios han despertado mi curiosidad.
—Sed cauteloso en las calles de Chyrellos, Sparhawk —le aconsejó seriamente Dolmant—. Puede ser arriesgado para vos.
—Últimamente el mundo entero se ha vuelto peligroso. Os mantendré al corriente de mi investigación —aseguró Sparhawk antes de alejarse por el pasillo con el martilleo de las espuelas sobre el suelo de mármol.