A mediodía atravesaron el puente después del cual se tomaba la bifurcación hacia Demos. El viento soplaba todavía, pero el cielo aparecía despejado. La larga ruta que debían recorrer se hallaba muy concurrida. Los carros y carruajes avanzaban traqueteando, y los campesinos, vestidos con sayales descoloridos, transportaban pesados fardos al hombro destinados a los mercados de Cimmura. El frío viento invernal abatía las amarillentas hierbas que bordeaban la carretera. Sparhawk se adelantó unos pasos y los caminantes que se dirigían a Cimmura le cedieron el paso. Faran adoptó nuevamente su porte de exhibición e inició un altivo trote.
—Vuestro caballo da la impresión de estar un poco intranquilo hoy —observó el patriarca Dolmant, arropado con su negra y pesada capa eclesiástica.
—Simplemente, le gusta fanfarronear —repuso Sparhawk—. Ha adquirido la noción de que ello me impresiona.
—De esta forma se entretiene mientras espera la ocasión de morder a alguien —añadió riendo Kalten.
—¿Tiene mal carácter?
—Como todos los caballos entrenados para la batalla, Su Ilustrísima —explicó Sparhawk—. Los educan para mostrarse agresivos. En el caso de Faran, exageraron el adiestramiento en relación a ese aspecto.
—¿Os ha mordido alguna vez?
—Una. Luego le aconsejé que sería preferible que no lo repitiera.
—¿Le aconsejasteis?
—Utilicé para ello una recia vara, con lo que me entendió enseguida.
—No vamos a llegar muy lejos por hoy, Sparhawk —indicó Kurik desde la retaguardia, donde se ocupaba de las dos monturas de carga—. Hemos salido tarde. Conozco una posada a una legua de distancia. ¿Qué os parece si pasáramos la noche allí y reemprendiéramos el camino mañana temprano?
—La propuesta suena razonable, Sparhawk —opinó Kalten—. La verdad es que ahora no me gusta tanto dormir en el suelo.
—De acuerdo —concedió Sparhawk.
Después dirigió la mirada a Talen, que viajaba a lomos de un caballo bayo de aspecto fatigado al lado del blanco palafrén de Sephrenia. El chiquillo no cesaba de otear aprensivamente hacia atrás.
—Estás muy callado —le dijo.
—Los muchachos no deben hablar en presencia de la gente mayor —replicó con facundia—. Ésa es una lección que me enseñaron en la escuela en la que me internó Kurik. Siempre que no me representa un gran esfuerzo, intento obedecer las normas.
—Este jovencito es un insolente —observó Dolmant.
—Además de ladronzuelo, Su Excelencia —le advirtió Kalten—. No os acerquéis demasiado a él si lleváis algo de valor encima.
—¿No sabéis que la Iglesia desaprueba la acción de robar? —inquirió Dolmant severamente en dirección al niño.
—Sí —respondió con un suspiro Talen—, lo sé. En esas cuestiones la Iglesia se comporta como una mojigata.
—Vigila tus palabras, Talen —espetó Kurik.
—No puedo, Kurik. La boca se me mueve sola.
—La depravación del muchacho tal vez resulta comprensible —arguyo Dolmant tolerantemente—. Dudo de que haya recibido alguna instrucción sobre doctrina o moralidad. En muchos sentidos, los pobres niños que viven en las calles son tan paganos como los estirios —opinó Dolmant, a la vez que dedicaba una sonrisa a Sephrenia, que mantenía a Flauta envuelta en una vieja capa sobre su regazo.
—En realidad, Su Ilustrísima —lo sacó del error Talen—, asisto regularmente a misa y presto gran atención a los sermones.
—Sorprendente —afirmó el patriarca.
—No del todo, Su Ilustrísima —repuso Talen—. La mayoría de los ladrones acuden a la iglesia, pues el ofertorio les ofrece espléndidas oportunidades.
Dolmant pareció súbitamente horrorizado.
—Consideradlo de este modo, Su Ilustrísima —explicó el joven, con burlona seriedad—. La Iglesia distribuye dinero entre los pobres, ¿no es cierto?
—Desde luego.
—Bien, yo, debido a la miseria en que vivo, tomo mi parte cuando pasan la bandeja. Así ahorro tiempo y esfuerzo a la Iglesia, ya que le evito ir en mi busca para darme el dinero. Me gusta ser útil siempre que puedo.
Dolmant lo miró fijamente y de pronto, sin poder contenerse, estalló en carcajadas.
Pocas millas más adelante, encontraron un pequeño grupo de gente ataviada con las rudas túnicas tejidas a mano que solían vestir los estirios. Iban a pie y, tan pronto como advirtieron a Sparhawk y a sus compañeros, huyeron a todo correr hacia un campo próximo.
—¿Por qué tienen tanto miedo? —preguntó Kalten, desconcertado.
—Las noticias se expanden rápidamente entre los estirios —respondió Sephrenia—, y últimamente han ocurrido ciertos incidentes que los han asustado.
—¿Incidentes?
Sparhawk le refirió brevemente lo sucedido en el poblado estirio de Arcium. El rostro de Talen estaba muy pálido.
—¡Eso es horrible! —exclamó.
—La Iglesia ha intentado durante siglos acabar con ese tipo de ataques —declaró Dolmant con tristeza.
—Creo que hemos logrado darles fin en esa parte de Arcium —aseguró Sparhawk—. Envié a algunos hombres para castigar a los campesinos responsables de la matanza.
—¿Los colgaron? —preguntó furioso Talen.
—Sephrenia no nos lo permitió; no obstante, les propinamos unos buenos azotes.
—¿En eso consistió su pena, simplemente?
—Se utilizaron ramas de espino. Esta planta crece hasta una altura muy elevada en Arcium, y recomendé a mis subordinados que las blandieran con firmeza.
—Tal vez fue un poco cruel —señaló Dolmant.
—En aquel momento lo consideramos necesario. Los caballeros de la Iglesia mantenemos estrechos lazos con los estirios y detestamos a la gente que maltrata a nuestros amigos.
El pálido sol de invierno se deslizaba bajo un cúmulo de gélidas nubes purpúreas cuando arribaron a una destartalada posada para viajeros. Comieron una sopa aguada, un grasiento pedazo de cordero y, a poco, se retiraron.
La mañana siguiente amaneció clara y fría. La tierra del camino estaba helada y las plantas que lo flanqueaban aparecían blancas a causa de la escarcha. El sol relucía con fuerza, pero aportaba escaso calor. Marchaban a paso vivo, envueltos en sus capas para resguardarse de la rigurosa temperatura.
El camino serpenteaba por las colinas y valles de Elenia central, y cruzaba campos en barbecho azotados por el viento. Sparhawk admiraba el paisaje mientras cabalgaba. Ante aquella región donde habían crecido Kalten y él, experimentaba el peculiar sentimiento de retorno al hogar que todos los hombres sienten al regresar tras largos años al lugar donde transcurrió su infancia. La autodisciplina, tan importante en la formación de un pandion, reprimía en Sparhawk cualquier forma de emotividad, pero, pese a sus esfuerzos, en ocasiones ciertas cosas lo conmovían profundamente.
A media mañana, Kurik informó desde la retaguardia:
—Un jinete se aproxima. Espolea con insistencia su caballo.
Sparhawk refrenó a Faran y volvió grupas.
—Kalten —dijo simplemente.
—Conforme —respondió su amigo, y apartó la capa para poner al descubierto la empuñadura de la espada.
Sparhawk también aprestó su arma y ambos retrocedieron varias yardas para salir al encuentro del hombre.
Sin embargo, sus precauciones resultaron innecesarias, pues se trataba del joven novicio Berit. Iba cubierto con una capa y tenía las manos y muñecas agrietadas a causa del frío. Su montura, por el contrario, estaba completamente bañada en sudor. Aflojó las riendas y se acercó al paso.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sparhawk.
—El consejo real ha legitimado al príncipe Lycheas.
—¿Cómo?
—Cuando los reyes de Thalesia, Deira y Arcium insistieron en el argumento de que un bastardo no podía actuar como príncipe regente, el primado Annias convocó una reunión del consejo y presentó un documento que atestiguaba que la princesa Arissa se había unido en matrimonio con el duque Osten de Vardenais. Finalmente el príncipe fue declarado legítimo.
—Eso es absurdo —bufó encolerizado Sparhawk.
—Lord Vanion comparte vuestra opinión. No obstante, el documento parecía en regla, y el duque Osten murió hace años, por lo que no hay modo de refutar la prueba. El conde de Lenda examinó atentamente el pergamino, pero no tuvo más remedio que votar en favor de la propuesta de Annias.
Sparhawk soltó una blasfemia.
—Conocí al duque Osten —indicó Kalten—. Era un soltero empedernido y no se hubiera casado por nada del mundo. Detestaba a las mujeres.
—¿Ha aparecido algún problema? —preguntó Dolmant tras acercarse a ellos seguido de Sephrenia, Kurik y Talen.
—El consejo real ha votado la legitimación de Lycheas —le informó Kalten—. Annias la argumentó con un documento donde se afirma que la princesa Arissa había contraído matrimonio.
—Qué extraño —comentó Dolmant.
—Y qué oportuno —añadió Sephrenia.
—¿Podría haber falsificado el testimonio? —inquirió Dolmant.
—Fácilmente, Su Ilustrísima —respondió Talen—. Conozco un hombre en Cimmura que podría aportar una prueba irrefutable de que el archiprelado cuenta con nueve esposas incluidos una hembra troll y una ogresa.
—Bien, ya lo ha conseguido —determinó Sparhawk—. Me temo que Lycheas ha avanzado un gran paso en su carrera hacia el trono.
—¿Cuándo ocurrió, Berit? —preguntó Kurik al novicio.
—Ayer por la noche.
—La princesa Arissa está confinada en el convento de Demos —apuntó Kurik mientras se mesaba la barba—. Si Annias tramó esta estratagema recientemente, tal vez no se haya enterado de su condición de casada.
—Viuda —lo corrigió Berit.
—Bueno, viuda entonces. Arissa siempre se ha enorgullecido de haberse acostado con casi todos los varones de Cimmura, con perdón de Su Ilustrísima, y de haberlo hecho siguiendo su propia voluntad, sin haber pasado siquiera por el altar. Si alguien le pidiera de improviso que atestiguara con su firma que nunca accedió al matrimonio, no creo que resultara difícil convencerla. ¿No se lograría así enturbiar un tanto las aguas?
—¿De dónde sacaste a este hombre? —preguntó Kalten con admiración—. Es un auténtico tesoro.
Sparhawk cavilaba a toda prisa.
—La legitimidad, o la ilegitimidad, entra en el ámbito de lo civil —observó—, puesto que está relacionada con los derechos de herencia y cuestiones similares, pero la ceremonia de la boda es siempre religiosa, ¿no es cierto, Su Ilustrísima?
—Sí —convino Dolmant.
—Si vos y yo consiguiéramos de Arissa el tipo de declaración al que ha aludido Kurik, ¿podría emitir la Iglesia un veredicto que sentenciara que está soltera?
Dolmant reflexionó un momento.
—Lo considero improbable —opinó dubitativo.
—Pero ¿es posible?
—Supongo que sí.
—En ese caso, la Iglesia podría ordenar a Annias que retirara el falso documento.
—Por supuesto.
—¿Quién heredó las tierras y títulos del duque Osten? —preguntó Sparhawk a Kalten.
—Su sobrino, un estúpido sin remedio. Su ducado le ha impresionado fuertemente, y gasta el dinero a mayor velocidad de la que lo gana.
—¿Cómo reaccionaría si tuviera que transferir de pronto sus pertenencias y su rango a Lycheas?
—Sus gritos se oirían hasta en Thalesia.
Una lenta sonrisa iluminó la cara de Sparhawk.
—Conozco a un honesto magistrado de Vardenais. El asunto caería bajo su jurisdicción. Si el duque actual decidiera someter a litigio la cuestión y presentara el veredicto de la Iglesia, el magistrado decidiría en su favor, ¿me equivoco?
—No le quedaría otra alternativa —respondió Kalten con una mueca de regocijo.
—Lo cual significaría la deslegitimación de Lycheas.
Dolmant sonreía también. Entonces adoptó un aire piadoso.
—Apresurémonos a llegar a Demos, amigos —sugirió—. Me siento súbitamente ansioso por escuchar la confesión de cierta pecadora.
—¿Queréis saber algo? —indicó Talen—. Siempre pensé que los ladrones éramos la gente más tortuosa del mundo, pero parecemos simples aficionados comparados con los nobles y los eclesiásticos.
—¿Cómo enfocaría el asunto Platime? —le preguntó Kalten mientras proseguían hacia su destino.
—Le clavaría un puñal a Lycheas —respondió Talen, a la vez que se encogía de hombros—. Los bastardos muertos no pueden heredar tronos, ¿verdad?
—Admito que posee cierto encanto ese modo de actuación tan directo —concedió Kalten riendo.
—Los problemas terrenales no pueden resolverse mediante asesinatos, Kalten —le reconvino Dolmant.
—Pero, Su Ilustrísima, yo no me refería a un crimen. Los caballeros de la Iglesia somos los soldados de Dios, y si el Altísimo nos ordena matar a alguien, constituye un acto de fe, no un asesinato. ¿Creéis que la Iglesia accedería a ordenarnos a Sparhawk y a mí que acabáramos con Lycheas y Annias, y, una vez entrados en materia, con Otha también?
—¡De ningún modo!
—Simplemente divagaba —se disculpó Kalten con un suspiro.
—¿Quién es Otha? —inquirió Talen, curioso.
—¿En qué país te has criado, muchacho? —le preguntó Berit.
—En las calles de Cimmura.
—Incluso inmerso en ellas has tenido que oír mencionar al emperador de Zemoch.
—¿Dónde está Zemoch?
—Si te hubieras quedado en la escuela que elegí para ti lo sabrías —refunfuñó Kurik.
—Las escuelas me aburren —respondió el chiquillo—. Transcurrieron meses mientras intentaban enseñarme las letras. Cuando llegué a escribir mi nombre, no me pareció necesario seguir con aquella educación.
—Por eso desconoces dónde se halla Zemoch, y también ignoras que Otha podría llegar a darte muerte.
—¿Por qué querría matarme alguien a quien no he visto jamás?
—Porque eres elenio.
—Todo el mundo es elenio, menos los estirios, claro.
—A este chaval le queda mucho que aprender —observó Kalten—. Alguien debería encargarse de su formación.
—Con vuestra venia, mis señores —intervino Berit. En opinión de Sparhawk seleccionó con excesivo cuidado las palabras a causa de la presencia del reverenciado patriarca—. Sé que todos debéis atender importantes asuntos. Yo nunca fui un alumno destacado en historia, pero me haré cargo de la instrucción de este pilluelo en los rudimentos de la materia.
—Me encanta escuchar cómo habla este joven —observó Kalten—. Tanta formalidad casi me adormece a causa del deleite que me produce.
—¿Pilluelo? —objetó Talen en voz alta.
Sin mudar de expresión, Berit derribó a Talen del caballo de un manotazo.
—Lo primero que has de aprender, jovencito, es a adoptar una actitud de respeto frente a tu profesor —afirmó—. No debes cuestionar jamás sus palabras.
Talen se levantó farfullando; esgrimía una pequeña daga en la mano. Berit se arrellanó en la silla y le propinó un fuerte puntapié en el pecho que lo dejó casi sin aliento.
—¿No te entusiasma el inicio de este pupilaje? —preguntó Kalten a Sparhawk.
—Ahora vuelve a montar —ordenó con firmeza Berit— y mantente alerta, porque te formularé preguntas de tanto en tanto y te conviene responderlas correctamente.
—¿Vais a permitirle que me trate así? —apeló Talen a su padre.
Kurik le respondió con una sonrisa.
—No es justo —se quejó el muchacho mientras, con la nariz sangrante, se sentaba de nuevo sobre su montura—. ¿Veis lo que me habéis hecho? —enseñó acusadoramente a Berit.
—Apriétate con los dedos el labio superior —sugirió Berit—, y no hables sin permiso.
—¿Cómo habéis dicho? —preguntó Talen incrédulo.
Berit le mostró el puño.
—De acuerdo. De acuerdo —convino Talen, a la vez que se alejaba del eventual puñetazo—. Continuad. Os escucho.
—Me complace comprobar la sed de conocimientos demostrada por los jóvenes —observó Dolmant condescendiente.
De este modo dio comienzo la educación de Talen durante el viaje a Demos. Al principio adoptó un aire sombrío; sin embargo, al cabo de unas horas de escuchar a Berit la historia le sedujo.
—¿Puedo preguntar algo? —pidió finalmente—. ¿Habéis afirmado que en aquellos tiempos no había ningún reino, sino simplemente un montón de ducados y cosas así?
Berit asintió con la cabeza.
—Entonces, ¿cómo consiguió ese Abrech de Deira dominar todo el país en el siglo quince? ¿No se opusieron a él los otros nobles?
—Abrech controlaba las minas de hierro del centro de Deira. Sus guerreros llevaban armas y armaduras de acero, mientras que la gente que se le enfrentaba se protegía sólo con bronce; incluso algunos utilizaban hachas de sílex.
—Supongo que la diferencia era importante.
—Tras haber consolidado su poder en Deira, avanzó hacia el sur en dirección a la actual Elenia. No tardó mucho tiempo en conquistar la región, y luego continuó hasta Arcium y repitió allí el mismo proceso. Después, cabalgó hacia Eosia central, Cammoria, Lamorkand y Kelosia.
—¿Conquistó toda Eosia?
—No. Por aquel entonces se produjo la herejía eshandista en Rendor, y la Iglesia convenció a Abrech de que debía consagrarse a su supresión.
—He oído hablar de los eshandistas —aseguró Talen, pero nunca logré esclarecer cuáles eran sus creencias.
—Eshand era anticlerical.
—¿Qué significa eso?
—La jerarquía está compuesta por altos mandatarios de la Iglesia: primados, patriarcas y el archiprelado. Eshand pensaba que los sacerdotes comunes debían decidir por sí mismos las cuestiones teológicas que debían impartir a sus feligreses y que había que disgregar la Iglesia.
—Ya entiendo por qué sus ideas disgustaban tanto a los religiosos.
—Abrech reunió un poderoso ejército entre la población de Eosia central y occidental para atacar Rendor. Tenía las miras puestas en el cielo, y cuando los condes y duques de las tierras que había conquistado solicitaron armas de acero para combatir mejor a los herejes, dio su consentimiento sin considerar las consecuencias. Fueron precisas pocas batallas para desintegrar el imperio de Abrech. Como ya habían accedido a los avanzados medios que los deiranos habían mantenido anteriormente en secreto, los aristócratas no se veían obligados a rendir homenaje a Abrech. Elenia y Arcium declararon su independencia, y Cammoria, Lamorkand y Kelosia se aglutinaron en poderosos reinos. Abrech cayó muerto en un enfrentamiento contra los eshandistas en el sur de Cammoria.
—¿Que relación tiene esa historia con Zemoch?
—Ya llegaremos a ese punto a su debido tiempo.
—¿Sabéis? —dijo Talen en dirección a Kurik—, éste es un buen relato. ¿Por qué no me lo explicaron así en ese colegio al que me llevasteis?
—Seguramente porque no te quedaste el tiempo suficiente para darles ocasión de hacerlo.
—A lo mejor tenéis razón.
—¿Cuánto queda hasta Demos? —preguntó Kalten mientras escrutaba el sol de la tarde para determinar la hora.
—Unas doce lenguas —repuso Kurik.
—No podremos llegar antes del anochecer. ¿Existe alguna posada o taberna por estos contornos?
—No muy lejos hay un pueblo con una posada.
—¿Qué opinas, Sparhawk? —inquirió Kalten.
—Creo que es aconsejable —concedió su amigo—. A los caballos les perjudicaría caminar toda la noche con este frío.
El sol se ponía en el horizonte cuando ascendieron una colina coronada por unos edificios cuyas sombras se proyectaban más allá de la población. El pequeño pueblo se componía de casas de piedra y techados de paja que se arracimaban a ambos lados de la carretera. La posada era una especie de cervecería provista de un dormitorio en el segundo piso. Sin embargo la cena que les ofrecieron resultó más sabrosa que la de la noche anterior.
—¿Iremos a la casa principal al llegar a Demos? —preguntó Kalten a Sparhawk tras saciar su estómago.
—Es probable que hayan puesto vigilancia —repuso Sparhawk después de reflexionar—. La escolta del patriarca de regreso a Chyrellos nos proporciona una excusa para pasar por Demos, pero preferiría que nadie nos viera a Su Ilustrísima y a mí entrar en el convento para encontrarnos con Arissa. Si Annias sospecha cuáles son nuestros planes, hallará la manera de frustrar nuestro objetivo. Kurik, ¿tienes alguna habitación para huéspedes en tu casa?
—Hay un ático y un pajar.
—Bien. Vamos a hacerte una visita.
—Aslade estará encantada —declaró Kurik, al tiempo que la preocupación se reflejaba en su cara—. ¿Puedo hablar con vos un momento?
Sparhawk hizo retroceder su taburete y siguió al escudero hasta un extremo de la sala.
—No hablaríais en serio cuando considerasteis la posibilidad de dejar a Talen con Aslade, ¿verdad? —preguntó Kurik en voz baja.
—No —respondió Sparhawk—, posiblemente no. Creo que estabas en lo cierto al conjeturar que se llevaría un gran disgusto si se enterase de tu indiscreción, y Talen no se conduce de forma timorata. Podría irse de la lengua.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer con él?
—Aún no lo he decidido. Berit se ocupará de él y evitará que ocasione problemas.
—Creo que por primera vez en su vida —dijo Kurik con una sonrisa—, Talen se ha topado con alguien que no tolera su insolencia. Esta lección podría beneficiarle más que toda la historia que tratan de enseñarle.
—Comparto tu opinión —convino Sparhawk mientras miraba al novicio, que conversaba respetuosamente con Sephrenia—. Tengo la impresión de que Berit se convertirá en un excelente pandion —observó—. Posee carácter e inteligencia; además, demostró su habilidad para la lucha en la batalla de Arcium.
—Se debatía a pie —señaló Kurik—. Podremos emitir un veredicto de más peso cuando veamos cómo maneja la lanza.
—Kurik, en verdad, tu alma recuerda la de un sargento de instrucción.
—Alguien debe comportarse como tal, Sparhawk.
El día siguiente nuevamente amaneció frío, y el aliento de los caballos se helaba en contacto con la gelidez del aire cuando emprendieron camino. Tras haber recorrido aproximadamente una milla, Berit volvió a asumir sus funciones de maestro.
—Veamos —se dirigió a Talen—, explícame lo que aprendiste ayer.
Talen tiritaba envuelto en una vieja capa gris remendada que había pertenecido en otro tiempo a Kurik. No obstante, recitó con soltura cuanto le había relatado Berit la jornada anterior. Según el juicio de Sparhawk, el chiquillo repetía literalmente las palabras de Berit.
—Tienes muy buena memoria —lo felicitó Berit.
—Es un truco —replicó Talen con inusitada modestia—. Algunas veces llevo mensajes de Platime y por eso he tenido que ejercitarme en recordar.
—¿Quién es Platime?
—El mejor ladrón de Cimmura, al menos antes de ponerse tan gordo.
—¿Tratas con ladrones?
—Yo también soy un ladrón, Berit. Constituye un antiguo y honorable oficio.
—Tiene bien poco de honorable.
—Depende del punto de vista desde el que se considere. Bueno, ¿qué ocurrió después de la muerte del rey Abrech?
—La guerra con los eshandistas se estancó en un punto muerto —respondió Berit, retomando el hilo de la historia—. Las incursiones se producían a ambos lados del Mar Interior y del estrecho de Arcium, pero a los nobles de ambos bandos les preocupaban otras cuestiones. Eshand había fallecido y sus sucesores no hacían gala del mismo celo. La jerarquía de la Iglesia de Chyrellos continuaba su presión hacia los aristócratas para que renovaran sus esfuerzos en la guerra; sin embargo, a éstos les interesaba más la política que la teología.
—¿Cuánto tiempo duró esa situación?
—Casi tres siglos.
—En aquellos tiempos se tomaban las guerras en serio, ¿no? Esperad un minuto. ¿A qué se dedicaban los caballeros de la Iglesia por entonces?
—Eso es lo que iba a contarte ahora. Al ser evidente que la nobleza había perdido su entusiasmo en la guerra, la jerarquía de la Iglesia se reunió en Chyrellos para considerar las alternativas. Finalmente optaron por la conveniencia de fundar órdenes militares para proseguir la contienda. Los caballeros de las cuatro órdenes recibieron un entrenamiento superior al de los guerreros ordinarios. Al mismo tiempo, se los instruía en los secretos de Estiria.
—¿Qué es eso?
—Magia.
—Oh. ¿Por qué no lo habéis explicado antes?
—Lo hice. Debes prestar atención, Talen.
—¿Los caballeros de la Iglesia ganaron entonces la guerra?
—Conquistaron la totalidad de Rendor y finalmente los eshandistas capitularon. En aquellos primeros años, a las órdenes militares las tentó la ambición y comenzaron a dividir Rendor en cuatro grandes ducados, pero apareció una nueva amenaza mucho más peligrosa por el este.
—¿Zemoch? —apuntó Talen.
—Exactamente. La invasión de Lamorkand se produjo casi sin…
—¡Sparhawk! —gritó de repente Kalten—. ¡Allá arriba! —indicó, a la vez que señalaba un altozano cercano.
Una docena de hombres armados había surgido de improviso en la cresta y descendía al galope entre la espesura con intención de atacarlos.
Sparhawk y Kalten desenvainaron las espadas y se apresuraron a ir a su encuentro. Kurik, que se instaló en uno de los flancos del grupo, preparó su maza erizada de clavos. Berit, en el otro costado, blandía su pesada hacha de guerra.
Los dos caballeros arremetieron contra el grueso de la carga. Sparhawk derribó en un instante a dos atacantes mientras Kalten, con una rápida sucesión de salvajes mandobles, hacía saltar a otro de la silla. Un hombre trató de rodearlos, pero cayó presa de contorsiones al golpearle Kurik la cabeza con su maza. Sparhawk y Kalten se hallaban ahora en el propio centro del grupo agresor y descargaban contundentes golpes con sus macizas espadas de hoja ancha. Entonces Berit embistió por uno de los lados; a su paso trituraba los cuerpos de los jinetes que encontraba en su camino. Tras unos momentos de violenta lucha, los adversarios supervivientes rompieron filas y emprendieron la huida.
—¿A qué demonios se debe esta sorpresa? —preguntó Kalten, con el rostro ensangrentado, jadeante a causa del esfuerzo.
—Perseguiré a uno de ellos para interrogarlo, mi señor —se ofreció Berit, ansioso.
—No —lo atajó Sparhawk.
El rostro de Berit reflejó desilusión.
—Un novicio no debe presentarse como voluntario —advirtió intransigentemente Kurik al joven—, al menos hasta que sea un experto en el manejo de las armas.
—He peleado bien —protestó Berit.
—No os ha ocurrido nada porque los asaltantes no eran buenos guerreros —argumentó Kurik—. Os desprotegéis demasiado al golpear y dejáis así un buen blanco para los contraataques. Cuando lleguemos a mi granja de Demos, os instruiré.
—¡Sparhawk! —gritó Sephrenia desde la falda de la colina.
Sparhawk volvió rápidamente grupas y descubrió a cinco hombres vestidos con los toscos sayales de los estirios que salían a toda prisa de los matorrales en dirección a Sephrenia, Dolmant y Talen. Entre juramentos, hincó las espuelas en los flancos de Faran.
Resultaba evidente que el objetivo de los estirios se encontraba en Sephrenia y Flauta. No obstante, Sephrenia no estaba del todo indefensa, puesto que uno de los estirios cayó chillando al suelo y otro se desplomó de rodillas al tiempo que se llevaba las manos a los ojos. Los otros tres, para su desgracia, vacilaron, y Sparhawk aprovechó su indecisión para embestir contra ellos. Con un solo movimiento de la espada, envió la cabeza de uno por los aires y después hundió la hoja en el pecho del siguiente. El estirio que quedaba con vida intentó escapar, pero Faran lo agarró con los dientes y lo hizo caer con tres vertiginosas sacudidas, para patearlo a continuación con el acero de sus cascos.
—¡Allí! —exclamó de pronto Sephrenia mientras apuntaba en dirección a la cima de la colina.
Sobre el promontorio, un encapuchado observaba la escena a lomos de un caballo blanco. En el preciso momento en que la menuda mujer estiria comenzó a invocar su encantamiento, la figura giró sobre sí misma, y su imagen se perdió tras el cerro.
—¿Quiénes eran? —preguntó Kalten cuando se reunió con ellos en el camino.
—Mercenarios —repuso Sparhawk—. Su armadura los delataba.
—¿El que estaba encima de la colina era el cabecilla? —inquirió Dolmant.
Sephrenia asintió con un gesto.
—Era estirio, ¿verdad?
—Es posible, pero tal vez se tratara de un ser especial. Percibí un halo en él que no me es desconocido. En otra ocasión, algo intentó atacar a la niña, pero tuvo que retroceder. Esta vez ha utilizado métodos más directos. —Su semblante denotaba un profundo desasosiego—. Sparhawk —dijo—, creo que deberíamos cabalgar hacia Demos con la mayor velocidad posible. Entraña un gran peligro permanecer al descubierto.
—Podríamos interrogar a los heridos —sugirió Sparhawk—. Quizá puedan informarnos acerca de ese misterioso estirio que parece tan interesado en vos y en Flauta.
—No podrán responderos, Sparhawk —disintió ella—. Si lo que había en la cima del altozano era lo que yo imagino, no conservarán ningún recuerdo al respecto.
—De acuerdo —decidió—. En ese caso, pongámonos en marcha.
A media tarde llegaron a la próspera granja que poseía Kurik a las afueras de Demos. Las instalaciones daban muestras de la meticulosa atención que el escudero dedicaba a todos los detalles. Los troncos que componían las paredes de su amplia casa habían sido desbastados con azuelas y encajaban perfectamente entre sí sin ningún resquicio; además, el techo se había construido con losas imbricadas. Había varias edificaciones y cobertizos suplementarios adosados a la pendiente del montículo que se alzaba detrás de la vivienda, y los dos establos poseían unas dimensiones considerables. El huerto, primorosamente atendido, estaba rodeado de un resistente cercado, el cual mantenía alejado a un ternero que contemplaba melancólico los brotes de las zanahorias y las coles ennegrecidas por las heladas.
Dos jóvenes, aproximadamente de la misma edad que Berit, partían leña en el patio, y dos más, escasamente mayores, reparaban el tejado del establo. Todos llevaban delantales de lona. Kurik descendió del caballo y se acercó a los que trabajaban en el patio.
—¿Cuánto tiempo hace que no habéis afilado esas hachas? —preguntó bruscamente.
—¡Padre! —exclamó uno de los muchachos que, tras depositar el hacha en el suelo, abrazó desmañadamente a Kurik.
Según apreció Sparhawk, era un palmo más alto que su padre.
El otro chico llamó a los otros hermanos y la pareja saltó del tejado, indiferente, al parecer, a los peligros que ello conllevaba.
Aslade salió de estampida de la casa. Era una mujer regordeta con un vestido tejido a mano y un delantal blanco. Tenía las sienes plateadas, pero los hoyuelos de sus mejillas le conferían un aire juvenil. Rodeó a Kurik en un cálido abrazo, y, durante unos instantes, el escudero permaneció circundado por su familia. Sparhawk lo observaba casi con envidia.
—¿Arrepentido, Sparhawk? —le preguntó suavemente Sephrenia a su lado.
—Supongo que un poco —admitió.
—Deberíais haber seguido mi consejo cuando erais más joven, querido. Ahora podríais disfrutar de una bienvenida como ésta.
—Mi profesión es demasiado peligrosa para compartir mi vida con una mujer e hijos, Sephrenia —declaró Sparhawk con un suspiro.
—Ni siquiera tomaréis en cuenta ese aspecto llegado el momento.
—Me temo que ese momento ya ha pasado.
—Veremos —replicó misteriosamente la mujer.
—Tenemos invitados, Aslade —informó Kurik a su esposa.
Ésta se enjugó las lágrimas de los ojos con el borde del delantal y acudió al lugar donde aguardaban, todavía a caballo, Sparhawk y el resto.
—Bienvenidos a casa —saludó llanamente. Después ofreció una reverencia a Sparhawk y a Kalten, a quienes conocía desde que eran unos chiquillos—. Mis señores —dijo cortésmente antes de soltar una carcajada—. Venid aquí los dos a darme un beso.
Como dos torpes muchachotes, bajaron de la silla y la abrazaron.
—Tenéis buen aspecto, Aslade —reconoció Sparhawk mientras trataba de recuperar parcialmente la dignidad debido a la presencia del patriarca Dolmant.
—Gracias, mi señor —repuso ésta, al tiempo que inclinaba brevemente la cabeza.
Aslade los conocía demasiado como para prestar demasiada atención a las normativas sociales. Después, con una sonrisa, se llevó los dedos a sus carnosos labios.
—Estoy cada vez más robusta, Sparhawk —confesó—. Creo que es por probar tanto los guisos. —Se encogió alegremente de hombros—. Pero una no puede saber si han alcanzado el punto preciso sin catarlos. —Luego se volvió hacia Sephrenia—. Querida Sephrenia —la saludó—, ¡ha pasado tanto tiempo!
—Demasiado, Aslade —respondió ésta, y descendió de su blanco palafrén para tomar a la mujer entre sus brazos. A continuación se dirigió en estirio a Flauta y la pequeña avanzó tímidamente para besar las palmas de las manos de Aslade.
—¡Qué niña más bonita! —exclamó Aslade. Luego miró maliciosamente a Sephrenia—. Deberíais haber avisado, querida —añadió—. Como sabéis, soy una excelente comadrona, y me duele que no hayáis solicitado mi ayuda.
Sephrenia pareció desconcertada al oír esta reprimenda; luego se echó a reír repentinamente.
—No ha sucedido como imaginas, Aslade —aclaró—. Entre la pequeña y yo existe un vínculo, pero no el que habéis sugerido.
—Bajad del caballo, Su Ilustrísima —invitó con una sonrisa Aslade a Dolmant—. ¿Nos permitiría la Iglesia intercambiar un abrazo, un inocente abrazo, por supuesto? Después recibiréis vuestra recompensa. Acabo de sacar cuatro hogazas del horno y su apariencia es tierna y apetitosa.
El rostro del patriarca se iluminó ante la noticia. Desmontó prestamente y Aslade le rodeó el cuello con sus brazos a la vez que le daba un sonoro beso en la mejilla.
—Él fue quien nos casó a Kurik y a mí —indicó a Sephrenia.
—Ya lo sé, querida. Yo también asistí al acto, ¿no lo recordáis?
—He olvidado casi por completo la ceremonia —declaró Aslade, ruborizada—. Aquel día mi cabeza se ocupaba de otros asuntos —agregó, sonriendo pícaramente a Kurik.
Sparhawk reprimió su carcajada al advertir cómo el rostro de su escudero se cubría de rubor.
Aslade miró inquisitivamente en dirección a Berit y Talen.
—Ese fornido joven es Berit —presentó Kurik—. Es un novicio pandion.
—Sed bienvenido, Berit —dijo la mujer.
—Y el chico es mi…, eh…, aprendiz Talen —explicó torpemente Kurik—. Le instruyo para que sea un buen escudero.
Aslade observó apreciativamente al ladronzuelo.
—Sus vestidos resultan casi harapos —criticó—. ¿No podrías haberlo cuidado mejor?
—Hace muy poco que está con nosotros, Aslade —arguyó un tanto precipitadamente Kurik.
Su mujer miró aún más detenidamente a Talen.
—¿Sabes, Kurik? Su aspecto es exactamente el tuyo cuando tenías su edad.
Kurik tosió con nerviosismo.
—Una coincidencia —murmuró.
—¿Me creeréis si os aseguro que me propuse conquistar a Kurik cuando tenía seis años? Me costó diez años, pero al final lo conseguí. Baja del caballo, Talen. Tengo un baúl lleno de ropa que mis hijos ya no utilizan. Buscaremos algo de tu talla.
Al desmontar, el muchacho adoptó una expresión extraña, casi triste, y Sparhawk sintió súbitamente compasión por él al comprender cómo debía sentirse pese a su descaro habitual.
—¿Queréis que nos acerquemos hasta el convento, Su Ilustrísima? —preguntó.
—¿Vamos a dejar que se enfríe el pan recién cocido por Aslade? —protestó Dolmant—. Sed razonable, Sparhawk.
Sparhawk soltó una carcajada mientras el patriarca se volvía hacia la anfitriona.
—Confío en que tendréis mantequilla fresca —inquirió.
—Batida de anteayer, Su Ilustrísima —replicó la esposa de Kurik—, y acabo de abrir un bote de aquella mermelada de ciruela que os gusta tanto. ¿Os parece que entremos en la cocina?
—¿Por qué no?
Medio distraída, Aslade tomó a Flauta en brazos y con la mano libre abrazó a Talen por el hombro. Después, manteniendo a los niños pegados a ella, condujo al grupo al interior de la casa.
El convento amurallado donde permanecía recluida la princesa Arissa se hallaba en una cañada boscosa ubicada a las afueras de la ciudad. Los hombres raramente se admitían dentro de los muros de la estricta comunidad; sin embargo, el rango y la autoridad de Dolmant les franqueó inmediatamente la entrada. Una sumisa monja de mirada huidiza y piel macilenta los acompañó hasta un pequeño jardín cercano a la muralla del lado sur. Allí encontraron a la princesa, hermana del rey Aldreas, sentada en un banco de piedra, con un libro en la mano.
Los años apenas habían rozado a Arissa. Su larga cabellera rubia mantenía su lustre y sus ojos conservaban la misma tonalidad azul pálido, tan clara que recordaba el color gris del iris de su sobrina, Ehlana. No obstante, las oscuras ojeras que los rodeaban delataban las interminables noches de insomnio en que la rabia y el resentimiento debían corroerla. Sus finos labios no formaban una boca sensual, y las comisuras confesaban una profunda insatisfacción. Aunque Sparhawk sabía que estaba a punto de cumplir cuarenta años, sus rasgos parecían propios de una mujer mucho más joven. En lugar del hábito de las hermanas del convento, llevaba un vestido de lana roja que le dejaba al descubierto la garganta, y su cabeza se tocaba con un griñón de intrincados pliegues.
—Me honro con vuestra visita, caballeros —saludó con voz ronca, sin dignarse ponerse de pie—. Poca gente viene a verme.
—Alteza —saludó cortésmente Sparhawk—, confío en que os halléis en buen estado de salud.
—Me encuentro bien, aunque aburrida. —Entonces observó a Dolmant—. Habéis envejecido, Su Ilustrísima —señaló malévolamente mientras cerraba el libro.
—No os ha ocurrido lo mismo a vos —replicó el patriarca—. ¿Aceptaréis mi bendición, princesa?
—Me temo que no, Su Ilustrísima. La Iglesia ya me ha proporcionado bastante protección —añadió, al tiempo que contemplaba intencionadamente las paredes que rodeaban el jardín. Parecía satisfecha de su rechazo al consuetudinario gesto.
—Como queráis —se resignó Dolmant—. ¿Cuál es vuestra lectura? —inquirió.
Arissa le tendió el libro para que lo viera.
—Los sermones del primado Subata —leyó—, un libro muy edificante.
—Esta edición en concreto lo es más aún —explicó maliciosamente la princesa—. La encargué especialmente para mí, Su Ilustrísima. Bajo esta inocente cubierta, destinada a engañar a la madre superiora, que no es más que mi carcelera, se esconde un volumen de salaces poesías eróticas de Cammoria. ¿Queréis que os recite algunos versos?
—No, gracias, princesa —respondió fríamente el patriarca—. Según percibo, no habéis cambiado en absoluto.
—No tengo motivos para hacerlo, Dolmant —lo desafió Arissa con un tono burlón—. Simplemente mi entorno se ha alterado.
—Nuestra visita no reviste un carácter social, princesa —comenzó el eclesiástico—. En Cimmura corre el rumor de que, antes de ser enclaustrada aquí, os casasteis en secreto con el duque Osten de Vardenais. ¿Tendríais a bien confirmar, o denegar, dicho rumor?
—¿Osten? —Se mostró sorprendida, a la vez que se echaba a reír—. ¿Ese carcamal? ¿Quién, en su sano juicio, contraería matrimonio con él? Me gustan los hombres más jóvenes, más ardientes.
—En ese caso, ¿negáis las habladurías?
—Por supuesto. Yo me comporto de idéntica manera que la Iglesia, Dolmant. Ofrezco mi persona a todos los hombres, lo cual es de dominio público en Cimmura.
—¿Firmaríais un documento que desvelara la falsedad del rumor?
—Tengo que pensarlo. —Entonces miró a Sparhawk—. ¿Qué hacéis en Cimmura? Creía que mi hermano os había exiliado.
—Recibí orden de regresar, Arissa.
—Qué interesante.
Sparhawk meditó un instante.
—¿Recibisteis una dispensa para asistir a los funerales de vuestro hermano, princesa? —le preguntó.
—Desde luego, Sparhawk. La Iglesia me concedió generosamente tres días de duelo. Mi pobre y estúpido hermano tenía un aspecto muy regio cuando reposaba en su féretro con sus atavíos reales. —Examinó por un momento sus largas y puntiagudas uñas—. La muerte mejora la apariencia de algunas personas —agregó.
—Lo odiabais, ¿no es cierto?
—Lo despreciaba, Sparhawk. Es distinto. Tenía por norma bañarme después de haber estado con él.
Sparhawk alargó la mano para mostrarle el anillo rojo que la adornaba.
—¿Reparasteis por casualidad en si lucía la pareja de esta joya en el dedo? —inquirió.
—No —repuso, a la vez que fruncía levemente el entrecejo—. No lo llevaba puesto. Tal vez se lo robó la mocosa de su hija una vez muerto.
Sparhawk apretó los dientes.
—Pobre, pobre Sparhawk —prosiguió ella, con sorna—. No podéis soportar oír la verdad en lo que concierne a la preciosa Ehlana, ¿eh? Solíamos reírnos de vos por la devoción que le profesabais cuando era pequeña. ¿Abrigabais alguna esperanza, paladín? La vi en el entierro de mi hermano, y ya ha dejado atrás la infancia. Sus caderas y senos son los de una mujer. Sin embargo, se encuentra aislada dentro de un diamante y ahora ni siquiera podéis tocarla. Es lamentable que no podáis poner ni un dedo encima de esa piel suave y delicada.
—No creo necesario proseguir con ese tema —la interrumpió Sparhawk mientras entornaba los ojos—. ¿Quién es el padre de vuestro hijo? —preguntó de pronto, con la esperanza de que la sorpresa le arrancara una confesión.
—¿Cómo demonios podría saberlo? —respondió riendo—. Tras la boda de mi hermano, me dediqué a divertirme en cierto establecimiento de Cimmura, con lo que conseguí una gran suma de dinero. Muchas de las chicas pedían unos precios exagerados, pero yo aprendí ya en la infancia que el secreto de las grandes ganancias residía en vender barato a muchos compradores. —Dirigió una mirada maliciosa a Dolmant—. Además —añadió—, se trata de un recurso que se puede utilizar con la frecuencia que se desee.
Dolmant adoptó un semblante severo y Arissa prorrumpió en groseras carcajadas.
—Ya es suficiente, princesa —la atajó Sparhawk—. ¿No osáis siquiera aventurar la identidad del padre de vuestro bastardo? —preguntó en un tono deliberadamente ofensivo con el propósito de aguijonearla para obtener así alguna revelación involuntaria.
Los ojos de la mujer despidieron chispas por un instante, después se recostó sobre el banco de piedra y pestañeó con una expresión de voluptuoso regocijo. Entonces se llevó la mano al pecho.
—Estoy algo desentrenada, pero supongo que podría improvisar. ¿Querríais probar mis encantos, Sparhawk?
—Me temo que no, Arissa —respondió éste con voz inexpresiva.
—Ah, la famosa mojigatería de vuestra familia. Qué pena, Sparhawk, cuando erais un joven caballero habíais despertado mi interés. Ahora habéis perdido a vuestra reina y tampoco poseéis ese par de anillos que demuestran la conexión entre ambos. ¿Significa que ya no sois su paladín? Quizá, si se recuperase, podríais establecer un vínculo más íntimo con ella. Como sabéis, tiene mi misma sangre y es posible que ésta fluya tan ardientemente por sus venas como por las mías. Si quisierais ponerme a prueba, luego podríais comparar y cercioraros.
Sparhawk le dio la espalda, asqueado, y Arissa volvió a reír satisfecha.
—¿Encargo que traigan pergamino y tinta, princesa? —preguntó Dolmant—. Así podréis desmentir el rumor que afirma que estuvisteis casada.
—No, Dolmant —replicó—. Creo que no. Vuestra petición manifiesta un interés de la Iglesia en esta cuestión, y la jerarquía me ha concedido escasas alegrías en los últimos tiempos, ¿por qué tendría que actuar en su provecho? Si la gente de Cimmura quiere divertirse con habladurías sobre mí, no me importa. Ya se relamieron al comentar lo que era cierto, permitámosles ahora que se regocijen con una mentira.
—¿Ésta es entonces vuestra última palabra?
—Podría cambiar de idea. Sparhawk es un caballero de la Iglesia, Su Ilustrísima, y vos, un patriarca. ¿Por qué no le ordenáis que trate de persuadirme? A veces me dejo convencer fácilmente. Depende de quién lo intente.
—Creo que hemos concluido nuestra misión aquí —indicó Dolmant—. Buenos días, princesa —añadió, después giró sobre sí mismo y comenzó a atravesar el jardín.
—Volved otro día, cuando podáis deshaceros de vuestro anticuado amigo, Sparhawk —invitó Arissa—. Podríamos pasar un rato agradable.
Sparhawk se volvió sin responder y siguió al patriarca.
—Me parece que hemos perdido el tiempo —murmuró, con el semblante sombrío y airado.
—Ah, no, muchacho —exclamó Dolmant con serenidad—. Con sus ansias de mostrarse ofensiva, la princesa ha olvidado un importante punto de la ley canónica. Ha efectuado un libre reconocimiento en presencia de dos testigos eclesiásticos, lo que resulta de igual validez que un documento firmado. Sólo debemos prestar juramento y repetir sus palabras.
—Dolmant —comentó Sparhawk con un guiño—, sois el hombre más sinuoso que he conocido.
—Me alegra que os complazca mi idea, hijo —declaró el patriarca con una sonrisa.