Capítulo 9

—¿Queda alguna esperanza? —preguntó Kalten.

—No —respondió Sparhawk, profundamente apenado, mientras tendía a sir Parasim en el suelo—. Ha muerto —anunció, al tiempo que alisaba suavemente con la mano el pelo del joven caballero antes de cerrarle los ojos.

—No estaba preparado para enfrentarse a Adus —comentó Kalten.

—¿Ha logrado huir ese animal?

—Me temo que sí. Después de abatir a Parasim, salió al galope en dirección sur con unos doce supervivientes más.

—Envía a varios caballeros en su busca —ordenó con tristeza Sparhawk mientras enderezaba los brazos y las piernas del malogrado Parasim—. Si es necesario, que los persigan hasta el mar.

—¿Quieres que los acompañe?

—No. Tú tienes que ir conmigo a Chyrellos. —Entonces elevó el tono de voz—. ¡Berit! —gritó.

El novicio se aproximó corriendo. Llevaba una vieja cota de malla salpicada de sangre y un yelmo dentado de soldado de infantería sin visera. En la mano empuñaba una temible hacha de mango largo.

—¿Hay alguna gota vuestra? —inquirió Sparhawk, tras observar atentamente el pecho manchado de sangre del ágil muchacho.

—No, mi señor —repuso éste—. Todas pertenecen al enemigo —indicó en dirección a los cuerpos de los mercenarios esparcidos sobre el campo.

—Bien. ¿Estáis dispuesto a emprender una larga cabalgata?

—Como ordene mi señor.

—Al menos tiene buenos modales —observó Kalten—. Berit —añadió—, preguntad ¿adónde? antes de aceptar tan fácilmente.

—Recordaré vuestro consejo, sir Kalten.

—Quiero que vengáis conmigo —precisó Sparhawk al novicio—. Debo hablar con el conde Radun antes de partir. —Se volvió hacia Kalten y agregó—: Reúne un grupo de hombres para que persigan a Adus. No deben darle tregua. Hay que evitar que envíe a alguien a Cimmura para informar de este incidente a Annias. Di al resto de los caballeros que entierren a los muertos y auxilien a los heridos.

—¿Qué hacemos con éstos? —preguntó Kalten, a la vez que señalaba los cadáveres de los mercenarios amontonados junto a las paredes del castillo.

—Quemadlos.

El conde Radun se unió a Sparhawk y a Berit en el patio de la fortaleza. Llevaba un juego completo de armadura y una espada en la mano.

—Según he tenido ocasión de comprobar, la reputación que caracteriza a los pandion es merecida —declaró.

—Gracias, mi señor —respondió Sparhawk—. Debo pediros un favor; mejor dicho, dos favores.

—Lo que vos deseéis, sir Sparhawk.

—¿Tenéis algún conocido entre los miembros de la jerarquía de Chyrellos?

—En realidad, varios. Además, el patriarca de Larium es primo lejano mío.

—Perfecto. Sé que esta estación no resulta idónea para realizar viajes, pero os agradecería que me acompañarais un trecho.

—Desde luego. ¿Adónde vamos?

—A Chyrellos. El otro favor posee un cariz más personal. Preciso vuestro anillo con el escudo de armas de la familia.

—¿Mi anillo?

Sparhawk asintió.

—Desgraciadamente, no puedo garantizaros si tendré oportunidad de devolvéroslo.

—Me parece que no os comprendo.

—Este muchacho, Berit, llevará el anillo a Cimmura y lo depositará en la bandeja de ofrendas durante el servicio de la catedral. El primado Annias interpretará su hallazgo como prueba del éxito de sus planes y, por tanto, de vuestro asesinato y el de vuestra familia. A continuación, se apresurará a trasladarse a Chyrellos para denunciar a los pandion a la jerarquía.

—Pero entonces vos y yo avanzaremos ante los jueces y refutaremos sus cargos, ¿no es así? —apuntó el conde con una amplia sonrisa.

—Exactamente —confirmó Sparhawk, sonriendo a su vez.

—Tal circunstancia colocaría al primado en una situación un tanto embarazosa —aseveró Radun mientras se sacaba el anillo.

—Eso respondería a nuestras expectativas.

—En ese caso, estimo conveniente la pérdida del anillo —zanjó el conde tras entregar la joya a Berit.

—En marcha, pues —apremió Sparhawk al joven novicio—. No matéis de fatiga a ningún caballo de camino a Cimmura. Dadnos tiempo a llegar a Chyrellos antes de que lo haga Annias. —Entornó los ojos, pensativo—. Creo que es mejor el servicio matinal.

—¿Mi señor?

—Tirad el anillo en la colecta de la liturgia matinal, con ello dejaremos un día entero a Annias para saborear sus pensamientos. Poneos ropa ordinaria para ir a la catedral y rezad un poco para que parezca convincente. No os acerquéis al castillo de nuestra orden ni a la posada de la calle de la Rosa. —Miró al joven novicio y nuevamente sintió dolor por la pérdida de sir Parasim—. Puedo aseguraos que vuestra vida no va a correr peligro, Berit —afirmó con seriedad—, de lo contrario, no os ordenaría este asunto.

—No es necesario que me lo ordenéis, mi señor Sparhawk —replicó Berit.

—Buen muchacho —dijo Sparhawk—. Ahora id en busca del caballo. Os espera un largo camino.

—¿Cuánto calculáis que tardará Annias en llegar a Chyrellos? —preguntó el conde.

—Como mínimo dos semanas. No emprenderá el viaje hasta que Berit deposite el anillo.

—Todo está listo —informó Kurik, que se había aproximado sobre su montura.

—Entonces, debería avisar a Sephrenia —le indicó Sparhawk.

—En tu opinión, ¿es aconsejable? Los acontecimientos podrían enturbiarse un poco en Chyrellos.

—¿Quieres encargarte tú de comunicarle que debe quedarse?

—Comprendo —dijo Kurik y guiñó un ojo.

—¿Dónde está Kalten?

—Merodea por la entrada del bosque. Parece que prepara una hoguera.

—Tal vez tenga frío.

El sol de invierno brillaba con fuerza bajo el frío cielo azul cuando Sparhawk y su comitiva se pusieron en marcha.

—De todos modos, señora —adujo el conde Radun a Sephrenia—, la niña hubiera permanecido totalmente a salvo entre los muros de mi castillo.

—No hubierais logrado retenerla allí, mi señor —replicó Sephrenia con un hilo de voz a la vez que apoyaba su mejilla contra la de Flauta—. Además —añadió—, me conforta tenerla a mi lado.

Su voz sonaba extrañamente débil y su rostro aparecía pálido y cansado. En una mano llevaba la espada de sir Parasim. Sparhawk aminoró el paso hasta llegar a la altura de su blanco palafrén.

—¿Os encontráis bien? —le preguntó en voz baja.

—No completamente —respondió ella.

—¿Qué ocurre? —insistió, súbitamente alarmado.

—Parasim era uno de los doce caballeros que participaron en el encantamiento del trono de Cimmura —explicó con un suspiro—. En consecuencia, he tenido que asumir su peso aparte del mío —agregó tras señalar ligeramente la espada.

—No estáis enferma, ¿verdad?

—No en el sentido habitual del término. Lo que sucede es que me tomará un tiempo acostumbrarme a ese peso adicional.

—¿Existe alguna posibilidad de que sea yo quien lo acarree en vuestro lugar?

—No, querido.

—Sephrenia —dijo Sparhawk después de respirar profundamente—, lo acaecido hoy a Parasim ¿está relacionado con el presagio que formulasteis sobre las vidas de los doce caballeros?

—No existe modo de asegurarlo, Sparhawk. El pacto que realizamos con los dioses menores no incluía nada específico. —Sonrió débilmente—. Si muriera otro de los caballeros esta misma luna, sabríamos que sólo se ha tratado de un accidente ajeno a lo acordado.

—¿Tal acuerdo consistía en perderlos uno a uno cada mes?

—Cada luna —rectificó Sephrenia—, por tanto, veintiocho días. Probablemente será así. Los dioses menores tienden a comportarse de forma metódica. No os preocupéis por mí, Sparhawk. Dentro de poco tiempo, me habré recuperado.

Entre el castillo del conde y la ciudad de Darra mediaban unas sesenta leguas, y en el transcurso de la mañana del cuarto día de viaje coronaron una colina desde la que divisaron rojos tejados y centenares de chimeneas que izaban pálidas columnas azules de humo, enhiestas ante la inexistencia de viento. Un caballero pandion, vestido con armadura negra, los aguardaba en la cumbre del altozano.

—Sir Sparhawk —saludó el caballero mientras se levantaba la visera.

—Sir Olven —replicó Sparhawk al reconocer la cara marcada de cicatrices de su compañero.

—Os traigo un mensaje del preceptor Vanion: os ordena proseguir camino hasta Cimmura con la mayor rapidez posible.

—¿Cimmura? ¿A qué se debe esa modificación en lo convenido?

—El rey Dregos se encuentra allí y ha invitado a Wargun de Thalesia y a Obler de Deira a reunirse con él. Desea emprender una investigación acerca de la naturaleza de la enfermedad de la reina Ehlana, así como la justificación del nombramiento del bastardo Lycheas como príncipe regente. Vanion cree que Annias presentará sus cargos contra nuestra orden en ese consejo para desviar su atención y contener así sus pesquisas.

Sparhawk profirió un juramento.

—Berit nos lleva mucha ventaja —comentó—. ¿Han llegado todos los reyes a Cimmura?

—La avanzada edad del rey Obler no le permite viajar apresuradamente y es posible que transcurra una semana antes de que el rey Wargun se reponga de su eterna embriaguez antes de partir de Emsat.

—No confiemos demasiado en la suerte —indicó Sparhawk—. Cabalgaremos a campo traviesa hasta Demos y luego nos dirigiremos directamente a Cimmura. ¿Se halla todavía Vanion en Chyrellos?

—No. Regresó a Elenia acompañado del patriarca Dolmant.

—¿Dolmant? —intervino Kalten—. Francamente sorprendente. ¿Y quién se ocupa del gobierno de la Iglesia?

—Sir Kalten —intervino el conde Radun con cierto envaramiento—, la cabeza de la Iglesia está representada por el archiprelado.

—Perdonad, mi señor —se disculpó Kalten—. Reconozco la profunda devoción que inspira en Arcium la Iglesia, pero seamos honestos. El archiprelado Cluvonus tiene ochenta y cinco años y consume la mayor parte de su tiempo durmiendo. Dolmant no ha planteado el problema de la sucesión; sin embargo, gran parte de las directrices procedentes de Chyrellos las decide él.

—Pongámonos en camino —aconsejó Sparhawk.

Tras cuatro días de agotadora marcha, llegaron a Demos. Sir Olven se separó del grupo para reintegrarse a la casa principal de los pandion. Tres jornadas después se hallaban ante las puertas del castillo de Cimmura.

—¿Sabéis dónde podemos encontrar a lord Vanion? —preguntó Sparhawk al novicio que acudió al patio para hacerse cargo de los caballos.

—Está en su estudio, en la torre sur, mi señor. Lo acompaña el patriarca Dolmant.

Sparhawk asintió; a continuación, penetró en el edificio y recorrió las angostas escaleras.

—Gracias a Dios que habéis llegado a tiempo —dijo Vanion a modo de acogida.

—¿Ya ha entregado Berit el anillo del conde? —le preguntó Sparhawk.

Vanion realizó un gesto afirmativo.

—Hace dos días. Aposté a algunos hombres para vigilar la catedral —indicó, luego frunció levemente el entrecejo—. ¿Creéis que fue conveniente encomendar ese tipo de misión a un novicio, Sparhawk?

—Berit es un joven de gran firmeza —explicó Sparhawk—; además, su rostro no resulta muy conocido en Cimmura. La mayoría de los caballeros consagrados difícilmente habrían pasado inadvertidos si se les hubiera encargado esta tarea.

—Comprendo. La decisión fue vuestra. ¿Cómo anduvieron las cosas en Arcium?

—Adus conducía a los mercenarios —repuso Kalten—. No vimos ni rastro de Martel. Aparte de esa circunstancia, todo salió según lo previsto, aunque Adus consiguió escapar.

Sparhawk hizo acopio de aire antes de hablar.

—Sir Parasim se hallaba entre las bajas —anunció tristemente—. Lo siento, Vanion. Traté de mantenerlo alejado del combate.

Los ojos de Vanion se enturbiaron repentinamente a causa del dolor.

—Sé como os sentís —intentó consolarlo Sparhawk, al tiempo que le ponía la mano sobre el hombro—. Yo también le quería.

Sparhawk captó la mirada que entrecruzaron Vanion y Sephrenia, la cual asintió con un gesto como si informara al preceptor de que él sabía que Parasim formaba parte de los doce caballeros. Después Sparhawk se enderezó e hizo las presentaciones entre el conde Radun y Vanion.

—Os debo la vida, mi señor —declaró Radun al darle la mano—. Indicadme cómo puedo pagaros tal deuda.

—Vuestra presencia en Cimmura representa una amplia recompensa, mi señor.

—¿Se han reunido ya los otros monarcas con mi sobrino? —inquirió el conde.

—Sólo Obler —respondió Vanion—. Wargun viene por mar.

Un hombre delgado, ataviado con una austera sotana negra, se hallaba sentado junto a la ventana. Debido a su cabello ceniciento, aparentaba aproximadamente unos sesenta años. Su semblante tenía algo de ascético y sus ojos eran despiertos. Sparhawk cruzó la habitación y se arrodilló respetuosamente ante él.

—Su Ilustrísima —saludó al patriarca de Demos.

—Tenéis buen aspecto, sir Sparhawk —señaló el religioso—. Me alegra volver a encontraros. —Entonces miró por encima del hombro de Sparhawk—. ¿Asistís a misa, Kurik? —preguntó al escudero.

—Hum…, siempre que tengo ocasión, Su Ilustrísima —respondió éste ligeramente ruborizado.

—Excelente, hijo mío —aprobó Dolmant—. Estoy convencido de que a Dios le complace veros. ¿Cómo están Aslade y vuestros hijos?

—Bien, Su Ilustrísima. Os agradezco que los recordéis.

—No os habéis alimentado de manera adecuada, Dolmant —le reprochó Sephrenia, tras observarlo con mirada crítica.

—A veces olvido hacerlo —concedió éste antes de dirigirle una tímida sonrisa—. Mi gran preocupación por convertir a los paganos me ocupa por completo. Decidme, Sephrenia, ¿vos estáis dispuesta a abandonar vuestras creencias infieles y abrazar por fin la verdadera fe?

—Todavía no, Dolmant —repuso sonriendo también—. Sin embargo, vuestra pregunta me honra.

—Pensé que sería preferible librarnos del tema cuanto antes para poder conversar tranquilamente sin tener que ocuparnos de ello —afirmó jovialmente el patriarca antes de fijar la atención en Flauta, que paseaba por la estancia y se dedicaba a examinar el mobiliario.

—¿Quién es esa niña tan preciosa? —inquirió.

—Es expósita, Su Ilustrísima —informó Sparhawk—. La encontramos cerca de la frontera con Arcium. Como no habla, la llamamos Flauta.

—¿No habéis tenido tiempo de bañarla? —agregó Dolmant mientras contemplaba los pies manchados de hierba de la pequeña.

—No sería conveniente, Su Ilustrísima —replicó Sephrenia.

El patriarca mostró perplejidad y luego observó nuevamente a la niña.

—Ven aquí, pequeña —la llamó.

Flauta se aproximó a él con desgana.

—¿No te dignaras hablarme ni siquiera a mí?

La niña se llevó el caramillo a los labios e interpretó una breve melodía con aire de interrogación.

—Ya veo —dijo Dolmant—. De acuerdo, Flauta, ¿aceptarás entonces mi bendición?

La pequeña sacudió la cabeza después de estudiarlo con serenidad.

—Es estiria, Dolmant —explicó Sephrenia—. Una bendición elenia carece de sentido para ella.

Entonces Flauta tomó la escuálida mano del patriarca y la llevó a su corazón. Dolmant abrió desmesuradamente los ojos con expresión de desconcierto.

—No obstante, os concede su propia bendición —dijo Sephrenia—. ¿Querréis recibirla vos?

—Me parece que no debería —repuso Dolmant, aún sobrecogido—, pero, Dios me ampare, la aceptaré con agrado.

Flauta le sonrió, le besó las palmas de las manos y luego se alejó con una pirueta que agitó su negro pelo, al tiempo que interpretaba un alegre aire con su caramillo. En el rostro del patriarca se plasmaba la propia imagen del asombro.

—Espero que me envíen aviso de palacio tan pronto llegue el rey Wargun —dijo Vanion—. Annias no dejaría pasar la ocasión de poder acusarme personalmente. ¿Os ha visto llegar alguien? —preguntó en dirección al conde Radun.

Este negó con la cabeza.

—Llevaba la visera bajada, mi señor Vanion, y Sparhawk me ha aconsejado cubrir el timbre de mi escudo. Estoy convencido de que nadie conoce mi presencia en Cimmura.

—Estupendo —afirmó Vanion con una súbita sonrisa—. No conviene privarle a Annias de semejante sorpresa.

El mensaje de palacio llegó dos días más tarde. Vanion, Sparhawk y Kalten se vistieron los humildes hábitos que habitualmente usaban los pandion en el interior de sus castillos, si bien debajo de ellos iban protegidos con cotas de malla y la espada prendida al cinto. Dolmant y Radun iban ataviados a la usanza de los monjes, y Sephrenia lucía su sempiterno vestido blanco. La mujer había conversado largamente con Flauta para convencerla de que accediera a permanecer en la casa de la orden. Kurik se ciñó una espada a la cintura.

—Por si se complicaran las cosas —explicó con un gruñido a Sparhawk justo antes de que la comitiva emprendiera camino.

Un cielo plomizo y un gélido viento que azotaba las calles de Cimmura a su paso presidían el día intensamente frío y húmedo. Las avenidas se hallaban prácticamente desiertas. Sparhawk no estaba seguro de si se debía al pésimo tiempo el que los ciudadanos se hubieran confinado dentro de sus casas o a los rumores sobre un posible altercado.

No muy lejos de la puerta del palacio Sparhawk percibió una cara familiar. Un niño lisiado, cubierto con una harapienta capa, salió encorvado del rincón donde mendigaba al resguardo del aire.

—Caridad, mi señores, caridad —imploró con voz lastimera.

Sparhawk refrenó a Faran y extrajo de los bolsillos algunas monedas.

—Tengo que hablar con vos —anunció el chico en voz baja cuando los otros no podían oírle.

—Más tarde —replicó Sparhawk tras inclinarse sobre la silla para depositar las piezas en la escudilla del mendigo.

—Espero que no demasiado —indicó Talen con un temblor—. Aquí fuera me voy a congelar.

Se demoraron brevemente en la entrada del palacio, pues los guardias trataron de denegar el paso a la escolta de Vanion. Kalten zanjó el problema al abrir su hábito por delante y, a continuación, llevar la mano a la espada. En ese momento, la discusión finalizó bruscamente y la comitiva prosiguió su camino hasta el patio, donde desmontaron.

—Me encanta el respeto que sienten hacia mi persona —comentó Kalten alegremente.

—Te contentas con bien poca cosa, ¿eh? —señaló Sparhawk.

—Soy un hombre sencillo con placeres sencillos, amigo mío.

Se dirigieron directamente a la cámara del consejo, donde los respectivos monarcas de Arcium, Deira y Thalesia, sentados en cátedras, flanqueaban al indolente Lycheas. Como escolta de cada uno de los reyes se veía un caballero de pie, vestido con armadura de ceremonia, cuya sobreveste lucía el emblema de la orden militar a la que pertenecía. Abriel, preceptor de los caballeros cirínicos de Arcium, permanecía en posición de firmes detrás del rey Dregos; Darellon, dirigente de los caballeros alciones de Deira, había adoptado idéntica postura tras el anciano rey Obler, y el fornido Komier, presidente de la orden de los caballeros genidios, guardaba simbólicamente la espalda del rey Wargun de Thalesia. A pesar de la hora temprana, Wargun mostraba ya la mirada enturbiada y sostenía con mano visiblemente trémula una gran copa de plata.

El consejo real se había acomodado en uno de los costados de la estancia. El rostro del conde de Lenda parecía turbado, y, por el contrario, el del barón Harparín expresaba una gran autocomplacencia.

El primado Annias vestía una sotana de satén púrpura y su macilenta cara adquirió un matiz triunfante al entrar Vanion. Sin embargo, al divisar a los acompañantes del preceptor pandion sus ojos relampaguearon de ira.

—¿Quién os ha autorizado a acudir en comitiva, Vanion? —preguntó—. Nuestro mensaje no mencionaba ninguna escolta.

—No preciso autorización, Su Ilustrísima —respondió fríamente Vanion—. Mi rango me basta para ello.

—Es cierto —confirmó el conde de Lenda—. La ley y la costumbre apoyan la posición del preceptor.

Annias descargó sobre el anciano una mirada preñada de odio.

—Resulta reconfortante disponer de alguien tan versado en los temas legales —declaró con voz sarcástica. Entonces fijó la vista en Sephrenia—. Apartad a esa estiria de mi vista —ordenó.

—No —replicó Vanion—. Se queda conmigo.

Sus miradas se encontraron y, tras un largo momento, Annias desvió la suya.

—Muy bien, Vanion —dijo—. Debido a la gravedad que reviste la cuestión de la que voy a informar a Sus Majestades, controlaré mi natural repulsa ante la presencia de una bruja hereje.

—Sois muy amable —murmuró Sephrenia.

—Comencemos de una vez, Annias —instó irritado el rey Dregos—. Nos hemos reunido aquí para examinar ciertas irregularidades concernientes al trono de Elenia. ¿A qué asunto os referís cuya importancia posterga cualquier investigación?

—Os atañe directamente, Majestad —repuso Annias, al tiempo que se ponía en pie—. La semana pasada una banda de hombres armados atacó un castillo en la zona occidental de vuestro reino.

—¿Por qué no me habíais avisado de tal evento? —preguntó Dregos, despidiendo chispas por los ojos.

—Perdonad, Majestad —se disculpó Annias—. Yo mismo he recibido recientemente noticias del incidente y he creído más conveniente exponer la información al consejo antes de tratar cualquier otro tema, pues aunque este ultraje ocurriera dentro de los confines de vuestro reino, sus implicaciones superan vuestras fronteras y afectan a todos los reinos de Occidente.

—Proseguid, Annias —gruñó el rey Wargun—. No obstante, os agradecería que guardéis las florituras del lenguaje para vuestros sermones.

—Como Su Majestad desee —respondió Annias con una reverencia—. Existen testigos de esta acción criminal y creo que tal vez será mejor que Sus Majestades escuchen directamente su relato en lugar de la exposición intermediaria que yo podría ofrecerles.

Entonces se volvió e hizo un gesto a uno de los soldados eclesiásticos de librea roja alineados en ambas paredes de la cámara del consejo. El soldado salió por una puerta lateral e hizo entrar a un hombre de aspecto nervioso cuyo rostro palideció visiblemente al percibir a Vanion.

—No temáis nada, Tessera —lo tranquilizó Annias—. Mientras declaréis la verdad, nada malo ha de ocurriros.

—Sí, Su Ilustrísima —masculló el hombre.

—Éste es Tessera —presentó Annias—, un mercader de esta ciudad que ha regresado hace poco de Arcium. Contadnos lo que visteis en aquel lugar, Tessera.

—Ya he narrado a Su Ilustrísima los acontecimientos que sucedieron. De regreso de Sarrinium, donde me ocupaba de unos negocios fui sorprendido por una tormenta que me obligó a pedir cobijo en el castillo del conde Radun, el cual me lo concedió amablemente. —La voz de Tessera adoptó la misma cadencia que caracteriza a ciertas personas que recitan algo aprendido de memoria—. Cuando el tiempo hubo aclarado comencé a prepararme para partir —prosiguió—. Me encontraba en las caballerizas del conde cuando oí el sonido de distintas voces de hombres en el patio. Entonces me asomé a la puerta y vi que había un numeroso grupo de caballeros pandion.

—¿Estáis seguro de que se trataba de caballeros de esta orden? —inquirió Annias.

—Sí, Su Ilustrísima. Llevaban armadura negra y lucían estandartes de la orden. El conde, que tiene fama de profesar gran respeto por la Iglesia, les había franqueado la entrada. Sin embargo, tan pronto como se hallaron dentro de los muros, desenvainaron todos las espadas y comenzaron a matar a quienes topaban en su camino.

—¡Mi tío! —exclamó el rey Dregos.

—Por supuesto, el conde intentó hacerles frente, pero lo desarmaron rápidamente y lo ataron a un palo en el centro del patio. Asesinaron a todos los hombres del castillo y luego…

—¿A todos los hombres? —lo interrumpió Annias, con el rostro súbitamente endurecido.

—En efecto tras acabar con todos los hombres del castillo… —titubeó Tessera—. Oh, casi había olvidado esa parte. En realidad dieron muerte a todos los hombres del castillo excepto a los religiosos. Después obligaron a salir a la esposa y a las hijas del conde, les desgarraron las vestiduras y las violaron delante de él.

—Mi tía y mis primas —musitó entre sollozos el rey de Arcium.

—Debéis ser fuerte —lo consoló el rey Wargun, al tiempo que ponía una mano sobre su hombro.

—Tras violar repetidamente a las mujeres —continuó Tessera—, las arrastraron una a una a donde habían sujetado al conde y les cortaron la garganta. El conde lloraba e intentaba en vano deshacerse de las ligaduras. Suplicó a los pandion que pusieran fin a aquella carnicería, pero sólo obtuvo carcajadas como respuesta. Finalmente, cuando su mujer e hijas, bañadas en su propia sangre, hubieron muerto, les preguntó por qué se comportaban de aquella forma. Uno de ellos, creo que el cabecilla, replicó que seguían las órdenes de lord Vanion, el preceptor de la orden.

El rey Dregos se levantó de un salto. Lloraba copiosamente y había empuñado la espada. Annias se interpuso ante él.

—Comparto vuestro ultraje, Majestad, pero una muerte rápida sería un trato demasiado leve para la monstruosidad demostrada por Vanion. Es preferible que sigamos con el relato de este buen nombre. Continuad con vuestro informe, Tessera.

—Me queda poco que añadir, Su Ilustrísima —repuso Tessera—. Después de asesinar a las mujeres, los pandion torturaron al conde hasta la muerte, y luego lo decapitaron. A continuación, sacaron a los religiosos del castillo y lo saquearon.

—Gracias, Tessera —lo despidió Annias.

Entonces hizo una señal a otro de sus soldados y éste se dirigió de nuevo a la puerta lateral para hacer pasar a un hombre con ropas de campesino. El recién llegado tenía una mirada ligeramente furtiva y temblaba perceptiblemente.

—Decidnos vuestro nombre, amigo —le ordenó Annias.

—Soy Veri, Su Ilustrísima, un honesto siervo de las tierras del conde Radun.

—¿A qué se debe vuestra estancia en Cimmura? Un siervo no puede abandonar la propiedad de su señor sin permiso.

—Huí, Su Ilustrísima, después del asesinato del conde y su familia.

—¿Podéis contarnos lo ocurrido? ¿Fuisteis testigo de aquella atrocidad?

—No directamente, Su Ilustrísima. Trabajaba en un campo cercano al castillo del conde cuando observé un nutrido grupo de hombres vestidos con armaduras negras que salían de la fortificación. Los estandartes que enarbolaban pertenecían a los caballeros pandion. Uno de ellos llevaba la cabeza del conde ensartada en la punta de su lanza. Me escondí y escuché sus palabras y sus carcajadas mientras cabalgaban.

—¿Qué decían?

—El que llevaba la cabeza del conde dijo: «Debemos arrastrar este trofeo hasta Demos para demostrar a lord Vanion que hemos cumplido sus órdenes». Cuando se alejaron, corrí hacia el castillo y encontré a todos sus habitantes muertos. Tenía miedo de que los pandion pudieran regresar, así que me apresuré a escapar.

—¿Por qué habéis venido a Cimmura?

—Para informaros del crimen, Su Ilustrísima, y para solicitar vuestra protección. Temía que, de quedarme en Arcium, los pandion me persiguieran hasta darme muerte.

—¿Por qué lo hicisteis? —preguntó Dregos a Vanion—. Mi tío nunca infligió ninguna ofensa a vuestra orden.

Los restantes caballeros dirigían también miradas acusadoras al preceptor.

—¡Exijo que este asesino sea encadenado! —exclamó Dregos en dirección al príncipe Lycheas.

Lycheas intentó, sin conseguirlo, adoptar el porte de un soberano.

—Vuestra demanda es razonable, Majestad —repuso con su voz nasal, a la vez que miraba furtivamente a Annias en busca de apoyo—. En consecuencia, ordenamos que el infiel Vanion sea confinado…

—Hum, excusadme, Majestades —interrumpió el conde de Lenda—, pero, de acuerdo con la ley, lord Vanion tiene derecho a defenderse.

Sparhawk y los demás habían permanecido al fondo de la cámara del consejo. Al realizar Sephrenia un imperceptible gesto, Sparhawk se inclinó para escucharla.

—Alguien utiliza artes mágicas —susurró la mujer—. Eso explica la disposición que han demostrado los monarcas a aceptar esos infantiles cargos contra Vanion. El hechizo intenta conseguir que cualquiera pueda ser fácilmente convencido.

—¿Podéis contrarrestarlo? —musitó Sparhawk.

—Únicamente si descubro quién lo ha invocado.

—Es Annias. Trató de doblegarme con un encantamiento después de mi regreso a Cimmura.

—¡Un eclesiástico! —comentó sorprendida Sephrenia—. De acuerdo, me ocuparé de ello —añadió, y comenzó a mover los labios y las manos, bajo las mangas de su vestido.

—Bien, Vanion —exclamó con tono sarcástico Annias—, ¿qué podéis aducir en vuestra defensa?

—Esos hombres mienten descaradamente —replicó desdeñosamente el preceptor.

—¿Qué razón les induce a ello? —Annias se volvió hacia los monarcas, sentados en la parte frontal de la estancia—. En cuanto recibí los informes de estos testigos, envié una tropa de soldados de la Iglesia al castillo del conde para verificar los detalles de este crimen. Espero los datos de su comprobación dentro de una semana. Mientras tanto, recomiendo que los caballeros pandion sean desarmados y confinados al interior de sus castillos para prevenir eventuales atrocidades.

—Si consideramos las circunstancias —dijo el rey Obler al tiempo que se mesaba su larga barba gris—, estimo que es la decisión más prudente —y, tras girarse hacia el caballero alcione, Darellon, agregó—: Mi señor Darellon, mandad un jinete a Deira. Ordenadle que traiga a Elenia al grueso de los caballeros. Se encargarán de asistir a las autoridades locales en la tarea de retirar las armas a los pandion y vigilarlos.

—Se hará como Su Majestad ordena —respondió Darellon mirando a Vanion.

—Estoy firmemente convencido de la conveniencia de que los cirínicos y los genidios envíen fuerzas a su vez —opinó el anciano rey de Deira en dirección al rey Wargun y al rey Dregos—. Encerremos a esos pandion hasta que podamos discernir quién es inocente y quién es culpable.

—Encargaos de ello, Komier —ordenó el rey Wargun.

—Enviad también a vuestros caballeros, Abriel —indicó el rey Dregos al preceptor de los cirínicos. Dirigió una mirada cargada de odio a Vanion—. Me gustará observar los intentos de resistencia de vuestros secuaces —indicó con altanería.

—Una idea espléndida, Majestades —cumplimentó Annias con una reverencia—. Por mi parte, sugeriría además que tan pronto recibamos la confirmación de los asesinatos, Sus Majestades viajaran conmigo y con esos dos honestos testigos hasta Chyrellos. Una vez que hayamos expuesto la totalidad de los hechos ante la jerarquía de la Iglesia y el archiprelado, expresaremos nuestra ponderada recomendación acerca de la desarticulación de la orden. En términos estrictos, dicha orden se halla bajo la autoridad de la Iglesia y únicamente la Iglesia puede tomar las decisiones finales.

—Ciertamente —concedió Dregos—. Debemos librarnos de la plaga de los pandion definitivamente.

Annias esbozó una tenue sonrisa, que se borró de inmediato para dejar paso en su semblante a una mortal palidez, pues había percibido el momento en que Sephrenia había liberado su hechizo.

Llegado ese punto, Dolmant avanzó unos pasos y se deshizo de la capucha que le cubría el rostro.

—¿Puedo hablar, Majestades? —solicitó.

—S… Su Ilustrísima —tartamudeó Annias—. Ignoraba vuestra presencia en Cimmura.

—Ya lo suponía. Tal como vos habéis señalado, los pandion se acogen a la autoridad de la Iglesia. Como máximo eclesiástico presente, creo que me corresponde asumir la responsabilidad de esta investigación. No obstante, os hemos de agradecer la intensa preocupación que hasta ahora habéis dispensado al asunto.

—Pero…

—Eso es todo por el momento, Annias —lo acalló Dolmant antes de volverse hacia los monarcas y Lycheas, que lo observaba boquiabierto—. Majestades —comenzó el eclesiástico mientras recorría pausadamente la estancia en ambos sentidos con las manos entrecruzadas a la espalda, como sumido en profundas reflexiones—, realmente nos hallamos ante una acusación muy grave. Consideremos por un instante la naturaleza de los acusadores. Por un lado, tenemos a un mercader, y por el otro, a un siervo que ha huido de su morada. El acusado es el preceptor de una orden de caballeros de la Iglesia, un hombre cuyo honor ha sido siempre incuestionable. ¿Por qué debería cometer un hombre de la estatura de lord Vanion un crimen semejante? Además, no hemos recibido aún ninguna comprobación de que el crimen se hubiera llevado efectivamente a cabo. Sería preferible no pronunciarnos con tanta precipitación.

—Como ya he mencionado antes, Su Ilustrísima —intervino Annias—, he enviado a varios soldados eclesiásticos a Arcium para observar el escenario del crimen con sus propios ojos. También les he ordenado que busquen a los religiosos que se hallaban en el castillo del conde Radun y asistieron a la horrible matanza, para que los conduzcan a Cimmura. Sus informes disiparán todas las dudas al respecto.

—Ah, sí —acordó Dolmant—. Completamente. Sin embargo, creo que yo podría ahorrar un poco de tiempo en las pesquisas. De hecho, me acompaña el hombre que presenció lo acontecido en el castillo del conde Radun, y estoy seguro de que su testimonio será aceptado por todos los presentes. —Entonces dirigió la mirada al conde Radun, el cual, vestido con un hábito y tocado con una capucha, había permanecido en el anonimato en un rincón de la pieza, como integrante de la comitiva de Vanion—. ¿Seríais tan amable de acercaros, hermano? —le indicó.

Annias estaba mordiéndose las uñas. Su expresión mostraba claramente el desencanto que le había producido perder las riendas del debate, así como la aprensión que lo invadía ante el nuevo testigo aportado por Dolmant.

—¿Tendréis a bien revelar vuestra identidad, hermano? —preguntó amablemente Dolmant cuando el conde se halló junto a él delante de los monarcas.

La cara de Radun lucía una tensa sonrisa cuando dejó caer hacia atrás su embozo.

—¡Tío! —exclamó Dregos, atónito.

—¿Tío? —inquirió Wargun, al tiempo que se erguía y derramaba el contenido de su copa.

—Éste es el conde Radun, mi tío —presentó Dregos, todavía conmovido por la sorpresa.

—Según parece, os habéis recuperado de un modo asombroso, Radun —señaló Wargun entre carcajadas—. Mis felicitaciones. Decidme, ¿cómo habéis logrado acoplaros nuevamente la cabeza?

Annias, tremendamente pálido, lo contemplaba con incredulidad.

—¿Cómo habéis…? —inquirió bruscamente.

Se interrumpió y miró a su alrededor como un animal que tratara de escapar. Luego recobró la compostura.

—Majestades —comenzó a hablar vacilante—, he sido objeto del engaño de esos testigos. Os ruego que me perdonéis. —Giró sobre sus talones, empapado en un copioso sudor—. ¡Prended a esos embusteros! —ordenó en dirección a Tessera y a Veri, que aparecían visiblemente atemorizados.

Varios guardas de librea roja los sacaron de inmediato de la estancia.

—Annias hila los pensamientos con mucha rapidez, ¿no te parece? —murmuró Kalten a Sparhawk—. ¿Qué te apuestas a que esos dos desgraciados se las arreglarán de alguna manera para ahorcarse antes de la puesta del sol, con una cierta dosis de ayuda, por supuesto?

—No me gustan las apuestas, Kalten —replicó Sparhawk—. Al menos, no aquellas en las que se juega sobre hechos como este.

—¿Por qué no nos contáis lo que de veras sucedió en vuestro castillo, conde Radun? —sugirió Dolmant.

—Fue realmente muy sencillo, Su Ilustrísima —repuso Radun—. Sir Sparhawk y sir Kalten llegaron a las puertas de mi fortaleza hace algunos días y me avisaron de que un grupo de hombres vestidos con las armaduras de los pandion planeaba entrar allí, amparado por su atuendo, y asesinar después a mi familia y a mí. Con ellos habían acudido un número indeterminado de verdaderos pandion. Cuando llegaron los impostores, sir Sparhawk, con sus caballeros, arremetió contra ellos y los hizo retroceder.

—Providencial —observó el rey Obler—. ¿Cuál de estos leales caballeros es sir Sparhawk?

—Soy yo, Majestad —se presentó Sparhawk mientras se aproximaba.

—¿Cómo llegó a vuestros oídos la noticia del complot que se había tramado?

—Ocurrió de modo casi fortuito, Majestad. Escuché a escondidas una conversación al respecto. Informé inmediatamente de ello a lord Vanion y éste nos ordenó a Kalten y a mí que tomáramos las medidas para hacerlo fracasar.

El rey Dregos se puso en pie y descendió de la tarima.

—Os he juzgado mal, lord Vanion —declaró con voz firme—. Vuestro comportamiento ha sido intachable y yo os he acusado. ¿Podréis perdonarme la ofensa?

—No hay nada que perdonar, Majestad —replicó Vanion—. Yo me hubiera comportado de igual forma en semejantes circunstancias.

El soberano de Arcium tomó la mano del preceptor y la estrechó afectuosamente.

—Decidme, sir Sparhawk —inquirió el rey Obler—, ¿podríais por un azar identificar a los autores de esa trama?

—No pude ver sus rostros, Majestad.

—Es francamente desafortunado —afirmó el anciano monarca en un suspiro de desaliento—. Al parecer, mucha gente se hallaba implicada. Las dos personas que testificaron ante nosotros, cuyo cometido consistía en recitar una sarta preestablecida de mentiras, deben de ser una mera parte del engranaje.

—Comparto vuestra opinión, Majestad —acordó Sparhawk.

—Pero ¿quién había detrás de todo este plan? ¿Y contra quién iba dirigido realmente? ¿Contra el conde Radun, tal vez? ¿O contra el rey Dregos? ¿O acaso contra el propio lord Vanion?

—Quizá sea imposible descubrir la verdad, a menos que los supuestos testigos se avengan a identificar a sus cómplices.

—Buena idea, sir Sparhawk. —El rey Obler miró con severidad al primado Annias—. Sobre vos, Ilustrísima, recae la responsabilidad de aseguraros de que el mercader Tessera y el siervo Veri estén disponibles para responder a un interrogatorio. Nos afligiría sobremanera que les sobreviniera algún accidente de naturaleza irreversible.

—Me encargaré de que se los vigile estrechamente, Majestad —aseguró Annias al rey de Deira, con envarado gesto.

Después hizo una señal a uno de sus soldados, quien, tras escuchar sus instrucciones, palideció ligeramente y salió apresuradamente de la estancia.

—Sir Sparhawk —vociferó Lycheas—, recibisteis orden de viajar a Demos y permanecer allí hasta recibir permiso para abandonar la ciudad. ¿Por qué razón…?

—Callaos, Lycheas —espetó Annias.

Un leve rubor se extendió por la cara plagada de espinillas del príncipe.

—Debo recordaros que tenéis que excusaros con lord Vanion, Annias —indicó mordazmente Dolmant.

Con el semblante demudado, Annias se volvió altivamente hacia el dirigente pandion.

—Os ruego aceptéis mis disculpas, lord Vanion —declaró secamente—. He sido víctima de viles embusteros.

—Por supuesto, mi querido primado —replicó Vanion—. Todos cometemos errores alguna vez, ¿no es cierto?

—Creo que hemos llegado a la conclusión de este asunto —dijo Dolmant, a la vez que miraba de reojo a Annias, quien evidenciaba un gran esfuerzo por controlar sus emociones—. Podéis estar seguro, Annias —agregó el patriarca de Demos—, de que otorgaré el trato más caritativo posible a este incidente cuando informe de él a la jerarquía de Chyrellos. Me esforzaré para que no os tomen por un completo idiota.

Annias se mordió el labio.

—Decidnos, sir Sparhawk —tomó la palabra el rey Obler—, ¿podríais identificar de algún modo a la gente que se dirigía al castillo del conde?

—El hombre que los encabezaba se llama Adus, Majestad —le respondió Sparhawk—. Es un salvaje corto de mente que trabaja a las órdenes de un pandion renegado llamado Martel. La mayoría de sus secuaces eran mercenarios, y el resto, rendorianos.

—Podríamos consumir mucho tiempo entregados a las especulaciones, Dregos —afirmó el rey Wargun mientras alargaba su copa vacía a un sirviente para que se la llenara—. Aproximadamente una hora en el potro bastará sin duda para inducir al mercader y al siervo que se encuentran en las mazmorras a confesarnos lo que saben acerca de sus cómplices.

—La Iglesia no aprueba tales métodos, Majestad —objetó Dolmant.

—Las mazmorras situadas bajo la basílica de Chyrellos son famosas por los métodos empleados por los más expertos interrogadores del orbe —repuso Wargun con burla.

—Dichas prácticas han sido suspendidas.

—Tal vez —dudó Wargun—, pero nos hallamos ante un caso civil. No tenemos que atenernos a las limitaciones derivadas de la delicadeza de la Iglesia, y no tengo intención de aguardar a que arranquéis con súplicas una respuesta a esos dos rufianes.

Lycheas, a quien había afilado el espíritu el impetuoso reproche de Annias, se arrellanó en su sillón.

—Estamos encantados de que este incidente haya quedado resuelto de manera tan amigable —anunció—, y nos congratulamos de que los informes concernientes a la muerte del conde Radun fueran infundados. De acuerdo con la opinión expresada por el patriarca de Demos, considero concluido este debate, a no ser que el excelente testigo de lord Vanion pueda aportar más información para ayudarnos a dilucidar quién inspiró esta monstruosa conspiración.

—No, Alteza —le dijo Vanion—. No estamos preparados para hacerlo en esta ocasión.

—Nuestro tiempo, Majestades, es escaso —añadió Lycheas en dirección a los soberanos de Thalesia, Deira y Arcium, en un vano intento de mostrarse a la altura de su cargo—. Todos tenemos reinos que gobernar y otras cuestiones reclaman nuestra atención. Sugiero que expresemos a lord Vanion nuestro agradecimiento por su colaboración a la hora de clarificar esta situación y le concedamos permiso para retirarse de manera que podamos consagrarnos a nuestros asuntos de Estado.

Los monarcas indicaron con diversos gestos su aceptación de lo propuesto por el príncipe.

—Vos y vuestros amigos podéis partir ahora, lord Vanion —concedió Lycheas majestuosamente.

—Gracias, Alteza —repuso Vanion con una altiva reverencia—. Nos complace haberos servido de ayuda —agregó antes de volverse para encaminarse a la puerta.

—Un momento, lord Vanion —le llamó Darellon, el corpulento preceptor de los caballeros alciones, mientras se acercaba a él—. Puesto que la conversación de Sus Majestades versará ahora sobre asuntos de Estado, creo que lord Komier, lord Abriel y yo nos retiraremos también. Estamos poco versados en asuntos de gobierno y poco podríamos contribuir a sus deliberaciones. Por otra parte, la conspiración descubierta esta mañana evidencia la necesidad de una colaboración más estrecha entre las órdenes militares. Debemos prepararnos ante una eventual iteración de tales ataques.

—Bien dicho —mostró su acuerdo Komier.

—Una espléndida idea, Darellon —aprobó el rey Obler—. Que no nos vuelvan a sorprender. Mantenedme al corriente del fruto de vuestra conversación.

—Podéis confiar en mí, Majestad.

Los preceptores de las tres órdenes descendieron de la tarima para unirse a Vanion, el cual inició la salida de la lujosa sala de audiencia. Cuando se hallaron en el corredor, Komier, el voluminoso preceptor de los caballeros genidios, sonrió abiertamente.

—Buena jugada, Vanion —dijo.

—Me alegra que os haya gustado —respondió Vanion, a la vez que le devolvía la sonrisa.

—Debía de tener la cabeza totalmente embotada esta mañana —confesó Komier—. ¿Me creeréis si os aseguro que estaba a punto de aceptar toda esa farsa?

—No sois enteramente responsable de ello, lord Komier —indicó Sephrenia.

El caballero la interrogó con la mirada.

—Permitidme reflexionar sobre este punto un momento —pidió ella mientras fruncía el entrecejo.

—Ha sido Annias, ¿no es cierto? —apuntó astutamente el corpulento thalesiano cuando avanzaban por el pasillo—. Él es el autor de la trama, ¿me equivoco?

Vanion asintió con la cabeza.

—La presencia de los pandion en Elenia entorpece sus operaciones. Con este asunto intentaba apartarnos de la escena.

—La política elenia a veces se vuelve un poco obstrusa. En Thalesia somos más directos. ¿Hasta dónde alcanza el poder ostentado por el primado de Cimmura?

—Controla el consejo real —respondió Vanion—, lo que prácticamente lo convierte en el gobernante del reino.

—¿Acaso quiere apoderarse del trono?

—No, no lo creo. Prefiere manipular los acontecimientos entre bambalinas. Su objetivo es que Lycheas ascienda al trono.

—Lycheas es bastardo, ¿verdad?

Vanion asintió nuevamente.

—¿Cómo puede proclamarse rey a un bastardo? Nadie conoce la identidad de su padre.

—Probablemente Annias piensa que podrá solventar este problema. Hasta que intervino el padre de Sparhawk, nuestro buen primado casi había convencido al rey Aldreas de que resultaba perfectamente legítimo que tomara por esposa a su propia hermana.

—Es repugnante —afirmó Komier con un estremecimiento.

—Tengo entendido que Annias abriga ciertas ambiciones con respecto al trono del archiprelado de Chyrellos —comentó Abriel, el preceptor de los caballeros cirínicos, al patriarca Dolmant.

—Yo también he oído rumores que apuntan a esa pretensión —repuso afablemente Dolmant.

—Esta humillación le acarreará un retroceso, ¿no os parece? Seguramente la jerarquía contemplará con poco agrado a un hombre capaz de caer en un ridículo tan espantoso públicamente.

—Ya lo había pensado.

—Supongo que vuestro informe abundará sobradamente en detalles.

—Es mi obligación, lord Abriel —replicó piadosamente Dolmant—. Puesto que yo mismo formo parte de los miembros de la jerarquía, difícilmente podría ocultar ninguno de los hechos. Tendré que exponer toda la verdad al consejo superior de la Iglesia.

—No podría ser de otro modo, Su Ilustrísima.

—Tenemos que hablar, Vanion —aseguró seriamente Darellon, responsable de la orden de los caballeros alciones—. Esta vez el ardid iba dirigido contra vos y vuestra orden, pero nos afecta a todos. Quizás alguno de nosotros constituyamos las siguientes víctimas. ¿Existe algún lugar seguro donde podamos conversar?

—Nuestro castillo se encuentra casi en las afueras de la ciudad —replicó Vanion—. Puedo garantizaros que sus muros no cobijan ningún espía del primado.

Mientras salían de palacio, Sparhawk recordó algo y aminoró la marcha para reunirse con Kurik en la retaguardia de la comitiva.

—¿Qué ocurre? —preguntó el escudero.

—Retrasemos un poco nuestros pasos. Quiero hablar con ese niño que pide limosna.

—Vuestra conducta evidencia una falta de modales grave, Sparhawk —comentó Kurik—. Un encuentro de los preceptores de las órdenes sólo se presencia una vez en la vida. Además, querrán haceros algunas preguntas.

—Podemos alcanzarlos antes de que lleguen al castillo.

—¿Para qué deseáis encontraros con un mendigo? —inquirió Kurik con tono irritado.

—Trabaja para mí. —Sparhawk miró atentamente a su amigo—. ¿Qué te preocupa, Kurik? —preguntó—. Tu semblante es más sombrío que un día lluvioso.

—No importa —replicó lacónicamente el escudero.

Talen seguía agazapado en el ángulo que formaban dos paredes, tiritando arrebujado en su harapienta capa. Sparhawk desmontó a unos pasos del chiquillo y disimuló su propósito al comprobar la cincha de su silla.

—¿Qué querías decirme? —musitó.

—Se trata del hombre a quien me encargasteis vigilar —explicó Talen—. Se llamaba Krager, ¿verdad? Abandonó Cimmura poco después que vos, pero volvió hace aproximadamente una semana. Lo acompañaba otro hombre, un tipo que, pese a no parecer tan viejo, llama la atención por su pelo blanco. Ambos fueron a la casa de ese barón a quien le gustan tanto los muchachos y permanecieron allí durante varias horas. Luego volvieron a salir de la ciudad. Me acerqué a ellos en la Puerta del Este y pude oír su conversación con los guardias. Afirmaron que se dirigían a Cammoria.

—Buen chico —lo felicitó Sparhawk, al tiempo que depositaba una corona de oro en la escudilla.

—Ha sido juego de chiquillos —declaró Talen con un encogimiento de hombros. Entonces mordió la moneda y la introdujo entre los pliegues de su túnica—. Gracias, Sparhawk —añadió.

—¿Por qué no informaste al portero de la posada de la calle de la Rosa?

—Está vigilada. Preferí tomar precauciones. —En ese momento Talen miró por encima del hombro del fornido caballero—. Hola, Kurik —saludó—. Hacía mucho tiempo que no os veía.

—¿Os conocéis? —preguntó Sparhawk, un tanto sorprendido.

Kurik se ruborizó y adoptó un aire de circunstancias.

—No me creeríais si os confesara hasta dónde se remonta nuestra amistad, Sparhawk —afirmó Talen mientras sonreía maliciosamente a Kurik.

—Ya basta, Talen —atajó Kurik; después suavizó su expresión—. ¿Cómo está tu madre? —inquirió, con un extraño y melancólico tono en la voz.

—Bastante bien. Si añadimos lo que yo gano a lo que vos le dais en ciertas ocasiones, puede asegurarse que apenas padece apuros económicos.

—¿Hay algún asunto que yo desconozco? —preguntó Sparhawk.

—Es una cuestión de índole personal, Sparhawk —explicó Kurik—. ¿Qué haces en la calle con este tiempo, Talen? —añadió en dirección al chiquillo.

—Pido limosna, Kurik. ¿Veis? —dijo Talen a la vez que alargaba la escudilla—. Este recipiente sirve para ese fin. ¿Queréis poner algo aquí dentro, en recuerdo de los viejos tiempos?

—Te puse en una buena escuela, muchacho.

—Oh, en efecto, era muy buena. El director solía alabarla tres veces al día, durante las comidas. Él y los profesores comían carne asada, y los alumnos, gachas de avena. Como no me gustan las gachas, decidí apuntarme en otra. —Gesticuló extravagantemente en dirección a las calles—. Ahora ésta es mi escuela. ¿Os gusta? Lo que aprendo aquí resulta mucho más útil que la retórica, la filosofía o la insoportable teología. Si me lo propongo, puedo conseguir lo bastante para comprarme un suculento plato de carne o cualquier otra cosa que me plazca.

—Debería darte una paliza, Talen —amenazó Kurik.

—¡Vaya, padre! —replicó el muchacho—. ¡Qué sugerencia tan oportuna! Además —prosiguió riendo—, primero tendríais que atraparme. Ésa es la primera lección que me enseñaron las calles. ¿Queréis comprobar lo bien que la practico? —preguntó, y recogió la escudilla y la muleta antes de echar a correr calle abajo.

Kurik comenzó a proferir juramentos.

—¿Padre? —inquirió Sparhawk.

—Ya os he avisado de que esto no es de vuestra incumbencia, Sparhawk.

—Entre nosotros no existe ningún secreto, Kurik.

—Vais a continuar presionándome, ¿no es cierto?

—¿Yo? Simplemente me mueve la curiosidad. Se trata de un nuevo atributo que ignoraba.

—Cometí una indiscreción hace algunos años.

—En verdad, lo expresáis de una manera delicada.

—Podéis guardaros los comentarios jocosos.

—¿Sabe Aslade algo de ese «incidente»?

—Por supuesto que no. De habérselo contado le hubiera dado un gran disgusto, así que preferí no herir sus sentimientos. La obligación de un esposo consiste en evitarlo en lo posible.

—Te comprendo perfectamente, Kurik —le aseguró Sparhawk—. ¿Era bella la madre de Talen?

Kurik lanzó un suspiro y su cara mostró una inusitada ternura.

—Tenía dieciocho años y su hermosura recordaba a una mañana de primavera. No pude apartarme, Sparhawk. Amo a Aslade, pero…

—Eso nos ocurre a todos alguna vez, Kurik —lo consoló Sparhawk, al tiempo que ponía la mano sobre el hombro de su amigo—. No os mortifiquéis más con esta cuestión. —Entonces se enderezó—. ¿Por qué no intentamos dar alcance al resto? —sugirió mientras montaba.