Capítulo 8

El tiempo se había enfriado y el lúgubre cielo de la tarde escupía gruesos copos de nieve. Un centenar de caballeros pandion, ataviados con sus capas y armaduras negras, atravesaban al trote la profusa arboleda de la región colindante con Arcium, con Sparhawk y Sephrenia a la cabeza. Habían transcurrido cinco días desde que emprendieran el viaje.

Sparhawk contempló el cielo y estiró las riendas del caballo negro que le había correspondido en suerte. El animal se encabritó y arañó el aire con sus patas delanteras.

—Oh, basta ya —le ordenó Sparhawk, irritado.

—Es un gran entusiasta, ¿no os parece? —apuntó Sephrenia.

—Pero no muy inteligente. Representará una alegría para mí reunirme con Kalten y recuperar a Faran.

—¿Por qué nos detenemos?

—Se aproxima el anochecer, y aquel bosquecillo de allí parece libre de maleza. Podemos asentar el campamento allí. —Entonces alzó la voz para llamar a alguien de atrás—. ¡Sir Parasim! —gritó.

El joven caballero de cabello color miel avanzó a su encuentro.

—¿Sí, mi señor Sparhawk? —inquirió con su suave voz de tenor.

—Pasaremos la noche aquí —le informó Sparhawk—. Cuando lleguen los carromatos, disponed la tienda de Sephrenia y ocupaos de que disponga de cuanto necesite.

—Desde luego, mi señor.

El cielo había adoptado una fría tonalidad púrpura mientras Sparhawk supervisaba el asentamiento del campamento y distribuía las guardias. Caminó entre las tiendas y las vacilantes llamas que hacían las veces de cocina. Luego se reunió con Sephrenia junto a la pequeña fogata que crepitaba frente a su tienda, que quedaba ligeramente apartada del resto. Esbozó una sonrisa al ver su sempiterna olla de té encima del trípode metálico que había colocado sobre el fuego.

—¿Algún detalle divertido, Sparhawk? —preguntó.

—No —repuso éste—. En realidad, no —y, tras volverse hacia los imberbes caballeros que revoloteaban para preparar la cena, agregó como hablando para sí—: Parecen tan jóvenes…, apenas unos muchachos.

—Así son las cosas, Sparhawk. Los viejos toman las decisiones y los jóvenes las ejecutan.

—¿Fui yo tan joven alguna vez?

—Oh, sí, querido Sparhawk —respondió entre risas la mujer—. No podríais recordar a aquellos dos adolescentes, vos y Kalten, que acudieron a mi primera clase. Sentí como si me hubieran encargado de un par de niños.

El semblante de Sparhawk expresó pesar.

—Supongo que con eso habéis contestado sobradamente a mi pregunta, ¿no creéis? —espetó mientras acercaba las manos al calor de la lumbre—. Hace frío esta noche. Tengo la impresión de que se me diluyó la sangre durante mi estancia en Jiroch. La verdad es que no he encontrado la temperatura de mi agrado desde que regresé a Elenia. ¿Os ha traído Parasim la cena?

—Sí. Es un muchacho encantador, ¿no os parece?

—Probablemente se ofendería si os oyera referiros a él de esa forma —comentó Sparhawk con una carcajada.

—Es la pura verdad, ¿no?

—Por supuesto, pero se sentiría molesto igualmente. Los caballeros jóvenes son siempre muy sensibles.

—¿Le habéis escuchado cantar alguna vez?

—Una. En la capilla.

—Tiene una voz gloriosa.

Sparhawk hizo un gesto afirmativo.

—No me parece apropiado que pertenezca a una orden militar. Un monasterio normal se acoplaría mejor a su temperamento. —Miró alrededor y después salió del círculo de luz, arrastró un tronco junto al fuego y lo cubrió con su capa—. No es el asiento idóneo —se disculpó—, pero resulta más cómodo que el suelo.

—Gracias, Sparhawk —aceptó ella con una sonrisa—. Sois muy amable.

—Supongo que aún conservo algunos modales. Me temo que éste representará un duro viaje para vos —añadió, mientras la miraba gravemente.

—Podré soportarlo, querido.

—Seguramente, pero no pretendáis alardear de un coraje innecesario. Si os fatigáis o tenéis frío, no dudéis en hacérmelo saber.

—No temáis por mí, sobreviviré. Los estirios somos gente muy curtida.

—Sephrenia —dijo él entonces—, ¿cuánto tiempo transcurrirá hasta que los doce caballeros que se hallaban en la sala del trono con vos comiencen a perecer?

—Es imposible de prever, Sparhawk.

—Me refería a si percibiréis en cada caso cuándo sucede.

—Sí. De momento, deben entregarme sus espadas a mí.

—¿Sus espadas?

—Las espadas fueron los instrumentos del hechizo y simbolizaban la carga que ha de transferirse.

—¿No hubiera sido más aconsejable distribuir esa responsabilidad?

—Yo lo establecí así.

—Tal vez os hayáis equivocado.

—Tal vez, pero la decisión fue mía.

—Deberíamos tratar de hallar un remedio en lugar de cabalgar a través de medio reino de Arcium —estalló con furia, luego comenzó a caminar con impaciencia de un lado a otro.

—También este asunto es importante, Sparhawk.

—No podría soportar perderos a vos y a Ehlana —aseguró—, ni a Vanion tampoco.

—Todavía disponemos de tiempo, querido. Sparhawk dejó escapar un suspiro.

—¿Estáis confortablemente instalada, entonces? —inquirió.

—Sí. Tengo cuanto preciso.

—Tratad de conciliar un sueño reparador. Partiremos temprano. Buenas noches, Sephrenia.

—Que durmáis bien, Sparhawk.

Al despertar Sparhawk, el amanecer comenzaba a bañar con su luz el bosque. Al vestirse la armadura se estremeció con el frío contacto de las láminas. Luego salió de la tienda que compartía con cinco caballeros más y contempló el campamento dormido. Delante de donde descansaba Sephrenia crepitaba nuevamente una fogata y su vestido blanco relucía bajo la luz plomiza del alba.

—Os habéis levantado muy temprano —la saludó mientras se acercaba a ella.

—Igual que vos. ¿Cuánto falta para llegar a la frontera?

—Si no encontramos ningún contratiempo, entraremos en Arcium hoy mismo.

En aquel momento, de algún lugar de la espesura llegó hasta ellos un peculiar sonido, similar al de una flauta. La melodía se escuchaba en un tono quedo; sin embargo, no era triste, por el contrario, parecía imbuida de una serena alegría.

Sephrenia abrió los ojos de par en par y realizó un gesto característico con la mano derecha.

—¿Será un pastor? —apuntó Sparhawk.

—No, no se trata de un pastor —afirmó la mujer, al tiempo que se erguía—. Venid conmigo, Sparhawk —añadió mientras se alejaba del fuego.

El cielo se aclaraba por momentos. Se dirigieron al prado que se extendía al sur de su asentamiento, guiados por el extraño sonido. Encontraron al centinela que Sparhawk había apostado allí.

—¿Lo habéis oído vos también, mi señor Sparhawk? —preguntó el caballero de negra armadura.

—Sí. ¿Habéis podido concretar quién es o de dónde procede?

—No sabría decir quién la produce, pero la melodía parece originarse en aquel árbol que hay en el centro del prado. ¿Queréis que os acompañe?

—No. Quedaos aquí. Ya lo averiguaremos nosotros.

Sephrenia, que se había adelantado ya unos pasos, se encaminaba hacia el lugar indicado.

—Será mejor que me dejéis aproximarme a mí primero —aconsejó Sparhawk al alcanzarla.

—No entraña ningún peligro, Sparhawk.

Cuando llegaron al pie del árbol, el caballero escrutó su umbrío ramaje y descubrió al misterioso músico. Era una niña de unos seis años, de cabello oscuro y liso y grandes ojos negros como el azabache. Una guirnalda de hierbas trenzadas le rodeaba la frente. Sentada en una rama, tocaba una rudimentaria flauta de pan idéntica a la utilizada habitualmente por los pastores de cabras. A pesar del frío, llevaba únicamente un vestido de lino con un cinturón, que dejaba al descubierto sus brazos y piernas. Los pies, desnudos y manchados de hierba, colgaban cruzados, y su dueña parecía haber hallado un equilibrio perfecto sobre la mínima superficie que la sostenía.

—¿Cómo ha llegado aquí? —inquirió Sparhawk, desconcertado—. No existe ninguna casa ni ningún pueblo en los alrededores.

—Creo que nos esperaba —repuso Sephrenia.

—Eso es absurdo —adujo él—. ¿Cómo te llamas, pequeña? —añadió en dirección a la niña.

—Dejadme preguntar a mí —intervino Sephrenia—. Es estiria, y los niños estirios suelen ser tímidos.

Entonces se bajó la capucha y habló en un dialecto desconocido para Sparhawk.

La pequeña apartó de sus labios la tosca flauta, y su sonrisa trazó en su rostro un diminuto arco sonrosado.

Sephrenia le formuló otra pregunta con una suave e insólita entonación.

La niña agitó la cabeza a modo de negación.

—¿Vive en alguna casa oculta en el bosque? —preguntó Sparhawk.

—No, no tiene su hogar en las proximidades —respondió Sephrenia.

—¿Acaso no habla?

—Prefiere no hacerlo.

—Bien, no podemos dejarla aquí —reflexionó Sparhawk tras escrutar los alrededores—. Ven, pequeña —dijo, y ofreció sus brazos a la niña.

Ésta le dedicó una sonrisa y saltó de la copa del árbol a sus manos. Resultaba una criatura muy liviana y su pelo olía a hierba y a bosque. Se abrazó confiada al cuello de Sparhawk y luego arrugó la nariz al percibir el olor de su armadura.

Al depositarla en el suelo, se acercó inmediatamente a Sephrenia, tomó las menudas manos de la mujer entre las suyas y las besó. Entre ellas pareció establecerse algún tipo de comunicación exclusivamente estiria, un contacto que Sparhawk no alcanzaba a comprender. Sephrenia la tomó en sus brazos y la apretó contra su seno.

—¿Qué vamos a hacer con ella, Sparhawk? —preguntó con inusitada preocupación.

Su semblante denotaba la importancia que, por alguna razón desconocida, aquel encuentro revestía para ella.

—Supongo que deberemos cuidar de ella hasta que hallemos a alguien a quien confiarla. Volvamos al campamento y buscaremos alguna prenda que le sirva de abrigo.

—Y también algo para desayunar —añadió Sephrenia.

—¿Te apetecería, Flauta? —interrogó Sparhawk a la pequeña, la cual sonrió a la vez que asentía.

—¿Por qué la has llamado así? —inquirió Sephrenia.

—Algún nombre debemos darle, al menos hasta que averigüemos el suyo, si es que lo tiene. Regresemos junto al calor del fuego —propuso, y se encaminó hacia las tiendas.

Cruzaron la frontera con Arcium cerca de la ciudad de Dieros y, para evitar una vez más el contacto con los habitantes de la zona, avanzaron paralelamente a la carretera que cubría el rumbo este, prudentemente alejados de la frecuentada ruta. El paisaje del reino de Arcium se distinguía netamente del de Elenia. En contraste con la tierra vecina del norte, Arcium poseía la apariencia de un reino amurallado; los muros flaqueaban los caminos y parcelaban los pastos, a menudo según oscuros motivos. Las paredes eran altas y gruesas, y Sparhawk, con frecuencia, se veía obligado a efectuar largos rodeos con sus hombres para sortearlas. Esta circunstancia le trajo a la memoria el irónico comentario realizado por un patriarca eclesiástico del siglo veinticuatro, quien, tras haber viajado de Chyrellos a Larium, se había referido a Arcium como «el jardín de piedra del Señor».

Al día siguiente se adentraron en un gran bosque de abedules, despojados ya de sus hojas por el invierno. A medida que se aproximaba al corazón de la gélida floresta, Sparhawk comenzó a percibir el olor del humo y, al poco trecho, divisó un oscuro manto tendido entre los desnudos troncos blancos de los árboles. Ordenó a la columna que se detuviera y se adelantó para investigar.

Había recorrido aproximadamente una milla cuando topó con un grupo de rudimentarias chozas estirias. Todavía eran pasto de las llamas y a su alrededor yacían numerosos cadáveres. Mientras profería múltiples blasfemias, Sparhawk volvió grupas y espoleó al airoso caballo negro para reunirse nuevamente con su tropa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sephrenia, que había reparado en su lúgubre semblante—. ¿De dónde proviene esa humareda?

—Un pueblo estirio se asentaba en aquel lugar —replicó él sombríamente—. Ambos sabemos qué significa ese humo.

—Ah —suspiró Sephrenia.

—Será mejor que permanezcáis aquí con la niña hasta que les hayamos dado sepultura.

—No, Sparhawk. Este tipo de tragedias forman parte de su herencia racial. Todos los estirios conocen su existencia. Además, tal vez yo pueda ayudar a los supervivientes, si queda alguno.

—Como os plazca —repuso lacónico Sparhawk antes de reemprender bruscamente la marcha de la columna, imbuido por una profunda ira.

Rastrearon algunas huellas del desesperado intento de defensa realizado por los desventurados estirios, quienes finalmente habían sucumbido ante la superioridad numérica y los brutales métodos empleados por sus atacantes. Sparhawk organizó la distribución de las tareas: algunos de sus hombres se encargaron de cavar las fosas y otros de apagar el fuego.

Sephrenia se acercó. Al cruzar el atestado claro su rostro mostraba una mortal palidez.

—Sólo hay algunas mujeres entre los muertos —informó—. Seguramente el resto huyó a los bosques.

—Tratad de convencerlas para que regresen —indicó Sparhawk.

Después dirigió la mirada a sir Parasim, el cual sollozaba tristemente mientras excavaba una sepultura. Era evidente que aquel joven caballero no estaba emocionalmente preparado para realizar aquel tipo de labor.

—Parasim —ordenó Sparhawk—, acompañad a Sephrenia.

—Sí, mi señor —respondió Parasim, al tiempo que dejaba caer la pala.

Por fin los muertos fueron confiados a la tierra, y Sparhawk murmuró una breve plegaria elenia sobre sus tumbas. Probablemente no resultaba lo más adecuado para los estirios, pero era cuanto podía hacer.

Una hora más tarde, regresaron Sephrenia y Parasim.

—¿Ha habido suerte? —inquirió Sparhawk.

—Las hemos encontrado —repuso la mujer—, pero se niegan a salir de la espesura.

—Es comprensible —aceptó él—. Intentaremos recomponer alguna de estas casas para que puedan guarecerse del frío.

—No perdáis el tiempo, Sparhawk. Jamás volverán a este lugar. El motivo radica en uno de los dictados de la religión estiria.

—¿Os dieron alguna pista de la dirección que tomaron los elenios responsables de la matanza?

—¿Qué tramáis, Sparhawk?

—Castigarlos, y sólo ejecutaría una de las leyes de la religión elenia.

—No. Si ésas son vuestras intenciones, no os revelaré hacia dónde se han encaminado.

—No pienso dejar impune este acto de barbarie. Sois libre para ocultármelo; sin embargo, si no tengo otra opción, comenzaré a buscar su rastro.

Sephrenia lo miró indefensa, luego sus ojos adquirieron un aire de picardía.

—¿Hacemos un trato, Sparhawk? —propuso.

—Os escucho.

—Os confiaré dónde podéis hallarlos si me prometéis que no mataréis a nadie.

—De acuerdo —aceptó a regañadientes con la cara todavía congestionada por la rabia—. ¿Por dónde partieron?

—Aún no he acabado —apuntó—. Vos os quedaréis aquí conmigo. Os conozco lo bastante como para saber que a veces no podéis controlaros. Enviad a otra persona.

—¡Lakus! —bramó después de mirar airadamente a Sephrenia.

—No —opuso ésta—, Lakus no. Ese caballero es tan sanguinario como vos.

—¿Quién entonces?

—Parasim me parece apropiado.

—¿Parasim?

—Se trata de una persona reposada. Si le advierto que no debe haber muertos, obedecerá.

—Acepto el trato, pues —concedió Sparhawk mientras apretaba los dientes—. Parasim —llamó al joven caballero, que deambulaba pesaroso en las proximidades—, tomad una docena de hombres y cargad contra los animales que masacraron a esta gente. No matéis a nadie, pero aseguraos de que lamenten profundamente haber concebido tal idea.

—Sí, mi señor —repuso Parasim, con los ojos súbitamente relumbrantes como el acero.

Tras recibir las instrucciones de Sephrenia, retrocedió hacia el punto donde se reunían los restantes caballeros, y, tras detenerse a medio camino para arrancar de cuajo un espino, lo descargó con fuerza sobre un inofensivo abedul al que desprendió parte de su blanca corteza.

—Oh, Dios —murmuró Sephrenia.

—Se comportará según las instrucciones —la tranquilizó Sparhawk, riendo sin alegría—. He depositado grandes esperanzas en ese joven y confío plenamente en su capacidad de distinción entre lo bueno y lo malo.

A unos pasos de distancia, Flauta, de pie entre las tumbas, interpretaba con su instrumento una suave melodía que parecía expresar un inconmensurable duelo.

El tiempo continuó frío e inestable, si bien no se produjeron nevadas de consideración. Después de una semana de viaje, llegaron a las ruinas de un castillo emplazado a seis o siete leguas de la ciudad de Darra. Allí los aguardaban Kalten y el grueso del ejército de los caballeros pandion.

—Empezaba a creer que os habíais perdido —bromeó Kalten a modo de saludo.

Entonces miró con curiosidad a Flauta, que se hallaba sentada en la parte delantera de la silla de Sparhawk, con los pies desnudos apoyados a un lado del cuello del caballo y el cuerpo arrebujado bajo la capa del caballero.

—¿No es algo tarde para formar una familia?

—La encontramos en el camino —replicó Sparhawk mientras tendía la pequeña a Sephrenia.

—¿Por qué no le habéis puesto zapatos?

—Ya lo hicimos, pero los pierde todos. Hay un convento de monjas al otro lado de Darra. La dejaremos allí.

—¿Ofrece esta edificación algún tipo de cobijo? —añadió Sparhawk, al tiempo que observaba las ruinas agazapadas sobre la colina encima de ellos.

—Escasamente, pero al menos protege del viento.

—Entremos, pues. ¿Me ha traído Kurik a Faran y la armadura?

Kalten hizo un gesto afirmativo.

—Estupendo. Este caballo resulta un tanto fogoso y la vieja armadura de Vanion me ha producido más llagas de las que soy capaz de contar.

Cabalgaron hasta el castillo, donde encontraron a Kurik y al joven novicio, Berit, que los esperaban.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó Kurik sin ceremonias.

—Es un largo camino, Kurik —explicó Sparhawk a la defensiva—, y las carretas no pueden avanzar tan deprisa.

—Deberíais haberlas dejado atrás.

—Transportaban la comida y el equipo de acampada.

—Pongámonos a cubierto —gruñó Kurik—. He encendido una fogata en lo que queda de la torre de vigilancia.

Después miró extrañado a Sephrenia, que llevaba a Flauta en brazos.

—Señora —saludó respetuosamente.

—Querido Kurik —respondió cariñosamente ésta—, ¿cómo están Aslade y los muchachos?

—Bien, Sephrenia —replicó Kurik—. A decir verdad, se encuentran perfectamente.

—Me alegra saberlo.

—Kalten nos había comunicado que vos también vendríais —dijo el escudero—. De modo que he puesto agua a hervir para preparar vuestro té. ¿Nos ocultabais un secreto? —agregó tras mirar a Flauta, que escondía su rostro en el de Sephrenia.

—Has hecho referencia a la especialidad de los estirios, Kurik —repuso la mujer mientras reía a carcajadas.

—Pasad todos y calentaos —propuso Kurik, y comenzó a guiarlos entre los escombros diseminados por el patio. Por su parte, Berit se hacía cargo de los caballos.

—¿No os habréis equivocado al traerlo? —preguntó Sparhawk, al tiempo que señalaba hacia atrás por encima del hombro en dirección al novicio—. Resulta demasiado joven para participar en una batalla de estas características.

—No le ocurrirá nada, Sparhawk —replicó Kurik—. Lo llevé unas cuantas veces al campo de entrenamiento de Demos y le enseñé algunas tácticas. Es diestro y aprende rápidamente.

—De acuerdo, Kurik —cedió Sparhawk—, pero cuando comience la lucha, quédate a su lado. No quiero que caiga herido.

—Siempre he procurado protegeros a vos, ¿no es cierto?

—En efecto —respondió Sparhawk con una sonrisa—. Al menos que yo recuerde.

Pasaron la noche en el devastado castillo y al día siguiente partieron a hora temprana. La fuerza que habían reunido aglutinaba a unos quinientos guerreros. Cabalgaron con rumbo sur bajo un cielo amenazador. Más allá de Darra había un convento de amarillentos muros de arenisca y rojizos tejados. Sparhawk y Sephrenia se desviaron de la ruta, cruzaron un prado de hierbas requemadas por el frío y se dirigieron a la edificación.

—¿Cómo se llama la niña? —inquirió la madre superiora cuando los admitieron a su presencia en una austera estancia caldeada tan sólo por un pequeño brasero.

—No habla, madre —repuso Sparhawk—, y como constantemente toca ese caramillo la llamamos Flauta.

—Resulta un nombre harto insólito, hijo.

—A la pequeña parece gustarle, madre —intervino Sephrenia.

—¿Tratasteis de encontrar a sus padres?

—No había nadie en los alrededores del lugar donde la hallamos —explicó Sparhawk.

—La niña es estiria —señaló la madre superiora tras mirar gravemente a Sephrenia—. ¿No sería más conveniente dejarla al cuidado de una familia de su misma raza y religión?

—Asuntos urgentes nos reclaman —respondió Sephrenia—, y los estirios son muy hábiles para ocultarse si lo pretenden.

—Por supuesto, ya sabéis que si permanece aquí la educaremos de acuerdo con las creencias elenias.

—Lo intentaréis, madre —puntualizó Sephrenia con una sonrisa—. No obstante, creo que tendréis ocasión de descubrir lo poco amena que es su conversación. ¿Vamos, Sparhawk?

Se reunieron con la columna y prosiguieron en dirección sur.

Primero avanzaron con un animado trote y después con un atronador galope. Detrás de una loma, Sparhawk refrenó bruscamente a Faran para observar estupefacto a Flauta, que se hallaba sentada con las piernas entrecruzadas en una gran roca tocando la flauta.

—¿Cómo has…? —comenzó a decir, pero se detuvo al instante—. Sephrenia —llamó, pero la mujer de vestido blanco ya había desmontado y se acercaba a la niña al tiempo que le hablaba suavemente en aquel extraño dialecto estirio.

Flauta cesó de ejecutar la melodía y sonrió burlonamente a Sparhawk. Sephrenia soltó una carcajada mientras tomaba en brazos a la pequeña.

—¿Cómo ha logrado adelantarnos? —preguntó desconcertado Kalten.

—¿Quién sabe? —replicó Sparhawk—. Supongo que tendré que devolverla al convento.

—No, Sparhawk —intervino Sephrenia—. Quiere venir con nosotros.

—Esa pretensión es descabellada —exclamó Sparhawk con brusquedad—. No voy a llevar a una niña a una batalla.

—No os preocupéis por la pequeña, Sparhawk. Yo me ocuparé de ella. —Entonces sonrió a la pequeña acurrucada en sus brazos—. La cuidaré como si fuera mi propia hija —añadió, a la vez que apoyaba su mejilla en los resplandecientes cabellos negros de Flauta—. En cierto modo, puede hacerse esa afirmación.

—La decisión es vuestra —concedió Sparhawk.

Acababa de hacer volver grupas a Faran cuando experimentó un súbito escalofrío acompañado de la sensación de ser el receptor de un odio implacable.

—¡Sephrenia! —gritó abruptamente.

—¡Yo también lo he notado! —respondió ésta mientras abrazaba a la pequeña contra sí—. ¡Va dirigido hacia la niña!

Flauta forcejeó suavemente, y Sephrenia, sorprendida, la dejó en el suelo.

El rostro de la pequeña reflejaba determinación y también expresión de preocupación más que de rabia o miedo. Se acercó la flauta a los labios y comenzó a tocar. Esta vez la melodía había abandonado aquel ligero aire en tono menor que había interpretado otras veces y se alzaba como algo sombrío e inquietante.

De repente, a unos pasos de distancia, escucharon un repentino aullido de dolor y asombro que comenzó a perder rápidamente intensidad, como si el ente que lo había emitido emprendiera la huida a una velocidad inimaginable.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Kalten.

—Un espíritu enemigo —replicó tranquilamente Sephrenia.

—¿Qué es lo que lo ha empujado a retroceder?

—La música de la niña. Parece que ha aprendido a protegerse.

—¿Tú comprendes algo de lo que ocurre? —preguntó Kalten a Sparhawk.

—Apenas. Pongámonos en marcha. Todavía nos queda un par de días de camino.

El castillo del conde Radun, tío del rey Dregos, estaba encaramado en un alto promontorio rocoso. Al igual que la mayor parte de las fortalezas de los reinos del sur, se hallaba rodeado de imponentes muros. El tiempo había experimentado una considerable mejoría, y el sol del mediodía brillaba con fuerza cuando Sparhawk, Kalten y Sephrenia, que llevaba todavía a Flauta en la parte delantera de su silla, atravesaron el amplio prado de hierbas amarillentas en dirección a la ciudadela.

Les franquearon la entrada sin formular preguntas; en el patio los recibió el conde, un hombre fornido de anchas espaldas y pelo canoso. Vestía un jubón de color verde oscuro con adornos negros, rematado por una blanca gorguera almidonada. Este atuendo se ajustaba a un estilo que, por razones de moda, los elenios habían dejado de utilizar hacía varias décadas.

Sparhawk descendió del caballo.

—Vuestra hospitalidad es legendaria, mi señor —saludó—, pero nuestra visita no posee un carácter meramente social. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado? Debemos poneros al corriente de un asunto de cierta urgencia.

—Desde luego —respondió el conde—. Si sois tan amables de acompañarme.

Cruzaron tras él las enormes puertas del castillo y prosiguieron por un amplio corredor, al final del cual el conde abrió una puerta con una llave de bronce.

—Mi estudio privado —declaró modestamente—. Me siento bastante orgulloso de mi colección de libros. Tengo casi dos docenas.

—Formidable —murmuró Sephrenia.

—¿Tal vez os gustaría leer alguno, señora?

—La dama no lee nunca —le explicó Sparhawk—. Es estiria, iniciada en los secretos de su culto, y posee la convicción de que la lectura podría interferir en sus habilidades.

—¿Una bruja? —preguntó el anfitrión mientras observaba a la menuda mujer—. ¿De veras?

—Nosotros preferimos aludir a esas artes con otras palabras, mi señor —replicó dulcemente Sephrenia.

—Dignaos tomar asiento —indicó el conde, al tiempo que señalaba la gran mesa ubicada bajo una mancha de sol invernal que entraba por la ventana, protegida con gruesos barrotes—. Siento curiosidad por enterarme de la naturaleza de ese asunto que habéis mencionado.

—¿Os dice algo el nombre de Annias, primado de Cimmura, mi señor? —preguntó Sparhawk tras desprenderse del yelmo y los guanteletes.

—He oído hablar de él —replicó brevemente con la cara ensombrecida.

—En ese caso, ¿conocéis su reputación?

—Así es.

—Bien. De forma casi accidental, sir Kalten y yo descubrimos un plan urdido por el primado. Por fortuna, Annias no sabe que nosotros tenemos conocimiento de sus intenciones. ¿Habitualmente permitís la entrada a los caballeros de la Iglesia en vuestra morada sin cuestionar su identidad?

—Por supuesto. Venero a la Iglesia y trato honorablemente a sus caballeros.

—Dentro de pocos días, una semana a lo sumo, cabalgará hasta vuestras puertas un numeroso grupo de hombres vestidos con armaduras negras que llevarán los estandartes de los caballeros pandion. Os aconsejo que no los admitáis.

—Pero…

—No serán pandion, mi señor —aclaró Sparhawk, levantando una mano—. Se trata de mercenarios que actúan bajo el mando de un renegado llamado Martel. Si los dejáis entrar, matarán a todo aquel que se halle albergado en estos muros, a excepción de uno o dos eclesiásticos que se ocuparán de ventear la noticia del ultraje.

—¡Monstruoso! —exclamó el conde, boquiabierto—. ¿Qué motivos puede tener el primado para profesarme un odio tan encarnizado?

—El objeto no va dirigido contra vos, conde Radun —le explicó Kalten—. Vuestro asesinato pretende desacreditar a los caballeros pandion. Annias alberga la esperanza de que tal hecho encienda las iras de la jerarquía eclesiástica hasta el punto de obligarnos a disgregar la orden.

—Debo remitir un mensaje a Larium de inmediato —declaró el noble—. Mi sobrino puede enviar un ejército que llegaría aquí en pocos días.

—No será necesario, mi señor —afirmó Sparhawk—. He traído conmigo a quinientos caballeros genuinamente pandion. Se hallan ocultos en los bosques situados al norte de vuestro castillo. Con vuestro permiso, haré entrar a un centenar de ellos en el recinto amurallado para reforzar vuestra guarnición. Cuando aparezcan los mercenarios, dadles cualquier excusa, pero no les franqueéis el paso.

—¿No parecerá extraño? —inquirió Radun—. Tengo fama de ser hospitalario, especialmente con los caballeros de la Iglesia.

—El puente levadizo —insinuó Kalten.

—¿A qué os referís?

—Decidles que el torno que pone en acción el puente levadizo está roto, que habéis encargado a algunos hombres su reparación, y que, por lo tanto, deben tener un poco de paciencia.

—No estoy dispuesto a mentir —objetó rígidamente el conde.

—Eso no constituye ningún problema, mi señor —le aseguró Kalten—. Yo mismo me ocuparé de romper el torno para que vuestra conciencia quede tranquila.

El anfitrión lo observó unos instantes y luego estalló en carcajadas.

—Si los mercenarios permanecen fuera del castillo —prosiguió Sparhawk—, los muros les dejaran poco margen de maniobra, con lo que podremos atacarlos por la retaguardia.

—Cuando los aplastemos contra la pared será tan fácil como rallar queso —aseguró Kalten con una mueca.

—Además, yo puedo lanzarles algunos objetos de interés desde las almenas —agregó el conde con una sonrisa—. Mis obsequios pueden consistir en flechas, piedras, resina ardiente…

—Vos y yo vamos a confraternizar, mi señor —le anunció Kalten.

—Por supuesto, me encargaré de que esta dama y la niña tengan un refugio seguro aquí adentro —añadió Radun.

—No, mi señor —se opuso Sephrenia—. Acompañaré a sir Sparhawk y sir Kalten a nuestro campamento oculto. El individuo que ha mencionado Sparhawk, Martel, es un antiguo pandion y ha ahondado profundamente en el conocimiento secreto prohibido a los hombres honestos. Quizá, sea necesario contrarrestar sus artes, y yo soy la persona más indicada para tal quehacer.

—Pero la niña…

—La pequeña debe acompañarme —aseveró Sephrenia con firmeza. Entonces dirigió la mirada a Flauta, que comenzaba a abrir con curiosidad un libro—. ¡No! —exclamó, probablemente con más brusquedad de la pretendida.

Después se levantó y le apartó el ejemplar de las manos. Flauta dejó escapar un suspiro mientras Sephrenia la aleccionaba brevemente en aquel dialecto desconocido por Sparhawk.

Dada la imposibilidad de prever el momento de la llegada de los hombres de Martel, los pandion no encendieron hogueras aquella noche. Al despuntar el nuevo día, gélido y despejado, Sparhawk salió de las mantas y contempló con cierto desagrado la armadura; tenía la certeza de que tardaría una hora en desprender el frío y la humedad de su cuerpo. Al decidir que aún no estaba preparado para enfrentarse con el contacto del metal, se ciñó la espada, se cubrió los hombros con su pesada capa y se abrió camino entre las tiendas en dirección a un arroyo que discurría por el bosque. La espesa arboleda encubría su presencia y la de sus caballeros.

Se arrodilló junto a la corriente y bebió en el cuenco de las manos; después, tras cobrar ánimos, se remojó la cara con las heladas aguas. A continuación se levantó, se secó con el borde de la capa y atravesó el estrecho cauce. El sol, recién aparecido, bañaba con sus haces los pelados árboles y se inclinaba entre los oscuros troncos para aplicar su fuego sobre las gotas de rocío, que parecían cuentas de cristal ensartadas en los tallos de las hierbas que pisaba. Sparhawk continuó su paseo por la floresta.

Habría recorrido aproximadamente una milla cuando divisó un prado entre los árboles. Mientras se aproximaba a él, oyó un repicar de cascos. Más adelante, en un lugar indeterminado, un caballo hollaba la hierba a medio galope. De pronto escuchó el sonido del caramillo de Flauta, que alzaba su voz en el aire matinal.

Prosiguió hasta llegar al extremo del claro y separó unos arbustos para observar.

Faran, con la piel reluciente bajo el sol, caminaba plácidamente con paso largo, dibujando una trayectoria circular que bordeaba el prado. No llevaba silla ni brida y sus pasos expresaban un estado exultante. Flauta permanecía tendida boca abajo sobre el lomo del caballo con el caramillo entre los labios; su cabeza descansaba confortablemente entre los hombros del animal y mantenía las rodillas cruzadas.

Su pequeño pie marcaba el ritmo sobre las ancas de Faran.

Sparhawk permaneció estupefacto unos segundos y luego entró en el prado. Tras detenerse justo delante del enorme ruano, extendió los brazos, y Faran aflojó el paso hasta pararse ante su amo.

—¿A qué se supone que te dedicas? —espetó Sparhawk.

Faran adoptó una expresión altanera y desvió la mirada.

—¿Acaso has perdido completamente el juicio?

Flauta continuaba tocando la misma canción, y Faran resopló y agitó la cola. Entonces la niña le golpeó imperiosamente la grupa varias veces con un pie manchado de hierba y el caballo esquivó netamente al encolerizado Sparhawk para reemprender su trote, amenizado por la música de Flauta.

Sparhawk profirió un juramento y corrió en pos de ellos. No obstante, al cabo de recorrer varias yardas, se detuvo jadeante, pues sabía que le sería imposible darles alcance.

—¿No os parece interesante? —indicó Sephrenia, al tiempo que emergía de la arboleda con su blanca vestidura resplandeciente bajo el sol.

—¿Podéis detenerlos? —le preguntó Sparhawk—. La niña se caerá y se lastimará.

—No, Sparhawk —discrepó Sephrenia—. No se caerá —afirmó, con la extraña y misteriosa certeza que a veces la caracterizaba.

A pesar de las décadas transcurridas en el seno de la sociedad elenia, Sephrenia continuaba fiel a su raza estiria, y los estirios siempre habían representado un enigma para los elenios. No obstante, los siglos de estrecho contacto entre las órdenes militares de la Iglesia elenia y sus tutores estirios habían enseñado a los caballeros eclesiásticos a aceptar las palabras de sus instructores sin cuestionarlas.

—Si estáis segura —dijo Sparhawk dubitativamente mientras miraba a Faran, que parecía haber perdido su habitual carácter violento.

—Sí, querido —aseveró, a la vez que ponía afectuosamente una mano sobre su brazo para tranquilizarlo—. Totalmente —y, al observar al voluminoso caballo y a su diminuto pasajero trazar gozosos círculos por el prado, bañados en la dorada luz matutina, agregó—: Dejadlos jugar un rato más.

A media mañana Kalten regresó del altozano situado al sur del castillo, desde el cual Kurik y él habían vigilado la carretera procedente de Sarrinium.

—Sin novedad —informó mientras desmontaba con un tintineo de su armadura—. ¿Crees que Martel podría evitar los caminos y lanzarse a campo traviesa?

—Es improbable —replicó Sparhawk—. Su objetivo consiste en evidenciar su presencia, ¿recuerdas? Necesita el mayor número posible de testigos.

—No se me había ocurrido —admitió Kalten—. ¿Has cubierto la vía procedente de Darra?

—Lakus y Berit montan guardia allí —explicó Sparhawk.

—¿Berit? —preguntó sorprendido Kalten—. ¿El aprendiz? ¿No es demasiado joven?

—Lo hará perfectamente. Es decidido y tiene sentido común. Por otra parte, Lakus lo sacará de las dificultades que pudieran surgir.

—Posiblemente tengas razón. ¿Queda algo de ese buey asado que ha enviado el conde?

—Sírvete tú mismo, aunque te advierto que no está caliente.

—Mejor carne fría que nada —repuso Kalten, encogiéndose de hombros.

El día transcurrió lentamente, como todas las jornadas consagradas a la espera; a la caída de la tarde, Sparhawk paseaba por el campamento, consumido por la impaciencia. Súbitamente Sephrenia salió de la pequeña tienda que compartía con Flauta y se situó enfrente del caballero de negra armadura, con un dedo sobre los labios.

—¿Vais a parar de una vez? —inquirió enojada.

—¿Parar de qué?

—De dar vueltas. Vuestra armadura resuena a cada paso, y ese ruido metálico resulta muy molesto.

—Lo siento. Me iré a deambular a otra parte.

—¿Por qué no os sentáis, simplemente?

—Supongo que a causa de los nervios.

—¿Nervioso vos?

—Me ocurre de vez en cuando.

—Bien, entonces, merodead lejos de aquí.

—Sí, pequeña madre —respondió obediente.

El día siguiente también amaneció frío. Kurik se acercó quedamente al campamento justo antes de la salida del sol. Tras abrirse paso con cuidado entre los caballeros dormidos envueltos en sus capas negras, llegó al lugar donde Sparhawk había extendido unas mantas.

—Será mejor que os levantéis —le avisó, mientras le tocaba suavemente el hombro—. Se acercan.

Sparhawk se incorporó como impelido por un resorte.

—¿Cuántos son? —inquirió mientras se destapaba.

—He calculado unos doscientos cincuenta.

—¿Dónde está Kalten? —preguntó cuando Kurik comenzaba a abrochar la armadura sobre la acolchada túnica de su señor.

—Quería asegurarse de que no surgieran sorpresas y se ha unido a la retaguardia de la columna.

—¿Qué dices?

—No os preocupéis, Sparhawk. Todos visten armadura negra, así que no pueden distinguirlo del resto.

—¿Quieres atarme esto? —pidió Sparhawk, a la vez que tendía a su escudero una cinta de color brillante, pues todos los caballeros Habían acordado llevar una para identificarse en el transcurso de la batalla, en la que ambos bandos lucirían idéntica vestimenta.

—Kalten escogió una azul —señaló Kurik—. Va a juego con el color de sus ojos. —Después le prendió la cinta y lo observó apreciativamente—. Adorable —afirmó, haciendo girar los ojos.

Sparhawk rió y dio una palmada en el hombro a su amigo.

—Vamos a despertar a los niños —indicó, al contemplar el campamento repleto de jóvenes caballeros.

—Tengo malas noticias para vos, Sparhawk —indicó Kurik mientras caminaban.

—¿De qué se trata?

—El hombre que encabeza la comitiva no es Martel.

—¿Quién es? —inquirió Sparhawk, con un acceso de rabia y decepción.

—Adus. Tenía la barbilla manchada de sangre. Creo que ha vuelto a comer carne cruda.

Sparhawk blasfemó.

—Tomadlo desde otra perspectiva. El mundo será menos infecto si exterminamos a una criatura como Adus; además, me imagino que el buen Dios se encontrará ansioso de mantener una larga charla con él.

—Pondremos todos nuestros esfuerzos para propiciarla.

Los caballeros de Sparhawk se ayudaban mutuamente en la tarea de enfundarse la armadura cuando Kalten llegó a caballo hasta ellos.

—Han continuado por la colina que hay al sur del castillo —explicó sin dignarse desmontar.

—¿Cabe alguna posibilidad de que Martel esté escondido entre sus hombres? —preguntó Sparhawk esperanzado.

—Me temo que no —repuso Kalten, y tras ponerse de pie sobre los estribos comenzó a blandir la espada—. ¿Por qué no partimos y los atacamos ya? —sugirió—. Empiezo a enfriarme.

—Me parece que el conde Radun sufriría una decepción si no lo dejáramos participar en la lucha.

—Supongo que estás en lo cierto.

—¿Has observado algo de particular en los mercenarios?

—Se trata de una pandilla de harapientos, la mitad de ellos rendorianos.

—¿Rendorianos?

—No se distinguen por su buen olor, ¿verdad?

Sephrenia se unió a ellos junto con Flauta y Parasim.

—Buenos días, Sephrenia —la saludó Sparhawk.

—¿A qué se debe tanto barullo?

—Vamos a tener compañía. Nos proponíamos salir a recibir a los visitantes.

—¿Martel?

—No. Me temo que la comitiva está compuesta por Adus y unos cuantos amigos. —Izó el yelmo que llevaba en la mano izquierda—. Puesto que Martel no los dirige y Adus a duras penas habla elenio, y mucho menos el estirio, no hay nadie entre sus filas capaz de generar la magia suficiente para espantar a una mosca, con lo que sospecho que habéis realizado un viaje innecesario. Deseo que permanezcáis aquí en los bosques, bien oculta y a salvo. Sir Parasim se quedará con vos.

El rostro del joven caballero reflejó una profunda desilusión.

—No, Sparhawk —replicó Sephrenia—. Yo no necesito custodia, y ésta es la primera batalla en la que participa sir Parasim. No es justo que lo mantengamos alejado de ella.

El semblante de Parasim resplandecía de gratitud.

—El sol comienza a levantarse —informó Kurik, que regresaba de su puesto de vigilancia—. Adus conduce a sus hombres por la cima de aquel cerro.

—En ese caso, será mejor salir a su encuentro —anunció Sparhawk.

Los pandion saltaron sobre sus monturas y avanzaron cautelosamente a través de la arboleda hasta llegar al borde del gran prado que rodeaba el castillo del conde. Se apostaron allí a la espera; mientras tanto, observaban a los guerreros que, con idénticas armaduras a las suyas, descendían por la falda de la colina.

Adus, que normalmente se comunicaba a base de gruñidos y regüeldos, cabalgó hacia la puerta del castillo y leyó vacilante un pedazo de papel que sostenía con el brazo ante él.

—¿No podría improvisar? —preguntó Kalten en voz baja—. Sólo debe solicitar el permiso para entrar en la fortaleza.

—Martel no corre ningún riesgo —repuso Sparhawk— y Adus a menudo tiene dificultades para recordar su propio nombre.

El jefe de la cuadrilla continuó con su demanda; sin embargo, se le presentaron algunos problemas en el momento de pronunciar la palabra admisión, puesto que era demasiado larga para él.

El conde Radun se asomó entre las almenas para anunciar apesadumbrado que se había roto el torno que accionaba el puente levadizo. No obstante, les pidió que aguardaran pacientemente hasta que lo hubieran reparado.

Adus rumió la respuesta durante un rato. Finalmente los mercenarios desmontaron y se tumbaron sobre la hierba a los pies de las murallas.

—Esto va a resultar incluso demasiado fácil —murmuró Kalten.

—Tenemos que asegurarnos de que no escape ninguno de ellos —le recomendó Sparhawk—. No quiero que nadie pueda contarle a Annias lo que sucederá hoy realmente.

—Aun así, me parece que Vanion se arriesga demasiado.

—Tal vez ése sea el motivo de que él sea el preceptor y nosotros unos simples caballeros.

Por encima de los muros del castillo apareció un pendón rojo.

—Es la señal —advirtió Sparhawk—. Las fuerzas de Radun están dispuestas. —Y, después de colocarse el yelmo, sujetó las riendas, se enderezó sobre los estribos para refrenar firmemente a Faran y alzó la voz—. ¡A la carga! —gritó.