Capítulo 5

El carro estaba desvencijado y el caballo cojeaba. Sparhawk se hallaba repantigado en el pescante. Sujetaba las riendas negligentemente con una mano, sin dedicar, en apariencia, demasiada atención a los viandantes que pasaban por la calle.

Las ruedas retemblaban y crujían cada vez que el carro topaba con una irregularidad en el pavimento.

—Sparhawk, ¿por qué tienes que atravesar todos los baches? —protestó la voz amortiguada de Kalten debajo de las cajas y los fardos apilados a su alrededor en la carreta.

—Cierra el pico —susurró Sparhawk—. Se acercan dos soldados eclesiásticos.

Kalten murmuró un par de selectos juramentos antes de volver a guardar silencio.

Los soldados ostentaban libreas rojas y porte desdeñoso. En las bulliciosas rúas, los artesanos y comerciantes se hacían a un lado para cederles el paso. Sparhawk tensó las riendas del rocín y detuvo el carro en el mismo centro de la calzada, para obligar a los guardias a rodearlo.

—Buenos días, compadres —saludó.

Le dedicaron una mirada airada mientras se desviaban.

—Quedad con Dios —agregó mientras se alejaban.

Los soldados simularon no haberle oído.

—¿Puede saberse qué pretendías? —preguntó Kalten en voz baja desde la carreta.

—Sólo trataba de comprobar la eficacia del disfraz —repuso Sparhawk a la vez que agitaba las riendas.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—¿Funciona?

—No se molestaron en mirarme dos veces.

—¿Cuánto falta hasta la posada? Me ahogo debajo de estos bultos.

—No demasiado.

—Dame una sorpresa agradable, Sparhawk. Evita uno o dos baches, aunque sólo sea para variar.

El carruaje prosiguió su traqueteo.

Al llegar a la puerta de la posada, Sparhawk saltó del pescante y golpeó los sólidos tablones según el ritmo convenido. El portero apareció al cabo de un momento.

—Lo siento, amigo —dijo después de observar detenidamente al visitante—. La posada está llena.

—No vamos a quedarnos, caballero —replicó Sparhawk—. Únicamente traemos una carga de víveres del castillo.

El portero abrió los ojos de par en par y volvió a escrutar atentamente al hercúleo carretero.

—¿Sois vos, sir Sparhawk? —preguntó incrédulo—. No os había reconocido.

—Os confesaré que ésa era precisamente nuestra pretensión.

El caballero abrió la puerta y Sparhawk condujo el fatigado caballo hasta el patio.

—Ya puedes salir —informó a Kalten una vez cerrado el recinto.

—Ayúdame a quitarme todo esto de encima.

Sparhawk apartó unas cuantas cajas, de entre las que emergió, a fuerza de retorcerse, Kalten.

El caballero guardián contempló divertido al hombre rubio.

—Vamos, adelante, decidlo —lo incitó Kalten con tono beligerante.

—Ni soñarlo, caballero.

Sparhawk tomó una larga caja de la carreta y se la llevó al hombro.

—Id a buscar a alguien que os ayude a descargar el suministro —indicó al portero—. Lo envía el preceptor Vanion. Y ocupaos del caballo. Está cansado.

—¿Cansado? Más bien parece que está muerto —opinó el portero al considerar el lamentable aspecto del rucio.

—Se debe a sus muchos años. A todos nos llega la hora. ¿Está abierta la puerta trasera de la taberna? —inquirió, al tiempo que atisbaba hacia el umbral que había al otro lado del patio.

—Siempre lo está, sir Sparhawk.

Sparhawk esbozó un gesto afirmativo antes de dirigirse hacia allí en compañía de Kalten.

—¿Qué llevas en esa caja? —preguntó Kalten.

—Nuestras espadas.

—Buena idea. Pero ¿no resultará un poco difícil desenvainarlas?

—Después de que haya arrojado la caja sobre el empedrado, no —y, tras abrir la puerta, agregó con una reverencia—: Vos primero, mi señor.

Cruzaron un desordenado almacén para desembocar en una taberna de lastimoso aspecto. El cristal de la única ventana existente aparecía velado por el polvo de una centuria y la paja del suelo se mostraba enmohecida. La estancia olía a cerveza agria, vino derramado y vómitos. El bajo techo se hallaba revestido de telarañas y las toscas mesas y bancos, destartalados y vencidos. Había tan sólo tres personas en el local: un huraño tabernero, un borracho con la cabeza hundida entre los brazos encima de una mesa contigua a la puerta y una prostituta de aspecto desaliñado, vestida de rojo, que dormitaba en un rincón.

Kalten se encaminó a la puerta para vigilar el exterior.

—Todavía se percibe poco movimiento allá afuera —gruñó—. Tomemos una o dos jarras mientras esperamos a que despierte la vecindad.

—¿Por qué no desayunamos en su lugar?

—Es lo que acabo de sugerir.

Tomaron asiento en una de las mesas. El tabernero se aproximó sin demostrar haberse percatado de que se trataba de caballeros pandion y limpió superficialmente con un trapo sucio un charco de cerveza desparramado sobre el tablero.

—¿Qué deseáis? —preguntó con tono de pocos amigos.

—Cerveza —repuso Kalten.

—Traednos también un poco de pan y queso —añadió Sparhawk.

El tabernero se alejó con un gruñido.

—¿Dónde viste a Krager? —preguntó Kalten en voz baja.

—En la plaza que hay junto a la Puerta del Oeste.

—Es una de las zonas más miserables de la ciudad.

—Krager es una rata de alcantarilla.

—Tal vez deberíamos ir allí en primer lugar, aunque quizá nos lleve un tiempo localizarlo. Podría encontrarse en cualquier inmundo garito de Cimmura.

—¿Tienes algún asunto urgente que atender entretanto?

La prostituta de vestido rojo se puso en pie cansinamente y se acercó arrastrando los pies sobre la paja del suelo.

—Supongo que ninguno de estos dos elegantes caballeros estará interesado en gozar de un rato de diversión, ¿verdad? —preguntó con voz que denotaba un profundo tedio.

Le faltaba uno de los dientes delanteros, y su atuendo lucía un escote desmesurado. La mujer se inclinó con negligencia hacia adelante para que pudieran observar sus fláccidos pechos.

—Es demasiado temprano, hermana —rechazó Sparhawk—. Gracias, de todos modos.

—¿Cómo va el negocio? —inquirió Kalten.

—Tranquilo. Siempre es tranquilo por las mañanas —respondió con un suspiro—. ¿Acaso encontraréis la manera de ofrecer algo de beber a una muchacha? —inquirió esperanzada.

—¿Por qué no? —replicó Kalten—. Tabernero —llamó—, traed otra para la señora.

—Gracias, mi señor —dijo la prostituta al tiempo que miraba a su alrededor—. Este lugar resulta deprimente —comentó con resignación—. Si no fuera porque me desagrada trabajar en la calle, no lo visitaría. ¿Queréis saber una cosa? Me duelen los pies. ¿No resulta extraño en alguien de mi profesión? Lo normal sería que me resintiera de la espalda, aunque, gracias a Dios, todavía no he sufrido ese mal.

Después se volvió y se dirigió de nuevo con parsimonioso paso a la mesa de la cual se había levantado.

—Me gusta hablar con las prostitutas —afirmó Kalten—. Tienen una visión simple y clara de la vida.

—Extraña afición para un caballero de la Iglesia.

—Dios me contrató como guerrero, Sparhawk, no como monje. Lucho dondequiera que me lo ordene, pero el resto de mi tiempo me pertenece.

El bodeguero les llevó las jarras de cerveza y un plato con pan y queso. Permanecieron sentados mientras comían y charlaban tranquilamente.

Alrededor de una hora después el establecimiento había atraído a varios clientes más, en su mayoría trabajadores sudorosos que se habían ausentado de sus quehaceres y varios encargados de las tiendas aledañas. Sparhawk se levantó y se asomó a la puerta. Pese a que la angosta calleja no rebullía de tráfico, la transitaban suficientes personas como para garantizar un prudente anonimato. A continuación regresó a la mesa.

—Creo que ha llegado el momento de emprender nuestro camino —sugirió a Kalten, al tiempo que recogía la caja.

—De acuerdo —repuso éste.

Después de dar cuenta de la cerveza, se puso en pie con una ligera vacilación; el sombrero le colgaba casi de la nuca. Se tambaleó un par de veces antes de alcanzar la salida y prosiguió dando eses una vez en la calle. Sparhawk se había cargado nuevamente la caja a la espalda.

—¿No exageras un poco? —murmuró a su amigo cuando hubieron doblado la esquina.

—Sólo me comporto como el típico cortesano borracho. Acabamos de salir de una taberna.

—Ya nos hemos alejado de ella. Si continúas con tu conducta de borrachín, vas a llamar la atención. Me parece que es conveniente asumir una curación milagrosa.

—Has logrado estropear el lado divertido, Sparhawk —se quejó Kalten, al tiempo que dejaba de trastabillar y se enderezaba el sombrero en la cabeza.

Mientras continuaban por las bulliciosas callejuelas, Sparhawk se mantenía detrás en señal de respeto, al igual que se hubiera conducido un buen escudero.

Al llegar a otro cruce, Sparhawk sintió un familiar hormigueo en la piel. Entonces depositó su carga en el suelo para enjugarse la frente con la manga de la camisa.

—¿Qué sucede? —inquirió Kalten al tiempo que también se detenía.

—La caja es pesada, mi señor —explicó Sparhawk en voz alta para que lo oyeran los transeúntes—. Nos espían —añadió después en un susurro, escrutando entretanto los costados de la calle.

La silueta del encapuchado se recortaba en la ventana de una segunda planta, parcialmente oculta tras un grueso cortinaje verde. Le recordaba a la que lo había observado la lluviosa noche en que llegó a Cimmura.

—¿Lo has localizado? —preguntó quedamente Kalten mientras simulaba ajustarse el cuello de la capa.

Sparhawk exhaló un bufido al retomar nuevamente la caja.

—En una ventana del segundo piso, encima de la cerería.

—Pongámonos ya en marcha, escudero —dijo Kalten con un tono de voz más elevado—. El día es corto.

Al emprender el camino calle arriba, captó una fugaz y furtiva mirada procedente de la ventana de cortinas verdes.

—El tipo ése tenía un aspecto extraño, ¿no es cierto? —señaló Kalten cuando hubieron doblado la esquina—. En general, nadie lleva capucha en el interior de una casa.

—Tal vez deba ocultar algo.

—¿Crees que nos ha reconocido?

—Es difícil precisarlo. Aunque no estoy seguro, me parece que es el mismo que me vigilaba la noche en que llegué a la ciudad. No pude observarlo bien, pero entonces experimenté la misma sensación que ahora.

—¿La magia sería capaz de penetrar en estos disfraces?

—Cómodamente. La magia ve al hombre, no sus ropajes. Bajemos unas cuantas avenidas y, en caso de que decida seguirnos, intentaremos darle esquinazo.

—De acuerdo.

Casi al mediodía arribaron a la plaza cercana a la Puerta del Oeste, donde Sparhawk había descubierto a Krager. Una vez allí se separaron, tomando cada uno una dirección distinta. Describían detalladamente al individuo que buscaban y preguntaban por él a los tenderos del mercado. En uno de los ángulos del recinto, Sparhawk se reunió con su amigo.

—¿Ha habido suerte?

Kalten asintió.

—Allí hay un mercader de vino que afirma que un hombre que se ajusta a las características de Krager acude a su establecimiento tres o cuatro veces al día para comprar una jarra de vino tinto de Arcium.

—En efecto, ésa es su bebida predilecta —aseguró Sparhawk sonriente—. Si Martel se entera de que vuelve a beber, le meterá el brazo en la garganta hasta llegar al corazón y arrancárselo.

—¿Realmente puede hacerse eso con un hombre?

—Sólo si se posee un brazo lo bastante largo y se sabe dónde hay que buscar. ¿Te ha dicho el vinatero por qué lado suele entrar?

—Por aquella calle —indicó Kalten.

Sparhawk se rascó en actitud pensativa los pelos de caballo que componían su barba.

—Si te la arrancas, Sephrenia te propinará una azotaina.

De inmediato, Sparhawk apartó la mano de la cara.

—¿Ya ha ido a buscar su primera jarra de vino esta mañana? —preguntó.

—Hace dos horas aproximadamente.

—Seguramente la terminará pronto. Si bebe según sus anteriores costumbres, debe despertarse un tanto resacoso por las mañanas. —Sparhawk lanzó una ojeada a la plaza—. Apostémonos en aquel lugar donde no hay tanta gente y aguardémoslo allí. Tan pronto como haya dado cuenta del vino, vendrá a buscar más.

—¿No hay peligro de que nos vea? Nos conoce a ambos.

—Es tan corto de vista que apenas alcanza a distinguir la punta de su nariz. Si a ello le añadimos el alcohol, sería incapaz de reconocer a su propia madre.

—¿Acaso tiene una madre? —preguntó Kalten con burlona sorpresa—. Siempre había creído que se arrastró de debajo de un tronco podrido.

Sparhawk soltó una carcajada.

—Busquemos un sitio apropiado para esperarlo.

—¿Podemos escondernos? —inquirió Kalten, entusiasmado—. Hace siglos que no practico.

—Encontraremos una ocasión más propicia, amigo —repuso Sparhawk.

Avanzaron por la calle que había indicado el mercader de vino, y, un centenar de pasos más adelante, Sparhawk señaló la estrecha abertura de un callejón.

—Eso resultará apropiado —aseveró—. Instalaremos nuestro escondrijo allí y, cuando pase Krager, lo arrastraremos hacia adentro para mantener una conversación privada.

—Muy bien —se mostró de acuerdo Kalten, con una sonrisa maliciosa.

Cruzaron la travesía y se adentraron en el callejón. A ambos lados se desparramaban montones de desperdicios en estado de descomposición que mezclaban su hedor al de un urinario público situado un poco más allá. Kalten agitó una mano ante su rostro.

—Tus decisiones a veces dejan mucho que desear, Sparhawk —protestó—. ¿No podías haber elegido un entorno menos fragante?

—¿Sabes? —dijo Sparhawk—, lo que más he echado de menos durante tu ausencia ha sido tu larga sarta de quejas.

—Siempre hay que propiciar algún tema de conversación —repuso Kalten, encogiéndose de hombros.

Después sacó de su jubón azul un cuchillo curvado y comenzó a suavizar su hoja con la suela de su bota.

—Yo me encargo de él.

—¿De quién?

—De Krager. Yo lo atacaré primero.

—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?

—Tú eres mi amigo, Sparhawk, y siempre debes dar la primicia a tus amigos.

—¿Tu argumento no es aplicable también a la inversa?

Kalten sacudió la cabeza.

—Tú me aprecias a mí más que yo a ti. Es algo natural, por supuesto. Yo soy más agradable que tú.

Sparhawk le clavó la mirada.

—Para eso están los amigos —agregó Kalten con aire zalamero—, para mostrarnos nuestras pequeñas limitaciones.

Al acecho y vigilando la calle, aguardaron desde la boca de la angosta rúa lateral. No constituía un lugar muy frecuentado, pues había escasas tiendas. Al parecer, los edificios estaban destinados al almacenamiento.

Transcurrieron un par de horas.

—Quizás haya bebido en exceso y se ha quedado dormido —apuntó Kalten.

—Eso no suele ocurrirle a Krager. Puede aguantar la bebida de todo un regimiento. Vendrá.

Kalten asomó la cabeza a la calle para escrutar el cielo.

—Va a llover —predijo.

—Hemos soportado la lluvia otras veces.

Kalten, tras dar un tirón a la pechera de su llamativo jubón, entornó los ojos.

—Pero Sparhawk —adujo Kalten, con un ceceo escandaloso—. Voz zabéiz como ze mancha el zatén cuando ze moja.

Sparhawk apenas podía silenciar el estallido de sus carcajadas.

Continuaron a la espera hasta que hubo pasado otra hora.

—Falta poco para la puesta del sol —indicó Kalten—. Tal vez haya encontrado otra vinatería.

—Esperemos un poco más —replicó Sparhawk.

El ataque se produjo sin previo aviso. Unos ocho o diez fornidos individuos cargaron contra ellos con las espadas en la mano. El espadín de Kalten emergió con un silbido de su funda al tiempo que Sparhawk empuñaba la espada corta. El hombre que guiaba a los agresores dobló jadeante su cuerpo al ser penetrado por el arma de Kalten. Sparhawk se adelantó a su amigo mientras éste se recobraba de la estocada. Tras contener la acometida de uno de los asaltantes, le clavó la espada en el vientre. Tiró violentamente de la hoja al desprenderla para ensanchar todo lo posible la herida.

—¡Abre la caja! —le gritó a Kalten cuando se enfrentaba a otra embestida.

El callejón, demasiado estrecho, no permitía que entraran más de dos personas a la vez; en consecuencia, aunque su espada era más corta, conseguía mantenerlos a raya. Oyó a su espalda el crujir de la madera producido por Kalten al romper de un puntapié la caja. A continuación, su compañero se apostó junto a él blandiendo su arma habitual.

—Ya la he rescatado —le dijo—. Ve a buscar la tuya.

Sparhawk se volvió para correr hacia la boca del callejón. Tras deshacerse de la espada de hoja corta, extrajo la suya de la caja y se apresuró a unirse al combate. Kalten había abatido a dos de los atacantes y hostigaba a los demás, quienes se veían obligados a retroceder. Sin embargo, pese a que se apretaba fuertemente con la mano izquierda el costado, la sangre manaba entre sus dedos. Sparhawk avanzó y, esgrimiendo la espada con ambas manos, cortó de un tajo la cabeza de uno y el brazo que blandía el arma de otro. Después, introdujo la punta de la espada en el pecho de un tercero, al que abandonó tambaleante contra la pared mientras la sangre le caía a raudales de la boca.

El resto de los agresores se dio a la fuga.

Sparhawk giró sobre sí mismo y observó cómo Kalten extraía fríamente su espada del vientre del hombre al que había sesgado el brazo.

—No los dejes detrás de ti de este modo, Sparhawk —advirtió su amigo—. Incluso un hombre con un solo brazo puede apuñalarte por la espalda. Además, no resulta un comportamiento ordenado: hay que finalizar un trabajo antes de pasar a otro —concluyó, con la mano aún comprimida sobre su flanco.

—¿Estás bien? —le preguntó Sparhawk.

—Sólo es un arañazo.

—Los arañazos no sangran de esa forma. Déjame echarle un vistazo.

La cuchillada recibida por Kalten era considerablemente larga, si bien no parecía profunda. Sparhawk rasgó la manga del jubón de una de las víctimas, la enrolló y la colocó sobre la herida de Kalten.

—Mantenlo ahí —indicó—. Apriétalo contra la herida para atajar la sangre.

—No es la primera vez que me pinchan, Sparhawk. Sé lo que debo hacer.

Sparhawk miró los cuerpos tendidos en el suelo.

—Deberíamos marcharnos —señaló—. El ruido podría haber alertado a algún vecino. ¿Has advertido algo particular en estos hombres? —preguntó mientras fruncía el entrecejo.

—Eran francamente ineptos —repuso Kalten con un encogimiento de hombros.

—No me refería a eso. Los hombres que se dedican a acorralar a la gente en callejones marginales no suelen cuidar especialmente su aspecto físico, y estos tipos lucen un impecable afeitado. ¡Qué interesante! —agregó, después de hacer rodar a uno de los cadáveres y abrirle la camisa.

El muerto llevaba como ropaje interior una túnica roja con un emblema bordado en el pecho.

—Un soldado eclesiástico —gruñó Kalten—. ¿Crees que Annias nos considera antipáticos?

—Probablemente. Salgamos de aquí. Tal vez los que han sobrevivido busquen refuerzos.

—¿Vamos al castillo o a la posada?

Sparhawk hizo un gesto negativo.

—Alguien ha descubierto nuestra verdadera identidad y Annias prevé que nos refugiaremos en uno de esos dos lugares.

—Posiblemente tengas razón. ¿Alguna sugerencia?

—Conozco un sitio relativamente cercano. ¿Te sientes con fuerzas para caminar?

—Puedo ir tan lejos como tú. Soy más joven, ¿recuerdas?

—Solamente te aventajo en seis semanas.

—Aun así soy más joven, Sparhawk. Un número más o menos no tiene importancia.

Se prendieron las espadas al cinto y salieron del callejón. Al andar, Kalten se apoyaba sobre el hombro de Sparhawk.

La calle en la que desembocaron transformaba progresivamente su apariencia a medida que avanzaban hasta conducirlos a un laberinto de callejuelas y vías sin pavimentar. Los edificios se hallaban en un estado ruinoso, y la gente con la que topaban, vestida con ropas casi andrajosas, caminaba sin parecer acusar la miseria circundante.

—Hemos penetrado en una madriguera de conejos, ¿eh? —señaló Kalten—. ¿Está muy lejos ese sitio? Empiezo a cansarme.

—Al otro lado de ese cruce.

Kalten exhaló un gruñido, al tiempo que se presionaba con fuerza el costado.

Prosiguieron la marcha. Las miradas que les dirigían los habitantes de aquellos tugurios eran hoscas, incluso hostiles. El atuendo de Kalten lo delataba como miembro de la clase dirigente y aquellos desheredados de la sociedad no frecuentaban a los cortesanos ni a sus sirvientes.

Al llegar a la intersección, Sparhawk condujo a su amigo por un cenagoso callejón. Cuando se hallaban a la mitad, salió de un portal un hombre corpulento que les cortó el paso con una pica herrumbrosa.

—¿Adónde os dirigíais?

—Necesito hablar con Platime —respondió Sparhawk.

—No creo que esté dispuesto a escuchar lo que tengáis que decirle. Lo más inteligente será que os alejéis de estos suburbios antes de que caiga la noche. La oscuridad propicia los accidentes.

—También acontecen antes de que oscurezca —espetó Sparhawk mientras desenvainaba la espada.

—Puedo hacer venir a una docena de hombres en un abrir y cerrar de ojos.

—Y mi amigo puede sesgaros la cabeza sólo en el tiempo en que tardáis en abrirlos —le advirtió Kalten.

El hombre dio un paso atrás con aprensión.

—¿Qué decidís entonces, compadre? —preguntó Sparhawk—. ¿Nos conducís hasta Platime o jugamos un rato a los espadachines?

—No tenéis derecho a amenazarme.

Sparhawk levantó la espada para que el hombre pudiera observarla bien.

—Esto me otorga todo tipo de derechos, compadre. Dejad la pica contra la pared y llevadnos hasta Platime. ¡Ahora mismo!

Acobardado, el hercúleo rufián, tras depositar su arma como le indicaban, los guió hasta el final del callejón, donde una escalera de piedra descendía hacia lo que parecía la puerta de un sótano.

—Allá abajo —señaló.

—Vos primero —indicó Sparhawk—. No deseo que guardéis mi retaguardia. Parecéis pertenecer al tipo de personas que pueden equivocarse al enjuiciar las apariencias.

El hombre bajó de mala gana los escalones cubiertos de fango y golpeó dos veces la puerta.

—Soy yo —llamó—. Sef. Un par de nobles quieren hablar con Platime.

Hubo una pausa, a la que siguió el ruido metálico de una cadena. Después se abrió la puerta y asomó por la abertura la cabeza de un hombre barbudo.

—A Platime no le gustan los nobles —anunció.

—Haré que cambie de opinión —intervino Sparhawk—. Salid del paso, compadre.

Tras contemplar la hoja de la espada que empuñaba Sparhawk, el hombre barbudo tragó saliva y les franqueó la entrada.

—Ya podéis avanzar, Sef —indicó Kalten al guía.

Éste traspasó el umbral.

—Venid con nosotros, amigo —invitó Sparhawk al portero cuando él y Kalten ya se encontraban dentro—. Nos gusta estar acompañados.

Las escaleras se prolongaban entre paredes de piedra enmohecida que rezumaba humedad. Abajo, se abría un amplio sótano de techo abovedado. Una fogata que ardía en un hoyo excavado en el centro de la estancia impregnaba el aire de humo. Junto a la pared se alineaban numerosos camastros de tosca construcción, cubiertos con jergones de paja, sobre los que se hallaban sentados varios hombres y mujeres vestidos con gran variedad de atuendos que bebían y jugaban a los dados. Justo detrás del fuego, un hombre de poblada barba y voluminosa barriga estaba recostado en una silla larga con los pies en dirección a las llamas. Lucía un jubón de satén de color naranja deslucido con diversas manchas en la pechera, y sostenía una jarra de plata con una de sus fornidas manos.

—Ése es Platime —señaló nerviosamente Sef—. Está un poco borracho, así que será mejor que seáis cautelosos, mis señores.

—Podemos arreglárnoslas —lo tranquilizó Sparhawk—. Gracias por vuestra colaboración, Sef. No sé qué habríamos hecho sin vos —añadió, al tiempo que ayudaba a Kalten a rodear la fogata.

—¿Quién es esta gente? —preguntó Kalten en voz baja mientras miraba a los hombres y mujeres que flanqueaban los muros.

—Ladrones, mendigos, probablemente incluso algunos asesinos, personajes de ese tipo.

—Tienes unas amistades muy selectas, Sparhawk.

Platime examinaba cuidadosamente una cadena con un colgante de rubí. Cuando Sparhawk y Kalten se detuvieron ante él, alzó sus nublados ojos para observarlos. Dedicó una especial atención al elegante atuendo de Kalten.

—¿Quién ha dejado entrar a estos dos? —bramó.

—Digamos que nos hemos permitido esa libertad, Platime —repuso Sparhawk. A continuación, envainó la espada y alzó el parche que le tapaba un ojo.

—Bien, pues ya podéis permitiros también la libertad de acompañaros hasta la salida.

—Me temo que no resultaría lo más adecuado en estos momentos —objetó Sparhawk.

El rollizo personaje de jubón naranja chasqueó los dedos y la gente sentada sobre los camastros se levantó de inmediato.

—No podríais luchar contra todos —advirtió Platime, señalando a sus cohortes.

—Últimamente acostumbramos pelear en clara situación de desventaja —sopesó Kalten; no obstante, puso su mano sobre la empuñadura de la espada.

—Vuestro atuendo y esa arma no están en concordancia —comentó Platime con los ojos entrecerrados.

—Así que todos los esfuerzos que dedico a mi atavío son vanos —suspiró Kalten.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó Platime con suspicacia—. Éste va vestido como un cortesano, pero no me parece que realmente se trate de una de esas mariposas sin alas que viven en palacio.

—Posee una visión penetrante, ¿no es cierto? —indicó Kalten a Sparhawk; a continuación respondió a Platime—: Somos caballeros pandion.

—¿Caballeros de la Iglesia? Sospechaba algo semejante. ¿Por qué lleváis esos ropajes?

—Nuestras identidades son relativamente conocidas en la ciudad —explicó Sparhawk—. Queríamos recorrer las calles sin ser reconocidos.

Platime lanzó una significativa mirada al jubón manchado de sangre de Kalten.

—Me parece que alguien ha descubierto vuestro disfraz —advirtió—, o tal vez frecuentáis malas compañías. ¿Quién os ha apuñalado?

—Un soldado eclesiástico —repuso Kalten, encogiéndose de hombros—. Por un afortunado azar, acertó la estocada. ¿Os importa si tomo asiento? Me siento agitado por un misterioso temblor.

—Que alguien le traiga un taburete —gritó Platime. Luego volvió a mirarlos a ambos—. ¿Por qué razón los soldados de la Iglesia se enfrentan con los caballeros de la Iglesia? —preguntó.

—Son asuntos de palacio —indicó Sparhawk, que trataba de restarle importancia—. A veces adoptan un cariz un tanto tenebroso.

—Tus palabras resultan muy ciertas. ¿Qué os ha traído aquí?

—Necesitamos un lugar donde refugiarnos temporalmente —informó Sparhawk, al tiempo que observaba a su alrededor—. Este sótano podría servirnos.

—Lo siento, amigo. Puedo compadecerme de un hombre que acaba de tener una escaramuza con los soldados eclesiásticos, pero este local se destina a los negocios y no hay sitio para los forasteros.

Platime dirigió la mirada al hombre que acababa de sentarse en el taburete que le había acercado un andrajoso mendigo.

—¿Habéis acabado con el hombre que os ha acuchillado?

—Lo ha matado él —respondió Kalten señalando a Sparhawk—. Yo he dado cuenta de otros, pero él ha soportado casi todo el peso de la pelea.

—¿Por qué no hablamos de negocios? —propuso Sparhawk—. Creo que debéis un favor a mi familia, Platime.

—No tengo ningún tipo de trato con nobles —sentenció Platime—, salvo con algún aristocrático cuello cortado en ciertas ocasiones, así que es poco probable que exista esa deuda.

—El favor al que me refiero no tiene nada que ver con el dinero. Hace mucho tiempo, los soldados de la Iglesia estaban a punto de colgaros y mi padre intervino para salvaros.

—¿Vos sois Sparhawk? —preguntó Platime mientras parpadeaba sorprendido—. No os parecéis mucho a vuestro padre.

—Es por la nariz —explicó Kalten—. Cuando se le rompe la nariz a un hombre, cambia completamente su apariencia. ¿Por qué iban a colgaros los soldados?

—Se trataba de un malentendido. Acuchillé a un tipo y, como no llevaba uniforme, desconocía que pertenecía a la guardia del primado. —Hizo un gesto de desprecio—. Además, todo lo que guardaban sus bolsillos eran dos monedas de plata y un puñado de cobre.

—¿Reconocéis vuestra deuda? —instó Sparhawk.

—Supongo que debo hacerlo —admitió Platime, a la vez que se estiraba de la barba.

—En ese caso, nos quedaremos en este lugar.

—¿Eso es todo lo que queréis?

—No. Buscamos a un hombre, un tipo llamado Krager. Vuestros mendigos recorren toda la ciudad. Me gustaría que nos ayudaran a localizarlo.

—Me parece plausible. ¿Podéis describir su aspecto?

—Opino que es preferible mostrároslo.

—Tu propuesta suena un tanto descabellada, amigo.

—Necesito sólo un minuto. ¿Tenéis una jofaina o algo similar y un poco de agua limpia?

—Creo que sí. ¿Qué os proponéis?

—Va a representar la imagen de Krager en el agua —indicó Kalten—. Es un viejo truco.

Platime pareció impresionado.

—Me habían dicho que los pandion conocéis la magia, pero no había asistido en mi vida a nada semejante.

—Sparhawk posee mayor habilidad para estas cosas que yo —admitió Kalten.

Uno de los mendigos trajo una jofaina descascarillada llena de un agua ligeramente turbia. Sparhawk la depositó en el suelo y se concentró un momento. Tras murmurar para sí las palabras estirias del hechizo, pasó lentamente la mano sobre el recipiente y apareció en él el rostro hinchado de Krager.

—Realmente es algo digno de ver —exclamó Platime, maravillado.

—No entraña grandes dificultades —comentó Sparhawk modestamente—. Pedid a vuestra gente que lo mire. No puedo retener la imagen indefinidamente.

—¿Cuánto tiempo podéis mantenerla?

—Diez minutos aproximadamente. Después se desintegra.

—¡Talen! —gritó el obeso dirigente—. Ven aquí.

Un niño desaliñado de unos diez años se acercó con desgana al grupo. Su túnica se mostraba sucia y harapienta, pero la cubría un chaleco de satén rojo confeccionado con las mangas recortadas de un jubón. Como era de esperar, esta última prenda presentaba varias rajas de cuchillo.

—¿Qué quieres? —inquirió con insolencia.

—¿Puedes copiarlo? —preguntó Platime al tiempo que apuntaba hacia la jofaina.

—Por supuesto, pero ¿por qué motivo iba a hacerlo?

—Porque te abofetearé como no obedezcas.

—Antes tendrás que atraparme, gordinflón, y yo corro más rápido que tú.

Sparhawk introdujo un dedo en un bolsillo de su jubón de cuero y sacó una pequeña moneda de plata.

—¿Aceptarías esto mientras tanto? —preguntó con la moneda en alto.

—Por ese precio realizaré una obra de arte —prometió el chaval con ojos relucientes.

—Sólo deseamos que lo plasmes cómo es en realidad.

—Lo que vos ordenéis, jefe —dijo Talen con mofa, al tiempo que parodiaba una reverencia—. Voy a buscar mis cosas.

—¿Sabrá hacerlo? —preguntó Kalten a Platime cuando el muchacho se hubo deslizado hasta uno de los camastros.

—No soy entendido en arte —se disculpó con un encogimiento de hombros—. Cuando no pide limosna o roba, se pasa el día haciendo dibujos.

—¿No resulta un poco joven para vuestras actividades?

—Sus dedos son los más ágiles de toda Cimmura —repuso Platime divertido—. Podría sacaros los ojos de las cuencas y no os percataríais de ello hasta que intentarais mirar algo.

—Gracias por advertírmelo —señaló Kalten.

—Quizá sea demasiado tarde, amigo. ¿No llevabais un anillo al entrar?

Kalten parpadeó, levantó su mano izquierda manchada de sangre y comprobó que el anillo había desaparecido.