El cielo había tomado nuevamente un cariz de amenaza cuando Sparhawk salió del castillo y bajó al patio acompañado del ruido metálico de su armadura. El novicio emergió del establo para guiar a Faran. El paladín lo miró pensativo: tendría unos dieciocho años y era de elevada estatura; sus nudosas muñecas asomaban por la manga de la pardusca túnica, que, evidentemente, le venía pequeña.
—¿Cómo os llamáis, muchacho? —le preguntó Sparhawk.
—Berit, mi señor.
—¿Cuáles son vuestras ocupaciones en este lugar?
—Todavía no me han asignado ninguna función específica. Me limito a intentar ser de alguna utilidad.
—Bien. Volveos.
—¿Mi señor?
—Quiero tomar vuestras medidas.
Berit pareció desconcertado, pero obedeció. Sparhawk calculó en palmos la anchura de sus hombros. Pese a su aspecto esquelético, en realidad se trataba de un fornido joven.
—Sois la persona adecuada —anunció Sparhawk.
Berit se giró estupefacto.
—Vais a emprender un viaje —le comunicó Sparhawk—. Recoged vuestras pertenencias mientras voy en busca del hombre que os acompañará.
—Sí, mi señor.
Sparhawk se aferró a la silla y montó de un salto a lomos de Faran. Berit le entregó las riendas y el caballero espoleó al ruano. Al cruzar el patio, respondió a los saludos de los centinelas que hacían guardia en la entrada. Después cruzó el puente levadizo y se encaminó a la Puerta del Este.
En las calles de Cimmura reinaba ahora un gran trasiego. Los trabajadores, que acarreaban grandes fajos envueltos en tejido de arpillera de color fangoso, se apartaban para permitir el paso de los viandantes que transitaban las angostas callejuelas, y los mercaderes, con sus convencionales ropajes azules, permanecían en las entradas de las tiendas con sus abigarradas mercancías apiladas en torno a ellos. Periódicamente, pasaba un carro que traqueteaba sobre el empedrado. Junto a la intersección de dos estrechas calles, una cuadrilla de soldados eclesiásticos, vestidos con libreas escarlata, avanzaba al paso con cierta arrogante precisión. Lejos de dejarles la vía libre, Sparhawk arremetió hacia ellos sin aminorar la marcha. Los militares se separaron a regañadientes y se hicieron a un lado hasta que el caballero hubo pasado.
—Gracias, compadres —dijo Sparhawk con donaire.
No recibió respuesta alguna.
—He dicho gracias, compadres —repitió al tiempo que se volvía.
—No hay de que… —repuso uno de ellos lúgubremente.
Sparhawk permaneció quieto y aguardó.
—… Mi señor —añadió el soldado a desgana.
—Así está mejor, amigo —concedió Sparhawk antes de reemprender su camino.
La puerta de la posada estaba cerrada, y el caballero golpeó sus tablones con el puño protegido por el guantelete. El portero que le abrió no era el mismo que lo había recibido la noche anterior. Sparhawk descendió de su montura y después le entregó las riendas de Faran.
—¿Volveréis a necesitarlo, mi señor? —inquirió.
—Sí. Saldré de nuevo enseguida. ¿Seréis tan amable de ensillar el caballo de mi escudero, caballero?
—Desde luego, mi señor.
—Os lo agradezco. —Sparhawk puso una mano sobre el cuello de Faran—. Compórtate —le previno.
El ruano desvió la mirada con porte altanero.
Sparhawk subió las escaleras y llamó a la puerta de la habitación que se hallaba en el piso superior.
—¿Y bien? ¿Cómo ha ido? —preguntó Kurik tras abrir.
—No ha estado mal.
—En cualquier caso, habéis salido con vida. ¿Habéis visto a la reina?
—Sí.
—Sorprendente.
—Digamos que insistí para que me lo permitieran. ¿Quieres recoger tus cosas? Regresas a Demos.
—Eso implica que no me acompañaréis.
—En efecto, me quedaré aquí.
—Supongo que tendréis vuestros motivos.
—Lycheas me ha ordenado volver al castillo principal. Mi intención es desacatar su mandato, pero deseo poder desplazarme por Cimmura sin que rastreen mis pasos. En el castillo hay un joven novicio cuya estatura es aproximadamente la misma que la mía. Le vestiremos mi armadura y haremos que monte a lomos de Faran. Entonces ambos os dirigiréis a Demos en un alarde de gran obediencia. Mientras mantenga su visera bajada, los espías del primado creerán que sigo sus disposiciones.
—Supongo que es factible. Sin embargo, no me gusta la idea de dejaros solo aquí.
—No por mucho tiempo. Kalten llegará hoy o mañana.
—Eso me tranquiliza un poco. Kalten es un buen luchador. —Kurik frunció el entrecejo—. Creía que lo habían desterrado a Lamorkand. ¿Quién le ha mandado regresar?
—Vanion no me lo ha dicho, pero ya conoces a Kalten. Quizá simplemente se cansó de Lamorkand y decidió actuar por su cuenta.
—¿Cuánto tiempo deseáis que permanezca en Demos? —preguntó el escudero mientras comenzaba a preparar su equipaje.
—Un mes como mínimo. Es probable que la carretera esté vigilada. Te enviaré un aviso. ¿Necesitas dinero?
—Siempre ando escaso en ese aspecto, Sparhawk.
—Los bolsillos de esa túnica guardan algunas monedas —indicó Sparhawk, señalando sus ropas de viaje colgadas en el respaldo de una silla—. Toma lo que precises.
Kurik le respondió con una sonrisa.
—Deja un poco para mí.
—Por supuesto, mi señor —aseveró el escudero con una reverencia burlona—. ¿Queréis que empaquete vuestras pertenencias?
—No. Volveré a buscarlas cuando llegue Kalten. Es difícil entrar y salir del castillo sin ser visto. ¿Existe todavía la puerta trasera de aquella taberna?
—Hasta ayer, sí. De vez en cuando me dejo caer por allí.
—Era previsible que así lo hicieras.
—Un hombre debe tener algunos vicios, Sparhawk. Así tiene algo de qué arrepentirse en la iglesia.
—Si Aslade se entera de que has bebido, te prenderá fuego a las barbas.
—En ese caso, deberemos asegurarnos de que la noticia no llegue a sus oídos, ¿verdad, mi señor?
—¿Por qué siempre me veo involucrado en tus asuntos domésticos?
—Porque eso os ayuda a mantener contacto con la realidad. Casaos vos también, Sparhawk. Entonces las otras mujeres no se sentirán obligadas a teneros como objetivo. Un hombre casado está a salvo; por el contrario, un soltero constituye un constante desafío para todo el género femenino.
Media hora más tarde, Sparhawk y su escudero descendieron las escaleras, montaron en sus caballos y salieron del edificio para emprender el camino hacia la Puerta del Este.
—Nos espían, ¿sabéis? —afirmó Kurik en voz baja.
—Eso espero —replicó Sparhawk—. Detestaría tener que cabalgar en círculo hasta captar la atención que deseo atraer.
Reprodujeron el ritual en el puente levadizo del castillo y penetraron después en el patio, en donde los aguardaba Berit.
—Éste es Kurik —le anunció Sparhawk mientras desmontaba—. Juntos os dirigiréis a Demos. Kurik, este joven se llama Berit.
El escudero recorrió al acólito con la mirada.
—Tiene la talla apropiada —constató—. Tal vez necesite ajustar algunas correas de la armadura, pero creo que le quedará bien.
—Tal como pensé.
Otro novicio salió al patio y se hizo cargo de las monturas.
—Venid los dos —dijo Sparhawk—. Informaremos a Vanion de nuestros planes y luego investiremos con mi armadura a nuestro impostor.
Berit pareció desconcertado.
—Vais a ascender de rango —bromeó Kurik—. ¿Veis con cuanta rapidez se puede medrar en las filas de los pandion? Ayer un novicio y hoy paladín de la reina.
—Os lo explicaré en presencia de Vanion —tranquilizó Sparhawk a Berit—. No constituye una historia tan interesante como para contarla dos veces.
Mediada la tarde emergieron los tres de las puertas del castillo. Berit caminaba con torpeza debido a lo inhabitual que le resultaba llevar armadura, y Sparhawk se ataviaba sencillamente con túnica y calzas.
—Me parece que va a llover —auguró Kurik tras escrutar el cielo.
—No vais a diluiros —señaló Sparhawk.
—Eso no me preocupa —replicó el escudero—. Lo que ocurre es que tendré que volver a restregar vuestra armadura para quitarle la herrumbre.
—La vida es dura.
Kurik exhaló un gruñido y luego izaron entre ambos a Berit hasta depositarlo en la silla de Faran.
—Llevarás a este joven a Demos —indicó Sparhawk a su caballo—. Trata de comportarte como si fuera yo el que cabalga sobre tu espalda.
Faran le dirigió una mirada inquisitiva.
—Sería demasiado largo de explicar. Haz lo que quieras, Faran, pero ten en cuenta que viste mi armadura, y si intentas morderlo, probablemente te romperás los dientes. —Se volvió hacia su escudero y añadió—: Saluda a Aslade y a los muchachos de mi parte.
—De acuerdo —asintió éste antes de montar.
—No salgáis con demasiada ostentación —advirtió Sparhawk—, pero aseguraos de que os vean y de que Berit mantenga bajada la visera.
—Sé lo que debo hacer, Sparhawk. Partamos pues, mi señor —invitó Kurik a Berit.
—¿Mi señor?
—Vos también deberéis acostumbraros a este tratamiento, Berit —explicó Kurik mientras hacía volver grupas al caballo—. Hasta la vista, Sparhawk.
Ambos se alejaron en dirección al puente levadizo.
El resto del día transcurrió plácidamente. Sparhawk lo consumió sentado en la celda que Vanion le había asignado, con la lectura de un enmohecido y viejo libro. A la caída del sol se reunió con el resto de los hermanos para compartir su frugal cena y luego se encaminó con ellos, en solemne procesión, a la capilla. Las convicciones religiosas de Sparhawk no eran profundas, pero, al retornar a las prácticas de su noviciado, percibía el renacer de aquel sentimiento. Aquella noche Vanion se encargó de los servicios y habló largamente sobre la virtud de la humildad. Sparhawk se dejó vencer por el sueño en mitad del sermón.
Una vez finalizado éste, lo despertó la voz de un ángel. Un joven caballero con los cabellos del color del azahar y el cuello como una columna de fino mármol elevó su clara voz de tenor para ejecutar un himno de plegaria. Su rostro resplandecía y sus ojos aparecían henchidos de adoración.
—¿Realmente ha sido tan aburrida mi plática? —murmuró Vanion al alcanzar a Sparhawk a la salida de la capilla.
—Seguramente no —repuso éste—, pero no soy el más indicado para juzgarla. ¿Explicasteis aquello de que la discreta margarita tiene a los ojos de Dios tanta hermosura como la rosa?
—¿Lo habíais oído antes?
—Con frecuencia.
—Los ejemplos más antiguos son los mejores.
—¿Quién es el tenor?
—Sir Parasim. Acaba de dar pruebas de sus aptitudes.
—No quisiera alarmaros, Vanion, pero me parece demasiado perfecto para este mundo.
—Lo sé.
—Es probable que Dios lo llame muy pronto a su morada.
—Esa decisión debe tomarla Dios y no nosotros, ¿no es cierto, Sparhawk?
—Hacedme un favor, Vanion. No me coloquéis en una situación en la que yo pueda enviarlo a la muerte.
—Eso entra también en los designios de Dios. Que durmáis bien, Sparhawk.
—Y vos, Vanion.
Sería cerca de medianoche cuando la puerta de la celda de Sparhawk se abrió de golpe. Éste se levantó raudo de su estrecho camastro y aferró la espada.
—No te precipites —advirtió el robusto hombre de cabello rubio erguido en el umbral.
Llevaba una vela en una mano y un odre de vino en la otra.
—Hola, Kalten —saludó Sparhawk al amigo de su infancia—. ¿Cuándo has entrado?
—Hará una media hora. Me entretuve un rato al pensar que tendría que escalar los muros. —Parecía disgustado—. Estamos en tiempos de paz. ¿Por qué levantan el puente cada noche?
—Seguramente por costumbre.
—¿Vas a bajar eso de una vez? —preguntó Kalten, al tiempo que señalaba la espada—. ¿O tendré que beberme el contenido de este odre yo solo?
—Perdona —se disculpó Sparhawk y apoyó el arma contra la pared.
Kalten depositó la vela en la pequeña mesa que ocupaba un rincón y, tras arrojar el odre sobre la cama, atenazó a su amigo en un hercúleo abrazo.
—Me alegro de verte —declaró.
—Y yo a ti también —replicó Sparhawk—. Siéntate —agregó mientras indicaba el banquillo situado junto a la mesa y él tomaba asiento en el camastro—. ¿Cómo ha ido por Lamorkand?
Kalten dejó escapar un sonido poco delicado.
—He tenido que soportar el frío, la humedad y los nervios —repuso—. Los lamorquianos no son precisamente mi pueblo favorito. ¿Qué tal lo pasaste en Rendor?
—Yo he debido aguantar el calor, la sequedad y probablemente los mismos nervios que tú en Lamorkand —respondió Sparhawk, con un encogimiento de hombros.
—Me llegaron rumores de que te habías topado con Martel allí. ¿Le dedicaste un solemne funeral?
—Huyó.
—Pierdes facultades, Sparhawk —espetó Kalten mientras desataba la cinta de su capa y dejaba al descubierto una espesa mata de rubios bucles que sobresalían de su cota de malla—. ¿Qué, vas a pasar la noche sentado encima de ese pellejo de vino? —preguntó mordazmente.
Sparhawk destapó el odre con un gruñido y lo llevó a sus labios.
—No está mal —concedió—. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo he comprado en una taberna del camino antes de caer la noche —informó—, pues recordé que la única bebida que ofrecen en los castillos de los pandion en caso de que Sephrenia esté presente, es agua o té. Una estúpida costumbre.
—Somos una orden religiosa, Kalten.
—Media docena de los patriarcas de Chyrellos se emborrachan como una cuba cada noche. —Kalten levantó el odre para tomar un largo trago y luego lo agitó—. Debí haberme equipado con dos —observó—. Oh, por cierto, Kurik estaba en la taberna con un mocoso que llevaba tu armadura.
—Era previsible.
—Él me dijo que estabas aquí. Pensé pasar la noche allí, pero, cuando oí que habías regresado de Rendor, continué el camino hasta la ciudad.
—Me conmueves.
Kalten soltó una carcajada antes de ofrecer nuevamente el recipiente.
—¿Kurik y el novicio se comportaban con discreción? —preguntó Sparhawk.
—Se hospedaban en una de las habitaciones traseras, y el pobre muchacho llevaba la visera bajada —explicó Kalten con un gesto afirmativo—. ¿Has visto alguna vez a alguien intentar beber con la visera puesta? Es de lo más divertido. También había un par de prostitutas. Seguramente, tu joven pandion debe de obtener algún tipo de educación en estos momentos.
—Le conviene —observó Sparhawk.
—Me pregunto si no cesará en su empeño de ocultarse la cara.
—Esas muchachas suelen ser bastante adaptables.
Kalten rió de nuevo.
—Bien, Kurik me puso al corriente de la situación. ¿Crees realmente que podrás moverte por Cimmura sin ser reconocido?
—Está por decidir si llevaré algún tipo de disfraz.
—Lo mejor es que te consigas una nariz postiza —aconsejó Kalten—. Ese pico roto que tienes te hace fácilmente identificable en medio de una multitud.
—Tú debes de saberlo mejor que nadie —aseguró Sparhawk—, puesto que fuiste tú quien la modeló así.
—Sólo jugábamos —replicó Kalten con cierto tono defensivo.
—Ya me he habituado a ella. Hablaremos con Sephrenia por la mañana. Seguramente ideará algo que disimule mi apariencia.
—He oído que se encontraba aquí. ¿Cómo está?
—Igual. Sephrenia no cambia nunca.
—Ciertamente. —Kalten tomó otro trago de vino, y se enjugó la boca con el dorso de la mano—. Me parece que siempre fui un hueso duro de roer para ella. Por más que porfiara en enseñarme los secretos, no había manera de hacerme aprender la lengua estiria. Cada vez que intentaba pronunciar ogeragekgasek, estaba a punto de dislocarme la mandíbula.
—Okeragukasek —le corrigió Sparhawk.
—Exactamente. Yo me aferro a la espada y que los demás se encarguen de la magia. —Se inclinó en su taburete—. Dicen que los eshandistas intentan levantarse nuevamente en Rendor. ¿Es cierto?
—No representan ningún peligro —respondió Sparhawk mientras se encogía de hombros, luego se recostó sobre el camastro—. Aúllan y giran en círculo en el desierto al tiempo que se recitan consignas mutuamente. No suelen pasar de ahí. ¿Ha acontecido algo de interés en Lamorkand?
—Todos los barones de aquel lugar guerrean entre sí —informó Kalten con un bufido—. El reino entero rebosa de sed de venganza. ¿Puedes creer que se ha provocado una guerra a causa del aguijón de una abeja? El barón que recibió la picadura declaró la guerra a los campesinos propietarios de la colmena. Su lucha ya dura más de diez años.
—Ésa es tu visión de Lamorkand. ¿Algún otro detalle del ambiente?
—Toda la zona al este de Moterra se halla atestada de zemoquianos.
—Vanion me comunicó que Otha estaba movilizando sus fuerzas —comentó Sparhawk al tiempo que se incorporaba.
—Otha se amotina cada diez años —dijo Kalten tras ceder el odre a su amigo—. Yo pienso que es su forma de mantener ocupada a la gente.
—¿Realizan alguna actividad sospechosa los zemoquianos?
—No, que yo sepa. Hacen muchas indagaciones, la mayoría sobre el folklore antiguo. En casi todos los pueblos se encuentran dos o tres. Preguntan a las ancianas y pagan bebidas a los holgazanes en las tabernas.
—Curioso —murmuró Sparhawk.
—Es una descripción bastante precisa de casi todas las personas de procedencia zemoquiana —aseveró Kalten—. La salud mental nunca ha sido uno de los valores apreciados en ese imperio. Voy a ver si hallo un camastro por ahí —agregó, después se puso en pie—. Lo traeré aquí y así podremos recordar los viejos tiempos hasta que nos venza el sueño.
—De acuerdo.
—Como aquella vez en que tu padre nos atrapó en aquel ciruelo —apuntó Kalten con una sonrisa.
—Hace casi treinta años que intento olvidar ese incidente —respondió Sparhawk con una mueca de disgusto.
—Por lo que recuerdo, tu padre realmente tenía la mano dura. En cambio, no sé lo que ocurrió durante el resto del día, aparte del dolor de estómago que me produjeron las ciruelas. Ahora vuelvo —afirmó antes de salir de la celda de Sparhawk.
Era agradable conversar de nuevo con Kalten. Ambos habían crecido juntos en la casa de los progenitores de Sparhawk, en Demos, después de la muerte de los padres de Kalten y antes de que los dos muchachos iniciaran su noviciado en el castillo principal de los pandion. En muchos aspectos, estaban más unidos que dos hermanos de sangre. Sin duda, Kalten era un tanto atolondrado, pero la amistad que los ataba era una de las cosas más apreciadas por Sparhawk.
Pasados unos minutos, el fornido caballero rubio regresó arrastrando un camastro. Después de instalarlo, permanecieron recostados a la tenue luz de la vela y rememoraron lejanos pasajes de su vida hasta altas horas de la noche, lo cual, lejos de fatigarlos, les dejó de aquella noche un recuerdo memorable.
Por la mañana se levantaron temprano y se vistieron. Sus cotas de malla quedaron cubiertas con la capucha de los hábitos que llevaban los pandion en el interior de sus castillos. Con toda suerte de precauciones lograron sustraerse a la procesión matinal y salieron en busca de la mujer que había iniciado a generaciones enteras de caballeros pandion en las complejidades de lo que, comúnmente, llamaban secretos.
La hallaron sentada ante su habitual taza de té junto al fuego, en el piso superior de la torre sur.
—Buenos días, pequeña madre —la saludó Sparhawk desde el umbral de la puerta—. ¿Os importunaría nuestra compañía?
—De ningún modo, caballeros.
Kalten se aproximó a ella y, tras caer de rodillas, le besó la palma de ambas manos.
—¿Me concederéis vuestra bendición, pequeña madre? —le preguntó.
Con una sonrisa apenas esbozada, Sephrenia acercó sus manos a las mejillas del caballero para pronunciar después su bendición en estirio.
—No sé por qué, pero esto siempre me aporta una gran paz —aseguró Kalten al levantarse—, a pesar de que no comprendo todas las palabras.
—Veo que habéis decidido no acudir a la capilla esta mañana —les reprochó.
—No creo que Dios nos eche mucho de menos —arguyó Kalten, al tiempo que se encogía de hombros—. Además, podría recitar de memoria todos y cada uno de los sermones de los oficios de Vanion.
—¿Qué diablura planeáis para hoy? —preguntó Sephrenia.
—¿Diablura? —inquirió Kalten con inocencia.
—No intentábamos realizar ninguna travesura —explicó Sparhawk entre carcajadas—. Simplemente queremos llevar a cabo un asunto.
—¿En la ciudad?
Sparhawk asintió con la cabeza.
—El problema reside en que todo el mundo nos conoce en Cimmura, y hemos pensado que podríais ayudarnos a encontrar un disfraz.
—Me da la impresión de que vuestro argumento tiene algo de subterfugio —objetó, al tiempo que los observaba con expresión severa—. ¿En qué consiste exactamente ese asunto de que habláis?
—Deseamos encontrar a un viejo amigo —repuso Sparhawk—. Un tipo llamado Krager. Tal vez querría compartir con nosotros cierta información.
—¿Información?
—Él sabe dónde está Martel.
—No os lo revelará.
Kalten hizo crujir sus gruesos nudillos para evocar el desagradable sonido que producen los huesos al romperse.
—¿Os atrevéis a apostarlo? —preguntó.
—¿Es que no creceréis nunca? Sois un par de eternas criaturas.
—Por eso nos queréis tanto, ¿no es cierto, pequeña madre? —sugirió Kalten con una sonrisa.
—¿Qué tipo de disfraz nos recomendaríais? —le preguntó Sparhawk.
Sephrenia apretó los labios mientras los miraba.
—El de un cortesano y su escudero os convendría.
—Nadie podría confundirme jamás con un cortesano —objetó Sparhawk.
—He imaginado al revés la distribución. Puedo hacer que parezcáis casi un honesto escudero, y, cuando hayamos vestido a Kalten con un jubón de satén y ricemos sus largos cabellos rubios, puede hacerse pasar por un cortesano.
—El satén me sienta realmente bien —murmuró Kalten modestamente.
—¿Y por qué no podríamos transformarnos en un par de obreros corrientes?
—Los obreros se rebajan y humillan cuando se encuentran con un noble. ¿Vosotros seréis capaces de comportaros así?
—Tiene razón —concedió Kalten.
—Además, los obreros no llevan espadas, y me imagino que ninguno de los dos osaría adentrarse en Cimmura desarmado.
—Prevéis todos los detalles, ¿verdad? —observó Sparhawk.
—Bien —concluyó Sephrenia—. Veamos qué se puede hacer.
Enviaron a varios acólitos a buscar diversas prendas en diferentes lugares del castillo. Sephrenia consideraba su conveniencia: seleccionaba unas y descartaba otras. Como resultado final, los dos hombres sólo se parecían vagamente a los pandion que habían entrado en la habitación una hora antes. Sparhawk llevaba ahora una modesta librea, que contrastaba con el lujoso atavío de Kalten, y una espada corta. Su cara lucía una tupida barba, y una cicatriz púrpura, que recorría su nariz desviada, se prolongaba más allá del parche negro que cubría su ojo izquierdo.
—Esto me pica —se quejó, a la vez que alargaba la mano para rascarse la falsa barba.
—Mantened las manos quietas hasta que se seque el pegamento —indicó la mujer, dándole un ligero manotazo en los dedos—. Y poneos un guante para cubrir el anillo.
—¿De veras creéis que voy a llevar este juguete? —preguntó Kalten mientras esgrimía un espadín—. Quiero una espada, no una aguja de hacer calceta.
—Los cortesanos no llevan espada de hoja ancha, Kalten —le recordó.
Lo contempló unos instantes para juzgar su aspecto. El jubón era azul con nesgas y entredoses de satén rojo. Sus calzas eran también de color rojo, y sus pies se enfundaron en unas botas de caña baja, puesto que no habían logrado encontrar un par de zapatos de punta afilada, tan de moda en aquel entonces, que se ajustaran a la talla de sus enormes pies. Sobre su capa, de un rosa pálido, se esparcían los rubios cabellos recién rizados. Su disfraz se completaba con un sombrero de ala ancha adornado con una pluma blanca.
—Estáis precioso, Kalten —lo felicitó—. Creo que vuestro aspecto será perfecto… cuando os haya puesto el colorete en las mejillas.
—¡De ninguna manera! —exclamó, al tiempo que retrocedía.
—Kalten —dijo firmemente Sephrenia, señalando una silla—, sentaos.
—¿No queda más remedio?
—No. Ahora, sentaos.
—Si te ríes —advirtió Kalten en dirección a Sparhawk—, vamos a tener pelea, de modo que ni se te ocurra.
—¿A mí?
Dado que el castillo estaba constantemente vigilado por los agentes del primado Annias, Vanion sugirió una estrategia para encubrir su salida.
—Necesito trasladar algunos bultos a la posada —explicó—. Annias sabe que es de nuestra propiedad, con lo cual no perdemos nada. Esconderemos a Kalten en el fondo del carro y convertiremos a este bueno y honesto ciudadano en un conductor de carruaje. —Miró detenidamente el rostro y la barba de Sparhawk—. ¿De dónde demonios habéis sacado un pelo tan parecido al suyo? —preguntó con curiosidad a Sephrenia.
—La próxima vez que vayáis a las caballerizas no miréis muy de cerca la cola de vuestro caballo.
—¿Mi caballo?
—Era el único del establo con el pelo negro, Vanion. Francamente le corté muy poco.
—¿Mi caballo? —repitió, con tono ofendido.
—Todos debemos sacrificarnos de vez en cuando —afirmó la mujer—. Forma parte del juramento pandion, ¿lo recordáis?