La casa de los caballeros pandion de Cimmura se hallaba emplazada justo detrás de la Puerta del Este de la ciudad y era, en todos los sentidos, un auténtico castillo. Las almenas remataban sus altas murallas y torres de vigilancia coronaban cada uno de sus ángulos. Para llegar a ella había que atravesar un puente levadizo tendido sobre un profundo foso erizado de afiladas estacas. El puente estaba bajado, pero lo custodiaban cuatro pandion de armadura negra montados sobre caballos de combate.
Sparhawk sujetó las riendas de Faran y aguardó. Había que cumplir ciertas formalidades antes de ganar la entrada al castillo de la orden. Observó que, curiosamente, aquel ritual no provocaba impaciencia en él. Lo había acatado durante todos los años de su noviciado, y la observancia de aquellas antiguas ceremonias parecía producir de algún modo una renovación y una reafirmación de su más genuina identidad. Mientras esperaba el quién vive de rigor, la imagen de la soleada ciudad de Jiroch y las mujeres que acudían a los pozos envueltas en la luz del alba se desdibujaba en su memoria, perdía inmediatez y quedaba postergada en un remoto rincón del recuerdo.
Dos de los caballeros cabalgaron acompasadamente a su encuentro; las herraduras de sus corceles retumbaron sobre las gruesas planchas del puente. Se detuvieron justo enfrente de Sparhawk.
—¿Quién sois vos, que imploráis la entrada en la casa de los soldados de Dios? —entonó uno de ellos.
Sparhawk levantó la visera. Este gesto simbolizaba sus intenciones pacíficas.
—Soy Sparhawk —repuso—, soldado de Dios y miembro de esta orden.
—¿Cómo podremos reconoceros? —inquirió el segundo caballero.
—Por esta señal.
Sparhawk alargó la mano y tiró del pesado amuleto de plata que colgaba de una cadena en torno a su cuello, el mismo que llevaban todos los caballeros pandion.
La pareja simuló observarlo detenidamente.
—En verdad, éste es sir Sparhawk, miembro de nuestra orden —declaró el primer caballero.
—En efecto —acordó su compañero—; por tanto, vamos a proceder…, humm… —titubeó, mientras arrugaba el entrecejo.
—A otorgarle el acceso a la casa de los soldados de Dios —apuntó Sparhawk.
—Nunca consigo recordar esa parte —murmuró el segundo caballero con una mueca—. Gracias, Sparhawk. En efecto —comenzó de nuevo tras aclararse la garganta—; por tanto, vamos a proceder a otorgarle el acceso a la casa de los soldados de Dios.
El primer guardián sonreía abiertamente.
—Tiene derecho a entrar libremente —indicó—, puesto que se trata de uno de los nuestros. Dios os guarde, sir Sparhawk. Os ruego que traspaséis estos muros. Que la paz sea con vos mientras permanezcáis bajo su techo.
—Y con vos y vuestro compañero, doquiera os dirijáis —repuso Sparhawk, con lo que concluyó la ceremonia.
—Bienvenido a casa, Sparhawk —saludó entonces con entusiasmo el primer caballero—. Habéis estado ausente largo tiempo.
—¿Os habíais percatado de ello? —bromeó Sparhawk—. ¿Ha venido Kurik?
—Hará una hora —respondió el segundo caballero—. Ha hablado con Vanion y después ha vuelto a salir.
—Entremos —sugirió el paladín de la reina—. Necesito un poco de esa paz que acabáis de mencionar, y debo entrevistarme con Vanion.
Los dos centinelas volvieron grupas y los tres cabalgaron juntos a través del puente.
—¿Todavía vive aquí Sephrenia? —preguntó Sparhawk.
—Sí —respondió el segundo caballero—. Ella y Vanion abandonaron Demos poco después de que la reina cayera enferma, y Sephrenia aún no ha regresado a la casa principal.
—Bien. También he de hablar con ella.
Detuvieron los caballos a la puerta del castillo.
—Éste es sir Sparhawk, miembro de nuestra orden —anunció el primer caballero a los dos que habían permanecido junto a la entrada—. Hemos comprobado su identidad y atestiguamos su derecho a entrar en la casa de los caballeros pandion.
—Pasad pues, sir Sparhawk, y que la paz sea con vos mientras permanezcáis en ella.
—Os doy las gracias, caballero, y que la paz asimismo os acompañe.
Los caballeros apartaron sus monturas y Faran avanzó pausadamente.
—Conocéis el ritual tan bien como yo, ¿eh? —murmuró Sparhawk. Faran respondió con un movimiento de orejas.
En el patio central un aprendiz de caballero que no había sido investido aún con la armadura de ceremonia ni con las espuelas se apresuró a tomar las riendas de Faran.
—Bienvenido, caballero —saludó.
Sparhawk prendió su escudo a la silla y descendió del caballo con un tintineo metálico producido por la armadura.
—Gracias —contestó—. ¿Sabéis dónde puedo encontrar a lord Vanion?
—Creo que se halla en la torre sur, mi señor.
—Gracias de nuevo. —Sparhawk comenzó a cruzar el patio, pero se detuvo súbitamente—. Oh, tened precaución con el caballo —avisó—. Muerde.
El novicio adoptó un aire de sorpresa y luego retrocedió unos pasos para apartarse del enorme y feo ruano, aunque, no obstante, mantenía firmemente sujetas las riendas.
El animal le dedicó una mirada de claro resentimiento.
—No hay que jugar sucio, Faran —explicó Sparhawk, mientras comenzaba a remontar los gastados escalones que daban acceso al antiguo castillo.
El interior era frío y húmedo, y los pocos miembros de la orden que encontró Sparhawk a su paso vestían hábitos de monje según lo acostumbrado dentro de los muros. Sin embargo, algún ocasional tintineo denunciaba el hecho de que, bajo su humilde atuendo, los pandion llevaban malla e iban inevitablemente armados. No se intercambiaron saludos, ya que los encapuchados hermanos acudían resueltamente a sus obligaciones con la cabeza inclinada y los rostros velados.
Sparhawk levantó la palma de la mano delante de uno de sus compañeros.
—Excusad, hermano —dijo—. ¿Sabéis si Vanion se halla aún en la torre sur?
—En efecto —repuso el caballero interpelado.
—Gracias, hermano. La paz sea con vos.
—Y con vos, caballero.
Sparhawk continuó su camino a lo largo del corredor flanqueado de antorchas hasta llegar a una estrecha escalera que ascendía por la torre sur entre macizos bloques de piedra superpuestos. Arriba, una pesada puerta era custodiada por dos jóvenes pandion.
—Necesito hablar con Vanion —les informó—. Mi nombre es Sparhawk.
—¿Podéis identificaros? —preguntó uno de ellos, tratando de conferir un tono ronco a su voz juvenil.
—Acabo de hacerlo.
Hubo unos instantes de silencio mientras los dos jóvenes caballeros intentaban encontrar una salida airosa a su desliz.
—¿Por qué no abrís la puerta simplemente y comunicáis a Vanion mi presencia? —sugirió Sparhawk—. Si me reconoce, no hay problema; de lo contrario, podéis tratar de arrojarme por las escaleras entre los dos —concluyó, sin poner especial énfasis en la palabra tratar.
Después de intercambiar una mirada con su compañero, uno de los guardianes abrió, y se asomó al otro lado.
—Mil perdones, mi señor Vanion —se disculpó—, pero hay aquí un pandion que dice llamarse Sparhawk y desea hablar con vos.
—Bien —respondió una voz familiar desde el interior—. Lo esperaba. Hacedlo entrar.
Los dos caballeros dejaron el paso libre a Sparhawk, con el desconcierto pintado en sus rostros.
—Gracias, hermanos míos —musitó Sparhawk—. Que la paz sea con vosotros.
Acto seguido traspuso el umbral y penetró en una amplia estancia de paredes de piedra. Las angostas ventanas se encontraban cubiertas con cortinajes verde oscuro y sobre el suelo se extendía una alfombra marrón. En un rincón de la habitación crepitaba una fogata bajo el arco de la chimenea y en el centro había una mesa con velas rodeada de pesadas sillas.
Vanion, el preceptor de los caballeros pandion, había envejecido un poco durante aquellos diez años. Su barba y su cabello habían adquirido una tonalidad gris. Su rostro presentaba más surcos, pero no mostraba ningún signo de debilidad. Llevaba una cota de malla y una capa plateada. Al entrar Sparhawk, se levantó y rodeó la mesa.
—Acababa de decidirme a enviar un grupo de rescate al palacio —dijo al tiempo que lo abrazaba—. No debisteis ir allí solo.
—Tal vez no. Sin embargo, no he tenido ningún contratiempo —objetó Sparhawk mientras se desprendía de guanteletes, yelmo y espada y los depositaba sobre la mesa—. Me alegro de veros, Vanion —agregó, tomando la mano de su superior entre las suyas.
Vanion siempre había sido un instructor severo; no toleraba ningún fallo en los jóvenes caballeros que había entrenado para sustentar la orden. A pesar de que Sparhawk no había estado lejos de odiar a aquel hombre durante su noviciado, actualmente consideraba a su estricto profesor como uno de sus mejores amigos; en consecuencia, su apretón de manos fue cálido e, incluso, afectuoso.
Después el fornido caballero se volvió hacia la mujer. Era bajita y lucía aquella singular nitidez de formas de la que gozan a veces las gentes de poca estatura. Tenía el cabello negro como el azabache, lo cual aportaba un peculiar contraste con el intenso color azul de sus ojos. Evidentemente, sus rasgos no se ajustaban a los de los elenios; por el contrario, presentaban un carácter extrañamente foráneo que apuntaba a su procedencia estiria. Llevaba por único atuendo un suave vestido blanco, y tenía ante ella un libro apoyado sobre la mesa.
—Sephrenia —cumplimentó Sparhawk cordialmente—, tenéis buen aspecto.
Tras estas palabras, hincó una rodilla en tierra, le tomó las dos manos y besó sus palmas, el saludo ritual estirio.
—Vuestra ausencia ha sido larga, sir Sparhawk —repuso ella, con una voz dulce y musical.
—¿Me haréis el honor de concederme vuestra bendición, pequeña madre? —preguntó, con el curtido semblante alumbrado por una sonrisa.
El tratamiento que había dado a la mujer representaba asimismo una costumbre estiria, a la vez que reflejaba el particular vínculo entre profesor y alumno, que se venía forjando ininterrumpidamente desde el inicio de los tiempos.
—De buen grado —respondió Sephrenia; puso sus manos sobre el rostro del caballero y pronunció una bendición en la lengua de los estirios.
—Gracias —añadió simplemente Sparhawk.
A continuación, la mujer procedió como raramente lo hacía: con el rostro todavía entre las manos, se inclinó hacia adelante y lo besó con suavidad.
—Bienvenido a casa, querido —murmuró.
—Es grato hallarme de nuevo entre vosotros —afirmó—. Os he echado de menos.
—¿Aunque os regañara cuando eras un muchacho? —preguntó ella con una leve sonrisa.
—Las reprimendas no duelen mucho —repuso Sparhawk riendo—. Por alguna razón insospechada, incluso he añorado ese aspecto.
—Creo que quizás hemos moldeado bien a este pupilo —dijo la mujer al preceptor—. Entre los dos, hemos forjado un perfecto caballero pandion.
—Uno de los mejores —acordó Vanion—. Me parece que los fundadores de la orden pretendían contar con personas como Sparhawk.
La posición ocupada por Sephrenia entre los caballeros pandion era singular. Había aparecido a las puertas del antiguo castillo de Demos tras la muerte del tutor estirio encargado de transmitir a los novicios lo que entre este pueblo llamaban los secretos. Nadie la había seleccionado ni había reclamado su presencia, simplemente llegó y asumió las funciones de su predecesor. Por norma general, los elenios desdeñaban y temían a los estirios. Eran gentes poco comunes y que se marginaban en pequeñas y primitivas agrupaciones de casas hacinadas en las profundidades de los bosques y en las montañas. Adoraban a extraños dioses y practicaban la magia. Entre los sectores más crédulos de la sociedad elenia circulaban desde hacía siglos extraordinarias historias acerca de espantosos ritos en los que se utilizaba la carne y la sangre de los elenios, y, a consecuencia de estos rumores, los pueblos estirios sufrían periódicamente el ataque de turbas de campesinos borrachos que se ensañaban hasta llegar a la masacre. La Iglesia denunciaba enérgicamente tales atrocidades, pues profesaba un profundo respeto a sus tutores extranjeros. Incluso habían tomado medidas más drásticas: anunciaron que los ataques inmotivados a los asentamientos estirios tendrían una violenta y rápida respuesta. Pese a dicha protección organizada, cualquier estirio que penetrase en un pueblo elenio debía soportar burlas y vejaciones y, en ocasiones, una lluvia de piedras y desperdicios. Por todo ello, la aparición de Sephrenia en Demos había resultado ciertamente arriesgada. Nunca llegó a aclararse qué la impulsó; sin embargo, había servido fielmente a la orden durante años y sus miembros habían aprendido a amarla y respetarla. Más aún, Vanion, su cabeza visible, solicitaba a menudo sus consejos.
Sparhawk miró el libro que reposaba junto a ella.
—¿Un libro, Sephrenia? —preguntó con asombro burlón—. ¿Ha logrado Vanion enseñaros a leer por fin?
—Conocéis mis creencias respecto a esa práctica —replicó—. Simplemente contemplaba los dibujos. Siempre me han atraído los colores llamativos —explicó, al tiempo que señalaba las brillantes ilustraciones de una página.
Sparhawk tomó asiento y su armadura produjo un crujido.
—¿Habéis visto a Ehlana? —inquirió Vanion mientras se sentaba nuevamente.
—Sí. ¿Cómo lo hicisteis? —preguntó Sparhawk en dirección a Sephrenia—. Me refiero a aislarla de ese modo.
—Es algo complejo.
Se calló y lo observó con mirada penetrante.
—Tal vez estéis preparado para esto —murmuró, y se puso de pie—. Venid aquí, Sparhawk —le indicó, encaminándose a la chimenea.
Éste la siguió, desconcertado.
—Contemplad las llamas, querido —indicó ella suavemente con la antigua forma de tratamiento estirio que utilizaba cuando él era su alumno.
Compelido por su voz, miró el fuego. La oyó susurrar quedamente unas palabras en estirio y luego vio cómo su mano recorría lentamente las llamas. Inconscientemente, cayó de rodillas y observó fijamente el hogar.
Sparhawk percibió algo que se movía y, tras inclinarse hacia adelante, concentró su atención en las espirales azules que danzaban en el extremo de uno de los troncos de encima. El color azul se extendió, ganando cada vez más espacio, y, en el interior de su centelleante aureola, comenzó a distinguir un grupo de siluetas que se agitaban al compás de las llamaradas. La imagen iba perfilándose progresivamente; Sparhawk advirtió por fin que se trataba de la sala del trono del palacio, ubicado a muchas millas de distancia. Doce caballeros pandion, revestidos con armaduras, atravesaban la estancia sosteniendo el frágil cuerpo de una joven. No la llevaban en una litera, sino sobre los lomos de doce rutilantes espadas que mantenían firmemente unidas. Los caballeros se detuvieron ante el trono y, entonces, Sephrenia surgió de entre las sombras. Levantó una mano y pareció decir algo, pero Sparhawk sólo alcanzó a oír el crepitar del fuego. Con un horrible movimiento espasmódico, la muchacha se enderezó. Era Ehlana. Su semblante estaba distorsionado y sus ojos, desmesuradamente abiertos, contemplaban el vacío.
Irreflexivamente, Sparhawk alargó la mano hacia ella y la introdujo en las llamas.
—No —lo atajó Sephrenia con brusquedad, al tiempo que se la apartaba—. Solamente podéis mirar.
Con un temblor incontrolable, la imagen de Ehlana se puso en pie; al parecer, obedecía los inaudibles mandatos de la menuda mujer vestida de blanco. Sephrenia señaló imperiosamente el trono, y la joven, tambaleándose, ascendió los escalones de la tarima para ocupar el lugar que por derecho le correspondía.
Sparhawk estalló en sollozos y trató de llegar de nuevo hasta su reina con la mano, pero Sephrenia lo contuvo con una suave caricia que, extrañamente, encerraba la misma fuerza que una cadena de hierro.
—Recordad que sólo podéis observarla, querido —indicó.
Los doce caballeros formaron entonces un círculo en torno a la reina sentada en el trono, con la mujer de vestido blanco de pie junto a ella. Reverentemente, extendieron las espadas de modo que las dos ocupantes del estrado quedaron rodeadas de un anillo de acero. Sephrenia levantó de nuevo el brazo y pronunció unas palabras. Sparhawk advirtió claramente la tensión de su rostro al murmurar un encantamiento cuyo sentido era incapaz de desentrañar.
La punta de cada una de las doce espadas comenzó a centellear con intensidad progresiva hasta bañar el estrado con una refulgente luz plateada. El resplandor de las doce armas parecía afluir hacia Ehlana y su trono. En ese momento Sephrenia articuló una sola palabra y bajó el brazo con un gesto sorprendentemente incisivo. Al instante, el fulgor que rodeaba a la reina se solidificó para formar la envoltura que había visto Sparhawk. La imagen de Sephrenia languideció hasta desaparecer de la tarima.
Las lágrimas fluían copiosamente de los ojos del caballero y Sephrenia le rodeó con suavidad la cabeza con sus brazos y lo atrajo hacia sí.
—Sé que no resulta fácil, Sparhawk —lo consoló—. Contemplar las entrañas del fuego abre el corazón y permite que salga a la luz nuestro verdadero ser. Abrigáis mucha más ternura de la que nos hacéis partícipes.
—¿Durante cuánto tiempo la protegerá el cristal? —preguntó, al tiempo que se enjugaba con el dorso de la mano las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—Mientras continuemos vivos los trece que estábamos presentes —repuso Sephrenia—. Un año a lo sumo, según el calendario elenio.
Sparhawk la miró fijamente.
—Nuestra fuerza vital impulsa los latidos de su corazón. Al correr de las estaciones, sucumbiremos uno tras otro, con lo que llegará un momento en que uno de nosotros deberá asumir la carga de los que mueran. Sin embargo, será eventual; cuando cada uno de nosotros lo haya dado todo, vuestra reina perecerá.
—¡No! —exclamó Sparhawk fieramente—. ¿Estabais vos también allí? —inquirió en dirección a Vanion.
Éste hizo un gesto afirmativo.
—¿Quiénes eran los otros?
—No os serviría de nada conocer sus nombres, Sparhawk. Todos nos ofrecimos por propia voluntad y sabíamos cuáles podían ser las consecuencias.
—¿Quién asumirá la carga que habéis mencionado? —interrogó Sparhawk a Sephrenia.
—Yo.
—Todavía no está resuelto ese punto —intervino Vanion—. De hecho, cualquiera de nosotros puede hacerse cargo.
—Para ello deberíamos modificar el hechizo, Vanion —indicó la mujer con cierto aire de suficiencia.
—Ya veremos —zanjó el preceptor.
—Pero ¿de qué servirá? —inquirió Sparhawk—. Vuestros esfuerzos sólo le garantizan un año más de vida. El precio que debéis pagar es espantoso. Ehlana ni siquiera tiene conciencia de ello.
—Si podemos determinar la causa de su enfermedad y encontrar un remedio, el hechizo puede revocarse —replicó Sephrenia—. Mantenemos su vida en suspenso para ganar tiempo.
—¿Habéis realizado algún avance?
—Todos los médicos de Elenia investigan sobre ello —explicó Vanion—. Además, he enviado aviso a otros expertos de diferentes reinos de Eosia. Sephrenia ha sugerido la posibilidad de que su dolencia tal vez no derive de causas puramente naturales. No obstante, nos topamos con ciertos obstáculos; los médicos de la corte rehúsan cooperar.
—En ese caso, regresaré a palacio —decidió airadamente Sparhawk—. Quizá logre hacerlos entrar en razón.
—Ya habíamos pensado en ello, pero Annias los mantiene estrechamente vigilados.
—¿Qué es lo que pretende? —exclamó furioso Sparhawk—. Únicamente intentamos contribuir a la recuperación de la reina. ¿Por qué dificulta nuestro propósito? ¿Acaso quiere el trono para sí mismo?
—Creo que desea lograr un trono desde el que pueda ostentar un poder superior —apuntó Vanion—. El archiprelado Cluvonus es ya muy anciano, y su estado de salud, precario. No me extrañaría en absoluto que Annias estimara que la mitra de archiprelado es el tocado que más le favorecería.
—¿Annias? ¿Archiprelado? Vanion, eso es absurdo.
—La vida está llena de cosas inverosímiles, Sparhawk. Las órdenes militares coinciden en oponerse a él y nuestra opinión influye notablemente sobre la jerarquía eclesiástica; sin embargo, Annias hace uso a manos llenas del tesoro de Elenia, incluso para distribuir sobornos con largueza. Ehlana hubiera podido impedirle el acceso a ese dinero, pero cayó enferma. Seguramente su falta de entusiasmo por verla recuperada se halla estrechamente ligada a esta cuestión.
—¿Y pretende que el hijo bastardo de Arissa ocupe el trono en su lugar? —La rabia de Sparhawk aumentaba por instantes—. Vanion, acabo de ver a Lycheas. Supera en debilidad y en estupidez al rey Aldreas. Además es ilegítimo.
Vanion extendió las manos.
—Un voto del consejo real podría legitimarlo, y Annias controla el consejo.
—No en su totalidad —objetó con crispación Sparhawk—. Técnicamente, yo también soy uno de los miembros, y creo que, llegado el caso, sería capaz de cambiar la posición de alguno de los votantes. Uno o dos duelos públicos podrían producir un efecto determinante.
—Sois un imprudente —lo regañó Sephrenia.
—No, simplemente estoy furioso. Siento una apremiante necesidad de atacar a ciertos individuos.
—Aún no podemos tomar ninguna decisión —advirtió Vanion con un suspiro, después sacudió la cabeza y pasó a otro tema—. ¿Qué es lo que sucede realmente en Rendor? —preguntó—. Voren escribe sus informes de una manera bastante críptica como prevención de la posibilidad de que caigan en manos enemigas.
Sparhawk se levantó y fue a acodarse en el alféizar de la ventana. El cielo seguía cubierto de nubes de color gris y la ciudad parecía empequeñecerse bajo ellas como si se afianzara en el suelo para resistir un invierno más.
—Allá reinan el calor —musitó casi para sí—, la sequedad y el polvo. El sol se refleja en las paredes y deslumbra los ojos. Con las primeras luces del día, antes de que salga el sol, cuando el cielo parece bañado de plata fundida, mujeres de rostros velados y ataviadas con oscuros vestidos atraviesan las calles con vasijas de barro a los hombros en dirección a los pozos.
—Os había juzgado mal, Sparhawk —le interrumpió Sephrenia con su melodiosa voz—. Tenéis el alma de un poeta.
—No se trata de eso, Sephrenia. Lo que ocurre es que es preciso adentrarse en el ambiente de Rendor para comprender lo que allí sucede. El sol es como un martillo que se abate incesantemente sobre las cabezas y el aire es tan caliente y seco que no deja margen para pensar. Los rendorianos buscan respuestas simples. El sol no les otorga ninguna tregua para ponderar las cosas. Este ambiente podría explicar en primer lugar el fenómeno acaecido con Eshand. Un humilde pastor con el cerebro medio sorbido por la intemperie no es el receptáculo lógico de ningún tipo de epifanía seria. En mi opinión, la exasperación producida por el sol confirió el primer ímpetu a la herejía eshandista. Esos pobres idiotas hubieran aceptado cualquier idea, aunque fuese totalmente descabellada, con tal de alcanzar la posibilidad de moverse y de encontrar tal vez alguna sombra.
—Es una explicación insólita para un movimiento que sumió a toda Eosia en una guerra de tres siglos —observó Vanion.
—Es algo que deberíais experimentar —insistió Sparhawk tras volver a tomar asiento—. Dejemos al margen las causas, el caso es que hace unos veinte años apareció en Dabour otro de esos entusiastas de mente disecada.
—¿Arasham? —conjeturó Vanion—. Hemos oído hablar de él.
—Así es como se hace llamar —repuso Sparhawk—. Aunque probablemente lo bautizaron con otro nombre. Los líderes religiosos tienden a cambiar con harta frecuencia sus apelativos para adaptarlos a los prejuicios de sus seguidores. Por lo que tengo entendido, se trata de un inculto y desharrapado fanático con una tenue noción de la realidad. Tiene unos ochenta años y experimenta visiones y oye voces. Sus partidarios poseen menos inteligencia que sus corderos. Atacarían con gusto los reinos del norte si alcanzaran a determinar en qué dirección se halla. Éste es un tema seriamente debatido en Rendor. He visto a algunos de estos hombres. Esos herejes que hacen temblar a los miembros de la jerarquía de Chyrellos son poco más que lunáticos derviches del desierto. Además, cuentan con un armamento escaso y carecen de entrenamiento militar. Francamente, Vanion, me preocuparía más la próxima nevada invernal que cualquier clase de resurgimiento de la herejía eshandista en Rendor.
—He aquí una interpretación categórica.
—He desperdiciado diez años de mi vida rodeado de un peligro inexistente. Confío en que disculparéis las dosis de descontento que esta pérdida ha provocado en mí.
—Una vez que alcancéis la madurez, aprenderéis a ser paciente, Sparhawk —afirmó Sephrenia con una sonrisa.
—Creí que ya había llegado a ese punto.
—Aún os halláis a mitad de camino.
—Decidme, ¿cuántos años tenéis, Sephrenia? —inquirió Sparhawk con una mueca.
—¿Por qué motivo especial los pandion siempre hacéis la misma pregunta? —replicó ella mientras lo miraba con resignación—. Sabéis que no voy a responderos. ¿Podéis aceptar simplemente el hecho de que os aventajo en edad sin indagar más allá?
—También sois mayor que yo —agregó Vanion—. Cuando tenía la edad de los muchachos que vigilan mi puerta, fui vuestro discípulo.
—¿Y realmente tengo aspecto de ser tan enormemente vieja?
—Mi querida Sephrenia, sois tan joven como la primavera y tan sabia como el invierno. Por otra parte, sabéis que nos habéis abocado a la ruina a todos, ya que, después de conoceros a vos, la más bella de las doncellas no logra seducirnos.
—¿No es encantador? —preguntó sonriente a Sparhawk—. Ciertamente no existe otro hombre que utilice unas palabras tan zalameras.
—Probad a poneros ante él cuando hayáis fallado un tiro con la lanza —replicó agriamente Sparhawk.
Después agitó los hombros; su gesto acusaba el peso de la armadura.
—¿Qué más podéis contarme? He permanecido fuera mucho tiempo y ansío conocer las novedades.
—Otha empieza a movilizarse —le informó Vanion—. Las noticias llegadas de Zemoch indican que quiere avanzar por el este hacia Daresia y el imperio Tamul, pero mantengo serias dudas al respecto.
—Yo puedo explicaros muchas cosas más —añadió Sephrenia—. Los reinos occidentales se han visto atestados de repente por un gran número de vagabundos estirios que acampan por los caminos y pregonan sus toscas mercancías, pero las agrupaciones estirias locales no los reconocen como miembros integrantes. Con algún oscuro objetivo, el emperador Otha y su cruel amo nos han inundado de espías. Azash ha impulsado a los zemoquianos a atacar las tierras de Occidente en anteriores ocasiones. Debe de haber algo oculto que anhela desesperadamente, por lo que va a buscarlo a Daresia.
—Los zemoquianos se han alzado con anterioridad —restó importancia Sparhawk— y nunca llegaron a conquistar nada.
—Me parece que éste representa un intento más serio —mostró su desacuerdo Vanion—. En otras ocasiones, cuando reunía sus fuerzas, siempre lo hacía en la frontera; tan pronto como las cuatro órdenes militares se desplazaban a Lamorkand para enfrentarse a él, desarticulaba sus ejércitos. Sólo trataba de ponernos a prueba. Sin embargo, esta vez ha agrupado a sus tropas en las montañas, como si deseara mantener en secreto sus maniobras.
—Dejemos que se acerque —declaró en un tono desafiante Sparhawk—. Detuvimos su avance hace cinco siglos y volveremos a hacerlo cuando llegue el momento.
Vanion sacudió la cabeza.
—No queremos que se repita lo acontecido tras la batalla del lago Randera. Las consecuencias fueron cien años de hambre, pestes y un total desmembramiento social. No, amigo mío, no deseamos que eso suceda.
—Si podemos evitarlo —puntualizó Sephrenia—. Soy estiria y conozco incluso mejor que vosotros, los elenios, la profunda maldad que desencadena el dios mayor Azash. Si vuelve a atacar los reinos de Occidente, debemos frenarlo a cualquier precio.
—Ése es uno de los cometidos esenciales de los caballeros de la Iglesia —comentó Vanion—. Por el momento, únicamente podemos vigilar los pasos de Otha.
—Acabo de recordar algo —indicó Sparhawk—. Al entrar ayer por la noche en la ciudad, vi a Krager.
—¿Aquí, en Cimmura? —preguntó Vanion con sorpresa—. ¿Creéis que podría acompañar a Martel?
—Probablemente no. Krager habitualmente actúa como recadero de Martel. Adus es quien no puede permanecer alejado de su amo. —Entrecerró los ojos antes de proseguir—. ¿Qué noticias llegaron a vuestros oídos sobre el incidente de Cippria? —preguntó.
—Supimos que os enfrentasteis con Martel —repuso Vanion—, y prácticamente nada más.
—Os relataré otros detalles interesantes —explicó Sparhawk—. Cuando Aldreas me envió a Cippria, tenía órdenes de presentarme ante el cónsul de Elenia, un diplomático que, por azar, es el primo de Annias. Me mandó visitarlo una noche, a altas horas. Al dirigirme hacia el lugar indicado, Martel, Adus y Krager, junto con un buen número de asesinos a sueldo, me acorralaron en un callejón. A menos que alguien les hubiera informado, no podían conocer mi itinerario. Si añadimos el hecho de que Krager ha regresado a Cimmura, donde pesa sobre él una condena de muerte, podríamos sacar algunas conclusiones sugerentes.
—¿Creéis que Martel trabaja para Annias?
—Es harto probable, ¿no os parece? El primado desaprobó que mi padre obligara a Aldreas a abandonar la idea de casarse con su hermana, y posiblemente pensó que podía actuar con mayor impunidad aquí, en Elenia, si la familia Sparhawk se extinguía en un oscuro callejón de Cippria. Por supuesto, Martel cuenta con motivos propios para detestarme. Creo que cometisteis un error, Vanion; hubiéramos soslayado muchos problemas de no haberme ordenado retirar mi desafío.
—No, Sparhawk —respondió Vanion—. Martel había sido un hermano de nuestra orden, y me desagradaba que tratarais de mataros uno a otro. Por otra parte, no podía tener la certeza de quién iba a ganar. Martel es muy peligroso.
—También lo soy yo.
—No estoy dispuesto a arriesgar innecesariamente vuestra vida, Sparhawk. Sois un miembro demasiado preciado para ello.
—Bien, dejemos de discutir sobre el pasado.
—¿Qué planes tenéis?
—Se me ha ordenado que permanezca en el castillo, pero seguramente vagaré un poco por la ciudad para ver si puedo volver a encontrar a Krager. Si consigo establecer alguna conexión entre él y cualquier persona que trabaje para Annias, podré dar respuesta a unas cuantas cuestiones candentes.
—Tal vez deberíais esperar —aconsejó Sephrenia—. Kalten está a punto de llegar de Lamorkand.
—¿Kalten? Hace muchísimo tiempo que no lo veo.
—Sephrenia tiene razón —se mostró de acuerdo Vanion—. Kalten es un eficaz luchador en las callejuelas angostas, y los pasajes de Cimmura pueden encerrar tantos peligros como los callejones de Cippria.
—¿Para cuándo esperáis su regreso?
—Supongo que no se demorará mucho —repuso Vanion encogiéndose de hombros—. Incluso podría aparecer hoy mismo.
—En ese caso, esperaré.
Sparhawk tuvo entonces una idea y se puso en pie mientras sonreía a su profesora.
—¿Qué tramáis, Sparhawk? —preguntó la mujer, con suspicacia.
—Oh, nada —replicó.
Comenzó a pronunciar palabras en estirio y a agitar los dedos ante él. Una vez trazado el hechizo, lo liberó y alargó la mano. Siguió una vibración prolongada, un languidecer de las velas y una disminución del fulgor de las llamas en la chimenea. Cuando la luz adquirió de nuevo su intensidad normal, tenía en la mano un ramo de violetas.
—Para vos, pequeña madre —ofreció con una leve inclinación—, como muestra de mi amor.
—Oh, gracias, Sparhawk. —Sonrió al tomar las flores—. Siempre fuisteis el más considerado de mis alumnos. Aunque pronunciarais mal staratha —añadió con aire de crítica—. Habéis estado a punto de llenaros las manos de serpientes.
—Ya practicaré —prometió.
—Hacedlo.
Se oyó un golpe en la puerta.
—¿Sí? —inquirió Vanion.
La puerta se abrió para dar paso a uno de los jóvenes caballeros que la custodiaban.
—Afuera hay un mensajero de palacio, lord Vanion. Dice que le han ordenado hablar con sir Sparhawk.
—¿Qué querrán ahora? —murmuró éste.
—Hacedlo entrar —indicó Vanion al joven.
El rostro del mensajero le resultó conocido. Sus rubios cabellos lucían todavía elegantemente rizados. Su jubón azafrán, sus mangas de color lavanda, los zapatos marrones y la capa verde manzana continuaban formando una pésima combinación. No obstante, la cara del joven petimetre mostraba un nuevo embellecimiento. La punta de su prominente nariz estaba adornada con un inflamado forúnculo que parecía muy doloroso. El cortesano trataba infructuosamente de ocultar la excrecencia con un pañuelo de encaje.
—Mi señor preceptor —dijo, con una airosa reverencia en dirección a Vanion—, el príncipe regente os envía sus saludos.
—Hacedme el favor de devolvérselos —replicó Vanion.
—Tened por seguro que lo haré, mi señor —aseveró el florido personaje antes de girarse hacia Sparhawk—. Mi mensaje es para vos, caballero —declaró.
—Desvelad, pues, su contenido —respondió Sparhawk con exagerada formalidad—. Estoy ansioso por escucharlo.
El lechuguino ignoró su ironía y, tras sacar un pergamino de su jubón, comenzó a leer con tono grandilocuente.
—Por real decreto, Su Alteza os ordena viajar sin tardanza a la casa principal de los caballeros pandion en Demos y consagraros allí a vuestros deberes religiosos hasta el momento en que estime conveniente volver a requerir vuestra presencia en palacio.
—Ya veo —comentó Sparhawk.
—¿Habéis comprendido el mensaje, sir Sparhawk? —preguntó el cortesano, al tiempo que le ofrecía el pergamino.
Sparhawk no se dignó a prestarle atención.
—Lo habéis leído claramente. Habéis cumplido vuestro cometido de manera honorable. —Miró de reojo al perfumado personaje—. Si no os incomoda recibir consejos, compadre, deberíais hacer que os examinara un cirujano. Si no os abren ese forúnculo, continuará creciendo hasta un punto en que seréis incapaz de ver algo delante de vuestras narices.
El petimetre mostró desagrado al oír la palabra «abrir».
—¿De veras lo creéis así, sir Sparhawk? —preguntó con tono lastimero mientras bajaba el pañuelo—. ¿Una cataplasma tal vez…?
—No, compadre —aseguró Sparhawk con falsa conmiseración—. Puedo garantizaros que sin duda una cataplasma no producirá efecto alguno. Tened valor, amigo. La cirugía es la única solución.
El hombre adoptó un aire melancólico, hizo una reverencia y salió de la habitación.
—¿Fuisteis vos quien le hizo ese regalo? —inquirió Sephrenia suspicazmente.
—¿Yo? —repuso Sparhawk con disimulo.
—Alguien se lo ha provocado. Esa erupción no resulta natural.
—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Qué barbaridad!
—¿Y bien? —dijo Vanion—. ¿Vais a obedecer las órdenes del bastardo?
—Desde luego que no —resopló Sparhawk, indignado—. Tengo demasiados asuntos pendientes aquí, en Cimmura.
—Incitaréis su ira.
—¿Qué importa?