Capítulo 2

Sparhawk iba ataviado con su armadura protocolaria y caminaba hacia adelante y hacia atrás por la habitación iluminada con velas, para que se asentaran sus junturas.

—Había olvidado lo pesada que resulta —comentó.

—Habéis perdido facultades —afirmó Kurik—. Necesitáis un mes o dos en el campo de entrenamiento para fortaleceros. ¿Estáis seguro de que queréis llevarla?

—Es una ocasión formal, Kurik, y las visitas de cortesía exigen un atuendo adecuado. No deseo que nadie trastoque los papeles cuando vaya allí: soy el paladín de la reina y se supone que debo llevar armadura cuando me halle en su presencia.

—No os permitirán entrar para que la veáis —predijo Kurik, al tiempo que recogía el yelmo de su señor.

—¿Que no me lo permitirán?

—No cometáis ninguna locura, Sparhawk. Os hallaréis completamente solo.

—¿El conde de Lenda todavía ocupa un sitio en el consejo?

Kurik asintió.

—Es viejo y ostenta poca autoridad, pero goza del respeto general y Annias no puede sustituirlo.

—En ese caso, cuento con un amigo.

Sparhawk tomó el yelmo y, tras colocárselo, levantó la visera. Kurik se acercó a la ventana y recogió la espada y el escudo.

—La lluvia comienza a ceder —advirtió—. Ya clarean las primeras luces del amanecer.

De regreso, depositó la espada y el escudo sobre la mesa y tomó el sobretodo de color plateado.

—Extended los brazos —indicó.

Sparhawk separó los brazos y Kurik le puso la prenda sobre los hombros y luego la ató a los costados. Después, con la larga correa de la espada dio dos vueltas en torno al pecho de su señor. Sparhawk la tomó una vez enfundada en su vaina.

—¿La has afilado? —preguntó.

Kurik lo miró de hito en hito.

—Perdona.

Sparhawk prendió la vaina al macizo tachón de acero de la correa y la movió hasta colocarla en su flanco izquierdo. Kurik ató la extensa capa negra a las placas de los hombros de la armadura y, tras concluir su tarea, retrocedió para mirar a Sparhawk de pies a cabeza y evaluar su apariencia.

—No está mal —aseveró—. Os llevaré el escudo. Será mejor que os apresuréis. En palacio se levantan temprano; así disponen de más tiempo para intrigar.

Salieron de la habitación y bajaron las escaleras. La lluvia casi había cesado, quedaban tan sólo algunas gotas intermitentes que, azotadas por las rachas de viento, caían al sesgo sobre las losas del patio de la posada. No obstante, el cielo del amanecer permanecía cubierto de jirones de nubes, pese a que una amplia franja de amarillo pálido se abría paso por el este.

El portero sacó a Faran del establo, y él y Kurik ayudaron a montar a Sparhawk.

—Tened cuidado cuando lleguéis al palacio, mi señor —le advirtió el escudero con el tono formal que utilizaba cuando no se hallaban solos—. Los guardas habituales probablemente son neutrales, pero Annias cuenta con una tropa de soldados eclesiásticos en su interior. Cualquiera que lleve una librea roja es vuestro enemigo en potencia.

Sparhawk ciñó el escudo.

—¿Vas a ir al castillo a ver a Vanion? —preguntó al escudero.

—Tan pronto como abran las puertas del lado este de la ciudad —afirmó éste.

—Seguramente me dirigiré hacia allí cuando termine mi visita a palacio, pero tú debes regresar aquí y esperarme. —Esbozó una sonrisa—. Tal vez tengamos que abandonar la ciudad a toda prisa.

—No seáis vos quien fuerce tal desenlace, mi señor.

—Todo en orden, caballero —dijo Sparhawk al portero, al tiempo que tomaba las riendas de sus manos—. Abrid la puerta e iré a presentar mis respetos al bastardo Lycheas.

El portero soltó una carcajada mientras empujaba los batientes.

Faran emprendió un trote altivo; levantaba exageradamente los cascos para descargarlos luego y producir un estruendoso repiqueteo sobre los mojados adoquines. El enorme caballo poseía un peculiar olfato para percibir las ocasiones de lucimiento, y siempre se pavoneaba de manera escandalosa cuando Sparhawk montaba a sus espaldas aderezado con la armadura al completo.

—¿No estamos los dos ya un poco viejos para exhibiciones? —preguntó Sparhawk secamente.

Faran ignoró sus palabras y prosiguió su elaborada marcha.

Había poca gente en las calles de Cimmura a esa hora, en su mayor parte despeinados artesanos y soñolientos tenderos. El pavimento se hallaba mojado y las ráfagas de viento impulsaban los carteles de madera, que se bamboleaban entre crujidos. La mayoría de las ventanas tenían los postigos cerrados, si bien, de tanto en tanto, un dorado resplandor de bujía señalaba la morada de ocasionales madrugadores.

Sparhawk advirtió que la armadura había comenzado a exhalar aquel familiar perfume que derivaba de la mezcla de acero, aceite y arnés de cuero impregnados de su propio sudor durante años. Casi había olvidado aquel olor en las calles requemadas por el sol y las tiendas inundadas de especias fragantes de Jiroch; aún más poderosamente que la visión de los familiares parajes de Cimmura, aquella sensación lo convencía de que se hallaba realmente en casa.

De vez en cuando salía algún perro a la calzada para ladrar a su paso, pero Faran lo ignoraba desdeñosamente mientras trotaba sobre los adoquines.

El palacio estaba emplazado en el centro de la ciudad. Era un edificio majestuoso, de talla muy superior a la de los que lo rodeaban, con altas y puntiagudas torres rematadas por ondeantes pendones de brillante colorido. Hacía tiempo, uno de los reyes de Elenia había ordenado revestir las paredes exteriores de piedra caliza blanca; sin embargo, a causa del clima y del persistente humo que recubría la ciudad en determinadas épocas del año, ésta había adquirido un sucio color gris veteado.

Las amplias puertas del palacio se hallaban patrulladas por media docena de soldados vestidos con la librea azul oscuro que los identificaba como miembros de la guarnición regular.

—¡Alto! —gritó uno de ellos al acercarse Sparhawk.

A continuación, avanzó hacia el centro de la entrada con la pica levemente izada. Sparhawk pareció no haber acusado su orden y Faran se aproximó al hombre.

—¡Os he ordenado que os detengáis, caballero! —insistió el guarda.

Entonces uno de sus compañeros se adelantó y, tras tomarlo del brazo, lo apartó a un lado.

—¡Es el paladín de la reina! —exclamó el segundo guarda—. No debes cortarle nunca el paso.

Sparhawk llegó al patio central y desmontó con movimientos algo torpes debido al peso de la armadura y al estorbo del escudo. Un centinela se acercó con la pica en alto.

—Buenos días, compadre —saludó Sparhawk con parsimonia.

El guarda titubeó.

—Vigilad mi caballo —le indicó el caballero—. No creo que me demore en exceso.

Después le entregó las riendas de Faran y comenzó a ascender la ancha escalinata en dirección a la pesada puerta doble que daba acceso al palacio.

—Caballero —lo llamó el guarda.

Sparhawk se limitó a continuar su subida sin volver la espalda. En el rellano superior había dos guardas también ataviados con librea azul, a su juicio, de edad avanzada, a los cuales creyó reconocer. Uno de ellos abrió los ojos de par en par y su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Sed bienvenido, sir Sparhawk —saludó, mientras abría la puerta al caballero de negra armadura.

Sparhawk le respondió con un guiño y entró; las mallas que cubrían sus pies y las espuelas repiquetearon sobre las pulidas losas. Tras haber franqueado la entrada, encontró a un funcionario de palacio de cabellos rizados y engomados vestido con un jubón de color castaño.

—Deseo hablar con Lycheas —anunció Sparhawk con voz neutra—. Llevadme hasta él.

—Pero… —La faz del hombre había palidecido ligeramente, sin embargo, se sobrepuso y, paulatinamente, adoptó una expresión arrogante—. ¿Cómo habéis…?

—¿No me habéis oído, compadre? —inquirió Sparhawk.

Su interlocutor se echó hacia atrás.

—A… al momento, sir Sparhawk —tartamudeó.

Enseguida se giró y empezó a abrirse camino por el amplio corredor central. Le temblaban ostensiblemente los hombros. Sparhawk advirtió que no lo conducía a la sala del trono, sino a la cámara del consejo, donde el rey Aldreas se reunía habitualmente con sus consejeros. Los labios del fornido caballero esbozaron una sonrisa al abrazar la conjetura de que la presencia de la joven reina sentada en el trono bajo una bóveda de cristal debía de tener un efecto descorazonador sobre las pretensiones que albergaba su primo de usurparle la corona.

Al llegar a la puerta de la cámara la hallaron guardada por dos hombres ataviados con la librea roja de la Iglesia, dos soldados del primado Annias. Ambos cruzaron automáticamente las picas para impedirles la entrada a la estancia.

—El paladín de la reina viene a ver al príncipe regente —les informó el funcionario con voz inquieta.

—No nos han dado orden de admitir al paladín de la reina —declaró uno de ellos.

—Ahora la tendréis —aseveró Sparhawk—. Abrid la puerta.

El funcionario de jubón castaño hizo amago de escabullirse, pero Sparhawk lo agarró del brazo.

—No he prescindido de vuestros servicios todavía, compadre —le advirtió.

Entonces dirigió la vista a los centinelas.

—Abrid la puerta —repitió.

La decisión quedó en suspenso durante un largo momento, mientras los guardas observaban a Sparhawk y luego se intercambiaban tensas miradas. Después, uno de ellos tragó saliva y, tras bajar la pica, alargó torpemente la mano hacia la manecilla.

—Deberéis anunciarme —indicó Sparhawk al hombre cuyo brazo mantenía aún firmemente sujeto bajo el guantelete de su mano—. No es nuestro deseo provocar sorpresa en los presentes, ¿no es así?

El gomoso personaje tenía la mirada extraviada. Dio un paso adelante, hacia la puerta abierta, al tiempo que se aclaraba la garganta.

—El paladín de la reina —dijo, engarzando bruscamente las palabras—. El caballero pandion, sir Sparhawk.

—Gracias, compadre —asintió Sparhawk—. Ahora podéis iros.

El funcionario se retiró.

La cámara del consejo poseía grandes dimensiones y estaba tapizada de telas de tonalidad azul. Anchos candelabros que flanqueaban las paredes sumaban su luz a las velas dispuestas sobre la larga mesa de madera pulida que ocupaba el centro de la estancia. Alrededor de ésta se encontraban sentados tres personajes con sendos documentos delante, y un cuarto se había incorporado de la silla.

El hombre que se hallaba de pie era el primado Annias. El eclesiástico había adelgazado a lo largo de los diez años transcurridos desde la última vez que lo viera Sparhawk, y su demacrado rostro presentaba una tez grisácea. Los cabellos, atados a la nuca, mostraban una abundante profusión de hebras plateadas. Llevaba una larga casaca negra sobre la que destacaba el colgante que pendía de una gruesa cadena de oro que rodeaba su cuello, y que revelaba su cargo de primado de Cimmura. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, delataban el asombro y la prevención que había provocado en él la entrada de Sparhawk.

El conde de Lenda, un anciano de unos setenta años, de pelo blanco, iba ataviado con un jergón de color gris pálido y sonreía abiertamente con sus chispeantes ojos azules, que resaltaban en su arrugada faz. El barón Harparín, un reconocido pederasta, estaba sentado con la estupefacción pintada en la cara; su atuendo era un auténtico derroche de colores irreconciliables. A su lado había un obeso individuo vestido de rojo, al cual Sparhawk no pudo reconocer.

—¡Sparhawk! —exclamó con sequedad Annias tras reponerse de la sorpresa—. ¿Qué hacéis aquí?

—Tengo entendido que me buscabais, Su Ilustrísima —repuso Sparhawk—. Pensé que así os ahorraría toda molestia.

—Habéis quebrantado vuestro exilio —lo acusó Annias con enfado.

—Ése es uno de los asuntos que debemos tratar. Me han dicho que Lycheas, el bastardo, ejerce como príncipe regente hasta que la reina recobre la salud. ¿Por qué no le mandáis aviso de que venga y así evitaremos repetir las mismas cosas dos veces?

Annias abrió los ojos, sobrecogido por el ultraje.

—Eso es lo que es Lycheas, ¿no es cierto? —apostilló Sparhawk—. Sus orígenes distan mucho de ser un secreto, por lo cual no es necesario andarse con remilgos. Si no recuerdo mal, la cuerda de la campanilla se encuentra por ahí. Dadle un tirón, reverendo Annias, y enviad a alguno de vuestros aduladores a buscar al príncipe regente.

El conde de Lenda reía entre dientes y Annias descargó sobre él una furiosa mirada mientras se dirigía a los cabos que colgaban de la pared opuesta. Su mano dudó entre ambos.

—No os vayáis a equivocar, Su Ilustrísima —le advirtió Sparhawk—. Podrían producirse diversos y terribles acontecimientos si apareciera una docena de soldados en lugar de un sirviente.

—Adelante, Annias —urgió el conde de Lenda—. Mi vida ya se aproxima a su fin y no me importaría irme al más allá con el regusto de algo excitante.

El primado apretó las mandíbulas y tiró de la cuerda azul en lugar de la roja. Instantes después se abrió la puerta y entró un joven vestido con librea.

—¿Desea algo Su Ilustrísima? —preguntó, al tiempo que se inclinaba ante Annias.

—Comunicad al príncipe regente que requerimos su presencia aquí de inmediato.

—Pero…

—¡De inmediato!

—Sí, Su Ilustrísima —musitó el sirviente mientras se alejaba.

—¿Veis lo sencillo que ha sido? —dijo Sparhawk a Annias.

A continuación se acercó al conde de Lenda y, tras retirar su guantelete, tomó la mano del anciano.

—Tenéis buen aspecto, mi señor —saludó.

—¿Queréis decir que todavía vivo? —bromeó el conde—. ¿Cómo estaban las cosas por Rendor, Sparhawk?

—Calientes, secas y muy polvorientas.

—Siempre lo han sido, muchacho. Siempre.

—¿Vais a contestar a mi pregunta? —inquirió Annias.

—Por honor, Su Ilustrísima —respondió devotamente Sparhawk levantando un brazo—, no hasta que llegue el príncipe regente. Debemos tener presentes las buenas maneras, ¿no lo creéis así? —Arqueó las cejas—. Decidme —agregó, casi como si se tratara de una ocurrencia tardía—, ¿cómo está su madre?; de salud, me refiero. No pretendo que un religioso dé fe de los talentos carnales de la princesa Arissa, pese a que prácticamente la totalidad de los habitantes de Cimmura podría testimoniar acerca de ellos.

—Vais demasiado lejos, Sparhawk.

—¿Queréis dar a entender que lo desconocíais? Por el amor de Dios, amigo, deberíais tratar de manteneros al corriente de los acontecimientos.

—¡Qué rudeza! —exclamó el barón Harparín, dirigiéndose al individuo ataviado de rojo.

—No es el tipo de encanto que os seduciría a vos, Harparín —comentó Sparhawk—. Según me han comentado, vuestras inclinaciones son de otro tipo.

Se abrió la puerta y entró en la habitación un joven de cabello rubio terroso, labios fláccidos y tez plagada de espinillas. Llevaba una toga adornada con piel de armiño y una pequeña corona de oro.

—¿Queríais verme, Annias?

Su voz poseía un carácter nasal, casi gimoteante.

—Un asunto de Estado, alteza —repuso Annias—. Necesitamos que emitáis vuestro juicio sobre un caso que merece el cargo de alta traición.

La reacción del muchacho consistió en un estúpido parpadeo.

—Éste es sir Sparhawk, que ha violado deliberadamente las órdenes de vuestro tío, el rey Aldreas. Este caballero fue exiliado a Rendor, y allí debía permanecer hasta que no fuera llamado mediante decreto real. Su propia presencia en Cimmura lo declara culpable.

Lycheas retrocedió visiblemente ante el caballero de fría expresión y negra armadura, con los ojos dilatados y la boca abierta de par en par.

—¿Sparhawk? —preguntó acobardado.

—El mismo —confirmó el caballero—. Sin embargo, me temo que el buen primado ha exagerado ligeramente. Cuando asumí mi condición de paladín hereditario de la corona, formulé un juramento que me obligaba a defender al rey, o a la reina, en cualquier momento en que su vida peligrara. Dicho juramento tiene prioridad sobre cualquier mandato, regio o no, y la situación de la reina claramente entraña peligro.

—Tu argumento es un mero tecnicismo, Sparhawk —espetó Annias.

—Soy consciente de ello —replicó Sparhawk humildemente—, pero los tecnicismos constituyen la base de la ley.

El conde de Lenda se aclaró la garganta.

—He realizado un estudio de estos temas —apuntó—, y Sparhawk ha citado correctamente la ley. Su juramento de defender la corona tiene prioridad absoluta.

El príncipe Lycheas se había retirado al otro lado de la mesa para evitar a Sparhawk.

—Es absurdo —declaró—. Ehlana está enferma. No sufre ninguna amenaza física.

Tras este comentario, tomó asiento en la silla contigua a la del primado.

—La reina —lo corrigió Sparhawk.

—¿Cómo?

—El tratamiento correcto es «Su Majestad», o «la reina Ehlana», como prefiráis. Resulta una extrema descortesía llamarla simplemente por su nombre. Supongo que técnicamente estoy obligado a protegerla tanto de las incorrecciones poco gentiles como de un peligro físico. Confieso escasa pericia en este aspecto legal, por lo cual me acogeré al veredicto de mi viejo amigo, el conde de Lenda, antes de presentar formalmente mi desafío a Su Alteza por medio de un padrino.

—Esto es una auténtica idiotez —intervino Annias—. Aquí no va a presentarse ni a aceptarse ningún desafío. De alguna forma, el razonamiento del príncipe regente es atinado —añadió, con los ojos entornados—. Sparhawk pretende valerse de esta débil excusa para quebrantar su exilio. A menos que pueda apoyarse en algún documento que evidencie haber sido reclamado por la realeza, será acusado de alta traición.

El primado sonreía ladinamente.

—No creí que fuerais a solicitármelo, Annias —dijo Sparhawk.

Entonces introdujo la mano bajo el cinto de su espada y extrajo un pergamino cuidadosamente doblado y atado con una cinta azul. Soltó la cinta y abrió el pergamino mientras la piedra de su anillo desprendía vibrantes destellos rojos a la luz de las velas.

—Opino que este documento satisface todos los requisitos —indicó, al tiempo que lo ojeaba—. Tiene estampada la firma de la reina y su sello personal. Sus instrucciones son explícitas. —Alargó el brazo para ofrecérselo al conde de Lenda—. ¿Cuál es vuestro parecer, mi señor?

—El sello pertenece a la reina —confirmó el anciano tras examinarlo— y ésta es su caligrafía. Ordena a Sparhawk presentarse ante ella inmediatamente después de su ascensión al trono. Representa una orden real válida, señores.

—Dejadme verlo —atajó Annias.

Lenda le entregó el documento por encima de la mesa. El primado lo leyó rápidamente, con las mandíbulas fuertemente apretadas.

—Ni siquiera tiene impresa una fecha —objetó.

—Excusadme, Su Ilustrísima —intervino Lenda—, pero no existe ninguna obligación legal para que un mandato o un decreto real vaya provisto de fecha, pues este particular supone una mera convención.

—¿Dónde conseguisteis esto, Sparhawk? —preguntó Annias, con los párpados entornados.

—Hace tiempo que lo poseo.

—Evidentemente fue escrito antes de que la reina ascendiera al trono.

—Eso parece, ¿verdad?

—No tiene validez —afirmó Annias, al tiempo que tomaba el pergamino con ambas manos como si fuera a rasgarlo.

—¿Cuál es la pena por destruir un decreto real, señor de Lenda? —inquirió suavemente Sparhawk.

—La muerte.

—Tal como lo pensaba. Adelante, rompedlo, Annias. Con sumo placer ejecutaré la sentencia yo mismo, a fin de ahorrar tiempo y evitar los gastos de los molestos procedimientos legales.

Sus ojos se encontraron con los de Annias, quien, al cabo de unos instantes, lanzó con aborrecimiento el pergamino sobre la mesa.

Lycheas había permanecido a la expectativa, mas su expresión reflejaba una angustia creciente. Sin embargo, de pronto, pareció advertir algo por primera vez.

—Vuestro anillo, sir Sparhawk —dijo con su voz quejumbrosa—, representa la insignia de vuestro cargo, ¿no es cieno?

—De forma aproximada, sí. En realidad, este anillo y el de la reina simbolizan el vínculo existente entre mi familia y la suya.

—Dádmelo.

—No.

—¡Acabo de emitir una orden real! —gritó, con los ojos a punto de saltársele de las órbitas.

—No. Era una petición personal. No podéis decretar nada puesto que no sois el rey.

Lycheas miró indeciso al primado, pero éste sacudió débilmente la cabeza y el rostro del joven se tiñó de rubor.

—El príncipe regente simplemente deseaba examinarlo, sir Sparhawk —indicó en tono conciliador el eclesiástico—. Hemos buscado su homólogo, el anillo del príncipe Aldreas, y, sin embargo, parece haberse perdido. ¿No tendríais vos idea de dónde podría hallarse?

—Aldreas lo llevaba en el dedo cuando partí hacia Cippria —contestó Sparhawk alargando las manos—. No se trata de una pieza que se quite habitualmente; en mi opinión, debía llevarlo puesto cuando murió.

—No, no lo llevaba.

—En ese caso, tal vez lo tenga la reina.

—No, que nosotros sepamos.

—Quiero esa joya —insistió Lycheas—, como símbolo de mi autoridad.

—¿Qué autoridad? —le preguntó ásperamente Sparhawk en son de burla—. El anillo pertenece a la reina Ehlana, y si alguien trata de arrebatárselo, deberé tomar las medidas pertinentes.

De súbito, sintió un leve cosquilleo en la piel. Tenía la impresión de que las llamas de los candelabros habían perdido vivacidad y que la cámara del consejo se sumía progresivamente en la penumbra. Al instante, comenzó a murmurar en voz muy baja palabras en el idioma estirio para trazar con sumo cuidado el hechizo que contrarrestaría la burda manipulación mágica emprendida por uno de los ocupantes de la sala. Mientras tanto, sus ojos buscaron al responsable. Al finalizar el contrahechizo y comprobar cómo se demudaba la faz de Annias, le dirigió una gélida sonrisa. Después se incorporó.

—Bien —dijo con tono resuelto—. Ahora ocupémonos de los asuntos importantes. ¿De qué murió exactamente el rey Aldreas?

—De epilepsia —respondió con tristeza el conde de Lenda, al tiempo que dejaba escapar un suspiro—. Los ataques comenzaron hace varios meses y se tornaron cada vez más fuertes y frecuentes. El rey se debilitó poco a poco y finalmente…

—El rey no padecía esa enfermedad cuando abandoné Cimmura —comentó Sparhawk.

—Los síntomas aparecieron repentinamente —explicó Annias de forma lacónica.

—Se rumorea que la reina padecía el mismo mal.

Annias hizo un gesto afirmativo.

—¿A nadie le ha parecido sorprendente? Nunca han existido antecedentes de ese tipo de dolencia en la familia real. Además, ¿no resulta extraño que Aldreas no la experimentase hasta la edad de cuarenta años y que su hija cayera enferma poco después de cumplir los dieciocho?

—No poseo conocimientos médicos, Sparhawk —se disculpó Annias—. Si lo deseáis, podéis preguntar a los médicos de la corte, pero dudo que descubráis algo que difiera de lo que os hemos contado.

Sparhawk exhaló un gruñido y recorrió con la mirada la sala del consejo.

—Creo que hemos agotado el último punto que debíamos tratar aquí —concluyó con firmeza el robusto caballero—. ¿Puedo recogerlo? —añadió, señalando el pergamino que se encontraba aún sobre la mesa, delante del primado.

Cuando se lo entregaron, lo releyó velozmente.

—Aquí está —afirmó cuando llegó a la frase conveniente—. «Os ordeno presentaros ante mí inmediatamente después de vuestro regreso a Cimmura». Este mandato no deja gran margen para las argumentaciones, ¿no lo creéis así?

—¿Qué tramáis, Sparhawk? —inquirió con suspicacia el primado.

—Me limito a obedecer, Su Ilustrísima. La reina me exige presentarme ante ella y eso es lo que me propongo.

—La puerta de la sala del trono se encuentra cerrada con llave —espetó Lycheas.

—No os preocupéis —lo tranquilizó Sparhawk con una sonrisa casi benevolente—. Tengo una llave —agregó, y acercó la mano a la empuñadura de su espada.

—¡No osaríais utilizar la fuerza!

—Podéis apostar.

Annias carraspeó.

—Si me permitís expresar mi opinión, Alteza… —comenzó a hablar.

—Desde luego, Su Ilustrísima —repuso rápidamente Lycheas—. La corona está siempre dispuesta a recibir consejo de la Iglesia.

—¿La corona? —inquirió Sparhawk.

—Una formalidad, sir Sparhawk —le explicó Annias—. El príncipe la representa durante el período de incapacitación de la reina.

—No, por lo que a mí respecta.

—La Iglesia considera oportuno acceder a la petición un tanto grosera del paladín de la reina —asesoró Annias, dirigiéndose a Lycheas—. Nosotros no debemos recibir la acusación de incivilidad. Asimismo, la Iglesia estima que es conveniente que el príncipe regente y la totalidad del consejo acompañen a sir Sparhawk a la sala del trono. Se trata de un reputado adepto a ciertas prácticas mágicas, y para proteger la vida de la reina no debemos permitirle emplear de manera precipitada dichas artes sin consultar previamente a los médicos de la corte.

Lycheas aparentemente dedicó unos minutos a reflexionar sobre sus palabras antes de ponerse en pie.

—Actuaremos de acuerdo con vuestras indicaciones, Su Ilustrísima —declaró—. Os ordeno que nos acompañéis, sir Sparhawk.

—¿Ordenáis?

Lycheas hizo caso omiso de la réplica y avanzó regiamente hacia la puerta.

Sparhawk, tras ceder el paso al barón Harparín y al obeso hombre ataviado de rojo, se colocó al lado del primado Annias. Sonreía de modo relajado, pero la voz grave que salió de su garganta no era precisamente expresión de un estado de buen humor.

—No se os ocurra volver a hacer uso de tales trucos, Annias —advirtió.

—¿Cómo? —inquirió el primado con voz estupefacta.

—Me refiero a vuestras incursiones en el mundo de la hechicería. En primer lugar, porque no poseéis grandes dotes y me resulta irritante tener que derrochar esfuerzos para neutralizar el trabajo de aficionados, y, en segundo lugar, porque a los eclesiásticos se les prohíbe interesarse en las prácticas mágicas.

—No tenéis pruebas, Sparhawk.

—No las necesito, Annias. Mi juramento como caballero pandion sería suficiente en cualquier tribunal civil o religioso. ¿Por qué no dejamos esta cuestión? De cualquier forma, no volváis a murmurar ningún encantamiento destinado a mi persona.

Encabezados por Lycheas, los miembros del consejo y el caballero de negra armadura recorrieron un pasillo iluminado con velas hasta llegar a la majestuosa puerta de la sala del trono. Lycheas sacó una llave de su jubón y la abrió.

—Bien —indicó a Sparhawk—. Está abierta. Id a presentaros ante vuestra reina, aunque no creo que vaya a servirle de nada.

El paladín tomó una vela encendida de un candelabro de plata adosado a la pared antes de penetrar en la oscura estancia.

En la habitación del trono hacía frío y el aire olía a humedad y a cerrado. Sparhawk recorrió la sala al tiempo que prendía metódicamente todas las velas. A continuación, se encaminó hacia el trono y encendió las que reposaban en los candelabros situados a ambos lados.

—No necesitáis tanta luz —aseguró irritado el príncipe desde la puerta.

Sparhawk prefirió ignorarlo. Alargó la mano y tentó el cristal que rodeaba el trono. Al instante percibió que lo impregnaba la conocida aura de Sephrenia. Después alzó lentamente los ojos para mirar el pálido y juvenil rostro de Ehlana. La promesa que despuntaba en él durante su infancia se había hecho realidad. Su belleza la hubiera distinguido entre un buen número de muchachas; era verdaderamente hermosa. Su semblante hacía gala de una perfección casi luminiscente. Sus rubios cabellos formaban una mata dorada que enmarcaba suavemente su rostro. Lucía su atuendo real y su cabeza se tocaba con la maciza corona de oro de Elenia. Sus delicadas manos reposaban sobre los brazos del trono y sus ojos permanecían cerrados.

Recordó que al principio había reaccionado amargamente ante el mandato del rey Aldreas que lo consagraba al cuidado de su hija. No obstante, pronto había comprobado que no se trataba de una niña atolondrada, sino de una sensata muchacha con una mente despierta y retentiva, y una curiosidad extraordinaria. Una vez que hubo superado su timidez inicial, había comenzado a formularle innumerables preguntas sobre las cuestiones de palacio y, de aquel modo, casi accidentalmente, había comenzado su educación en el arte de gobernar y en las complejidades de la política palaciega. Pasados unos meses, una cordial relación los unía; Sparhawk descubrió que esperaba con ansia los intervalos de conversación privada que mantenían diariamente. Los había aprovechado para moldear paulatinamente su carácter y prepararla para su futura designación como reina de Elenia.

Con la congoja que le producía contemplarla en su estado actual, apresada bajo una apariencia de muerte, se juró a sí mismo que le devolvería la salud y la restauraría en su trono, aunque tuviera que recorrer el mundo entero para conseguirlo. Su imagen provocaba en él una profunda irritación. Se sentía incitado a descargar su rabia sobre los objetos circundantes, como si la mera demostración de su fuerza física pudiera tornarla a la conciencia.

En aquel momento percibió un sonido cuya intensidad aumentaba progresivamente. Era un ritmo regular, un pulso acompasado, remotamente similar a la percusión de un tambor, que se reproducía sin titubeos y resonaba por toda la estancia, al tiempo que incrementaba con firmeza su volumen como si quisiera anunciar a quien entrara allí que el corazón de Ehlana palpitaba aún.

Sparhawk desenfundó la espada y saludó con ella a su reina. Después hincó una rodilla en el suelo, como muestra del profundo respeto y de la singular manifestación de amor que lo invadían; se inclinó hacia adelante para besar suavemente la inquebrantable lámina de cristal; de súbito, los ojos se le anegaron en lágrimas.

—Por fin he regresado, Ehlana —murmuró—, y haré que todo vuelva a sonreírte.

El latido sonó con más fuerza, como si, por medio de algún prodigioso canal, Ehlana hubiera oído sus palabras.

Desde el umbral le llegaba la risa burlona de Lycheas, y Sparhawk se prometió que, en cuanto tuviera ocasión, sometería a un sinnúmero de vejaciones al primo bastardo de la reina. Finalmente se incorporó y se encaminó hacia la puerta.

Lycheas le sonreía con afectación. Sostenía todavía en su mano la llave de la sala del trono. Al pasar junto al príncipe, Sparhawk se la arrebató velozmente.

—Ya no vais a necesitarla —le dijo—. Puesto que he vuelto, yo mismo me haré cargo de ella.

—¡Annias! —pidió ayuda Lycheas, con voz alterada.

El primado dirigió una mirada al desapacible rostro del paladín de la reina y se convenció de inmediato de que era preferible no contradecir su decisión.

—Permitid que se la quede —opinó de forma abrupta.

—Pero…

—Seguid mi consejo —espetó el primado—. Nosotros no la necesitamos. No existe ninguna objeción a que el paladín de la reina guarde la llave de la habitación donde ella duerme.

El tono utilizado por el religioso dejaba traslucir una vil indirecta. Sparhawk contuvo su ira apretando su puño izquierdo, todavía revestido con el guantelete.

—¿Me haréis el honor de recorrer a mi lado el camino de regreso a la sala del consejo, sir Sparhawk? —medió el conde de Lenda, mientras apoyaba su mano en el antebrazo rodeado de acero de Sparhawk—. Mis pasos a veces son indecisos y me resulta reconfortante tener al lado a un fornido joven.

—Desde luego, mi señor —repuso el caballero, al tiempo que relajaba la presión de su puño.

Cuando Lycheas se hubo alejado a través del corredor al frente del resto de la comitiva, Sparhawk cerró la puerta y, después, ofreció la llave a su viejo amigo.

—¿Querréis guardarla en mi lugar, mi señor? —preguntó.

—Con mucho gusto, sir Sparhawk.

—Si es posible, mantened las velas encendidas en la sala del trono. No la dejéis sentada en medio de la oscuridad.

—Por supuesto.

Comenzaron a recorrer el pasillo.

—¿Queréis que os diga algo, Sparhawk? —propuso el anciano—. Olvidaron limar muchas asperezas cuando terminaron de pulir vuestro carácter.

Sparhawk esbozó una sonrisa.

—Realmente lográis ser muy ofensivo cuando os lo proponéis —remachó el conde de Lenda.

—No puedo evitarlo, mi señor.

—Tened mucho cuidado aquí en Cimmura —le previno gravemente el anciano en un murmullo de voz—. Annias tiene espías apostados en todos los rincones. Lycheas no osa ni siquiera estornudar sin su permiso. El primado es el verdadero dirigente de Elenia, y no debéis olvidar que os profesa un profundo odio.

—Puedo aseguraros que el sentimiento es recíproco —comentó Sparhawk tras una breve reflexión—. Hoy me habéis demostrado vuestra amistad, mi señor. ¿Creéis que estar de mi lado os acarreará algún peligro?

—Lo dudo mucho —respondió el conde de Lenda con una sonrisa—. Soy demasiado viejo e inofensivo para representar alguna amenaza para Annias. No paso de ser un personaje vagamente irritante, y, por otra parte, el primado es lo bastante calculador. No se arriesgaría a emprender cualquier acción contra mí.

El eclesiástico los aguardaba a la entrada de la cámara.

—El consejo ha estudiado vuestro caso, sir Sparhawk —declaró fríamente—. Es obvio que la reina se halla fuera de peligro. Su corazón late con fuerza y el cristal que la rodea es prácticamente impermeable. En estos momentos no necesita disponer de un protector. Por ello, el consejo os ordena regresar al castillo de vuestra orden en Cimmura y permanecer allí hasta recibir nuevas instrucciones. —Una sonrisa gélida recorrió entonces sus labios—. O hasta que la propia reina os llame a su presencia, obviamente.

—Obviamente —replicó con tono distante Sparhawk—. Estaba a punto de haceros la misma proposición, Su Ilustrísima. No soy más que un simple caballero y la compañía de mis hermanos en el castillo me será más grata que el trato palaciego. Realmente, aquí me siento fuera de lugar.

—Ya había reparado en ello.

—No abrigaba ninguna duda respecto a vuestra perspicacia.

Sparhawk dio un breve apretón de manos al conde de Lenda a modo de despedida y, a continuación, miró directamente a Annias.

—Hasta que volvamos a encontrarnos, Su Ilustrísima.

—Suponiendo que tengamos ocasión.

—Oh, nos veremos nuevamente, Annias. Estad seguro de ello.

Tras esta afirmación, Sparhawk giró sobre sus talones y comenzó a caminar por el pasillo.