Capítulo 1

Era una noche lluviosa. Una ligera y plateada llovizna atravesaba el cedazo de negro cielo y se enroscaba en torno a las torres de vigilancia de la ciudad de Cimmura, silbaba en las antorchas que flanqueaban la ancha puerta y resaltaba el negro brillo de las piedras de la carretera que conducía a la ciudad. Un caballero solitario se aproximaba a ella. Iba envuelto en una oscura y pesada capa de viaje y montaba un alto y peludo caballo ruano. El viajero poseía una constitución fornida, formada por una potente y amplia osamenta. Su cabello era áspero y negro, y en algún avatar debió de haberse roto la nariz. Cabalgaba tranquilamente pero mantenía el peculiar estado de alerta propio de un experto guerrero.

Se llamaba Sparhawk. Tenía al menos diez años más de los que aparentaba y acarreaba la erosión del tiempo no tanto en su estropeado rostro como en una docena de enfermedades menores y achaques de poca importancia, así como en varias cicatrices de color púrpura diseminadas por su cuerpo, las cuales acostumbraban dolerle cuando hacía mal tiempo. Esa noche, sin embargo, sentía el peso de su edad, y sus deseos se centraban con intensidad en el lecho caliente que esperaba hallar en la modesta posada adonde se encaminaba.

Sparhawk regresaba a casa tras representar por espacio de una década el papel de un hombre diferente con distinto nombre en un país donde apenas llovía; por el contrario, allí el sol era un martillo que golpeaba sin piedad sobre el blanco yunque de arena, roca y arcilla requemada, y las airosas mujeres iban a los pozos en medio de la luz plateada de la aurora con grandes vasijas de loza ancladas en los hombros y las caras ocultas tras negros velos.

El enorme caballo ruano se estremeció con aire ausente, sacudió la lluvia de sus enmarañadas crines, y se acercó a la puerta de la ciudad para detenerse en el círculo rojizo de luz que despedían las antorchas ante la caseta de guardia.

Un centinela mal afeitado, ataviado con un peto y un yelmo herrumbrosos y una andrajosa capa verde que colgaba con negligencia de uno de sus hombros, salió con paso inseguro de su refugio para cortar vacilante el paso de Sparhawk.

—Debéis decirme vuestro nombre —advirtió con voz ronca a causa del alcohol.

Sparhawk le dedicó una larga mirada, después abrió su capa para dejar al descubierto el macizo amuleto de plata que colgaba de su cuello.

Los ojos del ebrio guardián se abrieron ligeramente y luego retrocedió un paso.

—Oh —exclamó—, disculpad, mi señor. Adelante.

—¿Quién es, Raf? —preguntó otro centinela que asomaba la cabeza por la puerta de la caseta.

—Un caballero pandion —repuso con nerviosismo su compañero.

—¿Y a qué ha venido a Cimmura?

—Yo no hago preguntas a los pandion, Bral —contestó el hombre llamado Raf mientras sonreía con zalamería a Sparhawk—. Es nuevo —indicó en tono de disculpa, señalando con el pulgar a su camarada que se hallaba detrás—. Ya aprenderá a su debido tiempo, mi señor. ¿Podemos hacer algo por vos?

—No —respondió Sparhawk—. De todos modos, gracias. Sería mejor que os resguardarais de la lluvia, compadre. Cogeréis frío aquí afuera.

Entregó una moneda al centinela de capa verde y penetró en la ciudad atravesando la estrecha calle de entrada en cuyos edificios resonaba el entrechocar de las herraduras de acero de su ruano sobre el pavimento de piedra.

El barrio colindante con la puerta era pobre y estaba formado por casas de un aspecto lamentable, arracimadas unas contra otras, que proyectaban los pisos superiores sobre las húmedas y sucias callejuelas. Azotados por el viento nocturno, se balanceaban con un crujir de oxidados garfios los toscos letreros que identificaban las tiendas, de barrados postigos, diseminadas entre las plantas bajas. Un perro mojado de famélica silueta pasó sigilosamente con el rabo entre las piernas. Por lo demás, la calle aparecía oscura y solitaria.

Una antorcha llameaba intermitentemente en la intersección con otra calle. Una joven prostituta enferma, flaca y arrebujada en una andrajosa capa azul, aguardaba esperanzada bajo la luz como un pálido y amedrentado fantasma.

—¿Os apetece un rato de solaz, señor? —se ofreció lloriqueando. Tenía los ojos muy abiertos y su demacrado rostro reflejaba la timidez y el hambre.

Sparhawk detuvo el caballo e, inclinándose sobre la silla, puso unas cuantas monedas en su mugrienta mano.

—Vete a casa, hermana —le aconsejó con dulce voz—. Es tarde y con la lluvia ya no vendrán clientes esta noche.

Después se incorporó y prosiguió su camino seguido de la mirada estupefacta y agradecida de la mujer. Giró por una angosta calleja lateral invadida por las sombras y escuchó los pasos de alguien que huía más adelante. Su oído captó el murmullo de una precipitada conversación a su izquierda, en algún punto indeterminado que quedaba sumido en la oscuridad más profunda.

Su montura resopló e irguió las orejas.

—No hay nada de que preocuparse —lo tranquilizó Sparhawk.

La voz del fornido caballero había adoptado un tono suave, similar a la de un ronco susurro. La gente que lo percibía solía volverse para escuchar. Después habló más alto, en dirección a los pies que se escabullían en la penumbra.

—Me gustaría tener un encuentro con vosotros, compadres —dijo—, pero es tarde, y no estoy de humor para distracciones imprevistas. ¿Por qué no vais a asaltar a algún noble borracho y os olvidáis de mí? Así viviréis un día más para poder robar.

Para dar énfasis a sus palabras arrojó hacia atrás su mojada capa y mostró la empuñadura de la espada de hoja ancha que colgaba de su cinto.

En el callejón se hizo el silencio y, tras la sorpresa, se oyeron las pisadas que se alejaban velozmente.

El espigado ruano resopló burlonamente.

—Pienso exactamente lo mismo —se mostró de acuerdo Sparhawk, al tiempo que volvía a cubrirse con la capa—. ¿Qué te parece si reanudamos la marcha?

Penetraron en una amplia plaza, rodeada de crepitantes antorchas, donde la mayoría de los puestos de mercado estaban cubiertos ya con sus toldos de abigarrados colores. Algunos entusiastas persistían, inasequibles al desaliento, y pregonaban con estridencia sus mercaderías a los indiferentes viandantes que se apresuraban a regresar a sus hogares para guarecerse de la lluvia. Sparhawk sujetó las riendas de su caballo. De una sórdida taberna salía con paso incierto un grupo de ruidosos nobles que intercambiaban gritos de embriaguez mientras atravesaban la plaza. Esperó con calma hasta que desaparecieron por una calleja lateral, y entonces miró a su alrededor con todos sus sentidos alerta.

Si hubiera habido un poco más de gente en aquella plaza ya casi vacía, ni la propia agudeza visual de Sparhawk habría podido advertir la presencia de Krager. Era éste un hombre de mediana estatura, rostro arrugado y aspecto descuidado. Llevaba las botas sucias de barro y una capa marrón colgada desmañadamente del cuello. Arrastraba los pies por el mercado, con el mojado y descolorido pelo aplastado sobre su estrecha cabeza y los acuosos ojos de miope parpadeando mientras escudriñaba en medio de la lluvia. Sparhawk respiró hondamente. No había visto a Krager desde aquella noche en Cippria, casi diez años antes, y reparó en los estragos que el tiempo había causado en él. Su cara estaba más macilenta y ojerosa; sin embargo, no cabía duda de que se trataba de Krager.

Dado que los movimientos bruscos llaman indefectiblemente la atención, la reacción de Sparhawk fue estudiada: desmontó lentamente y condujo su enorme caballo hacia el toldo verde de la parada de un vendedor de comestibles, siempre con cuidado de mantener el animal entre él y el individuo corto de vista de la capa marrón.

—Buenas noches, compadre —saludó al tendero, con voz extrañamente tranquila—. Debo ocuparme de algunos quehaceres. Os recompensaré si tenéis a bien vigilar el caballo.

Los ojos del mercader despidieron un destello de codicia.

—Ni se os ocurra —advirtió Sparhawk—. El caballo se negará a seguiros por más que lo intentéis. Yo, en cambio, os seguiré, y estoy seguro de que el desenlace no resultaría agradable para vos. Limitaos a tomar el justo pago y abandonad la idea de robar el animal.

El vendedor escrutó el duro rostro del fornido hombre, tragó saliva y realizó un ademán similar a una reverencia.

—Lo que ordenéis, mi señor —aceptó rápidamente, casi tartamudeando—. Os prometo que vuestra noble montura quedará a salvo conmigo.

—¿Vuestra noble qué?

—Noble montura…, vuestro caballo.

—Ah, comprendo. Lo consideraría un buen servicio.

—¿Deseáis algo más, señor?

Sparhawk lanzó una mirada a la espalda de Krager.

—¿No tendríais por azar un trozo de alambre disponible…, más o menos de esta longitud? —inquirió, al tiempo que efectuaba una medición de unos tres pies con las manos.

—Es posible, mi señor. Los barriles de arenques van rodeados de alambre. Iré a mirar.

Sparhawk cruzó los brazos y los apoyó en la silla de montar. Observaba a Krager por sobre la grupa del caballo. Los recientes años, el sol devastador y las mujeres que se dirigían a los pozos bajo la acerada luz del alba se desvanecieron; en su lugar, volvieron de improviso los corrales de las afueras de Cippria, impregnados del hedor de excrementos y sangre, donde sintió el amargo sabor del miedo y el odio, el dolor de las heridas y la debilidad que iba ganándole mientras sus perseguidores lo buscaban con las manos aferradas a sus espadas.

Apartó de su mente aquellos recuerdos para concentrarse deliberadamente en el momento presente. Confiaba en que el tendero tuviera alambre. Este objeto era el más apropiado: ningún ruido, nada de alboroto, y, con el tiempo, tal vez llegaran a considerarlo exótico. Constituía el tipo de ataque previsible en un estirio o un kelosiano. Su acción no iba dirigida precisamente contra Krager. Éste no había pasado de ser un oscuro e insignificante ejecutor de los deseos de Martel; sólo representaba una excrecencia de su persona, un par de manos, al igual que el otro hombre, Adus, una simple arma. Los efectos que tendría sobre Martel la muerte de Krager eran lo que de veras le importaba.

—Esto es lo mejor que he podido encontrar, mi señor —dijo respetuosamente el vendedor cuando salió de la trastienda con un cabo de maleable alambre herrumbroso—. Siento no poder ofreceros otro mejor.

—Igualmente servirá —replicó Sparhawk, tomándolo en sus manos—. En realidad, es perfecto. Quédate aquí —añadió, volviéndose hacia el caballo.

Éste le enseñó la dentadura. Sparhawk soltó una carcajada y avanzó hacia la plaza; no obstante, se mantuvo a una prudente distancia de Krager. El hecho de que encontrasen su cadáver tensamente doblado hacia atrás en algún oscuro portal, con los ojos a punto de saltar de las órbitas y la tez grisácea, o desparramado boca abajo en algún urinario público al fondo de un callejón, exasperaría a Martel, lo heriría, tal vez incluso lo asustaría. Ocultas bajo la capa, las manos de Sparhawk alisaban meticulosamente el alambre mientras acechaba a su presa.

Sus sentidos habían alcanzado un grado de suprema alerta. Podía oír claramente el goteo del sebo de las antorchas que flanqueaban los costados de la plaza y percibir su oscilante resplandor anaranjado, reflejado en los charcos de agua formados entre los adoquines. Sin saber por qué, el reflectante brillo se le antojaba de una gran hermosura. Sparhawk se sentía bien; quizás éste era el mejor momento que experimentaba en los últimos diez años.

—¿Honorable caballero? ¿Sir Sparhawk? ¿Es posible que seáis vos?

Estupefacto, Sparhawk se volvió con rapidez, al tiempo que maldecía para sus adentros. El hombre que se le había acercado lucía una cabellera rubia y larga, con elegantes bucles, unos zapatos largos y puntiagudos y unas mejillas sonrosadas con colorete. La ineficaz pequeña espada colgada a su flanco y el sombrero de ala ancha adornado con una pluma chorreante lo identificaban como cortesano, como un individuo perteneciente a la plaga de mezquinos funcionarios y lapas parásitas que infestaban el palacio.

—¿Con qué objeto habéis regresado a Cimmura? —preguntó el petimetre; el tono agudo de su afeminada voz mostraba su sobresalto—. Os habían desterrado.

Sparhawk lanzó una breve mirada al hombre que había estado siguiendo. Krager se aproximaba a la boca de una calle que se abría en el recinto del mercado y pronto desaparecería de su campo visual. Un brusco golpe dejaría fuera de juego a la llamativa mariposa que se había plantado ante él, con lo cual todavía podría alcanzarlo. Entonces advirtió, furioso y disgustado, un destacamento de la guardia que avanzaba pesadamente hacia la plaza. Era imposible deshacerse de aquel molesto lechuguino sin llamar su atención. Observó con violencia al perfumado personaje que le cortaba el paso.

El cortesano retrocedió nerviosamente, mientras miraba de reojo a los soldados que se desplazaban a lo largo de los puestos para comprobar si los toldos estaban completamente cerrados.

—Insisto en conocer el motivo de vuestro regreso —continuó con un tono pretendidamente autoritario.

—¿Insistir? ¿Vos? —La voz de Sparhawk estaba cargada de desprecio.

El otro hombre volvió a observar rápidamente a los soldados en busca de un posible apoyo y después se irguió con aire fanfarrón.

—Voy a hacerme cargo de vuestra persona, Sparhawk. Exijo que me deis una explicación sobre vuestra presente situación —espetó, agarrando a Sparhawk del brazo.

—No me toquéis —masculló Sparhawk y se deslizó de aquel contacto con un manotazo.

—¡Me habéis golpeado! —jadeó el cortesano, al tiempo que se tomaba la mano con una mueca de dolor.

Sparhawk agarró al hombre por los hombros y lo acercó violentamente hacia sí.

—Si osáis ponerme nuevamente las manos encima, os sacaré las entrañas. Y ahora, apartaos de mi camino.

—Llamaré a la guardia —advirtió el petimetre.

—¿Y cuántos minutos de vida creéis que os quedarán después de hacerlo?

—No podéis amenazarme. Tengo amigos influyentes.

—Pero ellos se encuentran ausentes, ¿no es cierto? Sin embargo, yo estoy aquí —aseveró Sparhawk, y lo empujó asqueado a un lado antes de alejarse caminando.

—Los pandion ya no podéis mantener vuestros despóticos modales. ¡Ahora existen leyes en Elenia! —chilló tras él el patético personaje—. Voy a informar de inmediato al barón Harparín. Le comunicaré que habéis regresado a Cimmura y le contaré que me habéis golpeado y amenazado.

—Bien —replicó Sparhawk sin volverse—. Hacedlo así.

Continuó su marcha mientras sentía cómo la irritación y la frustración crecían en su interior; incluso necesitó apretar con fuerza los dientes para lograr controlarse. Entonces tuvo una idea. Era algo mezquino e infantil, pero que de algún modo le parecía apropiado. Se detuvo y enderezó la espalda, murmuró con voz queda unas palabras en estirio y sus dedos trazaron unas intrincadas formas en el aire. Titubeó unos segundos para tratar de recordar la traducción de carbunclo. Finalmente se decidió por forúnculo y completó el encantamiento. Se giró suavemente, miró al fastidioso importuno y liberó el conjuro. Después continuó a través de la plaza sonriendo levemente para sus adentros. Sin duda era un comportamiento un tanto ruin, pero Sparhawk a veces tenía reacciones de este tipo.

Entregó una moneda al tendero para pagarle la vigilancia de Faran y, tras saltar sobre su lomo, cabalgó por la explanada del mercado bajo la brumosa llovizna. Su apariencia era simplemente la de un hombre de elevada estatura envuelto en una tosca capa de lana que conducía un caballo ruano de mala catadura.

Una vez fuera del recinto, halló las calles nuevamente oscuras y vacías; únicamente en los cruces presentaban goteantes antorchas que crepitaban bajo la lluvia y despedían un mortecino resplandor anaranjado. Los cascos de Faran resonaban en la desierta callejuela. Sparhawk se agitó levemente sobre su montura. Experimentaba una sutil sensación, una especie de cosquilleo en la piel de los hombros y en la nuca; no obstante, reconoció aquella sensación de inmediato: alguien lo espiaba, y su vigilancia tenía un carácter hostil. Sparhawk volvió a agitarse, mas intentó conferir a su movimiento la apariencia del mero acomodamiento del viajero cansado tras largas horas de cabalgata. Sin embargo, su mano derecha, oculta bajo la capa, aferró la empuñadura de su espada. La opresiva percepción de algo malevolente se incrementaba, hasta que, más allá de la vacilante antorcha del siguiente cruce, en las sombras, vio una silueta cubierta con un atavío gris con capucha que se adaptaba tan bien a la oscuridad y a la lluvia reinantes que metamorfoseaba casi completamente al espía.

El ruano tensó su musculatura y enderezó las orejas.

—Ya lo he visto —dijo Sparhawk a modo de respuesta.

Continuaron por el empedrado del suelo y atravesaron la mancha de tenue resplandor que indicaba la proximidad de otra calleja. Tras este lapso, los ojos de Sparhawk volvieron a adaptarse a la oscuridad, pero el encapuchado se había esfumado, aunque no sabía si por alguna arteria aledaña o por una de las puertas que bordeaban la angosta vía. El presentimiento de ser observado había desaparecido y la calle había dejado de representar un paraje peligroso. Faran prosiguió el martilleo de las herraduras sobre los húmedos adoquines.

La posada adonde se dirigía Sparhawk se hallaba en un discreto callejón. La parte delantera de su patio central estaba protegida por un portón de sólidos tablones de roble. Sus recios muros se elevaban singularmente y una desamparada linterna aportaba una débil iluminación al desvencijado letrero de madera que se balanceaba al compás de la húmeda brisa nocturna. Sparhawk acercó a Faran a la puerta y, después de inclinarse hacia atrás, golpeó decididamente con el pie las ennegrecidas planchas, mas puso un cuidado especial en mantener un peculiar ritmo al percutir repetidamente sobre ellas.

Aguardó.

Al poco la puerta se abrió con un crujido y apareció la borrosa figura de un portero ataviado de negro. Éste asintió brevemente con la cabeza para luego dejar el paso libre a Sparhawk. El fornido caballero se adentró en el patio azotado por el temporal y desmontó lentamente. Una vez cerrada y atrancada la puerta, el hombre que había abierto la puerta bajó su capucha y quedó al descubierto un yelmo de acero. A continuación, giró sobre sí mismo e hizo una reverencia.

—Mi señor —saludó respetuosamente a Sparhawk.

—La noche es ya muy cerrada para intercambiar formalidades, caballero —respondió Sparhawk, pero se inclinó brevemente a su vez.

—La formalidad es el origen de toda gentileza, sir Sparhawk —replicó irónicamente el portero—. Intento practicarla siempre que se me presenta la ocasión.

—Como os plazca —se encogió de hombros Sparhawk—. ¿Querréis ocuparos de mi caballo?

—Desde luego. Vuestro escudero, Kurik, se encuentra aquí.

Sparhawk hizo un gesto afirmativo al tiempo que desataba las dos pesadas bolsas de cuero que colgaban de la falda de su silla.

—Las subiré yo, mi señor —se ofreció el portero.

—No es necesario. ¿Dónde está Kurik?

—La primera puerta al final de las escaleras. ¿Deseáis cenar?

—Solamente un baño y un lecho cálido —repuso Sparhawk.

Después se volvió hacia el caballo, que dormitaba de pie con una de las patas traseras ligeramente levantada, de modo que el casco reposaba sobre la punta.

—Despierta, Faran —dijo al animal.

Éste abrió los ojos para dirigirle una hostil mirada.

—Ve con este caballero —le ordenó con firmeza Sparhawk—. No intentes morderlo, darle patadas ni aplastarlo contra el pesebre con la grupa, y tampoco se te ocurra pisarlo.

El enorme ruano agachó brevemente las orejas y soltó un suspiro.

Sparhawk prorrumpió en carcajadas.

—Dadle unas cuantas zanahorias —aconsejó al hombre.

—¿Cómo podéis tolerar a este bruto de humor destemplado, sir Sparhawk?

—Somos tal para cual —contestó Sparhawk—. Ha sido una agradable cabalgata, Faran —agregó en dirección al caballo—. Gracias, y que duermas bien.

Faran le dio la espalda.

—Mantened los ojos abiertos, caballero —advirtió Sparhawk al portero—. Alguien me espiaba cuando me encaminaba hacia aquí y tuve la impresión de que no lo hacía por mera curiosidad.

—Haré lo posible, mi señor —aseguró el caballero, con el rostro ensombrecido.

—Bien.

Sparhawk se volvió y cruzó las brillantes y mojadas losas del patio para subir las escaleras que conducían a la galería cubierta del segundo piso de la posada.

Aquel establecimiento constituía un secreto celosamente guardado, hasta el punto de que muy pocos lo conocían en Cimmura. Aunque ostensiblemente similar a las demás hosterías, aquel edificio estaba regentado por los caballeros pandion, sus propietarios. Éstos lo utilizaban para proporcionar un refugio seguro a cualquiera de los miembros de la orden que, por algún motivo, fueran reacios a hacer uso de las instalaciones de su castillo, emplazado en las afueras de la ciudad.

Arriba, Sparhawk se detuvo y llamó con los nudillos a la primera puerta, la cual se abrió tras unos segundos. El hombre que se hallaba en su interior era corpulento y tenía el cabello gris y una barba toscamente recortada. Su chaleco, calzas y botas eran de cuero negro. De su cintura pendía una pesada daga, sus muñecas estaban rodeadas de un puño de acero y sus musculosos brazos y hombros quedaban al descubierto. Su aspecto no resultaba agradable, y sus ojos poseían la dureza del ágata.

—Llegáis tarde —dijo simplemente.

—Algunas interrupciones por el camino —replicó lacónicamente Sparhawk mientras penetraba en la caldeada cámara alumbrada con velas.

El hombre cerró la puerta y corrió estrepitosamente el cerrojo. Sparhawk lo observó de cerca.

—Confío en que estos años no hayan sido malos para ti, Kurik —le dijo al compañero a quien no veía desde hacía una década.

—Pasables. Quitaos esa capa mojada.

Sparhawk dibujó una mueca, descargó las alforjas y deshizo el nudo de la empapada prenda.

—¿Cómo están Aslade y los muchachos?

—Crecen —gruñó Kurik al tiempo que tomaba la capa—. Mis hijos están cada vez más altos, y mi mujer, más gorda. Le sienta bien la vida de campesina.

—Te gustan las mujeres rellenitas, Kurik —recordó Sparhawk a su escudero—. Por eso te casaste con ella.

Éste gruñó nuevamente y observó con aire severo la delgada silueta de su señor.

—No os habéis preocupado de comer, Sparhawk —le acusó.

—No me sirves de madre, Kurik.

Sparhawk se dejó caer sobre una pesada silla de roble. Después escudriñó a su alrededor. La estancia tenía el suelo y las paredes de piedra. El techo era bajo y estaba sostenido por recias vigas negras de madera. Uno de los ángulos lo ocupaba una chimenea arqueada en la que crepitaba un fuego, llenando la pieza de luces y sombras danzantes. Sobre la mesa ardían dos velas y, además, dos estrechos camastros se adosaban a la pared. Sin embargo, el primer blanco de la mirada de Sparhawk fue la percha metálica situada junto a la ventana, de la cual pendía una armadura completa, esmaltada, de resplandeciente color negro. Apoyado en uno de sus lados, se hallaba un amplio escudo negro con el emblema de su familia labrado en plata sobre su superficie: un halcón con alas llameantes y una lanza en las garras. Junto al escudo descansaba una gran espada de ancha hoja con empuñadura de plata.

—Olvidasteis engrasarla antes de iros —se quejó Kurik—. Tardé una semana en quitarle la herrumbre. Dadme un pie. —Se inclinó para quitar a Sparhawk sus botas de montar—. ¿Por qué tenéis que andar siempre por el barro? —rezongó mientras sacudía las botas junto al fuego—. Os he preparado el baño en la habitación de al lado —informó—. Desnudaos. Quiero ver esas heridas.

Sparhawk suspiró con cansancio y se levantó. Se desvistió con la paradójicamente suave ayuda de su brusco escudero.

—Estáis empapado de pies a cabeza —señaló Kurik, pasando su callosa y áspera mano sobre la húmeda espalda de su señor.

—La lluvia a veces produce tales consecuencias.

—¿Hicisteis que os visitara algún cirujano? —preguntó el ayudante, al tiempo que rozaba levemente las amplias cicatrices púrpura que surcaban los hombros y el costado izquierdo de Sparhawk.

—Las examinó un médico. No existía ningún cirujano a mano, así que dejé que sanaran por sí solas.

—Se nota —apuntó Kurik con un gesto afirmativo—. Id a meteros en la bañera. Os iré a buscar algo de comer.

—No tengo hambre.

—Eso es inadmisible. Parecéis un verdadero esqueleto. Ahora que habéis regresado, no permitiré que vayáis por el mundo de esa manera.

—¿Por qué me riñes, Kurik?

—Porque estoy enfadado. Me disteis un susto de muerte. Habéis estado ausente durante diez años y apenas he tenido noticias de vos. Además, las pocas que recibí eran malas. —La mirada del rudo sirviente se suavizó por un momento, y luego Kurik le propinó un tosco apretón en el hombro, con el que, sin duda, hubiera derribado a un hombre de más liviana condición—. Bienvenido a casa, mi señor —agregó con voz entrecortada.

Sparhawk abrazó rudamente a su amigo.

—Gracias, Kurik —dijo con voz igualmente trémula—. Me alegro de volver a estar aquí.

—Bien —zanjó Kurik, con el rostro nuevamente impertérrito—. Ahora id a bañaros. Apestáis.

A continuación giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Sparhawk se dirigió sonriendo a la habitación de al lado. Había representado el papel de otro hombre, de un hombre llamado Mahkra, durante tanto tiempo, que poseía la certeza de que ningún baño lograría borrar de su cuerpo aquella doble identidad. Sin embargo, constituía un placer relajarse y dejar que el agua tibia y el tosco jabón desprendieran de su piel el polvo de aquella seca tierra arrasada por el sol. Sumido en una especie de sopor, mientras lavaba sus delgados miembros plagados de cicatrices, rememoró los últimos años, bajo el nombre de Mahkra, en la ciudad de Jiroch, en Rendor. Recordó la pequeña y fresca tienda donde, como un plebeyo más, Mahkra había vendido aguamaniles de cobre amarillo, dulces de caramelo y perfumes exóticos, a salvo del sol que reflejaba su brillo cegador en las blancas paredes de la calle. Evocó los ratos de incesante charla en la diminuta bodega de la esquina, donde Mahkra había bebido por horas el agrio y resinoso vino de Rendor al tiempo que sondeaba delicada y sutilmente a los clientes en busca de la información que luego transmitiría a su amigo y compañero pandion, sir Voren. Eran noticias relacionadas con el reavivamiento de la fe eshandista en Rendor, los secretos arsenales de armas ocultos en el desierto y las actividades de los agentes del emperador Otha de Zemoch. Trajo también a la memoria las dulces y oscuras noches pobladas por el persistente aroma de las lilas, la malhumorada amante de Mahkra y el despertar de los días, cuando, tras levantarse, observaba a través de la ventana a las mujeres que iban a los pozos bajo la luz acerada del sol del alba. Lanzó un suspiro.

—¿Y quién eres ahora, Sparhawk? —susurró para sí—. Con toda seguridad, ya no eres un comerciante de cobre, dátiles azucarados y perfumes; pero ¿vuelves a ser un caballero pandion? ¿Un mago? ¿El paladín de la reina? Tal vez no. Quizá tan sólo un hombre apaleado y cansado con unos cuantos años de más y cicatrices que recuerdan las múltiples escaramuzas.

—¿No se os ocurrió cubriros la cabeza mientras os hallabais en Rendor? —preguntó ásperamente Kurik desde la puerta, con una toalla y una bata en las manos—. Cuando un hombre empieza a hablar solo, no existe duda de que ha permanecido demasiado bajo el sol.

—Sólo meditaba, Kurik. He estado alejado mucho tiempo de casa y me va a costar volver a acostumbrarme.

—¿Tal vez no dispongáis de ese tiempo? ¿Os ha reconocido alguien mientras veníais hacia aquí?

Sparhawk hizo un gesto afirmativo, al tiempo que recordaba al petimetre que le había cortado el paso en el mercado.

—Uno de los pelotilleros de Harparín me vio en la plaza que hay cerca de la Puerta del Oeste.

—Entonces, no queda más remedio. Tendréis que presentaros en el palacio mañana; de lo contrario, Lycheas levantaría hasta la última piedra de Cimmura para encontraros.

—¿Lycheas?

—El príncipe regente. Se trata del hijo bastardo de la princesa Arissa y de cualquier incógnito marinero borrachín o maleante, al que, sin duda, ya habrán colgado.

—Me parece que conviene que me pongas al corriente de lo sucedido, Kurik —afirmó Sparhawk mientras tomaba asiento con la mirada tensa—. Ehlana es la reina. ¿Qué necesidad hay de un príncipe regente?

—¿Dónde demonios habéis estado, Sparhawk? ¿En la luna? Ehlana cayó enferma hace un mes.

—¿No ha muerto? —inquirió Sparhawk, con un súbito vacío en el estómago y una insoportable sensación de pérdida al evocar el recuerdo de la pálida y hermosa muchachita de grave mirada cuya infancia había supervisado y a la que, de manera peculiar, había llegado a amar, aun cuando sólo contara con ocho años cuando el rey Aldreas lo exilió a Rendor.

—No —repuso Kurik—, no está muerta, aunque prácticamente es como si así fuera. Ahora, salid de la bañera —le ordenó mientras preparaba la amplia y áspera toalla—. Os lo contaré durante la comida.

Sparhawk asintió y se irguió. Kurik lo secó rudamente y después lo envolvió con la cálida bata. Sobre la mesa de la estancia contigua había un plato con humeantes pedazos de carne que flotaban en una salsa, media hogaza de pan moreno, un trozo de queso y una jarra de leche fresca.

—Comed —apremió Kurik.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Sparhawk al sentarse a la mesa para comenzar, observando con sorpresa que se encontraba hambriento—. Empieza por el principio.

—De acuerdo —aceptó Kurik, al tiempo que desenvainaba su daga para cortar gruesas rebanadas de pan—. Sabíais que habían confinado a los pandion al castillo principal de Demos después de vuestra partida, ¿no?

—Algo me contaron. El rey Aldreas nunca nos trató con gran simpatía.

—La culpa fue de vuestro padre. Aldreas estaba muy enamorado de su hermana, pero vuestro padre lo obligó a casarse con otra mujer, lo que provocó al fin su actitud hostil hacia la orden de los pandion.

—Kurik —intervino Sparhawk—, no es correcto hablar del rey en esos términos.

Kurik se encogió de hombros.

—Ahora está muerto y no le causo ningún daño. Además, los sentimientos que profesaba a su hermana eran conocidos por todos. Los pajes de palacio solían aceptar dinero de cualquiera que deseara observar cómo Arissa caminaba desnuda por los pasadizos en dirección al dormitorio de su hermano. Aldreas era un rey débil, Sparhawk. Se hallaba totalmente bajo el control de Arissa y del primado Annias. Al hallarse confinados los pandion en Demos, Annias y sus secuaces se encargaron de ajustar las cosas según sus deseos. Habéis tenido suerte de estar ausente durante estos años.

—Tal vez —murmuró Sparhawk—. ¿De qué murió el rey Aldreas?

—Se comenta que a causa de la epilepsia. Mi diagnóstico apunta a que las prostitutas que solía introducir Annias en el palacio tras la muerte de su esposa lo dejaron mortalmente exhausto.

—Kurik, te preocupan más las habladurías que a una vieja comadre.

—Ya lo sé —admitió Kurik llanamente—. Confieso ese vicio.

—¿Y después coronaron a Ehlana?

—Exactamente. Entonces la situación empezó a cambiar. Annias estaba convencido de que podría controlarla, al igual que lo había conseguido con Aldreas, pero sufrió una decepción. Ehlana hizo regresar al preceptor Vanion del castillo principal de Demos y lo nombró su consejero personal. Después ordenó a Annias que hiciera los preparativos para retirarse a un monasterio a meditar sobre las virtudes propias de un eclesiástico. Desde luego, éste quedó estupefacto y comenzó a intrigar de inmediato. Los mensajeros no paraban de recorrer el trecho que separa la ciudad del convento donde confinaron a la princesa Arissa. Eran viejos amigos y compartían ciertos intereses. Annias sugirió que Ehlana podría casarse con su primo bastardo Lycheas. Sin embargo, ante esta propuesta, Ehlana se echó a reír en sus propias barbas.

—Un comportamiento muy característico de ella —comentó Sparhawk con una sonrisa—. Yo mismo la crié y le enseñé cómo debía actuar. ¿Cuál es la enfermedad que la aqueja?

—Al parecer, la misma que acabó con su padre. Tuvo un ataque y no ha vuelto a recobrar el conocimiento. Los médicos de la corte sostenían que no viviría más de una semana, pero entonces Vanion se ocupó del asunto. Apareció en la corte con Sephrenia y otros once caballeros pandion con su armadura completa y las viseras bajadas. Despidieron a los sirvientes de la reina, la sacaron del lecho, la vistieron con sus ropajes reales y le pusieron la corona en la cabeza. Después la llevaron a la sala mayor, la instalaron en el trono y cerraron la puerta con llave. Nadie sabe a qué se dedicaron allí dentro, pero cuando volvieron a abrir, Ehlana se hallaba sentada en el trono cercada de cristal.

—¿Cómo? —exclamó Sparhawk.

—Se trata de un artefacto transparente como el vidrio; es posible distinguir cada peca de la nariz de la reina, pero nadie puede acercársele, pues ese cristal resulta más duro que el diamante. Annias dispuso a una cuadrilla de hombres que trabajaron con martillos durante cinco días para intentar resquebrajarlo; sin embargo, no llegaron a hacerle ni una muesca. —Kurik miró a Sparhawk con curiosidad—. ¿Podríais vos crear algo parecido?

—¿Yo? Kurik, no sabría ni por dónde empezar. Sephrenia nos enseñó lo básico, pero en comparación con ella no somos más que unos mocosos.

—Bueno, independientemente del arte de Sephrenia, ese artilugio mantiene viva a la reina. Pueden oírse los latidos de su corazón, que resuenan como un tambor en la sala del trono. Durante la primera semana la gente se arremolinaba a su alrededor solamente para escucharlos. Incluso se comentó que aquello era una especie de milagro y que debían convertir la sala del trono en un santuario. Pero Annias cerró la puerta con llave y trajo al bastardo Lycheas a la ciudad para nombrarlo príncipe regente. Desde entonces han pasado dos semanas y, en su transcurso, Annias se ha servido de los soldados eclesiásticos para acorralar a todos sus enemigos. Las mazmorras de los subterráneos de la catedral están rebosantes. Ésa es la situación actual. Habéis escogido un buen momento para vuestro regreso. —Hizo una pausa y miró directamente a los ojos de su señor—. ¿Qué sucedió en Cippria, Sparhawk? Las noticias que llegaron hasta nosotros eran harto concisas.

—Los sucesos no tuvieron gran importancia —repuso Sparhawk, al tiempo que se encogía de hombros—. ¿Os acordáis de Martel?

—¿El pandion renegado a quien privaron de su condición de caballero? ¿Aquel que tenía el cabello blanco?

Sparhawk asintió.

—Vino a Cippria con un par de seguidores y contrataron a quince o veinte asesinos para que los ayudaran. Me tendieron una emboscada en un oscuro callejón.

—¿Fue allí donde os produjeron esas heridas?

—Sí.

—Pero lograsteis escapar.

—Evidentemente. Los matones rendorianos son algo remilgados cuando la sangre que mancha el pavimento y salpica las paredes les pertenece. Tras acabar con una docena de ellos, los otros perdieron los arrestos. Me escabullí y me abrí camino hasta las afueras de la ciudad, donde me oculté en un monasterio hasta que se cerraron las heridas. Entonces, a lomos de Faran, me uní a una caravana que viajaba hacia Jiroch.

—¿Creéis que existe alguna posibilidad de que Annias estuviera involucrado en el atentado? —preguntó Kurik con una mirada astuta—. Ya sabéis que profesa un profundo odio a vuestra familia; además, seguramente fue él quien persuadió al rey Aldreas de que debía mandaros al exilio.

—He tenido el mismo pensamiento en distintas ocasiones. Annias y Martel habían tenido tratos anteriormente. De todos modos, opino que el buen primado y yo tenemos varios asuntos que discutir.

Kurik lo miró al reconocer el tono de su voz.

—Vais a crearos problemas —le advirtió.

—No más de los que le aguardan a Annias si descubro que fue el instigador del ataque. —Sparhawk se puso de pie—. Tendré que hablar con Vanion. ¿Está aún en Cimmura?

Kurik realizó un gesto afirmativo.

—Se encuentra en el castillo del lado este de la ciudad, pero ahora no podéis ir directamente allí, ya que la Puerta del Este está cerrada desde la puesta del sol. Por otra parte, creo que será preferible que os presentéis en el palacio después del alba; de lo contrario, no pasará mucho tiempo antes de que Annias conciba la idea de declararos fuera de la ley por haber interrumpido vuestro exilio. Así que conviene que aparezcáis por propia voluntad en lugar de que os arrastren hasta allí como a un vulgar criminal. Aun así, tendréis que ingeniároslas con las palabras para manteneros alejado de las mazmorras.

—Lo dudo mucho —opinó Sparhawk—. Tengo un documento con el sello de la reina en el que autoriza mi regreso. La letra es un poco infantil y está manchado de lágrimas, pero no por eso posee menor validez.

—¿La reina lloró? No pensaba que fuera capaz de hacerlo.

—En aquel entonces sólo tenía ocho años, Kurik, y, aunque desconozco el motivo, me tenía en gran estima.

—Algunas pocas personas reaccionan de ese modo ante vos. —Kurik miró el plato de Sparhawk—. ¿Habéis saciado vuestro apetito?

Sparhawk asintió.

—Entonces, id a la cama. Mañana os espera una agitada jornada.

Habían transcurrido unas horas. La habitación se hallaba tenuemente iluminada por los rojizos carbones de la chimenea, y hasta él llegaba el sonido regular de la respiración de Kurik, que dormía en el camastro junto a la otra pared. Los insistentes y continuos bandazos de unos postigos que se zarandeaban libremente al viento unas calles más abajo habían provocado que algún perro desalmado prorrumpiera en ladridos. Medio adormilado, Sparhawk yacía pacientemente a la espera de que el animal se empapara o se cansara de aquel entretenimiento lo suficiente como para ir a refugiarse a su caseta.

Dado que había visto a Krager en la plaza, no tenía absoluta certeza de que Martel se encontrase en Cimmura. Krager era un alma errante y, a menudo, lo separaba de Martel una distancia de medio continente. Si hubiera sido el brutal Adus quien cruzase el lluvioso mercado, no cabría duda de la presencia de Martel en la ciudad, puesto que, por razones de pura necesidad, no podían dejar actuar a Adus sin vigilarlo de cerca.

No sería difícil encontrar a Krager. Era un hombre débil, con los vicios ordinarios y los hábitos previsibles de la gente de su calaña. Sparhawk sonrió levemente en la oscuridad. Resultaría sencillo dar con él y averiguar con certeza dónde había que buscar a Martel. No le costaría gran esfuerzo sonsacarle esa información.

Con cautos movimientos, destinados a no despertar a su escudero, Sparhawk sacó las piernas de la cama y cruzó en silencio la estancia hasta la ventana, para contemplar la inclinada cortina de agua que caía sobre el solitario patio alumbrado por una única linterna. Con mente ausente, dispuso su mano alrededor de la empuñadura de plata de la espada apoyada junto a su antigua armadura. Era un contacto agradable, similar al apretón de mano de un viejo amigo.

Escuchó el tañido, apagado como siempre, de las campanas. Aquella noche, en Cippria, había caminado en pos de su llamada. Enfermo, herido y solo, tambaleándose en la oscuridad por los corrales que rezumaban el hedor de las boñigas, se había arrastrado en dirección al sonido de las campanas. Finalmente, había llegado a los muros, y, sosteniéndose con su mano ilesa agarrada a las viejas piedras, los había rodeado hasta llegar a la puerta, frente a la cual se había desplomado.

Sparhawk sacudió la cabeza. Aquellos sucesos se remontaban mucho en el tiempo. Era extraño que pudiera recordar con toda claridad aquel tañido. Permaneció de pie con la mano aferrada a la espada, mientras observaba cómo moría la noche tras la lluvia y rememoraba el sonido de las campanas.