Capítulo 31

El viento había modificado su curso durante la noche, y ahora soplaba ininterrumpidamente por el oeste, trayendo nieve consigo. La violenta tormenta que había engullido la ciudad la noche anterior había arrancado el tejado de muchas casas y despanzurrado otras. Las calles estaban atestadas de escombros y cubiertas con una fina capa de aguanieve. Sparhawk y sus amigos cabalgaron despacio, liberados ya de apremio. El carro que Kalten había encontrado en un callejón traqueteaba tras ellos conducido por Talen, con Bevier en la carreta y el cadáver tapado de Kurik. Sephrenia les había asegurado, al ponerse en camino, que el cuerpo del escudero permanecería inmune a la corrupción que es el destino final de todos los hombres.

—Como mínimo le debo esa atención a Aslade —había murmurado, acomodando la mejilla en los relucientes cabellos negros de Flauta.

Sparhawk descubrió con cierta sorpresa que, a pesar de todo, seguía llamando mentalmente Flauta a la diosa niña. Aferrada a Sephrenia con la cara surcada de lágrimas y expresión de horror y desesperación en los ojos, ésta no presentaba, ciertamente, en esos momentos el aspecto de una diosa.

Los soldados zemoquianos y los pocos sacerdotes de Azash que seguían vivos habían huido de la desierta ciudad, y en las húmedas calles resonaba, melancólico, el eco de su paso. La capital del imperio de Otha estaba sufriendo un singular proceso de transformación. Mientras que la casi total destrucción del templo de Azash e incluso los desperfectos acaecidos en el palacio contiguo —apenas menos graves— eran comprensibles, lo que sucedía en el resto de la ciudad era del todo inexplicable. No hacía tanto tiempo que los habitantes habían abandonado la ciudad, pero sus casas se venían abajo; no todas de una vez como podía preverse, dada la explosiva naturaleza de lo ocurrido en el templo, sino de una en una o por grupos de dos o tres. Era como si el proceso de decadencia que afecta a cualquier ciudad abandonada se desarrollara en espacio de una hora en lugar de siglos. Las casas se pandeaban, crujían lúgubremente y después se hundían. Las murallas se desmoronaban, y hasta los adoquines del empedrado saltaban hacia arriba y luego se asentaban de nuevo en el suelo, rotos y diseminados.

Su desesperado plan había culminado con éxito, pero el precio superaba lo que cualquiera de ellos habría estado dispuesto a pagar. No había sensación de triunfo en su logro, ni asomo de la exaltación que suelen experimentar los guerreros tras una victoria. Ello no se debía, no obstante, a la penosa carga que transportaba la carreta, sino a algo de más profunda raigambre.

—Todavía no lo entiendo —confesó Bevier, pálido por la pérdida de sangre y con expresión intensamente turbada.

—Sparhawk es Anakha —le explicó Sephrenia—. Es una palabra estiria que significa «sin destino». Todos los hombres están supeditados a un destino…, todos los hombres salvo Sparhawk.

De algún modo él actúa fuera de los márgenes del destino. Sabíamos que vendría, pero ignorábamos cuándo… y también quién sería. Él es distinto de todo hombre que ha vivido en el mundo. El forja su propio destino, y su existencia aterroriza a los dioses.

Dejaron atrás la ciudad de Zemoch y el lento deterioro que se había apoderado de ella bajo el ladeado azote de la nieve, cuya caída desviaba el viento del oeste, y tomaron el camino que conducía a Korakach, situada a unas ochenta leguas al sur. Con todo, tardaron mucho rato en dejar de oír el estruendo de los edificios derribados. Hacia media tarde, se refugiaron para pasar la noche en un pueblo abandonado. Todos estaban muy fatigados, y la idea de cabalgar aunque sólo fuera un kilómetro más les repelía sobremanera. Ulath preparó la cena sin ni siquiera intentar recurrir a su acostumbrada excusa y se acostaron cuando aún no había comenzado a disminuir la luz del día.

Sparhawk se despertó de repente, sobresaltado al descubrir que estaba a lomos de su caballo. Cabalgaban junto al borde de un acantilado azotado por el viento bajo el cual golpeaba las rocas, chorreando espuma, un embravecido mar. El cielo era amenazador y el viento que venía del mar, glacial. Sephrenia iba a la cabeza, con Flauta acurrucada en sus brazos. Los demás avanzaban detrás de Sparhawk, arrebujados en las capas con pétreas expresiones de estoica resistencia en los rostros. Todos parecían estar allí: Kalten y Kurik, Tynian y Ulath, Berit y Talen y Bevier. Sus caballos caminaron pesadamente por el sinuoso y erosionado sendero que bordeaba el largo acantilado en dirección a un abrupto promontorio que proyectaba un curvado saliente de piedra sobre las aguas, en cuya punta crecía un nudoso y retorcido árbol inclinado por el embate del viento.

Al llegar junto al árbol, Sephrenia refrenó el caballo y Kurik se acercó a ella para bajar a Flauta. El escudero pasó con expresión inmutable junto a Sparhawk. Éste sentía que había un error en todo aquello —un terrible error— pero no podía precisar de qué se trataba.

—Atención —les dijo la niña—. Estamos aquí para poner punto final a esto, y no tenemos mucho tiempo.

—¿A qué os referís exactamente con «poner punto final a esto»? —le preguntó Bevier.

—Mi familia ha convenido en que debemos situar el Bhelliom fuera del alcance de los hombres y los dioses. Nadie debe ser capaz de encontrarlo ni utilizarlo de nuevo. Los demás me han concedido una hora… y todo su poder… para llevar a cabo este cometido. Puede que advirtáis cosas que son imposibles, hasta es posible que las hayáis percibido ya. No os preocupéis por ello y no me importunéis con preguntas. Disponemos de poco tiempo. Éramos diez cuando emprendimos la empresa, y ahora también somos diez. Así ha de ser.

—¿Vamos a arrojarlo al mar entonces? —inquirió Kalten. La pequeña asintió.

—¿No lo han intentado antes otros? —observó Ulath—. El conde de Heid tiró la corona del rey Sarak al lago Venne, según recuerdo, y el Bhelliom volvió a salir a la luz.

—El mar es mucho más hondo que el lago Venne —contestó—. Las aguas son aquí muchísimo más profundas que en cualquier otro lugar del mundo, y nadie sabe dónde se encuentran estos parajes.

—Nosotros sí —se mostró en desacuerdo Ulath.

—¿Ah, sí? ¿Dónde estamos? ¿En qué trecho de costa de qué continente? —Señaló hacia los densos nubarrones que ocultaban el firmamento—. ¿Y dónde está el sol? ¿De qué lado cae el este y dónde el oeste? Lo único que sabéis de cierto es que os halláis a orillas del mar en algún lugar. Podéis contárselo a quien queráis, y entonces todo hombre venidero podrá ponerse a dragar el mar en cualquier momento, y jamás nadie encontrará el Bhelliom, porque nunca se sabrá exactamente dónde buscarlo.

—¿Entonces queréis que lo lance al mar? —preguntó Sparhawk mientras desmontaba.

—Todavía no, Sparhawk —repuso la diosa—. Antes debemos hacer algo. ¿Podéis traer ese saco que os pedí que guardarais, Kurik?

Kurik asintió, se encaminó a su caballo y abrió una de las alforjas. Sparhawk sintió de nuevo que algo no funcionaba como debiera.

Kurik regresó con un pequeño saco de lona, del cual extrajo una caja de acero con una tapa sujeta con bisagras y un sólido pestillo. Lo tendió a la niña y ésta sacudió la cabeza, apartando las manos.

—No deseo tocarla —dijo—. Sólo quiero mirarla para comprobar que es adecuada. —Se inclinó y examinó atentamente el cofrecillo.

Cuando Kurik levantó la tapa, Sparhawk vio que el interior estaba revestido de oro.

—Mis hermanos hicieron un buen trabajo —aprobó—. Es perfecta.

—El acero se oxidará con el tiempo —objetó Tynian.

—No, querido —le respondió Sephrenia—. Esta caja concreta no se oxidará nunca.

—¿Y qué hay de los dioses troll, Sephrenia? —preguntó Bevier—. Nos han demostrado que son capaces de influir en fas mentes de los hombres. ¿No podrán llamar a alguien y dirigirlo al lugar donde esté oculta la caja? No creo que los complazca la perspectiva de pasar el resto de la eternidad en el fondo del mar.

—Los dioses troll no pueden establecer contacto con los hombres sin la ayuda del Bhelliom —explicó la estiria—, y el Bhelliom carece de poder mientras está encerrado en un recipiente de acero. Permaneció indefenso en aquel yacimiento de hierro de Thalesia desde el inicio de este mundo hasta el día en que Ghwerig lo extrajo de allí. Es posible que esto no sea infalible, pero creo que es lo mejor que podemos hacer.

—Depositad el cofre en el suelo, Kurik —indicó Flauta—, y abridlo. Sparhawk, sacad el Bhelliom de la bolsa y ordenadle que duerma.

—¿Para siempre?

—Dudo que ello fuera factible. Este mundo no perdurará tanto, y, una vez que desaparezca, el Bhelliom se hallará en libertad de proseguir su viaje.

Sparhawk se desató la bolsa del cinto y desenroscó el alambre que la mantenía cerrada. Después la puso boca abajo y la Rosa de Zafiro cayó en su mano. Sintió cómo ésta se estremecía con una especie de alivio al ver interrumpida su reclusión.

—Rosa Azul —dijo con voz calmada—, soy Sparhawk de Elenia. ¿Me reconocéis?

La gema lanzó profundos destellos azulados que no demostraban hostilidad ni tampoco una simpatía especial. Los mudos gruñidos que le pareció percibir en las profundidades de la mente, no obstante, le hicieron saber que los dioses troll no compartían aquella actitud neutral.

—Ha llegado la hora de que durmáis, Rosa Azul —anunció Sparhawk a la joya—. No padeceréis dolor y, cuando despertéis, seréis libre.

La rosa volvió a estremecerse y disminuyó su cristalino relumbre, casi como si expresara gratitud.

—Dormid ahora, Rosa Azul —dijo suavemente, sosteniendo con ambas manos aquel objeto de valor incalculable.

Después lo puso en la caja y cerró con firmeza la tapa. Sin decir nada, Kurik le entregó un pequeño candado, hábilmente labrado. Sparhawk asintió y lo cerró sobre el pestillo, reparando al hacerlo en que el candado no tenía ojo de cerradura. Miró interrogativamente a la diosa niña.

—Arrojadlo al mar —señaló ésta con tono perentorio.

Sparhawk se sintió extremadamente reacio a hacerlo. Sabía que, confinado como estaba, el Bhelliom no estaba influyéndolo. La renuencia era suya. Durante un tiempo, durante el corto período de unos meses, había poseído algo incluso más eterno que las estrellas, cualidad de la que de algún modo había sido partícipe sólo con tocarlo. Era aquello lo que confería al Bhelliom su infinito valor. Su belleza, su perfección, no guardaban realmente relación con su pesar, aun cuando ansiara volver a verlo, percibir por última vez su suave brillo azul en las manos. Sabía que, una vez que se hubiera desprendido de él, algo muy importante habría desaparecido de su vida y él pasaría el resto de sus días con una vaga sensación de privación que podría menguar con el curso de los años, pero nunca remitir por completo.

Se armó de valor, reconociendo en todo su peso el dolor de la pérdida para así poder aprender a soportarla, y luego lanzó el pequeño recipiente de acero tan lejos como pudo sobre el embravecido mar.

La caja trazó una rauda trayectoria sobre el violento oleaje, en el transcurso de la cual comenzó a brillar, sin destellos rojos ni azules ni de cualquier otra tonalidad, sino con una pura incandescencia blanca. Siguió alejándose, a una distancia muy superior a la que cualquier hombre habría sido capaz de arrojarla, y luego, como una estrella fugaz, cayó dibujando un airoso arco en la perpetuamente cambiadiza superficie de las aguas.

—¿Ya está? —inquirió Kalten—. ¿Esto es cuanto habíamos de hacer? Flauta asintió con los ojos anegados de lágrimas.

—Ya podéis regresar todos —les comunicó. Se sentó bajo el árbol y extrajo tristemente su caramillo de entre los pliegues de su túnica.

—¿No vais a venir con nosotros? —le preguntó Talen.

—No —repuso, suspirando, la niña—. Me quedaré un rato aquí. —Entonces se llevó la flauta a la boca e interpretó un triste canto de pesar y quebranto.

Habían recorrido un corto trecho seguidos por la melancólica melodía cuando Sparhawk se volvió para mirar. El árbol seguía, por supuesto, allí, pero Flauta había desaparecido.

—Ha vuelto a dejarnos —dijo a Sephrenia.

—Sí, querido —suspiró la mujer.

El viento arreció mientras se alejaban del promontorio, llevando consigo una rociada de humedad salina que se les pegaba a los rostros. Sparhawk trató de escudarse la cara tras la capucha, pero fue en vano. Por más que lo intentaba, las finas gotas seguían azotándole las mejillas y la nariz. Aún tenía la cara mojada cuando se despertó repentinamente y se incorporó. Se enjugó la salada capa y alargó la mano hacia la túnica. El Bhelliom ya no estaba allí.

Sabía que debería hablar con Sephrenia, pero antes quería averiguar algo. Se levantó y salió de la casa donde se habían guarecido para pasar la noche y se encaminó al establo, situado dos puertas más abajo, donde habían dejado el carro en el que yacía Kurik. Sparhawk dobló suavemente la manta que lo tapaba y tocó la fría frente de su amigo.

Kurik tenía la cara mojada, y, cuando Sparhawk se llevó la punta del dedo a la lengua, notó el sabor salobre del mar. Permaneció sentado largo rato, considerando con vértigo la inmensidad de lo que la diosa niña había descartado tan a la ligera tildándolo de «imposible». El poder combinado de los dioses menores de Estiria era capaz, al parecer, de lograr cualquier cosa. Finalmente decidió no intentar siquiera formular una definición de lo que había sucedido. Sueño o realidad o algo intermedio entre ambos… ¿qué más daba? El Bhelliom se hallaba seguro ahora, y eso era cuanto importaba.

Se dirigieron al sur, pasando por Korakach y Gana Dorit, donde cambiaron el rumbo hacia el oeste en dirección a la frontera lamorquiana. Una vez en las tierras bajas, comenzaron a encontrar soldados zemoquianos que huían a oriente. No había ningún herido ni se percibían otras señales de que hubieran participado en batalla alguna.

Cabalgaban sin experimentar nada cercano a la euforia de la victoria. La nieve se convirtió en lluvia al dejar atrás las montañas y el lúgubre gotear del cielo pareció acompasarse a su estado de ánimo. Nadie contó relatos ni se vanaglorió de hazañas de camino al oeste. Todos estaban muy cansados y lo único que deseaban era regresar al hogar.

El rey Wargun se encontraba en Kadum con un gran ejército. Estaba firmemente instalado allí, sin avanzar, aguardando a que el tiempo escampara y se secara el terreno. Sparhawk y los demás fueron conducidos a sus cuarteles generales, los cuales se hallaban instalados, como era de esperar, en una taberna.

—Ésta sí que es una buena sorpresa —comentó el medio borracho monarca de Thalesia al patriarca Bergsten mientras entraban Sparhawk y sus amigos—. No pensaba volver a verlos nunca más. ¡Hola, Sparhawk! Acercaos al fuego. Bebed algo y contadnos qué habéis estado haciendo.

Sparhawk se quitó el yelmo y atravesó el suelo cubierto de juncos de la taberna.

—Fuimos a la ciudad de Zemoch, Su Majestad —informó concisamente—. Y, ya que estábamos allí, matamos a Otha y Azash. Después emprendimos el camino de regreso.

—Bien hecho —aprobó, pestañeando, Wargun. Luego se echó a reír y miró en derredor con ojos nublados—. ¡Eh, tú! —gritó a uno de los guardias apostados en la puerta—. Ve a buscar a lord Vanion y dile que han llegado sus hombres. ¿Encontrasteis algún lugar donde encerrar a vuestros prisioneros, Sparhawk?

—No hicimos prisioneros, Su Majestad.

—Bonita manera de guerrear. Sarathi va a enfadarse con vosotros. Quería someter a Annias a juicio.

—Lo habríamos traído, Wargun —señaló Ulath a su rey—, pero no estaba presentable.

—¿Quién de vosotros lo mató?

—En realidad fue Azash, Su Majestad —explicó Tynian—. El dios de los zemoquianos estaba muy enojado con Otha y Annias y obró en consecuencia.

—¿Y qué ha sido de Martel, la princesa Arissa y el bastardo Lycheas?

—Sparhawk dio muerte a Martel —refirió Kalten—. Ulath decapitó a Lycheas y Arissa ingirió veneno.

—¿Murió?

—Eso suponemos. Estaba muy aplicada en ello cuando la dejamos.

Entonces entró Vanion y se encaminó inmediatamente a Sephrenia. Su secreto —que no era tal, puesto que cualquiera que tuviera ojos sabía lo que sentían uno por el otro— se propagó a los cuatro vientos cuando se abrazaron con un apasionamiento impropio de ambos. Vanion besó la mejilla de la menuda mujer que amaba desde hacía varias décadas.

—Pensaba que os había perdido —dijo con voz quebrada por la emoción.

—Sabéis que nunca os abandonaré, querido —repuso la estiria.

Sparhawk esbozó una sonrisa. Aquel «querido» con que se dirigía a todos ellos había disimulado bastante eficazmente los verdaderos «queridos» que le había dedicado a Vanion. Aun así, había una significativa diferencia en la manera como lo decía, observó.

Relataron con bastante minuciosidad lo que había ocurrido desde que habían salido de Zemoch, omitiendo, sin embargo, un buen número de referencias teológicas.

Entonces Wargun dio comienzo, con voz cavernosa y pronunciación un tanto deficiente a causa de la bebida, al relato de lo acaecido en Kelosia durante aquel largo intervalo. Los ejércitos de Occidente habían seguido la estrategia que habían ideado en Chyrellos antes del inicio de la campaña, la cual había dado, al parecer, satisfactorios resultados.

—Y entonces —concluyó el achispado monarca—, justo cuando estábamos a punto de enzarzarnos en serio combate, los cobardes giraron todos sobre sus talones y se dieron a la fuga.

¿Por qué nadie me planta cara y lucha conmigo? —se lamentó con voz quejumbrosa—. Ahora voy a tener que perseguirlos por todas esas montañas de Zemoch para atraparlos.

—¿Por qué molestarse? —le preguntó Sephrenia.

—¿Que por qué molestarme? —exclamó Wargun—. Para impedir que vuelvan a atacarnos, por eso. —Bamboleándose sobre la silla, se sirvió con pulso inseguro una nueva jarra de cerveza.

—¿Para qué desperdiciar las vidas de vuestros hombres? —le hizo ver la estiria—. Azash está muerto, y Otha también. Los zemoquianos no volverán a venir.

Wargun la miró con fijeza y luego descargó un puñetazo en la mesa.

—¡Quiero exterminar a alguien! —tronó—. ¡No me dejasteis acabar con los rendoreños! ¡Me hicisteis ir a Chyrellos antes de que pudiera rematar la faena! ¡Pero yo seré un troll bizco si os dejara arrebatarme de nuevo esta oportunidad! —Entonces se le pusieron los ojos vidriosos y, deslizándose lentamente bajo la mesa, comenzó a roncar.

—Vuestro rey sorprende por su fijeza de propósito —comentó Tynian a Ulath.

—Wargun es un hombre simple. —Ulath se encogió de hombros—. En su cabeza no hay espacio para dos ideas a la vez.

—Iré con vosotros a Chyrellos, Sparhawk —anunció Vanion a Sparhawk—. Tal vez pueda ayudaros a convencer a Dolmant para que le corte las alas a Wargun. —Aquélla no era, por supuesto, la verdadera razón por la que Vanion quería acompañarlos, pero Sparhawk prefirió no hacer preguntas.

Partieron de Kadum a primera hora del día siguiente. Los caballeros se habían quitado la armadura y viajaban en cota de mallas, túnicas y pesadas capas, lo cual no contribuyó de manera apreciable a aligerar su marcha, pero les proporcionó cierto grado de comodidad. La lluvia continuaba cayendo un día tras otro, en forma de una monótona y brumosa llovizna que parecía despojar el paisaje de toda traza de color. En aquel lúgubre final del invierno, cabalgaban sufriendo el frío y, sobre todo, la humedad, de la que nunca acababan de desprenderse. Pasaron por Moterra y se dirigieron a Kadach, donde cruzaron el río y prosiguieron al trote rumbo sur hacia Chyrellos.

Por fin, una lluviosa tarde llegaron a la cima de una colina desde la que se divisaba la sagrada ciudad asolada por la guerra.

—Creo que lo primero que hemos de hacer es visitar a Dolmant —resolvió Vanion—. El mensajero que vaya a detener a Wargun tardará un tiempo en viajar hasta Kadum y entretanto podría despejar y se secarían los campos zemoquianos. —Vanion se puso a toser convulsivamente.

—¿Os encontráis bien? —se inquietó Sparhawk.

—Me parece que me he resfriado, eso es todo.

No entraron en Chyrellos como héroes. No hubo desfiles ni fanfarrias ni multitudes arrojando flores. De hecho, nadie dio muestras de reconocerlos siquiera, y lo único que les tiraron fue basura por las ventanas de las plantas superiores de las casas junto a las que pasaban. Desde que los ejércitos de Martel habían sido expulsados de la ciudad, apenas si se había hecho algo para reparar los desperfectos o reconstruir lo derruido, y los habitantes de Chyrellos proseguían con sus vidas entre la mugre y las ruinas.

Entraron en la basílica todavía enlodados y sucios del viaje y se encaminaron directamente a las oficinas administrativas del segundo piso.

—Traemos noticias urgentes al archiprelado —anunció Vanion a uno de los eclesiásticos de negra sotana, que permanecía sentado frente a ornados escritorios manoseando papeles y tratando de afectar importancia.

—Me temo que ello es del todo imposible —contestó el clérigo, con una desdeñosa mirada a las encenagadas vestiduras de Vanion—. Sarathi se encuentra en estos momentos reunido con una representación de primados cammorianos. Es una conferencia crucial que no debe ser interrumpida por ningún insignificante despacho militar. ¿Por qué no volvéis mañana?

Con las ventanas de la nariz dilatadas, Vanion se echó atrás la capa para que no le estorbara los movimientos del brazo con que se proponía empuñar la espada. Antes de que la situación se agravara, no obstante, Émban se acercó por el pasillo.

—¿Vanion? —exclamó—, ¿y Sparhawk? ¿Cuándo habéis regresado?

—Acabamos de llegar, Su Ilustrísima —repuso Vanion—. Parece que existen ciertas objeciones respecto a nuestras credenciales.

—No en lo que a mí concierne. Será mejor que entréis.

—Pero, Su Ilustrísima —arguyó el eclesiástico—, Sarathi está reunido con los patriarcas cammorianos, y hay otras delegaciones que esperan y que son mucho más… —Calló al ver que Emban se volvía lentamente hacia él.

—¿Quién es este hombre? —Emban pareció dirigir la pregunta al techo. Después miró al hombre sentado detrás de la mesa—. Id a hacer el equipaje —le indicó—. Vais a iros de Chyrellos mañana a primera hora. Llevaos ropa de abrigo. El monasterio de Husdal está en el norte de Thalesia y hace mucho frío allí en esta época del año.

Los primados cammorianos fueron despedidos en breve, y Emban introdujo a Sparhawk y a los demás en la estancia donde aguardaban Dolmant y Ortzel.

—¿Por qué no nos avisasteis? —preguntó Dolmant.

—Pensamos que Wargun se encargaría de ello, Sarathi —adujo Vanion.

—¿Confiasteis en Wargun para hacer llegar un mensaje de tal importancia? Bien, ¿qué ocurrió? Con alguna que otra intervención de sus amigos, Sparhawk expuso los azares del viaje a Zemoch y lo que había sucedido allí.

—¿Kurik? —dijo Dolmant con voz llena de aflicción en cierto momento de la narración. Sparhawk asintió mudamente.

—Imagino que alguno de vosotros haría algo para vengarlo —dijo, cabizbajo y apenado, con tono casi salvaje.

—Su hijo se ocupó de ello —respondió Sparhawk.

Dolmant, que estaba al corriente del irregular parentesco de Talen, miró al muchacho con cierta sorpresa.

—¿Cómo conseguiste matar a un guerrero acorazado con armadura, Talen? —le preguntó.

—Lo apuñalé por la espalda, Sarathi —repuso Talen con voz inexpresiva—, justo en los riñones. Sparhawk tuvo que ayudarme para clavarle la espada, sin embargo, porque yo no podía traspasarle la armadura solo.

—¿Y qué será de ti, hijo mío? —inquirió con tristeza Dolmant.

—Vamos a concederle unos años más, Sarathi —explicó Vanion—, y luego lo incorporaremos a la orden pandion como novicio… junto con los otros hijos de Kurik. Sparhawk se lo prometió a su padre.

—¿Es que nadie va a consultarme a mí? —preguntó Talen con tono ofendido.

—No —le respondió Vanion—, no pensamos hacerlo.

—¿Un caballero? —protestó Talen—. ¿Yo? ¿Acaso habéis perdido todos el juicio?

—No es tan malo, Talen. —Berit sonrió—. Una vez que te has acostumbrado.

A medida que Sparhawk proseguía con el relato, las implicaciones teológicas de lo ocurrido iban sumiendo a Ortzel en un estado de pura estupefacción.

—Y eso es más o menos lo que ocurrió —concluyó Sparhawk—. Voy a tardar bastante tiempo en digerir mentalmente todo esto…, tal vez el resto de mi vida…, e incluso entonces habrá un buen número de cosas que seguiré sin comprender.

Dolmant se arrellanó con aire pensativo en la silla.

—Creo que el Bhelliom, y los anillos, deberían ser custodiados por la Iglesia —dijo.

—Lo siento, Sarathi —se disculpó Sparhawk—, pero ello es imposible.

—¿Cómo decís?

—Ya no tenemos el Bhelliom.

—¿Qué hicisteis con él?

—Lo arrojamos al mar, Sarathi —respondió Bevier. Dolmant lo miró, consternado.

—¿Sin el permiso de la Iglesia? —casi gritó, poniéndose en pie y con expresión ofendida, Ortzel—. ¿Ni siquiera buscasteis consejo en Dios?

—Actuamos siguiendo instrucciones de otro dios, Su Ilustrísima —repuso Sparhawk—. De una diosa, a decir verdad —precisó.

—¡Herejía! —tronó Ortzel.

—No lo creo así —disintió Sparhawk—. Aphrael fue quien me entregó el Bhelliom. Lo subió del abismo de la cueva de Ghwerig. Después de hacer lo que era preciso realizar con él, era justo devolvérselo. No lo quería para ella. Me indicó que lo lanzara al mar y así lo hice. En fin de cuentas, tenemos la obligación de ser corteses.

—¡La cortesía no es de uso en situaciones como ésta! —estalló Ortzel—. ¡El Bhelliom es demasiado importante para ser tratado como una vulgar chuchería! ¡Regresad y recuperadlo de inmediato y entregadlo a la Iglesia!

—Me parece que tiene razón, Sparhawk —lo apoyó gravemente Dolmant—. Vais a tener que recobrarlo.

—Como queráis, Sarathi —replicó Sparhawk, encogiéndose de hombros—. Comenzaremos en cuanto nos digáis en qué océano hemos de buscar.

—No iréis a decirme… —Dolmant los miró con desfallecimiento.

—No tenemos la más remota idea, Sarathi —le aseguró Ulath—. Aphrael nos llevó a un acantilado situado en una costa para nosotros desconocida, y arrojamos el Bhelliom al mar. Podría tratarse de cualquier costa de cualquier océano. ¿Existen océanos en la luna? Me temo que el Bhelliom ha desaparecido definitivamente.

Los prelados se quedaron mirándolo con patente consternación.

—De todas formas, no creo que vuestro Dios elenio quiera el Bhelliom para nada —dijo Sephrenia al archiprelado—. Me parece que vuestro Dios, al igual que los demás, se siente muy aliviado al saber que ha desaparecido. Yo diría que los asusta a todos. Sé, en todo caso, que asustaba a Aphrael. —Hizo una pausa—. ¿Habéis reparado en lo largo y triste que ha sido este invierno? —les preguntó—. ¿Y en lo desanimados que estamos todos?

—Han sido tiempos agitados, Sephrenia —le recordó Dolmant.

—En efecto, pero no he visto que os pusierais a saltar de alborozo al enteraros de que Azash y Otha han perecido. Ni siquiera eso es capaz de elevaros la moral. Los estirios creían que el invierno es un estado mental de los dioses. En Zemoch ocurrió algo que no había ocurrido antes.

Averiguamos de una vez por todas que los dioses también son perecederos. Dudo mucho que alguno de nosotros note el advenimiento de la primavera en el alma hasta que nuestros dioses hayan podido hacerse cargo de esa realidad. Ahora están distraídos y amedrentados, y escasamente interesados por nuestros problemas. Me temo que nos han dejado al cuidado de nosotros mismos durante un tiempo. Por algún motivo desconocido nuestra magia no parece surtir efecto. Ahora estamos completamente solos, Dolmant, y habremos de soportar este interminable invierno hasta que los dioses regresen.

—Me turbáis, pequeña madre —observó Dolmant, volviendo a arrellanarse en la silla. Se frotó cansinamente los ojos—. Os seré franco, no obstante. Yo mismo he experimentado en carne propia la desesperación de este invierno. En una ocasión me desperté a medianoche sollozando de forma incontrolable, y desde entonces no he sonreído ni he sentido alegría. Pensaba que sólo era yo, pero quizá no sea así. —Calló un momento—. Y ello nos enfrenta a nuestras obligaciones como representantes de la Iglesia. Debemos hallar a todo coste la mañera de distraer a los fieles de esta desesperación universal; algo que les dé un propósito, ya que no alegría. ¿Qué podría ser?

—La conversión de los zemoquianos, Sarathi —respondió Bevier con sencillez—. Hace eras que adoran a un dios maligno y ahora se han quedado sin él. ¿Qué mejor tarea para la Iglesia?

—Bevier —ironizó Emban con expresión afligida—, ¿os esforzáis por casualidad en alcanzar el estado de santidad? —Miró a Dolmant—. Es, sin embargo, una excelente idea, Sarathi. Mantendría a los creyentes ocupados. De eso no cabe duda.

—En ese caso será mejor que contengáis a Wargun, Su Ilustrísima —aconsejó Ulath—. Está apostado en Kadum y, en cuanto el terreno esté lo bastante seco como para que los caballeros se mantengan en pie, va a avanzar hacia Zemoch a matar cuanto encuentre a su paso.

—Yo me ocuparé de eso —prometió Emban—, aunque tenga que cabalgar en persona hasta Kadum y llamarlo al orden.

—Azash es…, era… un dios estirio —señaló Dolmant—, y los sacerdotes elenios nunca han obtenido buenos resultados al tratar de convertir a los estirios. Sephrenia, ¿podríais ayudarnos? Encontraría incluso la manera de investiros de autoridad y de un estado oficial.

—No, Dolmant —respondió con firmeza la mujer.

—¿Por qué todo el mundo me responde con negativas hoy? —se lamentó el archiprelado—. ¿Cuál es el problema, pequeña madre?

—No voy a colaborar con vosotros para convertir a los estirios a una religión pagana, Dolmant.

—¿Pagana? —casi se atragantó Dolmant.

—Es una palabra que se utiliza para designar a alguien que no profesa la verdadera fe, Su Ilustrísima.

—Pero la fe elenia es la fe verdadera.

—No para mí. Encuentro repugnante vuestra religión. Es cruel, rígida, implacable y farisaica. Carece de toda humanidad, y la rechazo. No pienso ayudaros en vuestro afán ecuménico, Dolmant. Si os ayudara a convertir a los zemoquianos, vuestra próxima meta sería Estiria Occidental, y allí sería donde vos y yo nos enfrentaríamos en declarado combate. —Entonces sonrió tiernamente, sorprendiéndolos—. En cuanto se encuentre un poco mejor, creo que sostendré una pequeña charla con Aphrael. Es posible que a ella también le interesen los zemoquianos. —La sonrisa que entonces dedicó a Dolmant era casi radiante—. Ello nos situaría en lados opuestos de la barrera, ¿no es cierto, Sarathi? —sugirió—. Mis mejores deseos están con vos, querido amigo, pero, como dicen, que gane el mejor.

El tiempo apenas sufrió alteración mientras cabalgaban hacia el oeste, pues, aunque la lluvia había cesado casi por completo, el cielo permanecía nublado y el viento aún tenía la gelidez del invierno. Su punto de destino era Demos. Llevaban a Kurik a casa. Sparhawk no ardía precisamente en deseos de anunciar a Aslade que finalmente había conseguido que su marido hallara la muerte. La melancolía que se había abatido sobre la tierra desde el fallecimiento de Azash se había agudizado por el carácter funerario de su viaje. Los armeros de la casa pandion de Chyrellos habían reparado las mellas de las armaduras de Sparhawk y sus amigos y habían incluso limpiado casi toda su herrumbre, y ahora cabalgaban, además, con un lujoso carruaje negro que transportaba el cadáver de Kurik.

Acamparon en un bosquecillo cercano al camino, a unas cinco leguas de Demos, y Sparhawk y los otros caballeros prepararon su armadura. Habían decidido por común acuerdo llevar su atuendo de ceremonia al día siguiente. Cuando consideró que tenía correctamente dispuesta la indumentaria, Sparhawk cruzó el campamento en dirección al negro vehículo que se encontraba a cierta distancia del fuego. Talen se levantó y se reunió con él.

—Sparhawk —le dijo mientras caminaban.

—¿Sí?

—¿No os habréis tomado en serio esa idea?

—¿De qué idea hablas?

—De ponerme en el noviciado de los pandion.

—Sí. Le prometí algunas cosas a tu padre.

—Me escaparé.

—Entonces te atraparé… o enviaré a Berit para que te dé alcance él.

—Eso no es justo.

—No esperarías realmente que la vida lanzara los dados con honradez, ¿verdad?

—Sparhawk, no quiero ir a la escuela de caballeros.

—No siempre se logra lo que se quiere, Talen. Esto es algo que tu padre quería y no pienso faltar a mi palabra.

—¿Y qué hay de mí? ¿Qué importancia tiene lo que yo deseo?

—Eres joven. Te adaptarás. Al cabo de un tiempo, puede que incluso descubras que te gusta.

—¿Adonde vamos ahora? —preguntó Talen con cara larga.

—Voy a visitar a tu padre.

—Oh. Entonces volveré al fuego. Prefiero recordarlo como era.

El carruaje crujió cuando Sparhawk subió y se sentó junto al silencioso cuerpo de su escudero. Permaneció callado un buen rato. El dolor se había mitigado en su interior, sustituido por un profundo pesar.

—Hemos recorrido un largo camino juntos, ¿no es cierto, viejo amigo? —dijo al cabo—. Ahora te vas a casa a descansar y yo tengo que continuar solo. —Sonrió tenuemente en la oscuridad—. Fue una desconsideración por tu parte, Kurik. Esperaba envejecer contigo.

Continuó sentado sin decir nada durante unos momentos.

—He realizado gestiones para asegurar el futuro de tus hijos —añadió—. Estarás muy orgulloso de ellos…, incluso de Talen, aun cuando seguramente tardará un poco en asumir la necesidad de ser una persona respetable.

—Le daré la noticia a Aslade de la manera menos perturbadora posible —prometió. Después apoyó la mano en las de Kurik—. Adiós, amigo mío —dijo.

La parte que más temía, anunciar la desgracia a Aslade, resultó innecesaria, ya que ella ya estaba al corriente. Llevaba un vestido de campesina negro cuando salió a recibirlos en la verja de la granja donde ella y su marido habían trabajado tantos años. Sus cuatro hijos, altos como jóvenes árboles, permanecían de pie a su lado, también vestidos con sus mejores ropas. La sombría expresión de sus rostros indicó a Sparhawk la inutilidad de pronunciar el discurso que tan cuidadosamente había preparado.

—Ocupaos de vuestro padre —dijo Aslade a sus hijos. Estos asintieron y se encaminaron al negro carruaje.

—¿Cómo os habéis enterado? —le preguntó Sparhawk después de que ella lo hubo abrazado.

—Esa niña nos lo dijo —respondió simplemente—. La que trajisteis con vos cuando partíais hacia Chyrellos. Se presentó en la puerta una tarde y nos lo anunció. Después se marchó.

—¿Creísteis lo que os dijo?

—Sabía que debía creerla. No es como los demás niños.

—No, no lo es. Lo siento muchísimo, Aslade. Cuando Kurik comenzó a hacerse viejo, debí obligarlo a quedarse en casa.

—No, Sparhawk. Eso le habría partido el corazón. Sin embargo, tendréis que ayudarme en algunas cuestiones ahora.

—En lo que sea, Aslade.

—Necesito hablar con Talen.

Sparhawk no estaba seguro de en qué acabaría todo aquello cuando llamó con una señal al joven ladrón.

—Talen —dijo Aslade.

—¿Sí?

—Estamos muy orgullosos de ti, ¿sabes?

—¿De mí?

—Vengaste la muerte de tu padre. Tus hermanos y yo compartimos la misma pena. El muchacho se quedó mirándola fijamente.

—¿Estáis diciendo que ya lo sabíais? ¿Lo de Kurik y yo, quiero decir?

—Desde luego que sí. Hace mucho que lo sé. Esto es lo que vas a hacer… y, si no lo haces, Sparhawk te dará unos azotes. Vas a ir a Cimmura y vas a traer a tu madre aquí.

—¿Cómo?

—Ya me has oído. Me he reunido con tu madre unas cuantas veces. Fui a Cimmura a visitarla poco antes de que nacieras. Quería hablar con ella para decidir entre fas dos cuál sería la mejor para tu padre. Es una buena chica… Un poco delgaducha, quizá, pero yo la engordaré en cuanto la tenga aquí. Nos llevamos bastante bien, y vamos a vivir todos juntos aquí hasta que tú y tus hermanos entréis en el noviciado. Después, las dos nos haremos compañía.

—¿Queréis que yo viva en una granja? —preguntó el chiquillo sin poder creerlo.

—Tu padre lo hubiera querido, y no dudo que tu madre también lo desee así, y lo mismo opino yo. Eres un chico demasiado bueno para decepcionarnos a los tres.

—Pero…

—No me discutas, por favor, Talen. Está decidido. Ahora entremos. He preparado la cena y no quiero que se enfríe.

Al día siguiente, al mediodía, enterraron a Kurik bajo un gran olmo en una colina desde la que se dominaba su granja. En el cielo, que había estado encapotado toda la mañana, se abrió un claro que dejó pasar los rayos de sol cuando los hijos de Kurik subían el cadáver de su padre por la ladera. Sparhawk no tenía tan buen ojo como su escudero para predecir el tiempo, pero la súbita aparición de un retazo de cielo azul y de brillante luz del sol suspendida justo encima de la granja sin afectar a ninguna otra parte de Demos le pareció más que sospechosa.

El funeral fue sencillo y emotivo. El párroco, un anciano casi chocho, había conocido a Kurik desde la infancia, y sus palabras no fueron tanto expresión de pesar como de amor. Concluida la ceremonia, el hijo mayor de Kurik, Khalad, se acercó a Sparhawk y descendió con él el cerro.

—Me honra que me hayáis juzgado digno de devenir un pandion, sir Sparhawk —agradeció—, pero me temo que habré de declinar el ofrecimiento.

Sparhawk dirigió una acerada mirada al fornido joven de anodino rostro cuya negra barba apenas comenzaba a despuntar.

—No se trata de nada personal, sir Sparhawk —le aseguró Khalad—. Es simplemente que mi padre tenía otros planes para mí. Dentro de unas semanas, cuando ya hayáis tenido tiempo de instalaros, me reuniré con vos en Cimmura.

—¿Ah, sí? —Sparhawk quedó sorprendido por el tono decidido del muchacho.

—Desde luego, sir Sparhawk. Tomaré a mi cargo las responsabilidades de mi padre. Es una tradición familiar. Mi abuelo sirvió al vuestro… y a vuestro padre, y mi padre trabajó para vuestro padre y para vos, de modo que yo lo sustituiré en su servicio.

—Ello no es realmente necesario, Khalad. ¿No quieres ser un caballero pandion?

—Lo que yo desee carece de importancia, sir Sparhawk. Tengo otras obligaciones. Dejaron la granja a la mañana siguiente, y Kalten situó su caballo junto al de Sparhawk.

—Un agradable funeral —observó—, si a uno le complace asistir a los entierros. Personalmente, prefiero conservar a los amigos.

—¿Querríais ayudarme a resolver un problema? —le preguntó Sparhawk.

—Pensaba que ya habíamos matado a cuantos se habían de liquidar.

—¿Puedes dejar de bromear un momento?

—Eso es pedir mucho, Sparhawk, pero lo intentaré. ¿Cuál es ese problema?

—Khalad insiste en ser mi escudero.

—¿Y qué? Es el tipo de cosas que hacen los chicos campesinos: proseguir las actividades de su padre.

—Quiero convertirlo en un caballero pandion.

—Sigo sin ver el problema. Hazlo armar caballero.

—No puede ser escudero y caballero a la vez, Kalten.

—¿Por qué no? Fijaos en vos, por ejemplo. Sois un caballero pandion, miembro del consejo real, paladín de la reina y príncipe consorte. Khalad tiene una robusta complexión y soportará bien el peso de ambos cargos.

Cuanto más pensaba en aquella posibilidad, más le gustaba.

—Kalten —dijo riendo—, ¿qué haría yo sin ti?

—Embrollarte, sin duda. Complicas demasiado las cosas, Sparhawk. Deberías tratar de simplificarlas.

—Gracias.

—De nada.

Llovía. Una menuda y plateada llovizna rezumaba del cielo de la tarde y envolvía las achaparradas atalayas de la ciudad de Cimmura. Un jinete solitario se aproximaba a la ciudad, embozado en una oscura y pesada capa de viaje, a lomos de un caballo ruano de enmarañado pelambre, largo hocico y aspecto de resabiado.

—Parece que siempre regresamos a Cimmura con lluvia, Faran —comentó el jinete a su montura.

Faran agitó las orejas.

Sparhawk se había separado de sus amigos aquella mañana y había emprendido camino a solas.

Como todos sabían cuál era el motivo, nadie había formulado la más mínima objeción.

—Podemos hacer llegar la noticia a palacio, si lo deseáis, príncipe Sparhawk —ofreció uno de los guardias de la Puerta Este.

Por lo visto, Ehlana se había empeñado en poner en uso su nuevo título, y ello incomodó a Sparhawk, que sabía que tardaría bastante en acostumbrarse a él.

—Gracias de todas formas, compadre —respondió Sparhawk al guardia—, pero me gustaría darle una sorpresa a mi esposa. Todavía es lo bastante joven como para disfrutar con los imprevistos.

El vigilante le sonrió.

—Volved a entrar en la caseta, compadre —le aconsejó Sparhawk—. Cogeréis frío aquí en la intemperie.

Entró cabalgando en Cimmura. Las herraduras de acero de Faran resonaron en los adoquines de las calles, que el mal tiempo mantenía casi solitarias.

Sparhawk desmontó en el patio de palacio y entregó las riendas de Faran a un mozo de cuadra.

—Tened un poco de cuidado con el caballo, compadre —le advirtió el caballero—. Tiene mal genio. Dadle heno y grano y cepilladlo, si sois tan amable. Ha hecho un duro viaje.

—Me ocuparé de ello, príncipe Sparhawk. —Otra vez. Sparhawk decidió sostener una pequeña conversación al respecto con su esposa.

Faran —recomendó a su caballo—, pórtate bien. El gran ruano le dedicó una mirada hostil.

—Ha sido un buen viaje —dijo Sparhawk, apoyando una mano en el musculoso cuello de Faran—. Descansa un poco. —Después se volvió y subió las escalinatas de palacio—. ¿Dónde está la reina? —preguntó a uno de los soldados apostados a la puerta.

—En la sala del consejo, me parece, mi señor.

—Gracias. —Sparhawk comenzó a andar por un largo pasillo iluminado por velas. La gigante tamul Mirtai salía de la sala del consejo cuando él llegó a la puerta.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —le preguntó, sin mostrar señales de sorpresa.

—Surgieron algunos inconvenientes. —Se encogió de hombros—. ¿Está aquí adentro?

—Sí, con Lenda y los ladrones. Están hablando de arreglar las calles. —Hizo una pausa—. No la saludéis con demasiado entusiasmo, Sparhawk —le avisó—. Está embarazada.

Sparhawk se quedó mirándola con estupefacción.

—¿No era más o menos eso lo que os proponíais la noche de la boda? —Calló de nuevo un instante—. ¿Qué fue de aquel hombre de piernas combadas que se afeita la cabeza?

—¿Kring? ¿El domi?

—¿Qué significa «domi»?

—Jefe. Es el dirigente de su pueblo. Sigue vivo y en perfecto estado de salud por lo que yo sé. La última vez que lo vi, estaba elaborando un plan para atraer a los zemoquianos a una trampa y así poder liquidarlos.

Los ojos de la mujer despidieron de improviso un cálido brillo.

—¿Por qué lo preguntáis? —se interesó el caballero.

—Por nada. Simple curiosidad.

—Oh, comprendo.

Entraron en la cámara del consejo y Sparhawk se desató el cuello de la chorreante capa. La reina de Elenia estaba de espaldas a la puerta, inclinada, al igual que el conde de Lenda, Platime y Stragen, sobre un gran mapa desplegado en la mesa.

—He recorrido ese barrio de la ciudad —decía con tono insistente—, y no creo que tenga remedio. Las calles se encuentran en tan mal estado que no servirá de nada repararlas. Vamos a tener que cambiar todo el pavimento.

A pesar de estar discutiendo asuntos tan pedestres, su sonora y vibrante voz conmovió a Sparhawk. Sonrió y dejó la mojada capa en una silla próxima a la puerta.

—Hay que tener en cuenta que no podremos comenzar hasta la primavera, Su Majestad —señaló Lenda—, e incluso entonces tendremos una gran escasez de trabajadores hasta que el ejército regrese de Lamorkand y… —El anciano calló de improviso, observando, atónito, a Sparhawk.

El príncipe consorte se llevó un dedo a los labios al acercarse a la mesa.

—Siento mostrarme en desacuerdo con Su Majestad —dijo Sparhawk con tono impasible—, pero creo que deberíais dedicar más atención al estado de los caminos que al de las calles de Cimmura. Las malas condiciones del empedrado de éstas son una molestia para los ciudadanos, pero, si los granjeros no pueden traer sus cosechas al mercado, nos hallaremos ante un verdadero problema más que un inconveniente.

—Ya lo sé, Sparhawk —repuso la reina, todavía mirando el mapa—, pero… —Alzó el perfecto y joven rostro, con estupefacción pintada en los grises ojos—. ¿Sparhawk? —Su voz apenas era más que un susurro.

—De veras pienso que Su Majestad debería concentrarse en los caminos —prosiguió éste con toda seriedad—. El que viene de Demos a aquí se halla en un estado realmente… —Eso fue cuanto pudo opinar sobre aquel tema en concreto.

—Con cuidado —le advirtió Mirtai cuando Ehlana se arrojó a sus brazos—. Recordad lo que os he dicho afuera.

—¿Cuándo habéis vuelto? —preguntó Ehlana.

—Ahora mismo. Los demás vienen más rezagados. Yo me he adelantado… por varios motivos. La reina sonrió y volvió a besarlo.

—Bien, caballeros —sugirió Lenda a Platime y Stragen—, me parece que quizá debamos proseguir más tarde con las deliberaciones. —Sonrió—. No creo que podamos conseguir que Su Majestad nos preste gran atención esta tarde.

—¿Os importaría mucho? —preguntó Ehlana con voz de chiquilla.

—Por supuesto que no, hermanita —aseguró Platime. Sonrió a Sparhawk—. Me alegra teneros de nuevo aquí, amigo mío. Tal vez podáis distraer a Ehlana para que no fisgonee en los detalles de ciertos proyectos de obras públicas en los que estoy interesado.

—Hemos ganado, presumo —infirió Stragen.

—Más o menos —respondió Sparhawk, acordándose de Kurik—. Al menos, Otha y Azash no volverán a molestarnos.

—Eso es lo importante —aseveró el rubio rufián—. Ya nos contaréis más tarde cómo fue. —Observó el radiante rostro de Ehlana—. Mucho más tarde, imagino —añadió.

—Stragen —dijo Ehlana con firmeza.

—¿Sí, Su Majestad?

—Afuera. —Señaló imperiosamente la puerta.

—Sí, señora.

Sparhawk y su esposa se trasladaron al poco rato a los aposentos reales, acompañados tan sólo por Mirtai. Sparhawk no estaba muy seguro de cuánto tiempo pensaba quedarse con ellos la gigante tamul. No quería ofenderla, pero…

Mirtai, no obstante, era toda una profesional. Impartió un buen número de tajantes instrucciones a las doncellas de la reina, relacionadas con baños calientes, cenas, intimidad y cuestiones similares, y luego, cuando todo estuvo a la altura de sus exigencias en los apartamentos reales, se dirigió a la puerta, sacando una gran llave de debajo del cinto.

—¿Eso es todo por hoy, Ehlana? —preguntó.

—Sí, Mirtai —respondió la reina—, y muchas gracias por todo.

—Cumplo con mi obligación. No olvidéis lo que os he dicho, Sparhawk. —Dio unos sonoros golpecitos a la puerta con la llave—. Os abriré mañana por la mañana —dijo.

Después salió y, cerrando la puerta tras ella, hizo girar estrepitosamente la llave en el cerrojo.

—Es una auténtica tirana. —Ehlana rió con cierta desesperanza—. No me hace el menor caso cuando le doy alguna orden.

—Os viene bien tener cerca una persona así, amor mío. —Sparhawk sonrió—. Os ayuda a mantener la objetividad.

—Id a bañaros, Sparhawk —ordenó Ehlana—. Oléis a herrumbre. Después me contaréis todo lo ocurrido. Oh, por cierto, querría que me devolvierais ahora el anillo, si no os importa.

—¿Cuál es? —preguntó, alargando las manos—. Soy incapaz de distinguirlos.

—Es éste, por supuesto. —Señaló la sortija de la mano izquierda.

—¿Cómo lo sabéis? —inquirió, quitándoselo y deslizándolo en uno de sus dedos.

—Todo el mundo puede verlo, Sparhawk.

—Si vos lo decís. —Se encogió de hombros.

Sparhawk no estaba acostumbrado a bañarse en presencia de jóvenes damas, pero Ehlana no parecía dispuesta a perderlo de vista, de modo que inició el relato de sus aventuras todavía en el baño y continuó con él mientras cenaban. Aunque había algunos pasajes que Ehlana no comprendía y otros que interpretaba mal, se hallaba en condiciones de aceptar la mayor parte de lo sucedido. Lloró al conocer la noticia de la muerte de Kurik y escuchó con expresión feroz la descripción de la suerte que habían corrido Annias, su tía y su primo. Hubo muchos incidentes que resumió y otros que no mencionó para nada. Encontró muy útil en varias ocasiones el uso de evasivas del tipo «Deberíais haber estado allí». Puso especial cuidado en omitir cualquier mención de la depresión casi universal que se había abatido sobre el mundo desde la destrucción de Azash, porque no le parecía un tema adecuado para exponerlo a una joven en los meses iniciales de su primer embarazo.

Y luego, cuando yacían juntos en la acogedora oscuridad, Ehlana le refirió los sucesos acaecidos en Occidente durante su ausencia.

Quizá se debiera a que se encontraban en la cama, donde suelen producirse tales cosas, pero por algún motivo surgió el tema de los sueños.

—Fue tan extraño, Sparhawk —dijo Ehlana, acurrucándose en el lecho a su lado—. La totalidad del cielo estaba cubierta por un arco iris, y estábamos en una isla, el lugar más hermoso que he visto nunca. Había árboles, muy antiguos, y una especie de templo de mármol con graciosas columnas blancas, y yo estaba allí esperándoos a vos y a vuestros amigos. Y entonces llegasteis, cada uno conducido por un bello animal blanco. Sephrenia aguardaba conmigo, y parecía muy joven, casi una muchacha, y había una niña que tocaba una flauta de pastor y bailaba. Era como una pequeña emperatriz a la que todos obedecían. —Emitió una risita—. Incluso os llamó oso refunfuñón. Después se puso a hablar sobre el Bhelliom. Era muy denso y sólo entendí parte de lo que dijo.

Ninguno de ellos lo había comprendido todo, recordó Sparhawk, y el sueño había afectado a más personas de las que él había imaginado. ¿Pero por qué había incluido Aphrael a Ehlana?

—Así acababa más o menos ese sueño —continuó la joven—, y ya conocéis el contenido del otro.

—¿Sí?

—Me lo acabáis de describir —aseveró—, hasta el último detalle. Soñé todo lo que había sucedido en el templo de Azash de Zemoch. Tenía la sangre helada en las venas mientras me lo contabais.

—Yo no me preocuparía mucho por ello —le dijo Sparhawk, afectando desenvoltura—. Estamos muy unidos, y no es tan raro que percibierais lo que estaba pensando.

—¿Lo decís en serio?

—Desde luego. Ocurre muy a menudo. Preguntad a alguna mujer casada, y os dirá que siempre sabe lo que barrunta su marido.

—Bueno —dijo dubitativamente—, puede que sí. —Se arrimó más a él—. No estáis siendo muy atento conmigo esta noche, amor mío —le reprochó—. ¿Es porque estoy poniéndome gorda y fea?

—Por supuesto que no. Os halláis en lo que se llama una «condición delicada». Mirtai no ha parado de recomendarme que tuviera cuidado. Me clavaría un cuchillo en el hígado si creyera que os he hecho daño.

—Mirtai no está aquí, Sparhawk.

—Pero, de todas formas, es la única persona que tiene una llave de esa puerta.

—Oh, no, no es la única, Sparhawk —le aseguró con aire satisfecho su reina, poniendo la mano bajo la almohada—. La puerta se cierra por los dos lados, y no se abre a menos que se haga girar la llave por dentro y por fuera. —Le entregó una voluminosa llave.

—Una puerta muy servicial. —Sonrió—. ¿Por qué no voy a la otra habitación y la cierro por dentro?

—¿Por qué no? Y no os perdáis de camino de regreso a la cama. Mirtai os ha recomendado prudencia, de manera que deberíais dedicar un buen tiempo a practicar.

Más tarde —un buen rato más tarde, de hecho— Sparhawk salió de la cama y se encaminó a la ventana para contemplar la lluviosa noche. Todo había terminado. Ya no se levantaría más antes de la salida del sol para observar a la mujer de Jiroch de rostro velado que se dirigía al pozo con la plomiza luz gris del alba, ni cabalgaría por caminos desconocidos de lejanas tierras con la Rosa de Zafiro reposando cerca del corazón. Había regresado por fin, más viejo sin duda y más triste e infinitamente menos seguro sobre muchos aspectos que antes había aceptado siempre sin cuestionarlos. Había vuelto por fin, sin más guerras a que acudir, confiaba, ni más viajes que realizar. Lo llamaban Anakha, el hombre que forja su propio destino, y decidió solemnemente que todo su destino se hallaba allí en aquella fea ciudad con la pálida y hermosa mujer que dormía a tan corta distancia de él.

Era agradable haber dejado definitivamente zanjada aquella cuestión, y fue con esa sensación de haber obtenido algún logro que regresó al lecho, junto a su mujer.