Capítulo 30

Sparhawk se levantó y ayudó a Sephrenia a ponerse en pie.

—¿Estáis bien, querido? —susurró ésta.

—Lo suficiente. —Sparhawk dirigió la mirada a Otha.

—Mis felicitaciones, caballero —dijo irónicamente Otha con su voz cavernosa y la calva reluciente de sudor—, y gracias. Llevo tiempo ponderando el problema de Martel. Él pretendía, me parece, enaltecer su condición, y a mí dejó de serme útil desde el momento en que vos y vuestros compañeros me trajisteis el Bhelliom. Me alegro de haberme librado de él.

—Podéis considerarlo un regalo de despedida, Otha.

—¡Oh! ¿Acaso os vais?

—No, pero vos sí.

Otha emitió una repugnante carcajada.

—Tiene miedo, Sparhawk —musitó Sephrenia—. No está seguro de que no podáis traspasar la barrera en que se escuda.

—¿Es ello cierto?

—Yo tampoco estoy segura. No obstante, él se halla en una posición muy vulnerable ahora, porque Azash está totalmente distraído por ese rito.

—Es un buen punto de inicio entonces. —Sparhawk hizo acopio de aire y se encaminó hacia el hinchado emperador de Zemoch.

Otha se encogió y dirigió una rápida señal a los descalzos y embrutecidos porteadores que lo rodeaban, quienes cargaron la litera y comenzaron a descender las gradas hacia el nivel inferior, donde los desnudos oficiantes, temblorosos y pálidos por la extenuación, proseguían con su obsceno ritual. Annias, Arissa y Lycheas lo acompañaron, temerosos, cuidando de distanciarse lo menos posible de él para permanecer dentro del dudoso refugio que proporcionaba el reluciente nimbo de su escudo protector. Al llegar al negro piso de abajo, Otha gritó a los sacerdotes de verdes hábitos y éstos se precipitaron hacia adelante, con expresión de ardiente devoción, extrayendo armas de debajo de las vestiduras.

Sparhawk oyó a sus espaldas un repentino grito de frustración. Los soldados que corrían a socorrer al emperador acababan de topar con la barrera de Sephrenia.

—¿Resistirá? —preguntó a la mujer.

—A menos que alguno de los soldados sea más fuerte que yo.

—Es harto improbable. En ese caso sólo tendremos que habérnoslas con los sacerdotes. —Miró a sus amigos—. Bien, caballeros —les dijo—. Formemos en torno a Sephrenia y abrámonos paso. Los sacerdotes de Azash no llevaban armadura y manejaban con torpeza las armas. Eran en su mayoría estirios, y la súbita aparición de hostiles caballeros de la Iglesia en el centro sagrado de su religión los había sobresaltado y llenado de espanto. Sparhawk recordó algo que en una ocasión había dicho Sephrenia. Los estirios, le había comentado, no reaccionan bien ante las sorpresas, pues lo imprevisto tiende a confundirlos. Mientras bajaba con sus amigos los amplios escalones, notó un tenue hormigueo que le indicó que algunos de los sacerdotes estaban intentando dar forma a un encantamiento. Emitió un agresivo grito de guerra elenio, un ronco bramido henchido de sed de sangre y violencia, y notó cómo desaparecía el hormigueo.

—¡Haced mucho ruido, caballeros! —gritó a sus amigos—. ¡Desconcertadlos para que no puedan recurrir a la magia!

Los caballeros de la Iglesia siguieron descendiendo, vociferando y blandiendo las armas. Los religiosos se echaron atrás, pero ya los caballeros arremetían contra ellos.

Berit adelantó a Sparhawk, con los ojos encendidos de entusiasmo y el hacha de Bevier presta para combatir.

—Reservad las fuerzas, Sparhawk —dijo bruscamente, tratando de emitir una voz más profunda y masculina.

Avanzó resueltamente delante del perplejo Sparhawk e irrumpió entre las filas de verdes hábitos, agitando el hacha como si fuera una guadaña.

Sparhawk se dispuso a hacerlo volver atrás, pero Sephrenia le puso la mano en la muñeca.

—No, Sparhawk —aconsejó—. Esto es importante para él, y no se halla en peligro.

Otha había llegado al reluciente altar situado delante del ídolo y observaba con evidente espanto los encarnizados combates.

—¡Acercaos, Sparhawk! —vociferó—. ¡Mi dios está impacientándose!

—Lo dudo mucho, Otha —replicó Sparhawk—. Azash desea el Bhelliom, pero no quiere que sea yo quien se lo entregue, porque no sabe qué voy a hacer con él.

—Muy bien, Sparhawk —aprobó Sephrenia—. Valeos de vuestra ventaja. Otha contagiará a Azash la incertidumbre que éste perciba en él.

Los amigos de Sparhawk iban dando sistemática cuenta de los sacerdotes de verdes hábitos y en el templo resonaban el entrechocar de las armas, los chillidos y los gruñidos. Al fin llegaron al pie de la primera grada, al nivel dominado por el altar.

Sparhawk se sentía, a pesar de todo, exultante. No había esperado llegar tan lejos y el hecho de haber sobrevivido a tantas asechanzas lo imbuía de la eufórica sensación de ser invencible.

—Bien, Otha —dijo, alzando la mirada hacia el inflado emperador—, ¿por qué no despertáis a Azash? Así descubriremos si los dioses mayores saben perecer igual que los hombres.

Otha lo miró boquiabierto y luego bajó trabajosamente de la litera y se desplomó en el suelo, traicionado por sus endebles piernas.

—¡Arrodillaos! —instó con voz aguda a Annias—. ¡Arrodillaos y rogad para que nuestro dios nos libre del peligro! —Era manifiesto el temor que le inspiraba la idea de que sus soldados no pudieran entrar en el templo.

—Kalten —indicó Sparhawk a su amigo—, acabad con los sacerdotes y después vigilad que esos soldados no se abran paso y nos ataquen por la espalda.

—No es necesario, Sparhawk —observó Sephrenia.

—Lo sé, pero es mejor no arriesgarse. —Respiró hondo—. Allá vamos. —Se quitó los guanteletes, guardó la espada bajo el brazo y desató la bolsa de malla del cinto. Tras deshacer el nudo del alambre que la cerraba, extrajo el Bhelliom y lo agitó en la mano. La joya parecía muy caliente, y entre sus pétalos hervía una ondulante luz semejante a los relámpagos que provoca el calor en una noche de verano—. ¡Rosa Azul! —invocó Sparhawk con insistencia—. ¡Debéis hacer lo que os ordene!

Otha, medio de hinojos y medio en cuclillas, balbuceaba una plegaria a su dios que el miedo volvía ininteligible. Annias, Lycheas y Arissa, también arrodillados, tenían los ojos fijos en el repelente rostro del ídolo que se erguía sobre ellos, con patentes expresiones de horror que parecían aumentar de intensidad a medida que se profundizaba su percepción de la realidad de la deidad que habían elegido libremente adorar.

—¡Venid, Azash! —imploraba Otha—. ¡Despertad! ¡Escuchad la plegaria de vuestros siervos! Los hundidos ojos del ídolo, que hasta entonces habían permanecido cerrados, se abrieron lentamente, despidiendo un ardiente resplandor verde. Sparhawk sintió las funestas oleadas de malevolencia que emanaban de ellos y quedó inmóvil, casi aturdido por la titánica presencia de un dios.

¡El ídolo se movía! Su cuerpo fue plegándose en ondas y los brazos se alargaron con la sinuosidad de un tentáculo… en dirección a la rutilante piedra que Sparhawk tenía en la mano, impulsados por el ansia de poseer el único objeto en el mundo que ofrecía el restablecimiento y la libertad.

—¡No! —La voz de Sparhawk sonó discordante como un chirrido. Puso en alto la espada sobre el Bhelliom—. ¡Lo destruiré! —amenazó—. ¡Y a vos junto con él!

El ídolo pareció arredrarse, y sus ojos expresaron perplejidad y estupor.

—¿Por qué habéis traído ante mí a este ignorante salvaje, Sephrenia?

—La cavernosa voz resonó en el templo y también en la cabeza de Sparhawk.

El caballero sabía que la mente de Azash era capaz de destruirlo en un abrir y cerrar de ojos, pero, inexplicablemente, Azash temía descargar su poder sobre el impetuoso hombre que permanecía de pie amenazando la Rosa de Zafiro con una espada desenvainada.

—Me limito a obedecer los dictados de mi destino —respondió con toda calma Sephrenia—. Yo nací para traer a Sparhawk a este lugar para que se enfrentara a vos.

—¿Pero qué hay de la suerte de Sparhawk? ¿Sabéis qué está destinado a cumplir él? —Había una nota de desesperación en la voz de Azash.

—No existe hombre ni dios que lo sepa, Azash —le recordó—. Sparhawk es Anakha, y todos los dioses sabían y temían que un día Anakha llegaría y recorrería el mundo con una finalidad que nadie puede prever. Yo soy la sierva de mi destino, sea cual sea éste, y lo he traído aquí para que pueda cumplir ese fin.

El ídolo se puso rígido, y entonces lanzó, restallante, un irresistible mandato, abrumador e insistente, y no lo dirigió a Sparhawk.

Sephrenia emitió una exclamación y pareció marchitarse como una flor ante las primeras gélidas ráfagas del invierno. Sparhawk percibía cómo su determinación se venía abajo, tambaleándose ante la fuerza mental de Azash, que iba despojándola de todas sus defensas.

Tensó el brazo y alzó más la espada. Si Sephrenia cedía, estarían perdidos, y no sabía si tendría tiempo de asestar el último golpe fatal después de su desmoronamiento. Se concentró en la imagen del rostro de Ehlana y apretó aún más vigorosamente la empuñadura.

El sonido era inaudible para los demás. Lo sabía: sólo él lo percibía. Era el insistente e imperioso son de una flauta pastoril, cuyas notas impregnaba una manifiesta irritación.

—¡Aphrael! —dijo con repentino alivio.

Ante su cara apareció una pequeña centella de luz.

—¡Bueno, por fin! —espetó la enojada voz de Flauta—. ¿Por qué habéis tardado tanto, Sparhawk? ¿No sabéis que tenéis que llamarme?

—No, no lo sabía. Ayudad a Sephrenia.

No se produjo ningún roce, ningún movimiento, ningún ruido, pero Sephrenia se enderezó, acariciándose la frente, y los ojos del ídolo se clavaron, ardientes, en aquella chispa, que brillaba cual luciérnaga.

—Hija mía —la interpeló la voz de Azash—. ¿Vas a compartir tu suerte con estos mortales?

—No soy hija vuestra, Azash —replicó vivamente Flauta—. Yo misma forjé mi existencia, al igual que mis hermanos y hermanas, cuando vos y vuestros parientes desgarrasteis el tejido de la realidad con vuestra infantil contienda. Únicamente soy vuestra hija a través de vuestra culpa. Si vos y los vuestros hubierais cejado en vuestra imprudente actitud que todo lo habría destruido, no habría habido necesidad de que naciéramos nosotros.

—¡El Bhelliom será mío! —bramó la cavernosa voz con la violencia del trueno y de los terremotos, agitando los propios cimientos de la tierra.

—¡Ello no ocurrirá! —lo contradijo sin miramientos Flauta—. Fue para denegaros a vos y a vuestros parientes la posesión del Bhelliom que yo y los míos cobramos existencia. El Bhelliom no pertenece a este lugar y no debe ser esclavizado por vos, ni por mí, ni por los dioses troll ni por ninguna otra deidad de este mundo.

—¡Será mío! —gritó con voz aguda Azash.

—No. Anakha lo destruirá antes, y con su destrucción pereceréis vos.

—¡Cómo osáis! —musitó, conmovido—. ¿Cómo os atrevéis siquiera a expresar en palabras tal horror? En la muerte de uno de nosotros yace la semilla de la muerte de todos.

—Que así sea pues —replicó con indiferencia Aphrael. Su cristalina vocecilla adquirió un tono de crueldad—. Dirigid vuestra furia a mí, Azash, y no a mis hijos, pues fui yo quien utilizó el poder de los anillos para castraros y recluiros para la eternidad en ese ídolo de barro.

—¿Fuisteis vos? —La terrible voz denunciaba su perplejidad.

—Fui yo. La castración debilita de tal modo vuestro poder que no podéis escapar al confinamiento. No poseeréis el Bhelliom, impotente deidad, y seguiréis preso por toda la eternidad, despojado de virilidad y libertad hasta que la más lejana de las estrellas se haya reducido a cenizas. —Hizo una pausa y, cuando volvió a tomar la palabra, lo hizo de la misma forma hiriente con que alguien hurgaría con un cuchillo, retorciéndolo, en las entrañas de otra persona—. Fue vuestra absurda y transparente propuesta de que todos los dioses de Estiria nos uniéramos para arrebatar el Bhelliom a los dioses troll… «por el bien de todos»… lo que me proporcionó ocasión para mutilaros y recluiros, Azash. Vos sois el único culpable de lo que os ha ocurrido. Y ahora Anakha ha traído el Bhelliom y los anillos, e incluso a los dioses troll encerrados en la joya, para enfrentarse a vos. Os insto a someteros al poder de la Rosa de Zafiro… o, de lo contrario, vais a perecer.

Sonó un aullido de frustración inhumana, pero el ídolo no se movió.

Otha, arrebatado de pánico, comenzó a murmurar un desesperado encantamiento. Entonces lo liberó, y las espantosas estatuas de mármol blanco que circundaban el interior del vasto templo empezaron a agitarse y adoptaron una tonalidad verde, luego azulada y finalmente roja, al tiempo que llenaban el recinto con el parloteo de sus voces inhumanas. Sephrenia pronunció dos palabras en estirio, con voz calmada. Gesticuló y las figuras recobraron la inmovilidad, convertidas de nuevo en pálido mármol.

Otha exhaló un aullido y enseguida se puso a hablar de nuevo, tan frustrado y encolerizado que ni siquiera lo hizo en estirio, sino en su lengua nativa, el elenio.

—Escuchadme, Sparhawk. —La musical voz de Flauta sonaba muy quedamente.

—Pero Otha…

—Sólo está balbuceando. Mi hermana se ocupará de él. Prestad atención. Muy pronto llegará el momento en que hayáis de actuar. Yo os indicaré cuándo. Subid esos escalones hasta el ídolo y mantened la espada suspendida sobre el Bhelliom. Si Azash, Otha o cualquier otra cosa tratan de impediros llegar hasta la efigie, aplastad el Bhelliom. Si todo sale bien y llegáis hasta ella, tocad con el Bhelliom esa zona que parece quemada.

—¿Destruiré así a Azash?

—Por supuesto que no. El icono que está sentado allí sólo es un recubrimiento. El verdadero ídolo está debajo de ese tan grande. El Bhelliom destruirá dicha envoltura y entonces veréis al propio Azash. La auténtica efigie es bastante pequeña y está moldeada en barro cocido. En cuanto quede al descubierto, tirad la espada al suelo y sostened el Bhelliom con las dos manos. Después pronunciad exactamente estas mismas palabras: «Rosa Azul, soy Sparhawk de Elenia. Por el poder de estos anillos os ordeno que devolváis esta imagen a la tierra de donde proviene». A continuación poned el Bhelliom en contacto con el ídolo.

—¿Qué ocurrirá entonces?

—No estoy segura.

—¡Aphrael! —protestó, perplejo, Sparhawk.

—Pesan más interrogantes sobre el destino del Bhelliom que sobre el vuestro, y yo no puedo predecir ni con el margen de un minuto lo que vais a hacer vos.

—¿Quedará destruido Azash?

—Oh, sí… y es muy posible que el resto del mundo también. El Bhelliom quiere librarse de este mundo, y éste podría ser el cambio que está esperando.

Sparhawk tragó saliva.

—Es un juego de azar —reconoció la diosa sin darle mayor importancia—, pero nunca sabemos de qué lado van a caer los dados hasta que los arrojamos, ¿no es cierto?

El templo quedó repentinamente a oscuras a causa del combate que libraban Sephrenia y Otha, y por un breve instante pareció que las tinieblas podían ser eternas, de tan intensas que eran.

Entonces la luz regresó gradualmente. Las hogueras de los enormes braseros de hierro cobraron vigor y las llamas fueron alcanzando mayor altura.

Con el retorno de la luz, Sparhawk descubrió que estaba mirando a Annias. El demacrado rostro del primado de Cimmura tenía una palidez cadavérica y en sus ojos no se atisbaba el más leve rastro de pensamiento. Cegado por su obsesiva ambición, Annias jamás había contemplado plenamente el horror al que había rendido el alma en su persecución del trono del archiprelado. Ahora era evidente que lo percibía, cuando, manifiestamente también, ya era demasiado tarde. Miró a Sparhawk, rogándole algo, cualquier cosa, que pudiera rescatarlo del abismo que se había abierto ante sus pies.

Lycheas gimoteaba y farfullaba aterrorizado, y Arissa lo abrazaba, aferrándose de hecho a él, con semblante que no traslucía menos terror que el de Annias.

El forcejeo entre Otha y Sephrenia proseguía, llenando el templo de ruido y de luz, de estrepitosos sonidos y de humo.

—Ha llegado el momento. —La voz de Flauta transmitía un perfecto sosiego.

Sparhawk se armó de valor y avanzó, manteniendo amenazadoramente la espada sobre la Rosa de Zafiro, que parecía casi encogerse bajo su pesada hoja de acero.

—Sparhawk —la vocecilla expresaba cierta tristeza—, os amo.

El próximo sonido que oyó no fue, no obstante, un mensaje de amor, sino un gruñido en la lengua de los trolls. Lo emitía más de una voz y procedía del propio Bhelliom. Sparhawk vaciló, azotado por el odio de los dioses troll. El dolor era insoportable. Se consumía de calor y de frío al mismo tiempo y sus huesos se levantaban palpitantes en su carne.

—¡Rosa Azul! —invocó jadeante y con voz quebrada, casi a punto de caer—. Ordenad a los dioses troll que se callen. La Rosa Azul va a hacerlo… ¡ahora mismo!

El insufrible dolor continuó y los aullidos en idioma troll se intensificaron.

—¡Entonces, morid, Rosa Azul! —Sparhawk alzó la espada. Los gruñidos cesaron súbitamente y el dolor también.

Sparhawk atravesó el primer peldaño de ónice y subió al siguiente.

—No lo hagáis, Sparhawk. —La voz sonaba en su cerebro—. Aphrael es una niña malévola. Os conduce a la propia perdición.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardaríais, Azash —dijo Sparhawk con voz temblorosa mientras subía el siguiente escalón—. ¿Por qué no me habéis hablado antes?

La voz que había percibido con la mente guardó silencio.

—¿Teníais miedo, Azash? —preguntó—. ¿Temíais que algo de lo que dijerais cambiara ese destino que no podéis prever? —Ascendió a la tercera grada.

—No lo hagáis, Sparhawk. —La voz era implorante ahora—. Yo puedo daros el mundo.

—No, gracias.

—Puedo concederos la inmortalidad.

—No me interesa. Los hombres están habituados a la idea de tener que morir. Son sólo los dioses quienes encuentran aterradora tal perspectiva. —Cruzó el tercer peldaño.

—Destruiré a vuestros camaradas si persistís.

—Todos los hombres perecen en una hora u otra —replicó Sparhawk, tratando de aparentar indiferencia.

Subió al cuarto escalón, y sintió como si de repente tratara de caminar a través de una roca maciza. Azash no se atrevía a atacarlo directamente, puesto que ello podría desencadenar el golpe fatal que los destruiría a todos. Entonces Sparhawk percibió la ventaja absoluta que jugaba a su favor. No sólo los dioses eran incapaces de predecir su destino, sino que además no podían leerle el pensamiento. Azash no tenía medios de saber cuándo tomaría la decisión de descargar la espada, ni de detectarlo, y, por lo tanto, no podría hacer nada para detenerlo. Resolvió valerse de esa superioridad. Todavía inmovilizado por el invisible obstáculo suspiró.

—Oh, bueno, si eso es lo que queréis… —Volvió a levantar la espada.

—¡No! —El grito no sólo procedía de Azash, sino también de los gruñidores dioses troll. Sparhawk atravesó la cuarta grada. Sudaba copiosamente. Podía ocultar sus pensamientos a los dioses, pero no a sí mismo.

—Ahora, Rosa Azul —dijo quedamente al Bhelliom cuando ascendía al quinto escalón—, voy a hacer esto. Vos, Khwaj y Ghnomb y los demás vais a ayudarme, o de lo contrario pereceréis. Un dios debe morir aquí: uno o varios. Si colaboráis conmigo, sólo fallecerá uno. Si no lo hacéis, serán varios.

—¡Sparhawk! —exclamó Aphrael con estupor.

—No os entrometáis.

—¿Puedo ayudaros? —susurró con su vocecilla de niña tras un momento de vacilación.

—De acuerdo, pero éste no es momento para juegos… y no me sobresaltéis. Tengo el brazo encogido como un resorte.

La chispa de luz comenzó a expandirse, difuminando su concentrado fulgor, y Aphrael surgió de ella con la flauta pastoril en los labios. Tenía, como siempre, los pies manchados de hierba y su rostro presentaba una expresión sombría.

—Adelante, aplastadlo, Sparhawk —dijo tras apartarse el instrumento de la boca—. No os escucharán. —Suspiró—. De todas formas estoy cansándome de la vida eterna. Machacad la piedra y acabemos de una vez.

El Bhelliom se oscureció por completo, y Sparhawk notó cómo se estremecía violentamente. Después recobró su brillo azulado, manso y sumiso.

—Ahora colaborarán, Sparhawk —dedujo Aphrael.

—Les habéis mentido —la acusó el caballero.

—No, os he mentido a vos. No hablaba con ellos. No pudo evitar ponerse a reír.

Cruzó el quinto escalón. El ídolo, mucho más cercano ahora, se erguía imponente sobre él. Vio a Otha, sudoroso y fatigado, luchando contra Sephrenia en un combate que, sólo por sus signos exteriores, Sparhawk percibió como mucho más titánico que el que había librado él con Martel. El puro terror instalado en el semblante de Annias era ahora mucho más evidente, y el ánimo de Arissa y su hijo desfallecía a ojos vista.

Sparhawk sentía la formidable presencia de los dioses troll, una presencia tan poderosamente real que casi veía sus gigantescas y repelentes formas proyectadas con ademán protector a su espalda. Subió a la sexta grada. Aún quedaban tres. Se preguntó vagamente si el número nueve tendría algún significado especial en las depravadas mentes de los fieles de Azash. Llegado a ese punto, el dios de los zemoquianos desencadenó todo un ataque en regla. Viendo que la muerte ascendía inexorablemente hacia él, puso en juego todo su poder para resguardarse del mensajero de negra armadura que le llevaba el trance en forma de resplandor azul.

A los pies de Sparhawk brotaron llamaradas, pero, antes de que notara siquiera su calor, quedaron apagadas por el hielo. Una monstruosa forma se abatió contra él, surgida de la nada, pero un fuego incluso más intenso que el que había sofocado el hielo la consumió. Sin duda contra su voluntad, pero sin otro remedio que obedecer al implacable ultimátum de Sparhawk, los dioses troll lo ayudaban ahora, neutralizando las defensas de Azash para franquearle el paso.

Azash se puso a chillar cuando Sparhawk llegó al séptimo peldaño. Ahora era factible llegar a él en precipitado impulso, pero Sparhawk decidió no hacerlo. No quería estar jadeante y tembloroso cuando llegara el momento culminante. Continuó con paso firme e inexorable, atravesando la séptima grada, al tiempo que Azash lo hostigaba con horrores inimaginables que, no obstante, contrarrestaban los dioses troll o el propio Bhelliom. Respiró hondo y ascendió al octavo escalón.

Entonces se vio rodeado de oro: monedas, lingotes y bloques informes del tamaño de la cabeza de un hombre. Del aire manó un torrente de brillantes joyas, azules, verdes y rojas, una cascada de incalculable valor que se vertía sobre el oro con todo el colorido del arco iris. De pronto las riquezas comenzaron a disminuir y fueron disipándose acompañadas de un grosero ruido de masticación.

—Gracias, Ghnomb —murmuró Sparhawk al dios troll de la comida.

Una hurí de abrumadora belleza lo llamó seductoramente. Pero fue al instante violada por un lujurioso troll. Como desconocía el nombre del dios del apareamiento, Sparhawk no supo a quién dar las gracias. Llegó por fin a la novena y última terraza.

—¡No podéis hacer eso! —chilló Azash.

Sin responder, Sparhawk avanzó ferozmente hacia la efigie con el Bhelliom aún en la mano y la amenazadora espada en la otra. A su alrededor restallaban relámpagos, pero todos los absorbía la creciente aureola azulada con que el Bhelliom lo protegía.

Otha había abandonado su infructuoso combate con Sephrenia y se había arrastrado, sollozando de terror, hasta la parte derecha del altar, sobre la misma estrecha losa de ónice negro donde se había dejado caer Annias. Arissa y Lycheas se apretaban uno contra otro, gimoteando.

—Deseadme suerte —susurró Sparhawk a la diosa niña al llegar al angosto altar.

—Desde luego, padre —repuso ésta.

El ídolo se encogió ante el intensificado resplandor del Bhelliom, con ojos desorbitados por el pavor. Sparhawk advirtió que un inmortal que ha de afrontar la impensable posibilidad de su propia muerte da muestras de una peculiar indefensión. Tal idea borraba cualquier otro pensamiento, y Azash sólo podía reaccionar en los niveles más elementales y pueriles. Volvió a atacar, arrojando ciegamente fuego contra el pandion de negra armadura que amenazaba su propia existencia. La sacudida producida por el choque entre la incandescente llama verde y la no menos brillante llama azul del Bhelliom fue terrible. El azul flaqueó y luego se consolidó. El verde retrocedió y después volvió a abalanzarse sobre Sparhawk.

Y el Bhelliom y Azash se enzarzaron en un pulso en el que aplicaban una irresistible fuerza para preservar su propio ser. Ninguno de ellos podía ceder. Sparhawk tuvo la desagradable impresión de que muy bien podría continuar allí de pie durante toda la eternidad con la joya medio extendida mientras Azash y el Bhelliom prolongaban su combate.

Llegó tras él, girando y dando tumbos en el aire con un sonido semejante a un aleteo. Pasó sobre su cabeza e hizo impacto en el pétreo pecho de la imagen, provocando una gran profusión de chispas. Era el hacha de filo con ganchos de Bevier. Tal vez irreflexivamente, Berit había arrojado el arma al ídolo en un alocado gesto de desafío.

Pero dio resultado.

El ídolo retrocedió involuntariamente ante algo que no podía causarle daño, y su fuerza y su fuego se disiparon momentáneamente. Sparhawk se precipitó hacia adelante apretando el Bhelliom con la mano izquierda y lo clavó como si fuera la punta de una lanza en la cicatriz situada bajo el vientre del icono. La mano le quedó entumecida por la violenta sacudida causada por el contacto.

El sonido fue ensordecedor. Sparhawk estaba seguro de que con él había retemblado la totalidad del mundo.

Agachó la cabeza y tensó los músculos, empujando con vigor creciente el Bhelliom contra la reluciente marca de la castración de Azash. El dios gritaba de dolor.

—¡Me habéis fallado! —aulló y, retorciéndose como tentáculos, de ambos lados del ídolo surgieron unos brazos que se abalanzaron para agarrar a Otha… y a Annias.

—¡Oh, Dios mío! —imploró el primado de Cimmura, no a Azash, sino al Dios de su infancia—. ¡Salvadme! ¡Protegedme! ¡Perdonad…! —Elevó el tono de la voz, convertida en un articulado chillido, y el tentáculo se cerró sobre él.

No hubo ninguna clase de refinamiento en el castigo infligido sobre el emperador de Zemoch y el primado de Cimmura. Enloquecido por el dolor, el miedo y el ansia de aplicar represalias a quienes consideraba responsables, Azash se comportó como un niño enfurecido. Otros brazos acudieron restallantes a rodear a las empavorecidas víctimas y luego, con cruel lentitud, comenzaron a girar en sentidos opuestos, realizando el mismo movimiento que utiliza una lavandera para escurrir la ropa. Los dedos del dios, semejantes a anguilas, iban salpicándose de sangre y de más espantosos humores a medida que con la presión de un torniquete robaba la vida de los retorcidos cuerpos de Otha y Annias.

Repugnado, Sparhawk cerró los ojos… pero no pudo hacer lo mismo con los oídos. Los chillidos se agudizaron, adoptando una estrangulada nota hiriente.

Después callaron y entonces se oyeron dos golpes, producto del choque de los despojos de los siervos que Azash había dejado caer en el suelo.

Arissa vomitaba violentamente sobre los irreconocibles restos del que había sido su amante y padre de su único hijo cuando el vasto ídolo se estremeció y resquebrajó, produciendo con su desintegración una lluvia de cascotes de piedra esculpida. Los sinuosos brazos quedaron petrificados al desprenderse y cayeron al suelo, donde quedaron reducidos a añicos. El grotesco rostro se fragmentó. Una gran piedra golpeó el hombro acorazado de Sparhawk y su impacto casi le hizo soltar el Bhelliom. Con un gran crujido, la efigie se quebró por la cintura, y el colosal torso se volcó hacia atrás y se despedazó sobre el negro ónice. Sólo quedaba un raigón, una especie de inestable pedestal de piedra sobre el que descansaba el tosco ídolo de barro que Otha había encontrado casi dos mil años antes.

—¡No podréis! —La voz era el chillido de un animalillo, de un conejo, tal vez, o quizá de una rata—. ¡Yo soy un dios! ¡Vos no sois nada! ¡Sois un insecto! ¡Sois como polvo!

—Es posible —concedió Sparhawk, sintiendo piedad por la patética figurilla de barro. Se desprendió de la espada y tomó firmemente el Bhelliom con ambas manos—. ¡Rosa Azul! —llamó con vehemencia—. ¡Soy Sparhawk de Elenia! ¡Por el poder de estos anillos ordeno a la Rosa Azul que devuelva esta imagen a la tierra de donde proviene! —Adelantó las dos manos y, con ellas, la Rosa de Zafiro—. Ansiabais poseer el Bhelliom, Azash —dijo—. Tenedlo pues. Tomadlo junto con lo que os trae. —Entonces el Bhelliom tocó al deforme ídolo—. ¡La Rosa Azul obedecerá! ¡Ahora! —Se tensó al ordenarlo, esperando ser destruido al instante.

El templo entero se estremeció, y Sparhawk sintió de improviso la agobiante sensación de que algo lo oprimía, como si el propio aire pesara varias toneladas. Las llamas de las enormes hogueras languidecieron, reduciéndose a un espasmódico centelleo, como si también ellas padecieran una invisible presión.

Y entonces la vasta cúpula del templo hizo explosión, lanzando hacia el cielo los bloques hexagonales de basalto, que caerían a varios kilómetros de distancia. Con un sonido que superaba el mero fragor, las hogueras se elevaron con furia hasta convertirse en enormes pilares de llamas de intenso fulgor, que rebasaron el agujero de la bóveda para iluminar los cargados vientres de las nubes que había engendrado la tormenta. Las incandescentes columnas se remontaron sin cesar, abrasando y consumiendo, ceñidas de relámpagos, la nubosa masa, y luego aún prosiguieron su ascenso hasta la oscuridad del firmamento, alargando sus lenguas de fuego hacia las estrellas.

Implacable e inflexible, Sparhawk mantuvo la Rosa de Zafiro pegada al cuerpo de Azash, sintiendo en la muñeca el hormigueo producido por los diminutos tentáculos del dios que se aferraba a ella como agarraría un guerrero mortalmente herido el brazo de un enemigo que lentamente hiciera girar la hoja de su espada en sus entrañas. La voz de Azash, dios mayor de Estiria, era un insustancial e insignificante chillido, como el que habría exhalado una diminuta criatura al expirar. Entonces se produjo una modificación en el pequeño ídolo. Fue perdiendo consistencia y la tierra que lo formaba se deslizó, disgregada, hasta que no fue más que un informe montón.

Las grandes columnas de fuego desaparecieron y el aire que afluyó desde el exterior al templo en ruinas volvió a traer a él la gelidez del invierno.

Sparhawk no experimentó ninguna sensación de triunfo al erguir el cuerpo. Miró la Rosa Azul que relucía en su mano y captó su terror, y también oyó vagamente los quejidos de los dioses troll apresados en su corazón.

Flauta había descendido las gradas dando traspiés y sollozaba en brazos de Sephrenia.

—Ya ha pasado, Rosa Azul —dijo fatigadamente Sparhawk al Bhelliom—. Descansad ahora.

—Deslizó la joya en la bolsa y retorció con aire ausente el alambre que la cerraba.

La princesa Arissa y su hijo emprendieron una frenética carrera, descendiendo los escalones de ónice hacia el reluciente piso inferior. Tanto era su terror que ninguno de los dos parecía percatarse siquiera de la presencia del otro. Lycheas era más joven que su madre y corría con mayor velocidad. La dejó atrás, saltando, cayendo y poniéndose alternativamente en pie.

Ulath lo aguardaba abajo con semblante pétreo… y con el hacha. Lycheas emitió un solo alarido y después su cabeza salió propulsada en una trayectoria curva y aterrizó sobre el suelo de ónice, produciendo el mismo repugnante ruido que provocaría un melón al aplastarse.

—¡Lycheas! —gritó, horrorizada, Arissa cuando el cuerpo decapitado de su hijo cayó limpiamente a los pies de Ulath.

Se quedó paralizada, mirando al fornido thalesiano de rubias trenzas que había comenzado a ascender los escalones de ónice en dirección a ella, con la ensangrentada hacha levantada. Ulath no era persona que dejara las cosas a medio acabar.

Arissa rebuscó con mano temblorosa bajo el fajín que le rodeaba la cintura, sacó un pequeño frasco de vidrio y forcejeó para quitar el tapón.

Ulath no aminoró el paso.

Con el frasco ya abierto, Arissa alzó la cabeza e ingirió su contenido. Su cuerpo se puso rígido al instante, y ella exhaló un ronco grito. Después cayó, crispada, con el rostro ennegrecido y la lengua colgándole de la boca.

—¡Ulath! —llamó Sephrenia al thalesiano, que aún seguía avanzando—. No es necesario.

—¿Veneno? —le preguntó éste. La mujer asintió.

—Detesto el veneno —declaró, limpiando la sangre del filo del hacha con el pulgar y el índice. Hecho esto, lo tentó con mano de experto—. Voy a tardar una semana en pulir todas estas mellas —pronosticó con tristeza, volviéndose y comenzando a bajar, dejando a la princesa Arissa tumbada en el escalón de arriba.

Sparhawk recuperó la espada y descendió. Se encontraba sumamente cansado. Recogió cansinamente los guanteletes y atravesó el suelo plagado de cadáveres en dirección a Berit, que lo observaba con respetuosa admiración.

—Habéis lanzado con buen tino el arma —felicitó al joven, poniéndole la mano sobre el hombro—. Gracias, hermano.

La sonrisa de Berit fue radiante como la salida del sol.

—Oh, por cierto —agregó Sparhawk—, será mejor que vayáis a buscar el hacha de Bevier. Le tiene mucho cariño.

—Ahora mismo, Sparhawk.

Sparhawk miró el templo lleno de cadáveres y luego elevó la vista y, a través de la destrozada cúpula, contempló las estrellas que titilaban en el frío cielo invernal.

—Kurik —preguntó sin pensarlo—, ¿qué hora calculáis que es? —Entonces lo invadió una insoportable oleada de dolor. Fortaleció el ánimo—. ¿Estáis todos bien? —inquirió, mirando en derredor. Después exhaló un gruñido, inseguro de la firmeza de su voz, y respiró profundamente—. Salgamos de aquí —propuso con voz ronca.

Ascendieron los anchos peldaños hasta la parte de arriba y vieron que, durante la agitación del encuentro sostenido en el altar, todas las estatuas que rodeaban la pared habían quedado reducidas a añicos. Kalten se adelantó y examinó las escaleras de mármol.

—Parece que los soldados han huido.

—Sephrenia… —La voz apenas difería de un graznido.

—Todavía está viva —observó Ulath con tono levemente acusador.

—De vez en cuando ocurre esto —replicó Sephrenia—. A veces el veneno es más lento.

—Sephrenia, ayudadme. Ayudadme, por favor.

—No, princesa —rehusó Sephrenia, con tono más frío que la propia muerte—. No pienso hacerlo.

Después se giró de nuevo y ascendió la escalera junto a Sparhawk, seguida de los demás.