Sparhawk profirió un juramento. ¿Por qué no podían hacer simplemente lo que les había dicho? Después suspiró. Debió haber previsto que no le obedecerían. Ahora no había nada que hacer y no tendría sentido regañarlos.
Se quitó el guantelete para desprender la cantimplora del cinto, y sus anillos despidieron rojos destellos bajo la luz de las antorchas. Destapó el recipiente y tomó un trago. El anillo centelleó de nuevo ante sus ojos. Bajó la cantimplora, mirando pensativamente la sortija.
—Sephrenia —llamó casi con aire ausente—, os necesito. La mujer se encontraba a su lado al cabo de unos momentos.
—El Buscador era Azash, ¿no es cierto?
—Eso es una simplificación excesiva.
—Ya sabéis a qué me refiero. Cuando estábamos ante la tumba del rey Sarak en Kelosia, Azash os habló a través del Buscador, pero huyó cuando yo me dirigí hacia él con la lanza de Aldreas.
—Sí.
—Y también utilicé la lanza para ahuyentar a esa criatura que surgió del túmulo en Lamorkand, y maté a Ghwerig con ella.
—Sí.
—Pero no era realmente la lanza, ¿no es cierto? En fin de cuentas, no es un arma tan terrorífica. Eran los anillos, ¿verdad?
—No veo dónde queréis ir a parar con esto, Sparhawk.
—Yo tampoco. —Se sacó el otro guantelete y alargó las manos, observando las sortijas—. Poseen ciertas dosis de poder propio, ¿no es así? Creo que el hecho de que son las llaves para activar la fuerza del Bhelliom me ha hecho pasar por alto lo que puede conseguirse sólo por medio de ellos. La lanza de Aldreas no tenía nada que ver con el efecto conseguido…, de lo cual podemos congratularnos, dado que ahora se encuentra apoyada en un rincón de los aposentos de Ehlana allá en Cimmura. Cualquier arma habría servido a igual fin, ¿verdad?
—Con tal que los anillos estuvieran en contacto con ella, sí. Por favor, Sparhawk, id al grano. Vuestra lógica elenia resulta tediosa.
—Me ayuda a pensar. Podría borrar la imagen de Azash de la entrada, pero ello liberaría a los dioses troll, y éstos tratarían de apuñalarme por la espalda cada vez que me volviera. Los dioses troll no guardan, sin embargo, ninguna relación con los anillos. Es factible usar los anillos sin despertar a Ghnomb y a sus amigos. ¿Qué ocurriría si tomara la espada con ambas manos y tocara con ella la cara suspendida sobre el umbral?
La mujer se quedó mirándolo en silencio.
—No estamos hablando realmente de Azash en este caso, sino de Otha. Puede que yo no sea el mago más hábil del mundo, pero no tengo por qué serlo mientras tenga los anillos. Creo que es posible que hagan tambalear a Otha, ¿no os parece?
—No puedo responderos a eso, Sparhawk —contestó con tono pesaroso—. No lo sé.
—¿Por qué no lo probamos? —Se volvió y fijó la mirada más allá de los pestilentes muertos—. Volved aquí —llamó a sus amigos—. Tenemos algo que hacer.
Desfilaron cautelosamente junto a los cadáveres con armadura y se reunieron en torno a Sparhawk y su tutora.
—Voy a intentar algo que quizá no surta el efecto deseado —les dijo—, y, si ése fuera el caso, vais a tener que encargaros del Bhelliom. —Desató la bolsa de malla del cinto—. Si fracaso en mi tentativa, depositad el Bhelliom sobre las losas y aplastadlo con una espada o un hacha. —Entregó la bolsa a Kurik y su escudo a Kalten, y desenvainó la espada. Luego apretó la empuñadura con ambas manos y se dirigió al vasto zaguán donde flotaba la reluciente aparición—. Deseadme suerte —dijo. Cualquier otra frase hubiera tenido resonancias demasiado ampulosas.
Alargó los brazos, situando la espada al nivel de la imagen de fuego verde y, fortaleciéndose, se acercó a ella y tocó con la punta del arma el ardiente encantamiento.
El resultado fue satisfactoriamente espectacular. Al contacto con la espada, la candente cara hizo explosión con una detonación tan fuerte que debió de hacer añicos todos los cristales que se hallaban en un radio de un kilómetro, y una cascada de chispas multicolores llovió sobre Sparhawk.
Éste y sus amigos cayeron violentamente al suelo, y los cadáveres que aún montaban guardia ante el palacio fueron abatidos como hierba recién segada. Sparhawk sacudió la cabeza para ahuyentar el estruendo que persistía en sus oídos y miró el portal mientras se ponía trabajosamente en pie. Una de las colosales puertas había quedado partida por la mitad y la otra pendía precariamente de un solo gozne. La aparición se había esfumado y sólo quedaban de ella algunos jirones de humo deshilachado. En las profundidades del palacio sonó un prolongado chillido de dolor, semejante al de un murciélago.
—¿Estáis todos bien? —gritó Sparhawk, mirando a sus amigos. Estaban levantándose con la mirada algo vagarosa.
—Estrepitoso —fue cuanto dijo Ulath.
—¿Quién hace ese ruido adentro? —preguntó Kalten.
—Otha, supongo —respondió Sparhawk—. Se pasa un mal rato cuando a uno le desbaratan un hechizo. —Recogió los guanteletes y la bolsa de malla.
—¡Talen! —gritó Kurik—. ¡No!
El chiquillo, sin embargo, ya se había adentrado en el zaguán.
—No parece que haya nada aquí, padre —informó, ya de vuelta—. Puesto que no he desaparecido en una nube de humo, creo que podemos afirmar que es un lugar seguro.
Kurik comenzó a avanzar hacia el muchacho, tendiendo afanosamente las manos. Luego volvió a planteárselo y se detuvo, murmurando imprecaciones.
—Entremos —indicó Sephrenia—. Estoy convencida de que todas las patrullas han oído la explosión. Confiemos en que lo hayan atribuido a un trueno, pero es seguro que algunos de ellos vendrán a investigar.
Sparhawk volvió a guardar la bolsa debajo del cinturón.
—Nos conviene escabullimos en cuanto estemos dentro. ¿Qué dirección debemos tomar?
—Girad a la izquierda una vez que hayáis traspuesto el umbral. Los pasadizos de ese lado conducen a las cocinas y los almacenes.
—De acuerdo pues. Adelante.
Aquel peculiar olor que Sparhawk había advertido al entrar en la ciudad era más intenso en los oscuros pasillos del palacio. Los caballeros avanzaron con cautela, escuchando los ecos de los gritos de los guardias de élite. En el palacio reinaba una gran agitación, e incluso en un lugar tan vasto como aquél era inevitable encontrarse con alguien. En la mayoría de los casos, Sparhawk y sus amigos evitaron a la gente introduciéndose simplemente en las oscuras cámaras que flanqueaban los corredores. En otros, no obstante, ello no era posible, pero los caballeros de la Iglesia eran combatientes mucho más expertos que los zemoquianos, y el ruido que producían las refriegas quedaba sofocado por los gritos que resonaban en los pasadizos. Caminaban a paso rápido, con las armas prestas.
Casi una hora después entraron en una gran cocina de repostería cuyas hileras de hogares propagaban un aceptable grado de luz. Se detuvieron allí y atrancaron las puertas.
—Estoy desorientado —confesó Kalten, robando un pastelillo—. ¿Hacia dónde vamos?
—Por esa puerta, creo —repuso Sephrenia—. Todas las cocinas dan a un corredor que conduce a la sala del trono.
—¿Otha come en la sala del trono? —preguntó, sorprendido, Bevier.
—Otha apenas se mueve —respondió la estiria—. Ya no puede caminar.
—¿Qué lo dejó imposibilitado?
—Su apetito. Otha come casi constantemente, y nunca ha sido aficionado a hacer ejercicio. Tiene las piernas demasiado débiles para sostenerle el cuerpo.
—¿Cuántas puertas hay en la sala del trono? —inquirió Ulath.
—Cuatro, me parece —respondió, tras hacer memoria—. La de las cocinas, otra que proviene de las estancias de palacio y la que da a los aposentos privados de Otha.
—¿Y la última?
—La última entrada no tiene puerta. Es la abertura que conduce al laberinto.
—Lo primero que hemos de hacer pues es obstruirlas. Así podremos conversar con Otha en la intimidad.
—Y con quien quiera que le haga compañía —añadió Kalten—. Me pregunto si Martel habrá conseguido llegar aquí. —Tomó otro pastel.
—Hay un modo de averiguarlo —zanjó Tynian.
—Dentro de un momento —dijo Sparhawk—, ¿qué es ese laberinto que habéis mencionado, Sephrenia?
—Es el camino que lleva al templo. Hubo un tiempo en que a la gente la fascinaban los laberintos. Es muy complicado y muy peligroso.
—¿Es la única vía para llegar al templo? La mujer asintió.
—¿El común de los fieles pasan por la sala del trono para ir al templo?
—Los fieles ordinarios no van al templo, Sparhawk… Sólo los sacerdotes y los que se inmolan en sacrificios.
—En ese caso debemos irrumpir en la sala del trono, atrancar las puertas, acabar con los guardias que haya adentro y hacer prisionero a Otha. Si le ponemos un cuchillo en la garganta, no creo que ninguno de sus soldados se interponga en nuestro camino.
—Otha es un mago —le recordó Tynian—. No será tan fácil apresarlo.
—Otha no constituye apenas un peligro por el momento —disintió Sephrenia—. A todos se nos ha truncado un hechizo alguna vez. Se tarda un rato en recobrar las capacidades.
—¿Estamos listos pues? —preguntó Sparhawk con voz tensa. Asintieron mudamente y salieron por la puerta.
El corredor que llevaba de las cocinas a la sala del trono de Otha era estrecho y no muy largo. Al fondo se veía una rojiza luz de antorcha. Cuando se aproximaban a ella, Talen se escabulló hacia adelante, avanzando con paso extremadamente sigiloso sobre el suelo de piedra.
—Están todos allí —susurró con voz excitada al regresar al cabo de unos momentos—. Annias, Martel y los demás. Parece que acaban de llegar, porque todavía llevan capas de viaje.
—¿Cuántos guardias hay en la habitación? —le preguntó Kurik.
—No muchos. Veinte como mucho.
—Los demás deben de estar en los pasillos buscándonos.
—¿Podrías describir la habitación? —pidió Tynian—. ¿Y los sitios donde se encuentran los centinelas?
—Este pasillo acaba a corta distancia del trono. Identificaréis a Otha casi al instante, porque parece una babosa. Martel y los demás están apiñados en torno a él. Hay dos guardias apostados en cada una de las puertas, salvo en la arcada que hay justo detrás del trono, que nadie protege. Los demás centinelas están dispersados por la habitación a lo largo de las paredes. Llevan cota de mallas y espada y todos apoyan la mano en una larga lanza. Hay aproximadamente una docena de hombres muy musculosos en taparrabos sentados en cuclillas cerca del trono. Ésos no van armados.
—Los porteadores de Otha —explicó Sephrenia.
—Teníais razón —confirmó Talen—. Hay cuatro puertas: ésta por la que saldremos nosotros, una en el otro extremo de la habitación, la arcada y una mayor en la otra punta.
—La que conduce al resto del palacio —dedujo Sephrenia.
—Ésa es la importante —decidió Sparhawk—. En las cocinas sólo debe de haber algunos cocineros, y el dormitorio de Otha debe de estar prácticamente solitario, pero habrá soldados al otro lado de esa puerta principal. ¿A qué distancia queda esa puerta de la salida de este pasillo?
—A unos sesenta metros —repuso el chico.
—¿Quién tiene ganas de correr? —Sparhawk miró a sus amigos.
—¿Qué decís, Tynian? —inquirió Ulath—. ¿A qué velocidad recorréis sesenta metros?
—A la misma que vos, amigo mío.
—No olvides que me prometiste reservarme a Adus —recordó Kalten a su amigo.
—Intentaré conservarlo vivo para ti.
Siguieron avanzando resueltamente en dirección al vano iluminado, junto al cual se detuvieron un instante antes de precipitarse en el interior de la cámara. Ulath y Tynian se dirigieron raudamente a la puerta principal, lo que provocó gritos de estupor y de alarma en los presentes. Los soldados de Otha se impartían órdenes contradictorias unos a otros hasta que un oficial los atajó a todos con un bronco bramido.
—¡Proteged al emperador!
Los guardias alineados junto a los muros dejaron a su suerte a los camaradas que guardaban las puertas y corrieron a formar con sus lanzas un anillo protector en torno al trono. Kalten y Bevier habían liquidado casi con negligencia a los dos guardias que flanqueaban el corredor que daba a las cocinas en tanto Ulath y Tynian llegaban a la salida principal donde los dos guardias intentaban afanosamente abrir las hojas para pedir ayuda. Los dos cayeron bajo el primer frenesí de estocadas y luego Ulath apoyó la fornida espalda contra la puerta y se apuntaló mientras Tynian tanteaba detrás de las cortinas buscando la barra para atrancar la puerta.
Berit irrumpió en la sala junto a Sparhawk, evitó de un salto los dos guardias que aún se movían débilmente en el suelo y corrió hacia la puerta de enfrente con el hacha en alto. Aun con el peso de la armadura, atravesó corriendo como un gamo la sala del trono y se abatió sobre los dos hombres que guardaban la puerta de los aposentos de Otha. Les quitó las lanzas y los liquidó con dos poderosos hachazos.
Sparhawk oyó el estrepitoso sonido metálico que produjo Kalten al colocar la pesada tranca de hierro.
Alguien aporreó la puerta que Ulath mantenía cerrada, pero Kalten ya había corrido la tranca, obstruyendo la entrada. Berit también atrancó la suya.
—Muy bien hecho —aprobó Kurik—. Sin embargo, aún no podemos llegar a donde está Otha. Sparhawk miró el anillo de lanzas que rodeaban el trono y después al propio Otha. Tal como había dicho Talen, el hombre que había aterrorizado a Occidente durante los últimos cinco siglos parecía una vulgar babosa. Estaba totalmente calvo y su piel era de una palidez extrema. Su cara, grotescamente hinchada, estaba tan reluciente por el sudor que daba la impresión de estar cubierta de baba. Su enorme panza abultaba tanto que sus brazos apenas pasaban de ser insignificantes y raquíticos adminículos. Sus grasientas manos, increíblemente sucias al igual que el resto de su cuerpo, estaban enjoyadas con valiosísimas sortijas. Se hallaba medio echado en el trono, como si alguien lo hubiera arrojado allí, con ojos vidriosos y agitado de violentas convulsiones que ponían de manifiesto que aún no se había recobrado de la brusca interrupción de su encantamiento.
Sparhawk aspiró profundamente para calmarse mientras miraba en derredor. La estancia lucía una decoración digna de reyes, con los muros cubiertos de oro forjado a martillo, las columnas nacaradas, el suelo pavimentado con ónice blanco pulido y los cortinajes que flanqueaban cada una de las puertas confeccionados con terciopelo rojo. De las paredes sobresalía de trecho en trecho una antorcha y a ambos lados del trono de Otha había unos enormes braseros de hierro.
Y entonces, por fin, Sparhawk detuvo la mirada en Martel.
—Ah, Sparhawk —lo saludó con cortesía el hombre de pelo blanco—, habéis sido muy amable en venir. Os estábamos esperando. A pesar de la desenvoltura de su tono, la voz lo traicionó mostrando un leve asomo de asombro. Martel no esperaba verlos llegar tan pronto, y menos de aquel modo tan imprevisto. Estaba de pie con Annias, Arissa y Lycheas dentro del círculo de lanceros, a quienes Adus espoleaba con puntapiés y maldiciones.
—De todas formas pasábamos por aquí. —Sparhawk se encogió de hombros—. ¿Cómo os ha ido, viejo amigo? Parecéis fatigado. ¿Ha sido pesado el viaje?
—Soportable cuando menos. —Martel inclinó la cabeza en dirección a Sephrenia—. Pequeña madre —dijo, volviendo a expresar un curioso pesar en la voz.
Sephrenia suspiró, pero no dijo nada.
—Veo que estamos todos aquí —continuó Sparhawk—. Me divierten mucho estas pequeñas reuniones. ¿A vos no? Son una ocasión para dar rienda suelta al recuerdo. —Miró a Annias, cuya posición de subordinación a Martel resultaba patente ahora—. Debisteis quedaros en Chyrellos, Su Ilustrísima —dijo—. Os perdisteis la intriga de la elección. ¿Creeréis que la jerarquía colocó a Dolmant en el trono del archiprelado?
—¿Dolmant? —exclamó, afligido, el patriarca de Cimmura, con semblante repentinamente angustiado.
Años después, Sparhawk llegaría a la conclusión de que su venganza sobre el primado había sido completa en ese instante. El dolor que aquella simple afirmación había causado a su enemigo era algo que se hallaba fuera del alcance de su comprensión. La vida del primado de Cimmura se desmoronó y se consumió en aquel preciso momento.
—Sorprendente, ¿eh? —prosiguió implacablemente Sparhawk—. El último hombre en que uno hubiera pensado. Son muchos en Chyrellos los que creen que Dios dejó sentir su mano en ese día. Mi esposa, la reina de Elenia… (la recordáis, ¿verdad?; una muchacha rubia, bastante hermosa, a la que vos envenenasteis)… pronunció un discurso ante los patriarcas justo antes de que iniciaran sus deliberaciones. Fue ella quien sugirió a Dolmant. Dio muestras de una gran elocuencia, pero el común de la gente achaca los efectos de su alocución a la inspiración del mismo Dios… en especial teniendo en cuenta que Dolmant fue elegido por unanimidad.
—¡Eso es imposible! —se escandalizó Annias—. ¡Mentís, Sparhawk!
—Podéis comprobarlo por vos mismo, Annias. Cuando os lleve de regreso a Chyrellos, estoy seguro de que tendréis tiempo de sobra para examinar los registros referentes a esa reunión. Existe toda una disputa en lo referente a quién va a tener el placer de someteros a juicio y ejecutaros, y es posible que se prolongue años. No sé cómo os las habéis arreglado para ofender a casi todos los habitantes de las tierras que se hallan al oeste de Zemoch. Todos quieren mataros por una razón u otra.
—Os estáis comportando de un modo un tanto infantil, Sparhawk —comentó con desdén Martel.
—Desde luego que sí. Todos lo hacemos a veces. Es verdaderamente una lástima que la puesta del sol haya sido tan poco inspiradora hoy, Martel, ya que fue la última que vais a presenciar.
—Una aseveración aplicable a vos o a mí.
—Sephrenia… —Era un profundo y retumbante gorgoteo más que una voz.
—¿Sí, Otha? —replicó con calma la estiria.
—Saludad de mi parte a vuestra estúpida pequeña diosa —dijo con voz sorda en antiguo elenio, con la mirada ya enfocada, aunque con pulso aún tembloroso—. Vuestra afinidad contra natura con los dioses menores toca a su fin. Azash os aguarda.
—Dudo mucho que así sea, Otha, pues traigo conmigo al desconocido. Lo localicé mucho antes de que naciera y lo he traído aquí con el Bhelliom en el puño. Azash lo teme, Otha, y vos haríais mejor en temerlo también.
Otha se hundió aún más en el trono, retrayendo la cabeza como lo haría una tortuga entre los pliegues de grasa del cuello. Entonces movió la mano con sorprendente velocidad y de ella partió un rayo de verdusca luz dirigido a la menuda mujer estiria. A Sparhawk, no obstante, no lo tomó por sorpresa el ataque pues, a pesar de la aparente negligencia con que sostenía el escudo con las manos al descubierto, apoyaba firmemente las rojas piedras de los anillos en el borde del arma. Con celeridad perfeccionada con años de práctica situó el escudo delante de su tutora y el rayo rebotó en su pulida superficie. Uno de los guardias protegidos con armadura quedó repentinamente destruido por una silenciosa explosión que proyectó sobre el trono una lluvia de candentes fragmentos procedentes de su cota de mallas.
—¿Hemos acabado con estas insensateces, Martel? —preguntó desapaciblemente Sparhawk, desenvainando la espada.
—Ojalá pudiera complaceros, viejo amigo —repuso Martel—, pero Azash está esperándonos. Ya sabéis cómo son estas cosas.
Los golpes descargados contra la pesada puerta que vigilaban Tynian y Ulath arreciaron.
—Parece que alguien llama a la puerta —comentó Martel—. Sed buen chico, Sparhawk, e id a ver quién es. Esos martillazos me ponen los nervios de punta.
Sparhawk comenzó a caminar.
—¡Llevad al emperador a un lugar seguro! —vociferó Annias a los semidesnudos individuos agazapados junto al trono.
Con la eficiencia que daba la práctica, éstos insertaron unas gruesas barras de acero en los diversos orificios del enjoyado sillón, se las cargaron a los hombros y despegaron el inmenso peso de su amo del pedestal del trono. Luego giraron con la litera a cuestas y trotaron pesadamente hacia la arcada situada detrás del trono.
—¡Adus! —ordenó Martel—. ¡Mantenlos alejados de mí!
Después él también se volvió y se llevó a Annias y su familia en pos de Otha en tanto el brutal Adus azotaba a los lanceros con el lomo de su espada, impartiendo ininteligibles órdenes.
La atronadora presión sobre las puertas indicó que los soldados que había afuera utilizaban ahora improvisados arietes.
—¡Sparhawk! —gritó Tynian—. ¡Estas puertas no resistirán mucho rato!
—¡Dejadlas! —contestó Sparhawk—. ¡Ayudadnos aquí! ¡Otha y Martel están escapando! Los soldados que lideraba Adus se habían desplegado para enfrentarse a Sparhawk, Kurik y Bevier, no tanto con intención de librar combate con ellos como de impedirles la entrada a la arcada que daba acceso al laberinto. Aun cuando en muchos sentidos Adus fuera profunda e incluso terroríficamente estúpido, era un guerrero de talento, y una pelea como aquélla, en la que se dirimía un asunto muy simple y para la que contaba con un considerable número de hombres, lo colocaba en su elemento natural. Dirigía a los guardias de Otha con gruñidos, patadas y golpes, distribuyéndolos por parejas o por tríos para interceptar el paso de un solo oponente con sus lanzas. El concepto implícito en el mandato de Martel se hallaba perfectamente al alcance del limitado intelecto de Adus. Su cometido era demorar a los caballeros el tiempo suficiente para permitir que Martel huyera, y tal vez no había otro hombre más capacitado para conseguirlo que Adus.
Cuando Kalten, Ulath, Tynian y Berit se sumaron a la escaramuza, Adus cedió terreno, pues, aunque contara con la ventaja de la superioridad numérica, sus soldados zemoquianos no eran rivales para los caballeros. Consiguió, no obstante, hacer retroceder el grueso de su fuerza hasta la boca del laberinto, donde sus lanzas podrían constituir una efectiva barrera. Y mientras tanto proseguía el rítmico retumbar de los arietes.
—¡Tenemos que entrar en ese laberinto! —gritó Tynian—. ¡Cuando cedan las puertas, estaremos rodeados!
Fue sir Bevier quien pasó a la acción. El joven caballero cirínico era el arrojo personificado y en muchas ocasiones había dado prueba de su bravura, exponiéndose al riesgo. Se adelantó haciendo oscilar su brutal hacha rematada de ganchos y, en lugar de descargarla contra los soldados, se centró en las lanzas, razonando que una lanza sin punta no deja de ser un mero palo. Al cabo de unos momentos había desarmado de forma efectiva a los zemoquianos de Adus… y había recibido una profunda herida en el costado, justo encima de la cadera. Cayó débilmente de espaldas, manándole la sangre del desgarrón que tenía en la armadura.
—¡Ocupaos de él! —encargó Sparhawk a Berit antes de precipitarse hacia adelante. Sin las lanzas, los zemoquianos se vieron obligados a recurrir a las espadas, lo cual proporcionó una clara ventaja a los caballeros de la Iglesia, que se abrieron limpiamente paso a mandobles.
Adus calibró la situación y retrocedió hasta el umbral.
—¡Adus! —bramó Kalten, apartando de un puntapié de su camino a un zemoquiano.
—¡Kalten! —rugió Adus.
El bestial personaje avanzó un paso, con la furia pintada en la cara. Después emitió un gruñido y destripó a uno de sus propios soldados para descargar su frustración y desapareció en las profundidades del laberinto.
—¿Cómo está? —preguntó Sparhawk a Sephrenia, que se encontraba arrodillada junto a Bevier.
—Es grave, Sparhawk.
—¿Podéis contener la hemorragia?
—No totalmente.
Bevier yacía pálido y sudoroso, con el peto de la armadura desatado y abierto como la concha de una almeja.
—Seguid adelante, Sparhawk —dijo—. Yo impediré el paso por este umbral durante todo el tiempo que me sea posible.
—No seáis insensato —espetó Sparhawk—. Vendad la herida lo mejor que podáis, Sephrenia, y después volvedle a ajustar la armadura. Berit, traedlo, aunque tenga que ser a cuestas.
En la sala del trono sonó tras ellos un ruido de madera astillada acompañado del constante retumbar.
—Las puertas están cediendo, Sparhawk —informó Kalten.
Sparhawk observó el largo y arqueado corredor que conducía al laberinto, el cual iluminaban en espaciados trechos antorchas apoyadas en aros de hierro, y lo embargó un súbito sentimiento de esperanza.
—Ulath —indicó—, vos y Tynian caminad en retaguardia. Gritad si alguno de esos soldados que están a punto de derribar las puertas se acerca a nosotros.
—Yo no seré más que un estorbo para vosotros, Sparhawk —adujo débilmente Bevier.
—No —repuso Sparhawk—. No vamos a correr por este laberinto. Como no sabemos qué hay ahí adentro, no vamos a incurrir en riesgos. Bien, caballeros, en marcha.
Caminaron por el prolongado pasadizo que se adentraba en el dédalo, pasando delante de dos o tres entradas sin iluminar.
—¿No deberíamos investigar qué hay allí? —preguntó Kalten.
—No creo que sea necesario —respondió Kurik—. Algunos de los hombres de Adus estaban heridos, y hay rastros de sangre en el suelo. Como mínimo sabemos qué dirección ha tomado Adus.
—Eso no garantiza que Martel siga el mismo derrotero —objetó Kalten—. Tal vez ha encargado a Adus que nos llevara por un camino erróneo.
—Es posible —concedió Sparhawk—, pero este pasillo está iluminado y los demás no.
—Un laberinto que tuviera el camino señalado con antorchas no sería digno de tal nombre —señaló Kurik.
—Puede que no, pero, mientras las antorchas y el reguero de sangre continúen por la misma ruta, nos arriesgaremos a seguirla.
El resonante corredor giraba bruscamente a la izquierda al fondo. Las paredes y techo abovedados, que se curvaban alternativamente hacia arriba y hacia abajo, conferían a quienes recorrían los sinuosos pasadizos una opresiva sensación de ser demasiado bajos, a la cual reaccionaba por reflejo Sparhawk agachando la cabeza.
—Han derribado las puertas de la sala del trono, Sparhawk —avisó Ulath desde atrás—. Hay algunas antorchas que se agitan allá en la entrada.
—Eso da por zanjada la cuestión —decidió Sparhawk—. No tenemos tiempo para explorar los pasillos laterales. Adelante.
El corredor alumbrado comenzó a serpentear y girar a partir de ese punto, y las manchas de sangre del suelo indicaban que todavía seguían la misma ruta que Adus.
El pasadizo torció a la izquierda.
—¿Cómo os encontráis? —preguntó Sparhawk a Bevier, que se apoyaba pesadamente en el hombro de Berit.
—Bien, Sparhawk. En cuanto recobre el aliento, podré avanzar sin ayuda.
El pasillo volvió a girar a la izquierda, y luego de nuevo a la izquierda apenas unos metros más adelante.
—Estamos regresando en la misma dirección que hemos venido, Sparhawk —manifestó Kurik.
—Lo sé. ¿Tenemos, no obstante, otra alternativa?
—No que yo sepa.
—Ulath —llamó Sparhawk—. ¿Nos están ganando terreno los hombres que nos siguen?
—No de forma perceptible.
—Quizás ellos tampoco conozcan la dirección que han de seguir —apuntó Kalten—. No creo que nadie vaya a visitar a Azash para pasar el rato.
La arremetida provino de un corredor lateral. Cinco soldados zemoquianos armados con lanzas surgieron del oscuro umbral y embistieron a Sparhawk, Kalten y Kurik. Las lanzas les otorgaban cierta ventaja que no fue, sin embargo, suficiente. Después de que tres de ellos hubieron caído y se hubieron quedado retorciéndose y sangrando sobre las losas del suelo, los otros dos se dieron a la fuga por donde habían venido.
Kurik tomó una antorcha de una de las arandelas de hierro de la pared y condujo a Sparhawk y Kalten al tortuoso y oscuro pasadizo donde al cabo de varios minutos vieron a los soldados que perseguían. Éstos se movían con paso temeroso, abrazados a los muros.
—Ya los tenemos —se regocijó Kalten, disponiéndose a lanzarse hacia ellos.
—¡Kalten! —la voz de Kurik restalló como un látigo—. ¡Deteneos!
—¿Por qué?
—Se mantienen demasiado cerca de las paredes.
—¿Y entonces?
—¿Qué tiene de malo la banda central del pasillo?
Kalten observó con ojos entornados a los dos amedrentados hombres que se pegaban a las paredes.
—Averiguémoslo —propuso.
Arrancó con la punta de la espada una pequeña losa y la arrojó a uno de los soldados, pero ésta cayó a varios metros de distancia del blanco.
—Dejad que lo haga yo —se ofreció Kurik—. No podéis lanzar nada teniendo como tenéis los hombros trabados por la armadura.
El escudero arrancó otra piedra del suelo y, con más puntería que Kalten, acertó en el yelmo del soldado, que resonó como una cacerola. El hombre gritó y se tambaleó, tratando desesperadamente de agarrarse a algún asidero en el muro de piedra. Pero no lo consiguió y hubo de poner los pies en el centro del corredor.
El suelo se abrió prestamente bajo él, y el hombre desapareció chillando de forma desgarradora. Con el afán de ver lo que le había sucedido, su compañero dio también un paso en falso y cayó de la estrecha franja lateral, para seguir la suerte de su amigo.
—Una buena argucia —admiró Kurik, acercándose al borde de la sima con la antorcha levantada—. El fondo está erizado de afiladas estacas —observó, mirando a los dos hombres empalados—. Regresemos para avisar a los demás. Será mejor que vigilemos dónde ponemos los pies.
Volvieron al pasillo principal alumbrado por antorchas cuando Ulath y Tynian llegaban a esa altura. Kurik les describió concisamente en qué consistía la trampa en que habían caído los dos zemoquianos y, mirando con aire pensativo a los soldados que habían fallecido allí, recogió la lanza de uno de ellos.
—Éstos no eran hombres de Adus.
—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Kalten.
—Sir Bevier ha partido las lanzas de los que estaban con Adus. Esto representa que hay otros soldados en el laberinto… probablemente distribuidos en pequeños grupos como éste. Apuesto a que están aquí para conducirnos a las trampas de los corredores laterales.
—Algo que deberíamos agradecerles —señaló Ulath.
—No acabo de comprender vuestro razonamiento, sir Ulath.
—Hay trampas en el laberinto, pero disponemos de soldados para descubrírnoslas. Lo único que hemos de hacer es atraparlos.
—¿Es ésa una de las perspectivas esperanzadoras de que habla la gente? —inquirió Tynian.
—Así podría decirse, aunque quizá los zemoquianos que agarremos no lo vean de la misma forma.
—¿Se aproximan muy velozmente los soldados que nos siguen? —le preguntó Kurik.
—No mucho.
Kurik volvió a entrar en el pasillo adyacente con la antorcha en alto y, al regresar, sonreía lúgubremente.
—Hay arandelas de antorchas en los corredores laterales —anunció—. ¿Por qué no cambiamos de sitio unas cuantas antorchas? Nosotros hemos ido siguiendo su luz y esos soldados vienen siguiéndonos a nosotros. Si las antorchas comienzan a llevarlos a pasadizos donde hay trampas, ¿no aminorarán un tanto la velocidad de su marcha?
—No sé ellos —dijo Ulath—, pero yo sí lo haría.