—Sparhawk. —Era Kurik, que lo movía para despertarlo—. Falta una hora para el alba. Queríais que os despertara.
—¿Y tú no duermes nunca?
Sparhawk se incorporó en la cama, bostezando, y luego sacó las piernas y posó los pies en el suelo.
—Yo he dormido bien. —Kurik miró a su amigo con aire reprobador—. No coméis suficiente —lo acusó—. Os estáis quedando en los huesos. Vestíos. Iré a despertar a los otros y luego volveré para ayudaros a poneros la armadura.
Sparhawk se levantó y recogió su acolchada ropa interior manchada de herrumbre.
—Muy distinguido —observó sarcásticamente Stragen desde el umbral—. ¿Existe alguna parte del código caballeresco que prohíba lavar esas prendas?
—Tardan una semana en secarse.
—¿Son en verdad necesarias?
—¿Habéis llevado armadura alguna vez, Stragen?
—Dios no lo quiera.
—Probadlo un día. El relleno impide que la armadura le magulle a uno la piel en ciertos puntos.
—Ah, la de cosas que soportamos en aras de la elegancia.
—¿De veras os proponéis volveros atrás en la frontera zemoquiana?
—Órdenes de la reina, amigo mío. Además, no sería más que un estorbo. Soy un inepto total para pelear contra un dios. Francamente, creo que estáis trastornado…, sin ánimo de ofenderos, claro está.
—¿Regresaréis a Emsat una vez que lleguéis a Cimmura?
—Si vuestra esposa me da permiso para irme. Debería volver, aunque sólo sea para comprobar los libros. Tel es una persona de fiar, pero, en fin de cuentas, es un ladrón.
—¿Y después?
—¿Quién sabe? —Stragen se encogió de hombros—. Nada me ata en este mundo, Sparhawk. Tengo el privilegio de disponer de una libertad absoluta. No estoy obligado a nacer nada que no quiera hacer. Oh, casi lo olvidaba. No he venido a veros esta mañana para discutir los pros y los contras de la libertad con vos. —Introdujo la mano bajo el jubón—. Una carta para vos, mi señor —anunció con una burlona reverencia—. De vuestra esposa, tengo entendido.
—¿Cuántas lleváis? —preguntó Sparhawk, tomando la hoja doblada.
Stragen le había entregado una de las breves y apasionadas misivas de Ehlana en Kadach y otra en Moterra.
—Eso es un secreto de estado, amigo mío.
—¿Tenéis algún tipo de agenda o las distribuís según lo creéis conveniente?
—Un poco de cada. Hay una agenda, por supuesto, pero debo aplicar mi propio juicio al interpretarla. Si veo que os está ganando el abatimiento o la melancolía, se supone que he de alegraros el día. Os dejaré para que la leáis. —Volvió al pasillo y se encaminó a las escaleras que conducían a la planta baja de la posada.
Sparhawk rompió el sello y abrió la carta de Ehlana.
Amado:
Si todo ha ido bien, os encontráis en Paler ahora. Esto es terriblemente complicado. Intento prever el futuro, y mis ojos no son tan poderosos para lograrlo. Os hablo en un pasado alejado varias semanas de vos y no tengo la más mínima noción de lo que os ha ocurrido. No me atrevo a haceros partícipe de mi angustia y mi desolación por esta cruel separación, pues no debería abriros mi corazón y debilitar así vuestra determinación y exponeros al peligro. Os amo, Sparhawk, y me debato entre el deseo de ser un hombre para poder compartir las asechanzas con vos y, en caso necesario, entregar mi vida por vos, y el orgullo por el hecho de ser mujer y poder perderme en la calidez de vuestros brazos…
A partir de ahí la joven reina de Sparhawk pasaba a detallar episodios de su noche de bodas que son demasiado personales y privados para ser repetidos aquí.
—¿Cómo era la carta de la reina? —preguntó Stragen mientras ensillaban los caballos en el patio y el inminente amanecer dibujaba una sucia raya en el nublado horizonte de levante.
—Literaria —repuso lacónicamente Sparhawk.
—Ésa es una caracterización poco habitual.
—En ocasiones perdemos de vista la persona real que cubren los ropajes reales, Stragen. Ehlana es una reina, en efecto, pero también es una muchacha de dieciocho años que ha leído, al parecer, demasiados libros poco recomendables.
—No habría esperado una descripción tan aséptica de un recién casado.
—En estos momentos tengo muchas cosas en que pensar. —Sparhawk tensó la cincha de la silla. Faran gruñó, llenó el vientre de aire y pisó deliberadamente el pie de su amo. Casi con aire ausente, el pandion hincó la rodilla en el estómago de su montura—. Mantened los ojos bien abiertos hoy, Stragen —advirtió—. Es probable que se produzcan hechos inusuales.
—¿Como cuáles?
—No estoy totalmente seguro. Si todo va bien, recorreremos una distancia mucho mayor que la acostumbrada. Quedaos con el domiy los keloi. Son gente emotiva y a veces los altera el hecho de que se produzcan sucesos extraordinarios. Aseguradles encarecidamente que todo se halla bajo control.
—¿Y es ello cierto?
—No tengo la más remota idea, amigo. No obstante, intento por todos los medios enfocarlo de una manera optimista. —Notó que Stragen esperaba más o menos escuchar aquella respuesta.
El día clareó lentamente esa mañana, pues las nubes que cubrían el cielo por levante se habían convertido en espesos nubarrones en el transcurso de la noche. En lo alto de la larga ladera que ascendía en el extremo norte de la plomiza superficie del lago Randera, Kring y sus keloi se reunieron con ellos.
—Es agradable estar de vuelta en Kelosia, amigo Sparhawk —le confió Kring, con una amplia sonrisa en la cara surcada de cicatrices—, aunque sea en esta desordenada y arañada parte del reino.
—¿Cuántas jornadas quedan hasta la frontera con Zemoch, domi? —preguntó Tynian.
—Cinco o seis, amigo Tynian —respondió el domi.
—Nos pondremos en marcha dentro de unos momentos —informó Sparhawk a sus amigos—, Sephrenia y yo hemos de hacer algo. —Hizo una señal a su tutora y los dos se alejaron a cierta distancia del grupo cuyos caballos reposaban en la herbosa cima de la colina—. ¿Y bien? —dijo a la mujer.
—¿De veras debéis hacer esto, querido? —preguntó ésta con voz implorante.
—Me parece que sí. Es lo único que se me ocurre para protegeros a vos y a los demás de las emboscadas cuando lleguemos a la frontera zemoquiana. —Sacó la bolsa de debajo de la sobreveste y se quitó los guanteletes. De nuevo notó en las manos la extrema gelidez del contacto del Bhelliom—. ¡Rosa Azul —ordenó—, traed hasta mí la voz de Ghnomb!
La gema se calentó súbitamente en sus manos y luego apareció en sus profundidades la mancha verde amarillenta, acompañada del sabor a carne podrida en el paladar de Sparhawk.
—¡Ghnomb! —dijo—. Soy Sparhawk de Elenia y tengo los anillos. Ahora salgo de cacería. Ghnomb va a ayudarme a cazar tal como le mandé. ¡Ghnomb va a hacerlo! ¡Ahora!
Aguardó con nerviosismo, pero no ocurrió nada. Suspiró.
—¡Ghnomb! —volvió a llamar—. ¡Retiraos! —Introdujo la Rosa de Zafiro en la bolsa, anudó el cordel que la cerraba y la guardó de nuevo bajo la sobreveste—. Bueno —comentó con pesar—, lo he intentado. Dijisteis que si no podía ayudarme me lo haría saber. Me lo ha hecho saber, vaya que sí. Pero es un poco incómodo enterarse a estas alturas.
—No desistáis todavía, Sparhawk —le aconsejó Sephrenia.
—No ha sucedido nada, pequeña madre.
—No estéis tan seguro.
—Regresemos. Parece que tendremos que conseguir nuestro propósito a la brava.
La comitiva partió a un vigoroso trote y descendió la otra ladera del cerro que alumbraba la pálida esfera del sol vislumbrada tras las nubes del horizonte. Las tierras de cultivo situadas al este de Paler se hallaban en las últimas fases de la cosecha y en los campos se afanaban ya los siervos, pequeñas figuras de color pardo o azul que se percibían como inmóviles juguetes desde el camino.
—El estado de servidumbre no parece despertar mucho entusiasmo por el trabajo —observó con desaprobación Kurik—. Se diría que esa gente no se mueve en absoluto.
—Si yo fuera un siervo, no creo que tuviera gran interés en esforzarme —declaró Kalten. Cabalgando a medio galope, cruzaron un ancho valle y remontaron una cadena de cerros poco elevada. Las nubes eran menos espesas allí al este y el sol, rayando justo el horizonte, era más perceptible. Kring envió una patrulla de avanzadilla y siguieron avanzando.
Algo iba mal, pero Sparhawk no acababa de dilucidar qué era. El aire estaba muy quieto y el sonido de los cascos de los caballos sonaba excesivamente alto y extrañamente vigoroso sobre la blanda tierra del camino. Sparhawk miró en derredor y vio la expresión inquieta de sus amigos.
Se hallaban en el centro del siguiente valle cuando Kurik tiró de las riendas y profirió de improviso una maldición.
—Eso lo explica.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sparhawk.
—¿Cuánto rato diríais que llevamos de camino?
—Alrededor de una hora. ¿Por qué?
—Mirad el sol, Sparhawk.
Sparhawk miró hacia oriente, donde el apagado sol flotaba sobre una hilera de suaves colinas.
—Yo diría que está donde siempre, Kurik —señaló—. Nadie lo ha movido de sitio.
—A eso me refería precisamente. No está moviéndose. No se ha desplazado ni un centímetro desde que hemos partido. Ha salido y se ha quedado fijo en el mismo lugar.
Todos volvieron la mirada hacia el este.
—Eso es natural, Kurik —comentó Tynian—. Cuando se viaja subiendo y bajando colinas, siempre da la impresión de que el sol se encuentra en una posición diferente. Todo depende de la altura a la que uno se halle.
—Yo también he pensado eso, sir Tynian… al principio. Pero ahora estoy dispuesto a juraros que el sol no se ha movido desde que hemos dejado atrás esa colina situada al este de Paler.
—No bromeéis, Kurik —lo reprendió Kalten—. El sol debe moverse necesariamente.
—Por lo visto, no esta mañana. ¿Qué está ocurriendo aquí?
—¡Sir Sparhawk! —llamó Berit con voz aguda, casi rayana en la crisis nerviosa—. ¡Mirad! Sparhawk volvió la cabeza en la dirección a la que apuntaba con mano temblorosa el aprendiz de caballero.
Era un pájaro, un ave de aspecto completamente normal, al parecer una alondra, identificó Sparhawk. No tenía nada de raro… salvo que estaba suspendido en absoluta inmovilidad en el aire, dando la impresión de que alguien lo hubiera clavado allí con una aguja.
Todos miraron en torno a sí con ojos desorbitados y entonces Sephrenia rompió a reír.
—No veo que esto tenga ninguna gracia, Sephrenia —observó Kurik.
—Todo está en orden, caballeros —les aseguró.
—¿En orden? —repitió Tynian—. ¿Y qué le ha pasado al sol y a ese pájaro idiotizado?
—Sparhawk ha detenido el sol… y el ave.
—¡Que ha detenido el sol! —exclamó Bevier—. ¡Eso es imposible!
—Por lo visto, no. Sparhawk habló anoche con uno de los dioses troll —les explicó— y le dijo que íbamos de cacería y que nuestra presa estaba lejos de nosotros. Pidió al dios troll Ghnomb que nos ayudara a atraparla y según parece Ghnomb está haciéndolo.
—No lo entiendo —confesó Kalten—. ¿Qué tiene que ver el sol con salir de caza?
—No es tan complicado, Kalten —aseveró con calma la estiria—. Ghnomb ha detenido el tiempo, eso es todo.
—¿Eso es todo? ¿Y cómo se para el tiempo?
—No tengo ni idea. —Frunció el entrecejo—. Tal vez la expresión «detener el tiempo» no sea la más adecuada. Lo que en realidad está ocurriendo es que estamos desplazándonos al margen del tiempo. Nos encontramos en esa fracción que media entre un segundo y el siguiente.
—¿Qué mantiene a ese pájaro en el aire, lady Sephrenia? —preguntó Berit.
—Supongo que el batir de sus alas. El resto del mundo está funcionando con plena normalidad. La gente que hay por los alrededores ni siquiera advierte que nosotros pasamos cerca. Cuando los dioses cumplen nuestros deseos, no siempre lo hacen de la manera que esperamos. Cuando Sparhawk le dijo a Ghnomb que queríamos alcanzar a Martel, pensaba más en el tiempo que en los kilómetros que nos separan de él y por ello Ghnomb está haciendo que nos movamos a través del tiempo y no en la distancia. Controlará el tiempo mientras queramos. A nosotros corresponde cubrir terreno. Entonces Stragen llegó al galope.
—¡Sparhawk! —gritó—. ¿Qué diablos habéis hecho? Sparhawk se lo explicó brevemente.
—Ahora volved atrás y calmad a los keloi. Decidles que es un encantamiento y que el mundo está paralizado. Nada se moverá hasta que lleguemos a nuestro destino.
—¿Es eso cierto?
—Más o menos, sí.
—¿De veras pensáis que van a creerme?
—Invitadlos a que encuentren otra explicación si no les gusta la mía.
—Después podréis volver las cosas a su orden, ¿no?
—Desde luego… Al menos eso espero.
—Ah…, Sephrenia… —inquirió tímidamente Talen—. El resto del mundo está inmóvil, como muerto, ¿verdad?
—Bueno, ésa es la sensación que tenemos nosotros, pero nadie lo percibe de este modo.
—La otra gente no nos ve, ¿no es así?
—Ni siquiera saben que estamos aquí.
Una sonrisa casi reverente se instaló en los labios del chiquillo.
—Caramba —dijo—. Vaya, vaya, vaya.
—Sí, caramba, Su Excelencia —convino Stragen con ojos igual de brillantes que los del chico.
—Dejaos de tonterías los dos —los regañó Sephrenia.
—Stragen —añadió Sparhawk, que había tenido una ocurrencia tardía—, informad a Kring que no tenemos necesidad de apresurarnos.
Aprovechemos para dar tregua a los caballos. Nadie de allá afuera va ir a ninguna parte ni va a hacer nada hasta que nosotros lleguemos a donde nos proponemos.
Era extraño cabalgar entre aquella perpetua aurora, en la que no se apreciaba frío ni calor, humedad ni sequedad. El mundo que los circundaba guardaba silencio y en el aire flotaban inmóviles pájaros. Los siervos permanecían rígidos como estatuas en los campos, y en una ocasión, al pasar junto a un alto abedul que había azotado la brisa justo antes de que el dios troll Ghnomb hubiera detenido el tiempo, vieron la nube de estáticas hojas doradas de su copa suspendidas a sotavento.
—¿Qué hora debe de ser? —preguntó Kalten cuando ya llevaban varias leguas de camino.
—Calculo que a eso del alba —respondió Ulath, tras lanzar una ojeada al cielo.
—Oh, muy gracioso, Ulath —comentó irónicamente Kalten—. No sé vosotros, pero yo empiezo a tener hambre.
—Es que tú ya naciste hambriento —lo acusó Sparhawk.
Consumieron las raciones de comida que les correspondían y volvieron a ponerse en marcha. Aun cuando no hubiera necesidad de apresurarse, la sensación de apremio que habían sentido desde que habían salido de Chyrellos continuaba acuciándolos, y pronto habían vuelto a adoptar un galope medio, ya que se les hubiera antojado como un capricho proseguir cómodamente al paso.
Al cabo de cerca de una hora —aunque habría sido imposible precisarlo— Kring dejó la retaguardia para acercarse a ellos.
—Me parece que algo viene siguiéndonos, amigo Sparhawk —anunció con una nota de admirado respeto en la voz. Uno no tiene cada día la oportunidad de hablar con un hombre que detiene el curso del sol.
—¿Estáis seguro? —preguntó Sparhawk, mirándolo fijamente.
—No del todo —admitió Kring—. Es más que nada un presentimiento. Hay una nube muy oscura casi a ras del suelo por el lado sur. Está bastante alejada y es difícil confirmarlo, pero da la impresión de avanzar detrás de nosotros.
Sparhawk dirigió la vista al sur y comprobó que era la misma nube, aunque mayor, más oscura y más ominosa. Al parecer, la sombra podía seguirlo a todas partes, incluso allí.
—¿La habéis visto moverse? —preguntó a Kring.
—No, pero hemos recorrido una buena distancia desde que nos hemos parado a comer, y continúa estando justo detrás de mi hombro izquierdo igual que cuando hemos reemprendido camino.
—No la perdáis de vista —indicó Sparhawk—. Veamos si podéis sorprenderla moviéndose realmente.
—De acuerdo —aceptó el domi, volviendo grupas.
Instalaron el campamento para pasar la «noche» tras haber recorrido aproximadamente la misma distancia que en una jornada normal.
Las monturas estaban nerviosas y Faran no paraba de mirar a Sparhawk con dureza y suspicacia.
—No es por culpa mía, Faran —aseguró Sparhawk al voluminoso ruano mientras lo desensillaba.
—¿Cómo puedes mentirle con tanto descaro a esa pobre bestia, Sparhawk? —dijo Kalten—. ¿Es que no tienes vergüenza? Es por culpa tuya.
Sparhawk durmió mal bajo aquella inmutable luz y, tras apurar lo más posible el sueño, se levantó y vio que los demás también estaban desperezándose.
—Buenos días, Sparhawk —lo saludó Sephrenia, con un asomo de expresión de enfado.
—¿Qué sucede?
—Me falta mi té de las mañanas. He intentado calentar unas rocas para hervir el agua, pero no ha funcionado. Nada surte efecto, Sparhawk; ni los hechizos, ni la magia, ni nada. Estamos totalmente indefensos en esta tierra del nunca jamás que vos y Ghnomb habéis creado.
—¿Qué puede atacarnos, pequeña madre? —inquirió gravemente—. Nos hallamos al margen del tiempo, en un lugar donde nadie puede alcanzarnos.
Alrededor de «mediodía» descubrieron cuan errónea era aquella afirmación.
—¡Está moviéndose, Sparhawk! —gritó Talen cuando se acercaba a una inmóvil aldea—. ¡Esa nube! ¡Está moviéndose!
La nube que había advertido Kring, negra como el azabache, se movía perceptiblemente ahora. Avanzaba por el suelo hacia el pequeño grupo de chozas de techo de paja de los siervos arracimadas en un hondo valle, y un grave fragor de tétricos truenos acompañaba su inexorable marcha. Tras ella, los árboles y la hierba estaban resecos y agostados, como si aquel momentáneo contacto con las tinieblas los hubiera marchitado en un instante. El nubarrón engulló el pueblo y, cuando lo hubo adelantado, no quedaba rastro de él, como si no hubiera existido.
Conforme se aproximaba el cúmulo de oscuridad, Sparhawk oyó un sonido rítmico, una especie de ruido sordo como el que producirían decenas de pies descalzos percutiendo en la tierra y, acompasado a éste, unos brutales gruñidos que podían tener su origen en una manada de bestias que emitiera al unísono guturales ladridos espaciados entre sí.
—¡Sparhawk! —gritó con apremio Sephrenia—. ¡Usad el Bhelliom! ¡Dispersad esa nube! ¡Llamad a Khwaj!
Sparhawk forcejeó con la bolsa, arrojó al suelo los guanteletes que le entorpecían el movimiento de los dedos y, abriéndola por fin, puso en alto la Rosa de Zafiro con ambas manos.
—¡Rosa Azul! —la invocó, alzando la voz—. ¡Soy Sparhawk de Elenia! ¡Khwaj despejará con su fuego la oscuridad que se acerca! ¡Khwaj lo hará para que Sparhawk de Elenia pueda ver lo que hay dentro de la nube! ¡Hacedlo, Khwaj! ¡Ahora mismo!
Una vez más oyó el aullido de impotencia y rabia que exhalaba el dios troll, manifestando su renuencia a obedecer. Después, justo delante de la negra nube que se aproximaba girando, se irguió una larga y elevada pantalla de formidables llamas de creciente ardor cuyas oleadas notaba en su cuerpo Sparhawk. La nube siguió desplazándose inexorablemente, al parecer inmune al muro de fuego.
—¡Rosa Azul! —dijo Sparhawk en la lengua troll—. ¡Ayudad a Khwaj! ¡La Rosa Azul va a agregar su poder y el poder de todos los dioses troll para ayudar a Khwaj! ¡Hacedlo! ¡Ahora mismo!
El estallido de poder que recibió en respuesta casi derribó a Sparhawk del caballo y Faran se arredró, agachando las orejas y enseñando los dientes.
Entonces la nube se detuvo y en su masa aparecieron resquicios y rasgaduras que volvieron a soldarse casi al instante. Las llamas oscilaban en la contienda, remontándose y luego reduciéndose a débiles destellos para cobrar vigor una vez más. Al fin la nube fue esclareciéndose, al igual que la oscuridad de la noche se disipa con la proximidad del alba. Las llamas ascendían a mayor altura, intensamente brillantes, y la nube, desgarrada y deshilachada, perdía consistencia.
—¡Estamos ganando! —exclamó Talen.
—¿Nosotros? —replicó, escéptico, Kurik, recogiendo los guanteletes de Sparhawk.
De pronto, como dispersada por un potente vendaval, la nube se desintegró y entonces Sparhawk y sus amigos vieron qué era lo que producía aquellos sonidos semejantes a gruñidos. Eran unos enormes humanoides, lo cual había de interpretarse como que tenían brazos, piernas y cabeza. A dichas características humanas habría que agregar el hecho de que iban vestidos con pieles y asían armas de piedra, hachas y lanzas en su mayor parte. Por lo demás, tenían frentes achatadas y bocas prominentes como hocicos, y el abundante vello que los cubría parecía más bien el pelambre de un animal. A pesar de que la nube se había disipado, proseguían su avance a una especie de trote arrastrado, apoyando al unísono los pies en el suelo al tiempo que emitían aquel gruñido gutural. A intervalos regulares se detenían y de un punto impreciso en medio de ellos se elevaba un penetrante alarido, como una aguda ululación. Después volvía a iniciarse el rítmico rugir y el golpear de pies en el suelo. Llevaban una especie de yelmos, calaveras de inimaginables bestias decoradas con cuernos, y las caras pintadas con intrincados dibujos en barro de colores.
—¿Son trolls? —preguntó Kalten con voz chillona.
—No se parecen a ninguno de los trolls que yo he visto —respondió Ulath, alargando la mano hacia el hacha.
—¡A la carga, hijos míos! —gritó el domia sus hombres—. ¡Apartemos a estas bestias de nuestro camino! —Desenvainó el sable, lo puso en alto, y profirió un violento grito de guerra.
Los keloi se lanzaron al ataque.
—¡Kring! —chilló Sparhawk—. ¡Esperad!
Era demasiado tarde, sin embargo. Una vez que les habían soltado las riendas, era imposible refrenar a los salvajes hombres de las tribus de las marcas orientales de Kelosia.
Sparhawk pronunció un juramento y guardó el Bhelliom bajo la sobreveste.
—¡Berit! —ordenó—. ¡Llevad a Sephrenia y Talen a la retaguardia! ¡Los demás, a echarles una mano!
No fue aquélla una lucha organizada en cualquiera de las acepciones de la palabra que todo hombre civilizado comprendería. Tras la primera arremetida de los miembros de la tribu de Kring, todo se desintegró en una confusa refriega donde las embestidas se sucedían ferozmente sin orden ni concierto. Los caballeros de la Iglesia descubrieron casi de inmediato que las grotescas criaturas contra las que peleaban no parecían sentir dolor. Era imposible determinar si ello era una característica natural de su especie o si el fenómeno que los había llevado allí los había dotado de defensas adicionales. Lo cierto era que bajo su enmarañado pelambre tenían un cuero de extraordinaria resistencia en el que no rebotaban, desde luego, las espadas, pero que costaba cortar. Las más brillantes estocadas producían tan sólo heridas mínimas.
Los keloi, no obstante, parecían obtener mejores resultados con sus sables. Era más efectivo hincar un arma de punta afilada que descargar por alto las pesadas espadas de hoja ancha porque, una vez horadado su duro pellejo, los feroces bárbaros aullaban de dolor. Stragen cabalgaba con ojos brillantes entre la embrollada masa, haciendo bailar la punta de su fino estoque, esquivando los torpes hachazos y las brutales arremetidas de las lanzas rematadas con pedernal e, inopinadamente, penetrando a fondo, sin esfuerzo, casi con delicadeza, en aquellos peludos cuerpos.
—¡Sparhawk! —gritó—. ¡Tienen situado el corazón más abajo! ¡Hay que clavarles el arma en el vientre y no en el pecho!
Aquello facilitó mucho las cosas. Los caballeros de la Iglesia alteraron la táctica, atacando con la punta de las espadas en lugar de rebanar con la ancha hoja. Bevier colgó pesarosamente su hacha a la silla del caballo y tomó la espada. Kurik descartó la maza y desenfundó una espada corta. Ulath, en cambio, se obstinó en seguir usando el hacha y la única concesión que hizo a las exigencias de la situación fue valerse de ambas manos para descargarla. Su prodigiosa fuerza bastaba para superar defensas naturales como el cuero de la dureza del cuerno o cráneos de dos centímetros de grosor.
La supremacía se inclinó entonces de su parte. Incapaces de adaptarse al cambio de estrategia, las colosales e irracionales bestias iban cayendo víctimas de las estocadas. Cuando la mayoría de los componentes de la manada yacían muertos, un reducido grupo seguía luchando, pero las vertiginosas arremetidas de los guerreros de Kring los redujeron pronto. El último que quedaba en pie, sangrando por una docena de heridas de sable, alzó su embrutecida cara y emitió aquel agudo alarido. El aullido se interrumpió de forma brusca cuando Ulath adelantó el caballo y, erguido sobre los estribos, alzó el hacha y le partió limpiamente la cabeza.
Sparhawk volvió grupas, esgrimiendo la ensangrentada espada, pero todas las criaturas habían perecido. Miró con más detenimiento en torno a sí y vio que su victoria se había cobrado un alto precio. Una docena de los hombres de Kring habían sido abatidos —y no meramente abatidos, sino también despedazados— y otros tantos yacían gimiendo en la tierra ensangrentada.
Kring estaba sentado con las piernas cruzadas, sosteniendo en el regazo la cabeza de uno de sus hombres moribundos con semblante apenado.
—Lo siento, domi —dijo Sparhawk—. Averiguad cuántos de vuestros hombres están heridos. Hallaremos la manera de cuidarlos. ¿Cuánto calculáis que queda hasta las tierras de vuestro pueblo?
—Un día y medio de esforzada marcha, amigo Sparhawk —repuso Kring, cerrando tristemente los inexpresivos ojos del guerrero que acababa de expirar—, algo menos de veinte leguas.
Sparhawk cabalgó hacia retaguardia, donde Berit permanecía a caballo empuñando el hacha para proteger a Talen y Sephrenia.
—¿Ha terminado? —preguntó Sephrenia, desviando la mirada.
—Sí —respondió Sparhawk, desmontando—. ¿Qué eran, pequeña madre? Parecían trolls, pero Ulath no creía que lo fueran realmente.
—Eran hombres del alba, Sparhawk. Es un hechizo muy antiguo y muy difícil. Los dioses, y unos pocos privilegiados entre los más poderosos magos estirios, pueden retroceder en el tiempo y traer al presente objetos, criaturas y hombres. Los hombres del alba no han hollado esta tierra desde hace incontables milenios. Eso es lo que todos fuimos antaño: los elenios, los estirios, incluso los trolls.
—¿Estáis diciendo que los humanos y los trolls están relacionados? —inquirió con incredulidad.
—De lejos. Todos hemos cambiado con el curso de las eras. Los trolls siguieron una dirección y nosotros otra.
—El instante suspendido de Ghnomb no es, por lo visto, tan seguro como pensábamos.
—No. Definitivamente no.
—Creo que es hora de volver a poner el sol en movimiento. No tenemos la capacidad de eludir lo que nos persigue deslizándonos por la rendija del tiempo, y la magia estiria no surte efecto aquí. Estaremos a mejor recaudo en el tiempo normal.
—Me parece que tenéis razón, Sparhawk.
Sparhawk sacó el Bhelliom de la bolsa una vez más y ordenó a Ghnomb que neutralizara el hechizo.
Los keloi hicieron literas para transportar a sus muertos y heridos, y la comitiva se puso en marcha, hasta cierto punto aliviada por el hecho de que los pájaros volaran de verdad ahora y el sol se moviera de nuevo.
A la mañana siguiente los descubrió una patrulla itinerante de keloi con cuyos miembros fue a hablar Kring.
—Los zemoquianos están prendiendo fuego a la hierba —anunció, furioso e indignado, al regresar—. No podré seguir prestándoos ayuda amigo Sparhawk. Hemos de proteger nuestros pastos y, por consiguiente, habremos de dispersarnos por todas nuestras tierras.
Bevier lo miró con aire meditativo.
—¿No sería más sencillo si los zemoquianos se concentraran todos en un mismo lugar, domi? —preguntó.
—En efecto, amigo Bevier, pero ¿por qué iban a hacerlo?
—Para capturar algo que fuera valioso, amigo Kring.
—¿Como qué? —inquirió Kring, vivamente interesado.
—Oro. —Bevier se encogió de hombros—. Y mujeres y vuestros rebaños. Kring puso cara de desconcierto.
—Sería una trampa, por supuesto —prosiguió Bevier—. Reunís todos vuestros rebaños, tesoros y mujeres en un sitio y los dejáis al cuidado de unos cuantos keloi. Después partís con el resto de vuestros guerreros, cerciorándoos de que os vean los exploradores zemoquianos. Luego, en cuanto anochezca, regresáis furtivamente y tomáis posiciones en los alrededores y os mantenéis ocultos. Los zemoquianos vendrán corriendo a robaros los rebaños, los tesoros y las mujeres. Entonces podéis abalanzaros de improviso sobre ellos, lo cual os brinda, además, la gloriosa ocasión de que vuestras mujeres sean testigos de vuestro arrojo. Tengo entendido que las mujeres se derriten de amor cuando presencian cómo sus varones destruyen a un enemigo odiado. —Bevier sonreía con astucia.
Kring entornó los ojos mientras tomaba en cuenta la propuesta.
—¡Me gusta! —se pronunció con entusiasmo al cabo de un momento—. ¡Que me aspen si no me gusta! ¡Así lo haremos! —Se alejó para contárselo a su gente.
—Bevier —señaló Tynian—, me sorprendéis en ocasiones.
—Es una estrategia bastante común para caballería ligera —arguyo con modestia el joven cirínico—. La aprendí estudiando historia militar. Los barones lamorquianos utilizaron varias veces esa estratagema antes de emprender la construcción de los castillos.
—Lo sé, pero vos habéis sugerido el uso de mujeres como señuelo. Me parece que sois un poco más mundano de lo que aparentáis, amigo mío.
Bevier se ruborizó.
Siguieron cabalgando detrás de Kring a un paso más lento, entorpecidos por los heridos y la penosa hilera de caballos que transportaban a los muertos. Kalten contaba con aire ausente algo con los dedos.
—¿Qué te preocupa? —le preguntó Sparhawk.
—Estoy tratando de calcular cuánto tiempo de ventaja le hemos arrebatado a Martel.
—No llega a un día y medio —dictaminó prontamente Talen—. Día y un tercio, para ser exactos. Estamos a seis o siete horas de camino de él, teniendo en cuenta que nuestro promedio es de una legua por hora.
—Treinta kilómetros entonces —dedujo Kalten—. ¿Sabéis, Sparhawk? Si cabalgáramos toda la noche, podríamos irrumpir en su campamento antes de que salga el sol mañana.
—No vamos a viajar de noche, Kalten. Nos ronda algo muy hostil y preferiría que no nos sorprendiera a oscuras.
Dispusieron el campamento al caer la tarde y, después de cenar, Sparhawk y los demás se reunieron en un amplio pabellón para considerar las alternativas que se les presentaban.
—A grandes rasgos, ya tenemos trazado un plan de acción —expuso Sparhawk—. Hasta llegar a la frontera no surgirán problemas, en principio. Dado que Kring va a alejar a sus guerreros de las mujeres, éstos nos acompañarán como mínimo durante un buen trecho. Su presencia mantendrá alejadas a las fuerzas convencionales zemoquianas, de manera que estaremos a salvo hasta que no entremos en territorio zemoquiano. Es entonces cuando tendremos motivos de preocupación, y la clave de todo ello está en Martel. Tendremos que seguir hostigándolo de forma que no tenga tiempo para captar zemoquianos e interponerlos en nuestro camino.
—A ver si te aclaras, Sparhawk —lo criticó Kalten—. Primero aseguras que no vamos a cabalgar de noche y luego dices que vas a seguir hostigando a Martel.
—No tenemos por qué estar realmente pisándole los talones para hostigarlo, Kalten. Mientras piense que estamos cerca, no parará de correr. Me parece que voy a sostener una charla con él ahora que todavía queda luz de día. —Miró en derredor—. Necesitaré unas doce velas —pidió—. Berit, ¿os importaría ir a buscarlas?
—Por supuesto que no, sir Sparhawk.
—Disponedlas sobre esta mesa en apretada hilera. —Sparhawk volvió a sacar el Bhelliom de debajo de la sobreveste, lo dejó en la mesa y lo cubrió con una tela para mitigar su seducción. Cuando los cirios estuvieron encendidos en su lugar, destapó la joya y apoyó en ella las manos ensortijadas—. ¡Rosa Azul —ordenó—, traedme a Khwaj!
La piedra se calentó de nuevo bajo su mano al tiempo que en la concavidad que formaban sus pétalos se asentaba el mismo fulgor.
—¡Khwaj! —invocó con energía Sparhawk—. Ya me conocéis. Quiero ver el sitio donde dormirá mi enemigo esta noche. ¡Haced que aparezca en el fuego, Khwaj! ¡Ahora!
El aullido de rabia no fue tal esa vez, convertida su gradación en un lúgubre quejido. Las llamas de las velas se alargaron y juntaron sus bordes para formar una pantalla compacta de fuego amarillento en la que se formó una imagen.
Era un reducido campamento de sólo tres tiendas, emplazado en una herbosa cuenca en cuyo centro había un pequeño lago. Al otro lado del agua se alzaba un bosquecillo de cedros y en el crepúsculo creciente vacilaban las llamas de una fogata en el interior del semicírculo que componían las tiendas. Sparhawk se fijó atentamente en los detalles.
—¡Llévanos más cerca del fuego, Khwaj! —vociferó—. Hazlo de modo que podamos oír lo que dicen.
La escena se modificó al ajustarse el enfoque. Martel y sus compañeros estaban sentados alrededor del fuego con caras demacradas por la extenuación. Sparhawk hizo una señal a sus amigos y éstos se inclinaron para escuchar.
—¿Dónde están, Martel? —preguntaba Arissa con acritud—. ¿Dónde están esos valientes zemoquianos con quienes contabais para protegeros? ¿Recogiendo flores en el campo?
—Están distrayendo a los keloi, princesa —repuso Martel—. ¿De veras queréis que nos den alcance esos salvajes? No os preocupéis, Arissa. Si vuestros apetitos están creciendo de forma incontrolable, os prestaré a Adus. No huele muy bien, pero eso no será un grave impedimento para vos, ¿no es cierto?
La mujer le asestó una mirada cargada de odio, pero Martel no le concedió mayor importancia.
—Los zemoquianos mantendrán a raya a los keloi —informó a Annias—, y, a menos que Sparhawk esté maltratando cruelmente a sus caballos, lo cual no haría jamás, todavía está a tres días de camino. No necesitaremos a ningún zemoquiano hasta que crucemos la frontera. Entonces localizaré a algunos para comenzar a tenderle trampas a mi querido hermano y a sus amigos.
—¡Khwaj —indicó Sparhawk—, haced que ellos puedan oírme! ¡Ahora! Las llamas de las velas oscilaron y luego volvieron a quedar inmóviles.
—Un campamento precioso, Martel —observó Sparhawk con desenvoltura—. ¿Hay peces en el lago?
—¡Sparhawk! —exclamó, boquiabierto, Martel—. ¿Cómo podéis llegar hasta tan lejos?
—¿Lejos, viejo amigo? En realidad no estamos tan lejos. Estoy casi a dos palmos de vos. En vuestro lugar, no obstante, habría acampado en ese bosque de cedros de allí. Hay gente de toda clase de razas deseosa de mataros, hermano mío, y es un tanto imprudente instalarse a pasar la noche en descampado como lo habéis hecho.
—¡Trae los caballos! —gritó Martel a Adus, poniéndose súbitamente en pie.
—¿Ya os vais tan pronto, Martel? —preguntó con calma Sparhawk—. ¡Qué lástima! Tenía tantas ganas de volver a encontrarme cara a cara con vos… Ah, bueno, da igual. Os veré a primera hora de la mañana. Creo que ambos podremos resistir la espera.
Sparhawk observó con maliciosa sonrisa cómo los cinco ensillaban las cabalgaduras con pánico patente en sus movimientos y mirando frenéticamente en todas direcciones. Saltaron a los caballos y partieron a la carrera hacia el este, azotando sin piedad a las monturas.
—Volved, Martel —lo llamó Sparhawk—. Os habéis dejado olvidadas las tiendas.