Hacia frío en la habitación. El calor del desierto se evaporaba cuando se ponía el sol, y la madrugada estaba siempre presidida por una árida gelidez. Sparhawk miraba por la ventana al tiempo que la aterciopelada noche se desteñía y las sombras de la calle se replegaban en los rincones y en los zaguanes, sustituidas por una pálida tonalidad plomiza que no era tanto luz como ausencia de oscuridad.
Entonces la primera de ellas surgió de un callejón en penumbra con una vasija de arcilla apuntalada al hombro, vestida de pies a cabeza de negro y con un velo también negro tapándole la mitad de la cara. Se movía entre la incolora luz con una gracia tan exquisita que casi acongojaba a Sparhawk. Después llegaron las otras. Una a una fueron aflorando de portales y callejas para sumarse a la silenciosa procesión, todas con su vasija de barro al hombro, siguiendo un ritual tan antiguo que se había convertido en algo instintivo. Fuera cual fuese la actividad con que iniciaban el día los hombres, las mujeres comenzaban inevitablemente el suyo yendo al pozo.
—Mahkra —dijo Lillias, agitándose, con voz cargada de sueño— vuelve a la cama.
Oía las campanas en la lejanía, destacándose sobre los incesantes mugidos de las vacas medio salvajes encerradas en los patios que lo rodeaban. Sabedor de que la religión de aquel reino no recomendaba el uso de las campanas, Sparhawk tenía la certeza de que su tañido procedía de un lugar donde se reunían miembros de su propia fe. Como no tenía otro sitio adonde ir, avanzaba tambaleante en dirección a aquel sonido. La empuñadura de su espada tenía un tacto resbaladizo a causa de la sangre, y el arma se le antojaba terriblemente pesada ahora. Quería librarse de su peso, y habría sido sencillo permitir que se le deslizara entre los dedos y dejar que se perdiera en esa oscuridad fétida de excrementos. Pero un verdadero caballero sólo soltaba su espada impelido por la muerte, y por ello Sparhawk cerraba tenazmente la mano en torno a su puño y continuaba andando con paso pesado, en pos de las campanas. Tenía frío, y la sangre que manaba de sus heridas parecía muy cálida, casi reconfortante. Siguió, dando traspiés, cercado por la fría noche, calentado por la sangre que fluía de su costado.
—Sparhawk. —Era la voz de Kurik, que lo zarandeaba con firmeza por el hombro—. Sparhawk, despertad. Volvéis a sufrir una pesadilla.
Sparhawk abrió los ojos. Sudaba copiosamente.
—¿La misma? —inquirió Kurik. Sparhawk asintió con la cabeza.
—Tal vez podáis libraros de ella cuando hayáis matado por fin a Martel. Sparhawk se incorporó en la cama.
—Pensaba que quizás esta noche habría sido distinta —comentó Kurik, sonriendo—. Después de todo, hoy es el día de vuestra boda. Los novios siempre tienen sueños inquietantes la noche anterior a la boda. Es una especie de vieja costumbre.
—¿Tuviste el sueño turbado la noche antes de desposar a Aslade?
—Oh, sí. —Kurik se echó a reír—. Algo me perseguía y yo tenía que llegar a la costa para poder embarcar y escapar. El único problema era que no paraban de cambiar el océano de sitio.
¿Queréis desayunar ahora o preferís esperar a haberos bañado y que os haya afeitado?
—Puedo afeitarme yo mismo.
—Sería mala idea hacerlo hoy. Mostradme la mano.
Sparhawk extendió la mano derecha y comprobó que temblaba de forma manifiesta.
—Definitivamente no deberíais intentar afeitaros hoy, mi señor. Digamos que éste es el presente de bodas que dedico a la reina. No voy a dejar que vayáis al lecho nupcial con la cara llena de marcas.
—¿Qué hora es?
—Falta una media hora para el amanecer. Levantaos, Sparhawk. Os será un largo día. Ah, por cierto, Ehlana os ha mandado un regalo. Llegó anoche cuando ya estabais dormido.
—Debiste despertarme.
—¿Para qué? No podéis llevarlo puesto en la cama.
—¿Qué es?
—Vuestra corona, mi señor.
—¿Mi que?
—Corona. Es una especie de sombrero. Aunque no os protegerá mucho en lo que al mal tiempo se refiere.
—¿En qué estará pensando?
—En la propiedad, mi señor. Sois el príncipe consorte… o lo seréis esta noche. No es una mala corona… Más o menos como todas: oro, joyas, ese tipo de cosas.
—¿De dónde la sacó?
—La encargó justo después de que abandonarais Cimmura para venir aquí. La trajo consigo… digamos que por el mismo motivo que un pescador siempre lleva un sedal y un anzuelo en el bolsillo. Deduzco que vuestra novia no quería estar desprevenida en caso de que se presentara la ocasión. Quiere que yo la lleve sobre un cojín de terciopelo durante la ceremonia de esta noche y, en cuanto estéis casados, os la pondrá en la cabeza.
—Tonterías —bufó Sparhawk, sacando las piernas de la cama.
—Puede que sí, pero con el tiempo aprenderéis que las mujeres ven el mundo de manera diferente de como lo perciben los hombres. Es una de las cosas que aportan interés a la vida. Y ahora, ¿qué va a ser primero? ¿El desayuno o el baño?
Aquella mañana se reunieron en el castillo, dada la agitación que reinaba en la basílica. Los cambios que Dolmant había decidido adoptar se habían difundido entre el clero y éste rebullía confusamente igual que se agitan las hormigas desahuciadas por el destrozo de su hormiguero. El monumental patriarca Bergsten, todavía vestido con la cota de mallas y tocado con el yelmo con cornamenta de ogro, sonrió al entrar en el estudio de sir Nashan y dejó apoyada su hacha de guerra en un rincón.
—¿Dónde está Emban? —le preguntó el rey Wargun—. ¿Y Ortzel?
—Están ocupados despidiendo a la gente. Sarathi está haciendo una limpieza minuciosa de la basílica. Emban ha trazado una lista de individuos indeseables, y las comunidades de un buen número de monasterios están experimentando un inusitado incremento de miembros.
—¿Makova? —inquirió Tynian.
—Estaba entre los primeros que han de marcharse.
—¿Quién es el primer secretario? —preguntó el rey Dregos.
—¿Quién pensáis que puede ser? Emban, por supuesto, y Ortzel es el nuevo director del colegio de teólogos, un cargo más que indicado para él.
—¿Y vos? —se interesó Wargun.
—Sarathi me ha concedido una posición un tanto especializada —repuso Bergsten—. Todavía no hemos encontrado un nombre para definirla. —Miró con cierta dosis de severidad a los caballeros de la Iglesia—. Hace tiempo que las órdenes militantes mantienen diferencias entre sí —les dijo—. Sarathi me ha pedido que ponga fin a ello. —Bajó con ademán ominoso las enmarañadas cejas—. Confío en que nos entendamos, caballeros.
Los preceptores intercambiaron nerviosas miradas.
—Ahora —continuó Bergsten—, ¿hemos tomado alguna decisión?
—Todavía estamos debatiéndolo, Su Ilustrísima —respondió Vanion que tenía el rostro extrañamente ceniciento esa mañana y aspecto de no encontrarse muy bien. Sparhawk a veces olvidaba que Vanion era algo más viejo que él—. Sparhawk sigue inclinándose por el suicidio, y nosotros no hemos conseguido ofrecer alternativas convincentes. El resto de los caballeros de la Iglesia partirán mañana para ocupar varias fortalezas y castillos de Lamorkand, y el ejército saldrá tras ellos en cuanto se haya organizado.
Bergsten asintió.
—¿Qué vais a hacer exactamente, Sparhawk?
—Pensaba ir a destruir a Azash, matar a Martel, Otha y Annias y luego volver a casa, Su Ilustrísima.
—Muy gracioso —comentó Bergsten con sequedad—. Detalles, hombre. Dadme detalles. Tengo que presentarle un informe a Sarathi y a él le encantan los detalles.
—Sí, Su Ilustrísima. Todos hemos convenido en que no tenemos grandes posibilidades de dar alcance a Martel y su comitiva antes de que lleguen a Zemoch. Nos lleva tres días de ventaja, contando hoy. Martel trata con muy poco miramiento a los caballos y cuenta con poderosos incentivos para mantenernos la delantera.
—¿Vais a seguirlo, o cabalgaréis simplemente directo hacia la frontera zemoquiana?
—Esta cuestión no está sujeta a una determinación rígida, Su Ilustrísima —repuso pensativamente Sparhawk, apoyándose en la silla—. Me gustaría alcanzar a Martel, por supuesto, pero no voy a dejar que ello me haga desviarme del camino. Mi objetivo primordial es llegar a la ciudad de Zemoch antes de que estalle una guerra generalizada en Lamorkand Central. Tuve una conversación con Krager, y él dice que Martel se propone seguir rumbo norte hasta algún lugar de Kelosia desde el que entraría en Zemoch. Mi intención coincide aproximadamente con la suya, de modo que lo seguiré… pero sólo hasta un determinado punto. No voy a desperdiciar el tiempo persiguiendo a Martel por todo el norte de Kelosia. Si empieza a dar rodeos, prescindiré de él e iré directamente a Zemoch. Le sigo la corriente a Martel desde que regresé de Rendor y no creo que continúe haciéndolo.
—¿Cómo pensáis eludir a todos los zemoquianos dispersados por Kelosia Oriental?
—Ahí es donde intervengo yo, Su Ilustrísima —le anunció Kring—. Hay un paso que conduce hasta el interior y cuya existencia ignoran los zemoquianos. Mis jinetes y yo lo utilizamos desde hace años… Cada vez que escasean las orejas en la frontera. —Calló de repente y miró con consternación al rey Soros, pero el rey de Kelosia estaba distraído rezando y no parecía haber escuchado la involuntaria confesión del domi.
—Eso es más o menos todo, Su Ilustrísima —concluyó Sparhawk—. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurre en Zemoch, de manera que habremos de improvisar cuando lleguemos allí.
—¿Cuántos iréis? —inquirió Bergsten.
—El grupo habitual. Cinco caballeros, Kurik, Berit y Sephrenia.
—¿Y yo qué? —objetó Talen.
—Tú vas a regresar a Cimmura, jovencito —le dijo Sephrenia—. Ehlana se ocupará de vigilarte. Te quedarás en el palacio hasta que volvamos nosotros.
—¡Eso no es justo!
—La vida está llena de injusticias, Talen. Sparhawk y tu padre tienen planes para ti, y no están dispuestos a permitir que expongas tu vida y no les des ocasión de ponerlos en práctica.
—¿Puedo solicitar refugio en la Iglesia, Su Ilustrísima? —se apresuró a preguntar Talen a Bergsten.
—No, me parece que no —replicó el patriarca vestido con armadura.
—No imagináis lo decepcionado que estoy con nuestra Santa Madre, Su Ilustrísima —se enfurruñó Talen—. Sólo por eso, creo que después de todo no seguiré la carrera eclesiástica.
—Loado sea Dios —murmuró Bergsten.
—Amén —suspiró Abriel.
—¿Puedo irme? —inquirió Talen, picado.
—No. —Era Berit, que estaba sentado de brazos cruzados junto a la puerta con una pierna extendida para cerrarle el paso.
Talen volvió a sentarse con expresión dolida.
El resto de la discusión se centró en el despliegue de tropas en las diversas fortalezas y castillos de Lamorkand Central y, como Sparhawk y sus amigos no iban a participar en dicha operación, el novio dejó vagar la atención y, sin pensar en nada coherente, se quedó mirando el suelo con ojos muy abiertos.
La reunión se disolvió alrededor de mediodía y todos fueron desfilando hacia afuera con objeto de atender a los preparativos y quehaceres que los aguardaban.
—Amigo Sparhawk —lo llamó Kring cuando abandonaban el estudio de sir Nashan—, ¿puedo hablar un momento con vos?
—Desde luego, domi.
—Es algo personal.
Sparhawk asintió y condujo al jefe de los keloi a una pequeña capilla cercana. Ambos realizaron una somera genuflexión ante el altar y luego se sentaron en un banco de madera.
—¿De qué se trata, Kring? —inquirió Sparhawk.
—Yo soy un hombre sencillo, amigo Sparhawk —comenzó Kring—, así que iré al grano. Me gusta mucho esa alta y hermosa mujer que cuida de la reina de Elenia.
—Me ha parecido percibir algo por el estilo.
—¿Creéis que tengo alguna posibilidad con ella? —Kring tenía una expresión anhelante.
—No estoy muy seguro, amigo mío —le respondió Sparhawk—. Apenas conozco a Mirtai.
—¿Se llama así? No he tenido ocasión de averiguarlo. Mirtai… Suena bien, ¿verdad? Todo en ella es perfecto. Tengo que preguntaros esto: ¿está casada?
—Me parece que no.
—Estupendo. Siempre es engorroso cortejar a una mujer si antes hay que matar al marido, lo cual constituye un mal comienzo.
—Creo que deberíais saber que Mirtai no es elenia, Kring. Es una tamul, y su cultura y su religión son distintas de las nuestras. ¿Son honorables vuestras intenciones?
—Por supuesto. La tengo en demasiada consideración para insultarla.
—Ese es el primer paso. Si le hicierais cualquier otro tipo de propuesta, probablemente os mataría.
—¿Que me mataría? —Kring pestañeó, estupefacto.
—Es una guerrera, Kring. No se parece a ninguna otra mujer que hayáis conocido.
—Las mujeres no pueden ser guerreras.
—Las elenias, no, pero, como os he dicho, Mirtai es una atan tamul, y ellos no ven las cosas del mismo modo que nosotros. Según tengo entendido, ya ha matado a diez hombres.
—¿Diez? —exclamó Kring, incrédulo, tragando saliva—. Esto va a ser un problema, Sparhawk. —Kring irguió los hombros—. Pero da igual. Tal vez después de casarme con ella consiga enseñarle a comportarse como Dios manda.
—Yo no apostaría nada por ello, amigo mío. Si va a haber alguien que enseñe, no creo que esa persona seáis vos. Os aconsejo que abandonéis la idea, Kring. Os aprecio y no querría ver cómo acabáis muerto.
—Tendré que pensar en esto, Sparhawk —admitió Kring con voz turbada—. Esta es una situación muy irregular.
—Sí.
—De todas formas, ¿puedo pediros que me sirváis de oma?
—No comprendo esa palabra.
—Significa amigo. El que se dirige a la mujer… y a su padre y hermanos. Empezáis diciéndole a ella lo mucho que me atrae y luego lo buen hombre que soy… Lo normal, ya me entendéis: qué gran líder que soy, los muchos caballos que poseo, la gran cantidad de orejas que he cortado y lo buen guerrero que soy.
—Eso último debería impresionarla.
—Es simplemente la pura verdad, Sparhawk. En fin de cuentas, soy el mejor. Tendré tiempo para reflexionar sobre ello durante todo el camino hasta Zemoch. No obstante, podríais mencionárselo a ella antes de que nos vayamos…, sólo para que ella tenga algo en que pensar. Oh, casi lo olvidaba. Podéis decirle que también soy poeta. Eso siempre causa buena impresión en las mujeres.
—Haré lo que pueda, domi —prometió Sparhawk.
La reacción de Mirtai no fue muy prometedora cuando Sparhawk sacó a colación el tema esa tarde.
—¿Ese calvo bajito y patizambo? —inquirió azorada—. ¿Ese que tiene la cara llena de cicatrices? —Después se derrumbó en una silla, riendo de manera incontrolable.
—Bueno —murmuró filosóficamente Sparhawk al irse—. Al menos lo he intentado. Aquélla iba a ser una boda poco convencional, en primer lugar porque no había en Chyrellos mujeres de la nobleza elenia para acompañar a Ehlana. Las únicas dos damas por quienes sentía apego eran Sephrenia y Mirtai. El hecho de que la reina insistiera en la presencia de ambas hizo enarcar más de una ceja, e incluso el mundano Dolmant lo vio con malos ojos.
—No podéis hacer asistir a dos paganas a una ceremonia religiosa en la nave de la basílica, Ehlana.
—Es mi boda, Dolmant, y puedo hacer lo que quiera. Sephrenia y Mirtai van a componer mi séquito.
—Os lo prohíbo.
—Bien. —Sus ojos expresaban la dureza de un pedernal—. Sin séquito, no hay boda… y, si no hay boda, mi anillo se queda donde está.
—Es una joven intratable, Sparhawk —bufó de cólera el archiprelado al abandonar la habitación donde Ehlana realizaba sus preparativos.
—Nosotros preferimos la palabra «enérgica», Sarathi —replicó con calma Sparhawk.
El caballero pandion vestía un traje de terciopelo negro con ribetes plateados, ya que Ehlana había rechazado de plano la idea de que fuera al altar enfundado en su armadura.
—No quiero que tenga que venir un herrero a nuestro dormitorio para desnudaros, cariño —le había dicho—. Si necesitáis ayuda, yo os la proporcionaré… pero no quiero romperme todas las uñas al hacerlo.
Había cientos de nobles en los ejércitos de Eosia Occidental y legiones de clérigos en la basílica, de manera que aquella tarde los cirios que la vasta nave iluminaron una multitud casi tan nutrida como la que se había congregado el día del funeral del venerable Clovunus. El coro entonaba alegres himnos mientras iban entrando los invitados, y el incienso perfumaba el aire.
Sparhawk aguardaba nerviosamente en el vestidor con las personas le iban a componer su séquito. Sus amigos estaban todos allí, por supuesto: Kalten, Tynian, Bevier, Ulath y el domi, y también Kurik, Berit y los preceptores de las cuatro órdenes. A Ehlana iban a acompañarla, además de Sephrenia y Mirtai, los reyes de Eosia Occidental y, curiosamente, Platime, Stragen y Talen. La reina no había explicado los motivos de tales elecciones, aunque era posible que tal vez no existiera ninguno.
—No hagáis eso, Sparhawk —advirtió Kurik a su señor.
—¿Que no haga qué?
—Tiraros de ese modo del cuello del jubón. Vais a desgarrarlo.
—El sastre lo cortó demasiado ajustado. Parece un dogal.
Kurik miró, divertido, a Sparhawk sin añadir nada. Se abrió la puerta y Emban asomó su sudorosa cara, iluminada por una gran sonrisa.
—¿Estamos ya casi a punto? —preguntó.
—Comencemos de una vez —dijo Sparhawk con brusquedad.
—Veo que nuestro novio está impacientándose —observó Emban—. ¡Ah, quién volviera a ser joven! El coro va a cantar la tradicional marcha nupcial —anunció—. Estoy seguro de que algunos de vosotros la conocéis. Cuando entonen la nota final, yo abriré la puerta y entonces, caballeros, escoltaréis al altar a nuestro cordero del sacrificio. Por favor, no dejéis que escape. Eso siempre desluce la ceremonia. —Rió maliciosamente entre dientes y volvió a cerrar la puerta.
—Un hombrecillo extremadamente desagradable —gruñó Sparhawk.
—Oh, no sé —disintió Kalten—. A mí me cae bien.
La marcha nupcial era una de las piezas más antiguas de música sacra del repertorio de la fe elenia, un canto a la alegría al que las novias solían prestar gran atención y que los novios, por otro lado, raras veces oían.
Cuando cesaron los últimos acordes, el patriarca Emban abrió la puerta con una floritura, y los amigos de Sparhawk formaron filas a su alrededor para escoltarlo por el pasillo central de la nave. Sería tal vez inapropiado aquí detenernos en las semejanzas que tal procesión presentaba con la piña de alguaciles que acompañaban a un prisionero hasta el patíbulo.
Se dirigieron directamente al altar, donde ataviado de blanco con ribetes dorados, los aguardaba el patriarca Dolmant.
—Ah, hijo mío —lo saludó Dolmant con una tenue sonrisa—, habéis sido muy considerado al reuniros con nosotros.
Sparhawk no se molestó en contestar. Lo que sí hizo, no obstante, fue reparar con harta amargura en el hecho de que todos sus amigos consideraban que aquella ocasión ofrecía toda clase de oportunidades para ejercitar su sentido del humor.
Después, tras una pausa de conveniente duración, durante la cual todos los asistentes se pusieron en pie, guardaron silencio y alargaron el cuello hacia la parte posterior de la nave, el coro entonó el himno procesional, y la comitiva de la novia surgió de ambos lados del vestíbulo. En primer lugar, una a cada lado, iban Sephrenia y Mirtai, en cuya disparidad de tamaño no repararon al punto los observadores. Lo que sí llamó la atención y levantó un murmullo de estupefacción entre la multitud fue el detalle evidente de que ambas eran paganas. El vestido blanco de Sephrenia era casi retadoramente estirio. Una guirnalda de flores le rodeaba la frente, y tenía el semblante sereno. Mirtai vestía una túnica de estilo desconocido en Elenia. La prenda, de un azul intenso y que no parecía tener costuras, iba prendida a cada hombro con un broche y una larga cadena de oro lo ceñía bajo el busto, cruzaba la espalda de la mujer tamul, le rodeaba la cintura y seguía pegada a sus caderas hasta el intrincado nudo de la parte delantera del que pendían los cabos, adornados con borlas, casi hasta rozar el suelo. Los dorados brazos quedaban descubiertos hasta los hombros, revelando una lisura sin tacha y al tiempo una recia musculatura. Llevaba sandalias doradas y el reluciente pelo negro, ahora destrenzado, le caía suavemente por la espalda, casi hasta media pierna, sujeto a la altura de la frente por una simple cinta plateada. En las muñecas llevaba, en lugar de brazaletes, esposas de acero bruñido damasquinadas en oro y, como concesión a la sensibilidad elenia, no llevaba arma visible alguna.
El domi Kring suspiró ansiosamente cuando entró y avanzó lentamente junto a Sephrenia por la nave lateral en dirección al altar.
Volvió a producirse la pausa consuetudinaria y entonces, apoyando livianamente la mano en el brazo del anciano rey Obler, la novia salió del vestíbulo y se detuvo para que todos los presentes pudieran admirarla… no tanto como mujer, sino como una obra de arte. Lucía una túnica de blanco satén, habitual en las novias, pero que en su caso estaba forrada de lame dorado, el cual revelaba su contraste en la vuelta de las mangas, de largo corte en la embocadura que casi se prolongaba hasta el suelo. Ehlana llevaba un ancho cinturón de malla de oro con incrustaciones de piedras preciosas y una fabulosa capa dorada descendía tras ella hasta el suelo para sumar su peso a la resplandeciente cola de satén. Sus pálidos cabellos rubios estaban tocados con una corona, no la tradicional corona real de Elenia, sino una especie de trabajo de pasamanería en malla de oro adornada con pequeñas gemas de brillantes colores salpicadas con perlas. La corona le sujetaba el velo, un velo que caía hasta el cuerpo del vestido por delante y le cubría los hombros por detrás y era tan delicado y fino que daba la sensación de ser una imperceptible neblina. Llevaba una sola flor blanca en la mano y tenía el pálido y joven rostro radiante.
—¿Dónde han conseguido con tan poco tiempo los vestidos? —susurró Berit a Kurik.
—Imagino que Sephrenia hizo un juego de manos.
Dolmant les dirigió una severa mirada, conminándolos a callar. Detrás de la reina iban los monarcas del continente, Wargun, Dregos y Soros, y el príncipe heredero de Lamorkand, que había acudido en nombre de su padre ausente, seguido del embajador de Cammoria, que representaba a su reino. El reino de Rendor no tenía ningún representante, y a nadie se le había ocurrido invitar a Otha de Zemoch.
La procesión comenzó a desplazarse despacio por la nave lateral hacia el altar y el novio. Platime y Stragen iban al final, flanqueando a Talen, que llevaba el cojín de terciopelo blanco donde reposaba el par de anillos de rubí. Deberíamos mencionar, de paso, que tanto Stragen como Platime no perdían ni un momento de vista al joven ladronzuelo.
Sparhawk observaba a su reina mientras ésta se acercaba con semblante resplandeciente. En aquellos últimos instantes, cuando aún se hallaba en condiciones de pensar con cierta coherencia, cayó al fin en la cuenta de algo que no había reconocido plenamente antes. Ehlana había representado para él una tarea penosa cuando la habían colocado a su cargo años antes, y no sólo una tarea impuesta sino también una humillación. En su favor constaba el hecho de que no hubiera sentido un rencor personal contra ella, pues había advertido que ella había sido, igual que él, víctima del capricho de su padre. La muchacha niña que ahora se aproximaba con rostro tan radiante a él había sido asustadiza, y al principio sólo hablaba con Rolo, un animalillo de felpa bastante gastado que en aquellos tiempos había sido su constante y probablemente única compañía. Con el tiempo, sin embargo, se había ido acostumbrando a la estropeada cara y a la rígida conducta de Sparhawk y entre ellos se cimentó una tenue amistad el día en que un arrogante cortesano había dedicado una impertinencia a la princesa Ehlana y su caballero protector lo reprendió con firmeza. Aquélla fue la primera vez sin duda que alguien había derramado sangre por ella —al cortesano le sangraba profusamente la nariz— y ello abrió todo un mundo nuevo ante la pequeña y pálida princesa. A partir de aquel momento, se lo había confiado absolutamente todo a su caballero…, incluso detalles que él habría preferido no escuchar. Ella no tenía secretos para él y por ello había llegado a conocerla como no había conocido a nadie en el mundo. Y aquello, como era de prever, lo había condicionado a no hallar el amor en ninguna otra mujer. La delgada princesa, todavía impúber, había entrelazado tan intrincadamente su ser con el suyo que no había manera posible de que pudieran separarlo y aquél era, en definitiva, el motivo por el que se encontraban en ese lugar en ese momento preciso. Si sólo hubiera debido tomar en consideración su propio dolor, Sparhawk se habría mantenido firme en descartar la idea. Pero no podía soportar el dolor de ella, de modo que…
El himno tocó a su fin. El anciano rey Obler entregó su parienta al caballero, y el novio y la novia se volvieron de cara al archiprelado Dolmant.
—Voy a daros un sermón —les advirtió Dolmant en voz baja—. Es una especie de convención y la gente espera que lo haga. No tenéis por qué escuchar, pero intentad no bostezar delante de mí si podéis evitarlo.
—No haríamos tal cosa ni en sueños, Sarathi —le aseguró Ehlana.
Dolmant habló del matrimonio… un buen rato. Después aseguró a la pareja nupcial que, una vez concluida la ceremonia, sería del todo correcto que siguieran sus inclinaciones naturales, lo cual no era sólo correcto sino, de hecho, recomendable. Les sugirió en los más vivos términos que se guardaran fidelidad y les recordó que cualquier fruto de su unión debía ser educado en la fe elenia. Luego pasó al capítulo del «queréis», preguntándoles por turnos si consentían en unirse en matrimonio, se entregaban recíprocamente todos sus bienes naturales y prometían amarse, honrarse, obedecerse, cuidarse y así sucesivamente. A continuación, ya que las cosas iban tan bien, dispuso el intercambio de los anillos, ninguno de los cuales había conseguido robar Talen.
Fue en ese momento cuando Sparhawk oyó un quedo sonido familiar que parecía expandirse desde la cúpula. Era el tenue trino de una flauta, una gozosa música nutrida de perdurable amor. Sparhawk lanzó una mirada a Sephrenia y la resplandeciente sonrisa de ésta se lo dijo todo. Por unos instantes se cuestionó irracionalmente qué protocolo habría seguido Aphrael para solicitar al Dios elenio permiso para estar presente y, según parecía, añadir su bendición a la suya.
—¿Qué es esta música? —susurró Ehlana, sin mover los labios.
—Os lo explicaré más tarde —murmuró Sparhawk.
La concurrencia no pareció advertir la canción de Aphrael. A Dolmant, no obstante, se le abrieron ligeramente los ojos y su cara palideció un poco. Recobró la compostura y al cabo declaró que Sparhawk y Ehlana eran de forma permanente, irrevocable, inalterable y definitiva marido y mujer. Después invocó la bendición de Dios con una pequeña oración final y por fin dio permiso a Sparhawk para besar a la novia.
Sparhawk levantó con ternura el velo de Ehlana y le rozó los labios con los suyos. Nadie besa realmente muy bien a alguien en público, pero la pareja superó el trance sin dar muestras manifiestas de especial torpeza.
A la ceremonia nupcial sucedió sin margen de interrupción la coronación de Sparhawk como príncipe consorte. Se arrodilló para recibir la corona que Kurik había llevado a la nave en un cojín de terciopelo púrpura de manos de la joven que acababa de prometerle, entre otras cosas, obediencia, pero que ahora asumía su autoridad de reina. Ehlana pronunció un bonito discurso con la misma voz sonora con que probablemente hubiera ordenado a las piedras que se movieran con esperanzas no descabelladas de ser obedecida. En su disertación dijo unas cuantas cosas sobre él, en su mayoría halagadoras, y concluyó encajándole firmemente la corona en la cabeza. Después, dado que el estaba de rodillas y tenía la cara alzada en posición conveniente, volvió a besarlo. El recién desposado notó que la reina iba mejorando mucho con la práctica.
—Ahora sois mío, Sparhawk —murmuró con los labios aún en contacto con los suyos.
Luego, a pesar que él se hallaba en una condición física muy alejada de la decrepitud, lo ayudó a ponerse en pie. Mirtai y Kalten se adelantaron con capas de armiño con que arroparon los hombros de la pareja real, y a continuación los dos se volvieron para recibir los vítores de la muchedumbre congregada en la nave.
Tras la ceremonia se celebró un banquete nupcial, del cual no conservó recuerdo Sparhawk ni de lo que sirvieron ni de lo que él comió Todo cuanto recordaba era que se le antojó que había durado siglos. Después él y su esposa fueron acompañados hasta la puerta de una lujosa habitación situada en lo alto del ala este de uno de los edificios comprendidos dentro del complejo eclesiástico. Entraron y cerró con llave la puerta tras ellos.
La estancia estaba profusamente amueblada con sillas, mesas, divanes y piezas por el estilo, pero Sparhawk sólo alcanzó a percibir la cruda realidad de la cama. Era un lecho alto, erguido sobre una tarima, con recias columnas en las esquinas.
—Por fin —dijo con alivio Ehlana—. Pensé que no iba a acabar nunca.
—Sí —convino Sparhawk.
—Sparhawk —inquirió entonces con un tono que en nada recordaba al de una reina—, ¿me amáis de veras? Sé que os obligué a hacer esto, primero en Cimmura y después aquí. ¿Os habéis casado conmigo porque realmente me amáis, o ha sido sólo por deferencia hacia mí porque soy la reina? —Tenía la voz temblorosa y los ojos expresaban una gran vulnerabilidad.
—Estáis haciendo preguntas tontas, Ehlana —le respondió con suavidad—. Reconozco que me desconcertasteis al principio…, seguramente porque no tenía ni idea de que abrigarais ese sentimiento hacia mí. No soy un gran partido, Ehlana, pero os amo. Nunca he querido a nadie más que a vos. Mi corazón está algo abollado, pero es enteramente vuestro. —Después la besó y ella pareció fundirse entre sus brazos.
El beso se prolongó cierto tiempo, y al cabo de unos momentos él notó una pequeña mano que se deslizaba acariciante por su cuello para quitarle la corona. Echó la cabeza hacia atrás y se miro en sus brillantes ojos grises. Luego le quitó despacio la corona y dejó que el velo se deslizara hasta el suelo. Gravemente, se desanudaron las ataduras de las capas de armiño y las dejaron caer.
La ventana estaba abierta y la brisa de la noche agitaba las diáfanas cortinas, transportando los sonidos nocturnos de Chyrellos, que quedaba abajo, lejos de ellos. Sparhawk y Ehlana no sintieron la brisa y solamente oyeron el latido de sus corazones.
Las velas ya no ardían, pero la oscuridad no reinaba en la habitación. La luna había salido, una luna llena que bañaba la noche con una pálida luminiscencia plateada que parecía quedar prendida en la delicada trama de las cortinas, de las cuales emanaba un sutil resplandor más perfecto que la luz de cualquier vela.
Era muy tarde… o, para ser precisos, muy temprano. Sparhawk se había quedado adormilado unos momentos, pero su pálida esposa, envuelta en luz de luna, lo despertó.
—Nada de dormir —le prohibió—. Sólo tenemos esta noche y no vais a desperdiciarla durmiendo.
—Lo siento —se disculpó—. He tenido un día agitado.
—Y también la noche —agregó ella con una sonrisita—. ¿Sabíais que roncáis como un condenado?
—Será la nariz rota.
—Esto puede convertirse en un problema con el tiempo, cariño. Yo tengo el sueño muy ligero. —Ehlana se acurrucó en sus brazos y suspiró de satisfacción—. Oh, esto es muy hermoso —dijo—. Debimos casarnos hace años.
—Creo que vuestro padre se habría opuesto… y, si él no hubiera planteado ninguna objeción, seguro que Rolo sí lo habría hecho. ¿Qué fue de Rolo, por cierto?
—Se le salió todo el relleno después de que mi padre os enviara al exilio. Lo lavé y luego lo doblé y lo puse en el estante de arriba de mi armario. Haré que lo rellenen de nuevo cuando nazca nuestro primer hijo. Pobre Rolo. Padeció muy malas condiciones tras vuestra partida. Lloré a mares sobre él y durante varios meses fue un animalito constantemente empapado.
—¿De veras me echasteis tanto de menos?
—¿Echaros de menos? Creí morirme. Quería morirme. La estrechó con más fuerza en sus brazos.
—Y ahora —propuso ella—, ¿por qué no hablamos de ello?
—¿Tenéis que decir absolutamente todo lo que se os pasa por la cabeza? —le preguntó él, riendo.
—Cuando estamos solos, sí. No tengo secretos para vos, esposo mío. —Recordó algo—. Me habéis prometido que ibais a explicarme lo de esa música que hemos oído durante la ceremonia.
—Era Aphrael. Tendré que consultarle a Sephrenia, pero sospecho que nos hemos casado por más de una religión.
—Estupendo. Así tendré doble ascendiente sobre vos.
—Sabéis que no lo necesitáis. Me tenéis esclavizado desde que teníais seis años.
—Qué encantador —exclamó con arrobo, pegándose aún más a él—. Dios sabe que lo intentaba. —Abrió una pausa—. Debo decir, no obstante, que estoy un poco molesta con vuestra impertinente diosa estigia. Siempre parece estar en todas partes. Hasta no me extrañaría que ahora mismo estuviera escondida en un rincón. —Calló de repente y se incorporó en la cama—. ¿Creéis que podría estar aquí? —preguntó un tanto consternada.
—No me extrañaría. —Estaba tomándole el pelo de forma evidente y deliberada.
—¡Sparhawk! —La pálida luz de la luna le impedía confirmarlo, pero Sparhawk tenía la firme sospecha de que su esposa se había ruborizado violentamente.
—No os preocupéis, amor mío. —Soltó una carcajada—. Aphrael es exquisitamente educada y no se le ocurriría hacer el papel de intrusa.
—Pero no podemos estar seguros. No sé si acaba de gustarme. Tengo la sensación de que siente una especial atracción por vos y no me hace gracia la idea de tener competidoras inmortales.
—No seáis ridícula. Es una niña.
—Yo sólo tenía cinco años cuando os vi por primera vez, Sparhawk y decidí casarme con vos en el minuto exacto en que entrasteis en la habitación.
Bajó de la cama, se encaminó a la resplandeciente ventana y apartó las cortinas. La pálida luz de la luna le confirió el aspecto de una estatua de alabastro.
—¿No deberíais poneros algo encima? —sugirió—. Estáis exponiéndoos al escrutinio público.
—Hace horas que todo el mundo duerme en Chyrellos. Además, estamos seis pisos más arriba de la calle. Quiero mirar la luna. Me siento muy unida a ella y quiero que sepa lo feliz que soy.
—Pagana. —Sonrió.
—Ya que lo decís, supongo que sí lo soy —reconoció—, pero todas las mujeres sienten un cariño especial por la luna. Nos afecta de un modo que los hombres sois incapaces de comprender. Sparhawk saltó de la cama y se reunió con ella en la ventana. La luna estaba muy pálida y brillante, pero el hecho de que su blanquecina luz apagara todos los colores disimulaba hasta cierto punto la ruina en que el asedio de Martel había convertido la Ciudad Sagrada. Las estrellas resplandecían en el cielo y, aunque no había en ello nada especial, a ellos les parecían especialmente rutilantes en esa noche señalada.
Ehlana cruzó los brazos y suspiró.
—Me pregunto si Mirtai estará durmiendo junto a la puerta —dijo—. Siempre lo hace, ¿sabéis? ¿No estaba encantadora esta noche?
—Oh, sí. No había tenido ocasión de decíroslo, pero Kring está loco por ella. No había visto a un hombre tan arrebatado de amor.
—Al menos él es franco y honrado admitiéndolo. Yo tengo que sacaros con pinzas las palabras afectuosas.
—Sabéis que os amo, Ehlana. Siempre os he amado.
—Eso no es del todo cierto. Cuando todavía llevaba a Rolo arrastrando, no experimentabais más que un tibio afecto por mí.
—Era algo más que eso.
—¿Oh, de veras? Recuerdo las apesadumbradas miradas que me dedicabais cuando me comportaba de manera pueril o alocada, mi noble príncipe consorte. —Frunció el entrecejo—. Este título es muy altisonante. Cuando vuelva a Cimmura, creo que mantendré una conversación con Lenda. Me parece que hay un ducado libre en algún sitio… o, si no lo hay, haré que dejen vacante alguno. De cualquier forma voy a desposeer de sus honores a unos cuantos partidarios de Annias. ¿Os gustaría ser un duque, Su Excelencia?
—Gracias de todos modos, Su Majestad, pero creo que puedo prescindir de la altisonancia de títulos adicionales.
—Pero yo quiero otorgaros títulos.
—Personalmente me parece bien el de «marido».
—Cualquier hombre puede ser un marido.
—Pero yo soy el único que tenéis vos.
—Oh, qué bien suena. Practicad un poco, Sparhawk, y puede que incluso os convirtáis en un perfecto gentilhombre.
—La mayoría de los perfectos gentilhombres que conozco son cortesanos y no suelen inspirar un gran aprecio al común de la gente. La reina se estremeció.
—Tenéis frío —la acusó—. Os he dicho que os pusierais algo.
—¿Para qué necesito ropa cuando tengo a este apuesto y cálido marido a mano? Se inclinó, la tomó en brazos y la trasladó de vuelta al lecho.
—Había soñado con esto —confesó mientras él la depositaba blandamente en la cama, se tumbaba a su lado y estiraba la sábana sobre ellos—. ¿Sabéis una cosa, Sparhawk? —Volvió a apretarse contra él—. Me preocupaba lo que ocurriría esta noche. Pensaba que estaría paralizada por los nervios y la timidez, pero no lo estoy… ¿y sabéis por qué?
—No, me parece que no.
—Creo que es porque en el fondo ya estábamos casados desde el primer momento en que os puse los ojos encima. Lo único que hacíamos era esperar a que yo creciera para poder formalizar la situación. —Lo besó largamente—. ¿Qué hora debe de ser?
—Faltan un par de horas para el amanecer.
—Perfecto. Aún nos queda mucho tiempo. Vais a tener cuidado en Zemoch, ¿verdad?
—Haré todo lo posible.
—Por favor, no hagáis proezas sólo para impresionarme, Sparhawk. Ya estoy impresionada.
—Tendré cuidado —prometió.
—Hablando de lo cual… ¿Queréis mi anillo ahora?
—¿Por qué no me lo dais en público? Así Sarathi verá cómo cumplimos la parte convenida en el trato.
—¿Me comporté tan terriblemente con él?
—Lo desconcertasteis un poco. Sarathi no está acostumbrado a tratar con mujeres como vos. Me parece que lo turbáis un poco, amor mío.
—¿También os desconcierto a vos, Sparhawk?
—No realmente. En fin de cuentas, yo os eduqué, y estoy acostumbrado a vuestros pequeños caprichos.
—Sois un tipo en verdad afortunado. Son muy pocos los hombres que tienen la oportunidad de criar a sus propias esposas. Esto podría daros que pensar de camino a Zemoch. —Le tembló la voz y dejó escapar un súbito sollozo—. Juré que no lo haría —gimió—. No quiero que me recordéis toda llorosa.
—Es normal, Ehlana. Yo también siento más o menos lo mismo.
—¿Por qué tiene que discurrir tan deprisa la noche? ¿Podría esa Aphrael evitar que el sol saliera si se lo pidiéramos? ¿O podríamos quizá lograrlo con el Bhelliom?
—No creo que nada en el mundo tenga poder para ello, Ehlana.
—¿Para qué sirven entonces?
Se puso a llorar y él la tomó en sus brazos y la mantuvo rodeada con ellos hasta que hubo cesado la crisis de llanto. Después la besó tiernamente. A ese beso siguieron otros, y el resto de la noche transcurrió sin más lágrimas.