La entrada de Wargun en Chyrellos no fue precisamente triunfal. El común de los habitantes de la Ciudad Sagrada no se habían hallado en condiciones de juzgar el desarrollo de los acontecimientos y, puesto que los ejércitos se parecen mucho entre sí, en su mayor parte permanecieron escondidos al paso de los reyes de Eosia.
Sparhawk apenas tuvo ocasión de hablar con su reina cuando todos hubieron llegado a la basílica y, aunque ardía en deseos de hacerlo, lo que quería decirle no era del tipo de cosas que se manifiestan en público. El rey Wargun dio a sus generales unas cuantas destempladas órdenes y después siguieron al patriarca de Demos hacia una sala para celebrar una de esas reuniones que suelen señalar tales ocasiones.
—He de admitir que ese Martel vuestro es muy listo —concedió un poco más tarde el rey de Thalesia, recostado en su sillón con una jarra de cerveza en la mano.
En la amplia y suntuosa estancia de suelo de mármol y gruesos cortinajes morados se hallaban reunidos en torno a una gran mesa de madera pulida los reyes, los preceptores de las cuatro órdenes, los patriarcas Dolmant, Emban, Ortzel y Bergsten y Sparhawk y los demás, incluyendo a Ulath, que, aunque todavía exhibía ciertos momentos de alelamiento, había experimentado una sensible mejoría. Sparhawk miraba con expresión pétrea a su prometida, sentada al otro lado de la mesa. Tenía muchas cosas que decirle a Ehlana, y unas cuantas que reservaba para Platime y Stragen. Apenas si conseguía mantener a raya el mal genio.
—Después del incendio de Coombe —prosiguió Wargun—, Martel tomó un castillo escasamente defendido encaramado encima de un risco. Reforzó las defensas, dejó una numerosa guarnición adentro y luego se marchó a asediar Larium. Cuando llegamos tras él, huyó en dirección este. Después se desvió hacia el sur y finalmente volvió a girar hacia el oeste, poniendo rumbo a Coombe. Pasé varias semanas persiguiéndolo. Parecía que había conducido la totalidad de su ejército a ese castillo, de manera que me instalé allí con intención de matarlos de hambre, pero lo que yo ignoraba era que había ido separando regimientos enteros de sus tropas y escondiéndolos conforme avanzaba, de forma que cuando llegó a esa fortaleza sólo capitaneaba una pequeña fuerza. Hizo entrar a ese destacamento entre sus muros y cerró las puertas, dejándome que pusiera sitio a ese inexpugnable castillo mientras él reunía tranquilamente sus fuerzas y marchaba hacia Chyrellos.
—Os enviamos una gran cantidad de mensajes, Su Majestad —señaló el patriarca Dolmant.
—No dudo que así fuera, Su Ilustrísima —convino Wargun con acritud—, pero sólo uno llegó a mis manos. Martel atestó buena parte de Arcium de pequeñas bandas de emboscados, por lo que deduzco que la mayoría de vuestros mensajeros yacen en zanjas en esos pedregales de Dios. Excusad, Dregos —se disculpó ante el rey arciano.
—No importa, Wargun —lo perdonó el rey Dregos—. Dios tuvo sus motivos para poner tanta roca en Arcium. El pavimento de caminos y la construcción de muros y castillos entretiene a mi gente y los previene de incurrir en la furia guerrera de otros.
—Si había tantos emboscados, ¿cómo consiguió alguien llegar hasta vos, Majestad? —preguntó Dolmant.
—Eso fue lo más extraño, Dolmant —respondió Wargun, rascándose la despeinada cabeza—. La verdad es que no acabo de comprenderlo. El tipo que lo logró era un lamorquiano que, por lo visto, se limito a cruzar a caballo Arcium sin tomar ninguna precaución y nadie reparo para nada en él. O bien es el hombre más afortunado que existe o Dios lo tiene en una estima especial… y a mí no me parece una persona tan digna de estima.
—¿Está por aquí cerca, Su Majestad? —preguntó Sephrenia al rey de Thalesia, con una extraña vivacidad en la mirada.
—Me parece que sí, pequeña dama —contestó, con un eructo, Wargun—. Ha dicho que quería presentar un informe al patriarca de Kadach. Debe de estar en la antesala.
—¿Creéis que podríamos formularle algunas preguntas?
—¿Es realmente importante, Sephrenia? —le preguntó Dolmant.
—Sí, Su Ilustrísima —repuso la mujer—. Creo que podría serlo. Hay algo que querría verificar.
—Tú —ordenó sin miramientos Wargun a uno de los soldados apostados junto a la puerta—, mira a ver si encuentras a ese desastrado lamorquiano que venía detrás de nosotros. Dile que venga aquí.
—Enseguida, Majestad.
—Naturalmente que «enseguida». Os he dado una orden, ¿verdad? Todas mis órdenes se obedecen de inmediato. —El rey Wargun, que iba ya por la cuarta jarra de cerveza, empezaba a perder los buenos modales.
—El caso es que —continuó— ese individuo llegó al castillo que estaba asediando hace menos de dos semanas y, cuando hube leído el mensaje, reuní mi ejército y vinimos hacia aquí.
El lamorquiano que trajeron escoltado a la sala ofrecía, tal como había señalado Wargun, un aspecto bastante desastrado. Tenía el pelo fino y lacio, de un color pardusco, y una prominente nariz, y saltaba a la vista que no era un guerrero ni tampoco un eclesiástico.
—Ah, Eck —lo saludó el patriarca Ortzel, reconociendo en él a uno de sus sirvientes—. Debí suponer que eras tú el que lo había conseguido. Amigos míos, éste es mi criado Eck, un hombre muy escurridizo, según he podido comprobar. Es muy útil en cuanto a cuestiones de sigilo se refiere.
—Me parece que el sigilo no tuvo mucho que ver con eso esta vez, Su Ilustrísima —admitió Eck, con una voz nasal que no desentonaba para nada con su cara—. Cuando vimos vuestra señal, todos salimos cabalgando hacia el oeste a toda la velocidad que nos permitían nuestras monturas, pero fuimos víctimas de celadas incluso antes de llegar a la frontera arciana. Entonces fue cuando decidimos separarnos, pensamos que quizás uno de nosotros podría llegar a su destino, personalmente, no tenía grandes esperanzas de lograrlo porque parecía que hubiera un hombre apuntándome con un arco detrás de cada árbol. Me escondí en un castillo en ruinas cerca de Darra para rumiar la situación. No veía la manera de poder entregar vuestro mensaje. No sabía dónde estaba el rey Wargun y no me atrevía a preguntar a viajeros por miedo a que fueran los hombres que habían matado a mis compañeros.
—Una peligrosa circunstancia —comentó Darellon.
—Yo también pensaba lo mismo, mi señor —convino Eck—. Me quedé escondido en esas ruinas durante dos días y entonces, una mañana, oí el más extraño de los sonidos, una especie de música. Creía que tal vez sería un pastor, pero resultó que era una niña con unas cuantas cabras. Ella era la que hacía sonar la música con esos caramillos que tienen los guardadores de ganado. La pequeña tendría unos seis años, más o menos, y, nada más verla, la tuve por una estiria. Todo el mundo sabe que trae mala suerte tener cualquier tipo de contacto con los estirios, de manera que seguí oculto en el castillo, no fuera que me denunciara a quienes me perseguían. Ella, sin embargo, vino directamente a mí, como si supiera con exactitud dónde estaba, y me dijo que la siguiera. —Guardó silencio un instante, con expresión turbada—. Yo ya no soy precisamente un chiquillo, Su Ilustrísima, y no acato órdenes de niños, y aun menos si son estirios, pero esa pequeña tenía un no sé qué muy especial. Cuando me indicaba que hiciera algo, la obedecía sin siquiera pararme a pensar. ¿No es extraño? Abreviando, me hizo salir de esas ruinas y los hombres que andaban buscándome rondaban por allí, pero se comportaron como si no me hubieran visto. La niña me condujo por todo Arcium y, pese a que ése es un largo camino, tardamos sólo tres días, no sé por qué…, bueno, dos en realidad si contamos el día en que estuvimos parados porque una de sus cabras parió un par de cabritillas, unas crías muy monas por cierto. La niña incluso insistió en que las llevara en mi caballo cuando nos pusimos en marcha. Y luego, señor, llegamos al castillo donde el ejército del rey Wargun estaba asediando a los rendoreños de adentro, y entonces fue cuando la niña se separó de mí. Es rarísimo. A mí no me gustan los estirios, pero hasta me puse a llorar cuando ella se marchó. Me dio un beso antes de irse, y aún lo noto en la mejilla. He pensado mucho en ello desde entonces, y he llegado a la conclusión de que, en fin de cuentas, puede que los estirios no sean tan malos.
—Gracias —murmuró Sephrenia.
—Bien, señor —continuó Eck—, me acerqué a los soldados y les dije que traía un mensaje para el rey Wargun de parte de la jerarquía. Entonces me llevaron en presencia de Su Majestad y le entregué el documento. Después de leerlo, concentró su ejército y vinimos a marchas forzadas aquí. Eso fue todo, mis señores.
—Vaya, vaya —dijo Kurik a Sephrenia, sonriéndole con ternura—, diríase que Flauta todavía está por aquí, y no sólo en espíritu, ¿no es cierto?
—Eso parece —acordó la mujer, sonriendo también.
—¿El documento? —preguntó el patriarca Emban al patriarca Ortzel.
—Me tomé la libertad de hablar en nombre de la jerarquía —confeso Ortzel—. Di a cada uno de mis mensajeros una copia para el rey Wargun. Dadas las circunstancias, me pareció lo correcto.
—A mí también —convino Emban—. Aunque puede que Makova no hubiera pensado lo mismo.
—Algún día le presentaré disculpas… si por casualidad me acuerdo. Como no tenía la certeza de que alguno de los otros mensajes hubiera llegado a manos del rey Wargun, le informé brevemente de todo ocurrido.
El rey Wargun había necesitado un largo momento para hacerse cargo del significado de aquello.
—¿Estáis diciendo que desplacé mi ejército obedeciendo las órdenes de un solo patriarca… que ni siquiera es thalesiano? —vociferó.
—No, Wargun —intervino con firmeza el corpulento patriarca Bergsten—. Yo apruebo sin reserva los actos del patriarca de Kadach, de modo que vos pusisteis en marcha vuestro ejército obedeciendo ordenes mías. ¿Querríais discutir conmigo esta cuestión?
—Oh —exclamó, contrito, Wargun—, en ese caso es diferente. —El patriarca Bergsten no era el tipo de persona a quien uno se atreviera a chistar con lo cual Wargun se apresuró a cambiar de tema—. Leí el documento un par de veces y decidí que no estaría mal desviarme un poco para pasar por Cimmura. Envié a Dregos y Obler para que se adelantaran con el grueso de las fuerzas y llevé el ejército elenio a la capital a fin de que pudieran defenderla. Cuando llegamos allí, encontramos la ciudad protegida por el vulgo, imaginaos, y, cuando solicité entrada, no me quisieron abrir las puertas hasta que ese gordo de ahí dio su aprobación. Para seros sinceros, no vi que Cimmura estuviera corriendo el más mínimo peligro. Esos comerciantes y obreros se desenvolvían como profesionales en esas murallas, os doy mi palabra. Sea como fuere, me dirigí a palacio para reunirme con el conde de Lenda y esta preciosa joven que lleva la corona y entonces fue cuando vi a ese malandrín de allí. —Señaló a Stragen—. Había atravesado con ese estoque a un primo cuarto mío y yo había puesto precio a su cabeza… más por un sentimiento colectivo de familia que porque sintiera un afecto especial por ese primo, ya que no podía soportarlo ni en pintura. Tenía la costumbre de hurgarse la nariz en público, algo que encuentro repugnante. Ahora ya no lo hará más porque Stragen lo ensartó con buen tino. El caso es que yo iba a hacer que colgaran a ese truhán, pero Ehlana me disuadió de hacerlo. —Tomó un largo trago—. La verdad es que… —se le escapó un eructo— …me amenazó con declararme la guerra si no abandonaba la idea. Tiene muy mal genio esta joven dama. —Sonrió de pronto a Sparhawk—. Tengo entendido que se impone felicitaros, amigo mío, pero yo que vos no me quitaría la armadura hasta conocerla mejor.
—Nos conocemos muy bien, Wargun —dijo remilgadamente Ehlana—. Puede decirse que Sparhawk me crió desde que era un bebé, de forma que, si a veces muestro cierta aspereza de carácter, debería atribuirse a él.
—Debí sospechar algo por el estilo. —Wargun soltó una carcajada—. Cuando le conté a Ehlana lo que estaba ocurriendo aquí en Chyrellos, insistió en traer su ejército para apoyarnos. Yo se lo prohibí tajantemente y a ella no se le ocurrió más que pellizcarme la patillas y decir: «De acuerdo, Wargun. En ese caso yo misma os llevaré a Chyrellos». El caso es que yo no dejo que nadie me tire de las patillas, así que iba a darle unos azotes, por más reina que fuera, pero entonces se interpuso esa enorme mujer de allá. —Miró a la mujer que Sparhawk suponía que era Mirtai, la giganta tamul, y se estremeció—. No podía creer que fuera capaz de moverse tan velozmente. Me había puesto un cuchillo en la garganta en un abrir y cerrar de ojos. Intenté explicarle a Ehlana que tenía hombres de sobra para tomar Chyrellos, pero ella me salió con que tenía una inversión que proteger. Nunca he llegado a saber a qué demonios se refería. De todas formas, partimos de Cimmura y nos reunimos con Dregos y Obler y proseguimos hasta la Ciudad Sagrada. Ahora, ¿podría explicarme alguien qué es lo que ha sucedido realmente aquí?
—Las normales actividades políticas eclesiásticas —le respondió secamente el patriarca Emban—. Ya sabéis hasta qué punto adora nuestra Madre las intrigas. Estábamos forcejeando para conseguir que se pospusieran las reuniones de la jerarquía, manipulando votos, raptando patriarcas, este tipo de cosas. Apenas logramos evitar que el primado de Cimmura accediera por el momento al trono, y entonces apareció Martel y puso sitio a la Ciudad Sagrada. Nos replegamos al interior de las murallas de la ciudad vieja dispuestos a resistir un tedioso asedio. La situación empezaba a ser desesperada cuando llegasteis anoche.
—¿Han arrestado a Annias? —preguntó el rey Obler.
—Siento tener que deciros que no, Majestad —repuso Dolmant—. Martel se las arregló para sacarlo de la ciudad al atardecer.
—Una verdadera lástima —suspiró Obler—. Entonces podría regresar y realizar una nueva tentativa de acceder al trono, ¿no es así?
—Estaríamos encantados de verlo, Su Majestad —le aseguró Dolmant con forzada sonrisa—. Estoy seguro de que habréis oído hablar de la conexión entre Annias y Martel y de las sospechas que albergamos acerca de algún tipo de alianza entre ellos y Otha. Por fortuna, tuvimos ocasión de llevar al comandante de la guardia personal del archiprelado a un lugar donde pudo escuchar sin ser visto una conversación entre Annias y Martel. El coronel es completamente neutral y todo el mundo lo sabe. En cuanto declare ante la jerarquía lo que ha oído, Annias será expulsado de la Iglesia… en el mejor de los casos. —Hizo una pausa—. Ahora bien —continuó—, los zemoquianos están reunidos en masa en Lamorkand Oriental, cumpliendo parte de lo convenido entre Otha y Annias. Tan pronto como Otha se entere de que sus planes se han torcido aquí en Chyrellos, comenzará a marchar hacia el oeste. Propongo que tomemos medidas para prevenir tal eventualidad.
—¿Tenemos alguna idea respecto al camino de huida que tomo Annias? —preguntó Ehlana con ojos relucientes.
—Él y Martel se llevaron a la princesa Arissa y a vuestro primo Lycheas con intención de acogerse a la protección de Otha, mi reina —la informó Sparhawk.
—¿Existe alguna posibilidad de que podamos interceptarlos? —inquirió con fiereza.
—Podemos intentarlo, Su Majestad. —El caballero se encogió de hombros—. No obstante, no abrigaría grandes esperanzas al respecto.
—Quiero que me lo traigan prendido —declaró fieramente la reina.
—Lo siento mucho, Majestad —se interpuso el patriarca Dolmant—, Annias ha cometido crímenes contra la Iglesia y nosotros lo someteremos a castigo primero.
—¿Para poder encerrarlo en algún monasterio para que rece y entone himnos durante el resto de su vida? —replicó con desdén la joven—. Yo tengo planes mucho más interesantes para él, Su Ilustrísima. Creedme si le pongo la mano encima antes que vosotros, no voy a entregarlo a la Iglesia… al menos hasta después de haber acabado con él. Después podréis disponer de lo que haya quedado de su persona.
—Ya basta, Ehlana —le advirtió con dureza Dolmant—. Estáis a punto de manifestar un abierto desacato a la Iglesia. No cometáis el error de llevar demasiado lejos tal actitud. Ya que lo mencionáis, os diré que no es un monasterio lo que le espera a Annias puesto que la naturaleza de los delitos por él cometidos contra la Iglesia merece la muerte en la hoguera.
La reina y el patriarca se miraron fijamente, y Sparhawk gimió para sus adentros. Entonces Ehlana rió, con expresión algo compungida.
—Perdonadme, Su Ilustrísima —se disculpó ante Dolmant—. Me he precipitado al hablar. ¿En la hoguera, decís?
—Eso como mínimo, Ehlana —le aseguró el patriarca.
—Yo, por supuesto, delegaré el castigo en nuestra Santa Madre. Antes moriría que parecer una díscola hija suya.
—La Iglesia aprecia vuestra obediencia, hija mía —aseveró mansamente Dolmant. Ehlana juntó piadosamente las manos y le dedicó una falsa sonrisa de contrición.
—Sois una muchacha muy traviesa, Ehlana —la regañó Dolmant, riendo en contra de su voluntad.
—Sí, Su Ilustrísima —reconoció ella—. Supongo que sí.
—Una mujer muy peligrosa, ésta, amigos míos —dijo Wargun a los otros monarcas—. Me parece que todos deberíamos poner especial cuidado en no interponernos en su camino. De acuerdo, ¿qué más?
Emban se hundió más en la silla, juntando las yemas de los dedos de ambas manos.
—Habíamos más o menos decidido que debíamos dejar resuelta la cuestión de la designación al archiprelado, Su Majestad. Eso fue antes de que entrarais en la ciudad. Os va a llevar cierto tiempo preparar vuestras fuerzas para que emprendan marcha hacia Lamorkand, ¿me equivoco? —inquirió.
—Como mínimo una semana —respondió sombríamente Wargun—, tal vez dos. Tengo unidades esparcidas a mitad de camino a Arcium, en su mayoría soldados extraviados y carromatos de víveres. Va a hacer falta un tiempo para organizarlos y luego hay que tener en cuenta los grandes atascos que siempre se producen cuando las tropas tienen que cruzar un puente.
—Podemos concedernos diez días a lo sumo —advirtió Dolmant—. Realizad el estacionamiento y organización sobre la marcha.
—Ésa no es la manera como se hace, Su Ilustrísima —objeto Wargun.
—Así se hará en esta ocasión, Su Majestad. En las marchas, los soldados pasan más tiempo sentados esperando que caminando. Saquemos provecho de esas horas muertas.
—También convendrá que mantengáis a vuestros soldados fuera de Chyrellos —añadió el patriarca Ortzel— dado que, habiendo huido sus habitantes, se encuentra vacía. Si vuestros hombres se distraen registrando casas deshabitadas, será algo difícil concentrarlos después cuando llegue el momento de partir.
—Dolmant —dijo Emban—, vos ostentáis la presencia de la jerarquía. Creo que deberíamos convocar una sesión para mañana a primera hora. Hoy será recomendable que nuestros hermanos no visiten la ciudad exterior… por una cuestión de seguridad, claro está, dado que aún podría haber algunos mercenarios de Martel ocultos entre las ruinas. Nuestro objetivo principal, no obstante, es no darles ocasión de examinar demasiado de cerca los desperfectos producidos en su casa antes de reunirse en sesión formal. Hemos perdido un preocupante número de adeptos e, incluso después de desacreditar definitivamente a Annias, más nos vale no dar margen a que se produzca una coalición de última hora. Me parece que deberíamos celebrar alguna clase de servicio en la nave antes de iniciar la sesión, algo solemne que guarde relación con una acción de gracias. Ortzel, ¿querréis actuar como oficiante? Como vais a ser nuestro candidato, no estará mal dar oportunidad a que todo el mundo se vaya acostumbrando a vuestra presencia. Y, Ortzel, tratad de sonreír de tanto en tanto. Francamente, no se os va a desmontar la cara.
—¿Tan rígido soy, Emban? —replicó Ortzel con una tenue sonrisa.
—Perfecto —aprobó Emban—. Practicad esa misma sonrisa delante de un espejo. Recordad que vais a ser un bondadoso y cariñoso padre… Al menos, ésa es la imagen que nos conviene dar. Lo que hagáis después de acceder al trono será algo que sólo os concernirá a vos y a Dios. De acuerdo, pues. Los servicios recordarán a nuestros hermanos que ante todo son eclesiásticos y que lo de ser propietarios es algo secundario. Después nos dirigiremos directamente a la sala de audiencia desde la nave. Hablaré con el maestro de capilla y le recomendaré encarecidamente el desarrollo de cantos corales que resuenen por la basílica… Algo exaltante que provoque en nuestros hermanos el estado de ánimo idóneo. Cuando Dolmant nos llame a orden, comenzaremos con una exposición de los últimos sucesos para que todo el mundo conozca los detalles de actualidad, ello con el fin de poner al corriente de la situación a los patriarcas que han estado escondidos en sótanos desde el inicio del asedio. En tales circunstancias, es perfectamente adecuado recurrir a testigos. Yo mismo los seleccionaré para asegurarme de su elocuencia. Nos interesa una espeluznante descripción de violaciones, incendios premeditados y pillaje para provocar cierta desaprobación sobre el comportamiento de los recientes visitantes de nuestra ciudad. El desfile de testigos culminará con el informe del coronel Delada acerca de la conversación que mantuvieron Annias y Martel. Dejémoslos que rumien eso durante un rato. Hablaré con algunos de nuestros hermanos y les encargaré que preparen discursos henchidos de ultrajada indignación y denuncias contra el primado de Cimmura. Después Dolmant designará un comité que investigue el asunto, cuestión de no ofender el protagonismo de la jerarquía. —El obeso patriarca reflexionó un instante—. Entonces habrá llegado el momento de convocarlos para después de la comida, dejándoles un intermedio de unas dos horas para que se formen una idea del alcance de la perfidia de Annias. Luego, cuando volvamos a reunirnos, Bergsten pronunciará una alocución en la que hará hincapié en la necesidad de obrar sin tardanza. No deis la impresión, Bergsten, de que haya que precipitarse, pero recordadles que nos hallamos en un período de crisis de fe. A continuación urgid para que procedamos sin dilación a la elección del archiprelado. Llevad la armadura y esa hacha para estimular la conciencia de hallarnos en tiempos de guerra. Después vendrán los tradicionales discursos de los monarcas de Eosia. Formuladlos con tono agitador, Majestades, con muchas referencias a la crueldad de la guerra, a Otha y a los temibles designios de Azash. Se trata de asustar a nuestros hermanos para que voten de acuerdo con su conciencia y dejen a un lado los afanes y confabulaciones políticos. No me perdáis de vista a mí, Dolmant. Os señalaré todos los patriarcas con una incontrolable tendencia a la trapacería política e identificaré quiénes son. Como presidente, podéis dar voz a quien os plazca. Y bajo ningún concepto aceptéis ningún aplazamiento para el día siguiente. No permitáis que nadie enturbie el clima conseguido. Llegado ese momento proceded a la presentación de candidaturas. Pasemos a la votación sin dar tiempo a que nuestros hermanos caigan en la tentación de sembrar la discordia. Queremos que Ortzel ocupe ese trono antes de la puesta de sol. Y, Ortzel, manteneos callado durante las deliberaciones, porque algunas de vuestras opiniones son controvertidas. No las aireéis en público… al menos hasta mañana.
—Me siento como un niño —comentó irónicamente el rey Dregos al rey Obler—. Pensaba que sabía un poco de política, pero nunca hasta ahora había visto practicar ese arte de manera tan implacable.
—Ahora estáis en una gran ciudad Majestad —le hizo ver, sonriendo, Emban—. Y así se desarrollan las cosas aquí.
El rey Soros de Kelosia, un hombre extremadamente piadoso y devoto hasta lo indecible que había estado a punto de desmayarse varias veces escuchando el frío programa elaborado por el patriarca Emban para manipular a la jerarquía, optó al fin por marcharse, murmurando que quería recogerse en oración.
—No perdáis de vista a Soros mañana, Su Ilustrísima —aconsejó Wargun a Emban—. Es un fanático religioso. Cuando pronuncie el discurso, podría darle por denunciarnos. Soros se pasa todo el tiempo hablando con Dios y eso a veces puede trastornar un poco el entendimiento. ¿Existe la posibilidad de que podamos saltárnoslo en el curso de las alocuciones reales?
—No de forma legítima —respondió Emban.
—Hablaremos con él, Wargun —prometió el rey Obler—. Tal vez logremos convencerlo para que esté demasiado enfermo para asistir a la sesión de mañana.
—Yo lo pondré enfermo, descuidad —murmuró Wargun.
—Todos tenemos asuntos que atender, damas y caballeros —declaró Emban, poniéndose en pie—, de manera que, como dicen, vayámonos a todo correr.
—La embajada elenia resultó dañada durante el asedio, mi reina —informó Sparhawk a Ehlana con tono impasible—. ¿Puedo ofreceros las comodidades un tanto espartanas del castillo pandion?
—Estáis enfadado conmigo, ¿no es cierto, Sparhawk? —le preguntó ella a su vez.
—Sería más apropiado que discutiéramos esto en privado, mi reina.
—Ah —suspiró la joven—. Pues pongámonos en caminó hacia castillo para que podáis reñirme durante un rato. Luego podemos pasar directamente a los besos y la reconciliación. Esa es la parte que realmente me interesa. Al menos no podréis zurrarme, teniendo como tengo por guardiana a Mirtai. Por cierto, ¿conocéis a Mirtai?
—No, mi reina.
Sparhawk miró a la silenciosa tamul que se mantenía de pie detrás de la silla de Ehlana. Su piel tenía una peculiar y exótica tonalidad bronceada y sus cabellos trenzados eran de un color negro brillante. En una mujer de estatura normal, sus facciones habrían sido consideradas hermosas y sus ojos, un tanto achinados, arrebatadores. Mirtai, no obstante, no tenía una estatura normal: era un palmo más alta que Sparhawk. Llevaba una blusa de satén blanco de manga larga, una prenda similar a una falda escocesa ceñida a la cintura, que le llegaba a las rodillas, botas de cuero negras y una espada al costado. Era ancha de hombros y tenia flexibles y finas caderas. A pesar de su tamaño, parecía perfectamente proporcionada, pero su mirada carente de expresión tenía algo ominoso. No miraba a Sparhawk de la forma como normalmente miraría una mujer a un hombre. Era una persona un tanto inquietante.
Con rígida cortesía, Sparhawk ofreció su brazo envuelto en acero a su reina y la acompañó a la salida pasando por la nave y descendiendo las escalinatas de la basílica. Cuando llegaban al gran patio frente al templo oyó un sonoro golpecito en la parte trasera de la armadura y, al volverse, vio que Mirtai había percutido en ella con un nudillo. La mujer tomó entonces una capa plegada que llevaba colgada de brazo, la extendió y la tendió a Ehlana.
—Oh, no hace tanto frío, Mirtai —objetó Ehlana.
Mirtai adoptó un semblante pétreo y volvió a sacudir la capa con ademán autoritario. Ehlana suspiró y permitió que la giganta le colocara la prenda sobre los hombros. Sparhawk estaba mirando directamente la broncínea cara de la tamul, de modo que no podía haber dudas sobre lo que ocurrió después. Mirtai le guiñó un ojo. Sin saber muy bien por qué, aquello lo hizo sentir mucho mejor. Él y Mirtai iban a ser buenos amigos, decidió.
Dado que Vanion estaba ocupado, Sparhawk escoltó a Ehlana, Sephrenia, Stragen, Platime y Mirtai hasta el estudio de sir Nashan, deseoso de sostener una conversación con ellos. Se había pasado la mañana preparando y afilando un buen número de cáusticas observaciones que casi habrían podido tacharse de traicioneras.
Pero Ehlana había estudiado ciencias políticas desde la niñez y sabía que uno debe actuar con rapidez, con brusquedad incluso, cuando la propia posición es inestable.
—Estáis enojado con nosotros —comenzó a hablar antes de que Sparhawk hubiera cerrado la puerta—. Consideráis que yo no tengo nada que hacer aquí y que mis amigos han incurrido en falta dejando que me expusiera a una situación de peligro. ¿Se trata más o menos de eso, Sparhawk?
—Aproximadamente, sí —respondió con tono glacial.
—Simplifiquemos pues las cosas —se apresuró a proseguir la joven—. Platime, Stragen y Mirtai protestaron, de hecho, violentamente, pero yo soy la reina y no les hice caso. ¿Estamos de acuerdo en que yo tengo autoridad para hacer eso? —Su tono contenía una nota de desafío.
—Es verdad, Sparhawk —intervino con ademán conciliador Platime—. Stragen y yo estuvimos gritándole durante una hora para quitarle la idea y entonces ella nos amenazó con arrojarnos a las mazmorras. Hasta me dio a entender que podría revocarme el perdón.
—Su Majestad sabe intimidar muy bien, Sparhawk —lo apoyó Stragen—. No os fiéis de ella ni cuando os sonría. Es entonces cuando es más peligrosa y, llegado el momento, utiliza su autoridad con la contundencia de una maza. Nosotros llegamos incluso al extremo de encerrarla con llave en sus aposentos, pero ella hizo que Mirtai derribara la puerta a patadas.
—Es una puerta muy recia —observó, estupefacto, Sparhawk.
—Lo era. Mirtai le dio dos puntapiés y se partió justo por la mitad. Sparhawk miró, asombrado, a la bronceada mujer.
—No fue difícil —aseguró ésta con voz dulce y musical y un tenue deje de acento exótico—. Las puertas del interior de las casas se secan mucho y se quiebran sin gran esfuerzo si se les propina un puntapié en el lugar adecuado. Ehlana podrá utilizar los restos como leña para cuando llegue el invierno —añadió con calmada dignidad.
—Mirtai se muestra muy protectora conmigo, Sparhawk —dijo Ehlana—. Me siento completamente segura cuando ella está cerca, y esta enseñándome a hablar el idioma tamul.
—El elenio es una lengua áspera y desagradable —observó Mirtai.
—A mi también me lo parece —convino Sephrenia.
—Estoy enseñándole a Ehlana el tamul para no tener que pasar la vergüenza de que mi propietaria me hable cloqueando como una gallina.
—Yo ya no soy tu propietaria, Mirtai —insistió Ehlana—. Te di la libertad justo después de comprarte.
—¡Propietaria! —se escandalizó, con expresión de horror, Sephrenia.
—Es una costumbre del pueblo de Mirtai, pequeña hermana —replicó Stragen—. Ella es una atan. Son una raza guerrera acerca de la cual se sostiene la generalizada creencia de que necesitan alguien que los guíe. Los tamules consideran que no están preparados emocionalmente para obrar en libertad. Por lo visto, ello ocasiona demasiada bajas.
—Ehlana era demasiado ignorante como para advertirlo —declaró con calma Mirtai.
—¡Mirtai! —exclamó Ehlana.
—Se cuentan por docenas la gente de vuestra raza que me ha insultado desde que sois mi propietaria, Ehlana —señaló severamente la mujer tamul—. Ahora todos estarían muertos si yo fuera libre. Ese viejo, Lenda, incluso dejé que su sombra me tocara en una ocasión. Como sé que vos le tenéis cariño, habría lamentado haberlo matado. —Suspiró con filosofía—. La libertad es muy peligrosa para la gente de mi raza. Prefiero no tener que cargar con ella.
—Podemos hablar de eso en otro momento, Mirtai —propuso Ehlana—. Ahora debemos apaciguar a mi paladín. —Clavó los ojos en Sparhawk—. No tenéis motivos para estar enfadado con Platime, Stragen ni Mirtai, querido —aseguró—. Ellos hicieron cuanto pudieron para mantenerme en Cimmura. Si con alguien tenéis que pelearos es conmigo y con nadie más. ¿Por qué no los excusamos para que se vayan y así podremos gritarnos en privado?
—Saldré con ellos —anunció Sephrenia—. Estoy segura de que os sentiréis más a gusto hablando los dos solos. —Se dispuso a abandonar la habitación en pos de los dos ladrones y la broncínea giganta y se detuvo en la puerta—. Una última recomendación, hijos —añadió—: Gritad cuanto queráis, pero no os peguéis… y no quiero que salgáis de aquí hasta no haber resuelto vuestras diferencias. —Salió y cerró la puerta tras ella.
—¿Y bien? —dijo Ehlana.
—Sois obstinada —la acusó sin miramiento Sparhawk.
—A eso se le llama ser decidido, Sparhawk, lo cual se considera como una virtud en reyes y reinas.
—¿Qué demonios os impulsó a venir a una ciudad sometida a asedio?
—Olvidáis un detalle, Sparhawk —dijo—. Yo no soy realmente una mujer.
El paseó despacio la mirada por su cuerpo hasta que ella se sonrojo violentamente; algo que, en su opinión, se tenía bien merecido.
—¿Oh? —Sabía que de todos modos iba a salir perdiendo.
—Basta —protestó ella—. Yo soy la reina…, un monarca que ocupa un trono. Eso significa que a veces debo hacer cosas que no le están permitidas a una mujer ordinaria. Si me quedo escondida detrás de las cortinas de mi casa, ninguno de los otros reyes me tomará en serio, y, si ellos no me toman en serio, tampoco tendrán en alta consideración Elenia. Debía venir, Sparhawk. Lo comprendéis, ¿verdad?
—No me gusta, Ehlana —respondió suspirando—, pero no puedo aportar nada en contra de vuestro razonamiento.
—Además —agregó quedamente—, os añoraba a vos.
—Vos ganáis —capituló, riendo.
—¡Oh estupendo! —exclamo la reina, uniendo las palmas de las manos en ademán de regocijo—. Me encanta ganar. Y ahora, ¿por qué no pasamos a la fase de los besos y hacemos las paces? Se ocuparon un rato en tal menester.
—Os he echado de menos, mi paladín de altivo rostro. —Suspiró y luego le golpeó la coraza con los nudillos—. Aunque esto sí que no lo he echado en falta —añadió. Le dirigió una curiosa mirada—. ¿Por qué habéis puesto esa cara tan extraña cuando ese Ick…?
—Eck —la corrigió el caballero.
—Perdón…, ¿cuando hablaba de la niña que lo condujo por todo Arcium hasta donde se hallaba el rey Wargun?
—Porque la niña era Aphrael.
—¿Una diosa? ¿De veras se parece a la gente? ¿Estáis seguro?
—Por completo —aseveró—. Ella lo hizo invisible y redujo un viaje de diez días a tres jornadas. A nosotros nos prestó el mismo servicio en varias ocasiones.
—Prodigioso. —Permanecía de pie, martilleando ociosamente con los dedos su armadura.
—No hagáis eso, por favor, Ehlana —indicó—. Me hace sentir como una campana con piernas.
—Lo siento. ¿Sparhawk, estamos en verdad convencidos de la conveniencia de que sea el patriarca Ortzel quien ocupe el trono del archiprelado? ¿No es odiosamente frío y rígido?
—Ortzel es rígido, qué duda cabe, y su ascensión al trono va a causar algunas dificultades a las órdenes militantes. De entrada, se opone de plano a que hagamos uso de la magia.
—¿Y para qué diablos sirve un caballero de la Iglesia si no puede valerse de la magia?
—También disponemos de otros recursos, Ehlana. Reconozco que de entrada yo no habría escogido a Ortzel, pero él se atiene estrictamente a las enseñanzas de la Iglesia. Ningún sujeto de la calaña de Annias accederá a ninguna posición preeminente si Ortzel ostenta el poder. Es rígido, pero sigue la doctrina de la Iglesia al pie de la letra.
—¿No podríamos encontrar a otro…, alguien que nos gustara más?
—No elegimos un archiprelado porque nos caiga simpático, Ehlana —la reprendió—. La jerarquía trata de seleccionar al hombre que redunde en mayor beneficio de la Iglesia.
—Bueno, desde luego que sí, Sparhawk. Todo el mundo lo sabe. —Se volvió con brusquedad—. Ahí está otra vez —dijo con exasperación.
—¿El qué? —le preguntó.
—Vos no podríais verlo, amor mío —repuso—. Nadie lo percibe más que yo. Al principio pensé que todos los que me rodeaban estaban volviéndose ciegos. Es una especie de sombra o algo parecido. No llego a verla, al menos no con claridad, pero es como si me acechara por la espalda, dejándome captarla sólo por espacio de breves segundos. Siempre me deja helada, no sé por qué.
Con un escalofrío, Sparhawk se volvió ligeramente con la pretensión de no evidenciar su alarma. La sombra se cernía en los límites de su visión, más amplia y más oscura que la última vez, despidiendo una sensación de malevolencia aún más pronunciada. ¿Por qué habría estado persiguiendo también a Ehlana si ella no había ni siquiera tocado el Bhelliom?
—Desaparecerá a su debido tiempo —dijo, no queriendo preocuparla—. No olvidéis que Annias os administró un veneno muy raro y poderoso, del cual quedan seguramente algunos efectos secundarios.
—Será eso, supongo.
Entonces comprendió. Era el anillo. Sparhawk se reprendió en silencio por no haber previsto antes tal posibilidad. Lo que quiera que fuese que había tras la sombra no quería bajo ningún concepto perder de vista los dos anillos.
—Pensaba que estábamos haciendo las paces —dijo Ehlana.
—Así es.
—¿Por qué no estamos besándonos, pues?
En ello se ocupaban cuando Kalten entró en la habitación.
—¿No te han enseñado a llamar a las puertas? —le preguntó agriamente Sparhawk.
—Perdona —se disculpó Kalten—. Creía que Vanion estaba aquí. Voy a ver si lo encuentro. Oh, por cierto, tengo una noticia que te alegrará aún más el día… suponiendo que ello sea posible. Tynian y yo habíamos salido con los soldados de Wargun para hacer salir a los desertores de las calles y hemos encontrado a un viejo amigo oculto en la bodega de una taberna.
—¿Sí?
—Martel dejó a Krager aquí. Sus motivos tendría. Nos reuniremos todos con él para tener una placentera plática… en cuanto recobre la sobriedad y después de que vosotros dos hayáis acabado con lo que estáis haciendo aquí. —Guardó un instante de silencio—. ¿Quieres que os cierre con llave? —preguntó—. ¿O que monte guardia afuera?
—Salid de aquí, Kalten.
No fue Sparhawk quien dio la orden.