Capítulo 11

El excitado tumulto se prolongó un rato en la vasta sala. El patriarca Emban de Usara permanecía entretanto erguido en el centro del largo pavimento de mármol, como si se hubiera situado por azar exactamente en medio del alargado círculo de luz que proyectaba la redonda vidriera desde detrás del vacante trono. Cuando el estrépito de voces comenzó a amortiguarse, Emban levantó una regordeta mano.

—En efecto, hermanos míos —prosiguió, imprimiendo a su voz la nota de gravedad precisa—, los invencibles caballeros de la Iglesia podrían fácilmente defender Chyrellos, pero en estos momentos están abocados a la defensa de Arcium. Los preceptores se encuentran, naturalmente, aquí, ocupando los puestos que les corresponden entre nosotros, pero cada uno de ellos sólo cuenta con una fuerza simbólica aquí, que sin duda no es suficiente para contener a los ejércitos de la oscuridad que nos cercan. No podemos desplazar el grueso de las órdenes militantes desde las rocosas llanuras de Arcium a la Ciudad Sagrada en un abrir y cerrar de ojos; e, incluso si ello fuera factible, ¿cómo podríamos convencer a los generales de las fuerzas estacionadas en ese reino gravemente hostigado de que nuestra necesidad es mayor que la suya y convencerlos así para que dejen libres a los caballeros de acudir en nuestra ayuda?

El patriarca Ortzel de Kadach se levantó, con el severo rostro enmarcado por sus pálidos y canosos cabellos.

—Con vuestra venia, Emban —solicitó. El patriarca de Kadach era el candidato propuesto de la facción contraria a Annias, y ello confería cierta autoridad a su voz.

—Desde luego —lo animó Emban—. Aguardo anhelante escuchar las sabias palabras de mi estimado hermano de Lamorkand.

—El cometido supremo de la Iglesia es sobrevivir para poder continuar su trabajo —declaró Ortzel con voz ronca—. Toda consideración que no contemple esto debe ser secundaria. ¿Coincidimos todos en este punto?

Sonó un murmullo de asentimiento.

—Hay ocasiones en que se imponen sacrificios —prosiguió Ortzel—. Si a un hombre le ha quedado atrapada la pierna entre las rocas del fondo de un estanque sujeto a las variaciones de la marea y las aguas, en su crecida, le lamen el mentón, ¿no debería sacrificar, aun con pesar, la pierna para poder salvar la vida? Nosotros nos encontramos en pareja situación. Con pesar debemos sacrificar la totalidad de Arcium si conviene para preservar nuestra vida…, que es nuestra Santa Madre Iglesia. Lo que se nos presenta ahora, hermanos míos, es una crisis. En el pasado, la jerarquía se ha mostrado extremadamente renuente a imponer las rígidas y estrictas aplicaciones de tan extremas medidas, pero la situación que nos concierne en estos momentos es sin duda la más severa prueba a la que se ha enfrentado nuestra Santa Madre desde la invasión de los zemoquianos hace cinco siglos. Dios nos está mirando, hermanos míos, y nos juzgará seguramente a nosotros y a nuestras capacidades para la administración de su amada Iglesia. Por todo ello, tal como exigen las leyes que nos gobiernan, pido que se lleve a cabo sin tardanza una votación. La cuestión a decidir puede expresarse de forma muy simple: ¿la presente situación en Chyrellos constituye una crisis de fe?, ¿sí o no?

—¡Sin duda —exclamó Makova con los ojos desorbitados por el desconcierto—, sin duda la situación no es tan crítica! Ni siquiera hemos intentado todavía entrar en negociaciones con los ejércitos apostados a nuestras puertas y…

—El patriarca no habla oportunamente —lo atajó Ortzel—. La cuestión de las crisis de fe no admite discusión alguna.

—¡Punto de ley! —gritó Makova.

Ortzel miró de manera intimidatoria al flaco monje que cumplía la función de asesor jurídico.

—Citad la ley —ordenó.

Aquejado de violentos temblores, el monje comenzó a manotear desesperadamente entre sus libros.

—¿Qué está pasando? —preguntó confundido Talen—. No lo entiendo.

—La crisis de fe no se invoca casi nunca —le explicó Bevier—, probablemente porque los reyes de Eosia Occidental se oponen vivamente a ello. En una crisis de fe, la Iglesia asume el control de todo: gobiernos, ejércitos, recursos, dinero…, todo.

—¿Pero la declaración de una crisis no requeriría una votación fundamental? —inquirió Kalten—. ¿O unanimidad incluso?

—Me parece que no —contestó Bevier—. Veamos lo que dice el especialista en leyes…

—¿No es de todas formas algo innecesario? —observo Tynian—. Ya hemos llamado a Wargun, comunicándole que hay una crisis de fe.

—Al parecer alguien omitió decírselo a Ortzel —repuso Ulath—. Es un rigorista en asuntos legales, y no tenemos motivos para contrariar sus tendencias, ¿no creéis?

El enjuto monje se levantó con la cara mortalmente pálida y se aclaró la voz.

—El patriarca de Kadach ha citado correctamente la ley —declaro con voz chillona a causa del miedo—. La cuestión de la crisis de fe debe ser sometida a una inmediata votación secreta.

—¿Secreta? —exclamó Makova.

—Así lo dicta la ley, Su Ilustrísima, y el resultado debe decidirse por mayoría simple.

—Pero…

—Debo recordar al patriarca de Coombe la inoportunidad de posteriores discusiones. —La voz de Ortzel restalló como un látigo—. Convoco la votación. —Miró en derredor—. Vos —espetó al clérigo sentado no lejos del alarmado Annias—, id a buscar los instrumentos necesarios. Se encuentran, según recuerdo, en el cofre que hay a la derecha del trono del archiprelado.

El aludido titubeó y miró lleno de temor a Annias.

—¡Moveos, hombre! —tronó Ortzel.

El sacerdote se puso en pie de un salto y corrió hacia el tapado trono.

—Alguien deberá explicarme un poco mejor esto —dijo Talen con tono desconcertado.

—Más tarde, Talen —le advirtió quedamente Sephrenia, que, vestida con una pesada capa negra con ligero aspecto eclesiástico que ocultaba su raza y su sexo, permanecía sentada entre los caballeros de la iglesia, casi imperceptible entre el bulto de sus armaduras—. Ahora observemos la exquisita danza que se ejecuta ante nosotros.

—Sephrenia —la regañó Sparhawk.

—Lo siento —se disculpó la estiria—. No estoy considerando vuestra Iglesia como motivo de diversión; sólo todas estas enrevesadas maniobras.

Los instrumentos de voto consistían en una caja negra bastante grande, polvorienta y carente de todo adorno, y dos sencillas bolsas de cuero que mantenían fuertemente cerradas sendos sellos lacrados de plomo.

—Patriarca de Coombe —indicó concisamente Ortzel—, vos ostentáis la presidencia. Es vuestro deber romper los sellos y hacer que se distribuyan las balotas.

Makova lanzó una rápida mirada al clérigo jurídico y éste asintió con la cabeza. Entonces Makova cogió las dos bolsas, abrió los sellos de plomo y tomó un objeto de cada una de ellas. Tenían aproximadamente el tamaño de una moneda. Uno era blanco y el otro, negro.

—Votaremos con esto —anunció, manteniendo en alto las fichas—. ¿Convenimos en que el negro significa no y el blanco sí?

Siguió un murmullo de asentimientos.

—Distribuid las balotas pues —ordenó Makova a un par de jóvenes pajes—. Cada miembro de la jerarquía recibirá una blanca y otra negra. —Se aclaró la garganta—. Que Dios os infunda sabiduría, hermanos míos, y seguid los dictados de vuestra conciencia. —La cara de Makova había recobrado parte de sus colores.

—Ha estado contando los votos —señaló Kalten—. Él tiene cincuenta y nueve y piensa que nosotros sólo tenemos cuarenta y siete. No sabe nada de los cinco patriarcas que se ocultan en esa salita. Imagino la sorpresa que se va a llevar. De todas formas, va a ganar.

—Os estáis olvidando de los neutrales, Kalten —le recordó Bevier.

—Se abstendrán. Todavía siguen pendientes de los sobornos. No se atreverán a ofender a ninguno de los bandos.

—No pueden abstenerse, Kalten —lo disuadió Bevier—, no en esta votación. La ley de la Iglesia ordena que se pronuncien claramente en esta cuestión.

—¿Dónde aprendisteis tanto sobre estas cosas, Bevier?

—Os dije que estudié historia militar.

—¿Y qué tiene que ver la historia militar con esto?

—La Iglesia declaró una crisis de fe durante la invasión zemoquiana. Lo analicé como parte de mis estudios.

—Oh.

Mientras los dos pajes distribuían las fichas, Dolmant se levantó y se dirigió a las puertas. Allí habló un momento con los miembros de la guardia del archiprelado que se encontraban afuera y regresó a su asiento. Cuando los dos muchachos que repartían las balotas se encontraban casi al final de la cuarta fila de bancos de mullidos cojines carmesí, la puerta se abrió y por ella entraron los cinco nerviosos patriarcas que habían estado escondiéndose.

—¿Qué significa esto? —Makova tenía los ojos desorbitados.

—La intervención del patriarca de Coombe es inoportuna —le reiteró Ortzel, que parecía disfrutar repitiéndole lo mismo a Makova—. Hermanos míos —se dispuso a dirigirse a los cinco recién llegados—, en estos momentos votamos…

—Es responsabilidad mía informar a nuestros hermanos —protestó con vehemencia Makova.

—El patriarca de Coombe se equivoca —señaló el patriarca con calma—. He sido yo quien ha planteado la cuestión a la jerarquía y, por tanto, la responsabilidad es mía.

Explicó sucintamente el procedimiento a seguir a los cinco patriarcas, insistiendo en la gravedad del caso, algo que Makova habría sin duda omitido.

Makova recobro la compostura.

—Está volviendo a contar los votos —murmuró Kalten—. Aún tiene más que nosotros. Ahora todo depende de los neutrales.

La caja negra quedó situada sobre una mesa delante del atril de Makova y los patriarcas desfilaron, depositando una de las balotas en la ranura del arca. Algunos dejaban ver a las claras el color de la pieza que introducían y otros no.

—Yo me encargaré del recuento —declaró Makova.

—No —se opuso de plano Ortzel—, al menos no solo. He sido yo el que ha planteado la cuestión a la jerarquía, y yo os ayudaré.

—Cada vez me gusta más Ortzel —confió Tynian a Ulath.

—Sí —acordó Ulath—. Tal vez lo juzgamos mal.

El semblante de Makova fue ensombreciéndose a medida que él y Ortzel contaban los votos. El recuento prosiguió dominado por un impresionante silencio.

—Ya está —declaró concisamente Ortzel—. Anunciad los totales, Makova.

—El resultado es de sesenta y cuatro sí y cincuenta y seis no —murmuró de forma casi inaudible, dirigiendo una rápida mirada de disculpa a Annias.

—Repetidlo, Makova —instó Ortzel—. Algunos de nuestros hermanos no os han oído. Makova le asestó una mirada cargada de odio y reiteró los resultados en voz más alta.

—¡Los neutrales están con nosotros! —se regocijó Talen—, y le hemos robado tres votos a Annias también.

—Bien —dijo apaciblemente Emban—, me alegra que este asunto quede zanjado. Tenemos muchas cuestiones que dirimir y nuestro tiempo es escaso. ¿Es correcta mi suposición de que es la voluntad de la jerarquía que mandemos llamar de inmediato a los caballeros de la iglesia, así como a los ejércitos de Eosia Occidental, para que acudan en nuestra defensa sin la menor dilación?

—¿Vais a dejar el reino de Arcium a merced de su suerte, Emban? —preguntó Makova.

—¿Qué es realmente lo que amenaza a Arcium en estos momentos, Makova? Todos los eshandistas están acampados fuera de nuestras murallas. ¿Queréis que iniciemos otra votación?

—Fundamento —reclamó Makova, insistiendo en una mayoría de un sesenta por ciento para decidir ese punto.

—Punto de ley —replicó Emban, con una expresión casi beatífica en su gordo rostro. Miró al encargado de las cuestiones jurídicas—. ¿Que dice la ley respecto al fundamento en las presentes circunstancia? —inquirió.

—Con excepción única de la elección de un archiprelado, no se requieren votaciones fundamentales en épocas de crisis de fe Su Ilustrísima —respondió el monje.

—Así me lo parecía. —Emban sonrió—. Y bien, Makova, ¿votamos o no?

—Retiro la cuestión de fundamento —concedió a regañadientes Makova—, pero ¿cómo os proponéis exactamente hacer salir un mensajero de una ciudad sitiada?

—Como sin duda sabrán mis hermanos —tomó la palabra Ortzel volviendo a levantarse—, soy lamorquiano. Allí estamos muy acostumbrados a los asedios. Esta noche he enviado a veinte de mis hombres disfrazados a las afueras de la ciudad e incluso más allá. Están esperando la señal que en estos precisos instantes se eleva en forma de una espiral de humo rojo de la cúpula de esta misma basílica. De ello deduzco que ya están cabalgando a rienda tendida hacia Arcium… Al menos así debería ser, si saben lo que les conviene.

—Va a acabar gustándome. —Kalten sonreía.

—¿Osasteis hacer esto sin el consentimiento de la jerarquía en pleno, Ortzel? —se escandalizó Makova.

—¿Existía alguna duda acerca del resultado de la votación, Makova?

—Empiezo a captar un fuerte olor a confabulación aquí —dijo animadamente Sephrenia.

—Hermanos míos —continuó Emban—, la crisis a la que nos enfrentamos es a todas luces de carácter militar y, salvo contadas excepciones, nosotros no somos militares. ¿Cómo podemos evitar los errores, la confusión, las demoras que eclesiásticos no formados e ignorantes del mundo han de provocar inevitablemente al tratar complejidades que desconocen? La dirección del patriarca de Coombe ha sido ejemplar y estoy seguro de que todos nos unimos unánimemente al expresarle nuestra sentida gratitud, pero, por desgracia, el patriarca de Coombe no está más versado en las artes militares que yo, y lo confesaré sin apuro, hermanos míos: yo soy incapaz de distinguir una espada de otra. —Esbozó una amplia sonrisa—. Como es harto evidente, mi entrenamiento se ha realizado más con utensilios de mesa que con herramientas de guerra. Aceptaría, no obstante, encantado cualquier desafío concerniente a esa área. Mi contrincante y yo podríamos participar alegremente en un duelo a muerte ocupados en degustar un buen buey asado.

La jerarquía rió la broma, lo cual contribuyó a relajar la tensión.

—Necesitamos un militar, hermanos míos —prosiguió Emban—. Ahora necesitamos un general en lugar de un presidente. Contamos en nuestras filas con cuatro generales que son, claro está, los preceptores de las cuatro órdenes.

Se produjo una excitada agitación, pero Emban la contuvo alzando una mano.

—Ahora bien —reanudo su alocución—, ¿nos atrevemos a distraer a uno de estos insuperables genios militares de la vital tarea de defender Chyrellos? Creo que no. ¿Dónde buscaremos pues? —Hizo una pausa—. Debo incumplir una solemne promesa que formulé a uno de mis hermanos —confesó—. Ruego que tanto él como Dios sean capaces de hallar en sus corazones la bondad para perdonarme. Disponemos, de hecho, de un hombre con formación militar entre nosotros, queridos hermanos. En su modestia, él nos había ocultado este hecho, pero una humildad que nos priva de su talento en tiempos de crisis no se corresponde con la virtud. —Su redonda cara adoptó una expresión de sincero pesar—. Perdonadme, Dolmant —dijo—, pero no me da elección. Mi deber para con la Iglesia antecede incluso al dedicado a un amigo.

Dolmant lo miró con gelidez.

—Supongo —confió, suspirando— que, cuando concluya esta reunión, mi querido hermano de Demos me lacerará rigurosamente, pero estoy bien acolchado y las magulladuras no serán tan visibles… espero. En su juventud, el patriarca de Demos fue acólito de la orden pandion y…

Se produjo un súbito parloteo inconexo en la estancia.

—El preceptor Vanion de dicha orden —continuó, elevando la voz, Emban—, que era a su vez novicio por la misma época, me asegura que nuestro santo hermano de Demos era un consumado guerrero y podría fácilmente haber ascendido al rango de preceptor de no haber hallado nuestra Santa Madre otras aplicaciones para sus vastos talentos. —Volvió a guardar silencio—. Loemos a Dios, hermanos míos, porque nunca hubimos de tomar tal decisión. Elegir entre Vanion y Dolmant habría sido posiblemente una tarea que se halla fuera del alcance de nuestra sabiduría conjunta. —Siguió hablando un rato, colmando de alabanzas a Dolmant, y después miró en derredor—. ¿Cuál es nuestra decisión, hermanos? ¿Imploraremos a nuestro hermano de Demos que nos guíe en estos momentos en que estamos amenazados por el más grave peligro?

Makova se quedó mirándolo y abrió la boca un par de veces como si estuviera a punto de hablar, pero en cada ocasión la cerró de golpe.

Sparhawk colocó las manos en el respaldo del banco de delante e, inclinándose, habló en voz queda al anciano monje allí sentado.

—¿Acaso se ha quedado de repente mudo el patriarca Makova, compadre? Habría dicho que a estas alturas ya estaría subiéndose por las paredes.

—En cierto sentido sí se ha quedado mudo, caballero —respondió el monje—. Existe una antigua costumbre, una norma casi podría decirse en la jerarquía, que prohíbe que un patriarca proponga su propia candidatura para cualquier puesto, por más insignificante que éste sea. Se considera como una falta de modestia.

—Loable costumbre, ésa —apreció Sparhawk.

—Yo también lo veo así, caballero. —El monje sonrió—. No sé por qué, Makova suele producirme somnolencia.

—A mí también —confesó Sparhawk, sonriéndole a su vez—. Supongo que ambos deberíamos rezar para fortalecer nuestra paciencia… Un día de éstos.

Makova miró desesperado a su alrededor, pero ninguno de sus amigos se decidió a hablar, bien porque no tuvieran nada que decir en su favor o bien porque previeran el escaso éxito de su propuesta.

—Votemos —propuso de forma un tanto hosca.

—Buena idea, Makova —aceptó, complacido, Emban—. Pongámonos manos a la obra. El tiempo vuela.

En aquella ocasión fueron sesenta y cinco votos favorables a que Dolmant asumiera la presidencia y cincuenta y cinco los contrarios. Otro de los partidarios del primado de Cimmura había cambiado de facción.

—Mi hermano de Demos —dijo Emban a Dolmant cuando se hubo finalizado y anunciado el resultado del recuento—, ¿seríais tan amable de adoptar el puesto de presidente?

Dolmant se adelantó en tanto que Makova recogía malhumoradamente sus papeles y se alejaba con paso majestuoso del atril.

—Me honráis hasta un punto que supera mi capacidad de expresar gratitud, hermanos míos —agradeció Dolmant—. Por ahora, me limitaré a decir gracias de manera que podamos pasar a tratar sin dilación la crisis que nos afecta. Nuestra necesidad más perentoria es una fuerza más numerosa bajo el mando de los caballeros de la Iglesia. ¿Cómo podemos conseguirla?

—La fuerza de que habla nuestro venerado presidente se halla a nuestro alcance, hermanos míos —anunció a la asamblea Emban, que ni se había molestado en sentarse—. Cada uno de nosotros tiene un destacamento de soldados eclesiásticos a su disposición. En vista de la vicisitud actual, propongo que de inmediato transfiramos el control de dichas tropas a las órdenes militantes.

—¿Nos despojaréis de nuestra única protección, Emban? —protestó Makova.

—La salvaguarda de nuestra Sagrada Ciudad es mucho más importante, Makova —replicó Emban—. ¿Dirá la historia de nosotros que fuimos tan cobardes que negamos nuestra ayuda a nuestra Santa Madre en su hora de congoja movidos por la timidez y una timorata preocupación por nuestro propio pellejo? Quiera Dios que tan medroso tipo de persona no nos contamine con su presencia. ¿Qué responde la jerarquía? ¿Haremos este insignificante sacrificio en beneficio de la Iglesia?

El rumor de asentimientos tuvo una ligera nota de aflicción en ciertas alas.

—¿Desea algún patriarca solicitar una votación al respecto? —inquirió Dolmant con fría corrección, paseando la mirada por las ahora silenciosas gradas—. En ese caso, que el secretario deje constancia de que la propuesta del patriarca de Usara ha sido aceptada por aclamación unánime. Los escribanos redactarán después documentos pertinentes que habrá de firmar cada uno de los miembros de la jerarquía, transfiriendo el mando de su destacamento individual de soldados eclesiásticos a las órdenes militantes para que éstas organicen la defensa de la ciudad. —Hizo una pausa—. ¿Quiere alguien hacerme el favor de solicitar al comandante de la guardia personal del archiprelado que se presente ante la jerarquía?

Un sacerdote se deslizó por la puerta y poco después entró un musculoso oficial pelirrojo, con un bruñido peto y armado con un escudo repujado y una anticuada espada corta. Su expresión mostraba a las claras que estaba al corriente de la llegada del ejército.

—Una pregunta, coronel —le dijo Dolmant—. Mis hermanos me han pedido que presida sus deliberaciones. En ausencia de un archiprelado, ¿hablo yo en su lugar?

—Así es, Su Ilustrísima —admitió el coronel tras reflexionar un momento, evidenciando cierta complacencia.

—Esto es inaudito —protestó Makova, sin duda reconcomido por no haber sacado ventaja de aquella escondida norma durante su propia presidencia.

—También lo es la situación, Makova —le hizo ver Dolmant—. En la historia de la Iglesia únicamente se ha declarado cinco veces una crisis de fe, y, en cada uno de dichos períodos, un vigoroso archiprelado ocupaba el trono que tan tristemente se alza vacío ante nosotros. Afrontados a circunstancias tan extraordinarias, debemos improvisar. Esto es lo que vamos a hacer, coronel. Todos los patriarcas van a firmar un documento cediendo el mando de sus destacamentos individuales a los caballeros de la Iglesia. Para ahorrar tiempo e innecesarias discusiones, en cuanto dichos documentos estén firmados, vos y vuestros hombres escoltaréis a cada uno de los patriarcas hasta los cuarteles de sus diversas fuerzas, donde cada cual confirmará en persona su orden escrita. —Se volvió entonces hacia los preceptores—. Lord Abriel —dijo—, ¿asignaréis vos y vuestros compañeros preceptores caballeros para que tomen a su cargo a los soldados y los reúnan en un lugar de vuestra elección? Nuestro despliegue debe ser rápido y decidido.

—Lo haremos de buen grado, Su Ilustrísima —aceptó, poniéndose en pie, Abriel.

—Gracias, mi señor Abriel —correspondió Dolmant antes de volver la mirada a las filas de la jerarquía, que se levantaban grada a grada, sobre el—. Hemos hecho lo que estaba en nuestras manos, hermanos míos —aseveró—. Ahora parece lo más apropiado que procedamos de inmediato a traspasar nuestros soldados a los caballeros de la Iglesia y pues tal vez podamos dedicarnos a buscar consejo en Dios. Quizás él en su infinita sabiduría, nos sugiera otras medidas que podamos adoptar para defender su amada Iglesia. Por lo tanto, sin objeción, la jerarquía suspende sus reuniones hasta que el tiempo de crisis haya pasado.

—Brillante —se admiró Bevier—. En una serie de golpes magistrales han arrebatado el control de la jerarquía a Annias, le han despojado de sus soldados e impedido la celebración de ulteriores votaciones mientras nosotros no estemos aquí para detenerlos.

—Es una lástima que haya terminado tan deprisa —se lamentó Talen—. Tal como están las cosas, sólo necesitamos un voto más para elegir nuestro propio archiprelado.

Sparhawk sentía un inmenso regocijo cuando, en compañía de sus amigos, se sumó a la multitud que se aglomeraba en la puerta de la sala de audiencia. Aun cuando Martel siguiera representando una grave amenaza para la Ciudad Sagrada, habían logrado sustraer el control de la jerarquía a Annias y sus secuaces, y la debilidad de su dominio sobre sus votos había quedado patente con la defección de cuatro de sus patriarcas sobornados. Mientras se disponía a alejarse a paso lento de la estancia, volvió a notar aquella sensación de abrumadora aprensión que ya le era familiar. Se volvió a medias y, aquella vez, incluso la vio parcialmente. La sombra se encontraba detrás del trono del archiprelado, dando la impresión de ondular mansamente en la penumbra. Sparhawk se llevó la mano a la pechera de la sobreveste para asegurarse de que el Bhelliom seguía en su sitio. La joya estaba segura, y sabía que el cordel de la bolsa ceñía con fuerza su embocadura. Su razonamiento había resultado, al parecer, algo erróneo. La sombra podía aparecer independientemente del Bhelliom. Se hallaba incluso allá adentro, en el edificio más sagrado de la fe elenia. Había pensado que, de todos los lugares, en aquél se vería libre de ella, pero no era así. Turbado, continuó saliendo con sus amigos de la sala que ahora se le antojaba oscura y helada.

El atentado contra la vida de Sparhawk se produjo casi inmediatamente después de ver la sombra. Un monje con la cara tapada por la capucha, uno de tantos entre la muchedumbre agolpada en la puerta, se volvió de improviso e impulsó una pequeña daga directamente a la cara del alto pandion, que no protegía entonces la visera. Fue sólo gracias a sus reflejos bien entrenados que salió con vida de aquélla. Sin pensarlo, detuvo el ímpetu de la mano que empuñaba la daga con su antebrazo acorazado y luego aferró al monje, el cual, con un grito de desesperación, se clavó la reducida arma en su propio costado. Luego se puso rígido, y Sparhawk notó el violento estremecimiento que le recorrió el cuerpo. El clérigo perdió toda expresión en el semblante y se vino abajo desmadejado.

—¡Kalten! —susurró Sparhawk a su amigo—. ¡Échame una mano! Mantenlo en pie.

Kalten se apresuró a colocarse al otro lado del cadáver del monje y lo tomó del brazo.

—¿No se encuentra bien nuestro hermano? —les preguntó otro eclesiástico cuando trasponían el umbral.

—Se ha desmayado —repuso Kalten con desenvoltura—. Hay personas que no soportan las multitudes. Mi amigo y yo vamos a llevarlo alguna habitación apartada para que recobre el aliento.

—Muy hábil —lo halagó Sparhawk.

—¿Ves, Sparhawk? Puedo pensar yo sólito. —Kalten señaló con la cabeza la puerta de una antesala próxima—. Llevémoslo allí y examinémoslo.

Arrastraron al muerto hasta allí y cerraron la puerta tras ellos. Kalten le arrancó la daga del costado.

—No es un arma muy penetrante —observó con desdén.

—Era suficiente —gruñó Sparhawk—. Un simple rasguño con ella lo ha dejado tieso como una tabla.

—¿Veneno? —apuntó Kalten.

—Probablemente…, a menos que el espectáculo de su propia sangre haya podido con él. Observémoslo. —Sparhawk se inclinó y abrió el hábito del monje.

El «monje» era un rendoreño.

—¿No es interesante? —ironizó Kalten—. Parece que ese ballestero que ha estado intentando matarte ha comenzado a solicitar ayuda.

—Quizás éste es el ballestero.

—De ningún modo, Sparhawk. El ballestero ha estado ocultándose entre el populacho y cualquiera que tenga un mínimo de cerebro reconocería a un rendoreño. No habría podido confundirse tranquilamente entre la multitud.

—Sin duda tienes razón. Dame la daga. Se la enseñaré a Sephrenia.

—Martel no quiere realmente enfrentarse a ti, ¿no es cierto?

—¿Qué te hace pensar que Martel está detrás de esto?

—¿Qué te hace pensar lo contrario? ¿Qué hacemos con esto? —Kalten señaló al cadáver tendido en el suelo.

—Dejarlo. Los vigilantes de la basílica acabarán por dar con él y se ocuparán de disponer de él en nuestro lugar.

Muchos de los soldados eclesiásticos presentaron su dimisión al enterarse de que eran transferidos bajo el mando de los caballeros de la Iglesia. Al menos así lo hicieron los oficiales, ya que los soldados rasos no tienen la posibilidad de renunciar a su condición. Dichas dimisiones fueron, no obstante, desestimadas, pero los caballeros tampoco pasaron por alto los sentimientos de los diversos coroneles, capitanes y tenientes que sentían intensa congoja moral por tener que seguir al frente de sus fuerzas en tales circunstancias, por lo que de buen grado despojaron a los oficiales de su rango y los enrolaron como soldados rasos. Después hicieron marchar a las tropas de rojas túnicas hacia la gran plaza de delante de la basílica para preparar su despliegue por las murallas y las puertas de la ciudad interior.

—¿Habéis tenido algún problema? —preguntó Ulath a Tynian cuando, conduciendo cada uno un importante destacamento de soldados, se encontraron en un cruce de calles.

—Algunas dimisiones, nada más. —Tynian se encogió de hombros—. La oficialidad de esta partida se compone de nuevos miembros.

—La mía también —replicó Ulath—. Un montón de sargentos ostentan el mando ahora.

—Me he topado con Bevier hace poco —comentó Tynian mientras cabalgaban hacia la puerta principal de la ciudad interior—. Parece, no sé por qué, que él no tiene ese problema.

—El motivo debería ser bastante evidente, Tynian. —Ulath esbozó una mueca—. Se ha propagado la noticia de lo que le hizo al capitán que trató de impedirnos la entrada a la basílica. —Ulath se quitó el yelmo coronado de cuernos de ogro y se rascó la cabeza—. Creo que fue la plegaria que dirigió después lo que heló la sangre a la mayoría. Una cosa es descabezar a un hombre en el transcurso de una discusión, pero rogar luego por su alma produce misteriosamente un efecto inquietante en casi toda la gente.

—Debe de ser eso —convino Tynian. Volvió la mirada hacia los soldados que, llenos de desconsuelo, se rezagaban de camino a lo que sería probablemente escenario de combates reales. Los soldados de la Iglesia, que en su mayoría no se alistaban para luchar, consideraban la inminente prueba con una gran falta de entusiasmo—. Caballeros, caballeros —los regañó Tynian—, esto no puede ser. Debéis, como mínimo, «parecer» soldados. Hacedme el favor de enderezar esas filas e intentad marcar el paso. Después de todo, tenemos que mantener la reputación. —Calló un momento—. ¿Y qué os parece una canción, caballeros? —sugirió—. A la gente siempre le infunde coraje que los soldados marchen cantando a la guerra. Es una demostración de bravura, en fin de cuentas, que evidencia el desprecio de un hombre por la muerte y el desmembramiento.

El canto que se elevó de entre las filas era débil al principio, ante lo cual Tynian insistió en que volvieran a empezar, varias veces, hasta que los gritos vociferados a pleno pulmón por la columna satisficieron sus ganas de exhibición de entusiasmo militar.

—Sois un tipo cruel, Tynian —señaló Ulath.

—Lo sé —acordó Tynian.

Sephrenia reaccionó casi con indiferencia al enterarse del fallido ataque llevado a cabo por el rendoreño disfrazado.

—¿Estáis seguro de que habéis visto la sombra detrás del trono del archiprelado antes del atentado? —preguntó a Sparhawk.

Éste asintió con la cabeza.

—Parece que nuestra hipótesis sigue siendo válida —observó casi con satisfacción. Miró la pequeña daga impregnada de veneno que se hallaba en la mesa frente a ellos—. No es el arma más adecuada para emplear contra un hombre que lleva armadura —indicó.

—Un rasguño habría bastado, pequeña madre.

—¿Cómo habría podido arañaros con ella cuando estabais envuelto en acero?

—Trató de apuñalarme la cara, Sephrenia.

—Entonces mantened la visera bajada.

—¿No voy a parecer ridículo?

—¿Qué preferís? ¿Ridículo o muerto? ¿Ha presenciado el atentado alguno de nuestros amigos?

—Kalten… o cuando menos ha tenido constancia de lo ocurrido.

—Es una pena —comentó, frunciendo el entrecejo, la estiria—. Sé que confiabais en mantener esto entre nosotros, al menos hasta saber qué sucede.

—Kalten sabe que alguien ha estado intentando matarme. Todos lo saben, a decir verdad. Piensan que se trata de Martel, que está tendiéndome sus habituales trampas.

—En ese caso dejemos que sigan creyéndolo.

—Se han producido algunas deserciones, mi señor —informó Kalten a Vanion cuando el grupo se reunió en las escalinatas de la basílica—. No ha habido forma de impedir que la noticia de lo que estábamos haciendo llegara a los cuarteles más alejados.

—Era de esperar —se conformó Vanion—. ¿Ha ido alguien a observar por la muralla exterior lo que hace Martel?

—Berit ha estado vigilando, mi señor —respondió Kalten—. Ese muchacho será un pandion terriblemente bueno. Deberíamos intentar mantenerlo vivo en la medida de lo posible. Volviendo al tema, ha informado que Martel casi ha concluido su despliegue. Probablemente a estas alturas ya podría dar la orden de atacar la ciudad. Realmente me sorprende que no lo haya hecho aún. Estoy seguro de que algunos de los sectarios de Annias han llegado hasta donde se encuentra para ponerlo al corriente de lo ocurrido en la basílica esta mañana. Cada momento que deja transcurrir representa para nosotros un tiempo adicional para prepararle el recibimiento.

—La codicia, Kalten —le hizo ver Sparhawk a su amigo—. Martel es tan codicioso que no puede creer que su avaricia no sea universal. Prevé que trataremos de defender la totalidad de Chyrellos, y quiere darnos tiempo para que nos dispersemos de tal modo que a él le baste con pasar por encima de nosotros. Jamás sería capaz de llegar a pensar que vamos a abandonar la ciudad exterior para concentrarnos en el recinto interior.

—Sospecho que muchos de mis colegas patriarcas participan de la misma visión —confió Emban—. La votación habría sido mucho más difícil de ganar si muchos de los que poseen palacios en la ciudad de afuera hubieran sabido que nos proponíamos abandonar sus casas a Martel.

Komier y Ulath ascendieron por los escalones de mármol para reunirse con ellos.

—Vamos a tener que demoler algunas de las casas próximas a las murallas —indicó Komier—. Los que están apostados al norte de la ciudad son lamorquianos y por lo tanto utilizan ballestas. No nos conviene tener cerca ningún tejado desde el que puedan disparar. —El preceptor genidio hizo una pausa—. No tengo gran experiencia en sitios —admitió—. ¿Qué clase de artefactos deberá emplear ese Martel para asediarnos?

—Arietes —repuso Abriel—, catapultas, torres de asalto.

—¿Qué es una torre de asalto?

—Es una especie de construcción elevada que hacen avanzar sobre ruedas hasta situarla contra la muralla. Después los soldados salen de ella e irrumpen en medio de nosotros. Es una forma de reducir las bajas que se producirían de usar escaleras de cuerda.

—Dejaremos los escombros de las casas que derribemos esparcidos sobre el pavimento, pues. Las ruedas no giran muy bien sobre pilas de materiales de construcción.

Berit llegó al galope y se abrió paso entre las filas de soldados eclesiásticos concentrados en la plaza de la basílica.

—Mis señores —dijo algo falto de aliento, después de saltar del caballo y subir corriendo las escaleras—, los hombres de Martel están comenzando a ensamblar los ingenios de asedio.

—¿Me hará alguien el favor de explicarme esto? —solicitó Komier.

—Las máquinas se transportan en piezas, Komier —le informó Abriel—. Cuando se llega al lugar donde se va a combatir, se deben montar.

—¿Cuánto se tarda? Los arcianos sois los expertos en castillos y sitios.

—Unas cuantas horas, Komier. Los maganeles llevarán más tiempo, ya que habrá de construirlos aquí.

—¿Qué es un maganel?

—Una especie de catapulta de gran tamaño, demasiado grande para transportar… incluso desarmada. Se utilizan árboles enteros en su construcción.

—¿Qué volumen de rocas puede arrojar?

—De media tonelada aproximadamente.

—Las murallas no resistirán demasiados proyectiles de ese calibre.

—Ésa es la intención, creo. No obstante, al principio pondrá en juego las catapultas normales porque le costará como mínimo una semana construir los maganeles.

—Supongo que hasta entonces las catapultas, arietes y torres nos mantendrán ocupados —constató agriamente Komier—. Detesto los asedios. —Entonces se encogió de hombros—. Será mejor que nos pongamos manos a la obra. —Miró desdeñosamente a los soldados eclesiásticos—. Veamos cómo se aplican al trabajo estos entusiastas voluntarios derribando casas y desperdigando piedras por las calles.

No mucho después de que hubiera oscurecido, algunos de los exploradores de Martel descubrieron que las murallas exteriores estaban desguarnecidas. Algunos de ellos, los más estúpidos, regresaron para informar de ello. La mayoría, no obstante, se convirtió en vanguardia de los saqueadores. Poco menos una hora antes de medianoche, Berit despertó a Sparhawk y Kalten para anunciarles que había tropas en la ciudad exterior y después se volvió para irse.

—¿Adonde vais? —le preguntó Sparhawk.

—Vuelvo allá afuera, sir Sparhawk.

—De ningún modo. Ahora os quedáis dentro de las murallas interiores. No quiero que os maten.

—Alguien debe mantener la vigilancia, sir Sparhawk —objeto Berit.

—Hay una linterna encima de la cúpula de la basílica —le dijo Sparhawk—. Id a buscar a Kurik y subid los dos allí para observar el desarrollo de los acontecimientos.

—De acuerdo, sir Sparhawk —acató Berit con un asomo de malhumor en la voz.

—Berit —le llamó la atención Kalten mientras se ponía la cota de mallas.

—¿Sí, sir Kalten?

—No tiene por qué gustaros. Simplemente debéis hacerlo.

Sparhawk y los demás recorrieron las angostas y antiguas callejas de la ciudad interior y subieron a las almenas. En las calles de la parte nueva de la población se veía el balanceo de las antorchas de los mercenarios que corrían de una casa a otra, robando cuanto podían. De vez en cuando se oía el grito de una mujer, claro indicio de que el saqueo no era lo único que atraía a las fuerzas atacantes. Una multitud de aterrorizados ciudadanos chillaba delante de las puertas, ya cerradas, de la ciudad vieja, implorando que les abrieran, pero las puertas permanecieron inmóviles frente a ellos.

Un patriarca algo delicado con voluminosas ojeras bajo los ojos llegó corriendo por las escaleras de la muralla.

—¿Qué estáis haciendo? —casi chilló a Dolmant—. ¿Por qué no están estos soldados afuera defendiendo la ciudad?

—Es una decisión militar, Cholda —le respondió con calma Dolmant—, no disponemos de suficientes hombres para defender todo Chyrellos. Hemos tenido que replegarnos al interior de las murallas de la antigua ciudad.

—¿Estáis loco? ¡Mi casa está allí!

—Lo siento, Cholda —repuso Dolmant—, pero no hay nada que hacer.

—¡Pero yo os voté a vos!

—Os estoy muy reconocido.

—¡Mi casa! ¡Mis cosas! ¡Mis tesoros! —El patriarca Cholda de Mirishum se retorcía las manos—. ¡Mi hermosa casa! ¡Todo mi mobiliario, Dios mío!

—Id a refugiaros a la basílica, Cholda —le aconsejó fríamente Dolmant—. Rogad para que vuestro sacrificio sea bien aceptado por Dios.

El patriarca de Mirishum se volvió y bajó tambaleante las escaleras, llorando amargamente.

—Me parece que acabáis de perder un voto, Dolmant —señaló Emban.

—La votación ha concluido, Emban, y estoy seguro de que de toda formas podría seguir viviendo sin ese voto en concreto.

—Yo no lo estoy tanto —se mostró en desacuerdo Emban—. Todavía nos falta una balota. Es muy importante, y es posible que vayamos a necesitar a Cholda antes de que todo haya terminado.

—Ya han empezado —anunció con tristeza Tynian.

—¿El qué? —le preguntó Kalten.

—Los incendios —repuso Tynian, señalando un pilar de anaranjadas llamas y negro humo que se elevaba por el tejado de una casa—. Por lo visto, los soldados siempre padecen algún descuido con las antorchas cuando saquean por la noche.

—¿Hay algo que podamos hacer? —inquirió vivamente Bevier.

—Nada, me temo —contestó Tynian—, salvo tal vez rogar para que llueva.

—No es la estación apropiada —observó Ulath.

—Lo sé —suspiró Tynian.