La voz del patriarca Makova continuó sonando, monótona, mientras la luz del sol de la mañana se filtraba en la sala de audiencia por las vidrieras triangulares emplomadas, de una mano de grosor, que componían una gran ventana redonda en lo alto de la pared situada detrás del tapado trono del archiprelado. Las motas de polvo flotaban doradas por el resplandor de la mañana, marcando el alargado contorno de cada perfecto triángulo en el inmóvil y apacible aire. Makova habló un buen rato de los horrores de la guerra zemoquiana acaecida cinco siglos antes y después se enzarzó en un detallado análisis de los errores tácticos cometidos por la Iglesia durante aquel período de agitación.
Sparhawk envió una breve nota a Dolmant, Emban y los preceptores para informarles de la proximidad de los ejércitos.
—¿Defenderán los soldados eclesiásticos Chyrellos? —susurró Bevier.
—Creo que lo mejor que podemos esperar es algún tipo de resistencia simbólica —repuso Sparhawk.
—¿Qué es lo que retiene a Wargun? —preguntó Kalten a Ulath.
—No sabría decirlo.
—¿No sería éste un buen momento para presentar disculpas y marcharnos discretamente? —sugirió Tynian—. Makova no nos está revelando nada que no sepamos ya.
—Veamos primero qué dice Dolmant —propuso Sparhawk—. No quiero darle a Annias ninguna pista acerca de lo que vamos a hacer. Ahora sabemos por qué se andaba con rodeos, pero nos conviene observar lo que hará después. Como de todas formas Martel va a tardar en desplegar sus fuerzas, nos queda tiempo todavía.
—No mucho —murmuró Tynian.
—El procedimiento defensivo habitual en tales circunstancias es demoler los puentes —aconsejó Bevier—. Eso retrasaría la entrada de los ejércitos.
—Hay diez puentes distintos que cruzan los dos ríos, Bevier —observó Sparhawk—, y nosotros sólo disponemos de cuatrocientos caballeros. Me parece que no es pertinente arriesgar a esos hombres únicamente para obtener una demora de unas horas.
—Por no mencionar el hecho de que los lamorquianos que vienen del norte no tendrán que atravesar ningún río —añadió Tynian.
La puerta de la ornada sala de audiencia se abrió, dando paso a un excitado monje que se dirigió, presuroso, al atril, provocando con el traqueteo de sus sandalias sobre el pulido suelo de mármol un revuelo en las iluminadas motas de polvo suspendidas en los soleados triángulos. El recién llegado realizó una profunda reverencia y entregó a Makova un pliego de papel.
Makova leyó rápidamente el mensaje, y una fina sonrisa triunfal se asentó en su cara marcada por la viruela.
—Acabo de recibir información de importancia, hermanos míos —anunció—. Dos numerosos grupos de peregrinos están aproximándose a Chyrellos. Siendo como soy consciente de que muchos de nosotros nos hallamos alejados del mundo y abstraídos de los acontecimientos presentes, me consta, con todo, que nadie ignora que son muchas las tensiones que sacuden Eosia en estos tiempos. ¿No sería pertinente que aplazáramos la sesión de forma que podamos valernos de los recursos de que disponemos para reunir información sobre esos hombres y así poder valorar mejor la situación? —Miró en derredor—. Sin objeción, se ordena que así sea. La jerarquía se retira hasta mañana por la mañana.
—Peregrinos —bufó desdeñosamente Ulath al tiempo que se ponía en pie.
Sparhawk, no obstante, se quedó sentado mirando fijamente al frente, al primado de Cimmura, que le correspondió la mirada con una tenue sonrisa en el semblante.
Vanion, que se había levantado junto con los otros patriarcas, alzo la vista hacia Sparhawk y efectuó un seco gesto antes de encaminarse a la puerta.
—Salgamos de aquí —murmuro Sparhawk a sus amigos entre el ruido de las excitadas conversaciones que resonaban en la sala. Los patriarcas de negras túnicas se dirigían en hilera hacia la puerta, con lentitud obligada a causa de los corros que se habían formado. Sparhawk condujo a sus amigos a la escalera y luego al piso de mármol de la sala de audiencia. El alto pandion reprimió el impaciente impulso de propinar codazos a su paso a determinados clérigos.
Encontró a Annias cerca de la puerta.
—Ah, heos aquí Sparhawk —dijo el delgado primado de ceniciento rostro con una casi imperceptible sonrisa maliciosa—. ¿Os proponéis visitar las murallas de la ciudad para observar cómo se aproximan las multitudes de fieles?
—Una idea interesante, compadre —respondió Sparhawk con voz cansina que rayaba en el insulto, refrenando con mano dura su mal genio—, pero he pensado que en vez de ello podría irme a comer. ¿Querríais acompañarme, Annias? Sephrenia está asando una cabra, me parece. La cabra asada espesa la sangre, dicen, y vos tenéis un aspecto algo desvaído últimamente, si me perdonáis la indiscreción.
—Sois muy amable al invitarme, Sparhawk, pero tengo otro compromiso ineludible. Asuntos eclesiásticos, ya sabéis.
—Por supuesto. Oh, por cierto, Annias, cuando habléis con Martel, dadle recuerdos de mi parte. Decidle lo ansioso que estoy por reemprender la conversación que iniciamos en Dabour.
—No dudéis que se lo comunicaré, caballero. Ahora, si me excusáis. —La cara del primado expresaba un indicio de preocupación cuando se volvió para trasponer el espacioso umbral.
—¿De qué se trataba todo eso? —preguntó Tynian.
—Tendríais que conocer un poco mejor a Sparhawk —le dijo Kalten—. Hubiera muerto antes que proporcionarle a Annias la más ligera satisfacción en ese punto. Ni siquiera pestañeó cuando le rompí la nariz. Me dirigió simplemente una amistosa sonrisa y luego me dio una patada en el estómago.
—¿Y vos pestañeasteis?
—No, en realidad estaba demasiado ocupado tratando de recobrar el aliento. ¿Adonde vamos, Sparhawk?
—Vanion quiere hablar con nosotros.
Los preceptores de las órdenes militantes, acompañados del patriarca Emban de Usara, conversaban en ambiente tenso justo al lado de la gran puerta.
—Creo que nuestro principal motivo de preocupación es por el momento el estado de las puertas de la ciudad —opinaba el preceptor Abriel, cuya bruñida armadura y resplandecientes sobreveste y capa blancas le conferían una engañosa apariencia beatífica que en aquellos instantes no se correspondía en nada con la realidad.
—¿Creéis que podemos contar con los soldados eclesiásticos? —inquirió el comendador de capa azul Darellon, un delgado hombre que no parecía lo bastante robusto para sostener la carga de su pesada armadura deirana—. Podrían cuando menos demoler los puentes.
—Yo no lo recomendaría —se mostró en franco desacuerdo Emban—. Ellos cumplen órdenes de Annias, y no es factible que éste coloque ningún impedimento en el camino de ese Martel. Sparhawk, ¿qué es exactamente lo que nos aguarda allá fuera?
—Explicádselo, Berit —indicó Sparhawk al flaco novicio—. Vos sois quien los ha visto realmente.
—Sí, mi señor —acordó Berit—. Tenemos lamorquianos que bajan del norte, Su Ilustrísima —les informó—, y cammorianos y rendoreños procedentes del sur. Ninguno de los dos ejércitos es importante, pero, combinados, podrían suponer una seria amenaza para la Ciudad Sagrada.
—Ese ejército del sur —indicó Emban—, ¿cómo está desplegado?
—Los cammorianos van en vanguardia, Su Ilustrísima, y cubriendo los flancos. Los rendoreños se encuentran en el centro y en la retaguardia.
—¿Llevan sus tradicionales ropajes negros rendoreños? —urgió Emban, con mirada intensa.
—Es bastante difícil precisarlo, Su Ilustrísima —respondió Berit—. Están al otro lado de los ríos, y hay mucho polvo allí. Pero parecía que iban vestidos de manera distinta de los cammorianos. Eso es todo cuanto puedo afirmar.
—Comprendo. Vanion, ¿es este joven digno de confianza?
—Es muy bueno, Su Ilustrísima —respondió Sparhawk en lugar de su preceptor—. Tenemos puestas grandes expectativas en él.
—Estupendo ¿Podéis prestármelo? Y me parece que también me quedaré con vuestro escudero Kurik. Necesito algo que quiero que me traigan.
—Desde luego, Su Ilustrísima —accedió Sparhawk—. Id con él, Berit. Kurik está en el castillo. Podéis recogerlo allí.
Emban se alejó andando como un pato seguido de cerca por Berit.
—Será mejor que nos separemos —sugirió el preceptor Komier—. Vayamos a echar una mirada a esas puertas. Ulath, venid conmigo.
—Sí, mi señor.
—Sparhawk —dijo Vanion—, vos vendréis conmigo. Kalten, quiero que permanezcáis cerca del patriarca Dolmant. Annias podría aprovechar la confusión, y Dolmant es el que le da más quebraderos de cabeza. Haced lo posible por mantener a Su Ilustrísima dentro de la basílica, donde está algo más seguro. —Vanion se caló el empenachado yelmo y se volvió con un revuelo de su negra capa.
—¿Adonde nos dirigimos, mi señor? —preguntó Sparhawk cuando salieron de la basílica y bajaron las escalinatas que desembocaban en el gran patio de abajo.
—Iremos a la puerta sur —le confió, ceñudo, Vanion—. Quiero ponerle el ojo encima a Martel.
—De acuerdo —convino Sparhawk—. Sería la última persona que fuera a veniros con la cantilena de «ya os lo había advertido yo», Vanion, pero lo hice. Yo quería matar a Martel de buen principio.
—No me atosiguéis, Sparhawk —espetó con tirantez Vanion al tiempo que montaba a caballo con firme determinación en el semblante—. La situación ha cambiado, empero. Ahora tenéis mi permiso.
—Es un poco tarde —murmuró Sparhawk, subiendo a lomos de Faran.
—¿Decíais?
—Nada, mi señor.
La puerta sur de la ciudad de Chyrellos, que no se había cerrado en el transcurso de dos siglos, presentaba un estado manifiestamente lamentable, con señales de podredumbre en la mayoría de las vigas y una gruesa capa de herrumbre en las pesadas cadenas que la ponían en funcionamiento. Vanion la observó un instante y se estremeció.
—Totalmente indefendible —dictaminó, gruñendo—. Podría derribarla de un puntapié yo solo. Subamos a las almenas, Sparhawk. Quiero ver esos ejércitos.
Los adarves de las murallas de la ciudad estaban repletos de ciudadanos, artesanos, mercaderes y obreros. Flotaba un aire casi festivo entre la abigarrada multitud que se arremolinaba allí, contemplando con asombro las huestes próximas.
—Vigilad a quién dais codazos —espetó beligerantemente un menestral a Sparhawk—. Tenemos derecho a mirar, lo mismo que vos. —Apestaba a cerveza barata.
—Idos a otro sitio a mirar, compadre —le aconsejó Sparhawk.
—No podéis ordenarme que me vaya. Tengo mis derechos.
—Queréis mirar, ¿no?
—Para eso he venido.
Sparhawk lo agarró por la pechera de su sayal de lona, lo levantó por encima del borde de la muralla y lo dejó caer. El muro tenía unos cinco metros de altura, y el borracho trabajador quedó sin resuello al chocar contra el suelo.
—El ejército avanza por ese lado, compadre —le informó solícitamente Sparhawk, asomándose por el parapeto y señalando hacia el sur—. ¿Por qué no vais por ahí y lo miráis más de cerca…, y así ejercitáis vuestros derechos?
—Podéis ser muy exasperante cuando os lo proponéis, Sparhawk —regañó Vanion a su amigo.
—No me ha gustado su actitud —gruñó Sparhawk—. Compadres —reto entonces a los individuos apiñados a su alrededor—, ¿querría alguien más reafirmar sus derechos? —Lanzó una ojeada por encima de la muralla y vio al ebrio menestral que avanzaba penosamente hacia la cuestionable seguridad de la ciudad, cojeando y chillando incoherentemente.
Al instante se abrió junto a las almenas un hueco para los dos pandion. Vanion escrutó la hueste de cammorianos y rendoreños.
—Es más o menos lo que esperaba —dijo a Sparhawk—. El grueso de las fuerzas de Martel todavía marcha en retaguardia y están apelotonándose detrás de los puentes. —Apuntó a la vasta nube de polvo que se elevaba al sur a lo largo de varios kilómetros—. No podrá hacer llegar a esos hombres aquí hasta que casi haya oscurecido. Dudo que su despliegue haya concluido antes de mañana al mediodía. Eso nos proporciona algo de tiempo. Bajemos.
Sparhawk se giraba para seguir a su preceptor, pero entonces se detuvo y se volvió de nuevo. Un recargado carruaje con el emblema de la Iglesia prominentemente grabado en relieve acababa de salir por la puerta sur. El monje que lo conducía tenía un porte sospechosamente familiar. Justo antes de que el vehículo virara hacia el oeste, un hombre barbudo vestido con la sotana de un patriarca se asomó brevemente por la ventana. Dado que la carroza no se encontraba a más de treinta metros de distancia, Sparhawk identificó sin dificultad al supuesto clérigo.
Era Kurik.
Sparhawk profirió una sarta de juramentos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Vanion.
—Voy a sostener una larga conversación con el patriarca Emban —garantizó Sparhawk—. Son Kurik y Berit los que viajan en aquel carruaje.
—¿Estáis seguro?
—Reconocería a Kurik a cien metros en una noche sin luna. Emban no tenía derecho a exponerlos de ese modo al peligro.
—Es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Vamos, Sparhawk. Quiero ir a hablar con Martel.
—¿Martel?
—Quizá con la sorpresa podamos sonsacarle alguna respuesta. ¿Creéis que es lo bastante arrogante como para hacer honor a una bandera de tregua… sólo para demostrar la ventaja de que ahora, dispone?
Sparhawk asintió lentamente.
—Es probable. El ego de Martel es una gran herida abierta. Lo haría todo por mostrarse honorable aunque tuviera que caminar en medio del fuego.
—Coincidimos en nuestra apreciación. Vayamos a comprobar si estamos en lo cierto, pero no os arrebatéis tanto intercambiando insultos con él como para olvidar mantener los ojos bien abiertos, Sparhawk. Lo que en realidad nos interesa es observar más de cerca su ejército. Quiero saber si se trata de escoria que ha contratado en las ferias rurales y tabernas de los caminos o de algo más serio.
Una sábana requisada —que Vanion se ofreció a pagar al asustado posadero mientras Sparhawk la arrancaba de una cama de las habitaciones del piso de arriba— les sirvió como bandera de tregua. Esta se ahuecaba y agitaba con aceptable donaire, sujeta a la lanza de Sparhawk, cuando los dos caballeros de negra armadura salieron con retumbar de cascos por la puerta sur en dirección al ejército. Cabalgaron hasta la cumbre de una colina y allí se detuvieron. Sparhawk hizo girar un tanto a Faran para que la brisa azotara su improvisada bandera y la hiciera visible a todos. A pesar de hallarse a cierta distancia de la vanguardia de las fuerzas de Martel, Sparhawk oyó distantes gritos y órdenes. Las huestes ondularon gradualmente hasta pararse y, poco después, Martel salió destacado de entre sus tropas, acompañado por uno de sus soldados. Él empuñaba también una lanza en la que ondeaba una capa blanca que guardaba un sospechoso parecido con la de un caballero cirínico.
—Me pregunto —musitó Sparhawk, escudriñándolo con la mirada— si podría persuadir al Bhelliom, que rescató a Ehlana de las garras de la muerte, para que hiciera lo mismo con Martel.
—¿Y por qué habríais de hacerlo?
—Para poder volver a matarlo, mi señor. Podría pasarme toda la vida matándolo una y otra vez sólo con que alguien me animara a hacerlo.
Vanion le asestó una muy severa mirada, pero no dijo nada.
Martel llevaba una lujosa armadura de coraza y hombreras con incrustaciones de oro y plata y acero imponentemente bruñido. Parecía de forja deirana y era mucho más elegante que el funcional recubrimiento metálico de los caballeros de la Iglesia. Cuando se encontró a pocos metros de Sparhawk y Vanion, hincó la lanza en el suelo y, quitándose el ornado yelmo con penacho blanco, dejó ondear su blanco pelo al compás de la agitada brisa.
—Mi señor —dijo con exagerada cortesía, inclinando la cabeza ante Vanion.
Con expresión gélida, Vanion rehusó dirigir la palabra al caballero que había expulsado de la orden pandion e indicó a Sparhawk que lo hiciera por él.
—Ah —exclamó Martel en un tono que hubiera podido ser de genuino pesar—. Esperaba un mejor comportamiento de vos, Vanion. Oh, bueno, hablaré con Sparhawk entonces. Escuchad a vuestro antojo, si os apetece.
Sparhawk hundió a su vez la lanza en la tierra y quitándose, asimismo, el yelmo, espoleó a Faran para que se adelantara.
—Tenéis buen aspecto, viejo amigo —apreció Martel.
—Vos también… dejando de lado esa caprichosa armadura.
—Recientemente tuve ocasión de sumirme en reflexiones —replicó Martel—. He reunido una gran suma de dinero estos últimos años, pero se me antojó que no disfrutaba mucho de ella y decidí comprar unos cuantos juguetes nuevos.
—El caballo también es nuevo, ¿verdad? —Sparhawk observó la voluminosa montura negra de Martel.
—¿Os gusta? Podría conseguiros uno de las mismas caballerizas, si queréis.
—Me quedo con Faran.
—¿Habéis civilizado a esa espantosa bestia?
—Digamos que me gusta tal como es. ¿Qué intenciones os han traído aquí, Martel?
—¿No es evidente, viejo amigo? Voy a tomar la Ciudad Sagrada. Si hablara con objeto de obtener la aprobación pública, podría presentarlo mejor y utilizar la palabra «liberar», supongo, pero, dado que somos tan viejos amigos, creo que puedo permitirme la franqueza. Para expresarlo de forma sencilla, Sparhawk, voy a marchar hacia la Ciudad Sagrada y, tal como suele decirse, someterla a mi voluntad.
—Queréis decir que vais a «intentarlo», Martel.
—¿Quién va a detenerme?
—Vuestro propio buen juicio, espero. Estáis un poco trastornado, pero nunca habéis sido estúpido.
Martel le dedicó una burlona y somera reverencia.
—¿Dónde habéis conseguido todas las tropas en tan poco tiempo?
—¿Poco tiempo? —se mofó Martel—. No prestáis demasiada atención a las cosas, ¿eh, Sparhawk? Me temo que pasasteis una temporada demasiado larga en Jiroch. Con todo ese sol… —Se estremeció—. Por cierto, ¿habéis tenido recientemente noticias de la encantadora Lillias? —Le arrojó aquello con rapidez, haciendo alarde de su conocimiento de las actividades de Sparhawk durante los últimos diez años con la evidente intención de desconcertarlo.
—Estaba bien… la última vez que supe algo de ella. —Sparhawk no mostró el menor asomo de sorpresa.
—Puede que me la lleve cuando acabe todo esto. He advertido que es toda una mujer. Tal vez me divierta flirtear con vuestra antigua amante.
—Guardad mucho reposo, Martel. No creo que tengáis suficiente aguante para Lillias. Pero todavía no habéis contestado a mi pregunta.
—Podríais hallar la respuesta por vos mismo, viejo amigo, ahora que habéis refrescado un poco la memoria. Reuní a los lamorquianos mientras estaba allá arriba fomentando la discordia entre el barón Almstrom y el conde Gerrich. Los mercenarios cammorianos están siempre disponibles. Todo cuanto hube de hacer fue propagar la convocatoria, y vinieron corriendo. Los rendoreños no fueron difíciles de convencer una vez que hube liquidado a Arasham. Ya que lo menciono, no paraba de graznar «Cuerno de carnero» mientras agonizaba. ¿Podría ser por casualidad ésa la contraseña secreta que inventasteis? Muy vulgar, Sparhawk. De lo más carente de imaginación. El nuevo líder espiritual de Rendor es un hombre mucho más maleable.
—Lo conozco —dijo secamente Sparhawk—. Os deseo que gocéis en su compañía.
—Oh, Ulesim no es tan desagradable… siempre que uno se mantenga contra el viento cuando está con él. Sea como fuere, desembarqué en Arcium, saqueé e incendié Coombe y avancé hasta Larium. Debo decir, sin embargo, que Wargun disfrutó de lo lindo al llegar allí. Entonces me marché y lo obligué a seguirme dando interminables rodeos hasta Arcium. Fue una manera de entretenerme mientras esperaba la noticia del deceso del venerable Clovunus. ¿Le dedicasteis un digno funeral, por cierto?
—Estuvo bastante a la altura.
—Siento habérmelo perdido.
—Hay algo más que deberíamos sentir, Martel. Annias no va a poder pagaros. Ehlana se ha recuperado y ha vuelto a cortarle el acceso al tesoro.
—Sí, ya lo había oído… Me lo contaron la princesa Arissa y su hijo. Los liberé de ese convento como favor al primado de Cimmura. Aunque se produjo un pequeño malentendido mientras lo hacía, y todas las monjas de esa comunidad murieron de manera harto repentina. Lamentable, tal vez, pero los religiosos no deberíais involucraros en asuntos políticos. Mis soldados también incendiaron el convento cuando ya nos íbamos. Le transmitiré vuestros mejores deseos a Arissa cuando me reúna con mis tropas. Viene hospedándose en mi pabellón desde que partimos de Demos. Los horrores de su cautiverio la han desanimado un tanto, y yo le he ofrecido todo el consuelo posible.
—Otra mala pasada que añadir a mi cuenta, Martel —dijo, haciendo rechinar los dientes, Sparhawk.
—¿Otra qué?
—Esas monjas son otro motivo que tengo para mataros.
—Probad a hacerlo cuando queráis, viejo amigo. Pero ¿cómo demonios hicisteis para curar a Ehlana? En Rendor me aseguraron que no existía cura posible.
—Vuestros informantes estaban en un error. Averiguamos cuál era la cura en Dabour. Ésa es la razón por la que Sephrenia y yo nos encontrábamos allí. Podríamos decir que el hecho de desbaratar vuestros planes en la tienda de Arasham no fue más que una gratificación suplementaria.
—Me enfadé de veras con vos por eso, ¿sabéis?
—¿Cómo vais a pagar a vuestras tropas?
—Sparhawk —señaló fatigadamente Martel—, estoy a punto de capturar la ciudad más rica del mundo. ¿Tenéis noción de los botines que pueden juntarse en el interior de los muros de Chyrellos? Mis soldados se sumaron gustosamente a mi campaña, sin promesa de paga alguna, sólo por la posibilidad de pasearse por allá adentro.
—En ese caso confío en que estarán preparados para sostener un asedio prolongado.
—No va a costarme tanto entrar, Sparhawk. Annias me abrirá las puertas.
—Annias no dispone de tantos votos en la jerarquía para hacer eso.
—Abrigo grandes esperanzas de que mi presencia aquí alterará de algún modo los votos.
—¿Querríais dejar sentado el desenlace aquí y ahora? ¿Vos y yo solos? —ofreció Sparhawk.
—¿Por qué debería hacerlo cuando cuento ya con la ventaja, viejo amigo?
—De acuerdo. Tratad pues de entrar en Chyrellos y quizá nos encontremos en uno de esos callejones a los que sois tan aficionado.
—Ansío que llegue el día, querido hermano. —Martel sonrió—. Y bien, Vanion, ¿me ha sacado suficientes respuestas vuestro mono amaestrado aquí presente, o debería continuar?
—Regresemos —indicó bruscamente Vanion a Sparhawk.
—Es siempre un placer conversar con vos, lord Vanion —gritó burlonamente Martel mientras se alejaban.
—¿De veras creéis que el Bhelliom podría levantarlo de la tumba? —preguntó Vanion a Sparhawk de vuelta a la ciudad—. No me importaría matarlo una vez o dos.
—Podemos consultar a Sephrenia, supongo.
Volvieron a reunirse en el estudio tapizado de rojo de sir Nashan, el corpulento pandion que regentaba el castillo de Chyrellos. A diferencia de las fortalezas de las demás órdenes, aquélla se encontraba dentro del recinto que delimitaban las murallas de la antigua ciudad interior, la Chyrellos originaria. Cada uno de los preceptores presentó un informe sobre una de las puertas de la ciudad. Abriel, como comendador más viejo, se puso en pie.
—¿Qué os parece, caballeros? —planteó—. ¿Existe alguna posibilidad de que podamos impedir la caída de toda la ciudad?
—Es absolutamente imposible, Abriel —se pronunció sin paliativos Komier—. Esas puertas no impedirían el paso ni a un rebaño de ovejas e, incluso contando a los soldados eclesiásticos, carecemos de suficientes hombres para mantener a raya la clase de fuerza congregada allá afuera.
—Estáis pintando un sombrío panorama, Komier —observó Darellon.
—Lo sé, pero no veo muchas opciones. ¿Y vos?
—Tampoco.
—Disculpad, mis señores —intervino deferencialmente sir Nashan—, pero no acabo de comprender lo que os proponéis.
—Habremos de retirarnos a las murallas de la ciudad interior, Nashan —le respondió Vanion.
—¿Y abandonar el resto? —exclamó Nashan—. Mis señores, ¡estamos hablando de la mayor, de la más rica ciudad del mundo!
—No tenemos otra alternativa, sir Nashan —explicó Abriel—. Los muros de la ciudad interior fueron construidos en la antigüedad y son mucho más elevados y fuertes que los que rodean el resto de Chyrellos, los cuales tienen ante todo un cometido ornamental. Podemos defender la ciudad interior, como mínimo durante un tiempo, pero no hay esperanzas de salvar la totalidad de la población.
—Deberemos decidir algunas cuestiones sumamente desagradables —previó el preceptor Darellon—. Si nos parapetamos en los muros interiores, vamos a tener que cerrar las puertas al común de la población. No disponemos de suficientes provisiones en la vieja ciudad para mantener a tanta gente.
—De todas formas, no podremos hacer nada hasta que nos hallemos al mando de los soldados eclesiásticos —señaló Vanion—. Somos cuatrocientos, y no podríamos resistir el ataque del ejército de Martel.
—Es posible que yo pueda ayudaros en este punto —anunció el patriarca Emban, recostado en un espacioso sillón, con las regordetas manos apoyadas en la barriga—. Ello dependerá, no obstante, del grado de arrogancia que alcance Makova por la mañana. —Emban se había mostrado evasivo cuando Sparhawk le había exigido alguna explicación respecto a qué habían ido a hacer Kurik y Berit en su salida en carruaje.
—Vamos a disfrutar de cierta ventaja táctica —dijo pensativamente Komier—. Las tropas de Martel se componen de mercenarios y, en cuanto entren en la ciudad exterior, van a detenerse para conseguir un sustancioso botín. Eso nos proporcionará más tiempo.
—Eso también va a tener distraída a una parte considerable de la jerarquía —señaló, riendo entre dientes, Emban—. Muchos de mis colegas patriarcas tienen lujosas casas fuera de las murallas interiores y me imagino que contemplarán el saqueo con cierta angustia. Eso podría reducir su entusiasmo por la candidatura del primado de Cimmura. Mi casa, sin embargo, se encuentra en el interior de las viejas murallas. Yo me hallaré en condiciones de pensar con claridad… y también vos, ¿no es cierto, Dolmant?
—Sois un mal hombre, Emban —lo acusó Dolmant.
—Pero Dios aprecia mis esfuerzos, Dolmant, por más sinuosos o clandestinos que sean. Todos nosotros vivimos con el fin de servir… cada uno a su manera. —Hizo una pausa, frunciendo ligeramente el entrecejo—. Ortzel es nuestro candidato. Yo habría preferido elegir a otra persona, pero hoy por hoy hay una oleada de conservadurismo en la Iglesia, y Ortzel es tan conservador que ni siquiera cree en el fuego. Podríamos malearlo un poco, Dolmant. No es lo que se dice un individuo atractivo.
—Ese es un problema nuestro, Emban…, vuestro y mío —apuntó Dolmant—. Creo que por el momento debemos preocuparnos por las cuestiones militares.
—Sospecho que el próximo paso a tomar será trazar vías de retirada —opinó Abriel—. Si el patriarca de Usara aquí presente consigue transferir el mando de los soldados eclesiásticos a nuestras manos, deberemos hacer que se replieguen rápidamente dentro de las murallas interiores antes de que la población se dé cuenta de lo que estamos haciendo. Si no, tendríamos multitudes de refugiados aquí con nosotros.
—Esto es brutal —los riñó Sephrenia—. Estáis abandonando a gente inocente a merced de hordas de salvajes. Los hombres de Martel no se satisfarán meramente con mirar. Es seguro que se producirán atrocidades allá afuera.
—La guerra nunca es civilizada, pequeña madre —se lamentó, con un suspiro, Dolmant—. Y otra cosa: a partir de ahora, nos acompañaréis a la basílica todos los días. Quiero que os halléis en un lugar donde podamos protegeros.
—Como queráis, querido —aceptó la estiria.
—Supongo que no querréis concederme el favor de dejarme deslizarme afuera de las murallas interiores antes de cerrar las puertas, ¿verdad? —preguntó Talen a Sparhawk con expresión pesarosa.
—No —respondió éste—, pero ¿para qué ibas a querer estar afuera?
—Para participar yo también del botín, naturalmente. Esta es una oportunidad que sólo se presenta una vez en la vida.
—¿No irías a colaborar en el pillaje de casas, Talen? —inquirió, escandalizado, Bevier.
—Por supuesto que no, sir Bevier. Dejaría que lo hicieran los soldados de Martel. Será cuando estén de vuelta en las calles con los brazos cargados de cosas robadas cuando los ladrones de Chyrellos entrarán en acción y se lo birlarán. Preveo que Martel va a perder muchos hombres en los próximos días. Casi puedo garantizar que va a declararse entre sus filas una epidemia de heridas de navaja antes de que todo acabe. Hay mendigos allá afuera que no tendrán que volver a pedir limosna. —El muchacho suspiró de nuevo—. Estáis privando a mi infancia de toda diversión, Sparhawk —acusó.
—No existe el más mínimo peligro, hermanos míos —se mofó Makova a la mañana siguiente cuando la jerarquía se volvió a reunir—. El comandante de mi propia guardia personal, el capitán Gorta… —Calló un momento para asestar a los preceptores de las órdenes militantes una dura mirada, en la que era manifiesto el rencor que aún les guardaba por la repentina muerte del anterior capitán de sus tropas—. Es decir, el capitán Erden salió con gran riesgo para su persona a interrogar más detenidamente a esos peregrinos, y me asegura que no son más que eso, peregrinos, fieles hijos de la Iglesia, y que realizan esta peregrinación a la Ciudad Sagrada para unir sus voces a las nuestras en acción de gracias cuando el nuevo archiprelado sea elevado al trono.
—Realmente sorprendente, Makova —señaló, arrastrando las palabras, el patriarca Emban—. El caso es que yo envié observadores por mi cuenta a las afueras y elaboraron un informe diametralmente distinto. ¿Cómo creéis que podemos reconciliar esas diferencias?
—El patriarca de Usara es de sobra conocido por su jocosidad —dijo Makova, tras esbozar una breve y casi gélida sonrisa—. Es en efecto un divertido y alegre compañero cuyas graciosas bromas relajan con frecuencia nuestra tensión en difíciles momentos, pero ¿es realmente éste el momento indicado para la hilaridad, mi querido Emban?
—¿Me veis sonreír, Makova? —El tono empleado por Emban era tan mordiente como una daga arrojada a los riñones. Se puso en pie gruñendo—. Lo que mi gente informa es, queridos hermanos, que esa horda de supuestos peregrinos que se halla frente a nuestras puertas lo es todo menos amistosa.
—Tonterías —espetó Makova.
—Tal vez —concedió Emban—, pero me he tomado la libertad de hacer que trajeran aquí a la basílica a uno de esos «peregrinos» para que podamos examinarlo con mayor detención. Es posible que no se avenga a hablar mucho, pero es mucha la información que puede extraerse de la observación de la conducta, el porte, el origen de un hombre… e incluso de sus ropas. —Emban dio una repentina palmada sin dar tiempo a que Makova objetara algo o ejerciera su autoridad.
Se abrió la puerta de la sala y Kurik y Berit entraron sujetando por los talones el cuerpo inerte de un individuo vestido con túnica negra, que, al ser arrastrado, iba dejando una alargada mancha de sangre en el suelo de mármol.
—¿Qué estáis haciendo? —medio chilló Makova.
—Meramente presentar evidencia, Makova. No puede tomarse ninguna decisión racional sin efectuar un minucioso examen de las pruebas, ¿no es así? —Emban señaló un punto no alejado del atril—. Poned al testigo aquí —indicó a Kurik y Berit.
—¡Os lo prohíbo! —vociferó Makova.
—Prohibición no acatada, viejo amigo. —Emban se encogió de hombros—. Es demasiado tarde ahora. Todos los presentes han visto ya a este hombre, y todos sabemos qué es, ¿no es cierto? —Emban se acercó con paso torpe al cadáver que yacía espatarrado en el mármol—. Todos podemos deducir por las facciones de este hombre cuál era su nación de origen, y su ropa negra la confirma. Hermanos míos, lo que tenemos aquí era evidentemente un rendoreño.
—Patriarca Emban de Usara —declaró Makova, desesperado—. Os arresto bajo la acusación de asesinato.
—No seáis estúpido, Makova —replicó Emban—. No podéis detenerme mientras la jerarquía está reunida. Además, nos encontramos en el interior de la basílica, y me acojo a su refugio. —Miró a Kurik—. ¿De veras tuvisteis que matarlo? —preguntó.
—Sí, Su Ilustrísima —respondió el fornido escudero—. La situación lo hizo necesario…, pero ofrecimos una breve plegaria por él después.
—Un detalle muy ejemplar, hijo mío —aprobó Emban—. Por consiguiente os otorgaré a vos y a vuestro joven compañero la plena absolución por la parte que os corresponde en el acto de mandar a este miserable hereje a comparecer ante la infinita misericordia de Dios. —El gordo patriarca paseó la mirada por la sala—. Ahora —dijo—, volvamos a nuestro interrogatorio de este «peregrino». Tenemos aquí a un rendoreño… armado con una espada, como habréis visto. Dado que los únicos rendoreños que se encuentran actualmente en esta zona del continente eosiano son eshandistas, debemos concluir que este «peregrino» lo era también. Habida cuenta de los puntos de vista que sostienen, ¿sería creíble que los herejes eshandistas vinieran a la Ciudad Sagrada para celebrar la elevación de un nuevo archiprelado? ¿Acaso nuestro hermano Makova ha convertido milagrosamente a los paganos del sur a la adoración del Dios verdadero y los ha incorporado al rebaño de nuestra Santa Madre Iglesia? Hago una pausa para escuchar la respuesta del estimado patriarca de Coombe. —Permaneció inmóvil mirando expectantemente a Makova.
—Me alegra francamente tenerlo de nuestro lado —murmuró Ulath al oído de Tynian.
—Ciertamente.
—Ah —exclamó Emban al ver que Makova se quedaba mirándolo sin saber qué hacer—. Era demasiado esperar, supongo. Debemos pedir perdón a Dios por nuestra incapacidad para aprovechar esta ocasión de sanar la herida abierta en el cuerpo de nuestra Santa Madre. Ahora bien, nuestro pesar y nuestras amargas lágrimas de decepción no deben empañarnos los ojos e impedirnos ver la cruda realidad. Los «peregrinos» apostados junto a nuestras puertas no son lo que aparentan. Nuestro querido hermano Makova ha sido cruelmente engañado, me temo. Lo que se alza frente a las puertas de Chyrellos no es una multitud de fieles, sino un voraz ejército de nuestros más odiados enemigos que acuden con el propósito de destruir y profanar el propio centro de la verdadera fe. Nuestro destino personal, hermanos míos, carece de importancia, pero debo aconsejaros a todos que os pongáis en paz con Dios. Los tormentos que los herejes eshandistas infligen a los miembros del alto estamento eclesiástico son de sobra conocidos como para obviar la necesidad de repetirlos. Yo, por mi parte, estoy totalmente resignado a ser arrojado a las llamas. —Hizo una pausa y luego sonrió. Después juntó las manos sobre su abultada panza—. Alimentaré una alegre hoguera, no obstante.
Un coro de disimuladas risas nerviosas recorrió la estancia.
—Nuestra propia suerte, hermanos míos, es una cuestión insignificante —continuó Emban—. Lo que importa ahora es el destino de nuestra Sagrada Ciudad y el de la Iglesia. Nos enfrentamos a una cruel, aunque simple, decisión. ¿Rendimos nuestra Madre a los herejes, o luchamos?
—¡Lucharemos! —gritó un patriarca, poniéndose apresuradamente en pie—. ¡Lucharemos! Su grito fue repetido por muchos otros hasta que pronto la totalidad de la jerarquía estaba levantada, pronunciando con estruendo la misma palabra: «¡Lucharemos!».
Emban entrelazó las manos en la espalda con un toque de teatralidad e inclinó la cabeza. Cuando alzó el rostro, por sus mejillas resbalaba un reguero de lágrimas. Se volvió lentamente, dando a todos los presentes sobrada oportunidad de percibir su llanto.
—¡Ay, hermanos míos! —se lamentó con voz quebrada—. Nuestros votos nos prohíben dejar a un lado nuestras sotanas y vestiduras y empuñar la espada. Nos encontramos indefensos en esta espantosa crisis. Estamos condenados, hermanos míos, y nuestra Santa Madre Iglesia va camino de la perdición con nosotros. Ay de mí que he vivido tanto tiempo que haya de presenciar este terrible día. ¿Adonde podemos acudir, hermanos? ¿Quién vendrá en nuestra ayuda? ¿Quién tiene poder para defendernos en nuestra más aciaga hora? ¿Qué clase de hombres hay en el mundo capaces de protegernos en este espeluznante y fatal conflicto?
Siguió un silencio durante el cual nadie osó respirar.
—¡Los caballeros de la Iglesia! —dijo resollando con frágil voz un anciano desde los bancos recubiertos de cojines—. ¡Debemos recurrir a los caballeros de la Iglesia! ¡Ni los poderes del infierno pueden vencerlos!
—¡Los caballeros de la Iglesia! —bramó la jerarquía como si hablara con una sola voz—. ¡Los caballeros de la Iglesia!