Capítulo 7

A la mañana siguiente, los cien caballeros pandion partieron poco después del amanecer, cabalgando resueltamente al trote acompañados de un tintineo metálico y seguidos de una ristra de lanzas coronadas por pendones.

—Hace un buen día para viajar —señaló Vanion, observando los campos bañados por la luz del sol—. Sólo quisiera… oh, bueno.

—¿Cómo os encontráis ahora, Vanion? —preguntó Sparhawk a su viejo amigo.

—Mucho mejor —repuso el preceptor—. Os seré sincero, Sparhawk. Esas espadas eran muy, muy pesadas. Me dieron una noción bastante ajustada de lo que será la vejez.

—Vos viviréis para siempre, amigo mío —dijo, sonriendo, Sparhawk.

—Ciertamente espero que no, si he de sentirme igual que cuando cargaba con esas espadas.

Cabalgaron en silencio durante un rato.

—Eso es poco probable, Vanion —manifestó Sparhawk con tono sombrío—. Nuestros enemigos nos superarán con creces en número en Chyrellos y, si Otha se dispone a cruzar Lamorkand, se abrirá una reñida carrera entre él y Wargun. Saldrá vencedor el que llegue antes a Chyrellos.

—Me parece que estamos aproximándonos mucho a uno de esos artículos de fe, Sparhawk. Vamos a tener que confiar en Dios. Estoy seguro de que él no desea que Annias sea archiprelado y aún estoy más seguro de que no quiere a Otha en las calles de Chyrellos.

—Esperemos que no sea así.

Berit y Talen iban a corta distancia de ellos. Con el correr de los meses, había nacido una cierta amistad entre el novicio y el joven ladrón, la cual se basaba en parte en el hecho de que ambos se sentían algo incómodos en presencia de los mayores.

—¿Cómo es ese asunto de la elección, Berit? —preguntó Talen—. Lo que quiero decir es, ¿cómo funciona exactamente? Soy un poco ignorante en este campo.

—Verás, Talen —respondió Berit, irguiendo la espalda—, cuando el viejo archiprelado muere, los patriarcas de la jerarquía se reúnen en la basílica. La mayoría de los otros cargos del clero están también allí y lo mismo puede decirse habitualmente de los reyes de Eosia. Cada uno de los monarcas pronuncia una especie de discurso al comienzo, pero no está permitido que nadie más hable durante las deliberaciones de la jerarquía. Sólo pueden hacerlo los patriarcas, y ellos son los únicos que tienen derecho a votar.

—¿Queréis decir que los preceptores no pueden ni siquiera votar?

—Los preceptores son patriarcas, jovencito —informó Perraine desde detrás.

—No lo sabía. Me preguntaba por qué todo el mundo cedía respetuosamente el paso a los caballeros de la Iglesia. ¿Y por qué Annias dirige la Iglesia en Cimmura entonces? ¿Dónde está el patriarca?

—El patriarca Udale tiene noventa y tres años, Talen —explicó Berit— y, aunque sigue vivo, no estamos seguros de si recuerda cómo se llama. Lo cuidan en la casa madre de los pandion en Demos.

—Eso le complica las cosas a Annias, ¿verdad? Como primado, no puede dirigir una alocución pública ni tampoco votar, y no hay modo de envenenar a ese Udale si está en la casa madre…, a menos que quiera delatarse abiertamente.

—Por eso necesita dinero. Tiene que comprar a la gente para que hablen y voten a su favor.

—Esperad un minuto. Annias es sólo un primado, ¿no es cierto?

—Así es.

Talen frunció el entrecejo.

—Si no es más que un primado y los otros son patriarcas, ¿cómo cree que tiene posibilidades de ganar la elección?

—Los miembros del clero no deben ser patriarcas para ascender al trono de la Iglesia. En varias ocasiones, un simple párroco de pueblo ha accedido a la condición de archiprelado.

—Todo es muy complicado, ¿eh?, ¿no nos sería más sencillo avanzar con el ejército y poner en el trono al hombre que queramos?

—Eso ya lo intentaron antaño y nunca ha dado buenos resultados. No creo que Dios lo apruebe.

—Aún aprobará menos que Annias salga vencedor.

—Podría ser que no te equivocaras en eso, Talen.

Tynian se adelantó con el caballo, con el rostro iluminado por una amplia sonrisa.

—Kalten y Ulath se están divirtiendo aterrorizando a Lycheas —contó—. Ulath ha estado cortando troncos con su hacha y Kalten ha hecho un nudo corredizo con una cuerda. Después ha ido señalándole a Lycheas ramas de árboles salidas. Como Lycheas no paraba de desmayarse, hemos tenido que encadenarle las manos al arzón de la silla para que no se caiga.

—Kalten y Ulath son hombres simples —observó Sparhawk—. No necesitan gran cosa para divertirse. Lycheas tendrá un montón de cosas que contarle a su madre cuando lleguemos a Demos.

Hacia mediodía, giraron hacia el sureste, cortando a campo traviesa. El tiempo siguió estable y, cabalgando a buen paso, llegaron a Demos a última hora del día siguiente. Justo antes de que la columna virara rumbo sur en dirección al campamento que ocupaban los caballeros de las otras tres órdenes, Sparhawk, Kalten y Ulath se llevaron a Lycheas y, bordeando el límite norte de la ciudad, se dirigieron al convento donde estaba recluida la princesa Arissa. El edificio, de amarillenta piedra arenisca, se elevaba en medio de una cañada boscosa donde resonaba el canto de los pájaros entre los rayos del sol del atardecer.

Sparhawk y sus amigos desmontaron ante la puerta y, sin muchos miramientos, bajaron al maniatado Lycheas de la silla.

—Debemos hablar con vuestra madre superiora —anunció Sparhawk a la amable monjita que les abrió—. ¿Pasa todavía la princesa Arissa la mayor parte del tiempo en ese jardín cercano al muro sur?

—Sí, mi señor.

—Pedid, por favor, a la madre superiora que se reúna con nosotros allí. Vamos a entregarle al hijo de Arissa.

Cogió a Lycheas por la nuca y lo arrastró por el patio en dirección amurallado jardín donde transcurrían las largas horas de confinamiento de Arissa. Sparhawk sentía, por varias razones, un contenido enfado.

—¡Madre! —gritó Lycheas al verla. Se zafó de Sparhawk y avanzó a trompicones hacia ella con manos implorantes cuyo movimiento entorpecían las cadenas.

La princesa Arissa se puso en pie, indignada. Las ojeras de sus ojos se habían difuminado y un presuntuoso y prematuro regocijo había sustituido a su anterior aire de hosca insatisfacción.

—¿Qué significa esto? —preguntó abrazando a su pusilánime hijo.

—Me arrojaron a las mazmorras, madre —gimoteó Lycheas—, y han estado amenazándome.

—¿Cómo osáis tratar así al príncipe regente, Sparhawk? —se indignó.

—La situación ha cambiado totalmente, princesa —la informó Sparhawk con frialdad—. Vuestro hijo ya no es el príncipe regente.

—Nadie tiene autoridad para deponerlo. Pagaréis esto con vuestra vida, Sparhawk.

—Lo dudo mucho, Arissa —disintió Kalten con una amplia sonrisa en el rostro—. Estoy seguro de que estaréis encantada de oír que vuestra sobrina se ha recobrado de su enfermedad.

—¿Ehlana? ¡Eso es imposible!

—La realidad afirma lo contrario. Me consta que como buena hija de la Iglesia, os sumaréis a nuestra alabanza a Dios en agradecimiento de su milagrosa intervención. El consejo real casi se ha desvanecido de alegría. El barón Harparin estaba tan complacido que ha perdido completamente la cabeza.

—Pero nadie se recupera jamás de… —Arissa se mordió el labio.

—¿De los efectos del darestim? —terminó por ella la frase Sparhawk.

—¿Cómo habéis…?

—No era tan difícil, Arissa. Todos vuestros planes se vienen abajo, princesa. La reina estaba muy molesta con vos y vuestro hijo… y también con el primado Annias, por supuesto. Nos ha ordenado tomaros a los tres bajo custodia. Podéis consideraros bajo arresto de ahora en adelante.

—¿Cuál es la acusación? —exclamó.

—Alta traición, ¿no era eso, Kalten?

—Me parece que ésas eran las palabras que utilizó la reina, sí. Estoy convencido de que todo es un malentendido, Su Excelencia. —El rubio caballero sonrió con afectación a la tía de la reina Ehlana—. Vos, vuestro hijo y el buen primado Annias no deberíais tener problemas para aclarar las cosas ante el tribunal que os juzgue.

—¿Un juicio? —La princesa palideció visiblemente.

—Creo que ésta es la forma normal de proceder, princesa. En otras circunstancias, os habríamos colgado simplemente a vos y a vuestro hijo, pero, como ambos sois personajes de cierta importancia en el reino, se imponen ciertas formalidades.

—¡Eso es absurdo! —gritó Arissa—. Yo soy una princesa y no pueden culparme de ese delito.

—Podríais tratar de explicárselo a Ehlana —replicó Kalten—. Estoy seguro de que escuchará vuestras alegaciones… antes de dictar sentencia.

—También se os acusará del asesinato de vuestro hermano, Arissa —añadió Sparhawk—. Seáis princesa o no, eso solo bastaría para llevaros a la horca. Pero estamos un poco escasos de tiempo. No dudo que vuestro hijo os explicará todo con profusión de detalles.

Una anciana monja entró en el jardín con expresión que demostraba a las claras su desaprobación por la presencia de hombres dentro de los muros del convento.

—Ah, madre superiora —la saludó Sparhawk con una reverencia—. Por orden de la corona, debo recluir a estos dos criminales hasta que puedan ser llevados a juicio. ¿Tenéis por casualidad celdas de penitencia en el recinto?

—Lo siento, caballero —se negó en redondo la madre superiora—, pero las normas de nuestra orden prohíben confinar a los penitentes en contra de su voluntad.

—No importa, madre —intervino, sonriendo, Ulath—. Nosotros nos encargaremos de eso. Antes moriríamos que ofender a las damas de la iglesia. Puedo aseguraros que la princesa y su hijo no van a querer abandonar sus celdas… estando como estarán tan sumidos en su arrepentimiento, comprendedlo. Veamos, necesitaré tres largos de cadena, algunos cerrojos bien resistentes, un martillo y un yunque. Cerraré esas celdas sin dificultad de ninguna clase, y vos y vuestras buenas hermanas no habréis de preocuparos de asuntos políticos. —Hizo una pausa y miró a Sparhawk—. ¿O queríais que los encadenara a la pared?

Sparhawk concedió cierta reflexión a tal posibilidad.

—No —resolvió al cabo—, no será necesario. Pese a todo, son miembros de la familia real, y por ello merecedores de alguna cortesía.

—No me queda más remedio que acceder a vuestras demandas, caballeros —declaró la madre superiora. Guardó silencio un instante—. Circula el rumor de que la reina se ha restablecido —dijo—. ¿Es posible que sea cierto?

—Sí, madre superiora —confirmó Sparhawk—. La reina está bien y el gobierno de Elenia se halla de nuevo en sus manos.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó la anciana religiosa—. ¿Y retiraréis pronto de entre nuestros muros a nuestros indeseados huéspedes?

—Pronto, madre. Muy pronto.

—En ese caso limpiaremos las estancias que la princesa ha contaminado… y ofreceremos oraciones por su alma, desde luego.

—Desde luego.

—Qué conmovedor —exclamó sarcásticamente Arissa, al parecer ya mas recuperada—. Si esto se vuelve un punto más empalagoso, creo que vomitaré.

—Estáis empezando a irritarme, Arissa —espetó fríamente Sparhawk—. No os recomiendo que lo hagáis. Si no actuara por orden de la reina, os decapitaría en el acto. Os aconsejo que os pongáis en paz con Dios, porque estoy seguro de que compareceréis ante él sin tardanza. —La miró con extremo desagrado—. Quitádmela de delante —indicó a Kalten y Ulath.

Unos quince minutos más tarde, Kalten y Ulath regresaron del interior del convento.

—¿Quedan bien cerrados? —les preguntó Sparhawk.

—Un herrero tardaría una hora para abrir esas celdas —respondió Kalten—. ¿Nos vamos pues?

—¡Cuidado, Sparhawk! —gritó de repente Ulath cuando apenas habían recorrido cerca de un kilómetro, y lo empujó bruscamente a un lado.

La saeta de ballesta atravesó zumbando el aire en el lugar que había ocupado Sparhawk un instante antes y se clavó hasta la pluma en un árbol del borde del camino.

La espada de Kalten salió silbando de la vaina al tiempo que él espoleaba el caballo en la dirección de donde había surgido la flecha.

—¿Estáis bien? —inquirió Ulath, desmontando para ayudar a ponerse en pie a Sparhawk.

—Sólo un poco magullado. Empujáis muy fuerte, amigo mío.

—Lo siento, Sparhawk. Me he puesto nervioso.

—Pues me alegro, Ulath. Empujad tan fuerte como os plazca cuando ocurran estas cosas. ¿Cómo habéis visto venir la saeta?

—Por pura suerte. Miraba por casualidad por ese lado y he visto que se movían los arbustos.

Kalten profería juramentos al volver.

—Se ha escapado —informó.

—Me estoy cansando de ese tipo —afirmó Sparhawk, volviendo a montar sobre la silla.

—¿Crees que podría ser el mismo que te disparó por la espalda en Cimmura? —le preguntó Kalten.

—Esto no es Lamorkand, Kalten, y no hay una ballesta apoyada en un rincón de todas las cocinas del reino. —Analizó un momento la situación—. No alarmemos a Vanion con esto —sugirió—. Yo puedo cuidar de mí mismo y él ya tiene suficientes problemas.

—Creo que es una equivocación, Sparhawk —opinó dubitativamente Kalten—, pero, como se trata de tu pellejo, lo haremos a tu manera.

Los caballeros de las cuatro órdenes aguardaban en un campamento oculto a una legua al sur de Demos. Sparhawk y sus compañeros se dirigieron al pabellón donde sus amigos conversaban con el preceptor Abriel de la orden de los cirínicos, el preceptor Komier de los genidios y el preceptor Darellon de los alciones.

—¿Cómo ha recibido las noticias la princesa Arissa? —inquirió Vanion.

—Se ha quedado moderadamente descontenta por todo. —Kalten sonrió, satisfecho—. Quería pronunciar un discurso, pero, dado que lo único que realmente quería decir era «No podéis hacer esto», la hemos cortado.

—¡Que habéis hecho qué! —exclamó Vanion.

—Oh, no en ese sentido, mi señor Vanion —se disculpó Kalten—. Una mala elección de palabras, quizá.

—Decid a qué os referís, Kalten —le indicó Vanion—. Éste no es momento para malentendidos.

—Yo no querría realmente cortarle la cabeza a la princesa, lord Vanion.

—Yo sí —murmuró Ulath.

—¿Podemos ver el Bhelliom? —pidió Komier a Sparhawk.

Sparhawk miró a Sephrenia y ésta asintió, si bien con expresión algo vacilante.

Sparhawk introdujo la mano bajo la sobreveste y sacó la bolsa de lona. Después aflojó la cuerda y tomó en su mano la rosa de zafiro. Aunque habían pasado varios días sin que sintiera la más leve punzada de aquella sombría e informe amenaza, ésta volvió no bien su mirada se posó en los pétalos de la joya, y una vez más aquella sombra indefinida, aún más oscura y abultada, parpadeó justo en los confines de su campo visual.

—¡Dios mío! —exclamo sin resuello el preceptor Abriel.

—Ya está —gruñó el thalesiano Komier—. Apartadlo de nuestra vista, Sparhawk.

—Pero… —se dispuso a protestar el preceptor Darellon.

—¿Queréis preservar vuestra alma, Darellon? —preguntó Komier sin miramientos—. Si ése es el caso, no miréis ni un segundo más esa piedra.

—Guardadla, Sparhawk —indicó Sephrenia.

—¿Hemos recibido alguna noticia acerca de lo que está haciendo Otha? —inquirió Kalten mientras Sparhawk devolvía el Bhelliom a su bolsa.

—Parece que se mantiene firme en la frontera —respondió Abriel—. Vanion nos ha contado la confesión del bastardo Lycheas. Es muy probable que Annias haya pedido a Otha que se apostara allí y profiriera amenazas. Después el primado de Cimmura puede arrogarse la posesión de la manera de detener a los zemoquianos, lo cual desviaría algunos votos en su favor.

—¿Creéis que Otha sabe que Sparhawk tiene el Bhelliom? —planteó Ulath.

—Azash lo sabe —afirmó Sephrenia—, y eso significa que Otha también tiene la misma información. La cuestión cuya respuesta ignoramos es si Annias ha recibido la noticia.

—¿Cuál es la situación en Chyrellos? —preguntó Sparhawk a Vanion.

—La última noticia de que disponemos es que la vida del archiprelado Clovunus sigue pendiente de un hilo. Como no hay modo de que podamos mantener en secreto nuestra llegada, entraremos en Chyrellos a las claras. Nuestros planes se han modificado ahora que Otha ha entrado en juego. Nos interesa llegar a Chyrellos antes de que fallezca Clovunus. Es evidente que Annias va a intentar convocar forzosamente la elección tan pronto como pueda y, aunque no puede comenzar a impartir órdenes hasta entonces, una vez que Clovunus esté muerto, los patriarcas que Annias controla pueden comenzar a reclamar votaciones. Probablemente lo primero que votarán será el cierre de la ciudad y, dado que ésa no es una cuestión fundamental, seguramente obtendrá los votos suficientes para que se acepte la propuesta.

—¿Puede Dolmant trazar alguna clase de estimación respecto a la intención de voto actual? —inquirió Sparhawk.

—Es aproximativa, sir Sparhawk —le respondió el preceptor Abriel, el dirigente de los caballeros cirínicos de Arcium, un hombre de robusta complexión de unos sesenta años con cabello plateado y expresión ascética—. Un buen número de patriarcas no se encuentran presentes en Chyrellos.

—Un tributo a la eficiencia de los asesinos de Annias —apuntó secamente el thalesiano Komier.

—Es lo más probable —convino Abriel—. Sea como fuere, en estos momentos hay ciento treinta y dos patriarcas en Chyrellos.

—¿Y cuántos son en total? —preguntó Kalten.

—Ciento sesenta y ocho.

—¿Por qué un número tan extravagante? —se extrañó Talen.

—Así se dispuso hace tiempo, joven —explicó Abriel—. Se seleccionó ese número de modo que se requiriera un centenar de votos para elegir un nuevo archiprelado.

—Ciento sesenta y siete habría sido más próximo —afirmó Talen al cabo de un momento.

—¿Próximo a qué? —inquirió Kalten.

—Al centenar de votos. Veréis, cien votos es el sesenta por ciento de… —Talen observó la expresión de estupor de Kalten—. Ah…, da igual, Kalten —dijo—. Os lo explicaré después.

—¿Puedes retener todos esos números en la cabeza? —se sorprendió Komier—. En ese caso, hemos malgastado un fardo de papeles efectuando los cálculos.

—Es un truco, mi señor —respondió modestamente Talen—. En mi trabajo uno debe a veces hacer números muy deprisa. ¿Puedo preguntar de cuántos votos dispone ahora Annias?

—De sesenta y cinco —repuso Abriel—, ya sean firmes o fuertemente inclinados de su lado.

—¿Y cuántos tenemos nosotros?

—Cincuenta y ocho.

—En ese caso, nadie gana. Él necesita treinta y cinco votos más y nosotros, cuarenta y dos.

—Me temo que no es tan simple. —Abriel exhaló un suspiro—. El procedimiento establecido por los padres de la Iglesia exige un centenar de votos, o una proporción similar de entre los presentes que voten, para elegir un nuevo archiprelado o para decidir todas las cuestiones fundamentales.

—Y eso es en lo que hemos gastado un fardo de papeles —señaló agriamente Komier.

—Bien —dijo Talen tras un momento de reflexión—. Entonces Annias sólo necesita ochenta votos, pero todavía le faltan quince. —Frunció el entrecejo—. Esperad un minuto —añadió—. Vuestros cálculos no concuerdan. Sólo habéis tenido en cuenta ciento veintitrés votos y habéis dicho que había ciento treinta y dos patriarcas en Chyrellos.

—Nueve de los patriarcas aún no se han decidido —le explicó Abriel—. Dolmant sospecha que están aguardando simplemente a recibir sobornos más cuantiosos. De vez en cuando se celebran votaciones concernientes a asuntos no fundamentales y, en dichos casos, basta con la mayoría simple para ganar. En algunas ocasiones esos nueve votan con Annias y en otras no. Están demostrándole su poder. Me temo que votarán al candidato que les aporte alguna ventaja a ellos.

—Aunque todos voten por Annias cada vez, ello no implica ninguna diferencia —dedujo Talen— por más que se estiren, nueve votos no pueden convertirse en quince.

—Pero él no necesita quince —advirtió cansinamente el preceptor Darellon—. Debido a los asesinatos y a todos los soldados eclesiásticos que patrullan por las calles de Chyrellos, diecisiete de los patriarcas que se oponen a Annias se han ocultado en algún lugar de la Ciudad Sagrada y, como no están presentes ni votan, eso modifica los números.

—Esto está comenzando a darme dolor de cabeza —dijo Kalten a Ulath.

—Me parece que tenemos problemas, mis señores —anunció Talen, sacudiendo la cabeza—. Sin esos diecisiete sumados al total, la cantidad necesaria para ganar es sesenta y nueve. A Annias sólo le faltan cuatro votos más.

—Y, en cuanto consiga el dinero suficiente para satisfacer a esos nueve que se reservan, saldrá ganador —infirió Bevier—. El chico tiene razón, mis señores. Nos enfrentamos a un grave problema.

—Entonces habremos de modificar los números —observó Sparhawk.

—¿Y cómo se hace eso? —preguntó Kalten—. Un número es un número. No puede cambiarse.

—Se puede si se le añaden otros. Lo que hemos de hacer al llegar a Chyrellos es localizar a esos diecisiete patriarcas que se esconden y llevarlos con protección a la basílica para que voten. Eso volvería a situar el número que precisa Annias para salir vencedor en ochenta, cifra que él no puede alcanzar.

—Pero nosotros tampoco —objetó Tynian—. Aun cuando recuperáramos esos votos, seguiríamos disponiendo de cincuenta y ocho.

—Sesenta y dos de hecho, sir Tynian —corrigió respetuosamente Bevier—. Los preceptores de las cuatro órdenes son también patriarcas y no creo que ninguno de ellos fuera a votar a Annias, ¿no es así, mis señores?

—Eso modifica las cosas —calculó Talen—. Si se suman los diecisiete y los cuatro, y el total es ciento treinta y seis, el número necesario para ganar se sitúa en ochenta y dos… En realidad, ochenta y uno y una fracción.

—Una cifra imposible de conseguir para ambas facciones —señaló con pesimismo Komier—. Continuamos lejos de poder obtener la victoria.

—No tenemos que ganar la votación para salir airosos, Komier —observo Vanion—. Nosotros no tratamos de elegir a nadie. Todo cuanto intentamos hacer es mantener a Annias fuera del trono. Podemos ganar llegando a un punto muerto. —El amigo de Sparhawk se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro del pabellón—. En cuanto nos encontremos en Chyrellos, haremos que Dolmant envíe un mensaje a Wargun a Arcium declarando que hay una crisis de religión en la Ciudad Sagrada. De ese modo, Wargun se situará bajo nuestras órdenes. Incluiremos un mandato firmado por nosotros cuatro en el que se le conmine a suspender sus operaciones en Arcium y cabalgar hacia Chyrellos con la menor dilación posible. Si Otha comienza a avanzar, lo necesitaremos de todas formas.

—¿Cómo vamos a lograr los suficientes votos para tal declaración? —preguntó el preceptor Darellon.

—No me proponía someterlo a votación, amigo mío. —Vanion esbozó una fina sonrisa—. La reputación de Dolmant convencerá al patriarca Bergsten de que la declaración es oficial, y Bergsten puede ordenar a Wargun que marche hacia Chyrellos. Ya nos disculparemos más tarde por el malentendido. Para entonces, no obstante, Wargun estará en Chyrellos con los ejércitos combinados de Occidente.

—Excepto el de Elenia —insistió Sparhawk—. Mi reina está sentada en Cimmura sin más protección que un par de ladrones.

—No pretendo ofenderos, sir Sparhawk —declaró Darellon—, pero en estos momentos ésta es una cuestión crucial.

—No estoy tan seguro, Darellon —se mostró en desacuerdo Vanion—. Annias necesita desesperadamente dinero ahora y por ello debe tener acceso al tesoro de Elenia… no sólo para sobornar a esos nueve, sino para mantener los votos con los que ya cuenta. Bastarían unas pocas deserciones para dejar el trono fuera de su alcance. La protección de Ehlana… y de su tesoro… es incluso más vital ahora que antes.

—Tal vez tengáis razón, Vanion —concedió Darellon—. No había pensado en eso.

—De acuerdo pues —prosiguió con su análisis Vanion—, cuando Wargun llegue a Chyrellos con su ejército, se transformará el equilibrio de fuerzas. El poder de Annias sobre sus adeptos es ya bastante tenue actualmente y, por mi parte, opino que en muchos casos se basa en gran medida en el hecho de que sus soldados controlen las calles. En cuanto eso cambie, preveo la rápida disolución de una parte de su apoyo. Por lo tanto considero, caballeros, que nuestro objetivo es llegar a Chyrellos antes de que fallezca Clovunus, enviar ese mensaje a Wargun y después tomar bajo nuestra custodia a los patriarcas que permanecen ocultos de manera que puedan volver a la basílica para participar en las votaciones. —Dirigió la mirada a Talen—. ¿Cuántos votos necesitamos…, cuál es el mínimo absoluto necesario para impedir que Annias salga vencedor?

—Si consigue hacerse con el apoyo de esos nueve, dispondrá de setenta y cuatro votos, mi señor. Si nosotros localizamos a seis de los que están escondidos, el número total de patriarcas que voten sera ciento veinticinco. El sesenta por ciento de ellos es setenta y cinco, con lo cual no ganará.

—Muy bien, Talen —aprobó Vanion—. De acuerdo pues, caballejos. Vamos a Chyrellos, registramos toda la ciudad y encontramos a los seis patriarcas que están dispuestos a votar contra Annias. Nombramos a alguien, a cualquiera, que se presente como candidato a la elección y sometemos continuamente a votación diversos asuntos hasta que llegue Wargun.

—De todas formas, no es lo mismo que ganar, Vanion —refunfuño Komier.

—Es lo que más se le parece —adujo Vanion.

Sparhawk tuvo el sueño inquieto esa noche. La oscuridad parecía henchida de vagos gritos y gemidos y de una sensación de terror impreciso. Finalmente se levantó de la cama, se puso un hábito de monje y salió en busca de Sephrenia.

Como casi esperaba, la encontró sentada en la entrada de su tienda con una taza de té en las manos.

—¿Es que no dormís nunca? —le preguntó con cierta irritación.

—Vuestros sueños me mantienen despierta, querido.

—¿Sabéis lo que estoy soñando? —inquirió, estupefacto.

—Desconozco los detalles, pero sé que hay algo que os trastorna.

—He vuelto a ver la sombra cuando he enseñado el Bhelliom a los preceptores.

—¿Es eso lo que os preocupa?

—En parte. Alguien me disparó con una ballesta cuando venía con Ulath y Kalten del convento donde está recluida Arissa.

—Pero eso ha sido antes de que sacarais el Bhelliom de la bolsa. Después de todo, quizá los incidentes no tienen ninguna clase de conexión.

—Tal vez la sombra los reserve… o tal vez ésta pueda prever que se producirán en el futuro. Quizá la sombra no necesite que yo toque el Bhelliom para poder mandar a alguien a matarme.

—¿Participan normalmente tantos «quizás» y «tal vez» en la lógica elenia?

—No, y eso es lo que me inquieta, aunque no tanto como para hacerme descartar las hipótesis. Hace ya un tiempo que Azash viene enviando cosas para acabar conmigo, pequeña madre, y todas tenían algún atributo sobrenatural. Es evidente que esa sombra de la que capto constantemente una vislumbre no es natural, o de lo contrario vos la habríais visto.

—Supongo que es cierto.

—Entonces sería un tanto estúpido que bajara la guardia simplemente porque no puedo demostrar que Azash mandó la sombra, ¿no creéis?

—Es probable que así sea.

—Aun cuando no pueda probarlo realmente, sé que existe algún tipo de relación entre el Bhelliom y ese parpadeo que percibo de reojo. Ignoro cuál es la conexión y tal vez por eso tenemos la impresión de que algunos incidentes aislados no se ajustan a ninguna racionalización. Para curarme en salud, no obstante, voy a dar por sentado lo peor: que la sombra pertenece a Azash y está siguiendo al Bhelliom y enviando humanos para matarme.

—Eso parece juicioso.

—Me alegra que lo aprobéis.

—Ya habíais tomado una decisión al respecto, Sparhawk —observó—. ¿Por qué habéis venido a verme entonces?

—Necesitaba que me escucharais mientras hilaba con palabras los argumentos.

—Comprendo.

—Además, me complace vuestra compañía.

—Sois muy buen chico, Sparhawk —le dijo, sonriendo con ternura—. Ahora decidme, ¿por qué no me explicáis el motivo de que estéis ocultándole a Vanion este último atentado de que habéis sido objeto?

—Veo que no cuento con vuestro beneplácito en esto —advirtió, suspirando.

—No, ciertamente no.

—No quiero que me coloque en medio de la columna rodeado por caballeros armados con los escudos en alto. Debo hallarme en condición de ver lo que se me avecina, Sephrenia. De lo contrario, comenzaré a arrancarme la piel a tiras.

—Oh, querido —suspiró.

Faran estaba de un humor de perros. Un día y medio de casi continuada marcha extenuante habían provocado un empeoramiento de su ya desabrida disposición natural. A unas quince leguas de Chyrellos, los preceptores detuvieron a la comitiva y ordenaron desmontar y caminar un rato para descansar las cabalgaduras. Faran intentó morder tres veces a Sparhawk mientras el alto caballero bajaba de la silla, en una tentativa que obedecía más a una indicación de desaprobación que a una intención real de herir o mutilar, ya que el ruano había descubierto hacía mucho que mordiendo a su amo cuando éste iba revestido de armadura sólo conseguía dolor de dientes. Cuando el voluminoso caballo efectuó un ligero giro y propinó una fuerte patada a Sparhawk en la cadera, empero, éste decidió que había llegado el momento de tomar medidas. Con la ayuda de Kalten, se puso en pie, se levantó la visera y, con las manos en las riendas, se situó a la altura de su fea montura para mirarla cara a cara.

—¡Basta! —espetó.

Faran le devolvió una mirada cargada de odio. Sparhawk se movió rápidamente y, agarrando la oreja izquierda del ruano con la mano acorazada con el guantelete, se la retorció sin piedad.

Faran hizo rechinar los dientes y de sus ojos brotaron lágrimas.

—¿Nos entendemos? —preguntó con voz rasposa Sparhawk.

Faran le dio una patada en la rodilla con uno de los cascos delanteros.

—Como quieras, Faran —le dijo Sparhawk—. Pero vas a estar ridículo sin esa oreja. —Se la retorció con más fuerza hasta que el caballo chilló de dolor a regañadientes.

—Es siempre agradable charlar contigo, Faran —bromeó Sparhawk, soltándole la oreja. Después le alisó el pelo bañado en sudor del cuello—. Viejo mentecato —le dijo con ternura—. ¿Estás bien?

Faran meneó las orejas —la derecha, en todo caso— haciendo ostentativo alarde de indiferencia.

—Es realmente necesario, Faran —explicó Sparhawk—. No te estoy forzando tanto por puro placer. Será por poco trecho. ¿Puedo fiarme de ti ahora?

Faran suspiró y rascó el suelo con una pezuña.

—Bien —zanjó Sparhawk—. Caminemos un rato.

—Es en verdad extraño —comentó el preceptor Abriel a Vanion—. Nunca había visto a un caballo y un hombre tan estrechamente compenetrados.

—Forma parte de la ventaja que tiene Sparhawk, amigo mío —le confió Vanion—. Él ya es temible por sí mismo, pero, cuando se coloca encima de ese caballo, se convierte en un desastre natural.

Anduvieron poco más de un kilómetro y luego volvieron a montar y siguieron cabalgando entre la luz solar de la tarde en dirección a la Ciudad Sagrada. Era cerca de medianoche cuando cruzaron el ancho puente que mediaba entre las orillas del río Arruk y se encaminaron a una de las puertas occidentales de Chyrellos, la cual estaba, por supuesto, guardada por soldados eclesiásticos.

—No puedo concederos entrada hasta la salida del sol, mis señores —denegó con firmeza el capitán que se hallaba al mando del destacamento—. Por orden de la jerarquía, nadie que vaya armado puede entrar en Chyrellos durante las horas de oscuridad. El preceptor Komier alargó la mano hacia su hacha.

—Un momento, amigo mío —lo previno amablemente el preceptor Abriel—. Creo que existe una manera de resolver esta dificultad sin recurrir a la violencia. Capitán —interpeló al soldado de roja túnica.

—¿Sí, mi señor? —La voz del militar era insultantemente presuntuosa—. Esta orden que habéis mencionado, ¿afecta a los miembros de la propia jerarquía?

—¿Mi señor? —El capitán parecía confundido.

—Es una pregunta muy simple, capitán, que os bastará responder con un sí o un no. ¿Afecta la orden a los patriarcas de la Iglesia?

—Nadie puede poner impedimentos a un patriarca de la Iglesia, mi señor —repuso, algo indeciso, el capitán.

—Su Ilustrísima —lo corrigió Abriel.

El capitán pestañeó sin comprender.

—La forma correcta de tratamiento cuando se habla con un patriarca es «Su Ilustrísima», capitán. Según la ley eclesiástica, mis tres compañeros y yo somos, de hecho, patriarcas de la Iglesia. Poned a vuestros hombres en formación, capitán. Vamos a pasar revista.

El capitán titubeó.

—Hablo en nombre de la Iglesia, teniente —señaló Abriel—. ¿Vais a desafiar su voluntad?

—Eh… yo soy capitán, Su Ilustrísima —murmuró el hombre.

—Erais un capitán, teniente, pero ya no lo sois. Y ahora, ¿os gustaría rebajaros a sargento? En caso contrario, haréis al instante lo que os he dicho.

—Enseguida, Su Ilustrísima —respondió, tembloroso, el hombre—. ¡Eh, vosotros! —gritó—. ¡Todos! ¡Colocaos en formación para inspección! El aspecto que ofreció el destacamento en la puerta fue, en palabras del preceptor —¿deberíamos decir en vez de ello «patriarca»?—, lamentable. Tras distribuir generosamente reprimendas con selecto vocabulario mordaz, la columna se adentró en la Ciudad Sagrada sin hallar mayor impedimento. No hubo risas, ni siquiera sonrisas, hasta que se encontraron a buena distancia de las puertas. La disciplina de los caballeros de la Iglesia es objeto de admiración en todo el mundo conocido.

A pesar de lo tardío de la hora, las calles de Chyrellos estaban densamente patrulladas por soldados eclesiásticos, cuya lealtad, Sparhawk lo sabía bien, era pura cuestión de compraventa. Debido a su supremacía numérica en la Ciudad Sagrada, aquellos hombres, que en la mayoría de los casos servían únicamente a cambio de la paga, se habían habituado a comportarse con cierta arrogante rudeza. Aun así, la aparición de cuatrocientos caballeros de la Iglesia vestidos con armadura a la ominosa hora de medianoche engendró en ellos lo que Sparhawk interpretó como una oportuna humildad… al menos entre los soldados rasos. Los oficiales tardaron un poco más en hacerse cargo de la situación, como, por otra parte, siempre sucede. Un desagradable joven trató de cerrarles el paso, conminándolos a presentar documentos. Como el engreído individuo había omitido mirar a sus espaldas, no se había percatado del hecho de que sus tropas se habían retirado discretamente y continuó expresando perentorias órdenes con voz chillona, exigiendo esto e insistiendo en lo de más allá hasta que Sparhawk aflojó las riendas de Faran y arremetió contra él a paso vivo. Faran puso especial énfasis en patear insistentemente con sus cascos herrados de acero varios puntos sensibles del cuerpo del oficial.

—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó Sparhawk a su caballo. Faran emitió un relincho lleno de maldad.

—Kalten —indicó Vanion—, pongámonos manos a la obra. Dividid la columna en grupos de diez. Dispersaros por la ciudad y haced circular el ofrecimiento de protección de los caballeros de la Iglesia a todo patriarca que desee ir a la basílica para participar en las votaciones.

—Sí, mi señor Vanion —aceptó Kalten—. Voy a despertar a la Ciudad Sagrada. Estoy seguro de que todos están esperando con ansias la noticia que les traigo.

—¿Creéis que hay esperanzas de que algún día alcance la madurez? —dijo Sparhawk.

—Yo diría que no —respondió quedamente Vanion—. Por más viejos que nos hagamos los demás, siempre tendremos a un eterno chiquillo entre nosotros, lo cual no deja de ser reconfortante.

Seguidos por Sparhawk, sus amigos y un destacamento de veinte hombres capitaneado por sir Perraine, los preceptores prosiguieron su camino por la amplia avenida.

La modesta casa de Dolmant estaba custodiada por un pelotón de soldados, cuyo oficial reconoció Sparhawk como uno de los leales al patriarca de Demos.

—¡Loado sea Dios! —exclamó el joven cuando los caballeros refrenaron las monturas justo delante de la puerta de Dolmant.

—Nos encontrábamos en la zona y hemos pensado que podríamos pararnos para hacer una visita de cortesía —declaró Vanion con una seca sonrisa—. Confío en que Su Ilustrísima esté perfectamente.

—Estará mejor ahora que vos y vuestros amigos estáis aquí, mi señor. Ha habido un poco de tensión aquí en Chyrellos.

—Me lo imagino. ¿Está Su Ilustrísima aún despierto?

—Se encuentra reunido con Emban, el patriarca de Usara. ¿Tal vez lo conocéis, mi señor?

—¿Un tipo rechoncho, bastante jovial?

—El mismo, mi señor. Anunciaré a Su Ilustrísima vuestra llegada.

Dolmant, patriarca de Demos, estaba tan delgado y severo como siempre, pero su ascético rostro se iluminó con una amplia sonrisa cuando los caballeros de la Iglesia entraron en tropel en su estudio.

—Habéis viajado deprisa, caballeros —les dijo—. Seguro que todos conocéis a Emban. —Señaló a su corpulento colega.

—Vuestro estudio está empezando a parecer una fundición, Dolmant —bromeó Emban, que definitivamente estaba más que «rechoncho», mirando en derredor a los caballeros revestidos de armadura—. Hace años que no veo tanto acero junto.

—Es reconfortante, sin embargo —advirtió Dolmant.

—Oh, vaya que sí.

—¿Cómo están las cosas en Cimmura, Vanion? —preguntó, interesado, Dolmant.

—Me complace informaros que la reina Ehlana se ha recuperado y ahora retiene firmemente el gobierno en sus manos —repuso Vanion.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Emban—. Me parece que Annias acaba de entrar en bancarrota.

—¿Conseguisteis encontrar el Bhelliom, pues? —preguntó Dolmant a Sparhawk. Sparhawk asintió con la cabeza.

—¿Queréis verlo, Su Ilustrísima? —ofreció.

—Creo que no, Sparhawk. Se supone que yo no debería admitir su poder, pero he oído algunas historias. Aunque son sin duda supersticiones folclóricas, mejor es no prestarse a albures.

Sparhawk exhaló para sus adentros un suspiro de alivio. No le apetecía otro encuentro con aquella movediza sombra ni la perspectiva de pasar varios días con la desagradable sensación de que alguien podía estar apuntándole con una ballesta.

—Es raro que a Annias no le haya llegado todavía la noticia de la recuperación de la reina —observó Dolmant—. Al menos él no ha mostrado hasta el momento señales de contrariedad.

—Me sorprendería mucho que ya estuviera enterado, Su Ilustrísima —comentó con voz cavernosa Komier—. Vanion cerró la ciudad para mantener a los cimmuranos en sus hogares. Según tengo entendido, la gente que trata de salir es firmemente disuadida de su intento.

—¿No habréis dejado a vuestros pandion allí, Vanion?

—No, Su Ilustrísima. Hemos encontrado apoyo en otro lado. ¿Cómo está el archiprelado?

—Moribundo —respondió Emban—. Claro está que lleva varios años agonizando, pero esta vez es algo más serio.

—¿Ha vuelto a desplazarse Otha, Su Ilustrísima? —inquirió Darellon.

—Todavía está acampado justo al otro lado de la frontera con Lamorkand. Está profiriendo toda suerte de amenazas y exigiendo la devolución de ese misterioso tesoro zemoquiano.

—No es tan misterioso, Dolmant —señaló Sephrenia—. Quiere el Bhelliom, y sabe que se halla en poder de Sparhawk.

—Seguro que alguien va a sugerir que Sparhawk se lo entregue con el propósito de evitar una invasión —dedujo Emban.

—Eso no ocurrirá nunca, Su Ilustrísima —afirmó la estiria—. Antes lo destruiremos.

—¿Ha regresado alguno de los patriarcas que se ocultaban? —inquirió el preceptor Abriel.

—Ni uno —contestó con un bufido Emban—. Seguramente se hallan en las más profundas concavidades que han sabido encontrar. Dos de ellos sufrieron fatales accidentes hace un par de días, y el resto se sumió bajo tierra.

—Tenemos caballeros recorriendo la ciudad en su busca —informó el preceptor Darellon—. Incluso el más tímido de los conejos podría recobrar cierto grado de coraje si estuviera protegido por los caballeros de la Iglesia.

—¡Darellon! —dijo Dolmant con tono reprobador.

—Disculpad, Su Ilustrísima —se excusó negligentemente Darellon.

—¿Modificará eso los cálculos? —preguntó Komier a Talen—. Los dos que han muerto, me refiero.

—No, mi señor —repuso Talen—. No los contábamos de todas formas. Dolmant puso cara de estupor.

—El chico es muy bueno en matemáticas —explicó Komier—. Puede calcular mentalmente con mayor rapidez que lo hago yo con el lápiz.

—En ocasiones me asombras, Talen —reconoció Dolmant—. ¿Podría tal vez suscitar tu interés por una carrera eclesiástica?

—¿Para llevar las cuentas de las contribuciones de los fieles, Su Ilustrísima? —preguntó con entusiasmo el muchacho.

—Ah… no, me parece que no, Talen.

—¿Se han modificado los votos, Su Ilustrísima? —quiso saber Abriel.

—Annias sigue disponiendo de la mayoría simple —respondió Dolmant sacudiendo la cabeza—. Puede imponerse en cualquier asunto no sea una cuestión fundamental. Sus aduladores convocan votaciones sobre cualquier tema que se les ocurra. En primer lugar, quiere mantener un recuento constante, y la votación nos retiene a todos encerrados en la sala de audiencias.

—Los números están a punto de cambiar, Su Ilustrísima —aseguró Komier—. Mis amigos y yo hemos decidido participar esta vez.

—¡Esto sí que es insólito! —exclamó el patriarca Emban—. Los preceptores de las órdenes militantes llevan doscientos años sin intervenir en una votación de la jerarquía.

—Todavía somos aceptados de buen grado, ¿no es así, Su Ilustrísima?

—Por lo que a mí concierne, sí, Su Ilustrísima. Aunque quizás a Annias no le haga ninguna gracia.

—Es una lástima para él. ¿Cómo afecta esto a las cifras, Talen?

—Sólo ha aumentado de sesenta y nueve votos a setenta y uno y una fracción, mi señor Komier. Ése es el sesenta por ciento que Annias necesita para ganar.

—¿Y la mayoría simple?

—Sigue conservándola. Únicamente precisa sesenta y uno.

—No creo que ninguno de los patriarcas neutrales se pasen a su bando en una cuestión esencial hasta que él les haga la oferta que esperan —opinó Dolmant—. Lo más probable es que se abstengan, y entonces Annias necesitará… —frunció el entrecejo, absorto.

—Sesenta y seis votos, Su Ilustrísima —salió en su ayuda Talen—. Le falta un voto.

—Un chico encantador —murmuró Dolmant—. Nuestro mejor plan de acción será pues hacer que toda votación tenga carácter fundamental…, incluso una que decida si se encienden más velas.

—¿Cómo se consigue eso? —inquirió Komier—. Estoy un poco anquilosado en el proceder de estas cuestiones.

—Uno de nosotros se pone en pie y dice «fundamento» —explicó Dolmant con una tenue sonrisa.

—¿No nos van a denegar simplemente tal petición?

—Oh, no, mi querido Komier —lo tranquilizó, riendo entre dientes, Emban—. La votación que dirime si una cuestión es asunto de fundamento o no, es en sí misma un asunto fundamental. Me parece que lo hemos atrapado, Dolmant. Ese voto que no tiene le impedirá el acceso al trono del archiprelado.

—A menos que pueda hacerse con más dinero —advirtió Dolmant— o que se produzca por azar la muerte de más patriarcas. ¿A cuántos de nosotros tiene que matar para poder ganar, Talen?

—Todos vosotros podríais ayudarlo un poco. —Talen esbozó una mueca.

—Vigila tus modales —vociferó Berit.

—Perdonad —se disculpó Talen—. Supongo que debería haber añadido «Su Ilustrísima». Annias necesita reducir el número total de votantes como mínimo en dos para poder disponer del sesenta por ciento necesario, Su Ilustrísima.

—En ese caso deberemos asignar caballeros para que protejan a los patriarcas leales —reflexionó Abriel—, y eso reducirá el número de los que patrullan la ciudad tratando de localizar a los miembros que faltan. Esto comienza a depender de la toma de control de las calles. Necesitamos desesperadamente a Wargun.

Emban lo miró, desconcertado.

—Es algo que ideamos en Demos, Su Ilustrísima —explicó Abriel—. Annias está intimidando a los patriarcas gracias a que Chyrellos está repleto de soldados eclesiásticos. Si un patriarca, ya seáis vos o el patriarca Dolmant, declara una crisis de religión y ordena a Wargun que suspenda las operaciones en Arcium y traiga sus ejércitos aquí a Chyrellos, la situación cambia drásticamente y la intimidación se inclina del otro lado.

—Abriel —señaló Dolmant con voz dolorida—, no elegimos un archiprelado valiéndonos de la intimidación.

—Vivimos en un mundo real, Su Ilustrísima —replicó Abriel— dado que fue Annias quien decidió las reglas de este juego, no nos queda más remedio que jugar a su manera…, a menos que uno tenga por casualidad otro juego de dados.

—Además —agregó Talen—, eso nos proporcionaría como mínimo un voto más.

—¿Ah, sí? —se extrañó Dolmant.

—El patriarca Bergsten está con el ejército de Wargun y probablemente podríamos convencerlo para que votara.

—¿Por qué no nos colocamos en círculo y redactamos una carta dirigida al rey de Thalesia, Dolmant? —propuso, sonriente, Emban.

—Yo mismo iba a sugerirlo, Emban. Y tal vez deberíamos olvidar hablar de ello a nadie más. La orden contradictoria de algún otro patriarca podría confundir a Wargun y lo cierto es que, tal como está, ya padece bastante confusión.