Capítulo 4

Ehlana iba a convertirse en un problema, decidió Sparhawk mientras se quitaba la armadura poco después de haberse presentado ante su reina a la mañana siguiente. Aun cuando ella no había estado ausente de su pensamiento durante su exilio, ahora veía que debía someterse a una serie de difíciles ajustes mentales. Cuando él se había ido, sus posiciones relativas habían estado claramente definidas. El era el adulto y ella la niña. Eso había cambiado y ahora ambos pisaban el desconocido terreno de la relación entre monarca y súbdito. Kurik y otras personas le habían contado que la muchacha que él había educado casi desde que era un bebé había dado muestras de considerable temple durante los pocos meses que habían precedido a su envenenamiento por parte de Annias. Oírlo, sin embargo, era una cosa y experimentarlo, otra muy distinta. Esto no significaba que Ehlana se comportara de manera brusca o autoritaria con él, pues no era así. Ella sentía —pensaba, y confiaba, el caballero— un genuino afecto por él, y no le daba órdenes directas sino que le daba a entender que esperaba que él accediera a sus deseos. Estaban moviéndose en un área indefinida que ofrecía toda clase de oportunidades para que ambos dieran pasos en falso.

Varios incidentes recientes eran ejemplo de aquello. En primer lugar, su petición de que él durmiera en la habitación contigua a la suya era, a su entender, de lo más inadecuado, incluso ligeramente escandaloso. Cuando él había intentado argüir en ese sentido, no obstante, ella se había reído de sus temores. Su armadura, razonaba él, había proporcionado cierta defensa contra las habladurías. Los tiempos que corrían eran, en fin de cuentas, agitados, y la reina de Elenia precisaba protección. Como su paladín, Sparhawk tenía la obligación, el derecho incluso, de montar guardia a su lado. Pero cuando había vuelto a presentarse ante ella esa mañana con armadura al completo, había arrugado la nariz y sugerido que cambiara de atuendo inmediatamente. Él sabía que ésa sería una grave equivocación. El paladín de la reina en armadura era una cosa, y nadie que tuviera una mínima preocupación por su propia salud iba a presentar el más mínimo reparo por la proximidad de Sparhawk a la persona real. En cambio, si iba vestido con jubón y calzones, la situación cambiaba totalmente. Los criados murmurarían, y las habladurías de éstos siempre encontraban la manera de propagarse por la ciudad.

Ahora Sparhawk se miraba dubitativamente en el espejo. Llevaba un jubón de terciopelo negro con ribetes de plata y unos calzones grises. La vestimenta guardaba un leve parecido con un uniforme, y las botas negras que había elegido presentaban una apariencia más militar que los zapatos de afilada punta que a la sazón estaban de moda en la corte. Descartó el fino estoque que tenía a mano y se ciñó en su lugar su pesada espada de hoja ancha. El efecto era un tanto ridículo, pero la presencia de la contundente arma afirmaba a las claras la ocupación que traía a Sparhawk a los apartamentos de la reina.

—Esto queda absolutamente grotesco —se rió Ehlana cuando regresó a la sala de estar donde ella yacía confortablemente albergada por mullidos cojines en un diván, con las rodillas cubiertas por una colcha de satén azul.

—¿Mi reina? —contestó él con frialdad.

—La espada de hoja ancha, Sparhawk. Está completamente fuera de lugar con esa ropa. Quitárosla, por favor, ahora mismo y ceñiros el estoque que ordené que se os entregara.

—Si mi apariencia os ofende, Majestad, me retiraré. La espada, sin embargo, se queda donde está. No puedo protegeros con una aguja de hacer calceta.

Los grises ojos de la reina centellearon.

—Sois un… —comenzó a decir airadamente.

—Es mi decisión, Ehlana —la atajó—. Vuestra seguridad es una responsabilidad mía, y las medidas que yo adopte para facilitárosla no están sujetas a discusión.

Intercambiaron una larga y dura mirada. Aquélla no sería la primera vez que sus voluntades entrarían en conflicto, auguró Sparhawk.

—Tan rígido e inflexible, mi paladín —dijo Ehlana, con la mirada ya más cálida.

—En lo que concierne a Su Majestad, sí lo soy —admitió sin ambages, en la creencia de que era mejor dejar aquello bien sentado desde un principio.

—¿Pero por qué estamos discutiendo, mi caballero? —La joven sonrió caprichosamente, haciendo aletear las pestañas.

—No hagáis eso, Ehlana —la reprendió, sin advertir que adoptaba el tono que había utilizado cuando ella era una niña—. Sois la reina, y no una remilgada camarera que trata de salirse con la suya. No pidáis ni intentéis ser encantadora. Ordenad.

—¿Os quitaríais la espada si os lo ordenara, Sparhawk?

—No, pero yo no estoy sometido a las normas generales.

—¿Quién lo ha decidido?

—Yo. Podemos mandar a buscar al conde de Lenda si lo deseáis. Está muy versado en la ley y puede darnos su opinión sobre este asunto.

—Pero si él se decide contra vos, no vais a hacerle caso, ¿verdad?

—No.

—Eso no es justo, Sparhawk.

—No estoy tratando de ser justo, mi reina.

—Sparhawk, cuando estamos solos como ahora, ¿creéis que podríais dispensarme de los tratamientos de «Su Majestad» y «mi reina»? Después de todo, yo tengo un nombre, y no temíais utilizarlo cuando yo era niña.

—Como queráis —acordó con un encogimiento de hombros.

—Decidlo, Sparhawk. Decid Ehlana. No es un nombre desagradable y estoy convencida de que no os vais a atragantar al pronunciarlo.

—De acuerdo, Ehlana —capituló, sonriendo.

Después de la derrota sufrida en la cuestión de la espada, ella necesitaba una victoria de alguna clase para recomponer su dignidad.

—Estáis mucho más atractivo cuando sonreís, mi paladín. Deberíais intentar sonreír más a menudo. —Se arrellanó en los cojines con aire pensativo. Su pálido pelo rubio había sido cuidadosamente peinado esa mañana y llevaba unas cuantas joyas, modestas aunque caras. Tenía las mejillas encantadoramente sonrosadas, lo cual contrastaba con la extrema blancura de su piel—. ¿Qué hicisteis en Rendor después de que el idiota de Aldreas os enviara al exilio?

—Ésa no es manera apropiada de hablar de vuestro padre, Ehlana.

—Apenas si se comportó como un padre, Sparhawk, y su inteligencia no era precisamente sobresaliente. Los esfuerzos que hizo manteniendo relaciones con su hermana debieron de ablandarle el cerebro.

—¡Ehlana!

—No seáis tan mojigato, Sparhawk. Todo el palacio estaba al corriente de ello… y toda la ciudad, probablemente.

Sparhawk resolvió que era hora de buscar un marido para su reina.

—¿Cómo averiguasteis tantos detalles sobre la princesa Arissa? —le preguntó—. La enviaron a ese convento cercano a Demos antes de que vos nacierais.

—Las habladurías duran mucho tiempo, Sparhawk, y Arissa distaba mucho de ser una mujer discreta.

Sparhawk se devanó los sesos buscando la manera de cambiar de tema. Aun cuando Ehlana parecía ser consciente de lo que implicaban sus palabras, él no podía dar crédito a la idea de que ella pudiera ser tan desenvuelta en aquellas cuestiones. Una parte de sí mismo se aferraba con obstinación a la noción de que, bajo su evidente madurez, aún subsistía la misma niña inocente que había dejado diez años antes.

—Tendedme la mano izquierda —le indicó él—. Tengo algo para vos.

El tono que marcaba sus relaciones era todavía impreciso. Ambos lo sentían vivamente y padecían una extrema incomodidad por ello.

Sparhawk fluctuaba entre una rígida y correcta formalidad y un trato rudo, de autoridad casi militar. Ehlana también parecía oscilar de un momento a otro entre la juguetona y flaca muchachita que él había instruido y moldeado, y la reina plenamente desarrollada. En un nivel bastante más profundo, ambos eran extremadamente conscientes de los cambios que el paso de una corta década había provocado en Ehlana. El proceso de maduración había aportado significativas transformaciones en el cuerpo de Ehlana. Dado que Sparhawk no había estado presente para acostumbrarse gradualmente a ellas, ahora se le aparecían de improviso en todo su esplendor. Trataba tan bien como sabía de evitar mirarla sin ofenderla. Ehlana, por su parte, parecía bastante satisfecha con sus recientemente adquiridos atributos y daba la impresión de vacilar entre el deseo de exhibirlos, de hacer alarde de ellos incluso, y una vergonzosa compulsión a ocultarlos detrás de cualquier cosa que se le presentara a mano. Eran momentos difíciles para los dos.

A estas alturas se debería dejar bien claro algo en defensa de Sparhawk. La casi apabullante femineidad de Ehlana, unida a su majestuoso semblante y desconcertante candor, lo habían confundido, y los anillos ofrecían un aspecto tan similar que es comprensible que sacara el suyo propio por equivocación. Deslizó la sortija en el dedo de la joven sin darse cuenta de lo que ello implicaba.

A pesar de la semejanza de los dos anillos, existían minúsculas diferencias entre ellos, y es de todos sabido que las mujeres son infalibles para reconocer tan pequeñas variaciones. Ehlana dedicó a la sortija de rubí que acababa de colocar en su mano lo que apenas pasó de ser una ojeada y después, con un chillido de regocijo, se arrojó a sus brazos, casi haciéndole perder el equilibrio, y pegó los labios a los suyos.

Fue una desafortunada casualidad, tal vez, que Vanion y el conde de Lenda eligieran ese momento para entrar en la habitación. El anciano conde carraspeó educadamente y Sparhawk, ruborizado hasta la raíz del pelo, se zafó delicada pero firmemente de los brazos con que la reina le había rodeado el cuello.

El conde de Lenda sonreía sagazmente y Vanion tenía una ceja enarcada.

—Perdonad la interrupción —se disculpó diplomáticamente Lenda—, pero, dado que vuestra recuperación parece seguir un halagüeño curso, lord Vanion y yo habíamos pensado que sería momento adecuado de poneros al corriente de ciertos asuntos de estado.

—Desde luego, Lenda —respondió la reina, desoyendo la pregunta implícita acerca de qué estaban haciendo exactamente ella y Sparhawk cuando la pareja había entrado en la habitación.

—Hay unos amigos aguardando afuera, Su Alteza —informó Vanion—. Ellos se hallan en condiciones de referiros algunos acontecimientos de manera más detallada de lo que haríamos el conde y yo.

—Entonces hacedlos pasar, naturalmente.

Sparhawk se dirigió a un aparador y se sirvió un vaso de agua; por algún motivo, tenía la boca muy seca.

Vanion salió afuera y regresó con los amigos de Sparhawk.

—Creo que conocéis a Sephrenia, Kurik y sir Kalten, Su Majestad —dijo. Después presentó a los demás, omitiendo juiciosamente informarla sobre las actividades profesionales de Talen.

—Estoy muy contenta de conoceros a todos —los halagó graciosamente—. Ahora, antes de comenzar, tengo una noticia que participaros. Sir Sparhawk aquí presente acaba de pedirme en matrimonio. ¿No ha sido un gesto encantador por su parte?

Sparhawk, que en esos instantes tenía el vaso junto a la boca, tosió repetidas veces, atragantado.

—Vaya, ¿qué os ocurre, querido? —preguntó con inocencia Ehlana. El caballero se señaló la garganta, emitiendo extraños ruidos.

Cuando Sparhawk hubo en cierto modo recobrado el aliento y algunos jirones de su compostura, el conde de Lenda volvió la mirada hacia su reina.

—¿Deduzco bien al pensar que Su Majestad ha aceptado la proposición de su paladín?

—Por supuesto que sí. Eso era lo que estaba haciendo cuando habéis entrado.

—¡Oh! —exclamó el anciano—. Ya veo. —Lenda era un consumado diplomático, capaz de pronunciar frases como aquélla sin esbozar el más leve asomo de sonrisa.

—Mis felicitaciones, mi señor —dijo con brusquedad Kurik, atenazando férreamente la mano de Sparhawk y estrechándola vigorosamente.

Kalten tenía los ojos clavados en Ehlana.

—¿Sparhawk? —preguntó con incredulidad.

—¿No es curioso cómo vuestros más íntimos amigos nunca llegan a comprender realmente vuestra grandeza, cariño mío? —señaló la joven a Sparhawk—. Sir Kalten —afirmó entonces—, vuestro amigo de infancia es el más excelso caballero del mundo y cualquier mujer se sentiría honrada teniéndolo por marido. —Sonrió con aire satisfecho—. Sin embargo, soy yo quien lo ha cazado. Bien, amigos, sentaos y contadme por favor lo que ha sucedido en mi reino durante mi enfermedad. Confío en que seréis breves. Mi prometido y yo tenemos planes que trazar.

Vanion, que se había quedado de pie, recorrió a los demás con la mirada.

—Si olvido mencionar algo importante, no dudéis en intervenir y corregidme —indicó. Luego dirigió la mirada al techo—. ¿Por dónde empezar? —musitó.

—Podríais comenzar diciéndome qué fue lo que me puso tan enferma, lord Vanion —sugirió Ehlana.

—Os envenenaron, Majestad.

—¿Cómo?

—Un veneno muy raro originario de Rendor…, el mismo que provocó la muerte de vuestro padre.

—¿Quién fue el responsable?

—En el caso de vuestro padre, fue su hermana. En el vuestro, fue el primado Annias. Sabíais que había puesto sus miras en el trono del archiprelado de Chyrellos, ¿no es cierto?

—Desde luego. Hice cuanto pude por interponerme en su camino. Si accede a ese trono, creo que me convertiré al eshandismo… o tal vez me haga estiria. ¿Me aceptaría vuestro Dios, Sephrenia?

—Diosa, Majestad —la corrigió Sephrenia—. Yo adoro a una diosa.

—Qué idea más práctica. ¿Debería cortarme el pelo y ofrecerle en sacrificio unos cuantos niños elenios?

—No seáis ridícula, Ehlana.

—Sólo bromeaba, Sephrenia. —Ehlana soltó una carcajada—. ¿Pero no es eso lo que el pueblo elenio dice de los estirios? ¿Cómo os enterasteis de que me habían envenenado, lord Vanion?

Vanion trazó una somera descripción del encuentro entre Sparhawk y el espectro del rey Aldreas y de la recuperación del anillo que ahora, por error, decoraba la mano del paladín. Después prosiguió, refiriéndose al puesto de gobernante que de hecho había asumido Annias y la elevación del primo de la reina a la condición de príncipe regente.

—¿Lycheas? —exclamó en ese punto la joven—. Es ridículo. Si no sabe ni vestirse él solo. —Frunció el entrecejo—. Si me envenenaron y la sustancia utilizada fue la misma que mató a mi padre, ¿cómo es que todavía estoy viva?

—Hicimos uso de la magia para sostener vuestra vida, reina Ehlana —le explicó Sephrenia. Vanion expuso a continuación el regreso de Sparhawk de Rendor y su creciente convicción de que Annias la había envenenado con el objetivo principal de obtener acceso a su tesoro para poder financiar su campaña para el archiprelado.

Sparhawk se hizo cargo de la historia entonces y relató a la joven dama que acababa de pescarlo en sus redes el viaje que habían realizado el grupo de caballeros de la Iglesia y sus compañeros a Chyrellos, luego a Borrata y finalmente a Rendor.

—¿Quién es Flauta? —lo interrumpió en cierto momento Ehlana.

—Una huérfana estiria —repuso el caballero—. Al menos eso creímos. Parecía tener unos seis años, pero resultó que tenía una edad muy, muy superior.

Prosiguió su relato, describiendo el recorrido por las tierras de Rendor y la entrevista con el médico de Dabour que había accedido a revelarles que sólo la magia podía salvar a la reina. Después pasó a referir su encuentro con Martel.

—Nunca me gustó —declaró la reina, torciendo el gesto.

—Ahora trabaja para Annias —la informó Sparhawk—, y estaba en Rendor coincidiendo con nuestra visita. Había un loco fanático religioso allá, Arasham, que ejercía de líder espiritual del reino. Martel trataba de convencerlo para que invadiera los reinos elenios occidentales con el fin de proporcionar una distracción que permitiera a Annias actuar impunemente durante la elección del nuevo archiprelado. Sephrenia y yo fuimos a la tienda de Arasham, y Martel se encontraba allí.

—¿Lo matasteis? —preguntó Ehlana con ferocidad.

Sparhawk pestañeó, sorprendido por aquella faceta de carácter en la que nunca había reparado antes.

—No era precisamente el momento adecuado, mi reina —se disculpó—. En su lugar ideé un subterfugio y persuadí a Arasham de que no invadiera hasta recibir noticias mías. Martel estaba furioso, pero no pudo hacer nada al respecto. Él y yo sostuvimos una pequeña conversación y me confesó que era él quien había encontrado el veneno y lo había puesto en manos de Annias.

—¿Tendría peso jurídico esta declaración en un tribunal, mi señor? —preguntó Ehlana al conde de Lenda.

—Dependería del juez, Su Majestad —respondió éste.

—No tenemos por qué preocuparnos por eso, Lenda —aseguró con tono inflexible—, porque yo voy a ser el juez… y también el jurado.

—Una situación un tanto irregular —murmuró el conde.

—También lo fue lo que nos hicieron a mi padre y a mí. Continuad con el relato, Sparhawk.

—Volvimos aquí a Cimmura y fuimos al castillo de los pandion. Allí fui llamado para acudir a la cripta real situada bajo la catedral para reunirme con el espectro de vuestro padre. Me dijo unas cuantas cosas… Primero, que fue vuestra tía quien lo había envenenado y que fue Annias quien os hizo administrar el veneno a vos. También me reveló que Lycheas era el fruto de ciertas intimidades acaecidas entre Annias y Arissa.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Ehlana—. Abrigaba un cierto temor de que fuera el hijo bastardo de mi padre. Ya es bastante bochornoso tener que admitir que es mi primo, ¿pero un hermano? Impensable.

—El fantasma de vuestro padre también me comunicó que lo único capaz de salvaros la vida era el Bhelliom.

—¿Qué es el Bhelliom?

Sparhawk introdujo la mano debajo de su jubón y sacó la bolsa de lona. Después la abrió y mostró a la luz la rosa de zafiro.

—Esto es el Bhelliom, Majestad —le enseñó.

Una vez más, presintió más que verlo con precisión un aleteo de oscuridad en los límites de su visión. Se deshizo de tal impresión y tendió la joya al frente.

—¡Qué exquisita! —gritó la dama, alargando la mano hacia ella.

—¡No! —la atajó Sephrenia con tono conminante—. ¡No la toquéis, Ehlana! ¡Podría destruiros!

Ehlana se echó atrás, con los ojos muy abiertos.

—Pero Sparhawk está tocándola —objetó.

—A él lo conoce. Puede que también os conociera a vos, pero es mejor no correr riesgos. Hemos invertido mucho tiempo y esfuerzo en vos para echarlo a perder ahora.

Sparhawk volvió a introducir la gema en la bolsa y la guardó.

—Hay algo más que deberíais saber, Ehlana —manifestó Sephrenia—. El Bhelliom es el objeto más poderoso y codiciado del mundo, y Azash desea desesperadamente hacerse con él. Esa era la finalidad de la invasión de Occidente llevada a cabo por Otha hace quinientos años. Otha tiene zemoquianos, y otros que no lo son, aquí en Occidente que buscan la joya. Debemos impedir por todos los medios que caiga en su poder.

—¿Deberíamos destruirlo ahora? —la interrogó con tristeza Sparhawk, que sin saber a qué atribuirlo hubo de poner gran empeño en llegar a formular la pregunta.

—¿Destruirlo? —se indignó Ehlana—. ¡Pero si es muy hermoso!

—Es asimismo diabólico —sentenció Sephrenia. Hizo una pausa—. Aunque tal vez diabólico no sea la palabra apropiada. La gema no tiene la noción de la diferencia entre el bien y el mal. No, Sparhawk, conservémosla durante un tiempo más hasta estar seguros de que Ehlana está fuera de peligro de recaída. Seguid con la historia, pero tratad de ser breve. Vuestra reina todavía está débil.

—Haré un resumen pues —aceptó.

Contó a su reina cómo habían buscado en el campo de batalla del lago Randera y cómo al fin lograron localizar al conde Ghasek. La reina escuchaba atentamente, dando casi la impresión de que contenía el aliento mientras él refería los sucesos acaecidos en el lago Venne. El caballero resumió la explicación de la interferencia del rey Wargun —aunque no utilizó exactamente esa palabra— y después describió el peligroso encuentro con Ghwerig en la cueva y la revelación de la verdadera identidad de Flauta.

—Y así es como están las cosas ahora, mi reina —concluyó—. El rey Wargun está combatiendo a los rendoreños en Arcium; Annias está en Chyrellos aguardando el fallecimiento del archiprelado Clovunus; y vos estáis restituida en el trono que os corresponde por derecho legítimo.

—Y también recién prometida —le recordó, poniendo de manifiesto que no estaba dispuesta a permitir que lo olvidara. Reflexionó un instante—. ¿Y qué habéis hecho con Lycheas? —inquirió con vivo interés.

—Está en la mazmorra que le corresponde, Majestad.

—¿Y Harparin y el otro?

—El gordo está en la mazmorra con Lycheas. Harparin nos ha dejado de manera bastante repentina.

—¿Lo habéis dejado escapar?

—No, Su Majestad —intervino Kalten—. Se ha puesto a chillar y a intentar ordenarnos que saliéramos de la cámara del consejo. Vanion se ha cansado de tanto ruido y ha dejado que Ulath lo degollara.

—Muy apropiado. Quiero ver a Lycheas.

—¿No deberíais descansar? —se inquietó Sparhawk.

—No hasta que le haya dicho unas cuantas cosas a mi primo.

—Iré en su busca —se ofreció Ulath, antes de volverse y salir de la estancia.

—Mi señor de Lenda —propuso entonces Ehlana—, ¿os pondréis al frente de mi consejo real?

—Como desee Su Majestad —acató Lenda con una reverencia.

—Y, lord Vanion, ¿participaréis también en él… cuando vuestras otras ocupaciones os lo permitan?

—Me sentiría honrado, Su Majestad.

—Como mi consorte y paladín, Sparhawk dispondrá también de asiento en la mesa del consejo… y creo que Sephrenia también.

—Yo soy estiria, Ehlana —señaló Sephrenia—. ¿Sería prudente poner a una estiria en vuestro consejo, dada la inclinación negativa que siente el vulgo elenio por nuestra raza?

—Voy a poner fin a esa insensatez de una vez por todas —aseveró Ehlana—. Sparhawk, ¿se os ocurre otra persona que pudiera ser útil en el consejo?

El caballero pensó un momento y de repente tuvo una idea.

—Conozco a un hombre que no es de alta cuna, Su Majestad, pero es muy inteligente y entiende mucho sobre un aspecto de Cimmura cuya existencia probablemente vos desconocéis.

—¿Quién es ese hombre?

—Se llama Platime.

—¿Habéis perdido el juicio, Sparhawk? —espetó Talen después de soltar un torrente de carcajadas—. ¿Vais a dejar que Platime entre en el edificio donde están el tesoro y las joyas de la corona?

—¿Hay algún problema relacionado con ese hombre? —inquirió Ehlana, algo desconcertada.

—Platime es el ladrón más importante de Cimmura —la informó Talen—. Lo sé de buena tinta porque yo solía trabajar con él. Controla a todos los ladrones y mendigos de la ciudad… así como a los timadores, matones y putas.

—¡Vigila ese lenguaje, jovencito! —vociferó Kurik.

—Ya he oído otras veces esas palabras —apuntó, sin inmutarse, Ehlana—. Sé lo que significan. Decidme, Sparhawk, ¿cuál es el razonamiento que os mueve a proponerlo?

—Como he dicho, Platime es muy inteligente, en ciertos aspectos brillante, y, aunque suene algo extraño, es un patriota. Tiene una visión global muy completa de la sociedad de Cimmura y controla medios para obtener información que yo ni siquiera me atrevo a soñar. No hay nada que ocurra en Cimmura, o en casi todo el resto del mundo, a decir verdad, de lo que él no esté al corriente.

—Me entrevistaré con él —prometió Ehlana.

Entonces Ulath y sir Perraine entraron arrastrando a Lycheas. Éste se quedó mirando boquiabierto a su prima con ojos desorbitados a causa de la sorpresa.

—¿Cómo…? —comenzó a decir, antes de callar súbitamente, mordiéndose el labio.

—¿No esperabais verme viva, Lycheas? —le preguntó ella con tono viperino.

—Creo que es una práctica habitual arrodillarse en presencia de la reina, Lycheas —gruñó Ulath, propinándole un puntapié que le hizo perder el equilibrio y quedar postrado en el suelo en una humillante postura.

—Su Majestad —explicó el conde de Lenda tras aclararse la garganta—, durante el tiempo que duró vuestra enfermedad, el príncipe Lycheas insistió en que debía recibir el tratamiento de «Su Majestad». Deberé consultar los estatutos, pero creo que ello constituye delito de alta traición.

—Como mínimo, con ese cargo lo he arrestado yo —añadió Sparhawk.

—Con eso me basta —dijo Ulath, poniendo en alto el hacha—. Dad vuestro consentimiento, reina de Elenia, y en cuestión de minutos tendremos su cabeza coronando una viga en la puerta de palacio.

Lycheas los miró horrorizado, con la boca abierta, y luego se puso a llorar, suplicando que le perdonaran la vida, en tanto su prima fingía estar planteándose seriamente la cuestión. Al menos, en eso confiaba Sparhawk.

—Aquí no, sir Ulath —se pronunció con cierto pesar—. Las alfombras, ¿comprendéis?

—El rey Wargun quería ahorcarlo —aseguró Kalten. Dirigió la mirada hacia arriba—. Tenéis un elevado techo muy adecuado aquí, Majestad, y vigas sólidas. No tardaré ni un minuto en conseguir una cuerda. Podemos tenerlo bailando en el aire en un santiamén, y la horca no es ni la mitad de engorrosa que la decapitación.

—¿Qué os parece, querido? —preguntó Ehlana a Sparhawk—. ¿Deberíamos colgar a mi primo? Sparhawk estaba profundamente conmovido por la frialdad con que ella se había expresado.

—Ah…, él conoce una gran cantidad de información que podría sernos de utilidad, mi reina —observó.

—Podría ser cierto —reconoció la reina—. Decidme, Lycheas, ¿tenéis información que querríais compartir con nosotros mientras reflexiono sobre esto?

—Diré cuanto queráis, Ehlana —gimoteó el bastardo. Ulath le propinó un guantazo en la nuca.

—Su Majestad —apuntó.

—¿Cómo?

—A la reina se le da el trato de «Su Majestad» —explicó Ulath, volviendo a golpearlo.

—S… Su Majestad —tartamudeó Lycheas.

—Hay otra cuestión a tomar en cuenta, mi reina —continuó Sparhawk—. Como recordaréis, Lycheas es el hijo de Annias.

—¿Cómo lo habéis averiguado? —exclamó Lycheas.

—No os estaba hablando a vos —le hizo ver Ulath, dándole un nuevo cogotazo—. Hablad cuando os dirijan la palabra.

—Como decía —prosiguió Sparhawk—, Lycheas es el hijo de Annias, y podría ser una pieza útil para negociar en Chyrellos cuando vayamos allí a impedir que Annias acceda al trono del archiprelado.

—Oh —aceptó la reina, malhumorada—, estoy de acuerdo, supongo, pero, en cuanto acabéis con él, devolvedlo a sir Ulath y sir Kalten. Estoy segura de que encontrarán la manera de decidir cuál de ellos se encarga de él.

—¿A los palillos? —preguntó Kalten a Ulath.

—O podríamos jugárnoslo a los dados —propuso a su vez Ulath.

—Mi señor de Lenda —dijo entonces Ehlana—, ¿por qué no os lleváis vos y Vanion a este infortunado a otro sitio y lo interrogáis? Me pongo enferma sólo de verlo. Llevaos a sir Kalten y sir Ulath con vosotros. Su presencia podría animarlo a mostrarse más amable.

—Sí, Su Majestad —repuso Lenda, reprimiendo una sonrisa.

Cuando se hubieron llevado a Lycheas de la habitación, Sephrenia miró directamente a la cara a la reina.

—No estaríais planteándooslo en serio, ¿verdad? —le preguntó.

—Oh, por supuesto que no… No demasiado en serio, en todo caso. Sólo quiero hacer sudar un poco a Lycheas. Creo que me lo debe. —Suspiró fatigadamente—. Creo que me gustaría descansar un poco ahora. Sparhawk, sed amable y llevadme a la cama.

—Eso raya lo indecoroso —replicó rígidamente el interpelado.

—Oh, dejaos de tonterías. De todas formas ya podéis ir acostumbrándoos a pensar en mí y en las camas a la vez.

—¡Ehlana!

La joven se echó a reír y le tendió los brazos. Mientras se inclinaba para levantar en brazos a su reina, percibió fugazmente la cara que ponía Berit. El joven novicio lo miraba con odio inconfundible. Eso podría acarrear problemas, previo Sparhawk, que resolvió sostener una larga conversación con Berit tan pronto como se presentara la oportunidad. Trasladó a Ehlana a la otra habitación y la metió en un gran lecho.

—Habéis cambiado mucho, mi reina —observó gravemente—. No sois la misma persona que dejé hace diez años. —Era hora de airear aquella cuestión para que ambos dejaran de andarse con rodeos al respecto.

—Os habéis dado cuenta —replicó ella con malicia.

—Acabáis de dar una muestra de ello —señaló el caballero, volviendo a adoptar un aire profesional—. Sólo tenéis dieciocho años, Ehlana. No os favorece adoptar las maneras mundanas de una mujer de treinta y cinco. Yo recomiendo fervientemente una actitud pública más inocente.

Se retorció por la cama hasta quedarse tumbada boca abajo con la cabeza en el lugar opuesto a donde debía estar. Luego apoyó la barbilla en las manos y, con ojos bien abiertos y expresión ingenua, pestañeó y dio pataditas con un pie a la almohada.

—¿Así? —inquirió.

—Parad de hacer tonterías.

—Sólo pretendo complaceros, prometido mío. ¿Había algo más de mí que querríais modificar?

—Os habéis vuelto dura, chiquilla.

—Ahora os toca a vos dejar de hacer algo —dijo con firmeza—. No volváis a llamarme «chiquilla», Sparhawk. Dejé de serlo el día en que Aldreas os mandó a Rendor. Podía ser una niña mientras estabais aquí para protegerme, pero, cuando os hubisteis ido, no pude permitírmelo más. —Se sentó con las piernas cruzadas en la cama—. La corte de mi padre era un lugar muy inhóspito para mí, Sparhawk —explicó con seriedad—. Me vestían de gala y me exhibían en funciones de la corte donde podía ver a Annias sonriendo afectadamente. Todos los amigos que tenía eran apartados de mí, o asesinados, con lo cual me vi obligada a distraerme escuchando los insustanciales cotilleos de las doncellas. Como grupo, las doncellas tienden a ser libertinas. En una ocasión tracé un diagrama… Vos me enseñasteis a ser metódica, como recordaréis. No daríais crédito a lo que ocurre en el sitio donde se encuentra la servidumbre. Mi diagrama indicaba que una agresiva e insignificante lagarta casi había superado a la propia Arissa en sus conquistas. Su disponibilidad era casi legendaria. Si a veces doy la impresión de ser «mundana»… ¿no era ésa la palabra?… podéis achacar la culpa a los tutores que se hicieron cargo de mi educación cuando os marchasteis. Al cabo de pocos años, dado que cualquier muestra de amistad que yo diera a los caballeros y damas de la corte era motivo inmediato de exilio o de algo peor, deposité mi confianza en los criados. Como los criados esperan recibir órdenes, yo doy órdenes. Ahora es una costumbre. Sin embargo, fue algo que me sirvió. Nada sucede en el palacio de lo que no se enteren los sirvientes, y no pasó mucho tiempo hasta que me lo contaron todo. Utilizaba esa información para protegerme de mis enemigos, y todos los de la corte salvo Lenda eran enemigos míos. No fue una infancia digna de tal nombre, Sparhawk, pero me preparó mucho mejor que las horas vacías dedicadas a hacer girar aros o desperdiciando afecto en muñecas o animalitos de trapo. Si parezco dura, es porque crecí en un ambiente hostil. Puede que tardéis años en suavizar esas asperezas, pero no me cabe duda de que yo apreciaré los esfuerzos que hagáis en ese sentido. —Esbozó una encantadora sonrisa que no alcanzó a disipar una especie de aire defensivo patente en sus ojos.

—Mi pobre Ehlana —dijo Sparhawk, con el corazón en un puño.

—En absoluto, querido Sparhawk. Ahora os tengo a vos y eso me convierte en la mujer más rica del mundo.

—Tenemos un problema, Ehlana —anunció gravemente.

—Yo no veo ninguno. No ahora.

—Creo que me habéis interpretado mal cuando os he dado el anillo por error. —Lamentó al instante haberlo dicho, pues la reina abrió los ojos como si acabara de abofetearla—. Por favor, no os lo toméis a mal —se apresuró a añadir—. Es que soy demasiado viejo para vos, eso es todo.

—No me importa la edad que tengáis —declaró con tono desafiante—. Sois mío, Sparhawk, y nunca os dejaré ir. —Su voz sonaba con convicción tan férrea que él casi se encogió al oírla.

—Tenía la obligación de hacéroslo ver —enmendó, tratando de suavizar la espantosa herida que le acababa de provocar—. Es el deber, comprendedlo.

A lo cual la reina le sacó la lengua.

—De acuerdo, ahora que ya habéis rendido honores a la cuestión del deber, no volveremos a mencionarlo nunca. ¿Para cuándo os parece que fijemos la boda? ¿Antes o después de que os vayáis con Vanion a Chyrellos para matar a Annias? Personalmente, prefiero que sea lo antes posible. He oído toda clase de comentarios sobre lo que ocurre cuando un marido y una esposa están a solas y realmente siento muchísima curiosidad.

Sparhawk se puso rojo como la grana ante el desparpajo de aquella confesión.