Capítulo 3

Kurik despertó temprano a Sparhawk la mañana siguiente y lo ayudó a enfundarse la negra armadura de ceremonia. Después, con el cinto de la espada y el yelmo en la mano, Sparhawk se dirigió al estudio de Vanion para aguardar el alba y la llegada de los demás. Aquél era el gran día. Hacía más de medio año que volcaba todos sus esfuerzos en la llegada de ese día en el que miraría de frente los ojos de su reina, la saludaría y le juraría lealtad. Una terrible impaciencia lo consumía. Quería poner el broche final a aquello y maldecía el perezoso sol que tardaba tanto en salir.

—Y entonces, Annias —casi ronroneó—, vos y Martel vais a convertiros en insignificantes notas a pie de página de la historia.

—¿Sufriste un golpe en la cabeza cuando tuviste esa pelea con Ghwerig? —Era Kalten, que también llevaba su armadura negra de ceremonia y que entró con el yelmo bajo el brazo.

—No —respondió Sparhawk—. ¿Por qué?

—Estabas hablando solo. La mayoría de la gente no hace eso, lo sabes bien.

—Te equivocas, Kalten. Casi todo el mundo lo hace. La mayor parte del tiempo, no obstante, hablan solos repasando conversaciones pasadas… o planeando algunas que aún no han ocurrido.

—¿A cuál de las dos ocupaciones te estabas dedicando?

—A ninguna. Estaba avisando a Annias y a Martel lo que les espera.

—No han podido oírte.

—Quizá no, pero darles algún tipo de advertencia es lo más caballeroso que se puede hacer. Al menos yo sabré que lo dije, incluso si ellos lo ignoran.

—Me parece que yo no me tomaré esas molestias cuando vaya en busca de Adus. —Kalten sonrió—. ¿Tienes noción de cuánto tardaría en hacerle entrar una idea en la cabeza a Adus aunque fuera a golpes? Oh, por cierto, ¿y quién liquidará a Krager?

—Dejémoslo a alguien que nos preste algún favor.

—No está mal la idea. —Kalten calló un momento, adoptando un semblante más serio—. ¿Va a funcionar, Sparhawk? ¿Va a curar realmente el Bhelliom a Ehlana, o sólo hemos estado engañándonos a nosotros mismos?

—Creo que va a salir bien. Tenemos que creer que así será. El Bhelliom es muy, muy poderoso.

—¿Lo has utilizado alguna vez?

—Sí, una. Derrumbé parte de una cadena montañosa en Thalesia con él.

—¿Por qué?

—Era necesario. No pienses en el Bhelliom, Kalten. Es muy peligroso hacerlo. Kalten puso una expresión escéptica.

—¿Vas a permitir que Ulath acorte un poco la estatura de Lycheas cuando lleguemos a palacio? Ulath disfruta de veras haciéndole eso a la gente… O yo podría colgar al bastardo, si prefieres.

—No lo sé —respondió Sparhawk—. Tal vez debamos esperar y dejar que Ehlana tome la decisión.

—¿Por qué molestarla con eso? Seguramente estará un poco débil después de todo esto y, como paladín suyo, deberías tratar de evitarle todo esfuerzo. —Kalten miró con ojos entornados a Sparhawk—. No te lo tomes a mal —añadió—, pero Ehlana es una mujer, y las mujeres son notoriamente blandas de corazón. Si lo dejamos a su albedrío, puede que no nos autorice a matarlo. Preferiría tenerlo bien muerto antes de que ella despierte. Le presentaremos disculpas, por supuesto, pero es muy difícil resucitar a alguien, por más arrepentido que uno esté.

—Eres un bárbaro, Kalten.

—¿Yo? Oh, por cierto, Vanion ha ordenado ponerse la armadura a nuestros hermanos. En principio todos estaremos listos a la salida del sol, cuando la gente de la ciudad abra las puertas. —Kalten frunció el entrecejo—. Ello podría representar un problema, no obstante, habrá soldados eclesiásticos en las puertas y tal vez intenten cerrárnoslas en las narices cuando nos vean venir.

—Para eso están los arietes —repuso con indiferencia Sparhawk.

—La reina podría enojarse un poco contigo si se entera de que has estado derribando las puertas de su capital.

—Se las haremos arreglar a los soldados eclesiásticos.

—Es un trabajo honrado, y eso es algo casi desconocido para los soldados eclesiásticos. No obstante, sugiero que observes detenidamente esa hilera de adoquines delante de las puertas antes de tomar una determinación. Los soldados de la Iglesia no son muy diestros con las herramientas. —El rubio caballero se hundió en un sillón, produciendo un crujido con la armadura—. Nos ha llevado mucho tiempo, Sparhawk, pero casi ya estamos al cabo del camino, ¿no es cierto?

—Muy cerca —concedió Sparhawk—, y, en cuanto Ehlana esté recuperada, podemos ir en busca de Martel.

—Y de Annias —agregó Kalten, con un vivo fulgor en los ojos—. Creo que deberíamos colgarlo del arco de la puerta principal de Chyrellos.

—Es un primado de la Iglesia, Kalten —le recordó Sparhawk con voz apesadumbrada—. No puedes hacerle eso.

—Podemos pedirle disculpas después.

—¿De qué manera exactamente te propones hacerlo?

—Ya se me ocurrirá algo —respondió Kalten con desenvoltura—. Quizá podríamos decir que había sido un error o algo parecido.

El sol ya había salido cuando se reunieron en el patio. Vanion, con rostro pálido y macilento, bajó cansinamente las escaleras cargando una gran caja.

—Las espadas —explicó concisamente a Sparhawk—. Sephrenia dice que las necesitaremos cuando estemos en la sala del trono.

—¿No puede trasladarlas otra persona? —le preguntó Kalten.

—No. Son mi carga. Cuando llegue Sephrenia, nos pondremos en marcha.

La pequeña mujer estiria estaba muy calmada, con aire ausente, cuando salió al patio con la espada de sir Gared en la mano y con Talen tras ella.

—¿Os encontráis bien? —inquirió Sparhawk.

—He estado preparándome para el ritual que celebraremos en la sala del trono —repuso la estiria.

—Puede que participemos en alguna refriega —señaló Kurik—. ¿Es prudente que llevemos a Talen?

—Yo puedo protegerlo —respondió Sephrenia—, y su presencia es necesaria por motivos que no creo que vayáis a comprender.

—Montemos y partamos —propuso Vanion.

Sonó un gran tintineo cuando los cien caballeros pandion de negra armadura subieron a caballo.

Sparhawk se situó, como era habitual, al lado de Vanion con Kalten, Bevier, Tynian y Ulath a corta distancia detrás de ellos, y la columna de pandion los siguió a retaguardia. Cruzaron el puente levadizo al trote y arremetieron contra el perplejo grupo de soldados eclesiásticos que se encontraban ante la puerta. Obedeciendo a una concisa señal de Vanion, un destacamento de pandion se separó del cortejo y rodeó a los falsos obreros.

—Retenedlos aquí hasta que nosotros nos hayamos hecho cargo de las puertas de la ciudad —ordenó Vanion—. Después llevadlos a la población y reuníos con nosotros.

—Sí, mi señor —repuso Perraine.

—De acuerdo, caballeros —los exhortó Vanion—, creo que un galope sería lo adecuado en estos momentos. No demos demasiado tiempo a los soldados de la ciudad para prepararse para nuestra llegada.

Recorrieron con estruendo de cascos la relativamente corta distancia que separaba el castillo de la orden de la Puerta del Este de Cimmura, donde, a pesar de la preocupación de Kalten acerca de la posibilidad de que la hallaran cerrada, los soldados eclesiásticos, tomados por sorpresa, no pudieron reaccionar a tiempo.

—¡Caballeros! —protestó con voz aguda un oficial—. ¡No podéis entrar en la ciudad sin la autorización del príncipe regente!

—¿Con vuestro permiso, lord Vanion? —consultó educadamente Tynian.

—Desde luego, sir Tynian —consintió Vanion—. Tenemos asuntos urgentes que atender y no podemos desperdiciar el tiempo con ociosas chácharas.

Tynian adelantó el caballo. El caballero deirano, de cara engañosamente redonda, tenía un semblante que por lo general iba asociado con el buen humor y un enfoque alegre de la vida. Su armadura, no obstante, ocultaba un torso extraordinariamente desarrollado y unos poderosos brazos y hombros.

—Amigo mío —dijo al oficial con tono afable, tras desenvainar la espada—, ¿seríais tan amable de apartaros para dejarnos pasar? Estoy seguro de que ninguno de nosotros desea que se produzcan altercados desagradables aquí. —Su tono era cortés, casi amigable.

La mayoría de los soldados eclesiásticos, acostumbrados desde hacía tiempo a que todo el mundo acatara su voluntad en Cimmura, no estaban preparados para que nadie pusiera en tela de juicio su autoridad. Para su mala fortuna, el oficial se contaba entre ellos.

—Debo prohibiros la entrada a la ciudad sin una autorización expresa del príncipe regente —declaró con tozudez.

—¿Es vuestra última palabra, pues? —preguntó Tynian con tono pesaroso.

—Lo es.

—Vos lo habéis decidido, amigo —dijo Tynian.

Después se irguió sobre los estribos y le descargó por alto la espada. Dado que el oficial no podía creer que alguien fuera a agredirlo, no realizó movimiento alguno para protegerse. Su expresión era de gran sorpresa cuando la pesada arma de ancha hoja de Tynian se abrió camino entre su cuello y hombro para abrirle un tajo en diagonal en el cuerpo. La sangre brotó a borbotones de la terrible herida, y el cuerpo súbitamente rígido quedó colgando de la espada de Tynian, retenida entre los bordes abollados de la gran raja abierta en el peto de acero del oficial. Tynian se apoyó en la silla, sacó el pie del estribo y desprendió de un puntapié el cadáver del arma.

—Le he pedido que se apartara, lord Vanion —puntualizó—. Puesto que decidió no hacerlo, lo que ha ocurrido es de su entera responsabilidad, ¿no os parece?

—Así ha sido, sir Tynian —acordó Vanion—. No veo que hayáis tenido culpa vos. Os habéis comportado como modelo de cortesía.

—Prosigamos pues —propuso Ulath, descolgando su hacha de guerra de la silla del caballo—. Veamos —dijo a los atónitos soldados eclesiásticos—, ¿quién es el siguiente?

Los soldados se dieron a la fuga.

Los caballeros que habían estado custodiando a los obreros llegaron al trote, llevando a sus prisioneros en primera fila. Al ver una columna de caballeros pandion de desapacible semblante cabalgando por las adoquinadas calles, los ciudadanos de Cimmura, plenamente conscientes de cuál era la situación en palacio, no tardaron en prever una inminente batalla. Las puertas se cerraron una tras otra, y después de ellas siguieron los postigos.

Los caballeros siguieron cabalgando por las repentinamente solitarias calles. A sus espaldas se oyó un malévolo zumbido seguido de un sonoro ruido metálico. Sparhawk hizo girar a Faran.

—De veras deberías vigilar tu espalda, Sparhawk —aconsejó Kalten—. Eso era una saeta de ballesta, y te hubiera acertado justo entre los omóplatos. Me debes lo que me va a costar volver a esmaltar el escudo.

—Te debo mucho más que eso, Kalten —contestó, agradecido, Sparhawk.

—Qué extraño —observó Tynian—. La ballesta es un arma lamorquiana. No son muchos los soldados eclesiásticos que las utilizan.

—Tal vez fuera algo personal —gruñó Ulath—. ¿Habéis ofendido últimamente a algún lamorquiano, Sparhawk?

—No que yo sepa.

—No tiene sentido que nos entretengamos con pláticas al llegar a palacio —reflexionó Vanion—. Ordenaré a los soldados que arrojen las armas en cuanto lleguemos.

—¿Creéis que lo harán? —inquirió Kalten.

—Probablemente no —reconoció Vanion, sonriendo con tristeza—. Al menos, no sin haber presenciado varias ejecuciones ejemplares. Cuando lleguemos, Sparhawk, quiero que os llevéis a vuestros amigos aquí presentes y que guardéis la puerta de palacio. No me parece que fuera buena idea ir persiguiendo a los soldados de la Iglesia por los pasillos.

—De acuerdo —aceptó Sparhawk.

Puestos sobre aviso por los hombres que habían huido de las puertas de la ciudad, los soldados eclesiásticos se habían apostado en formación en el patio de palacio y habían cerrado las puertas, prioritariamente decorativas, de éste.

—Traed el ariete —ordenó Vanion.

Una docena de pandion se adelantaron con una pesada viga prendida con cuerdas a sus sillas. Tardaron quizás unos cinco minutos en derribar las puertas y entonces los caballeros de la Iglesia se introdujeron en el patio.

—¡Arrojad las armas! —gritó Vanion a los confusos soldados del patio.

Sparhawk condujo a sus amigos por el borde del patio hasta las grandes puertas que daban entrada a palacio. Allí desmontaron y subieron las escaleras para enfrentarse a la docena de soldados que montaban guardia frente a la entrada. El oficial que ostentaba el mando desenvainó la espada.

—¡Nadie puede entrar! —vociferó.

—Dejadme paso, compadre —solicitó Sparhawk en su característico tono mortalmente calmado.

—Yo no recibo órdenes de… —comenzó a replicar el oficial.

Después sus ojos se velaron al tiempo que se producía un sonido similar al que haría un melón que chocara en el suelo cuando Kurik lo descabezó limpiamente con su maza erizada de púas. El oficial se vino abajo con el cuerpo crispado.

—Esto es una novedad —comentó sir Tynian a sir Ulath—. Nunca había visto antes que a alguien le saliera el cerebro por la oreja.

—Kurik es muy bueno manejando esa maza —convino Ulath.

—¿Alguna pregunta? —preguntó amenazadoramente Sparhawk a los otros soldados. Estos se quedaron mirándolo fijamente.

—Me parece que os han ordenado que arrojarais las armas —les recordó Kalten. Los interpelados se desprendieron de sus armas.

—Os relevamos en vuestra función aquí, compadres —los informó Sparhawk—. Podéis reuniros con vuestros amigos en el patio. El cuerpo de guardia se apresuró a bajar las escaleras. Los pandion montados avanzaban lentamente hacia los soldados que se encontraban de pie en el patio. Los más fanáticos ofrecieron cierta resistencia, y los caballeros pandion les proporcionaron las «ejecuciones ejemplares» que su preceptor había mencionado. El centro del recinto pronto se cubrió de sangre y de cabezas, brazos y algunas piernas sueltas. A medida que iban viendo el balance de la lucha, los soldados abandonaban las armas y ponían los brazos en alto. Hubo un obstinado grupo que continuaba oponiéndoseles, pero los caballeros los acorralaron contra una pared y allí dieron cuenta de ellos.

—Conducid a los supervivientes a los establos —ordenó Vanion, mirando en derredor— y apostad unos cuantos guardias. —Después desmontó y retrocedió hasta la destartalada puerta—. Ya ha pasado todo, pequeña madre —anunció a Sephrenia, que había aguardado afuera con Talen y Berit—. Podéis pasar sin peligro.

Sephrenia entró en el patio a lomos de su blanco palafrén, tapándose los ojos con una mano. Talen, en cambio, miraba a su alrededor con ojos brillantes y perversos.

—Deshagámonos de esto —propuso Ulath a Kurik, inclinándose para agarrar por los hombros al oficial muerto.

Entre los dos apartaron el cuerpo y Tynian aplastó pensativamente con el pie el charco de sesos que cubría parte del escalón superior.

—¿Siempre partís en pedazos a vuestros enemigos de esta manera? —preguntó Talen a Sparhawk mientras desmontaba y acudía a ayudar a Sephrenia a bajar del caballo.

—Vanion quería que los soldados vieran lo que les ocurriría si presentaban más resistencia. El desmembramiento suele ser muy convincente.

—¿Debéis hacerlo? —Sephrenia tuvo un escalofrío.

—Será mejor que nos dejéis entrar primero, pequeña madre —aconsejó Sparhawk cuando Vanion se reunió con ellos acompañado de veinte caballeros—. Puede que haya soldados escondidos adentro.

Comprobaron que sí los había, pero los caballeros de Vanion los localizaron con su acostumbrada eficiencia, los llevaron a la puerta principal y les dieron cumplidas instrucciones de sumarse a sus compañeros que se hallaban en los establos.

Sparhawk abrió las puertas de la sala del consejo, que no custodiaba nadie, y dejó con deferencia que entrara primero Vanion. Lycheas estaba, encogido y tembloroso, detrás de la mesa del consejo con un obeso hombre vestido de rojo, y el barón Harparin daba desesperadas sacudidas al tirador de una de las campanas.

—¡No podéis entrar aquí! —espetó excitadamente Harparin a Vanion con su aguda y afeminada voz—. Os ordeno que os marchéis de inmediato con el peso de la autoridad del príncipe Lycheas. Vanion le dirigió una fría mirada, que no extrañó a Sparhawk, el cual conocía el gran desdén que profesaba por el repugnante pederasta.

—Este hombre me irrita —declaró categóricamente, señalando a Harparin—. ¿Me hará alguien el favor de quitármelo de delante?

Ulath rodeó la mesa con el hacha de guerra en las manos.

—¡No os atreveréis! —chilló Harparin, echándose atrás y manipulando vanamente todavía el tirador—. Soy un miembro del consejo real. No osaréis hacerme nada.

Ulath, de hecho, se atrevió. La cabeza de Harparin rebotó una vez y luego fue rodando por la alfombra hasta pararse cerca de la ventana. Tenía la boca extremadamente abierta y los ojos aún desorbitados por el horror.

—¿Era más o menos esto lo que proponíais, lord Vanion? —preguntó educadamente el fornido thalesiano.

—Aproximadamente, sí. Gracias, sir Ulath.

—¿Y qué hacemos con los otros dos? —Ulath apuntó con el hacha a Lycheas y al obeso personaje.

—Ah… todavía no, sir Ulath. —El preceptor pandion se acercó a la mesa del consejo cargando con la caja que contenía las espadas de los caballeros caídos—. Ahora, Lycheas, decidme, ¿dónde está el conde de Lenda?

Lycheas se quedó mirándolo boquiabierto.

—Sir Ulath —dijo Vanion con voz gélida como el hielo.

—¡No! —gritó Lycheas—, Lenda está prisionero abajo en las bodegas. No le hemos hecho daño, lord Vanion. Os juro que está…

—Llevad a Lycheas y a este otro abajo a las mazmorras —ordenó Vanion a un par de sus caballeros—. Liberad al conde de Lenda y poned a estos dos en su celda. Después traed al conde.

—¿Me permitís, mi señor? —solicitó Sparhawk.

—Por supuesto.

—Lycheas, el bastardo —dijo ceremoniosamente Sparhawk—: Como paladín de la reina, tengo el inconfundible placer de arrestaros con el cargo de alta traición. La pena es de sobra conocida. Nos ocuparemos de ello en el momento apropiado. Las reflexiones que os hagáis al respecto os mantendrán ocupado en las largas y tediosas horas de vuestro confinamiento.

—Podría ahorraros un montón de tiempo y de gastos, Sparhawk —se ofreció servicialmente Ulath, volviendo a levantar el hacha. Sparhawk fingió tomar en cuenta la oferta.

—No —declinó con aire de lamentarlo—. Lycheas ha pisoteado al pueblo de Cimmura y creo que éste tiene derecho a presenciar el espectáculo de una hermosa y sucia ejecución pública.

Lycheas lloriqueaba aterrorizado cuando sir Perraine y otro caballero se lo llevaron a rastras pasando por delante de la cabeza de desorbitados ojos del barón Harparin.

—Sois un hombre duro y despiadado, Sparhawk —observó Bevier.

—Lo sé. —Sparhawk miró a Vanion—, tendremos que esperar a Lenda —señaló—. Tiene la llave de la sala del trono. No quiero que Ehlana se despierte y vea que le hemos hecho añicos la puerta.

Vanion asintió con la cabeza.

—De todas formas lo necesito para otra cuestión —explicó. Depositó la caja de las espadas en la mesa del consejo y tomó asiento en una de las sillas—. Oh, por cierto —indicó—, tapad a Harparin antes de que Sephrenia entre aquí. Las cosas de esta naturaleza la afligen.

Aquélla era otra prueba, pensó Sparhawk, de que la consideración con que Vanion trataba a Sephrenia iba más allá de lo que era habitual en él.

Ulath se encaminó a la ventana, arrancó una de las cortinas y se volvió, deteniéndose tan sólo para colocar con el pie la cabeza de Harparin debajo de su cuerpo, y después cubrió los restos con la tela.

—Toda una generación de muchachitos dormirán más tranquilos ahora que Harparin ya no está entre nosotros —observó con ligereza Kalten—, y seguramente mencionarán a Ulath en sus oraciones cada noche.

—Recibiré todas las bendiciones que se me dediquen —repuso Ulath con tono indiferente.

Sephrenia entró seguida de Talen y Berit, y miró en derredor.

—Qué agradable sorpresa —apreció—. Estaba esperando encontrarme con los restos de alguna nueva carnicería. —Entonces entornó los ojos y apuntó al cuerpo tapado que yacía junto a la pared—. ¿Qué es esto? —preguntó.

—El difunto barón Harparin —respondió Kalten—. Nos ha dejado de una manera un tanto repentina.

—¿Lo habéis hecho vos, Sparhawk? —inquirió con tono acusador.

—¿Yo?

—Os conozco demasiado bien, Sparhawk.

—En realidad he sido yo, Sephrenia —dijo con voz cansina Ulath—. Siento mucho que os incomode, pero, ya se sabe, soy thalesiano. Tenemos fama de ser unos bárbaros. —Se encogió de hombros—. Uno se ve más o menos obligado a mantener la reputación de su país, ¿no os parece?

Negándose a responder, la mujer fue recorriendo con la mirada la habitación, fijándola en los rostros de los otros pandion presentes.

—Bien —constató—. Estamos todos aquí. Abrid la caja, lord Vanion.

Vanion hizo lo que le pedía.

—Caballeros —se dirigió Sephrenia a los pandion presentes en la sala al tiempo que depositaba la espada de sir Gared en la mesa junto a la caja—. Hace unos meses, doce de vosotros colaborasteis conmigo en la invocación del hechizo que ha mantenido con vida a la reina Ehlana. Desde entonces, seis de vuestros valientes compañeros se han marchado a la Morada de los Muertos. Sus espadas, no obstante, deben estar con nosotros cuando revoquemos el encantamiento para poder curar a la reina. Por eso, cada uno de los que estuvisteis allí debe llevar el arma de uno de vuestros compañeros fallecidos así como la suya propia. Voy a liberar el hechizo que hará posible que toméis dichas espadas. Después iremos a la sala del trono, donde seréis relevados en la tarea de cargar las espadas de los muertos.

—¿Relevados? —se extrañó Vanion—. ¿Por quién?

—Por sus propietarios.

—¿Vais a invocar fantasmas en la sala del trono? —preguntó, perplejo.

—Vendrán sin ser llamados. Sus juramentos son garantía de ello. Como en la anterior ocasión, rodearéis el trono con las espadas extendidas. Yo revocaré el encantamiento, y el cristal desaparecerá. El resto depende de Sparhawk… y del Bhelliom.

—¿Qué es lo que debo hacer exactamente? —inquirió Sparhawk.

—Os lo diré en el momento oportuno —respondió la estiria—. No quiero que hagáis nada prematuro.

Sir Perraine entró en la sala del consejo acompañando al anciano conde de Lenda.

—¿Cómo era la mazmorra, mi señor de Lenda? —preguntó alegremente Vanion.

—Húmeda, lord Vanion —repuso Lenda—. También oscura y bastante apestosa. Ya sabéis cómo son las mazmorras.

—No. —Vanion emitió una carcajada—. De veras que no. Es una experiencia a la que preferiría renunciar. —Observó la arrugada cara del viejo cortesano—. ¿Os encontráis bien, Lenda? —inquirió—. Parecéis cansado.

—Los viejos siempre parecen cansados, Vanion. —Lenda sonrió—. Y yo soy más viejo que la mayoría de ellos. —Irguió sus delgados hombros—. Ser arrojado a las mazmorras es un azar que va con la profesión de quienes ostentan cargos públicos. Uno acaba por acostumbrarse. He pasado peores penalidades.

—Estoy convencido de que Lycheas y ese individuo disfrutarán de la mazmorra, mi señor —le aseguró Kalten de buen humor.

—Lo dudo mucho, sir Kalten.

—Les hemos inculcado la idea de que el final de su encarcelamiento marcará su entrada en otro mundo. Estoy seguro de que preferirán la mazmorra. Las ratas no son tan desagradables.

—Veo que el barón Harparin está ausente —observó Lenda—. ¿Ha escapado?

—Sólo en cierto modo, mi señor —respondió Kalten—. Estaba comportándose de manera muy ofensiva. Ya sabéis cómo era Harparin. Sir Ulath le dio una lección de cortesía… con el hacha.

—Veo que este día está lleno de placenteras sorpresas —constató riéndose Lenda.

—Mi señor de Lenda —anunció un tanto ceremoniosamente Vanion—, ahora vamos a ir a la sala del trono a curar a la reina. Me gustaría que vos fuerais testigo de dicha curación para que podáis confirmar su identidad en caso de que más adelante se suscitaran dudas al respecto. El vulgo es supersticioso, y existen individuos que tal vez quisieran hacer circular rumores que propagaran que Ehlana es una impostora.

—Muy bien, mi señor Vanion —aceptó Lenda—, pero ¿cómo os proponéis curarla?

—Ya lo veréis. —Sephrenia sonrió y, tendiendo las manos sobre las espadas, habló unos momentos en estirio. Las armas brillaron un instante cuando invocó el hechizo, y los caballeros que habían estado presentes durante el ritual que encerró a la reina en una urna de cristal se acercaron a la mesa. La mujer les habló brevemente en voz baja y luego cada uno de ellos tomó una de las espadas—. Muy bien —dijo—, vayamos a la sala del trono.

—Esto es muy misterioso —comentó Lenda a Sparhawk mientras caminaban por el corredor en dirección a la sala del trono.

—¿Habéis visto alguna vez una demostración real de la magia? —le preguntó Sparhawk.

—Yo no creo en la magia, Sparhawk.

—Es posible que modifiquéis muy pronto vuestro punto de vista. —Sparhawk esbozó una sonrisa.

El anciano cortesano sacó la llave de un bolsillo interior y abrió la puerta de la sala del trono. Después todos entraron detrás de Sephrenia. La estancia estaba oscura pues, durante el confinamiento de Lenda, nadie se había molestado en cambiar las velas. Sparhawk, no obstante, todavía oía el mesurado palpitar del corazón de su reina resonando en las tinieblas. Kurik salió afuera y trajo una antorcha.

—¿Ponemos velas nuevas? —preguntó a Sephrenia.

—Sin duda —respondió la estiria—. No vamos a despertar a la reina en una habitación a oscuras.

Kurik y Berit cambiaron los cirios consumidos por otros enteros y después Berit miró con curiosidad a la joven reina a la que había servido tan fielmente sin siquiera haberla visto nunca. Los ojos se le desorbitaron súbitamente y pareció contener el aliento. Su mirada reflejaba una veneración insuperable, pero Sparhawk creyó percibir en ella algo más que mero respeto. Berit tenía aproximadamente la misma edad que Ehlana y, después de todo, ella era muy hermosa.

—Eso está mucho mejor —alabó Sephrenia, paseando la mirada por la estancia iluminada—. Sparhawk, venid conmigo —indicó, conduciéndolo al estrado sobre el que se asentaba el trono. Ehlana permanecía sentada de forma idéntica a como lo había hecho durante todos aquellos meses. Lucía la corona de Elenia encima de sus pálidos y rubios cabellos y vestía su atuendo de ceremonia. Tenía los ojos cerrados y el semblante sereno.

—Sólo unos minutos más, mi reina —murmuró Sparhawk que, extrañamente, tenía los ojos anegados de lágrimas y el corazón en un puño.

—Quitaos los guanteletes, Sparhawk —dijo Sephrenia—. Los anillos deberán estar en contacto con el Bhelliom para liberar su poder.

El pandion se desprendió de los guanteletes de malla metálica e, introduciendo la mano debajo de la sobreveste, sacó la bolsa de lona y aflojó la cuerda que la cerraba.

—Bien, caballeros —indicó Sephrenia a los caballeros supervivientes—, ocupad vuestros lugares.

Vanion y los otros cinco pandion se situaron en posiciones espaciadas rodeando el trono, cada uno de ellos empuñando su propia espada y la de uno de sus compañeros fallecidos.

Sephrenia permaneció junto a Sparhawk y comenzó a formar el encantamiento en estirio a la vez que ondulaba los dedos. Las velas disminuían e incrementaban su llama casi de manera acompasada al sonoro hechizo. En un momento determinado, la sala fue impregnándose del conocido olor a muerte. Sparhawk apartó los ojos del rostro de Ehlana para aventurar una mirada hacia el círculo de caballeros. Donde antes había habido seis, ahora había doce. Las traslúcidas formas de los que habían perecido uno tras otro en el transcurso de los meses precedentes habían regresado sin ser invocadas para hacerse cargo por última vez de sus espadas.

—Ahora, caballeros —instruyó Sephrenia a los vivos y a los muertos a un tiempo—, apuntad con vuestras espadas al trono.

Entonces dio inicio a un encantamiento distinto. El extremo de cada espada comenzó a brillar, y aquellas incandescentes puntas de luz fueron tornándose más y más resplandecientes hasta rodear el trono con un anillo de pura luz. Sephrenia alzó el brazo, pronunció una palabra, y luego lo bajó con rapidez. El cristal que envolvía el trono se agitó como el agua y desapareció de repente.

Ehlana inclinó la cabeza hacia adelante y su cuerpo comenzó a temblar violentamente. Su respiración se hizo trabajosa y los latidos de su corazón, que todavía resonaban en la habitación, adquirieron un ritmo irregular. Sparhawk subió de un salto al estrado para acudir en su ayuda.

—¡Aún no! —lo atajó Sephrenia.

—Pero…

—¡Haced lo que os digo!

El caballero permaneció inútilmente inclinado sobre su sufriente reina durante un minuto que se le antojó una hora. Poco después Sephrenia se adelantó y levantó la barbilla de Ehlana con ambas manos. Los grises ojos de la reina estaban muy abiertos y desenfocados, y su rostro aparecía grotescamente torcido.

—Ahora, Sparhawk —indicó Sephrenia—, tomad el Bhelliom en las manos y aplicádselo al corazón. Aseguraos de que los anillos toquen la piedra. Ordenadle al mismo tiempo que la cure. Sparhawk cogió la rosa de zafiro con las dos manos y luego tocó suavemente con la gema el pecho de Ehlana.

—¡Sana a mi reina, Bhelliom Rosa Azul! —ordenó en voz alta.

La enorme oleada de poder que brotó de la joya que asía lo obligó a caer de rodillas. Las velas parpadearon y oscurecieron su luz como si alguna tenebrosa sombra hubiera pasado por la habitación. ¿Era algo que huía? ¿O acaso era esa sombra espantosa que lo seguía y lo acechaba en todos sus sueños? Ehlana se quedó rígida y su esbelto cuerpo se pegó violentamente contra el respaldo del trono. De su garganta brotó un ronco jadeo y después su mirada de desorbitados ojos recobró de improviso un aire racional y se fijó con perplejidad en Sparhawk.

—¡Ya está! —exclamó Sephrenia con voz temblorosa antes de dejarse caer débilmente en la tarima.

Ehlana inspiró profundamente, estremeciéndose.

—¡Mi caballero! —gritó con voz apagada, tendiendo los brazos hacia el pandion de negra armadura que permanecía de hinojos ante ella. Pese a su fragilidad, su voz era rica y modulada, la voz de una mujer ahora y no la infantil que Sparhawk recordaba—. Oh, mi Sparhawk, por fin habéis venido a mí. —Puso las temblorosas manos sobre sus acorazados hombros y, acercando la cara por debajo de su visera levantada, lo besó largamente.

—Basta ya, criaturas —les dijo Sephrenia—. Sparhawk, llevadla a sus aposentos.

Sparhawk estaba muy perturbado. El beso de Ehlana había distado mucho de ser infantil. Guardó el Bhelliom, se quitó el yelmo y lo lanzó a Kalten y después alzó cuidadosamente a Ehlana en sus brazos. Ésta le rodeó los hombros con sus pálidos brazos y apoyó la mejilla contra la suya.

—Oh, os he encontrado —musitó—, y os amo, y no os dejare marchar.

Sparhawk reconoció el texto que estaba citando y lo encontró escandalosamente inapropiado. Su desazón iba en aumento. Era evidente que en todo aquello había un grave malentendido.