Capítulo 2

Al igual que en los restantes reinos norteños, el clima de Thalesia era muy lluvioso, y a la mañana siguiente caía una fina llovizna de un cielo dominado por negros nubarrones que se desplazaban hacia el estrecho de Thalesia sobre el mar de Deira.

—Un espléndido día para viajar —observó secamente Stragen mientras él y Sparhawk se asomaban a una ventana parcialmente cegada para ver la mojada calle de abajo—. Detesto la lluvia. Me pregunto si podría encontrar alguna oportunidad de hacer carrera en Rendor.

—No os lo recomiendo —lo disuadió Sparhawk, recordando una calle abrasada por el sol de Jiroch.

—Nuestros caballos ya están embarcados —informó Stragen—. Podemos partir en cuanto Sephrenia y los demás estén listos. —Calló un momento—. ¿Está siempre tan inquieto por la mañana ese caballo ruano vuestro? —preguntó con curiosidad—. Mis hombres me han contado que ha mordido a tres de ellos de camino a los muelles.

—Debería haberlos prevenido. Faran no es el caballo más dócil del mundo.

—¿Por qué no lo cambiáis?

—Porque, de todos lo que he tenido, es el caballo en el que más he confiado. Estoy dispuesto a soportar algunos de sus caprichos a cambio de eso. Además, me gusta.

Stragen miró la cota de mallas de Sparhawk.

—No tenéis por qué llevarla, ¿sabéis?

—Es la costumbre. —Sparhawk se encogió de hombros—. Y hay un buen número de personas hostiles buscándome en estos momentos.

—Huele fatal.

—Uno se habitúa a ello.

—Parecéis taciturno esta mañana, Sparhawk. ¿Algo no va bien?

—Llevo mucho tiempo en los caminos y, además, he presenciado algunas cosas que no estaba preparado para aceptar. Estoy intentando acomodarlas en mi mente.

—Tal vez algún día, cuando nos conozcamos mejor, podréis hablarme de ellas. —Stragen pareció recordar algo—. Oh, por cierto, Tel me mencionó lo de esos tres rufianes que estaban buscándoos anoche. Ya no os buscan.

—Gracias.

—En realidad era una especie de cuestión de orden interno. Violaron una de las normas básicas al no consultarme antes de salir en pos de vos. No puedo permitirme que se sienten este tipo de precedentes. No pudimos sonsacarles gran cosa, me temo. Cumplían órdenes de alguien que no es thalesiano, eso es lo único que pudimos averiguar de uno que todavía respiraba. ¿Por qué no vamos a ver si Sephrenia está lista?

Unos quince minutos más tarde, había un elegante carruaje esperándolos en la puerta trasera del almacén. Subieron a él, y el conductor maniobró diestramente el tiro para rodear la estrecha calleja y salir a la calle principal.

Al llegar al puerto, el vehículo se dirigió a un muelle y se paró junto a un barco que tenía aspecto de pertenecer al tipo de los que se solían utilizar para el comercio costero. Las velas, a medio arriar, estaban remendadas, y en sus recias barandillas se apreciaban las múltiples roturas y reparaciones de que habían sido objeto. Tenía el casco embreado y no llevaba ningún nombre en la proa.

—Es un navío pirata, ¿verdad? —preguntó Kurik cuando bajaban del carruaje.

—Sí, de hecho lo es —respondió Stragen—. Poseo un buen número de embarcaciones dedicadas a este negocio, pero ¿cómo lo habéis notado?

—Está construido para alcanzar considerable velocidad —explicó Kurik—. Tiene el bao demasiado corto para albergar un buen cargamento y los refuerzos del mástil demuestran que se hizo con la finalidad de que llevara muchas velas. Fue ideado para hundir a otros barcos.

—O para huir de ellos, Kurik. Los piratas viven vidas agitadas. Existe toda clase de gente en el mundo que ansia ahorcar a los piratas por sistema. —Stragen miró en torno a sí el brumoso puerto—. Subamos a bordo —sugirió—. No tiene gran sentido quedarnos plantados bajo la lluvia charlando de las sutilezas de la vida en el mar.

Ascendieron por la pasarela y Stragen los condujo a los camarotes de debajo de la cubierta. Los marineros soltaron las guindalezas, y el navío fue alejándose del lluvioso puerto con majestuoso paso. Una vez que se hallaron lejos de la costa y en aguas profundas, no obstante, la tripulación izó el velamen al completo y la sospechosa embarcación incrementó la velocidad y comenzó a recorrer prestamente los estrechos de Thalesia en dirección a la costa deirana.

Sparhawk subió a la cubierta hacia mediodía y encontró a Stragen acodado en la barandilla cerca de la proa, contemplando con aire taciturno el plomizo mar salpicado por la lluvia. Llevaba una pesada capa marrón y por el ala de su sombrero le chorreaba el agua hasta la espalda.

—Creía que no os gustaba la lluvia —comentó Sparhawk.

—Hay humedad abajo en el camarote —contestó el rufián—. Necesitaba un poco de aire. Me alegra que hayáis venido, Sparhawk. Los piratas no son muy buenos conversadores.

Permanecieron un rato escuchando el crujido de los aparejos y las vigas del barco y el melancólico goteo de la lluvia penetrando en el mar.

—¿Cómo es que Kurik sabe tanto de barcos? —preguntó al cabo Stragen.

—Trabajó de marino un tiempo cuando era joven.

—Así se entiende. Supongo que no querréis hablar de lo que estuvisteis haciendo en Thalesia.

—Verdaderamente no. Asuntos eclesiásticos, ¿comprendéis?

—Ah, sí —respondió Stragen—. Nuestra lacónica Santa Madre Iglesia —dijo—. A veces pienso que se guarda los secretos simplemente por pura diversión.

—Debemos apelar más o menos a la fe y creer que sabe lo que se hace.

—Vos debéis hacerlo, Sparhawk, porque sois un caballero eclesiástico. Por mi parte, no he prestado tales juramentos, de manera que dispongo de entera libertad para juzgarla con cierto escepticismo. Y, sin embargo, cuando era joven me planteé la posibilidad de entrar en el sacerdocio.

—Sin duda os habría ido bien. Los sacerdotes y el ejército siempre están interesados en los dotados hijos menores de la nobleza.

—Me gusta bastante eso. —Stragen sonrió—. «Hijo menor» suena mucho mejor que «bastardo». Pero eso no me importa realmente. No preciso rango ni legitimidad para abrirme camino en la vida. Me temo que la Iglesia y yo habríamos acabado manteniendo relaciones no excesivamente cordiales. Carezco de la humildad que parece exigir, y una congregación de apestosos fieles me habría llevado a renunciar a mis votos bastante tempranamente. —Volvió a posar la mirada en el grisáceo mar—. Cuando uno se pone a pensarlo, la vida no me dejó muchas opciones. No soy suficientemente humilde para la Iglesia, no soy bastante obediente para incorporarme al ejército y no dispongo del temperamento burgués necesario para el comercio. Aun así, estuve metido un tiempo en la corte, dado que el gobierno siempre necesita buenos administradores, sean legítimos o no, pero, después de haber dejado atrás al idiota hijo de un duque en la consecución de un puesto al que ambos aspirábamos, éste se volvió abusivo. Yo lo reté a duelo, por supuesto, y él fue tan insensato que se presentó a la cita llevando cota de mallas y esgrimiendo una espada de hoja ancha. No es con intención de ofensa, Sparhawk, pero la cota de mallas tiene excesivos agujeros para constituir una buena defensa para un afilado espadín. Mi oponente lo descubrió bien pronto en nuestro enfrentamiento. Después de que le asestara unos cuantos estoques, pareció perder interés en el asunto. Lo di por muerto…, diagnóstico que comprobé más tarde como acertado, y me retiré sin aspavientos del servicio al gobierno. Resultó que el burro al que acababa de ensartar era pariente lejano del rey Wargun, y nuestro alcohólico monarca no tiene precisamente un gran sentido del humor.

—Ya lo había advertido.

—¿Cómo despertasteis sus iras?

—Quería que participara en esa guerra que se libra en Arcium —explicó, encogiéndose de hombros, Sparhawk—, pero yo tenía algo urgente que hacer en Thalesia. Por cierto, ¿cómo sigue esa guerra? He estado bastante al margen de los acontecimientos.

—Casi toda la información que nos ha llegado se reduce a rumores. Algunos aseguran que los rendoreños han sido exterminados; otros, que Wargun ha sido vencido y que los rendoreños avanzan hacia el norte quemando todo lo que sea medianamente inflamable. Supongo que la habladuría a que uno dé crédito responde a la propia visión del mundo. —Stragen miró vivamente hacia popa.

—¿Algo va mal? —inquirió Sparhawk.

—Es ese barco de ahí atrás —señaló Stragen—. Tiene el aspecto de un barco mercante, pero se mueve demasiado deprisa.

—¿Otro pirata?

—No lo reconozco… y creedme que lo identificaría si se dedicara a la misma clase de negocio que yo practico. —Miró hacia popa con semblante tenso y luego relajó la expresión—. Está virando el rumbo. —Rió un instante—. Disculpad si doy muestras de excesiva suspicacia, Sparhawk, pero los piratas incautos suelen acabar decorando el cadalso de algún muelle. ¿Dónde estábamos?

Stragen estaba haciendo demasiadas preguntas. Probablemente ése era un buen momento para distraer su atención.

—Estabais a punto de contarme cómo abandonasteis la corte de Wargun e instalasteis negocio propio —apuntó Sparhawk.

—Me costó un poco —reconoció Stragen—, pero reúno de forma rara los requisitos para llevar una vida delictiva. En ninguna ocasión he sucumbido a los escrúpulos desde que maté a mi padre y a mis dos hermanastros.

Sparhawk se sorprendió un tanto al escuchar aquello.

—Es posible que fuera una equivocación matar a mi padre —admitió Stragen—. No era una mala persona, y pagó los gastos de mi educación, pero me ofendió el trato que daba a mi madre. Ella era una amable joven de buena familia que habían instalado en la casa de mi padre como dama de compañía de su esposa enferma. Ocurrió lo que suele ocurrir, y yo fui la consecuencia de ello. Después de mi caída en desgracia en la corte, mi padre decidió distanciarse de mí y envió a mi madre de vuelta con su familia. La pobre murió poco tiempo después. Supongo que podría justificar mi parricidio pretendiendo que murió de pena, pero, de hecho, murió atragantada por una espina de pescado. Sea como fuere, yo hice una corta visita a la casa de mi padre, y ahora su título está vacante. Mis dos hermanastros fueron lo bastante estúpidos como para interponerse y en estos momentos los tres comparten la misma tumba. Me imagino que mi padre se arrepintió de todo el dinero que había invertido en mis clases de esgrima. La expresión de su cara mientras agonizaba parecía indicar que estaba lamentando algo. —El rubio personaje se encogió de hombros—. Entonces era más joven y seguramente ahora actuaría de forma distinta. No se sacan grandes beneficios acabando a diestro y siniestro con la vida de los familiares, ¿no creéis?

—Eso depende de cómo uno defina el beneficio. Stragen esbozó una breve mueca.

—De cualquier forma, casi tan pronto como me entregué a la vida de la calle me di cuenta de que apenas existe diferencia entre un barón y un ratero o entre una duquesa y una prostituta. Intenté explicárselo a mi predecesor, pero el mentecato no quiso escucharme. Desenvainó la espada contra mí y yo lo saqué del oficio. Después comencé a instruir a los ladrones y prostitutas de Emsat. Los adorné con títulos imaginarios, delicadas ropas robadas y una gruesa capa de buenos modales para darles una apariencia de nobleza y luego los solté para que trabajaran teniendo por clientes a los aristócratas. El negocio funciona a pedir de boca, y ahora me permito pagar a mis antiguos compañeros de clase social los miles de desprecios e insultos recibidos. —Hizo una pausa—. ¿Aún no os habéis cansado de mi resentida diatriba, Sparhawk? Debo deciros que vuestra cortesía e indulgencia son casi titánicas. De todas formas ya estoy harto de estar bajo la lluvia. ¿Por qué no vamos abajo? Tengo una docena de botellas de tinto arciano en mi camarote. Podemos ponernos un poco alegres los dos y enfrascarnos en civilizada conversación.

Sparhawk calibró la compleja naturaleza del hombre mientras lo seguía hasta los camarotes. Los motivos que lo movían a comportarse de ese modo estaban claros, de eso no había duda. Su rencor y aquella desmedida sed de venganza eran perfectamente comprensibles. Lo que era insólito era su completa falta de autocompasión. Sparhawk llegó a la conclusión de que le caía simpático ese hombre. No se fiaba de él, desde luego, pues ello habría sido una imprudencia, pero, aun así, le gustaba.

—A mí también —convino Talen esa noche en su camarote cuando Sparhawk le refirió concisamente la historia de Stragen y confesó la simpatía que le inspiraba el jefe de los bandidos—. Aunque seguramente es natural, ya que Stragen y yo tenemos mucho en común.

—¿Vas a volver a echarme eso en cara? —preguntó Kurik.

—No os estoy arrojando piedras, padre —contestó Talen—. Las cosas como ésta se dan, y yo no soy menos sensible que Stragen al respecto. —Sonrió—. Aproveché nuestra similitud de orígenes mientras estaba en Emsat. Creo que yo también le caigo bien a él porque me hizo algunas ofertas realmente interesantes. Quiere que vaya a trabajar con él.

—Tienes un futuro prometedor por delante, Talen —señaló Kurik con acritud—. Podrías heredar el puesto de Platime o el de Stragen… suponiendo que no te atrapen y te cuelguen antes.

—Estoy comenzando a plantearme algo a gran escala —declaró con empaque Talen—. Stragen y yo dedicamos cierto tiempo a conjeturar sobre ello en Emsat. El consejo de los ladrones dista poco de ser un gobierno en estos momentos. Lo que le falta para recibir el calificativo de tal es un dirigente único; un rey, tal vez, o incluso un emperador. ¿No os enorgullecería ser el padre del emperador de los ladrones, Kurik?

—No especialmente.

—¿Qué os parece, Sparhawk? —inquirió el chico, con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Debería meterme en política?

—Creo que podemos encontrar una ocupación más apropiada para ti, Talen.

—Quizá, ¿pero sería tan rentable… o tan divertida?

Llegaron a la costa de Elenia a aproximadamente una legua al norte de Cardos una semana después y desembarcaron hacia mediodía en una playa solitaria bordeada de oscuros abetos.

—¿El camino de Cardos? —preguntó Kurik a Sparhawk mientras ensillaban a Faran y al caballo castrado del escudero.

—¿Puedo expresar una sugerencia? —se ofreció Stragen.

—Ciertamente.

—El rey Wargun es un hombre sensiblero cuando está borracho, lo cual sucede la mayor parte del tiempo. Vuestra huida debe de tenerlo gimoteando cada noche encima de su cerveza. Ofreció una considerable recompensa por vuestra captura en Thalesia y seguramente ha hecho circular la oferta de dicha suma aquí. Vuestra cara es bien conocida en Elenia, y nos encontramos a unas setenta leguas de Cimmura, lo cual representa como mínimo una semana de fatigosa cabalgada. ¿De veras queréis pasar tanto tiempo en un camino frecuentado en estas circunstancias? En especial a la vista del hecho de que alguien quiere cargaros el cuerpo de flechas en lugar de limitarse a entregaros a Wargun.

—Tal vez no. ¿Tenéis alguna alternativa que proponer?

—Sí, en efecto. Puede que tardemos un día más, pero Platime me enseñó en una ocasión una ruta distinta, que, aunque es algo escarpada, poca gente conoce.

Sparhawk observó con cierta suspicacia al delgado y rubio rufián.

—¿Puedo confiar en vos, Stragen? —preguntó sin ambages.

Stragen sacudió la cabeza con aire resignado.

—Talen —dijo—, ¿nunca le has explicado lo que es el derecho de asilo de los ladrones?

—Lo he intentado, pero Sparhawk es a veces duro de mollera con los conceptos morales. La cosa es así, Sparhawk. Si Stragen permite que algo os ocurra mientras estáis bajo su protección, tendrá que responder de ello ante Platime.

—Ese es aproximadamente el motivo por el que os he acompañado —reconoció Stragen—. Mientras esté con vos, os halláis todavía bajo mi protección. Me gustáis, Sparhawk, y el hecho de disponer de un caballero de la Iglesia que interceda por mí si por un azar acabara en la horca no está de más. —Su sarcástica expresión se asentó de nuevo en su rostro—. Y no sólo eso, sino que vigilando que nada os ocurra podría servirme para expiar algunos de mis más graves pecados.

—¿De veras habéis cometido tantos pecados, Stragen? —inquirió gentilmente Sephrenia.

—Más de los que puedo recordar, querida hermana —respondió el hombre en estirio—, y muchos de ellos son demasiado horribles para ser descritos en vuestra presencia.

Sparhawk dirigió una rápida mirada a Talen y éste asintió mudamente.

—Perdonad, Stragen —se disculpó el caballero—. Os he juzgado mal.

—Todo en orden, viejo amigo —le restó importancia Stragen—. Y es perfectamente comprensible. Hay días en que ni yo me fío de mí mismo.

—¿Dónde está ese otro camino que lleva a Cimmura?

Stragen miró en derredor.

—¡Vaya! ¿Sabéis?, lo cierto es que creo que empieza justo allá arriba, donde acaba la playa. ¿No es una asombrosa coincidencia?

—¿Es vuestro el barco en el que hemos navegado?

—Soy uno de sus propietarios, sí.

—¿Y habéis sugerido al capitán que esta playa podría ser un buen sitio para desembarcar?

—Me parece que recuerdo haber sostenido una conversación al respecto, sí.

—Una asombrosa coincidencia, en efecto —comentó secamente Sparhawk.

Stragen calló, centrando la mirada en el mar.

—Curioso —dijo, señalando a un barco que pasaba—. Allí está el mismo barco mercante que vimos en el estrecho. Navega con poca carga o de lo contrario no habría ido tan aprisa. —Se encogió de hombros—. Oh, bueno. Vayamos a Cimmura.

La «ruta alternativa» que siguieron apenas era más que un sendero forestal que serpenteaba entre la cadena de montañas que se alzaba entre la costa y las regiones de cultivo que regaba el río Cimmura.

Una vez desembocada en terreno más llano, la senda se confundía imperceptiblemente con una serie de hundidos caminos rurales que discurrían entre los campos.

Un día, cuando a hora temprana se hallaban en medio de aquella zona salpicada de granjas, un desastrado individuo se acercó con cautela a su campamento a lomos de una muía afectada de cojera.

—Necesito hablar con un hombre llamado Stragen —solicitó a gritos a una distancia de tiro de arco.

—Acercaos —le contestó Stragen.

—Me envía Platime —informó al thalesiano sin tomarse la molestia de desmontar—. Me encargó que os pusiera sobre aviso. Había algunos tipos buscándoos en el camino de Cardos a Cimmura.

—¿Había?

—No pudieron identificarse después de que los encontráramos, y ya no están buscando nada en estos momentos.

—Ah.

—Sin embargo, estaban haciendo preguntas antes de que los interceptáramos. Os describieron a vos y a vuestros compañeros a un buen número de campesinos y no creo que quisieran alcanzaros sólo con la intención de hablar del tiempo, milord.

—¿Eran elenios? —preguntó Stragen.

—Algunos lo eran. Los demás parecían marineros thalesianos. Alguien va detrás de vos y de vuestros amigos y me parece que con una clara intención de mataros. Si estuviera en vuestro caso, me iría a Cimmura y me metería en el sótano de Platime lo más pronto posible.

—Muchas gracias, amigo —dijo Stragen.

—Me pagan por hacer esto —explicó, con un encogimiento de hombros, el hombre—. Las gracias no aumentan el peso de mi bolsa. —Hizo girar la muía y se alejó.

—Sabía que debería haber vuelto y hundido ese barco —señaló Stragen—. Debo de estar perdiendo facultades. Será mejor que nos pongamos en marcha, Sparhawk. Corremos un gran riesgo aquí en descampado.

Tres días después, llegaron a Cimmura y se detuvieron en el borde norte del valle para observar la ciudad que se extendía abajo, humeante y plagada de niebla.

—Un lugar claramente carente de atractivo, Sparhawk —observó con ánimo crítico Stragen.

—No es muy bello —concedió Sparhawk—, pero nos gusta considerarlo nuestro hogar.

—Me separaré de vosotros aquí —anunció Stragen—. Vos tenéis asuntos que atender y yo también. ¿Puedo sugeriros que olvidemos que nos hemos conocido? Vos estáis implicado en política y yo en robos. Dejaré que sea Dios quien decida cuál de las dos ocupaciones es menos honrada. Buena suerte, Sparhawk, y mantened los ojos bien abiertos. —Dedicó una somera reverencia a Sephrenia desde la silla, volvió el caballo y se fue cabalgando hacia la desagradable población.

—Casi podría llegar a sentir simpatía por ese hombre —manifestó Sephrenia—. ¿Adonde vamos, Sparhawk? .

—Al castillo de los pandion —decidió el caballero—. Hemos estado ausentes una buena temporada y querría ponerme al corriente de la situación antes de dirigirme a palacio. —Miró con ojos entornados el sol de mediodía, débil y apagado sobre la persistente neblina que flotaba sobre Cimmura—. Guardémonos de ser vistos hasta no haber averiguado quién controla la ciudad.

Se mantuvieron al abrigo de los árboles y rodearon Cimmura por el lado norte. Kurik bajó en cierto momento del caballo y se arrastró hasta una hilera de arbustos para echar una ojeada. Tenía la expresión grave cuando regresó.

—Hay soldados eclesiásticos guarneciendo las almenas —informó.

—¿Estás seguro? —inquirió Sparhawk tras proferir un juramento.

—Los hombres que hay allá arriba visten de rojo.

—Prosigamos de todas formas. Tenemos que entrar en el castillo pandion.

La docena aproximada de hombres que reformaban ostensiblemente el pavimento seguían colocando adoquines frente a la fortaleza de los caballeros pandion.

—Llevan un año trabajando en eso —murmuró Kurik— y todavía no han acabado. ¿Esperamos a que anochezca?

—No creo que eso representara gran diferencia. Todavía estarían vigilando, y no quiero que se extienda la noticia de que estamos de vuelta en Cimmura.

—Sephrenia —preguntó Talen—, ¿podéis formar una columna de humo que suba justo encima de la parte de la ciudad próxima a la puerta?

—Sí —respondió la mujer.

—Estupendo. Entonces haremos que esos albañiles se alejen. —El muchacho les explicó el plan que había ideado.

—No está mal realmente, Sparhawk —aprobó Kurik con una nota de orgullo—. ¿Qué os parece?

—Vale la pena intentarlo. Probémoslo y veremos lo que ocurre. El uniforme rojo que Sephrenia creó para Kurik no se veía del todo auténtico, pero las manchas de hollín y humo que le agregó disimularon la mayoría de las irregularidades. Lo más importante eran las charreteras bordadas en oro que lo identificarían como oficial. El fornido escudero encaminó su caballo a través de los arbustos en dirección a un lugar cercano a la puerta de la ciudad.

Sephrenia se puso a murmurar en estirio al tiempo que gesticulaba con los dedos. La espiral de humo que se elevó desde el interior de la muralla era muy convincente: espesa, negra y espantosamente rebullente.

—Vigiladme el caballo —indicó Talen a Sparhawk, desmontando, antes de correr hacia el linde de arbustos y comenzar a chillar a voz en cuello—: ¡Fuego!

Los falsos obreros se quedaron mirándolo boquiabiertos durante un momento y luego se volvieron para mirar con consternación la ciudad.

—Siempre tiene que gritarse «Fuego» —explicó Talen, ya de vuelta—. Así la gente piensa en el sentido correcto.

Entonces Kurik llegó al galope al sitio donde se apostaban los espías fuera de la puerta del castillo pandion.

—Eh, vosotros —vociferó—, hay una casa ardiendo en el callejón de la Cabra. Id allí y ayudad a apagar el fuego antes de que el incendio se propague a toda la ciudad.

—Pero, señor —objetó uno de los trabajadores—, tenemos órdenes de permanecer aquí sin perder de vista a los pandion.

—¿Tenéis algo que apreciéis dentro de las murallas de la ciudad? —le preguntó sin rodeos Kurik—. Si ese incendio se nos escapa de las manos, podéis quedaros aquí plantado observándolo mientras se quema. ¡Ahora moveos todos! Yo voy a ir a esa fortaleza para ver si puedo convencer a los pandion para que colaboren en la extinción.

Los obreros se quedaron mirándolo un momento y luego dejaron caer sus herramientas y salieron corriendo hacia el ilusorio incendio mientras Kurik cabalgaba hacia el puente del castillo.

—Muy ingenioso —halagó Sparhawk a Talen.

—Los ladrones lo practican continuamente. —El muchacho se encogió de hombros—. Aunque nosotros tenemos que utilizar fuego de verdad. La gente sale afuera a mirar embobadamente el fuego y eso proporciona una excelente oportunidad para fisgar en sus casas en busca de algo de valor. —Dirigió la mirada a la puerta de la ciudad—. Parece que hemos perdido de vista a nuestros amigos. ¿Por qué no nos ponemos en marcha antes de que vuelvan?

Dos caballeros pandion vestidos con negra armadura salieron cabalgando a su encuentro cuando llegaron al puente levadizo.

—¿Es eso un incendio, Sparhawk? —preguntó uno de ellos un tanto alarmado.

—No realmente —repuso Sparhawk—. Sephrenia está entreteniendo a los soldados eclesiásticos.

El otro caballero sonrió a Sephrenia y después irguió la espalda.

—¿Quién sois vos que rogáis entrada en la casa de los soldados de Dios? —inició el ritual.

—No tenemos tiempo para eso, hermano —lo disuadió Sparhawk—. Será la próxima vez. ¿Quién está al mando?

—Lord Vanion.

Aquello era sorprendente, dado que el preceptor Vanion había estado profundamente implicado en la campaña de Arcium en la última ocasión en que Sparhawk había oído noticias de él.

—¿Tenéis idea de dónde puedo localizarlo?

—Está en la torre, Sparhawk —le informó el segundo caballero. Sparhawk emitió un gruñido.

—¿Cuántos caballeros hay aquí en estos momentos, hermano? —siguió preguntando.

—Unos cien.

—Bien. Tal vez los necesite. —Sparhawk espoleó a Faran con los talones y el voluminoso ruano volvió la cabeza para mirar a su amo con cierto asombro—. Tenemos prisa, Faran —explicó Sparhawk a su montura—. Celebraremos el ritual en otra ocasión.

La expresión de Faran era desaprobadora mientras se disponía a cruzar el puente.

—¡Sir Sparhawk! —lo llamó una sonora voz desde la puerta del establo.

Era el novicio Berit, un ágil y flaco joven cuyo rostro iluminaba entonces una radiante sonrisa.

—Grita un poco más fuerte, Berit —le dijo Kurik con tono reprobador— y puede que hasta lleguen a oírte en Chyrellos.

—Lo siento, Kurik —se disculpó Berit, contrito.

—Ve a buscar otros novicios que se ocupen de nuestros caballos y ven con nosotros —indicó Sparhawk al joven—. Tenemos cosas que hacer y hemos de hablar con Vanion.

—Sí, sir Sparhawk. —Berit entró corriendo en el establo.

—Es un chico muy agradable. —Sephrenia sonreía.

—Podría salir de él un buen caballero —concedió a regañadientes Kurik.

—¿Sparhawk? —inquirió con tono de extrañeza un pandion tocado con capucha cuando trasponían la arqueada puerta que conducía al interior del castillo.

El caballero se bajó la capucha y entonces vieron que era sir Perraine, el pandion que se hacía pasar por tratante de ganado en Dabour. Perraine hablaba el elenio con un ligero acento foráneo.

—¿Qué hacéis aquí en Cimmura, Perraine? —preguntó Sparhawk, estrechando la mano de su colega—. Todos pensábamos que habíais echado raíces en Dabour.

—Ah —exclamó Perraine, algo recobrado de su sorpresa—, después del fallecimiento de Arasham, no había motivos para quedarme en Dabour. Pero ¿qué estáis haciendo aquí? Nos habían dicho que el rey Wargun os estaba persiguiendo por toda Eosia Occidental.

—Perseguir no es atrapar, Perraine —señaló, sonriendo, Sparhawk—. Hablaremos más tarde. En estos momentos mis amigos y yo debemos hablar con Vanion.

—Desde luego. —Perraine ofreció una somera reverencia a Sephrenia y se alejó por el patio. Subieron las escaleras de la torre sur, donde se ubicaba el estudio de Vanion. El preceptor de la orden pandion llevaba una blanca túnica estiria y su rostro había envejecido aún más en el corto período de tiempo transcurrido desde que Sparhawk lo había visto por última vez.

También estaban allí los otros, Ulath, Tynian, Bevier y Kalten, cuya presencia parecía encoger la capacidad de la habitación. Todos eran hombres fuertes y voluminosos, no sólo en el mero sentido de su tamaño físico, sino en lo concerniente a sus destacadas reputaciones.

La estancia daba de algún modo la impresión de estar repleta de fornidas espaldas. Siguiendo la costumbre que regía entre los caballeros eclesiásticos cuando se hallaban dentro de sus castillos, todos vestían hábitos de monje por encima de sus cotas de mallas.

—¡Por fin! —resopló Kalten—. Sparhawk, ¿por qué no nos hicisteis saber cómo estabais?

—Es un poco difícil de encontrar mensajeros en tierras de trolls, Kalten.

—¿Ha habido suerte? —preguntó ansiosamente Ulath, el descomunal thalesiano de rubias trenzas para quien, a causa de su nacionalidad, el Bhelliom tenía una significación especial. Sparhawk dirigió una rápida mirada a Sephrenia, solicitándole en silencio permiso.

—De acuerdo —concedió la mujer—, pero sólo un minuto.

Sparhawk introdujo la mano bajo la túnica y sacó la bolsa de lona en la que guardaba el Bhelliom. Después de aflojar el cordel, les mostró el objeto más preciado del mundo, el cual depositó en la mesa que Vanion hacía servir de escritorio. En el mismo instante en que eso hacía, volvió a percibir aquel tenue parpadeo de oscuridad en algún punto impreciso de un sombrío rincón. Todavía lo acosaba la oscuridad que la pesadilla padecida en las montañas de Thalesia había invocado, y la sombra parecía más grande y más oscura ahora, como si cada exposición al Bhelliom incrementara de alguna forma su tamaño y su acechante amenaza.

—No miréis largamente sus pétalos, caballeros —les advirtió Sephrenia—. El Bhelliom puede capturar vuestras almas si lo miráis demasiado.

—¡Dios mío! —musitó Kalten—. ¡Mirad esto!

Cada uno de los resplandecientes pétalos de la rosa de zafiro era tan perfecto que casi se percibían gotas de rocío prendidas en ellos.

De las profundidades de la joya emanaba una luz azul, junto al conminante mandato de fijar la vista en ella y admirar su perfección.

—Oh, Dios —rogó fervientemente Bevier—, defendednos de la seducción de esta piedra. Bevier era un caballero cirínico y un arciano, lo cual condicionaba su actitud piadosa, que en ocasiones Sparhawk consideraba exagerada. Aquélla, no obstante, no era una de dichas ocasiones. Si tan sólo la mitad de lo que él había percibido era cierto, Sparhawk sentía que el temor que el Bhelliom inspiraba a Bevier estaba fundado.

—No matar, Bhelliom Rosa Azul —murmuraba Ulath, el thalesiano, en el idioma troll—. Caballeros de la Iglesia no enemigos de Bhelliom. Caballeros de la Iglesia proteger a Bhelliom de Azash, ayudar a volver bueno lo que va mal, Rosa Azul. Yo soy Ulath de Thalesia. Si Bhelliom estar furioso, descargar furia en Ulath.

—No —lo contradijo con firmeza Sparhawk en la repulsiva lengua troll—. Yo ser Sparhawk de Elenia. Ser el que matar a Ghwerig el troll enano. Ser el que traer a Bhelliom Rosa Azul a este lugar para curar a mi reina. Si Bhelliom Rosa Azul hacerlo y todavía estar furioso, descargar la furia contra Sparhawk de Elenia y no contra Ulath de Thalesia.

—¡Insensato! —se escandalizó Ulath—. ¿Tenéis idea de lo que este objeto puede haceros?

—¿No os haría lo mismo a vos?

—Caballeros, por favor —se interpuso cansadamente Sephrenia—. Parad ahora mismo de decir tonterías. —Miró la reluciente rosa que reposaba en la mesa—. Escúchame, Bhelliom Rosa Azul —dijo decididamente, sin molestarse en emplear el lenguaje de los trolls—. Sparhawk de Elenia tiene los anillos. El Bhelliom Rosa Azul debe acatar su autoridad y obedecerlo.

La gema se oscureció brevemente y después volvió a emitir su profunda luz azulada.

—Bien —prosiguió la mujer—. Yo guiaré a Bhelliom Rosa Azul en lo que debemos llevar a cabo y Sparhawk de Elenia le dará las órdenes. La Rosa Azul debe obedecer.

La luz de la joya se ensombreció de forma intermitente para volver a quedar fija al cabo de unos instantes.

—Guardadla ahora, Sparhawk.

El caballero introdujo de nuevo la rosa en la bolsa y deslizó ésta bajo la túnica.

—¿Dónde está Flauta? —preguntó Berit, mirando alrededor.

—Eso, mi joven amigo, es una larguísima historia —le respondió Sparhawk.

—¿No estará muerta? —inquirió sir Tynian con tono de perplejidad—. Sin duda no ha muerto.

—No —lo tranquilizó Sparhawk—. Ello sería imposible tratándose de la diosa estiria Aphrael.

—¡Herejía! —se indignó Bevier.

—No pensaríais de ese modo si hubierais estado en la cueva de Ghwerig, sir Bevier —le aseguró Kurik—. La vi ascender de un abismo insondable con mis propios ojos.

—¿Un hechizo, tal vez? —Pese a su sugerencia, Bevier ya no parecía tan seguro de sí mismo.

—No, Bevier —lo disuadió Sephrenia—, ningún encantamiento podría haber llevado a buen término lo conseguido en esa cueva. Ella era, y es, Aphrael.

—Antes de que nos enzarcemos en una discusión teológica, necesito cierta información —se interpuso Sparhawk—. ¿Cómo escapasteis de las manos de Wargun, y qué está ocurriendo en la ciudad?

—Wargun no nos ocasionó muchos problemas a la hora de la verdad —le respondió Vanion—. Pasamos por Cimmura de camino hacia el sur y las cosas salieron más o menos como las habíamos planeado en Acie. Encerramos a Lycheas en las mazmorras, pusimos al conde de Lenda a cargo del gobierno y convencimos al ejército y a los soldados eclesiásticos destacados en Cimmura para que marcharan al sur con nosotros.

—¿Cómo lograsteis tal cosa? —inquirió Sparhawk algo sorprendido.

—Vanion es muy persuasivo —le explicó, sonriendo, Kalten—. La mayoría de los generales eran leales al primado Annias, pero, cuando intentaron plantear objeciones, Vanion invocó esa ley eclesiástica que había mencionado el conde de Lenda en Acie y tomó el mando del ejército. Los generales todavía se opusieron hasta que los hizo entrar a todos en el patio. Después de que Ulath decapitara a unos cuantos, los demás decidieron cambiar de bando.

—Oh, Vanion —se lamentó Sephrenia con tono de profunda decepción.

—Andaba un poco escaso de tiempo, pequeña madre —se disculpó el preceptor—. Wargun estaba impaciente por proseguir la campaña y quería ejecutar a la totalidad del cuerpo de oficiales, pero yo lo disuadí. De cualquier forma, se reunió con el rey Soros de Kelosia en la frontera y partió hacia Arcium. Los rendoreños volvieron grupas y huyeron al vernos. Wargun pretende perseguirlos, pero me parece que meramente para su propio disfrute personal. Los otros preceptores y yo logramos convencerlo de que nuestra presencia en Chyrellos durante la elección del nuevo archiprelado era vital, de manera que nos dejó llevarnos un centenar de caballeros.

—¡Qué generoso! —exclamó sarcásticamente Sparhawk—. ¿Dónde están los caballeros de las otras órdenes?

—Acampados en las afueras de Demos. Dolmant no quiere que nos desplacemos hacia Chyrellos hasta que no se defina la situación allí.

—Si Lenda se halla al frente del gobierno, ¿por qué están los soldados eclesiásticos en las murallas de la ciudad?

—Annias se enteró de lo que habíamos hecho aquí, como no podía ser de otro modo. Hay miembros de la jerarquía que le son leales y todos disponen de sus propias tropas. Tomó prestados algunos de estos hombres y los mandó aquí. Liberaron a Lycheas y encarcelaron al conde de Lenda. En estos momentos son ellos quienes controlan la ciudad.

—Deberíamos hacer algo al respecto. Vanion asintió con la cabeza.

—Íbamos de camino a Demos con las otras órdenes cuando averiguamos casualmente qué estaba sucediendo aquí. Nuestros hermanos fueron a Demos para sentar posiciones y trasladarse a Chyrellos y nosotros vinimos a Cimmura. Llegamos anoche. Los caballeros estaban ansiosos por salir a la ciudad en cuanto llegamos, pero ha sido una dura campaña la que hemos compartido con Wargun, y todos están fatigados. Quiero que estén un poco más descansados antes de corregir la situación vigente en el interior de las murallas.

—¿Existe la probabilidad de que tengamos problemas?

—Lo dudo. Esos soldados eclesiásticos no son los hombres de Annias. Han sido prestados por otros patriarcas, y su lealtad está algo difuminada. Creo que bastará con una demostración de fuerza para que se decidan a capitular.

—¿Se encuentran entre ese centenar los seis caballeros que participaron en el encantamiento en la sala del trono? —inquirió Sephrenia.

—Sí —repuso Vanion con algo de fatiga—. Todos estamos aquí. —Miró la espada pandion que llevaba la mujer—. ¿Queréis dármela? —preguntó.

—No —contestó con firmeza ésta—. Ya soportáis bastante peso. Esto no durará mucho, de todas formas.

—¿Vais a revocar el hechizo? —quiso saber Ulath—, ¿antes de utilizar el Bhelliom para curar a la reina, me refiero?

—Debemos hacerlo —aseveró la estiria—. El Bhelliom debe tocarle la piel para poder sanarla.

—Ya es la última hora de la tarde —advirtió Kalten, que se había acercado a la ventana—. Si vamos a hacerlo hoy, mejor será que nos pongamos en marcha.

—Esperemos a mañana —propuso Vanion—. Si los soldados tratan de resistirse, podríamos tardar unas horas en someterlos, y no quiero que ninguno se escabulla en la oscuridad para ir a avisar a Annias hasta que haya transcurrido el tiempo suficiente para que lleguen refuerzos.

—¿Cuántos soldados hay en palacio? —preguntó Sparhawk.

—Unos doscientos, según los informes de mis espías —respondió Vanion—, no los suficientes para constituir un serio inconveniente.

—Vamos a tener que idear la manera de cerrar a cal y canto la ciudad durante unos cuantos días si no queremos ver una columna de relevo con sujetos vestidos con túnicas rojas remontando la ribera del río —señaló Ulath.

—Yo puedo encargarme de eso —anunció Talen—. Me deslizaré hasta la ciudad antes del anochecer e iré a hablar con Platime. El mantendrá las puertas bien cerradas.

—¿Es de fiar? —inquirió Vanion.

—¿Platime? Claro que no, pero creo que como mínimo hará esto por nosotros. Detesta a Lycheas.

—Decidido pues —zanjó Kalten—. Podemos ponernos en acción al alba y tenerlo todo concluido a la hora de la comida.

—No te molestes en reservarle un puesto en la mesa al bastardo Lycheas —apuntó con tono desapacible Ulath, revisando el filo de su navaja con el pulgar—. Me parece que no va a tener nada de apetito.