Capítulo 1

La cascada se vertía incesantemente en el abismo que había engullido a Ghwerig, y el eco de su caída henchía la caverna con un sonido grave semejante a la vibración posterior al tañido de una gigantesca campana. Sparhawk permanecía de rodillas al borde de la sima rodeando fuertemente el Bhelliom con la mano. Aunque el troll había desaparecido y lo único que le quedaba por hacer era seguir de hinojos allí, sus ojos estaban deslumbrados por la luz de la columna de agua besada por el sol que, procedente del exterior, se perdía en las profundidades inundándole los oídos con su fragor.

La cueva olía a humedad. El rocío, tan fino como la materia de la niebla, bañaba las piedras, y éstas refulgían bajo la cambiante radiación del torrente, mezclado con los últimos destellos de la ascensión de la incandescente Aphrael.

Sparhawk bajó despacio los ojos para mirar la joya que retenía en su puño y, si bien ésta parecía delicada, frágil incluso, intuyó que la rosa de zafiro era prácticamente indestructible. Desde la hondura de su corazón de azur llegaba una especie de brillo palpitante, de tono azul oscuro en las puntas de los pétalos, que viraba hacia el centro de la gema hasta alcanzar el color de una pálida noche. Su poder le causó dolor en la mano, y algo en el lugar más recóndito de su mente le gritaba advertencias al tiempo que contemplaba fijamente sus profundidades. Entonces se estremeció y apartó los ojos de su atractivo resplandor.

El tenaz caballero pandion paseó la mirada en derredor, tratando irracionalmente de aferrarse a los jirones de luz que se rezagaban en las piedras de la cueva del troll enano como si la diosa niña Aphrael pudiera de algún modo protegerlo de la joya que tanto había penado para conseguir y que ahora, extrañamente, temía. No era aquélla, sin embargo, la única paradoja. En un nivel ajeno al pensamiento consciente Sparhawk quería guardar para siempre aquella tenue luz, conservar en el corazón el espíritu, ya que no la persona, de la diminuta y antojadiza divinidad.

Sephrenia suspiró y se puso lentamente en pie. Tenía el semblante fatigado y a un tiempo exaltado. Había soportado grandes padecimientos para llegar a esa húmeda cueva de las montañas de Thalesia, pero había sido recompensada con aquel gozoso momento de epifanía cuando había visto el rostro de su diosa.

—Ahora debemos abandonar este lugar, queridos —dijo tristemente.

—¿No podemos quedarnos unos minutos más? —preguntó Kurik con un matiz anhelante poco habitual en su voz. De todos los hombres del mundo, Kurik era el más prosaico… la mayor parte del tiempo.

—Es mejor que no. Si nos quedamos demasiado, comenzaremos a idear excusas para permanecer incluso más tiempo y, llegado el momento, podríamos haber perdido las ganas de salir. —La pequeña estiria de blanco vestido miró con repulsión el Bhelliom—. Ponedlo, por favor, fuera de la vista, Sparhawk, y ordenadle que no se mueva. Su presencia nos contamina a todos.

Movió la espada que el fantasma de sir Gared le había entregado a bordo del barco del capitán Sorgi y, tras murmurar en estirio durante un momento, invocó un hechizo que encendió la punta de la hoja con un brillante resplandor que les alumbraría el camino de regreso a la superficie.

Sparhawk guardó la gema en forma de flor debajo de su túnica y se inclinó para recoger la lanza del rey Aldreas. En aquellos instantes notaba con fuerza el desagradable olor de su cota de mallas y su piel se encogía para evitar el contacto con ella. Deseaba poder quitársela.

Kurik se agachó y aferró el garrote de piedra reforzado con hierro que el horriblemente deforme troll enano había blandido contra ellos antes de su fatal caída en el abismo. Sopesó la brutal arma un par de veces y luego la arrojó con indiferencia a la sima en pos de su propietario.

Sephrenia mantuvo la reluciente espada en alto mientras cruzaban el suelo cubierto de joyas dispersas de la cámara del tesoro de Ghwerig en dirección a la entrada de la galería en espiral que conducía al exterior.

—¿Creéis que volveremos a verla? —inquirió melancólicamente Kurik al tiempo que entraban en la galería.

—¿Aphrael? Es difícil de decir. Siempre ha tenido un comportamiento imprevisible. —Sephrenia hablaba en voz baja.

Ascendieron en silencio durante un tiempo, siguiendo en todo momento la espiral en dirección a la izquierda. Sparhawk experimentaba una extraña sensación de vacío a medida que subían. Habían sido cuatro al bajar y ahora sólo eran tres. La diosa niña, sin embargo, no se había quedado allí, pues todos la llevaban en su corazón. Había, no obstante, algo que lo inquietaba.

—¿Existe algún modo de cerrar la boca de esta cueva una vez que estemos afuera? —consultó a su tutora.

Sephrenia le dirigió una intensa mirada.

—Podemos hacerlo si lo deseáis, querido, ¿pero por qué queréis obstruirla?

—Es un poco complicado de expresar en palabras.

—Tenemos lo que veníamos a buscar, Sparhawk. ¿Por qué deberíamos preocuparnos ahora de que algún porquerizo encuentre por azar la caverna?

—No estoy del todo seguro. —Frunció el entrecejo, tratando de precisar sus sensaciones—. Si algún campesino thalesiano entra aquí, localizará seguramente el botín de Ghwerig, ¿no es cierto?

—Si se toma el tiempo de indagar, sí.

—Y después de ello no transcurrirá mucho tiempo antes de que la cueva sea un hervidero de thalesianos.

—¿Por qué habría de inquietaros eso? ¿Acaso queréis conservar para vos el tesoro de Ghwerig?

—En absoluto. Martel es el codicioso, no yo.

—¿Entonces por qué estáis tan preocupado? ¿Qué importancia tiene que los thalesianos comiencen a merodear por allí adentro?

—Éste es un sitio muy especial, Sephrenia.

—¿En qué sentido?

—Es sagrado —replicó concisamente. Las indagaciones de la mujer comenzaban a irritarlo—. Una diosa se nos ha revelado aquí. No quiero que la cueva sea profanada por una multitud de borrachos y ávidos buscadores de tesoros. Me causaría la misma sensación que si alguien violara una iglesia elenia.

—Querido Sparhawk —dijo la mujer, abrazándolo impulsivamente—. ¿Tanto os ha costado realmente reconocer la divinidad de Aphrael?

—Vuestra diosa ha sido muy convincente, Sephrenia —contestó irónicamente—. Hubiera hecho tambalear incluso la certidumbre de la propia jerarquía de la Iglesia elenia. ¿Podemos hacerlo? Tapiar la cueva, quiero decir.

La estiria se disponía a responder algo, cuando calló, ceñuda.

—Esperad aquí —les indicó.

Luego apoyó la punta de la espada de sir Gared contra la pared de la galería y retrocedió un trecho por el pasadizo hasta pararse en el borde de la zona iluminada por el arma, donde permaneció sumida en cavilación. Al cabo de un rato, regresó.

—Voy a pediros que hagáis algo peligroso, Sparhawk —advirtió gravemente—, pero creo que os hallaréis a salvo haciéndolo. El recuerdo de Aphrael aún está fresco en vuestra memoria y ello debería protegeros.

—¿Qué queréis que haga?

—Utilizaremos el Bhelliom para cegar la cueva. Existen otras maneras de conseguirlo, pero debemos asegurarnos de que la joya aceptará vuestra autoridad. Yo creo que así será. Vais a tener que ser fuerte, Sparhawk. El Bhelliom no se prestará a hacer lo que le pidáis, de manera que habréis de obligarlo.

—Ya antes me he enfrentado a cosas tenaces. —Se encogió de hombros.

—No penséis que es un proceso intrincado, Sparhawk. Es algo más elemental que todo lo que yo he hecho. Prosigamos.

Siguieron subiendo por el serpenteante pasadizo seguidos por el amortiguado fragor de la cascada de la cueva del tesoro de Ghwerig, más tenue a medida que avanzaban. Después, justo cuando caminaban ya fuera del alcance del sonido, éste pareció cambiar, fragmentando su única e interminable nota en múltiples notas que formaron un complejo acorde en lugar de un simple tono: algún truco tal vez debido a los cambiantes ecos de la cueva. Con la modificación del ruido, también se transformó el humor de Sparhawk. Antes había experimentado una especie de cansada satisfacción por haber alcanzado al fin una meta largamente ansiada, que iba a la par con la sensación de admiración producida por la revelación de la diosa niña. Ahora, en cambio, la oscura y mohosa cueva se le antojaba ominosa, amenazadora. Sparhawk sentía algo que no había sentido desde que era muy niño. De improviso tenía miedo de la oscuridad. En las sombras que se extendían más allá del círculo de luz que emanaba de la brillante punta de la espada parecían acechar cosas, seres sin rostro llenos de una cruel malevolencia. Miró con nerviosismo hacia atrás por encima del hombro y a lo lejos, más allá de la zona de luz, algo pareció moverse. Fue breve, no más que un parpadeo de una oscuridad intensificada, y descubrió que, cuando intentaba mirarla directamente, ya no la veía, en tanto que cuando miraba de soslayo estaba allí: vaga, informe, flotando en el límite de su visión. Un miedo indescriptible lo embargó. «Tonterías», murmuró, volviendo a caminar, ansioso por ver otra vez la luz del día.

Era media tarde cuando llegaron al exterior, inundado por un sol que les pareció muy intenso después de la oscuridad de la caverna. Sparhawk respiró hondo y se llevó la mano bajo la túnica.

—Todavía no, Sparhawk —aconsejó Sephrenia—. Queremos derrumbar el techo de la cueva, pero no nos interesa que el saliente del peñasco nos caiga en la cabeza. Regresaremos al lugar donde están los caballos y lo haremos desde allí.

—Tendréis que enseñarme el hechizo —señaló mientras atravesaban la hondonada atestada de zarzas que se extendía frente a la boca de la cueva.

—No hay ningún encantamiento. Tenéis la joya y los anillos. Lo único que debéis hacer es ordenar. Os enseñaré de qué modo cuando lleguemos abajo.

Bajaron a gatas por el rocoso barranco hacia la herbosa meseta donde habían instalado su campamento la noche anterior, y ya era casi el crepúsculo cuando llegaron al par de tiendas y los caballos atados a estacas. Faran dobló las orejas hacia atrás y enseñó los dientes al acercársele Sparhawk.

—¿Qué te pasa? —preguntó el caballero a su nervioso caballo de guerra.

—Percibe la proximidad del Bhelliom —explicó Sephrenia— y no le gusta. Permaneced alejado de él durante un tiempo. —Miró con ojo crítico la abertura por donde acababan de salir—. Desde aquí será seguro —decidió—. Sacad el Bhelliom y sostenedlo con ambas manos de forma que los anillos lo toquen.

—¿Tengo que hacerlo de cara a la cueva?

—No. El Bhelliom sabrá lo que le pedís que haga. Ahora, recordad el interior de la caverna: su aspecto, la sensación que produce e incluso su olor. Después imaginad el techo derrumbándose. Las rocas se desmoronarán, rebotarán, rodarán y se apilarán una encima de otra. Habrá un ruido tremendo. Una gran nube de polvo y un fuerte viento saldrán trepidando por la boca de la cueva. La loma que la corona se vendrá abajo al tiempo que el techo de la galería, y posiblemente se producirán avalanchas. No dejéis que ello os distraiga. Mantened firmemente las imágenes en la mente.

—Es un poco más complicado que un hechizo normal, ¿verdad?

—Sí, aunque esto no es un hechizo propiamente dicho. Desencadenaréis una forma de magia elemental. Concentraos, Sparhawk. Cuanto más detallada sea la imagen, con más fuerza responderá el Bhelliom. Cuando la tengáis bien afianzada en la cabeza, decidle a la joya que lo convierta en realidad.

—¿Tengo que hablar en la lengua de Ghwerig?

—No estoy segura. Probad primero con el elenio. Si no surte efecto, lo intentaremos en troll. Sparhawk recordó la boca de la cueva, la antecámara inmediata y la larga galería que descendía en espiral hasta la cámara del tesoro de Ghwerig.

—¿Debería hacer caer también el techo donde está la cascada? —preguntó.

—Me parece que no. Ese río probablemente sale a la superficie más abajo y, si lo cegáis, alguien podría reparar en que ya no discurre por el mismo lugar e iniciar indagaciones. Además, ese recinto en concreto es muy especial, ¿no es así?

—Sí, lo es.

—Cerrémoslo pues y protejámoslo para siempre.

Sparhawk imaginó el techo de la cueva viniéndose abajo con un estruendoso y chirriante rugido y una ondulante nube de polvo de piedra.

—¿Qué digo? —inquirió.

—Llamadla «Rosa Azul». Así es como la llamaba Ghwerig, por lo que es posible que reconozca el nombre.

—Rosa Azul —dijo Sparhawk en tono conminatorio—, haz que la cueva se derrumbe. La rosa de zafiro se oscureció y en su centro aparecieron violentos destellos rojos.

—Está resistiéndose —explicó Sephrenia—. Ésta es la parte sobre la que os he prevenido. La cueva es el lugar donde nació y no quiere destruirla. Obligadla, Sparhawk.

—¡Hazlo, Rosa Azul! —conminó Sparhawk, presionando con cada fibra de su voluntad la joya que asía.

Entonces notó una oleada de increíble poder y el zafiro pareció palpitar en sus manos. Sintió de pronto una desenfrenada exaltación al desatar el poderío de la piedra, algo que distaba mucho de la mera satisfacción y que casi rozaba el éxtasis físico.

Se oyó un grave y tétrico fragor procedente de las profundidades de la tierra, y la tierra se estremeció. Rocas que se hallaban enterradas bajo ellos comenzaron a estallar y resquebrajarse con la fuerza del terremoto que rompía una tras otra las capas de roca subterránea. Encima del barranco, el saliente rocoso que se proyectaba sobre la boca de la cueva de Ghwerig fue desmoronándose y luego, desgajado de su base, se desplomó sobre la cuenca infestada de malas hierbas. El estruendo de la caída del acantilado los ensordeció incluso a aquella distancia, al tiempo que una gran nube de polvo se elevaba en remolino de los escombros para escamparse hacia el noroeste azotada por el viento que barría aquellas montañas. Entonces, tal como había percibido en la cueva, algo se movió en el límite de la visión de Sparhawk: algo oscuro e impregnado de malévola curiosidad.

—¿Cómo os sentís? —preguntó Sephrenia, mirándolo con fijeza.

—Un poco raro —admitió—. Muy fuerte.

—Mantened la mente alejada de tal noción y concentraos en su lugar en Aphrael. No penséis siquiera en el Bhelliom hasta que se disipe esa sensación. Volved a apartarlo de la vista y no lo miréis.

Sparhawk devolvió el zafiro al interior de su túnica.

Kurik alzó la vista hacia la gran pila de detritos que llenaba la hondonada que se había extendido frente a la entrada de la cueva de Ghwerig.

—Parece definitivo —dijo pesarosamente.

—Lo es —le confirmó Sephrenia—. La caverna está segura ahora. Desplacemos el pensamiento a otros asuntos, caballeros. No insistamos en lo que acabamos de hacer o cabe la posibilidad de que cedamos a la tentación de revocarlo.

Kurik irguió sus fornidos hombros y miró en derredor.

—Encenderé fuego —anunció.

Regresó a la entrada del barranco para recoger leña mientras Sparhawk revolvía los fardos de equipaje en busca de utensilios de cocina y algo apropiado para cenar. Después de comer, se sentaron alrededor del fuego con semblantes abatidos.

—¿Cómo ha sido, Sparhawk? —preguntó Kurik—. ¿Utilizar el Bhelliom, me refiero? —Lanzó una ojeada a Sephrenia—. ¿Es prudente hablar de eso ahora?

—Veremos. Adelante, Sparhawk. Contádselo.

—Ha sido algo que no puede compararse a nada de lo que había experimentado —respondió el corpulento caballero—. De pronto he sentido como si tuviera veinticinco metros de altura y no hubiera nada en el mundo que no pudiera conseguir. Incluso me he sorprendido mirando alrededor en busca de algo en qué usarlo… Una montaña que despeñar, quizá.

—¡Sparhawk! ¡Basta! —lo atajó con vehemencia Sephrenia—. El Bhelliom está entrometiéndose en vuestros pensamientos. Está tratando de induciros a utilizarlo. Cada vez que lo hacéis, se fortalece su influencia sobre vos. Pensad en otra cosa.

—¿Como en Aphrael? —sugirió Kurik—. ¿O es también peligrosa?

—Oh, sí —repuso Sephrenia, sonriendo—, muy peligrosa. Capturará vuestra alma aún más deprisa que el Bhelliom.

—Vuestro aviso llega tarde, Sephrenia. Creo que ya lo ha hecho. La echo de menos.

—No tenéis por qué. Todavía está con nosotros.

—¿Dónde? —inquirió tras mirar en torno a sí.

—En espíritu, Kurik.

—Eso no es precisamente lo mismo.

—Hagamos algo al respecto del Bhelliom ahora —propuso con aire pensativo la mujer—. Su influjo es incluso más poderoso de lo que había imaginado.

Se levantó y se dirigió a un pequeño paquete que contenía sus efectos personales y, tras rebuscar en él, cogió una bolsa de lona, una aguja gruesa y un ovillo de hilo rojo. Después tomó la bolsa y empezó a coser en ella un dibujo peculiarmente asimétrico, con expresión absorta bajo la rojiza luz y los labios en constante movimiento.

—No coincide, pequeña madre —señaló Sparhawk—. Este lado es diferente del otro.

—Así es como debe ser. Por favor, no me habléis ahora, Sparhawk. Estoy intentando concentrarme. —Continuó cosiendo un rato y luego se clavó la aguja en la manga y suspendió la bolsa sobre el fuego. Habló atentamente en estirio, y el fuego se elevó y cayó, danzando rítmicamente al compás de sus palabras. Después las llamas se alargaron de improviso, como si trataran de llenar la bolsa—. Veamos, Sparhawk —dijo, tendiéndosela—. Poned el Bhelliom aquí adentro. Sed inquebrantable porque probablemente volverá a ofrecer resistencia.

Aunque desconcertado, el caballero sacó la piedra preciosa de debajo de la túnica y trató de introducirla en la bolsa. Le pareció oír un chillido de protesta, y la joya realmente se calentó en su mano. Sintió como si intentara presionar con ella una roca maciza y su mente se arredró, gritándole que lo que pretendía hacer era imposible. Apretó las mandíbulas y empujó más fuerte y entonces, con un gemido casi audible, la rosa de zafiro se deslizó en el interior de la bolsa, y Sephrenia tiró con fuerza de la cuerda que la cerraba. Luego ató los cabos con un intrincado nudo, tomó la aguja y entrelazó sobre él el hilo rojo.

—Ya está —dijo, cortando el hilo con los dientes—. En principio ayudará.

—¿Qué habéis hecho? —preguntó Kurik.

—Es una clase de oración. Aphrael no puede hacer que disminuya el poder del Bhelliom, pero es capaz de confinarlo de manera que no pueda influir a los demás. Aunque no es perfecto, es lo mejor que podemos hacer por el momento. Más adelante le aplicaremos un sistema más definitivo. Guardadlo, Sparhawk. Tratad de interponer la cota de mallas entre la bolsa y vuestra piel. Creo que eso servirá de algo. Aphrael me dijo en una ocasión que el Bhelliom no soporta el contacto con el acero.

—¿No os estáis excediendo en las precauciones, Sephrenia? —inquirió Sparhawk.

—No lo creo, Sparhawk. Nunca hasta ahora había tratado con algo parecido al Bhelliom y no puedo siquiera comenzar a imaginar los límites de su poder. No obstante, sé lo suficiente como para tener la certeza de que es capaz de corromper cualquier cosa…, incluso al dios elenio o a los dioses menores de Estiria.

—A todos salvo Aphrael —corrigió Kurik.

—Incluso Aphrael fue tentada por el Bhelliom cuando nos lo traía ascendiendo el abismo —reconoció la mujer, sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué no se quedó con él entonces?

—Por amor. Mi diosa nos ama a todos y nos cedió por propia voluntad el Bhelliom movida por ese afecto. El Bhelliom jamás comprendería el amor. En fin de cuentas, es posible que ésa sea nuestra única defensa contra él.

Sparhawk se revolvió inquietamente bajo las mantas esa noche, con el sueño turbado. Kurik estaba de guardia cerca del límite del círculo que trazaba la luz del fuego, de manera que Sparhawk hubo de bregar con sus pesadillas a solas. Veía la rosa de zafiro suspendida en el aire ante sus ojos, irradiando su seductor brillo azulado, y del centro de ese resplandor salió un sonido, una canción que atraía la totalidad de su ser. Acechando a su alrededor, tan cerca que casi le rozaban los hombros, había sombras; más de una, sin duda, pero menos de diez, o eso le parecía. Las sombras no eran seductoras, sino todo lo contrario. Parecían embargadas por un odio que tenía su origen en una desmedida frustración. Más allá del reluciente Bhelliom se erguía el grotesco y obsceno ídolo de barro de Azash, el mismo que había destruido en Ghasek, el ídolo que había reclamado el alma de Bellina. El rostro del busto se movía, componiendo horribles expresiones de las más elementales pasiones: lujuria, codicia, odio y un desmesurado desdén que parecía provenir de la certidumbre de su absoluto poder.

Sparhawk forcejeaba en sueños, arrastrándose hacia un lado y después a otro. El Bhelliom tiraba de él; y también lo reclamaban las repulsivas sombras. El poder de ambos era irresistible, y su mente y su cuerpo parecían casi despedazarse a causa de aquellas titánicas fuerzas encontradas.

Trató de gritar y entonces se despertó. Se incorporó y, advirtiendo que sudaba copiosamente, profirió una maldición. Estaba exhausto, pero un sueño plagado de pesadillas no iba a remediar aquella profunda fatiga. Porfiadamente, se acostó con la esperanza de sumirse en un vacío no perturbado por los sueños.

El ciclo se inició de nuevo, no obstante. Una vez más mantenía en sueños un pulso con el Bhelliom, con Azash y con las odiosas sombras que se cernían sobre él.

—Sparhawk —lo llamó al oído una voz conocida—, no os dejéis amedrentar por ellos. No pueden haceros daño. Solamente pueden intentar asustaros.

—¿Por qué lo hacen?

—Porque os tienen miedo.

—Eso no tiene sentido, Aphrael. Yo sólo soy un hombre.

La risa de la diosa fue como el tañido de una campanilla de plata.

—¡Sois tan inocente a veces, padre! Sois distinto de todos los hombres que han vivido. De una manera un tanto peculiar, sois más poderoso que los propios dioses. Dormid ahora. No permitiré que os molesten.

Notó un suave beso en la mejilla y un par de pequeños brazos que parecieron abrazarlo con una extraña ternura maternal. Las terribles imágenes de pesadilla temblaron para acabar desvaneciéndose.

Debieron de haber transcurrido varias horas cuando Kurik entró en la tienda y lo zarandeó para despertarlo.

—¿Qué hora es? —preguntó Sparhawk a su escudero.

—Sobre la medianoche —repuso Kurik—. Llevaos la capa. Hace frío allá afuera.

Sparhawk se levantó y, después de vestirse con la cota de mallas y la túnica y ceñirse la espada al cinto, situó la bolsa bajo la sobreveste.

—Que duermas bien —deseó a su amigo, cogiendo su capa de viaje antes de salir de la tienda. Las estrellas brillaban y la luna creciente acababa de asomarse por encima de la cresta de las montañas que se elevaban por el este. Sparhawk se alejó del rescoldo del fuego para adaptar la visión a la oscuridad y se detuvo más allá, con el aliento visible en el gélido aire de la montaña.

El sueño aún lo perturbaba, a pesar de que su recuerdo ya no era tan vivo y de que guardaba con toda claridad en la memoria la sensación del suave contacto de los labios de Aphrael en la mejilla. Cerró resueltamente la puerta de la cámara donde almacenaba sus pesadillas y centró la mente en otras cuestiones.

Sin la pequeña diosa y su capacidad de alterar el tiempo, probablemente tardarían una semana en llegar a la costa, donde tendrían que encontrar un barco que los llevara a la ribera deirana de los estrechos de Thalesia. A aquellas alturas el rey Wargun habría alertado sin lugar a dudas a todas las naciones de los reinos elenios de su huida.

Habrían de avanzar cautelosamente para evitar su captura, pero no tenían más remedio que ir a Emsat, por una parte porque habían de recoger a Talen allí y, por la otra, porque sería más fácil localizar un barco en la ciudad que en una playa desierta.

Sparhawk se arrebujó en la capa para protegerse del aire nocturno, frío incluso en verano en aquellas montañas norteñas. Tenía el ánimo sombrío e inquieto. Lo sucedido aquel día pertenecía a la clase de acontecimientos que propiciaban largas reflexiones. Las convicciones religiosas de Sparhawk no eran realmente profundas. Su compromiso había sido siempre para con la orden pandion más que con la fe elenia. Los caballeros de la Iglesia se empeñaban en lograr que el mundo fuera seguro para que otros elenios más apacibles pusieran en práctica aquellas ceremonias que el clero consideraba agradables a Dios.

Sparhawk raras veces se molestaba en pensar en Dios. Ese día, no obstante, había vivido sucesos de marcado carácter espiritual. Pesarosamente, reconoció para sí que un hombre de mente pragmática nunca está del todo preparado para experiencias religiosas de la clase que le había sido dado sentir aquella jornada. Entonces, casi como si actuara motu propio, su mano se desvió hacia el cuello de su túnica. Sparhawk desenvainó decididamente la espada, clavó la punta en el suelo y rodeó firmemente la empuñadura con las manos, desechando del pensamiento cuanto tuviera que ver con religiones y fenómenos supranaturales.

Ahora todo estaba a punto de acabar. El tiempo que su reina permanecería por fuerza confinada en el cristal que le mantenía la vida podía contarse en días en lugar de en semanas o meses. Sparhawk y sus amigos habían recorrido todo el continente eosiano para descubrir la única cosa que podía curarla y ahora ese remedio se encontraba en la bolsa de lona que tapaba su túnica. Ahora que tenía el Bhelliom nada sería capaz de detenerlo. Podía destruir ejércitos enteros con la rosa de zafiro si ello fuera necesario. Ahuyentó con rigor tal noción del pensamiento.

Su rostro de rota nariz adoptó una expresión desapacible. En cuanto su reina se hallara a salvo, iba a infligir daños más o menos permanentes a Martel, al primado Annias y a cualquiera que los hubiera apoyado en ese acto de felonía. Comenzó a trazar mentalmente una lista de las personas que tenían cosas por las que responder. Eso lo ayudó a distraer las horas de la noche y mantener la mente ocupada, inasequible a las malas tentaciones.

Seis días más tarde coronaron al anochecer una colina y otearon las humeantes antorchas y ventanas iluminadas con velas de la capital de Thalesia.

—Será mejor que esperéis aquí —señaló Kurik a Sparhawk y Sephrenia—. Seguramente Wargun ha distribuido descripciones de vosotros por todas las ciudades de Eosia. Yo iré a la ciudad y localizaré a Talen. Veremos lo que podemos encontrar en lo que se refiere a embarcaciones.

—¿No será peligroso? —preguntó Sephrenia—. Wargun también podría haber enviado una descripción vuestra.

—El rey Wargun es un noble —gruñó Kurik—, y los nobles prestan poca atención a los criados.

—Tú no eres un criado —objetó Sparhawk.

—Así es como me definen, Sparhawk, y de ese modo me vio Wargun… cuando estaba lo bastante sobrio como para percibir algo. Tenderé una celada a algún viajero y le robaré la ropa. Con su vestimenta entraré fácilmente en Emsat. Dadme algo de dinero por si acaso tuviera que sobornar a alguien.

—Elenios —suspiró Sephrenia mientras Sparhawk la conducía a un lugar distanciado del camino y Kurik partía con su caballo al trote en dirección a la ciudad—. ¿Cómo pude involucrarme con gente tan falta de escrúpulos?

El crepúsculo fue oscureciéndose y los altos y resinosos abetos que se elevaban en torno a ellos se convirtieron en erectas sombras. Sparhawk ató a Faran, el caballo de carga, y Ch’iel, el blanco palafrén de Sephrenia, y después tendió su capa en un musgoso terraplén para que ella se sentara.

—¿Qué os preocupa, Sparhawk? —preguntó ella.

—Estoy cansado, supongo —respondió, tratando de simular indiferencia—. Y siempre se siente una especie de desilusión cuando se concluye algo.

—Hay algo más, sin embargo, ¿no es cierto? El caballero asintió.

—No estaba verdaderamente preparado para lo que ha ocurrido en esa cueva. Todo parecía, empero, muy inmediato y personal.

—No es mi intención ofenderos, Sparhawk, pero la religión elenia se ha vuelto institucionalizada, y es muy difícil sentir amor por una institución. Los dioses de Estiria sostienen una relación mucho más personal con sus devotos.

—Creo que prefiero ser elenio. Es más sencillo. Las relaciones personales con los dioses producen desasosiego.

—¿Pero no amáis a Aphrael… aunque sólo sea un poco?

—Desde luego que sí. Me sentía mucho más cómodo con ella cuando era simplemente Flauta, pero sigo queriéndola. —Esbozó una mueca—. Me estáis llevando por la senda de la herejía, pequeña madre —la acusó.

—De veras que no. Por el momento, Aphrael sólo quiere amor. No os ha pedido vuestra adoración… todavía.

—Es ese «todavía» lo que me preocupa. ¿No son éstos, sin embargo, momento y lugar un tanto inadecuados para discusiones teológicas?

En aquel preciso instante oyeron el sonido del tránsito de caballos en el camino antes de que los invisibles jinetes que los montaban los refrenaran a corta distancia de donde ellos se encontraban. Sparhawk se puso en pie con celeridad, dirigiendo la mano a la empuñadura de la espada.

—Tienen que estar por los alrededores —declaró una áspera voz—. Ese que acaba de entrar en la ciudad era su sirviente.

—No sé vosotros dos —dijo otra voz—, pero, lo que es yo, no estoy demasiado ansioso por encontrarlo.

—Somos tres —observó con belicosidad la primera voz.

—¿Piensas que eso iba a representar alguna diferencia para él? Es un caballero de la Iglesia. Seguramente podría cortarnos en trozos a los tres sin siquiera ponerse a sudar. No vamos a poder gastar el dinero si estamos muertos.

—En eso no anda errado —acordó una tercera voz—. Creo que lo mejor por ahora es localizarlo y, cuando sepamos dónde está y adonde se encamina, podremos tenderle una emboscada. Por más caballero de la Iglesia que sea, una flecha en la espalda debería apaciguarlo.

Sigamos buscando. La mujer monta un caballo blanco. Será fácil divisarlos con ese color.

Los caballos, ocultos tras el ramaje, reemprendieron la marcha y Sparhawk deslizó la espada de nuevo en su funda.

—¿Son hombres de Wargun? —susurró Sephrenia a Sparhawk.

—Yo diría que no —murmuró Sparhawk—. Wargun es algo voluble, pero no es el tipo de persona que envía asesinos a sueldo. Aunque quiera gritarme y tal vez encerrarme en una mazmorra durante un tiempo, no me parece que esté tan enfadado como para asesinarme… Al menos eso espero.

—¿Otra persona, entonces?

—Es probable. —Sparhawk frunció el entrecejo—. No obstante, no recuerdo haber ofendido últimamente a nadie en Thalesia.

—Annias tiene un brazo largo, querido —le recordó la mujer.

—Seguramente es el suyo, pequeña madre. Peguémonos al suelo y mantengamos el oído aguzado hasta que vuelva Kurik.

Una hora más tarde oyeron el lento repicar de los cascos de otro caballo que se acercaba por el asurcado camino que venía de Emsat. El animal se detuvo en la cima de la colina.

—¿Sparhawk? —La queda voz era vagamente familiar.

Sparhawk llevó prestamente la mano al puño de la espada e intercambió una breve mirada con Sephrenia.

—Sé que estáis ahí adentro, Sparhawk. Soy yo, Tel, de manera que no os excitéis. Vuestro criado ha dicho que queríais ir a Emsat. Stragen me envía para recogeros.

—Estamos aquí —respondió Sparhawk—. Esperad. Vamos a salir. —Él y Sephrenia condujeron los caballos al camino y se reunieron con el rubio bandido que los había escoltado hasta la ciudad de Heid en su viaje de ida a la cueva de Ghwerig—. ¿Podéis colarnos en la ciudad? —inquirió Sparhawk.

—Nada más fácil —repuso Tel con un encogimiento de hombros.

—¿Cómo burlaremos a los guardias de la puerta?

—Cabalgaremos simplemente a través de ella. Los guardias trabajan para Stragen. Eso facilita muchísimo las cosas. ¿Vamos pues?

Emsat era una ciudad norteña cuyos inclinados tejados hablaban de las fuertes nevadas de invierno. Las calles eran estrechas y tortuosas y había poca gente transitándolas. Aun así, Sparhawk miraba cautelosamente en derredor, recordando los tres matones del camino.

—Habéis de ser un poco cuidadoso con Stragen, Sparhawk —lo previno Tel mientras cabalgaban por un sórdido barrio próximo al puerto—. Es el hijo bastardo de un conde y es un tanto susceptible en lo que concierne a sus orígenes. Le gusta que nos dirijamos a él con el título de «milord». Es una estupidez, pero, como es un buen jefe, le seguimos el juego. —Señaló en dirección a una calle llena de basura—. Iremos por aquí.

—¿Cómo sigue Talen?

—Está más tranquilo ahora, pero estaba tremendamente enfadado cuando llegó aquí. Os dirigió insultos que ni siquiera yo conocía.

—Me lo imagino. —Sparhawk decidió confiar en el bandolero. Lo conocía y tenía la casi absoluta certeza de que podía hacerlo—. Unas personas pasaron a caballo cerca de donde nos ocultábamos —refirió—. Estaban buscándonos. ¿Eran hombres vuestros?

—No —respondió Tel—. Yo he venido solo.

—Eso era lo que me parecía. Esos tipos hablaban de llenarme el cuerpo de flechas. ¿Podría Stragen estar implicado de alguna manera en esa clase de asunto?

—De ningún modo, Sparhawk —aseguró Tel—. Vos y vuestros amigos gozáis del derecho de asilo de los ladrones, y Stragen jamás lo violaría. Le hablaré a Stragen de esto. Él se encargará de que esos arqueros itinerantes no os salgan más al paso. —Tel exhaló una escalofriante y queda carcajada—. Aunque es probable que le moleste más que se hayan puesto a trabajar por su cuenta que el que os hayan amenazado a vos. Nadie mata a alguien o roba un centavo en Emsat sin el permiso de Stragen. Es muy concienzudo a ese respecto.

El rubio salteador los condujo a un almacén vallado situado al final de la calle. Lo rodearon y, tras desmontar, fueron recibidos por un par de fornidos matones que montaban guardia en la puerta.

El interior del edificio, sólo ligeramente menos opulento que un palacio, contrastaba con el destartalado exterior. Cortinajes carmesíes cubrían las tapadas ventanas, alfombras de intenso azul disimulaban las resquebrajaduras del suelo y espléndidos tapices ocultaban las toscas planchas de las paredes. Una escalera de caracol de madera pulida daba acceso a un segundo piso y un candelabro de cristal proyectaba una suave y brillante luz sobre la entrada.

—Disculpadme un minuto —se excusó Tel.

Éste entró en una habitación de al lado, de donde volvió a salir un poco después vestido con un jubón de color crema y calzas azules. Llevaba, asimismo, un alargado espadín al costado.

—Elegante —observó Sparhawk.

—Otra de las alocadas ocurrencias de Stragen —bufó Tel—, yo soy un trabajador, no un perchero. Subamos y os presentaré a milord.

El piso de arriba estaba, si cabía, amueblado aún de forma más extravagante que el de abajo. El suelo estaba revestido con caro e intrincado parquet y las paredes recubiertas de paneles de madera finamente pulimentada. Unos amplios corredores que partían de un espacioso salón bañado de dorada luz conectaban con la parte posterior de la casa. Daba la impresión de que estaban celebrando una especie de baile. Un cuarteto de músicos de mediano talento tañía sus instrumentos en un rincón, y en el centro de la sala se desplazaban en círculo ladrones y prostitutas marcando el paso melindroso de la danza de moda. A pesar de la elegancia de su vestimenta, los hombres iban sin afeitar y las mujeres tenían el pelo en desorden y la cara sucia. El contraste confería a la escena un carácter casi de pesadilla, el cual realzaban voces y carcajadas roncas y ásperas.

El punto donde se centraba la atención de todos los presentes lo ocupaba un delgado sujeto con elaborados rizos que le caían en cascada sobre el cuello fruncido de su camisa. Vestía satén blanco y la silla en la que estaba sentado cerca del extremo de la estancia no era un trono, pero poco distaba de serlo. Tenía una expresión sarcástica y sus ojos hundidos traslucían un recóndito dolor.

Tel se detuvo al final de la escalera y habló un momento con un viejo ratero que asía una larga vara y lucía una lujosa librea de color escarlata. El granuja de pelo blanco se volvió, rascó con la punta de su bastón el suelo y habló con estruendosa voz.

—Milord —declamó—, el marqués Tel ruega vuestra venia para presentar a sir Sparhawk, el pandion. Sir Sparhawk, milord Stragen.

—El ladrón —agregó irónicamente Stragen. Después realizó una elegante reverencia—. Honráis mi poco adecuada morada, caballero —dijo.

Sparhawk se inclinó a su vez.

—Soy yo quien se siente honrado, milord. —Aplicó todo su aplomo en reprimir la sonrisa que le inspiraban los aires y el bombo que parecía darse aquel petimetre.

—Así que por fin nos conocemos, caballero —prosiguió Stragen—. Vuestro joven amigo Talen nos ha trazado un brillante relato de vuestras hazañas.

—Talen tiende a veces a exagerar las cosas, milord.

—¿Y la dama es…?

—Sephrenia, mi tutora en los secretos arcanos.

—Querida hermana —se dirigió a ella Stragen en perfecto estirio—, ¿me permitiréis saludaros?

Si a Sephrenia la asombró el conocimiento de su lengua por parte de ese extraño personaje, no dio la más leve muestra de ello. Tendió con naturalidad las manos a Stragen, el cual las besó.

—Es sorprendente, milord, encontrar a un hombre civilizado en medio de un mundo lleno de todos estos salvajes elenios —apreció.

—¿No es gracioso, Sparhawk —bromeó Stragen, riendo—, descubrir que incluso nuestros intachables estirios tienen sus pequeños prejuicios? —El seudo aristócrata rubio paseó la mirada por el salón—. Pero estamos interrumpiendo el gran baile. Mis socios se divierten tanto con estas frivolidades… Retirémonos para que puedan disfrutar de ellas sin ser molestados. —Elevó ligeramente su sonora voz para hablar a la multitud de airosos delincuentes—. Queridos amigos —les dijo—, tened a bien excusarnos. Mantendremos nuestra conversación en privado. Por nada del mundo querríamos estorbar vuestra agradable velada. —Hizo una pausa y posó intencionadamente la mirada en una encantadora muchacha de pelo negro—. Confío en que recordéis la discusión que sostuvimos después del último baile, condesa —señaló con firmeza—. Aun cuando me admiren vuestros feroces instintos profesionales, la culminación de ciertas transacciones debe llevarse a cabo en la intimidad y no en el centro de una pista de baile. Ha sido entretenido, incluso educativo, pero ha alterado un tanto la danza.

—Es simplemente una manera distinta de bailar, Stragen —replicó la chica con voz áspera y nasal que recordaba el chillido de un cerdo.

—Ah, sí, condesa, pero lo que está en boga actualmente es la danza vertical. La forma horizontal no ha arraigado todavía en los círculos que dictan la moda y nosotros queremos estar al día, ¿no es cierto? —Se volvió hacia Tel—. Vuestros servicios han sido estupendos esta noche, mi querido marqués —dijo al rubio rufián—. Dudo que pueda pagároslos algún día. —Se acercó lánguidamente un pañuelo perfumado a la nariz.

—El hecho de haber podido serviros me basta en pago —repuso Tel con una profunda reverencia.

—Muy bien, Tel —aprobó Stragen—. Tal vez os conceda un condado. —Se giró y condujo a Sparhawk y Sephrenia fuera del salón de baile y, una vez en el corredor, cambió súbitamente de modales. Se desprendió, como si de una máscara se tratara, de la indolente gentileza de que había hecho gala y sus ojos se tornaron duros y escudriñadores. Ahora eran los ojos de un hombre indiscutiblemente peligroso—. ¿Os desconcierta nuestra pequeña charada, Sparhawk? —preguntó—. ¿Quizá pensáis que los que tenemos esta profesión deberíamos alojarnos en sitios como el sótano de Platime en Cimmura o la buhardilla de Meland en Acie?

—Son lugares más vulgares, milord —contestó prudentemente Sparhawk.

—Podemos dejar a un lado los «milord», Sparhawk. Es una afectación…, al menos en parte. Todo esto tiene, sin embargo, un objetivo más serio que la satisfacción de alguna extraña rareza personal mía. La nobleza tiene acceso a riquezas muy superiores a las que puede obtener la plebe, de manera que yo entreno a mis asociados para que alternen con los ricos y los ociosos en vez de con los pobres y los laboriosos. A ese grupo de ahí le queda, no obstante, un largo camino por recorrer, me temo. Tel se desenvuelve bastante bien, pero he perdido las esperanzas de convertir a la condesa en una dama. Tiene el alma de una prostituta y la voz… —Se estremeció—. Sea como fuere, educo a mi gente para que asuman falsos títulos y se dirijan pequeñas frases de cortesía entre sí en vistas a negocios de más envergadura. Seguimos siendo ladrones, prostitutas y matones, desde luego, pero tratamos con una clase más distinguida de clientes.

Entraron en una gran habitación profusamente iluminada en la que encontraron a Kurik y Talen sentados en un amplio diván.

—¿Habéis tenido un agradable viaje, mi señor? —preguntó Talen a Sparhawk, dejando apenas entrever un rastro de resentimiento. El muchacho iba vestido con un ceremonioso jubón y calzas, y, por primera vez desde que Sparhawk lo conocía, llevaba el pelo peinado. Se levantó y dedicó una airosa reverencia a Sephrenia—. Pequeña madre —la saludó.

—Veo que habéis estado dando clases a nuestro díscolo muchacho —observó la mujer.

—Su Excelencia tenía cierta rudeza de modales cuando vino con nosotros, querida dama —le explicó el elegante rufián—. Me he tomado la libertad de pulirlos un poco.

—¿Su Excelencia? —inquirió Sparhawk con curiosidad.

—Yo gozo de ciertas ventajas, Sparhawk. —Stragen emitió una carcajada—. Cuando la naturaleza, o el mero azar, otorgan un título, no tienen la oportunidad de tomar en cuenta el carácter del receptor y hacer que el hombre y la eminencia vayan a la par. Yo, por mi parte, puedo observar la verdadera naturaleza de la persona interesada y seleccionar el adorno de rango adecuado. Desde el primer momento vi que Talen es un joven extraordinario, de modo que le concedí un ducado. Dadme tres meses, y podría presentarlo en la corte. —Tomó asiento en un amplio y cómodo sillón—. Por favor, amigos, acomodaos, y después me diréis en qué puedo seros útil.

Sparhawk acercó una silla a Sephrenia y luego se sentó a corta distancia de su anfitrión.

—Lo que en verdad necesitamos actualmente, compadre, es un barco que nos lleve a la costa norte de Deira.

—De eso quería discutir con vos, Sparhawk. Nuestro excelente y joven ladrón aquí presente me ha dicho que vuestra meta final es Cimmura, y también me ha hecho saber que tal vez os aguarden ciertos inconvenientes en los reinos norteños. Nuestro borracho monarca es un hombre muy necesitado de amigos y le sientan muy mal las deserciones. Según tengo entendido, en estos momentos está molesto con vos. Por toda Eosia Occidental circulan toda suerte de poco halagadoras descripciones de vos. ¿No sería más rápido, y más seguro, navegar directamente hasta Cardos y cabalgar hacia Cimmura desde allí?

—Mi idea —indicó Sparhawk después de reflexionar— era desembarcar en alguna playa desierta de Deira y dirigirme hacia el sur por las montañas.

—Es ésa una tediosa manera de viajar, Sparhawk, y muy peligrosa para un hombre fugitivo. Existen playas desiertas en todas las costas, y estoy convencido de que podemos encontrar una apropiada en las proximidades de Cardos.

—¿Podemos?

—Creo que os acompañaré. Me gustáis, Sparhawk, aun cuando acabemos de conocernos. Además, necesito hablar de negocios con Platime de todas formas. —Se puso en pie—. Tendré un barco esperando en el puerto al amanecer. Ahora os dejaré. Estoy seguro de que estáis cansados y hambrientos después de vuestro viaje, y yo haré mejor regresando al baile antes de que nuestra excesivamente entusiasta condesa vuelva a ponerse a trabajar en medio de la pista. —Dedicó una reverencia a Sephrenia—. Que tengáis buenas noches —le deseó en estirio—. Dormid bien.

Dirigió un gesto con la cabeza a Sparhawk y salió de la habitación. Kurik se levantó, se encaminó a la puerta y escuchó.

—Tiene algunas ideas estrafalarias, pero es posible que algunas surtan resultado.

—Vamos —dijo el chiquillo, acercándose a Sparhawk—. Dejádmelo ver.

—¿Ver el qué?

—El Bhelliom. Arriesgué mi vida más de una vez para ayudar a robarlo y luego, en el último minuto, me retirasteis la invitación para seguir. Creo que como mínimo tengo derecho a echarle una ojeada.

—¿Es seguro? —preguntó Sparhawk a Sephrenia.

—No lo sé a ciencia cierta, Sparhawk. Los anillos lo controlarán…, al menos en parte. Sólo una breve mirada, Talen. Es muy peligroso.

—Una joya es una joya. —Talen se encogió de hombros—. Todas son peligrosas. Todo lo que quiere un hombre atrae a otro que tal vez lo robe y ésa es la cadena que lleva al asesinato. Yo me quedo siempre con el oro. Siempre tiene el mismo aspecto y uno puede venderlo donde le plazca. Es más costoso convertir las piedras preciosas en dinero, y la gente suele pasarse todo el tiempo intentando protegerlas… y eso es realmente un inconveniente. Veámosla, Sparhawk.

Sparhawk sacó la bolsa y deshizo el nudo. Después se puso la reluciente rosa azul en la palma de la mano. De nuevo, un breve parpadeo oscureció los límites de su visión y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Por algún motivo, la vislumbre de la sombra le trajo con toda viveza a la memoria la pesadilla, y casi llegó a sentir la acechante presencia de todas aquellas formas vagamente amenazadoras que le habían turbado el sueño hacía una semana.

—¡Dios bendito! —exclamó Talen—. Es increíble. —Miró fijamente la gema durante un momento y luego se estremeció—. Guardadla, Sparhawk. No quiero mirarla más.

Sparhawk deslizó el Bhelliom en la bolsa.

—Debería tener el color rojo de la sangre —opinó Talen, malhumorado—. Pensad en toda la gente que ha muerto por ella. —Miró a Sephrenia—. ¿De veras era Flauta una diosa?

—Veo que Kurik te lo ha contado. Sí, era… y es… una de las diosas menores de Estiria.

—Me gusta —reconoció el chico—. Cuando no estaba tomándome el pelo. Pero si es un dios… o una diosa… podría tener la edad que quisiera, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¿Por qué se presentaba como una niña entonces?

—Las personas se muestran más sinceras con los niños.

—Yo nunca lo había notado.

—Aphrael atrae más el amor que tú, Talen. —Sonrió—. Y ésa podría ser la verdadera razón por la que eligió esa apariencia. Ella necesita amor. Todos los dioses lo necesitan, incluso Azash. La gente tiene la tendencia a tomar a las niñitas en brazos y a besarlas. A Aphrael le encanta que la besen.

—Nadie me ha besado nunca tanto a mí.

—Todo llegará con el tiempo, Talen…, si te portas bien.