Prólogo

«Otha y Azash», extraído de Una superficial historia de Zemoch.

Compilado por el Departamento de Historia de la Universidad de Borrata.

Tras la invasión de los pueblos de habla elenia de las estepas de Daresia Central situadas en el este, los elenios fueron emigrando gradualmente hacia Occidente, desplazando a los estirios que habitaban de forma dispersa el continente eosiano. Las tribus que se instalaron en Zemoch se habían establecido más tardíamente y estaban mucho menos avanzadas que sus parientes del oeste. Su economía y organización social eran muy simples y sus ciudades, rudimentarias en comparación con las poblaciones que estaban surgiendo en los recientemente creados remos occidentales. Además, el clima de Zemoch era, utilizando el mejor de los calificativos, inhóspito, y la vida se desarrollaba allí a un nivel de subsistencia. La Iglesia halló escasos atractivos para dirigir su atención sobre región tan pobre y desagradable; y, a consecuencia de ello, las toscas capillas de Zemoch quedaron en su mayoría sin sacerdotes y sus sencillas congregaciones descuidadas. Por todo ello, los zemoquianos se vieron obligados a desplazar hacia otros objetos sus impulsos religiosos. Puesto que había pocos ministros de la fe elenia en la región para hacer cumplir el interdicto de la Iglesia que prohibía el consorcio con los paganos estirios, la fraternización se convirtió en un hecho. La percepción por parte de los simples campesinos elenios de las significativas ventajas que conseguían sus vecinos estirios con el uso de Las artes arcanas explica en buena medida la difusión de la apostasía. Muchos pueblos elenios de Zemoch se convirtieron masivamente al panteísmo estirio, se erigieron templos en honor de una y otra deidad y los más tenebrosos cultos estirios florecieron. El matrimonio entre elenios y estirios se convirtió en una práctica común y, hacia el fin del primer milenio, Zemoch ya no podía ser considerada bajo ningún concepto como una nación genuinamente elenia. El paso de los siglos y el estrecho contacto con los estirios habían corrompido hasta tal punto la lengua elenia hablada en Zemoch que apenas si resultaba inteligible para los elenios occidentales.

Fue en el siglo once cuando un joven pastor de cabras del pueblo montañés de Ganda, en Zemoch Central, vivió una extraña experiencia que tendría incalculables consecuencias para el mundo. Mientras buscaba por las colinas una cabra extraviada, el muchacho, llamado Otha, topó con un santuario oculto por las enredaderas que había sido erigido en la antigüedad para el culto de uno de los numerosos dioses estirios. El monumento, corroído por la intemperie, representaba a un ídolo de rasgos grotescamente deformes que, paradójicamente, despertó en él una atracción irresistible. Entretanto descansaba de los rigores del ascenso, Otha oyó una profunda voz que lo interpelaba en la lengua estiria.

—¿Quién eres, muchacho? —inquirió la voz.

—Me llamo Otha —balbuceó el chiquillo, tratando de recordar el idioma estirio.

—¿Y has venido a este lugar para prestarme obediencia, postrarte y adorarme?

—No —repuso Otha con sinceridad poco común—. Lo que estoy haciendo es intentar encontrar a una de mis cabras.

Siguió una larga pausa, y después la cavernosa y escalofriante voz prosiguió:

—¿Y qué debo darte para arrebatarte tu obediencia y tu adoración? Ninguno de tus congéneres se ha acercado a mi santuario durante quinientos años, y yo ansío adoración… y la posesión de almas.

A aquellas alturas, Otha había adquirido la certeza de que uno de sus amigos cabreros estaba gastándole una broma y decidió seguirle el juego.

—Oh —dijo con desenvoltura—, me gustaría ser el rey del mundo, vivir para siempre, disponer de un centenar de lozanas muchachas según mi antojo, tener una montaña de oro… y, oh, sí, quiero recuperar mi cabra.

—¿Y vas a entregarme tu alma a cambio de todo ello?

Otha recapacitó. Como apenas había tenido conciencia de poseer un alma, su pérdida no le representaría un gran inconveniente. Además, razonó, si aquello no era, de hecho, producto de la broma juvenil de un cabrero y la oferta era seria, si el otro omitía el cumplimiento de una de sus imposibles demandas, el contrato quedaría invalidado.

—Oh, de acuerdo —convino, encogiéndose con indiferencia de hombros—. Pero primero querría ver a mi cabra… sólo como una muestra de buena fe.

—Vuélvete, Otha —ordenó la voz—, y percibe lo que habías perdido.

Otha se giró y, en efecto, allí estaba la cabra extraviada, masticando ociosamente junto a un matorral y mirándolo de una manera curiosa. El joven cabrero se apresuró a atarla al arbusto. Otha era en el fondo un chaval moderadamente vicioso. Disfrutaba infligiendo dolor a las criaturas indefensas, tendía a practicar juegos crueles, hurtos y cierta clase de seducción de solitarias pastoras cuya única característica encomiable era la de no andarse con rodeos. Era avaricioso y desaliñado y tenía una opinión un tanto exagerada sobre lo elevado de sus facultades intelectuales.

Su mente discurría a gran velocidad mientras amarraba la cabra al arbusto. Si aquella desconocida divinidad estiria podía hacer aparecer una cabra perdida con sólo pedírselo, ¿de qué otras cosas sería capaz? Otha resolvió que aquélla podía bien ser la oportunidad de su vida.

—De acuerdo —dijo, fingiendo ingenuidad—, una oración, por el momento, a cambio de la cabra. Después podremos hablar de almas, imperios, riquezas, inmortalidad y mujeres. Daos a conocer. No voy a arrodillarme ante el aire. ¿Cuál es vuestro nombre, por cierto? Necesitaré conocerlo para formular una plegaria adecuada.

Soy Azash, el más poderoso de los dioses mayores, y, si eres mi siervo e induces a otros a adorarme, te concederé mucho más de lo que has solicitado. Te enalteceré y te daré riquezas que no alcanzas a imaginar. Las más hermosas mujeres serán tuyas. Gozarás de vida eterna y, además, de poder sobre el mundo del espíritu, tal como ningún hombre lo ha tenido. Todo cuanto pido a cambio, Otha, es tu alma y las almas de esos otros que traerás a mí. Mi necesidad y mi soledad son grandes, y las recompensas que te otorgaré serán igualmente grandes. Ahora mira mi cara y tiembla ante mí.

El aire que rodeaba al tosco ídolo brilló, y entonces Otha vio la presencia real de Azash suspendida en torno a la rudimentaria escultura. Se arredró, horrorizado ante la espantosa imagen que tan súbitamente había aparecido frente a él, y cayó al suelo, donde se postró ante ella. Aquello estaba yendo demasiado lejos. No obstante, Otha era en el fondo un cobarde, y temía que la reacción más racional al materializado Azash, la huida inmediata, fuera a provocar la ira del terrible dios, incitándolo a causarle daños, y Otha tenía un gran apego a su propio pellejo.

—Reza, Otha —se refociló el ídolo—. Mis oídos anhelan tu adoración.

—Oh, poderoso… eh… Azash, ¿no era así? Dios de los dioses y Señor del mundo, escucha mi ruego y recibe mi humilde adoración. Yo soy como el polvo ante ti, y tú te yergues ante mí como una montaña. Te adoro y te alabo y te doy gracias desde lo más profundo de mi corazón por el retorno de esta miserable cabra… que golpearé hasta dejar inconsciente por haberse extraviado tan pronto como llegue a casa. —Tembloroso, Otha confió en que la oración satisficiera a Azash, o que como mínimo lo distrajera lo bastante como para encontrar la ocasión de escapar.

—Tu oración es correcta, Otha —reconoció el ídolo—. Lo justo. Con el tiempo te volverás más competente en tu adoración. Ahora sigue tu camino, y yo saborearé esta burda plegaria tuya. Vuelve mañana y te haré partícipe de mis deseos.

Mientras regresaba a casa, Otha juró no regresar jamás, pero esa noche se revolvió en su basto jergón, en la desaseada cabaña donde vivía, obsesionado con visiones de riquezas y corrompidas jóvenes sobre las cuales podría saciar su lujuria.

—Veamos adonde me lleva esto —murmuró para sí cuando el alba marcó el final de la agitada noche—. Si tengo que hacerlo, siempre puedo echar a correr más tarde.

Y de ese modo un simple pastor de cabras zemoquiano comenzó a convertirse en discípulo del dios mayor, Azash, una deidad cuyo nombre no pronunciaban siquiera los estirios, tan grande era el temor que les inspiraba. En los siglos venideros, Otha percibió el alcance de su esclavitud. Azash lo condujo pacientemente desde la humilde adoración a la práctica de perversos ritos y aun a dominios más horrendos, comprendidos en el reino de la abominación espiritual. El cabrero, antes ingenioso y sólo moderadamente detestable, se volvió taciturno y sombrío a medida que el espantoso ídolo se cebaba glotónamente en su mente y su alma. Aunque vivió seis vidas y aun más, sus miembros se secaron, en tanto que su barriga y su cabeza se hinchaban y perdía el pelo, adoptando una palidez que era consecuencia de su aborrecimiento por el sol. Se enriqueció sobremanera, pero no hallaba placer en sus tesoros. Tenía lascivas concubinas a montones, pero permanecía indiferente a sus encantos. Miles y miles de espectros, duendes y criaturas obedecían a su menor deseo, pero él no podía siquiera reunir interés suficiente para invocarlos. Su único goce devino la contemplación del dolor y la muerte en sesiones en las que sus secuaces arrebataban cruelmente con tormentos la vida del trémulo cuerpo de los débiles e indefensos, con el solo fin de entretenerlo. En ese sentido, Otha no había cambiado.

Durante los primeros años del tercer milenio, cuando el repulsivo Otha había cumplido ya más de novecientos años, ordenó a sus infernales seguidores que trasladaran el tosco santuario de Azash a la ciudad de Zemoch, emplazada en las mesetas nororientales. Construyeron una enorme imagen del repelente dios en torno al ídolo y, a su alrededor, un vasto templo, junto al cual, conectado a él por un laberinto de pasadizos, se elevaba su propio palacio, recubierto con oro forjado a martillo, incrustado con perlas, ónice y calcedonia y rodeado por columnas rematadas con letras grabadas en rubí y esmeralda. En ellas, Otha se proclamaba desvergonzadamente emperador de Zemoch, una pretensión secundada por la atronadora pero un tanto burlona voz de Azash, que resonaba cavernosamente en el templo, y aclamada por multitudes de fanáticos.

Entonces dio comienzo en Zemoch un período dominado por el terror, en el que se extirparon sin contemplaciones todos los cultos rivales. Los sacrificios de recién nacidos y vírgenes se contaban por miles, y los elenios y estirios por igual se convirtieron en devotos de Azash bajo la amenaza de las armas. Otha y sus partidarios tardaron aproximadamente un siglo en erradicar totalmente todo resto de decencia en sus esclavizados súbditos. El ansia de sangre y la crueldad desenfrenada se convirtieron en algo frecuente y los ritos representados ante los altares y santuarios erigidos a Azash se tornaron cada vez más degenerados y obscenos.

En el siglo veinticinco, Otha consideró que todo estaba dispuesto para emprender la consecución de la meta de su perverso dios, y concentró sus ejércitos humanos y sus infernales aliados en las fronteras occidentales de Zemoch. Tras una breve pausa, en la que Azash y él hicieron acopio de fuerzas, Otha atacó, enviando sus fuerzas a las llanuras de Kelosia, Lamorkand y Cammoria. Es imposible describir fielmente el horror provocado por dicha invasión. La simple atrocidad no bastaba para saciar los salvajes instintos de la horda zemoquiana, y la desmesurada crueldad de los inhumanos que acompañaban a las huestes invasoras es en exceso repulsiva para dar pie a mención. Se irguieron montañas de cabezas humanas, los cautivos fueron asados vivos y después devorados, y los caminos y vías públicas estaban flanqueados por hileras de cruces, horcas y estacas con personas ensartadas. Los cielos se ennegrecieron con las bandadas de buitres y cuervos, y el aire apestaba a causa del hedor de la carne quemada y putrefacta.

Los ejércitos de Otha avanzaban confiados hacia el campo de batalla, plenamente convencidos de que sus demoníacos aliados neutralizarían fácilmente toda resistencia, pero en sus cálculos no habían contado con el poder de los caballeros de la Iglesia. La gran batalla se libró en los llanos de Lamorkand, al sur del lago Randera. Aun cuando los choques puramente físicos fueron titánicos, la contienda supranatural adquirió dimensiones aún más fantásticas. Toda forma concebible de espíritu participó en el combate. Olas de completa oscuridad y capas de luz multicolor barrieron el campo; del cielo llovieron fuego y relámpagos; batallones enteros fueron engullidos por la tierra o reducidos a cenizas por súbitas llamaradas; el escalofriante estrépito de los truenos llenaba el aire de uno a otro horizonte, y el propio suelo se resquebrajaba a causa de terremotos y erupciones de ardiente roca líquida que discurría por las laderas para abrasar a las legiones que avanzaban.

Durante días los ejércitos estuvieron enzarzados en la terrible batalla sobre el sangriento campo hasta que, paulatinamente, los zemoquianos fueron obligados a batirse en retirada. Los horrores que Otha puso en juego en la contienda fueron igualados uno a uno por el poder concertado de los caballeros de la Iglesia y, por primera vez, los zemoquianos probaron el sabor de la derrota. Su lenta y desganada retirada inicial se convirtió pronto en rápida desbandada cuando la desmoralizada horda se disgregó y se dio a la fuga en busca de la dudosa seguridad de la frontera.

La victoria de los elenios, aunque completa, no se saldó sin un terrible coste. Más de la mitad de los caballeros de las órdenes militantes yacían muertos en el campo de batalla, y los ejércitos de los reyes elenios contaban las bajas por miles. El triunfo era suyo, pero estaban demasiado extenuados y eran demasiado pocos para salir en persecución de los zemoquianos.

El inflado Otha, cuyos miembros ya no eran capaces de resistir su peso, fue llevado en litera a través del laberinto de Zemoch hasta el templo, para enfrentarse a la ira de Azash. Allí se humilló ante el ídolo de su dios, gimoteando y suplicando clemencia.

Y al cabo de mucho Azash habló.

—Una última vez, Otha —dijo el dios con voz horriblemente tranquila—. Solamente una vez me aplacaré. Deseo poseer el Bhelliom, y tú me lo conseguirás y vendrás a entregármelo aquí, puesto que, si no lo haces, mi generosidad para contigo desaparecerá. Si los presentes no te animan a doblegarte a mi voluntad, tal vez el tormento lo logre. Ve, Otha. Búscame el Bhelliom y vuelve con él para que yo pueda librarme de mis cadenas y recobrar mi virilidad. En caso de que me falles, morirás sin duda, y tu agonía durará un millón de años.

Otha huyó y de este modo, incluso entre las ruinas y jirones de su derrota, nació la semilla de su último ataque contra los reinos elenios occidentales, un ataque que iba a poner al mundo al borde del desastre universal.