CAPÍTULO 38

Los aposentos de la princesa Cleiona ahora servían de dormitorio a Lucía. Magnus se quedó a su lado mientras los curanderos la rodeaban, y no se marchó cuando todos abandonaron la estancia, desesperados. Su hermana, muy pálida, yacía en la gran cama con dosel, y sus cabellos del color del cielo nocturno se extendían sobre los almohadones de seda.

Magnus maldijo a la diosa por no haber respondido a sus plegarias, mientras observaba a la mujer que se afanaba en limpiar la frente de Lucía con un paño húmedo.

—¡Fuera de aquí! —le gritó, y la mujer huyó aterrada de la habitación.

Habían empezado a circular rumores sobre su comportamiento en el campo de batalla y su presencia la noche en que Basilius fue asesinado. Su reputación como Príncipe Sangriento estaba casi a la altura de la de su padre.

Solo Lucía había conseguido ver al auténtico Magnus antes de que su espada probara la sangre. Sin embargo, quizá aquel Magnus hubiera muerto la noche en que reveló sus sentimientos hacia ella. La máscara que siempre lo había ocultado se había roto entonces, pero en su lugar brotó otra más gruesa y resistente. Tal vez Magnus hubiera debido alegrarse por ello, pero solo sentía dolor por lo que había perdido.

—Ah, el amor fraternal… —dijo el rey a su espalda. Magnus se tensó, pero no apartó la mirada de Lucía—. Es un sentimiento verdaderamente bello.

—No mejora.

—Lo hará.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo fe, hijo mío. Lucía es justo lo que anunciaba la profecía: la hechicera más poderosa que ha visto el mundo desde hace un milenio.

Magnus tragó saliva con dificultad.

—Puede que no sea más que una bruja que llevó al límite sus capacidades para ayudarte a conquistar Auranos.

—Magnus, eres demasiado pesimista —repuso su padre—. Debes tener paciencia. Mañana me dirigiré a mis súbditos para calmar su inquietud y darles buenas nuevas sobre su futuro.

Ahora toda Mytica pertenece a Limeros; sus habitantes tendrán que celebrar mi victoria.

—Y si no lo hacen, te asegurarás de que reciban su castigo.

—No puedo permitir la disidencia. Daría mala impresión, ¿no te parece?

—¿Crees que alguien se atreverá a plantarte cara?

—Tal vez unos pocos, que servirán de ejemplo a los demás.

La actitud impasible de su padre le exasperaba.

—¿Unos pocos? Hemos invadido sus tierras, hemos matado a su rey y a la princesa heredera; eso, por no hablar del asesinato del caudillo de Paelsia. ¿Crees que la gente se limitará a aceptarlo sin más?

—No somos responsables de la muerte de la princesa Emilia; es una desgracia que estuviera tan enferma. Yo nunca mataría a una muchacha inocente. Después de todo, su presencia en el palacio tranquilizaría a los auranios.

—¿Y Cleiona? Ahora es la reina.

El rey apretó la mandíbula; era el primer signo de tensión que veía Magnus en él desde el fin de la batalla.

—Si es inteligente, acudirá a mí en busca de protección.

—¿Y se la concederás, o también piensas degollarla?

El rey le dedicó una sonrisa helada y le pasó el brazo por los hombros en tensión.

—Magnus, por favor… ¿Cómo voy a degollar a una chiquilla de dieciséis años? ¿Me tomas por un monstruo?

Algo captó la atención de Magnus: los párpados de Lucía temblaban. Por un momento se le cortó la respiración, pero pasaron unos instantes y no sucedió nada más.

El rey le apretó el hombro como si entendiera la angustia por la que estaba atravesando.

—Todo va bien, hijo mío. Se recuperará. Esto es temporal.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó con voz estrangulada.

—Porque la magia sigue latente en ella, y yo aún la necesito. Tengo que encontrar los vástagos —su expresión se tornó severa—. Vete, Magnus; yo velaré a Lucía.

—Padre…

—He dicho que te vayas —su tono de voz no admitía réplica: no era un ofrecimiento, sino una orden.

Magnus se apartó de la cama y le echó a su padre una mirada penetrante.

—Volveré.

—No me cabe duda.

El príncipe salió de la estancia y se apoyó contra la pared del corredor. El corazón le dolía como si alguien se lo hubiera atravesado con una daga: si Lucía no despertaba, la habría perdido para siempre. La angustia por su hermana —la única persona en el mundo a la que quería sin reservas— le pesaba tanto que se le doblaban las rodillas.

Se tocó el rostro, preguntándose qué sería aquel tacto húmedo y tibio. Por un momento pensó que estaba sangrando.

Al verse las yemas de los dedos soltó una maldición, se secó las lágrimas de un manotazo y se prometió a sí mismo que serían las últimas que derramaría. De allí en adelante, no podría permitirse ninguna debilidad.