CAPÍTULO 37

—Me habría gustado que te equivocaras por una vez— musitó Brion.

—Me equivoco muchas veces —respondió Jonas.

—Esta vez no.

—No, esta vez no.

Estaban en la linde del bosque, contemplando cómo los hombres de Gaius colgaban el cuerpo ensangrentado del caudillo para que todos lo vieran. El rey de Limeros pregonaba a los cuatro vientos que la muerte del caudillo lo delataba como un farsante. No era un hechicero ni un dios, como siempre había creído su pueblo. No era más que un hombre. Un hombre muerto.

Tras la muerte de Basilius, el ejército de Limeros había atacado a los paelsianos junto a los que habían combatido horas antes. Los que se negaron a arrodillarse ante el rey Gaius fueron decapitados de inmediato, y sus cabezas fueron clavadas en picas.

La mayoría prefirió conservar la vida.

Jonas presenció aquellas atrocidades mientras sentía la oscuridad crecer en su interior. No solo Auranos, sino también Paelsia había sucumbido ante aquellos monstruos codiciosos y taimados de Limeros, capitaneados por el rey de la sangre y la muerte. Todos sus temores se habían confirmado.

Había conseguido salvar a Brion justo a tiempo. Cuando lo encontró, su amigo estaba frente a una espada de Limeros, y la mirada insolente de sus ojos decía que no pensaba rendir pleitesía al rey Gaius. En cuanto el caballero alzó la espada para cortarle la cabeza, Jonas lo mató, agarró a Brion y huyó con él.

Jonas había cambiado mucho desde el inicio de aquella guerra. Antes de aquello, se consideraba un cazador: mataba animales, no hombres. Pero ahora había atravesado los corazones de muchos, y el muchacho que aún se ocultaba en su interior se había endurecido para superarlo. Cada nueva muerte le resultaba más sencilla, y los rostros de los hombres a los que había arrebatado la vida se confundían entre sí.

Sin embargo, nunca habría elegido aquel camino si hubiera sabido adónde le llevaría.

Los dos amigos se ocultaron en el bosque y encontraron allí a otros paelsianos que se habían negado a plegarse a aquella locura. Ya eran seis proscritos.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Brion, angustiado—. En cuanto salgamos a campo abierto, nos matarán.

Jonas recordó a su hermano: todo había cambiado a raíz de su muerte. La dura vida de los paelsianos, llena de privaciones y miseria, resultaba atractiva en comparación con lo que se avecinaba.

—Tenemos que esperar a ver qué ocurre —declaró finalmente.

—¿Y quedarnos aquí escondidos como ratas? —rugió Brion—. ¿Vamos a permitir que el rey Gaius destruya nuestras tierras y masacre a nuestro pueblo?

La sola idea le revolvía el estómago a Jonas. Odiaba sentirse tan indefenso; le hubiera gustado hacer algo de inmediato, pero sabía que debían ser prudentes.

—El caudillo cometió muchos errores; en mi opinión, no era un buen líder. Necesitamos a alguien fuerte y capaz que no se deje engañar con tanta facilidad por el rey Gaius. La caída de Basilius me pone enfermo; por culpa de su codicia y su estupidez, ahora nos vemos en esta situación.

Sus cuatro compañeros se mostraron de acuerdo con murmullos.

—Sin embargo —continuó Jonas—, los paelsianos siempre nos las hemos arreglado para sobrevivir a las dificultades. Paelsia languidece desde hace generaciones, pero nosotros continuamos vivos.

—Ahora el país pertenece al rey Gaius —dijo un muchacho llamado Tarus que no tendría más de catorce años. Era el hermano mayor de Leo, el niño al que Jonas había visto agonizar en el campo de batalla—. Nos ha derrotado y ahora es nuestro dueño.

—No le pertenecemos a nadie, ¿me oyes? A nadie —Jonas recordó las palabras que su hermano repetía sin cesar—. Si quieres algo debes cogerlo, porque nadie te lo va a regalar. Así que vamos a recuperar lo que nos han arrebatado y después conseguiremos un futuro mejor para Paelsia, para todos nosotros.

—¿Cómo?

—Me temo que no tiene ni idea —comentó Brion, sonriendo por primera vez desde hacía varios días—. Pero lo va a intentar de todos modos.

Jonas no pudo evitar que se le contagiara su sonrisa. Su amigo tenía razón. Ya se les ocurriría cómo solucionar aquello; no era el momento de dudar.

Levantó la vista para contemplar el palacio de Auranos, que asomaba entre las copas de los árboles. Aunque brillaba como el oro bajo el sol, un ala continuaba en llamas desde la explosión de la madrugada anterior y una columna de humo negro ascendía por el cielo.

Jonas había oído los rumores antes de huir: el rey Corvin había muerto, igual que Emilia, su hija mayor. Sin embargo, todavía no habían encontrado a la princesa Cleo.

Le sorprendió el alivio que experimentó al enterarse.

Cleo, a la que había culpado de la muerte de su hermano, era ahora la reina. Había logrado escapar una vez más a su destino.

Una reina en el exilio.

Y Jonas tenía que encontrarla.

Porque el futuro —tanto el de Paelsia como el de Auranos— dependía de que siguiera con vida.