CAPÍTULO 36
Habían vencido. El rey de Auranos estaba muerto y el cadáver de la heredera había aparecido en su aposento. Pero todavía quedaba un cabo suelto: la princesa Cleiona había conseguido escapar del palacio.
Para ser una chica tan joven y aparentemente inofensiva, era muy astuta.
Si Magnus volvía a toparse con ella, se aseguraría de que no volviera a escurrírsele entre los dedos. Se sentía frustrado, y eso no le agradaba. Además, no le hacía gracia la espina de culpa que se le había alojado bajo la piel por su papel en la tragedia de la muchacha. Además de perder a su padre y a su hermana, Cleiona había visto morir al guardia que la acompañaba en Paelsia, el joven al que supuestamente amaba. Y había sido Magnus quien lo había matado por la espalda.
Irrelevante.
Estaba hecho; Magnus no podía cambiar el pasado aunque hubiera querido hacerlo.
No le había contado a nadie que había estado a punto de capturarla por segunda vez; sospechaba que el rey no valoraría su segundo fracaso. Además, no quería interrumpir la celebración de su padre y el caudillo Basilius, a la que asistía como único invitado. La cena privada se estaba celebrando en la tienda de su padre, fuertemente vigilada por miembros de la guardia real.
El rey y el caudillo brindaban una y otra vez con el mejor vino paelsiano. Magnus no lo probó: estaba preocupado por la salud de Lucía y no se sentía con ánimos para celebrar nada.
Su hermana seguía inconsciente horas después de que su magia destruyera la puerta del castillo y les asegurara la victoria. La fuerza de la explosión también le había dejado a él fuera de combate, pero había recuperado la consciencia al cabo de unos minutos, prácticamente ileso.
Lucía, en cambio, estaba cubierta de sangre. Fuera de sí por el pánico, Magnus la llevó hasta la tienda de los curanderos, pero cuando llegó a su destino, todos los cortes y contusiones de su hermana habían sanado milagrosa… o mágicamente. Aun así, continuaba inconsciente.
Los curanderos, desconcertados, dijeron que necesitaba descansar y que acabaría por despertarse. Desde entonces, Magnus había rogado una y otra vez a la diosa Valoria que trajera a Lucía de vuelta. Su hermana creía en ella con todo su corazón; él no, pero estaba dispuesto a intentarlo todo. Al menos doscientas personas de los dos bandos habían muerto en la explosión, pero Lucía estaba viva y Magnus se sentía muy agradecido por ello.
A pesar de todo lo que había pasado entre los dos, Lucía le había curado cuando él estaba al borde de la muerte. Magnus había pensado que su hermana le odiaba, pero ella le había ayudado cuando más lo necesitaba.
Él mismo tenía la culpa de que lo hubieran herido: se había distraído en plena refriega.
Algo había captado su atención, unos cabellos dorados con manchas de sangre reciente. Era el cadáver de Andreas Psellos, el pretendiente de su hermana y su rival más encarnizado desde que eran niños. Yacía destrozado en el campo de batalla, y aquella visión dejó a Magnus petrificado el tiempo suficiente para que un auranio le asestara dos estocadas antes de caer bajo la hoja de un paelsiano.
Andreas estaba muerto; ya no supondría ningún problema.
La victoria era agridulce. Despreciaba a aquel muchacho, sí. Pero verlo así, caído y ensangrentado…
Resultaba molesto. Inquietante.
Por eso ahora hacía todo lo posible por apartarlo de su mente. La guerra había terminado y, aunque muchos habían perecido, la victoria era suya. Estaba vivo y Lucía también, aunque le angustiaba que aún no hubiera despertado. Habían pasado doce horas y no se sabía nada nuevo de ella.
El rey y el caudillo entrechocaron sus copas una vez más, riendo de satisfacción y brindando por un próspero futuro. Magnus también estaba sentado a la mesa, pero no había tocado la comida.
—Ah, hijo mío… —exclamó el rey—. Siempre tan serio, incluso en un momento como este.
—Estoy preocupado por Lucía.
—Mi querida arma secreta —sonrió el rey—. Ha resultado ser tan poderosa como yo esperaba. Impresionante, ¿verdad?
—Mucho —coincidió el caudillo, y apuró su cuarta copa de vino—. Tanto como hermosa. Si yo tuviera un hijo varón, podríamos casarlos para consolidar la alianza entre nuestras tierras.
—Magnífica idea.
—Lo cual me recuerda… —el caudillo se volvió hacia Magnus—. Tengo una hija de la que no os he hablado. Acaba de cumplir doce años, pero creo que sería una excelente esposa.
Magnus intentó disimular su desagrado; solo de pensar en una novia tan joven sentía náuseas.
—Uno nunca sabe lo que le deparará el futuro —comentó su padre mientras acariciaba el borde de la copa con un dedo—. Tendremos que decidir cómo se reparte el botín de guerra; los próximos días serán muy interesantes.
—Debemos nombrar representantes que se aseguren de que todo transcurra según lo acordado. Evidentemente, confío en que Limeros cumpla su palabra.
—Por supuesto.
—Hay tanto aquí, tantísimas riquezas… Y no solamente oro y joyas, sino también bienes naturales: agua fresca, bosques, campos de cultivo… Esta es una tierra llena de prosperidad, un paraíso.
—Así es —asintió el rey Gaius—. Por otra parte, debemos abordar el asunto de los vástagos.
—¿Crees en los vástagos? —preguntó el caudillo enarcando una ceja.
—¿Tú no?
Basilius vació otra copa.
—Por supuesto; llevo muchos años buscándolos mediante la meditación. Envío mi magia a través del mundo para rastrearlos.
—¿Has tenido suerte?
—Siento que estoy cerca —respondió el caudillo encogiéndose de hombros.
—Se encuentran en Auranos —sentenció el rey Gaius.
—¿De veras? ¿Por qué opinas eso?
—Auranos es una tierra verde y exuberante, como cuentan las leyendas que es el Santuario, mientras que Paelsia se seca y Limeros se hiela. Solo es una deducción, la verdad.
El caudillo consideró sus palabras mientras hacía girar el líquido ambarino en la copa.
—Otros piensan lo mismo que tú, pero yo no sé si creerlo. En mi opinión, las piedras talladas con forma de rueda que hay dispersas por Paelsia y Limeros ofrecen pistas acerca de su ubicación.
—Es posible —concedió el rey Gaius—. Sin embargo, nuestra victoria nos proporciona la oportunidad de registrar estas tierras palmo a palmo. Una sola de esas gemas me proporcionaría un caudal ilimitado de magia. Poseerlas todas…
El caudillo asintió, con los ojos brillantes de codicia.
—Seríamos como dioses. Sí, es buena idea: las buscaremos juntos y cada uno se quedará con la mitad.
—¿Te agrada el plan, entonces?
—Muchísimo.
Gaius se inclinó hacia delante.
—Basilius, sé que tu gente te adora como a un dios. Te ofrecen sacrificios de sangre y pagan sin rechistar el tributo sobre el vino que te permite vivir tan cómodamente —ladeó la cabeza—. Creen que eres un gran hechicero, que desciendes de los mismos vigías y que algún día, muy pronto, tu magia se alzará para sacarlos de la miseria.
El caudillo mostró las palmas de las manos.
—Sin mi pueblo, no soy nada.
—Yo, por otra parte, te conozco desde hace tiempo, pero aún no he visto esa magia que dices poseer.
—No me conoces tanto —replicó el caudillo, a la defensiva—. Tal vez un día decida mostrarte mi verdadero poder.
Magnus observó a su padre con cautela. No acababa de entender lo que estaba ocurriendo, pero sabía que debía guardar silencio. Al invitarle a unirse a aquella celebración, su padre le había indicado claramente que se limitara a observar y aprender.
—¿Y cuándo empezaremos a buscar los vástagos? —preguntó el caudillo, examinando su plato y su copa vacíos.
—Quiero comenzar de inmediato —contestó el rey.
—¿Qué dos elementos querrás para ti?
—¿Dos? Voy a quedarme con los cuatro.
—¿Los cuatro? —el caudillo frunció el ceño—. ¿Y qué pasa con nuestro acuerdo de dividir las ganancias por la mitad?
—No pienso cumplirlo.
—No entiendo…
—Lo sé, y me parece… triste, la verdad —una sonrisa se extendió por el rostro del rey.
El caudillo lo observó estupefacto, con los ojos vidriosos por las dos botellas de vino que había bebido. De pronto, se echó a reír.
—¡Casi me engañas! No, Gaius. Confío en que mantengas tu palabra. El sacrificio de sangre que hiciste en mi honor nos convirtió en hermanos; nunca lo podré olvidar.
—Yo tampoco —el rey se incorporó sin dejar de sonreír y rodeó la mesa—. Es hora de descansar, Basilius. Aunque, la verdad, estoy harto de dormir en un catre de campaña.
Mañana nos mudaremos al palacio; allí los aposentos son mucho más confortables.
Le ofreció la mano al caudillo Basilius, quien todavía se reía entre dientes por la broma de antes. Él la agarró y se puso en pie, tambaleante.
—Ha sido una cena magnífica. Tus cocineros son dignos de elogio.
El rey Gaius le miró a los ojos.
—Muéstrame tu magia aunque solo sea un poco. Siento que me lo he ganado.
—Esta noche no —replicó el caudillo palmeándose la tripa—. Estoy demasiado lleno para hacer una exhibición.
—Muy bien. Buena noche, amigo mío —dijo Gaius mientras volvía a tenderle la mano.
—Buena noche —repuso el caudillo estrechándola.
En vez de soltarle, el rey Gaius aferró su mano con firmeza y lo acercó a él.
—Siempre creí en los rumores que te retrataban como un hechicero —susurró—. Estoy lo bastante familiarizado con la magia para no dudar de esas historias hasta tener pruebas para refutarlas, de modo que he de admitir que te tenía algo de miedo. Soy un hombre de acción; no poseo magia alguna. De momento.
—¿Me estás llamando mentiroso? —bufó el caudillo.
—Sí —afirmó el rey—. Eso es justo lo que te acabo de llamar.
En la mano que Gaius tenía libre apareció una daga que rasgó la garganta del caudillo de un solo tajo limpio y preciso. Los ojos de Basilius se abrieron de golpe por la sorpresa y el dolor.
—Si de verdad eres un hechicero —declaró el rey con voz gélida—, cúrate a ti mismo.
Magnus aferró el borde de la mesa con ambas manos; todos sus músculos estaban en tensión.
La sangre corría a borbotones entre los dedos del caudillo. Sus ojos desorbitados por el pánico se clavaron en la entrada de la tienda, custodiada tan solo por los guardias de Gaius; confiaba tanto en él que había acudido allí sin escolta.
—Ah, por cierto. Respecto a nuestro trato de ir a medias… —el rey sonrió levemente—. Digamos que solo era válido por un tiempo limitado. Auranos me pertenece, y ahora, Paelsia también.
El caudillo se desplomó de bruces con un golpe sordo, y Gaius lo observó por un instante y luego le dio la vuelta con el pie. Basilius quedó boca arriba, con los ojos congelados en una mirada de asombro y la garganta abierta como una segunda boca de la que manaba sangre.
Magnus tuvo que contener un respingo. En el fondo no estaba muy sorprendido: llevaba tiempo esperando que su padre acabara con el caudillo.
Cuando el rey se volvió hacia su hijo para comprobar su reacción, solo encontró una expresión de hastío en su rostro.
—Vamos, hijo, ¿no estás ni siquiera un poco impresionado? —dijo con una carcajada seca.
—No sé si debo mostrarme impresionado o preocupado —contestó Magnus sin alterarse—. Por lo que sé, podrías hacerme lo mismo en cualquier momento.
—No seas ridículo: si hago todo esto es por ti, Magnus. Los dos juntos encontraremos los vástagos; llevo toda la vida queriendo hacerlo, desde que escuché las leyendas de niño.
Reuniremos los cuatro y obtendremos el poder absoluto. Podremos gobernar el universo entero.
Magnus sintió un escalofrío al ver la mirada desquiciada del rey.
—No puedo quejarme de que mi padre carezca de aspiraciones…
—Las tengo y no las olvido. Y ahora —Gaius se acercó a la entrada de la lujosa tienda—, informaremos a la gente de Auranos y Paelsia de que sus líderes han muerto y deben someterse a mí… o morir.