CAPÍTULO 35

Alexius observó cómo la anciana tendía la colada entre dos árboles secos, frente a su humilde cabaña de adobe. El rostro de la mujer era sombrío, y alzaba la vista de cuando en cuando en dirección al halcón.

—Lárgate —ordenó con voz tajante.

Él no se movió de donde estaba posado.

—Te conozco; has estado aquí muchas veces —puso los brazos en jarras—. Eres tú, hermano, ¿verdad? Ninguno de los otros se molestaría en venir a verme.

Eirene había abandonado el Santuario hacía más de cincuenta años mortales. Por entonces era una mujer joven y hermosa, repleta de vida, y así habría permanecido eternamente si no se hubiera marchado. Pero lo había hecho, y ahora era una vieja arrugada, encorvada y marchita por la edad y el trabajo.

Había elegido. Quienes abandonaban el Santuario jamás podían regresar.

—¿Eres consciente de que se está librando una guerra? —dijo ella, y Alexius se preguntó si de verdad lo habría reconocido o si estaba un poco loca y hablaba con todos los pájaros—. Es una orgía de sangre y muerte, como todas las guerras. El Rey Sangriento busca lo mismo que vosotros, estoy segura. ¿Esperáis encontrarlo antes que él?

Él no podía responder, así que Eirene no insistió.

—La niña nació y está viva. Lo vi en las estrellas hace años, aunque seguramente tú ya lo sepas. Tiene el poder de encontrar los vástagos; los ancianos estarán satisfechos de que todo vuelva a la normalidad —la expresión se le agrió—. Si las gemas no aparecen, el Santuario morirá. Las señales son evidentes incluso en esta tierra: todo está conectado, incluso más de lo que yo creía —soltó una carcajada sin humor—. Tal vez sea lo mejor. Si voy a morir como humana, no veo por qué no han de hacerlo todos los demás, por mucho que hayan vivido o importantes que se crean. Todo acaba llegando a su fin.

Eirene había abandonado el Santuario tras enamorarse de un mortal; había dado la espalda a la inmortalidad por amor. En ese momento, había considerado que unas décadas de pasión valían más que la existencia eterna. A Alexius le había molestado su debilidad; para un vigía, cincuenta años eran un suspiro.

—Voy a darte un consejo, hermano —dijo mirando al halcón por encima del hombro antes de entrar en su cabaña—. No subestimes a los humanos, especialmente a las muchachas bonitas. Después de dos mil años, puede que te conduzcan a la muerte.

Alexius aún no había hablado a Danaus, a Timotheus ni a Phaedra de la inmensa magia que al fin había despertado en el interior de la princesa de cabellos negros. Era demasiado importante, y Alexius había empezado a desconfiar de los suyos. Debía seguir vigilándola hasta encontrar el momento de ponerse en contacto con ella.

Y luego tendría que encontrar la forma de matarla.