CAPÍTULO 32
Emilia había empeorado tanto que incluso el esfuerzo de levantar la cabeza le producía dolores y le hacía sangrar la nariz. Cleo acababa de relevar a Mira en la tarea de leerle a su hermana; necesitaba hacer algo para no pensar en la batalla que se libraba en torno a la ciudadela. El palacio estaba sombrío, gris y triste; Cleo intentaba encontrar algún rayo de esperanza al que aferrarse, pero desde el inicio del asedio, cada vez veía el futuro más sombrío.
—Por favor, no llores —suplicó Emilia con voz débil—. Te lo dije: tienes que ser fuerte.
Cleo se secó las lágrimas y trató de concentrarse en el desgastado librito de poesía, uno de los favoritos de Emilia.
—¿Es que las personas fuertes no pueden llorar?
—No deberías derramar más lágrimas por mí. Sé que ya has llorado mucho por Theon.
Cleo había intentado superar lo ocurrido, pero su dolor era un latido sordo y continuo que parecía acrecentarse en vez de menguar. Era terrible perder a alguien a quien había comenzado a amar, pero la idea de perder también a Emilia…
—¿Puedo hacer algo para ayudarte? —le preguntó a su hermana, tomándole la delgada mano con suavidad.
Emilia se acomodó entre el montón de almohadones. En la mesilla de noche tenía un ramo de flores que Cleo había recogido en el patio de palacio, lo más cerca que podía estar del exterior. En aquel pequeño jardín, salpicado de manzanos, melocotoneros y parterres de flores, las dos hermanas habían recibido clases a menudo.
—Sé fuerte; me basta con eso —respondió Emilia—. Intenta pasar más tiempo con tus amigos en estos momentos tan duros. No estés siempre conmigo; no me importa pasar la noche sola.
Pese a las circunstancias, la heredera del trono de Auranos mantenía su eterna compostura, fruto de años de aprendizaje. Resultaba curioso que las dos hermanas fueran tan distintas a pesar de llevarse solo tres años: la madurez que derrochaba Emilia parecía haberle faltado siempre a Cleo.
—Prefiero no pasearme demasiado por el palacio. Aron está siempre al acecho; nunca sé cuándo va a aparecer ante mí.
Aquello hizo reír a Emilia.
—Entonces, ¿no anda por ahí enarbolando su espada para proteger a su futura esposa?
Cleo la miró con aprensión.
—No bromees con eso.
—Lo siento. Supongo que no te hace gracia esta situación.
—Ni pizca —suspiró Cleo—. Pero olvidemos a Aron. Lo que a mí me preocupa es tu bienestar, hermana. En cuanto termine esta batalla, y espero que eso ocurra muy pronto, mandaré un guardia a Paelsia, como prometí.
—Para buscar unas semillas mágicas que me salvarán la vida.
—Sí, y no lo digas con tanto escepticismo. Tú me diste la idea, para empezar; antes, yo ni siquiera creía en la magia.
—¿Y ahora sí?
—Sí, con toda mi alma.
Emilia negó con la cabeza.
—No hay ninguna magia capaz de salvarme, Cleo. Es mejor que trates de aceptarlo.
—Nunca.
Emilia volvió a reírse, pero el sonido era muy débil.
—Así que piensas que puedes enfrentarte al destino y salir ganando…
—Sin lugar a dudas.
Mientras Emilia continuara respirando, Cleo no perdería la esperanza de curarla.
—Vete —la apremió su hermana estrechándole las manos—. Busca a Mira y a Nic, anda.
—¿Le pido a Mira que venga más tarde?
—No, déjala descansar esta noche. Me parece que está muy preocupada por el asedio.
—Al menos es un asedio discreto. Eso debe de ser buena señal, ¿no crees?
Los gruesos muros del palacio ahogaban el fragor de la batalla; si Cleo no hubiera sabido que algo terrible pasaba fuera, jamás lo habría podido adivinar.
—Espero que sí —repuso Emilia con una sonrisa triste.
—Mañana todo irá mejor —Cleo se acercó a ella y depositó un beso en su fría frente—. Te quiero, hermana.
—Yo también te quiero.
Cleo salió del aposento de Emilia y avanzó por los corredores. Casi todas las ventanas habían sido atrancadas con tablones, y eso hacía que el palacio estuviera extrañamente silencioso.
Allí encerrada, Cleo tenía demasiado tiempo para pensar en Theon. Echaba de menos su presencia, la forma en que la rastreaba por el edificio, su mirada severa cuando hacía o decía algo inconveniente… El alivio de su rostro al encontrarla en Paelsia; su mirada ardiente cuando admitió que la amaba.
Y después, su sorpresa y su dolor cuando el príncipe de Limeros le atravesó el pecho con la espada.
Se enjugó las lágrimas mientras recorría aquellos pasillos por los que habían caminado juntos tantas veces. Su pérdida le pesaba constantemente en el corazón, y aquella carga aumentaba cada día. Estaba tan cansada que renunció a buscar a Mira y a Nic y se retiró a sus aposentos. Sin embargo, al cabo de un rato seguía mirando al techo, incapaz de dormir.
Si hubiera encontrado a la vigía exiliada, todo sería distinto. Habría podido devolver a Emilia la vitalidad y la salud…
Tal vez no fuera más que una leyenda. Solo pensarlo le dolía.
Lo único que alimentaba su optimismo eran las historias que le había contado Eirene; parecían tan creíbles, tan veraces… Aquella mujer le había dado esperanzas.
En los días anteriores casi se había olvidado de ella. El papel con las señas del tabernero, a quien Cleo pensaba enviar algunos presentes para Eirene, seguía doblado y sin tocar.
La magia hallará a aquellos de corazón puro, incluso aunque todo parezca perdido…
Aquellas habían sido las palabras de despedida de Eirene, y ahora todo parecía perdido.
Cleo estaba atrapada en el palacio y no sabía cuándo podría volver a salir. Su hermana languidecía ante sus ojos.
Saltó de la cama, decidida a buscar el papel. Aunque ahora no pudiera enviarle nada, tal vez pudiera elegir qué mandarle; si algo le sobraba era tiempo.
Lo encontró en su tocador, bajo una pila de libros que no había llegado a abrir. Lo agarró, alisó sus muchos dobleces y se sorprendió al encontrar en su interior una nota y dos piedrecitas de color marrón.
El mensaje decía lo siguiente:
Princesa, acepta mis disculpas por haberte ocultado la verdad. Es un secreto que guardo desde hace muchos, muchos años; nadie lo conoce, ni siquiera mi nieta. Pero yo valoro un corazón puro más que el oro, y el tuyo lo es. Utiliza estas semillas para curar a tu hermana y permitir que conduzca a Auranos hacia un futuro más próspero. Eirene.
Tuvo que leerlo tres veces antes de entender lo que significaba; en cuanto lo comprendió, la carta se le cayó de las manos.
Eirene se había dado cuenta de que Nic y ella no procedían de Limeros; sabía que Cleo era la princesa de Auranos.
Y eso no era todo: Eirene era la vigía exiliada. Nic y ella la habían buscado, pero había sido ella quien los había encontrado. Y Cleo no se había dado cuenta.
Bajó la vista y contempló las piedrecitas, con los ojos como platos. Eran las semillas de uva imbuidas de magia de la tierra. Llevaban todo ese tiempo en su poder.
Aquellas dos semillas podían curar a cualquier moribundo.
Si lo hubiera sabido, podría haber salvado a Theon con una de ellas.
Aquella certidumbre le desgarró el corazón. Lanzó un grito de dolor, se dejó caer en el suelo y se echó a llorar hecha un ovillo. Pero incluso mientras lloraba, se daba cuenta de que no había tiempo que perder con lágrimas ni lamentos.
Tenía que ir a ver a Emilia.
Se obligó a incorporarse, salió al pasillo a toda prisa y se estrelló contra Nic.
—¡Ay! Cleo, le estás tomando gusto a eso de hacerme daño —bromeó él frotándose el pecho, y entonces se fijó en los ojos rojos e hinchados de la princesa—. Yo… oí sonidos extraños en tu cuarto y pensé que te había pasado algo —explicó.
El corazón de Cleo aleteaba tan rápido como una mariposa.
—Estaba… estaba llorando. Tengo las semillas, Nic. Eirene era la vigía.
Él la miró sin entender.
—¿Cuánto vino has bebido? Me da la impresión de que estás aún más borracha que Aron.
—No estoy borracha; es la verdad —era como si le hubieran quitado de encima un peso abrumador—. Ven, tenemos que dárselas a Emilia ahora mismo.
—¿De verdad crees en la magia?
—¡Sí!
Él asintió, sonriente.
—Entonces, vamos a salvar a tu hermana.
Se dirigieron a toda prisa a los aposentos de Emilia. En cierto momento, pasaron junto a un recodo donde hablaban dos soldados.
—Su ejército es implacable —decía uno—. Y las paredes de este palacio no son indestructibles.
Nic se detuvo en seco.
—¿Han penetrado en la ciudadela? —preguntó bruscamente.
Los guardias lo miraron avergonzados; no habían esperado que nadie los oyera.
—Me temo que sí —respondió con seriedad el que no había hablado—. Pero no lograrán entrar en el palacio.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Cleo, angustiada.
Ellos intercambiaron una mirada; aunque solo tuviera dieciséis años, era la princesa, y estaban obligados a responder.
—Las puertas están protegidas por el hechizo de una bruja.
—Mi padre nunca me lo ha dicho —replicó ella, incrédula.
—La bruja renueva el hechizo todos los años para que no ceda, pero ya no volverá a ayudarnos.
Su compañero le chistó.
—¿Por qué? —preguntó Nic—. ¿Dónde está esa bruja?
El guardia que había hablado apretó los dientes y miró a su compañero, a Nic y a Cleo sin decidirse a continuar.
—Gaius le envió al rey su cabeza hace tres días —admitió al fin—. Pero no importa: por más que se esfuercen esos malnacidos, el hechizo no los dejará pasar.
Cleo conocía de primera mano la crueldad del príncipe de Limeros, pero parecía que su padre era aún peor. No se sorprendió: llevaba años oyendo rumores que lo sugerían.
—¿Y por qué mi padre no me ha dicho nada de esto?
—El rey desea protegeros de lo que está ocurriendo.
—Entonces, ¿por qué nos lo cuentas tú? —quiso saber Nic.
La expresión del soldado se endureció.
—Porque tenéis derecho a saber que corremos peligro. El rey arriesga nuestras vidas al no rendirse.
Cleo respiró hondo.
—¿Crees que habría debido hacerlo?
—Se habrían ahorrado muchas muertes… No sé si podremos resistir mucho tiempo encerrados en el palacio, por más que un hechizo selle sus puertas. Somos como conejos acorralados a la espera del lobo que nos desgarre la garganta.
Cleo fulminó con la mirada a aquel cobarde.
—¿Cómo te atreves a criticar a mi padre? Ha tomado la mejor decisión para Auranos.
¿Preferirías que se rindiera ante el Rey Sangriento? ¿Crees que las cosas irían mejor entonces? ¿Que aquellos que han muerto revivirían?
—¿Qué sabrás tú? —contestó el soldado con desdén—. No eres más que una niña.
—No —replicó Cleo con firmeza—. Soy la princesa de Auranos, y apoyo todas y cada una de las decisiones de mi padre. Y a menos que quieras terminar decapitado como esa bruja, deberías mostrar más respeto hacia tu rey.
—Mis disculpas, alteza —murmuró el soldado agachando la cabeza como un perro apaleado.
Cleo apretó las semillas con tanta fuerza que se hizo daño en la palma de la mano.
—Retornad a vuestro puesto —ordenó fríamente antes de continuar su camino.
—Has estado magnífica, Cleo —observó Nic—. Le derrotaste solo con palabras.
Ella le miró de soslayo, halagada, pero la alegría abandonó su rostro de inmediato.
—Las cosas no van bien fuera, ¿verdad?
—No —Nic la miró con gravedad—. Me temo que no.
—¿Crees que seremos derrotados?
—El rey Gaius y el caudillo Basilius tienen muchos hombres dispuestos a morir por su causa.
—Pero mi padre no puede rendirse…
—Si no hubiera otra opción, tendrá que hacerlo.
Cleo recordó los ojos helados del príncipe Magnus y su frialdad mientras asesinaba a Theon. No soportaba la idea de volver a verle.
—No.
—¿Por qué no?
Cleo esbozó una sonrisa confiada para apartar de su mente aquellos recuerdos.
—Mira, Nic: no tenemos que pensar en lo que ocurrirá si perdemos, porque vamos a ganar.
Saldremos victoriosos y mandaremos a esos cerdos ávidos de poder de vuelta a sus casas. Y
luego, en cuanto todo vuelva a estar en calma, podremos ayudar a los paelsianos que de verdad lo merecen.
—Dicho de esa forma, casi me convences…
—Es que tengo razón —Cleo abrió la palma y le mostró las semillas—. Esto hará que cambie todo, Nic. Emilia se curará y todo será perfecto; el mundo se convertirá una vez más en un lugar repleto de posibilidades.
—De acuerdo, princesa. Vamos allá, entonces —asintió Nic.
Cuando llegaron a la puerta del cuarto de Emilia, Cleo entró sin llamar y Nic se quedó en el umbral por respeto, ya que Emilia estaba acostada. Cleo se acercó a la cama sin dejar de sonreír, incapaz de contener su entusiasmo. La ventana estaba abierta y su hermana se había tumbado de cara a ella; se encontraba demasiado débil hasta para volver la cabeza.
—¡Emilia, no te lo vas a creer! ¡Tengo las semillas! Sé que parece increíble, pero las tengo.
Van a curarte, sé que lo harán.
Emilia no respondió.
—Hermana, los vigías existen —insistió Cleo—. Yo he conocido a una, aunque no me diera cuenta en ese momento. Era una persona normal, como tú y como yo, y quería ayudarte.
Volvió la cabeza para mirar a Nic, quien se había atrevido a dar un paso dentro de la estancia. Su rostro estaba fruncido en una mueca de preocupación.
—Cleo… —comenzó.
—Sé que ha sido muy difícil —continuó Cleo sentándose en la cama—. Has perdido a la persona que amabas; a mí me ha ocurrido lo mismo, de modo que sé cómo te sientes. Pero debemos seguir adelante y enfrentarnos al futuro las dos juntas. No me resultará fácil, pero seré fuerte como me pediste.
—Lo siento muchísimo, Cleo —dijo Nic agarrándole el hombro con suavidad.
Ella se sacudió para desasirse.
—¿Por qué, Nic? Emilia se va a despertar y se pondrá mejor que nunca —le acarició el cabello de color miel que caía sobre el almohadón de seda—. Emilia, despierta, por favor.
—Se ha ido, Cleo —musitó Nic.
—No digas eso —Cleo empezó a temblar—. Por favor, no digas eso.
—Lo siento. Créeme, lo siento de verdad.
Emilia continuaba con los ojos fijos en la ventana. Su piel estaba fría; debía de haber muerto horas atrás, después de que Cleo la dejara.
Cleo se levantó de la cama, pero las piernas se le doblaron. Nic la sujetó antes de que se derrumbara. Las semillas cayeron de su mano; ya no había esperanza. Ciega de dolor, empezó a gemir y a pegarle a Nic en el pecho con los puños. No podía soportar la pena. Era demasiado; iba a morir. Quería morir.
Durante todo ese tiempo había tenido en su mano el remedio que podía salvar la vida de su hermana, pero se había dado cuenta demasiado tarde. Había fracasado.
Emilia se había ido.
—Lo siento —repitió Nic, soportando sus golpes sin quejarse.
Intentó abrazarla para que se calmara, pero Cleo no dejaba de debatirse.
—¡Las semillas! —gritó de pronto, y se lanzó al suelo a buscarlas. Cuando las encontró, tuvo que agarrarse a los pies de la cama para ponerse en pie.
El rostro de Emilia mostraba un blanco fantasmal; hasta sus ojos parecían más claros, de un gris descolorido. Cleo le acarició la mejilla con dedos temblorosos, le abrió los labios exangües y le metió las dos semillas en la boca. En cuanto tocaron la lengua de su hermana, emitieron una luz blanca y desaparecieron.
Como por arte de magia.
—Por favor —gimió Cleo—. Por favor, por favor, que funcione.
Aguardó lo que le pareció una eternidad, pero no ocurrió nada.
Absolutamente nada.
Era demasiado tarde.
Cleo se giró hacia Nic y vio que lloraba. Un frío mortal la traspasó.
—Mi hermana está muerta —apenas reconoció el sonido de su propia voz—. Murió sola, mirando las estrellas.
Emilia y Simon habían contemplado las estrellas la única noche que pasaron juntos; él le dijo que los dos se convertirían en estrellas al morir y que velarían por sus seres queridos desde el cielo. Por eso Emilia había muerto de cara al firmamento: le estaba buscando.
Nic aguardó a su lado en silencio. Nada de lo que pudiera decir mejoraría las cosas.
—He llegado tarde —musitó Cleo—. Fracasé. Podría haberla salvado, pero llegué tarde.
Apretó la mano helada de su hermana y se quedó junto a ella hasta que amaneció. Nic estaba sentado a su lado, bajo la ventana.
—Deberíamos cerrarle los ojos —propuso él finalmente.
Cleo se limitó a asentir, incapaz de pronunciar una palabra, y Nic extendió el brazo para bajar los párpados de Emilia. Con los ojos cerrados, podría creerse que estaba dormida.
—Hay que contárselo a tu padre —dijo Nic—. Yo lo haré, no te preocupes. No quiero que te inquietes por nada; ya verás cómo todo va bien.
—Nada volverá a ir bien jamás —replicó Cleo sacudiendo la cabeza.
—Sé que no es fácil, pero debes ser fuerte —le rodeó el rostro con las manos—. ¿Lo recordarás, Cleo?
En su última conversación con Emilia, ella le había pedido que conservara la fortaleza, y Cleo le había prometido hacerlo.
—Lo intentaré —musitó, y Nic hizo un gesto de asentimiento.
—Vámonos —dijo mientras le pasaba el brazo por los hombros.
Antes de abandonar el aposento, Cleo se volvió para contemplar a su hermana una vez más. Parecía tan tranquila en su cama… Era como si en cualquier momento fuera a despertarse, lista para desayunar.
Se dirigieron a los aposentos de su padre. Nic la sujetaba con el brazo por si volvían a fallarle las piernas.
Aún no habían llegado cuando una explosión hizo temblar el palacio.